viernes, 5 de septiembre de 2008

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Recuerdo a los lectores que estoy publicando gratis “La desbandá” en mis blogs, porque la editorial con que la tenía contratada no me paga mis derechos, y los contratos son nulos.

LA DESBANDÁ, continuación

Se divirtió un par de horas antes del almuerzo, cubierto sólo por un calzoncillo como los demás niños, bajo la lluvia de goterones de cal de los brochazos que daban torpemente sobre las fachadas bajas. Después de comer, tras un meticuloso baño en un barreño del patio para librarse de las plastas de cal sobre la piel y el pelo bajo la vigilancia de su madre desde la galería, se dispuso a preparar el júa junto a sus hermanos Paco y Antonio, que habían ideado un fantoche con el que retratarían a uno de los personajes más odiados en el barrio, el fundador de la CEDA. Cuando se afanaban por reproducir en la media rellena de paja el rostro de José María Gil, llegó el tercero de sus hermanos, Ricardo, que volvía de la parroquia de San Felipe Neri, donde colaboraba en las obras parroquiales.
-No tenéis vergüenza -reprochó Ricardo a sus dos hermanos mayores.
-Y tú eres más beato que una sotana -bromeó Antonio, acariciándose la insignia del Sindicato de Parados que siempre lucía en el pecho.
-Se lo voy a decir a mamá -amenazó Ricardo-, que no tenéis compostura. Sois unos pecadores sin respeto por ná ni por nadie.
Viendo que la discusión iba a caldearse, como cada vez que Ricardo reprendía a Antonio y Paco por sus actividades políticas, Mani deseó que llegase pronto Miguel, el hermano más próximo a su edad, que tenía un carácter alegre y despreocupado con el que conseguía suavizar los enfrentamientos. Antonio tenía veintitrés años, veintidós Paco, Ricardo iba a cumplir veinte y Miguel apenas rebasaba los dieciocho, un muchacho ante el que todas las vecinas jóvenes suspiraban; era el único que prestaba atención a Mani, ya que éste constituía una rareza en la familia por los años que le separaban de los cuatro y era Miguel el que menos distaba de su edad. Pero siempre estaba demasiado ocupado correspondiendo los requerimientos de las muchachas y no era frecuente que aceptara participar en labores que no fuesen inevitables. Ricardo se exaltaba reprendiendo a Paco y Antonio, lo que aumentaba la necesidad de Mani de escapar, porque temía que la discusión acabase a puñetazos. Vio que el Templao se disponía a salir del callejón, seguido de una nutrida cohorte, y encontró en la necesidad de ir tras él la ocasión para alejarse de la guerra civil filial.
-Voy a mear -se excusó ante sus hermanos, consciente de que ellos supondrían que era un pretexto para dejar de ayudarles.
-Eh, Rubio; no vengas detrás, que éstas son cosas de hombres -le dijo Quini, el que parecía más íntimo del Templao entre sus cortesanos.
Detestaba el apodo, basado en los rizos amarillos que caían sobre su frente y que tanto complacían a su madre. Los de su edad se guardaban de pronunciar el mote en su presencia y algunos habían salido con un ojo morado; pero los mayores por cuya aceptación suspiraba no se ahorraban las ocasiones de mortificarle. Mani respondió:
-Vamos, anda; ni que ustedes hubierais hecho la mili.
Ninguno superaba los diecisiete y las hondas y tirachinas abultaban mucho en sus bolsillos. Mani les siguió a cierta distancia por la calle que bordeaba una torrentera seca que llamaban río Guadalmedina. A una señal del Templao, se armaron de guijarros en el cauce reseco y fueron hacia un edificio decorado con azulejos morunos, donde residía el bodeguero que, según las vecindonas, poseía la mayor fortuna de la ciudad. Tenía reputación de malvado; afirmaban que encadenaba con grilletes a los obreros de su bodega que cometían fallos como la rotura de botellas, cuestión que todos creían cierta pese a que nadie nombraba a quien pudiera probar que tal cosa había sucedido. Sí sabían con la seguridad de quien contempla la desolación de los perjudicados, que hacía poco, a consecuencia de un alboroto, había despedido a todos los que estaban afiliados a la UGT, la CNT y la FAI. Éste era el motivo de que El Templao y sus secuaces acecharan ahora ante su casa. Parecía no haber nadie dentro, las ventanas tenían cerradas las persianas y estaban corridas las cortinas de los cierros, tres en total, que ocupaban el balcón central de cada planta y, a ambos lados, los seis balcones restantes parecían igual de herméticos. El bellísimo edificio presentaba un aire de abandono súbito, como si sus habitantes hubieran sido prevenidos.
Los muchachos se desconcertaban. Se miraban unos a otros y escudriñaban los balcones en busca de un signo de vida en la parálisis imprevista que presentaba la mansión. Carecía de mérito agredir una casa deshabitada, lo que deseaban era dar al bodeguero un susto de advertencia; en su ausencia, el ataque carecería de sentido; unos pocos cristales rotos no causarían mella a quien tanto dinero tenía ni introduciría vacilación en las arbitrariedades que el vinatero cometía con sus obreros. Iban a abandonar el asedio, cuando Mani observó el leve movimiento de un visillo en el cierro del tercer piso, lo que revelaba la presencia de un observador angustiado que deseaba evaluar el asedio sin ser visto. Los secuaces del Templao lo advirtieron también, porque al instante siguiente comenzaron a lanzar las piedras. Alcanzaron los cristales de las dos primeras plantas, cuyos fragmentos caían con estrépito y tapizaban los adoquines de la calzada como nieve, y no tardó en acudir una muchedumbre de curiosos alertados por el ruido. Mani no entendía de dónde salía tante gente y tan aprisa aquellos días, suponía que no tendrían que afanarse tanto por encontrar qué comer como los miembros de su familia. El acoso duraba apenas unos minutos y la multitud bloqueaba ya la calle cuando llegaron los guardias de Asalto.
-Corre, majareta, que te van a jiñar-le gritó Quini al pasar.
Mani se encontraba a unos cincuenta metros de la casa, oculto por un árbol, y contaba cinco años menos que el más joven de los asaltantes; supuso que no podía parecer sospechoso y por ello permaneció en el mismo lugar, para ver correrse el telón de lo que le había parecido tan excitante como las películas en que gastaba el poco dinero que le daban en su casa. Detuvieron a nueve, pero la mayoría escaparon por el cauce del río con el Templao a la cabeza, carcajeándose. El caso no trascendería en drama, todos serían liberados en pocos minutos, por su edad y porque los guardias no daban abasto ni tenían paredes elásticas los calabozos de la comisaría de vigilancia, siempre atestados de manifestantes y sindicalistas detenidos.
Soltaron, en efecto, a los nueve antes del atardecer, acontecimiento que Mani aguardó antes de subir a su casa examinando los júas, que estaban todos instalados ya; el presidente de la CEDA, que Paco y Antonio no habían conseguido retratar con suficiente parecido y habían tenido que colgar de su cuello un cartel donde rezaba "Gil y Pollas"; el obispo regordete que solía pedir a sus diocesanos el voto para las derechas, blandiendo un látigo con un crucifijo en la punta; el bodeguero pisoteando a los obreros caídos a sus pies, pero llevando en hombros a un banquero con chistera, que chupaba un sorbete clavado en la garganta del vinatero; Alfonso XIII, ante el que otra figura vestida de Papa le practicaba una felación; el pene tenía forma de cetro real. El único que le gustó representaba al bandolero Flores Arocha con un trabuco escondido bajo la manta jerezana, dispuesto a disparar contra el guardia civil que le llevaba preso.
Cuando llegaron entre gritos y vivas a Rusia los nueve muchachos recién liberados, algunas de sus madres no habían tenido tiempo de enterarse de la aventura; los que sí la conocían los recibieron con vítores entre palmadas, y si no lanzaron pétalos de rosas a su paso fue porque únicamente estaban familiarizados con las margaritas silvestres y jaramagos, y sólo de lejos habían entrevisto las rosas que florecían tras las pesadas verjas de los palacetes de La Caleta y El Limonar, distritos que los vecinos del barrio recorrían nada más que cuando visitaban a sus parientes que servían como criados.
A Paula, la madre de Mani, le complacía describir los lujos de tales casonas ded La Caleta, ya que su oficio de costurera le obligaba a ofrecerse como remendona a domicilio, y había trabajado a veces tras aquellas puertas señoriales. Mani la escuchaba embobado describir las porcelanas, sillones dorados, cristalerías y alfombras persas que ella sabía retratar como nadie. Al pensar en su madre, recordó que tenía que subir un instante para el escrutinio periódico que Paula le exigía entre juego y juego; después, bajaría de nuevo para poner en marcha su plan de conquista del favor del Templao.
Contra la costumbre, la puerta de la minúscula vivienda estaba cerrada en vez de permanecer abierta como todas las de la galería, puesto que nadie poseía nada que los demás desearan robar. Extrañado, Mani tomó precauciones antes de empujar la puerta, ya que su madre podía estar probando en ese momento un vestido a una cliente, aunque últimamente casi no tenía trabajo. Acercó el oído a la repintada madera desconchada, para decidir si podía entrar; no lo hizo a causa de lo que oyó:
-Otra vez asaltando tiendas. Me vas a matar a disgustos -reprochaba Paula.
-¿Quieres que nos muramos de hambre? -replicó su hermano mayor, Antonio-. El Sindicato de los Paraos es la única arma que tenemos los pobres. Esto no es pecao, mamá, porque las tiendas que asaltamos son las de los ricos, los culpables del contradiós que es nuestra vida. Por lo menos, comeremos bien unos días.
-Llévate tó eso de aquí, ¿me oyes? No quiero ni verlo.
-¿Estás segura, mamá? ¿Quieres que el niño siga tan raquítico y que ninguno de nosotros tengamos agallas pa levantarnos a las cinco de la mañana, pa llegar al periódico antes que los demás y que no nos quiten los puntos de venta? El Mani no ha probao el jamón en toa su vía.
-Vas a acabar en la cárcel, Antonio. Si tu padre...
-¡Mi padre!, ese cabrón mamarracho, hijo de puta... Mira, mamá, tú quédate tranquila, que no pasará na... y si me cogieran, eso ganaré; comería bien una temporá.
La voz de Paula sonaba a lamento. Mani se apartó de la puerta, para que no le pillaran espiando. El desconcierto le causaba desasosiego, porque no comprendía las palabras de Antonio. ¿Era un raquítico?; de ningún modo, tenía más fuerza que los vecinos de su edad. ¿Por qué había llamado mamarracho a su padre muerto?; cuando sus hermanos lo mencionaban en su presencia, todos, Antonio inclusive, lo hacían con respeto, aunque siempre alguno desviaba la conversación. En última instancia, si su hermano se exponía a ir a la cárcel por su causa, él no podía permanecer impasible. Tenía que ir en busca de la pandilla del Templao.
Recorrió muchas veces la corta calleja, arriba y abajo, pero tras lo de la casa del bodeguero el Templao y los demás debían de andar de celebración por las tabernas, aunque tampoco los encontró en los locales de la calle Huerto de Monjas ni en el Molinillo. Finalmente, dedujo que habrían decidido reservar fuerzas para la juerga de la quema de los júas, la noche siguiente. Iba a volver a su calle, dispuesto a participar en las tertulias formadas en torno a cada uno de los fantoches, cuando vio a Quini doblar la esquina. Pese a que parecía el más íntimo del Templao, les había visto discutir muchas veces e intuía el motivo: mientras que el Templao trabajaba duramente como arrumbador y estibador en el puerto, Quini se había ganado su fama de trapichero con todo merecimiento. Las comadres concordaban en que su destino fatal era el reformatorio y más tarde, la cárcel, pero su casa era de las más prósperas de la vecindad, aunque su padre no trabajase y estuviera siempre borracho.
-Quini... -murmuró Mani, con tono suplicante.
-Joé, Rubio; eres más pesao que una pechá de borrachuelos. ¿Qué mierda quieres?
-Yo... necesitaría una ayudita pa mi madre...
-¡Venga ya! Si eres un mocoso que toavía no tiene pelos en los cojones...
-Yo tengo más huevos que tú.
-¡Ah, sí!, ¿cuántos, media docena?
Mani recordó que debía ser lisonjero si quería que le ayudase.
-Seis por lo menos, aunque no tantos como tú, Quini, que dicen que tienes docena y media.
-Joé, Rubio, mira que eres chaquetero... Pero si es fetén que te sobran huevos, vente conmigo.
Quini le precedió deprisa, como si no se conocieran, hasta las cercanías del puerto. Sin volverse hacia él, le dijo con disimulo, sin apenas mover los labios:
-Espera un poquillo aquí, Rubio. No tardo ná.
Tras saltar Quini la verja del puerto y desaparer por el laberinto de grúas, almacenes y, más lejos, mástiles y chimeneas de barcos, Mani esperó unos veinte minutos. Mirando de reojo a los carabineros de la entrada, se preguntó si sentía miedo; aceptó que un poco, pero debía impedir que Antonio siguiera exponiéndose a ir la cárcel. Quini regresó con una voluminosa caja de cartón cargada al hombro. Le chistó desde el otro lado de la verja y le dijo:
-Echa mano de la caja, Rubio.
Tras un nuevo salto de la verja, Quini le dijo al oído:
-Escucha, Rubio; con mucho cuidaíto, vete pal barrio por calle Nueva, que yo tiraré por Puerta del Mar. No hagas caso de lo que te digan. ¿Tendrás huevos de cargar esta caja tan grande hasta allí?, porque no puedes dármela hasta la esquina de Huerto de Monjas con Ollerías, ¿te enteras?
Mani comprendió. Hubiera lo que hubiese dentro de la caja, si los guardias se la requisaban a un niño, no sería tan dramático como que sorprendieran con ella a un casi adulto como Quini. Respondió:
-Sí, Quini. No te preocupes.
-Pero que no se te vaya a ocurrir pegármela, ¿lo coges? Te molería a patás si apareces sin la mercancía.
La caja no pesaba tanto como sugería su volumen, pero Mani tuvo que apoyarla muchas veces en los alféizares de las ventanas y en los escaparates en el recorrido de unos dos kilómetros. Quini le esperaba casi oculto en un portal; igual que en el puerto, le chistó haciéndole una señal para que se acercara.
-Espera cinco minutillos, Rubio. De aquí a ná vuelvo pa pagarte lo tuyo.
Echó a correr escaleras arriba y Mani tuvo que esperar no cinco minutos, sino más de media hora, con el hombro apoyado en el quicio de la puerta.
-Toma, Rubio -dijo Quini poniéndole un billete en la mano.
Mani miró el duro con incredulidad. Cinco pesetas era lo que ganaba con la venta de periódicos durante una semana. Sintió júbilo.
-Quini..., ¿tienes algún otro asuntillo por ahí?
-Vaya, vaya con el mocoso. Ahora resulta que tienes prisa por ser un potentao -Quini se apiadó de la expresión de Mani-. Bueno, Rubio, sí que tengo una cosita, pero se trata de palabras mayores. No creo que tengas tantos huevos como dices.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre? -retó Mani.
-Será mejor que te lo diga cuando salgamos pallá. Ahora, no me fío. Te espero a las diez de la mañana.
-Tengo que ir a vender los periódicos.
-Entonces, no hemos hablao ná.
-No, no. Quini.... -Mani recordó el duro que tenía en el bolsillo-. Sí, de acuerdo, ¿dónde me esperas a las diez?
-En la esquina de Carretería con Ollerías, pero que no se te vaya a ocurrir decírselo a naide. ¿Por qué te paras?
Mani se había detenido al entrar en el callejón de Rosal Blanco.
-Mira -señaló con mano temblorosa la silueta del muro del convento, que empezaba a reaparecer sobre las numerosas capas de cal, todavía fresca, con que la habían recubierto hacía menos de diez horas.
Quini se echó a reír con expresión muy desagradable al ver que Mani palidecía.
-¿No decías que te sobraban cojones? -ironizó.
-Según... -Mani vaciló-. No es lo mismo trajinar con lo que se pué tocar, que con un alma en pena...
-Bueno, Rubio; la verdad es que a mí también me acojonaba un poquillo esa silueta cuando tenía tu edad. Pero, ¿sabes cómo se me quitaba el canguelo?; me restregaba tó el cuerpo con ajos, que dice Mercedes la Alpistelá que es lo mejó pa que los demonios ni se te acerquen.
-¿Tú sabes por qué emparedaron a la novicia, Quini?
-No era una novicia, sino una monja, y pasó antes de que nos arrasara Napoleón. Era una monja de ésas que entraban en el convento forzás por su familia, y los padres de ésta estaban podríos de dinero, porque tenían en Cádiz barcos de aquéllos que iban pa América. La monja no estaba conforme con el encierro, porque se había enamorao hasta el tuétano de un gachó de Ronda, un señorito torero que dicen que era un follaó de aquí te espero, que se encerraba en el mesón de la Victoria cá noche con una gachí diferente. La monja se hartó de mandarle cartas suplicándole que la sacara del convento; un día se enteró de que toreaba en Málaga y, como tenía más joyas que una reina, po eso, que compró a la monja del torno pa que la dejara salir esa noche. Se fue al mesón y pilló al andoba en la cama con una de sus queridas y, ¿sabes lo que hizo?, coserlos a puñalás a los dos. Volvió al convento más llena de sangre que un matarife y con un ataque de aquéllos. La comunidad creyó que estaba endemoniá y ya ves, la emparedaron viva y, ¿sabes lo que pasó?, que aunque estaba completamente enterrá en la pared, no paró de maldecir a las hermanas durante años y años. Mi madre dice que por la parte del convento, la tapia está cubierta de cruces, tarros de agua bendita y ristras de ajos, que es lo que espanta al diablo. Así que ya lo sabes, si te jiñas con la monja emparedá, échate ajos hasta en los huevos.

…continuará mañana

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