viernes, 12 de septiembre de 2008

LA DESBANDÁ, casi 30.000 ejemplares vendidos


Por increíble que parezca, poco escritores en España cobramos por nuestro trabajo.
Las editoras se las arreglan para no pagarnos haciéndonos creer que nos pagan con unas liquidaciones que no tienen nada que ver con los derechos de autor.
La editora de cuatro de mis novelas, se ha apropiado en cuatro años de unos 70.000 euros de mis derechos, sin contar los correspondientes a 2008. Pocos descubren la estafa (España es el único país del mundo donde se dan estos casos, por eso nuestra literatura no cuenta ya), pero yo me asesoré por abogados especialistas, y a pesar de reclamar en su momento, en cinco meses ha ocurrido lo siguiente:
Por reclamar en abril, el contable me amenazó con la cárcel.
Dos días más tarde, absorto en mi desconcierto, tuve un infarto.
Agotado mi dinero, tuve que dejar de pagar el alquiler.
El casero me ha desahuciado.
Me alimento muy mal, aunque debo respetar dietas rigurosas, porque soy diabético y asmático.
Vivo como okupa, en una rigurosa dieta de adelgazamiento forzoso.

Viendo que, aunque la editora dijo hace dos meses que mandaba a una abogada a negociar, dejaba pasar más tiempo, hace dos semanas decidí pedir a los libreros que no vendan las cuatro novelas mías de esta editorial. Pero como sé que LA DESBANDÁ sigue teniendo mucha demanda, he decidido publicarla aquí gratis, por fascículos.


LA DESBANDÁ, continuación
El Templao le desconcertaba cada vez más.
Llegaron al puerto, junto a cuya entrada principal había un mercadillo de contrabandistas tolerado por los guardias, tal vez cumpliendo órdenes, puesto que esa actividad daba de comer a muchas familias. Vendían de todo, queso holandés, tabaco de picadura, relojes suizos, medias de seda y hasta medicamentos. Con frecuencia, se trataba de productos de baja calidad, pero la gente compraba segura de estar adquiriendo a bajo precio maravillas que de otro modo no estaban a su alcance. Mientras Mani observaba con admiración un aparato de radio alemán con reluciente caja de madera bruñida perforada con filigranas, el Templao le dijo:
-Hay algo que sí podrías hacer, Mani. Mira, ¿ves?, aquel almacén es donde cargo, el sitio por donde más comía pasa. Dejamos regueros de habichuelas, garbanzos y un montón de cosas más. Si quieres, te consigo un sitio con los ratas.
Denominaban así a los chiquillos que merodeaban en torno a los arrumbadores, recogiendo lo que se escurría de los sacos. Formaban un grupo famoso en la ciudad por la crueldad y el encarnizamiento con que defendían sus territorios frente a los que acudían a disputárselos. Tal vez no fuera mala idea, si podía contar con protección.
-No sé, Guaqui. Hay cosas que a mi madre no le gustan ná, no sé por qué.
-Porque tu madre es de otro mundo, Mani.
-No sé lo que quieres decir.
-A lo mejor no te das cuenta, porque eres mu chiquitillo todavía; pero ¿no ves que tú y tus hermanos sois diferentes de la gente del barrio?
-No.
-¡Venga ya! Claro que lo ves, lo que pasa es que no quieres reconocerlo.
-Tú sí que eres diferente, Guaqui. La gente te admira.
-Porque tuve que aprender pronto a pararle los pies a tó quisque. Pero eso es cosa diferente, Mani. A tu madre, hay que darle rancho aparte.
Le disgustaba la mención de cuestiones que podían representar una barrera entre los dos. Sabía que la opinión del Templao era compartida por todo el barrio, pero ser diferente no le complacía, sino todo lo contrario. Y ahora, en ese momento, quería que nada se interpusiera en su propósito de ser uno de los íntimos de Guaqui. Volvió a mencionar los tesoros de la casa de La Caleta, pero el Templao frustró sus intentos de abordar la cuestión. En cambio, le trató en todo momento como si fuese un camarada y ya en la calle Rosal Blanco, le dijo:
-No necesitas incordiar siguiéndome a toas horas, Mani. Háblame de cara cá vez que te salga de los cojones, porque soy tu amigo.
Exultante, hubiera subido en estado de gracia de no ser porque se paró ante su puerta a verle seguir hacia el corralón de la Torre y, entonces, se le ocurrió mirar la silueta de la monja. Volvía como un alud el terror, pero no tuvo que afrontar la oscuridad de la escalera, porque Concha la Chata le agarró del brazo al pasar ante su puerta y le hizo entrar. Media hora más tarde, cayó sobre el colchón entre sus hermanos con ánimo beatífico. Se durmió inmediatamente.
La mañana siguiente, leía con fascinación en el periódico el relato sobre el "Misterio en calle Rosal Blanco", acompañado de una fotografía donde aparecían varias vecinas señalando la silueta, cuando Quini volvió a acercarse.
-¿Se lo dijiste a mi madre, Rubio?
-Pos claro. ¿Es verdad lo que dicen?
-¿Qué dicen?
-Que te has cargao a un guardia.
Quini pareció muy preocupado por la difusión de la noticia.
-No he sío yo, Rubio. La gente es mu bocona y tiene mu mala leche. Oye, Rubio, dentro de un rato, unos amigos y yo nos vamos a la playa de La Isla. ¿Por qué no te vienes con nosotros y hablamos de tus... problemas?
Mani supuso que deseaba convencerlo para que fuera su aliado en una coartada que hubiese ideado o, simplemente, para que le sirviera de correo ante su familia.
-Vale -dijo.
-¿A qué hora terminas?
-De aquí a un ratillo. Me quedan namás que tres periódicos.
En el barrio corrían supersticiones sobre los maleficios del mar, pero los jóvenes se estaban aficionando a ir a la playa por diversión, sin el sentido purificador de antaño, y Mani dormía la siesta casi a diario en la Malagueta; ir a la Isla sólo representaría un pequeño retraso, y algunas playas eran fuentes de aprovisionamiento nada desechables. En los pequeños roquedales de El Morlaco abundaban los cangrejos y los mejillones, y podía coger coquinas simplemente con hacer un hoyo en la arena, en el rebalaje, y esperar; las comía allí mismo, crudas, lo que constituía una de sus principales fuentes de proteínas. También abundaban las cañaíllas, los búzanos y las almejas, más algunas conchafinas y pelegrinas. Decían que en La Isla había más almejas y coquinas que en ninguna otra playa de Málaga, porque esa zona, al borde de los cultivos de cañaduz, era todavía casi virgen; iba a comer bien.
Quini le precedió hasta las cercanías del mercado de Atarazanas, donde le esperaban en un carro cuatro jóvenes de su edad, uno de los cuales arreó el burro con dirección a Poniente. En cuanto llegaron a los cañaverales que orlaban la playa situada junto a la desembocadura del Guadalhorce, los cinco se desnudaron como recién nacidos y echaron a correr hacia el agua. Quini urgió a Mani, de lejos, a desnudarse también y seguirles, pero se negó viendo el poblado y oscuro bosque que cubría sus vientres, porque le avergonzaba y le causaba consternación exhibir ante ellos la pelusilla incipiente que apenas ensombrecía sus ingles. Pretextó no saber nadar, lo que era falso; se refugió a la sombra de una choza de cañizo, junto a cuya puerta se hallaba sentado un anciano marengo cosiendo redes.
-¿Quién eres? -preguntó éste sin llegar a mirarle completamente a los ojos, y de ese modo descubrió Mani su ceguera.
-Me llamo Mani.
-¿Eres de por aquí?
-No; vivo en el barrio del Molinillo.
-Eso está muy lejos y tú tendrás unos doce años, ¿verdad?
Evitó responder para no mentir.
-¿Es usted ciego?
-Sí, hijo.
-¿Desde chico?
-No. Mi ceguera se debe a la ira de Poseidón.
A causa del halo mágico de serenidad que envolvía al hombre, cuya prestancia, aun sentado, le hacía pensar en las estatuas de los museos reproducidas en las láminas de los periódicos que vendía, sintió antipatía por quienquiera que fuese tal sujeto.
-Lo meterían en la cárcel -dijo Mani.
-¿A quién?
-A ese Poseidón.
El anciano sonrió.
-No, hijo, ¿cómo van a meterlo en la cárcel? Poseidón es el dueño de la mar.
Mani se encogió de hombros, compasivo. El viejo estaba como una cabra.
-No me compadezcas; no veo, pero puedo sentir todo lo que me rodea. Has venido con otros cinco muchachos. Lo sé por sus voces y el repique de la arena al andar. Y ¿ves ése que grita? -señaló a Quini-, está de espaldas a nosotros, en el rebalaje; hay otro que también está fuera y los otros tres retozan muy cerca de la orilla, en el rompeolas, donde el agua no los cubre; todos son bastante mayores que tú. Aparte de tus amigos, no hay cerca nadie más. Allí, junto al cañizo del Nerjeño, hay otros tres muchachos que no son de por aquí, bañándose también.
Mani forzó la mirada hacia la choza más próxima, situada a unos cien metros. Tragó saliva, porque comprobó la exactitud de lo que el anciano describía.
-En el lado de poniente -prosiguió éste-, hay cinco marineros remendando redes. Creo que el padre, Paco el Perchelero, está de pie junto a proa de la jábega. Los otros cuatro son sus hijos y están sentados en la arena.
Mani tragó saliva y se arrastró para acercarse más al anciano.
-¿Cómo fue la pelea con ese Poseidón?
-¿No sabes quién es?
Mani negó con la cabeza, lo cual pareció bastar.
-Poseidón es un dios que fue el último rey de la Atlántida. Cuando se repartió el mundo con sus dos hermanos, había conquistado ese reino que, para su desgracia, se hundió por un maremoto. Después de la tragedia, Poseidón no quiso correr más aventuras y organizó un reino submarino; engendró tritones y sirenas, que tienen medio cuerpo de pez y medio de persona y éstos, que son millones y millones, son todos sus súbditos, porque de eso hace ya muchísimo siglos.
Mani examinó la cara cubierta de arrugas y atezada por el sol. No estaba burlándose de él, pero sonreía con algo parecido a la ironía. La nobleza de su perfil y la rectitud de su espalda le recordaban a los ancianos altaneros del Circulo Mercantil, precisamente aquél a quien le había encajado hasta las cejas el sombrero jipi-japa, pero la arrogancia de éstos era altivez presustuosa, mientras que la del ciego parecía emanar de una luz interior muy intensa.
-No estoy loco, Mani. Cuando pasas toda la vida en la mar, llegas a convencerte de que los dioses que sirven en la tierra no valen de nada en medio de un temporal. Algo tiene que haber ahí, en el fondo -indicó el agua-, algo muy poderoso que no conocemos ni sabemos ponerle nombre. Yo le llamo Poseidón, pero lo mismo puede ser Neptuno o la diosa que los negros llaman Iemanjá, da igual. Ahí dentro hay poderes tremendos. Lo comprendí cuando me quedé ciego. Yo vivía en la isla de Congreso, en las Chafarinas; allí nací y crecí, porque mi padre era el farero. Distinguía cada una de las piedras de la isla, había puesto nombre a las olas por las formas que les daba el viento; era amigo del relámpago y el trueno, y en las noches de tormenta, cuando la mar quería tragarse la isla, podía caminar junto a los acantilados sin que las olas embravecidas me rozaran siquiera. Yo amaba aquel lugar y Poseidón o como se llame me otorgó su dominio, pero mi madre tenía miedo; decía que en cualquier momento caerían los franceses de nuevo sobre nosotros y nos aplastarían junto a los soldados de la guarnición, cosa que habían hecho muchas veces. Por eso nos vinimos a Málaga. Yo era todavía un muchacho, pero no me sentía el mismo. Comencé a escuchar la voz de la mar en cuanto me apartaba dos metros de la orilla, como si fuera la de un amante despreciado, y me hice pescador para no convertirme en polvo tierra adentro. Por desgracia, en esta bahía somos demasiados pescadores y la competencia obliga a meterte en caladeros donde no debes y por eso fui pescador pocos años; cuando naufragué diez millas mar adentro, tenía poco más de veinticinco; pude morir, porque mi cabeza golpeó contra la quilla rota de la barca, me puse a sangrar como si se me escapara la vida y no sirvieron de nada mis aullidos invocando la ayuda de Dios y la Virgen del Carmen. Cuando las olas me arrastraron hasta la arena, me había quedado ciego. Permanecí aquí, casi agonizante, porque estaba seguro de que me moriría encerrado en cualquier hospital de Málaga y entonces se me ocurrió hablarle a la mar sin intermediarios vaticanistas, de modo que se curaron mis heridas de repente y noté que corría por mis venas nueva sangre que no era la misma y descubrí que el aire de la mar me convertía en otro y veía las cosas con mayor claridad que antes; soy capaz de ver el viento y los olores y el sabor salado de la mar; veo mucho mejor, porque lo miro todo con los ojos del alma. Ahora llevo cincuenta años agradeciendo el instante en que me quedé ciego, porque quienquiera que mande en las fuerzas de la mar me había abierto las puertas del entendimiento. No imaginas cuánto he aprendido y cuánto veo sentado aquí, sin salir apenas de mi playa.
Mani no sabía qué decir. El viejo hablaba como un torrente, con mayor fluidez que nadie que conociera y le describía cosas prodigiosas. Sentíase incapaz de determinar si era un demente o un sabio... o tal vez uno de esos brujos de los que trataban las leyendas de las tertulias nocturas de su calle, porque veía una aureola en torno a su cabeza que no podía ser fruto de su imaginación, ya que cerraba los ojos para borrar cualquier marca de deslumbramiento y cuando los abría el nimbo seguía allí, envolviendo un rostro capaz de traspasar su mente.
-En mi barrio hay también cosas mu raras -dijo, porque suponía que tenía que decir algo.
-¿Como qué?
-Esta mañana lo sacó el periódico, con fotografía y tó. Mi calle termina en el muro de un convento; dicen que allí enterraron a una monja hace muchísimos años y ahora hay una mancha con forma de mujer que no se quita ni a la de tres. Blanquean y blanquean, y nanay.
-¿La mancha vuelve a salir?
-Sí. Hay noches que no me deja dormir.
-¿Y tú, qué piensas que es?
Mani tardó unos instantes en responder, porque en los ojos estériles del anciano había algo que no era la espera de una respuesta, sino una especie de torbellino de conjeturas que, sin saber por qué, supo que era él quien las originaba. ¿Por qué se mostraba tan absorto en los asuntos de un niño insignificante como él, por qué se le agitaban las aletas de la nariz como si olfatease la llegada de un tropel de fantasmas tan inmateriales e improbables como su Poseidón? Consiguió zafarse de la mirada que no le veía pero le inmovilizaba, y respondió:
-No lo sé. Lo que sí sé es que me da un canguelo...
El anciano asintió a alguna pregunta o propuesta que pasaba por su cabeza, mientras la aureola palpitaba agrandándose y empequeñeciéndose como si estuviese sometida al influjo del corazón, un corazón que latía tan deprisa como si acabase de subir a zancadas una empinada cuesta. Mani presintió que el ánimo del ciego estaba siendo torturado por alguna clase de idea pesimista.
-¿Sabes lo que hay que hacer cuando uno siente miedo por algo que no sabe lo que es? Tú pareces un chico inteligente, y lo que hace la gente inteligente es investigar para entender lo que no comprende. El conocimiento quita muchos miedos, créeme.
-En mi barrio, tó el mundo tiene miedo por algo...
-¿Por ejemplo?
-Por tó. Hay muchas navajás, muchas trifulcas, nos rompemos la cabeza pa encontrar qué comer y tós los días nos acostamos con miedo a morirnos de hambre. Tó el mundo se caga de miedo por algo, por entrar en la carcel, porque el vecino lo denuncie a los guardias... Ayer de madrugá, por poco no le pegan un tiro a mi mejor amigo, a pesar de ser el tío menos desbocao que conozco y por eso le llaman "el Templao".
Mani supuso que, aunque pretencioso, no era del todo mentira afirmar que el Templao era su mejor amigo. Al menos, y aunque no le correspondiese, así lo veía él.
-¿Qué pasó?
Le contó la escena del ataque a las prostitutas de calle Camas y lo que siguió y cuanto había visto antes, en el recorrido desde que abandonara la fiesta del Molinillo.
-Málaga se ha vuelto loca -dijo el viejo-. ¿Sabes lo que pasa? Esta ciudad es marina, nació vivió y pervivió en el tiempo gracias a la mar, pero, desde hace un siglo le ha dado la espalda a su ser natural y la mar le está pasando factura. No quiero ni imaginar lo que pasará cuando Poseidón desate su furia. Málaga morirá en la playa.
Mani consideró que esas afirmaciones eran demasiado estrambóticas. No se parecían lo más mínimo a lo que hablaban sus vecinos, lo que relataban los periódicos ni, sobre todo, a lo que proclamaba Paco, el mejor informado de sus hermanos.
-Ese amigo tuyo, el Templao, es huérfano de padre, ¿verdad?

Mañana seguirá.
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