domingo, 7 de septiembre de 2008

LA DESBANDÁ. Continúo ofreciéndola gratis


Dado que después de los cuatro años de penurias y cinco meses de agonía que me está haciendo pasar, la editora sigue sin pagarme mis derechos de autor, continúo ofreciendo a los lectores gratis la lectura de mi novela más renombrada, LA DESBANDÁ.
Por cierto, que no imaginan ustedes de lo que llega a enterarse uno cuando, desesperado por la iniquidad, indaga a fondo en organismos y estadillos bancarios.
Les aseguro que iré respondiendo sus mensajes lo antes que pueda.

LA DESBANDÁ -continuación
Subieron la escalera de mármol blanco para desembocar en un amplio rellano al que se abrían ocho alcobas. Tras un examen evaluador de las ocho puertas, Quini empujó dos con cuidado y volvió a cerrarlas mientras negaba con la cabeza; abrió una tercera que pareció satisfacerle e indicó en silencio a Mani que entrase. Éste no pudo creer de pronto que aquello fuera simplemente un dormitorio, porque la cama gigantesca cubierta con un dosel del que colgaban cortinas de gasa ocupaba sólo una parte mínima de la estancia; además, había un sofá y dos butacones junto a las ventanas; en el centro, un velador con tablero taraceado de nácar y cuatro sillas a juego; en un ángulo, una especie de cómoda con un enorme espejo de contorno irregular, orlado por un marco afiligranado, complementada con dos taburetes tapizados de raso. Ni siquiera en la más lujosa de las películas sacaban habitaciones así. Como si estuviera en el territorio sin preguntas de los sueños, no supo Mani entender la razón de su convicción: ése era justo el lugar donde podía encajar Paula Robles del Altozano, su madre, y de repente la vio sentada en uno de los taburetes vistiendo negligentemente una barroca bata blanca que le llegaba a los pies; estaba inmóvil, como si se tratara de una fotografía, lo que le permitió contemplar a placer la extrema nobleza de su perfil y la elegante delgadez y longitud de su cuello.
Sin ruido y con cuidado, Quini abría gavetas, revolviendo el interior sin desordenarlas. Hizo un aspaviento de impaciencia al ver a Mani alelado. Éste, como quien despierta de un sueño, se unió a él para registrar a fondo la habitación, pero no aparecía lo que estuviera buscando Quini. Oyeron un griterío en el jardín; una afeminada voz de hombre vociferaba para espantar a los muchachos que habían dejado escarbando. A Mani le angustió la sonrisa maliciosa de Quini.
-Era lo calculao -dijo-; mientras estén al liquindoy con el jardín, no se darán cuenta de que nosotros estamos aquí.
Comprender el significado de la frase le produjo sudor; no sabía qué hacer, estaba atrapado. Tras acercar los ojos al nivel de la superficie barnizada, Quini forzó hacia arriba la tapa del mueble parecido a una cómoda, que se levantó con facilidad desvelando un brillo que a Mani le dejó petrificado: en un compartimiento pequeño habilitado en el hueco que mediaba entre las dos gavetas superiores, había más joyas de las que lucía la reina Victoria Eugenia en las fotografías antiguas. Quini se metió en el bolsillo el tesoro, que excedía todas sus ambiciones. Mani salió tras él, pero sus piernas temblorosas se habían convertido en plomo; perdió el rastro de Quini en el vestíbulo y ya no supo orientarse a través de los dos abigarrados salones. Abrió una puerta, convencido de que debía ser la de la cocina, y al entrar de un salto se encontró en una salita en semipenumbra, con las persianas medio entornadas y las cristaleras abiertas. Iba a salir de allí, cuando oyó una voz suave, aunque un poco cascada.
-¿Eres tú, Rafael?
Temió que la dueña de la voz gritase, alertando así a los demás ocupantes de la casa. Se quedó inmóvil, en silencio. Cuando sus ojos se adaptaron a la fresca penumbra, pudo distinguir una figura casi de espaldas a él, sentada frente a la ventana. En el reposabrazos del sillón descansaba una mano muy pálida con venas prominentes, que se movió indicándole que se acercara. Lo hizo con el alma pesándole en los talones y el corazón convertido en una voladera, consciente de que podía escabullirse, pero convencido de que la huida no le serviría de nada puesto que no sabía por dónde huir. Cuando la vio de perfil creyó que se habría fugado de un cuadro o de una película, ya que nunca había visto materialmente a nadie vestido con telas tan brillantes; los rizos de satén de color oro viejo cubrían su piel traslúcida, cayendo en cascada desde los hombros al regazo. El rostro debía de haber sido muy hermoso, como el de las señoras que subían majestuosamente las escalinatas del Hotel Miramar; en su expresión se combinaban la congestión del resfriado y la melancolía, aunque había cierta picardía en sus ojos. Sus pupilas estaban irritadas pero aún así, resaltaba la belleza del color que, aparte de los suyos y los de su madre, sólo había visto Mani en los ojos de la gente rica.
-¿Eres amiguito de Alonso? -preguntó.
Iba a responder que no, pero no tuvo ocasión, porque ella continuó:
-Alonsito se ha marchado de vacaciones con sus papás y sus hermanos. A ninguno le importa un bledo abandonarme aquí sola, tan malita como me siento, con este resfriao que me va a matar. Si quieres un caramelo, coge de ahí.
Señaló un frasco de cristal, parecido a los de la botica de la calle Ollerías, casi lleno de cortadillos de nata; cogió un puñado y deslizó la mano por su costado, tratando de que ella no viera que se los guardaba en el bolsillo. La mujer le observó mientras desliaba el envoltorio de uno.
-No recuerdo haberte visto por aquí.
-Es que...
-Estos niños tienen tantos amigos, que pierdo la cuenta. ¿Qué le pasa a tu ropa?
Mani se miró sin comprender a qué se refería. Su ropa no tenía nada de particular; el pantalón de dril le quedaba un poco corto, un dedo por encima de las rodillas; debía de referirse a eso.
-En estos tiempos, ya nadie se preocupa por la ropa de sus hijos. Desde que vino la República es como si ná importara. Caramba, chico, qué desagradable es que le gotee a una la nariz. Hazme un favor. Abre aquel cajón. ¿Hay pañuelos, verdad?
Mani le entregó uno cuya finura increíble no presentaba más aspereza que las iniciales bordadas. Antes de sonarse, ella le pasó la mano por la mejilla.
-¡Qué desagradable es un resfriado en verano! Trata de no coger uno cuando haga calor, porque no te curas nunca.
-Sí, señora.
Estaba de pie ante ella, en el contraluz de la ventana.
-Tienes el pelo igual que tu madre.
-¿Conoce a mi madre?
-Por supuesto. Tú eres Enrique, ¿verdad?, el hijo de Pili von Deer.
-No señora...
-Si no eres el hijo de Pili...
Dio la impresión de que alguien le clavara agujas en los riñones, porque se enderezó como si el resfriado hubiese remitido de repente. Había tal intensidad en su expresión, que el niño dudó si reír o temblar mientras la mujer ponía ambas manos junto sus orejas y atraía el rostro infantil hacia ella, para examinar con detenimiento los rasgos. Mani apreció el temporal que había en el azul violáceo de sus ojos.
-¿Cómo te llamas? -preguntó la mujer con lo que pareció un gemido.
-Manuel Rodríguez Robles del Altozano.
-¡No! -exclamó ella hundiéndose de nuevo en el sofá.
Mani se preguntó qué podía haber tan tremendo en su nombre, que justificara la exclamación. La mujer tenía desorbitados los hermosos ojos y apretaba los labios. Su cuello se había derrumbado igual que si hubiera recibido un mazazo en la cabeza, mientras desviaba la mirada como si buscase con ansiedad algo que hubiera perdido.
-Es imposible... -dijo-. No puedes ser nieto de Francisco Manuel, claro que no. ¡Qué va! Pero no lo entiendo... te pareces tanto a él...
La frase fue interrumpida por las voces de Quini y el hombre afeminado que ya había escuchado Mani antes. Gritaban, el desconocido amenazando y Quini dando alaridos de súplica. Mani comprendió que el desastre le había alcanzado. La anciana tomó una campanilla plateada como la que usaban los monaguillos en misa, la hizo repicar y al instante, entró en la habitación un sujeto como de cincuenta años, con hombros estrechos y caderas y culo monumentales. Miró a Mani con perpleja desconfianza antes de acercarse a la mujer, frente a la que se inclinó con una reverencia.
-¿Qué pasa, Rafael? -preguntó la señora.
-Ná importante, doña Elena; un chavea que he sorprendío cuando trataba de escapar por la ventana de la despensa. Había cogío un montón de alhajas de doña Rita.
-No le habrás hecho daño, ¿verdad?
-¿Eh...? -el tal Rafael examinaba a Mani escrutadoramente-, no, no. Le he dicho que iba a llamar a los guardias y se ha echao a llorar. Sólo un coscorrón... y he dejao que se vaya.
A Mani le maravilló que Quini llorase. Sonrió al imaginar la comedia.
-Has hecho muy bien -aprobó Elena-; ná más nos faltaría que los gitanos de sus padres nos quemen la casa.
Momentáneamente distraído de su problema, Mani estuvo a punto de protestar e informarle de que los padres de Quini no eran gitanos. Para su fortuna, la mujer no dejaba hablar.
-Rafael, dale a este amiguito mío una pastilla de chocolate.
-¿Amiguito suyo, doña Elena?
-Sí; tráele el chocolate.
-¿No sería mejor que lo lleve a la cocina y le dé un tazón de leche y unas tortas... de Algarrobo?
-Oh, sí, tienes razón, Rafael. Dale un buen desayuno, porque parece que no hubiera desayunao como Dios manda, y después trámelo aquí de vuelta, que tiene muchas cosas que contarme.
El sirviente escondió la mano en la espalda de Mani, dándole un pellizco que mantuvo sujeto mientras le empujaba fuera de la habitación, hacia el vestíbulo situado al pie de la escalera de mármol. Hurgó en sus bolsillos, que volvió del revés, y le palpó todo el cuerpo. Dijo en un susurro;
-No son tortas de Algarrobo, sino doscientos pares de hostias lo que te voy a dar. Así que tu amigo era el listillo y tú ibas de tonto útil... Vaya, vaya. Da gracias a Dios porque doña Elena tenga fiebre y ande desvariando una mijilla, y que yo esté de buen humor, que si no... Desaparece de aquí y no vuelvas. Mira que a mí no se me despinta nunca una cara y la tuya no voy a olvidarla. Como te atrevas a arrimarte a esta casa o a esta calle, llamaré a los guardias pa que te encierren en un reformatorio.
Mani echó a correr con dirección al barrio. ¿Desvariaba de veras aquella hermosa anciana, como aseguraba su criado? Menos mal, porque lo que decía le había causado una impresión muy fuerte.
Treinta minutos más tarde, el repique insistente de la campanilla obligó al criado a volver al gabinete de Elena Viana-Cárdenas James-Grey.
-¿Por qué tarda tanto ese niño en desayunar, Rafael? -preguntó.
-Es que, cuando iba a darle las tortas, al darme media vuelta en la cocina echó a correr, doña Elena. Creo... que ese niño la ha engañao, me parece que es un aprendiz de tomaó que iba con el que robó lo de doña Rita.
-Te equivocas, Rafael -reprendió ella con tono severo-. ¿Te ha dicho dónde vive?
-¡Qué va!
-Pues pregunta a las criadas y a los vecinos, a ver si alguien lo conoce. Y manda recao al médico, pa que me recete algo que me quite la fiebre, que quiero hacer una visita esta tarde.
Cuando Mani entregaba a su hermano Paco el producto de la venta de periódicos, recordó que le sobraban tres pesetas y dos gordas del duro ganado la noche anterior. Los rizos rubios que le caían sobre la frente representaban un estorbo muy serio en su estrategia de conquista del Templao, que esperaba culminar esa noche, durante la quema de júas. Pidió a su madre permiso para ir a la barbería después de comer.
-Pero dile a Gustavo el Granaíno que te recorte sólo un poquillo -aprobó Paula.
Mani no comprendía por qué gustaban tanto a su madre los tirabuzones de relamido niño de película. Él los detestaba y, además, era apremiante eliminar un signo tan clamoroso de puerilidad si quería que el Templao le tomara en serio. Recorrió la otra calle a donde daba el corralón denominado "Las Dos Puertas", la calle Curadero donde señoreaba el convento de La Goleta, mucho mayor que el de la silueta de la monja. Todo el barrio debía de haber sido en el pasado una finca monacal ya que el convento de Rosal Blanco y el de La Goleta distaban pocos pasos entre sí, la calle de la esquina se llamaba Huerto de Monjas y había a menos de doscientos metros dos conventos más, el de las Carmelitas y el de las Reparadoras, y por ello habían crecido entre repiques de campanas, cantos gregorianos, procesiones e himnos marianos y amenazas de condenación eterna y, tras despejarse los terrores infernales de las noches, sus días se poblaban de seres alados y jubilosos que bailaban al son de los avemarías, seres resplandecientes, generalmente rubios como Mani y su madre, que sabían los niños que los llevaban encaramados en el hombro derecho y que si giraban violentamente la cabeza en esa dirección, era posible entreverlos por el rabillo del ojo. La calle Curadero alineaba en un lado cinco o seis casas entre las que destacaba el corralón de Las Dos Puertas, mucho mayor que las otras, y las restantes, una carbonería, la barbería, una carpintería y un pequeño solar cercado donde funcionaba una minúscula industria familiar de salazón de boquerones, eran viviendas unifamiliares. Al otro lado se erguía impresionante el convento de La Goleta, en cuyos numerosos patios, a la sombra de extraños naranjos de troncos rectos y simétricos, pajareaban las monjas de la Caridad como gaviotas con sus almidonadas tocas de princesa medieval.
Cuando iba a la barbería, que no era con demasiada frecuencia, escuchaba del Granaíno frases antagónicas de las afirmaciones de sus hermanos Paco y Antonio. Éste solía aconsejarle que le oyese como quien oye llover, porque era un "podrido reaccionario". Gustavo, su mujer y sus hijos Serafín y Angustias se habían instalado en el barrio no muchos años antes, puesto que Mani lo recordaba. Eran granadinos. Gozaban de escasa popularidad, porque se jactaban de que Granada era "más capital que Málaga", que allí había capitán general, universidad y muchos más tranvías. Parecía que hubieran abandonado Granada a regañadientes. Como insistían tanto en las comparaciones entre las dos ciudades y daban muestras de no sentirse a gusto en el barrio, la mayoría de los vecinos les daban de lado. Con frecuencia, escuchaba Mani a la mujer de barbero reprender a su hija Angustias a gritos, porque conversaba con muchachas de la vecindad. Angustias era una adolescente de belleza extrema que permanecía mucho tiempo enclaustrada, lo que ocasionaba ante su puerta guardias atardecidas de los adolescentes, sobre los que vertía la mujer del barbero baldes de agua para disuadirles.
A pesar de su hostilidad hacia los vecinos, Gustavo trataba a Mani casi bien:
-Tu madre es punto y aparte. Ese apellido... Y tú, eres de la raza de los dioses.
Mani entró sin saludar, porque Gustavo hablaba a gritos con el que afeitaba, y se puso a hojear el periódico para entretener la espera. Iban a estrenar una película de Imperio Argentina que llevaba varios meses ansiando ver; tal vez se permitiera gastar una parte de las tres pesetas y dos gordas que atesoraba en el bolsillo.
-Es que la gente de este barrio tiene mucha incultura -proclamó Gustavo.
-Mire usted, Gustavo -amonestó Pepe el Talabartero a través de la espuma que le cubría la bar ba-, no le conviene despreciar tanto a los vecinos. Le van a coger inquina, y no están las cosas pa provocar a la gente en este avispero.
-Pero es que eso de la monja emparedá es ignorancia, Pepe. ¡Qué más da que la mancha haya salío otra vez! Será porque no la han blanqueao a fondo.
-¿Que no? Si le dieron ayer una pechá de manos de cal...
-Son embustes. Ni hay en esa pared ninguna monja enterrá ni la mancha tiene ná de raro, ni se han podío cometer en el convento pecaos tan mortales....
-Que sí, Gustavo, que sí. No es el pecado en si, que hoy en día a lo mejor no nos daba tanto repelús. La monja emparedá era una morisca de Trevelez, que tomó hábitos hace cuatrocientos años sólo pa convencer al corregidor de su pueblo de que su familia había abjurao de la religión mahometana, pa que no les expulsaran de España. Lo malo es que la pilló la madre superiora guardando el Ramadán, y se destapó el sacrilegio. Fue el obispo quien mandó que la emparedaran.
-Si, un suponer, fuera cierta esa historia -insistió Gustavo-, ¿no le parece a usted cosa de burros creer que la pared tiene una maldición?
-Joé, Gustavo. No ofenda usted más a los vecinos.
A Mani le pareció que el parroquiano señalaba al barbero su presencia, pero Gustavo no lo advirtió o estaba desbocado:
-Es que la incultura de esta gente es la causa de los desmanes, Pepe. Ya verá usted como España se hunde por culpa de estas bandas de analfabetos eloquecíos.
-Hace falta una mijilla más de escuelas...
-Lo que hace falta es orden -proclamó el barbero-, porque en este plan, no vamos a poder salir ni a la puerta de la calle sin que violen a nuestras mujeres e hijas y nos escupan en la cara. Como no venga Sanjurjo y lo arregle... Si es que nadie hace el menor intento de meter en cintura a estos degenerados. Desde la quema de las iglesias, es el anticristo lo que anda por aquí, Pepe, fíjese usted, por Dios. Esos asaltos a las tiendas de honraos comerciantes, los tiroteos a toas horas, el Sindicato de Parados que no para ni parará de decir idioteces... ¿Y quién pone orden?; ¡nadie!; los guardias, como si no fuera con ellos; los curas, escondíos en las iglesias como si fueran delincuentes, sin la influencia con que antes contenían los desmanes; los gobernantes, acobardaos, mirando a ver cómo contentar a las catervas de soviéticos que surgen por toas partes. Nadie tiene autoridad. Si el ejército no pone las cosas en su sitio...

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