jueves, 5 de febrero de 2009

ORO ENTRE BRUMAS, lectura gratis


Continúo la publicación de mi novela ORO ENTRE BRUMAS, una de las cuatro por las que la indecente y degenerada editora me ha robado 70.000 euros, apropiándose durante cinco años de mis derechos de propiedad intelectual, porque en España no se castigan adecuadamente esta clase de delitos. Esperemos que se cambie pronto la ley.
ADEMÁS, Pueden leer ustedes muchas de mis mejores obras, artículos, funciones de teatro, programas de TV, guiones, rimas, etc., en mi web:
www.luismelero.es
Hay seis libros míos, en formato virtual y a precios increíblemente bajos, en
www.leer-e.es
CADA MAÑANA, GRATIS, las cuatro novelas por las que me ha estafado la editorial, en todos mis blogs. :
http://opinindeluismelero.blogspot.com/
http://luismeleroopina.blogspot.com/
http://penarluismelero.blogspot.com/
y otros, donde ya pueden ustedes leer enteras las novelas La desbandá, El ocaso de los druidas y Los pergaminos cátaros
De Cartagena a La Habana

La magnitud de lo que la flota estaba cargando en Portobelo superaba con mucho la capacidad de asombro de maese Rinaldo. Uniendo la estimación de lo que lograba observar a lo que, sin ponerse en evidencia, conseguía sonsacar a los grumetes Pedro de Vélez y Fernando de Tolox y, sobre todo, a don Francisco de Alcaparaín, lo que recogían en el istmo de Panamá era decenas de veces más importante que lo recogido en Cartagena e incomparablemente más valioso. Porque la madera, por rica y exótica que fuese, ocupaba mucho espacio pero pesaba poco y su valor por unidad del volumen que ya representaba para la estiba, resultaría insignificante comparado con lo que ahora contemplaba sin conseguir evitar que los ojos se le desorbitaran. Consciente de que a veces, a causa del asombro, no conseguía contener ciertas expresiones y ademanes, tenía que abandonar con frecuencia la cubierta y constreñir el horizonte de sus observaciones al estrecho ámbito de la lumbrera, con objeto de que ni don Zoilo ni el resto de la oficialidad apreciaran con cuánto empeño y atención examinaba la carga. Un gesto que le traicionara bastaría para que ellos encontraran el pretexto para hacer con él lo que, evidentemente, ansiaban desde el comienzo de la singladura.
Las acémilas llegaban en caravanas interminables que cruzaban el istmo aplastadas por el peso de lo que las flotas del Perú habían llevado al puerto de Panamá desde El Callao y Guayaquil, lo mismo que las procedentes de las Filipinas, que navegaban por rutas de las que ignoraba la existencia y que, según lo que podía deducir de los rumores, era el más importante secreto de navegación que los españoles habían conseguido mantener oculto a los demás reinos europeos. Portaban en abundancia los productos típicos de los territorios costeros del Pacífico y Asia que eran más apreciados en Europa, pero el oro era tanto, que, en ocasiones, aun desde la lumbrera del camarote donde fingía trabajar en los mapas, lo veía brillar amontonado como alubias a granel en capazos cruzados a lomos de las bestias. Los mulos que los portaban pasaban entre la abigarrada instalación de la feria sin que la gente mirase el oro con interés, ni sorprendidos ni ávidos. ¡Qué extraño! La muchedumbre parecía más embrujada por un plato de Talavera o una pieza de seda que por aquellos tesoros.
La feria era el mayor y más trepidante mercado que había visto nunca, exceptuando el bazar de Constantinopla. Mucho más animado y extenso que el de Cartagena, porque a todas horas llegaban barcos procedentes de los puertos cercanos, repletos de gente que acudía a mercadear.
Se tapó los ojos con las manos, con los codos apoyados en la mesa, esforzándose por llegar a una conclusión que se ajustase lo más posible a la realidad. Había logrado hacer hablar a Pedro de Vélez, que auxiliaba como amanuense y secretario a don Zoilo de Monegros. Si las cifras que mencionaba el grumete eran exactas, sólo se consignaba en los registros una séptima parte del oro que había visto entrar en el galeón. Sonrió. Quizá don Zoilo y sus secuaces esperaban consignar aún menos, sólo la décima parte. Seguramente, los mandos del navío habían tenido que reducir lo que escamoteaban, a causa de haberle aposentado a él en ese camarote, lo que les había obligado a desaprovechar los escondrijos que ocultaban las paredes falsas que contemplaba ahora con ironía. Entonces, toda la nave tendría que ser aproximadamente igual, al menos en las cubiertas superiores. En todos los camarotes habría espacios donde esconder oro y gemas.
Añadió varias anotaciones a los dos pergaminos que ya estaban casi acabados y corrigió algunas cifras. Les puso el lacre, los envolvió juntos, para que no calara el sudor, en un pergamino que ya usara una vez como palimpsesto y que había vuelto a dejar en blanco. Se ató el envoltorio en el costado bajo el brazo izquierdo, se palpó la indumentaria para asegurarse de que no se percibía el bulto y salió con sigilo, cuidando de que nadie observara sus movimientos entre el trajín afanoso que había en cubierta y en el muelle.
Debía ser hoy, puesto que le había informado Pedro de Vélez de que faltaban sólo cuatro días para izar velas.

Tras verificar que nadie le seguía y columbrar que si alguien le había vigilado debía de haberlo perdido de vista en el tumulto bullanguero del mercado, compró un caballo y una madeja de recia cuerda, pero no pudo comprar una esclava joven porque la flota las había alquilado a todas para el tiempo de permanencia en Portobelo, lo que explicaba las filas de marineros que esperaban impacientes ante varias chozas improvisadas en el más discreto recoveco del muelle, junto a la muralla y bajo las impresionantes baterías de cañones. Sonrió con malicia al comprobar que los capellanes observaban, de lejos, las hileras de marineros agitados y libidinosos, con miradas esquivas que nadie podía dilucidar si eran sombrías, escandalizadas o envidiosas.
Sólo quedaban en los puestos de venta de esclavos algunas treintañeras desdentadas que resultarían más carga que ayuda y que, por su falta de atractivo, estaba seguro de que sufrirían vejaciones insoportables antes de morir. Como un hombre adulto sería asesinado antes de que pudiera entregar los pergaminos, debió comprar un muchacho de hermosa apariencia, que acaso interesara a los marineros lo bastante como para no matarlo. El mulato, de unos catorce años, no paró de gemir de espanto en los intrincados y vertiginosos senderos por donde encaminó el caballo, y pugnaba por saltar del desconocido y temible monstruo, asegurando y jurando que podía continuar a pie y que no trataría de huir. Exigiéndole silencio con expresión muy severa y aspavientos amenazadores, Rinaldo se vio obligado a atarlo a su cintura. Se revolvía tanto y armaba el muchacho tanta bulla, que el maese sintió la tentación de volver atrás y cambiarlo por una dócil africana de mediana edad, pero tenían que subir y dejar atrás el escarpado monte que se elevaba al nordeste de Portobelo y, a continuación, a la distancia de una hora al trote, encontrar una cala completamente inaccesible desde tierra, aislada entre acantilados muy altos. Ante tantas dificultades, Rinaldo reflexionó que iba a resultar más conveniente un muchacho vigoroso que una mujer.
Durante la escalada del monte, sintió en muchos momentos el pálpito de que otro caballo le seguía a escasa distancia, lo que era difícil de constatar a causa de la densa espesura verde y rumorosa que cubría y llenaba de obstáculos el camino, donde el sigilo de la vida salvaje no era verdadero silencio a causa de su abundancia; aves inmensas que parecían inventadas por pintores de los Países Bajos, extraños lagartos que semejaban dragones miniaturizados por un mago y que reposaban en las ramas de los árboles con quietud de esfinge, pájaros minúsculos, del tamaño de insectos grandes, que libaban en flores bellísimas como si pudieran permanecer suspendidos en el aire; todos los rumores juntos eran la voz compacta de la selva bajo la cual resultaba muy complicado distinguir un rumor intruso. Además, en algunos puntos el perfume llegaba a ser enloquecedor para su fino olfato, sobre todo bajo unos árboles de gran porte salpicados de flores blancas encapulladas, grandes como manzanas. Pero los sentidos de Rinaldo se encontraban alertas de modo inconsciente a despecho de la sensualidad selvática, capaz de adormecerlos como un narcótico, porque el pálpito era el resultado de muchos años de entrenamiento y de incontables amenazas superadas con fortuna, desde que al ser aceptado en la Orden se le ordenó como primera prueba asaltar y explorar las galerías subterráneas del Templo de Jerusalén, cuando era sólo un adolescente, para lo que se vio obligado a arrostrar inmensos peligros, burlando a la fiera morería guardiana. La impresión de estar siendo perseguido se convirtió en certidumbre mientras subía un repecho al otro lado de una vaguada. Desde el pequeño altozano, entrevió con seguridad a través del follaje, descendiendo por el lado opuesto, la silueta de un caballero recortada tras el color prodigioso de flores hermosísimas que parasitaban muchos de los árboles, colgando de sus ramas como ornamentos de una fiesta palaciega. Evitó cualquier gesto o ademán que pudiera desvelar que lo había detectado y siguió adelante buscando un tramo del sendero tras cualquier revuelta, donde la vegetación le ocultara completamente.
Cuando lo hubo hallado, puso el caballo a galope y miró atrás unos centenares de metros más adelante; había conseguido alejarse del persecutor. Convencido de que éste no podría ya descubrir la maniobra, sacó el caballo del camino y se escondió con él tras un bajo y frondoso árbol, entre densos matorrales que pululaban de insectos y pájaros. Tras dirigir un gesto amenazador al esclavo exigiéndole silencio, acechó aguzando el oído. El jinete había detenido también su caballo. Hubo un rumor de golpes de cascos que no avanzaban, como si dudase si continuar o no. Rinaldo notó alrededor que todos los seres de la floresta parecían participar de la misma expectación que a él le dominaba; los dos caballos invasores habían dejado de causar estrépito con los cascos, y los animales permanecían alertas, en suspenso, a la espera de si proseguía o no el estruendo. A su pesar, Rinaldo contempló maravillado una pareja de enormes aves posadas con indiferencia en una rama cercana; el plumaje verde esmeralda se rompía en rojo en el pecho y uno de los dos, seguramente el macho, presentaba una cola que debía de medir casi tres palmos. Con un susurro, preguntó al esclavo qué aves eran aquéllas. Notó que el muchacho componía un gesto reverencial, moviendo la cabeza en actitud de saludo sacramental en dirección a la pareja alada mientras le comunicaba al oído:
-Es el pájaro sagrado; se llama quetzal.
Entre las orquídeas sonrosadas y púrpuras que colgaban de otras ramas más altas, las dos aves parecían joyas del tesoro de Moztezuma, y el maese halló lógico que las hubieran deificado. La reanudación del sonido de cascos renovó el alerta de Rinaldo, advirtiéndole de que el persecutor resolvía finalmente seguir en pos del desaparecido que tanta extrañeza acababa de producirle. Maese Rinaldo lo vio pasar de perfil ante la fronda que le ocultaba y tuvo que contener la exclamación.
Se trataba de don Francisco de Alcaparaín, cabalgando con mirada vigilante y expresión sumamente grave, que le hacía parecer mucho más maduro, tanto, que hasta el bozo adolescente le ensombrecía las mejillas de modo siniestro, como la barba de un bellaco patibulario. Rinaldo sintió un doloroso pellizco en el sentimiento y una convulsión en el pecho. ¿Qué significaba la persecución? ¿Había conseguido el muchacho engañarle con sus lisonjas y se trataba en realidad de un miserable que había recibido del capitán De Monegros el encargo de espiarle para perderle? Dejó en silencio que pasara de largo y una vez que el sonido de los cascos de su caballo cesó de oírse, buscó un refugio más seguro y mejor situado para hacer lo que estaba obligado a hacer, desembarazarse de un testigo que, probablemente, iba a descubrir el navío que le aguardaba.
Su sangre le exigía justicia pero el corazón le solicitaba compasión. Ese joven tenía por delante una vida todavía virgen, una existencia a llenar de buenas obras para las que se había mostrado hasta ahora sobradamente dotado. ¿Era justo acabar con él? Iba a cometer un pecado gravísimo, para el que quizá no estaba legitimado, pero ¿no era mucho más grave que él pretendiera malograr su misión?
Durante la hora y media que le tomó a don Francisco comprender que el perseguido le había burlado, desistir de la persecución, dar vuelta al caballo, retornar por el camino en sentido contrario y volver a pasar ante él, maese Rinaldo rumió la traición con amargura. Verdaderamente, le había cobrado afecto al joven, cuya mezcla de curiosidad y fingida candidez le había cautivado porque le convertía, aparentemente, en un firme candidato para iniciar el mismo ascenso hacia el conocimiento que él había emprendido cuando tenía su edad. ¡Cuán grande decepción! Eran atinadas las enseñanzas de aquel viejo y escéptico fratre de su Orden residente en Capadocia y él se había equivocado permitiendo prosperar en su pecho el sentimiento fraternal por ese joven, en vez de asimilar la advertencia del anciano de que la afección hacia personas concretas podía obstaculizar su misión, que comprendía y servía a todo el género humano.
En cuanto notó que se acercaba, ordenó silencio total al esclavo, acarició la testuz del caballo para aquietarlo y extrajo la daga. El joven presentaba una expresión de perplejidad atormentada, como si el haber perdido su rastro pudiera acarrearle gravísimas consecuencias, que el maese podía imaginar: el capitán De Monegros encontraría justificado azotarle y, tal vez, entregarlo como reo al capitán general de Portobelo. Maldito felón hipócrita; cualquier sufrimiento que pudiera padecer sería menor que su deslealtad. Rinaldo preparó la daga, tomando la punta entre los dedos índice y pulgar, con las ciencias y aptitudes aprendidas y desarrolladas en Damasco y Alejandría alertas y en tensión.
En el transcurso de los tres segundos que el pecho y el rostro de don Francisco permanecieron enmarcados por un claro de la fronda, pudo haber lanzado la daga y partirle certeramente el corazón, pero, durante esos mismos segundos, Rinaldo contempló el rostro adolescente en cuyos ojos prevalecía el miedo sobre el odio, y envolvió el arma con la palma de la mano para guardarla.
Sentía profundo pesar. Había llegado a querer a ese joven como a un hijo, aunque se había propuesto hacía muchos años que ningún afecto humano ablandara su espíritu. ¿Cómo iba a sentirse en el Bezmiliana en lo futuro, habiendo constatado que todos, sin ninguna excepción, eran enemigos? ¿Iba, siquiera, a poder permanecer a bordo cuando la traición surtiera el efecto previsible ante la oficialidad? Reemprendió el camino despreciándose a sí mismo por su momento de flaqueza y por haber permitido que la duda se enseñoreara de su voluntad; toda su formación, desde los catorce años, le había preparado para no dudar en ninguna circunstancia; ¿qué extraña sociedad era la española, con cuya cultura llevaba ya cuatro meses en contacto, que estaba trastornando sus sentimientos hasta tales extremos?
Localizó la cala, al pie del acantilado, donde más de veinte marineros retozaban desnudos junto a dos botes varados, mientras el navío sin pendón aguardaba mansamente, anclado a escasa distancia de la orilla. Se trataba de una nave casi gemela de la avistada en la playa cercana a Cartagena, pero su armamento era superior, lo que tenía que deberse a la localización de Portobelo, en la zona más interior del mar de las Antillas y, por consiguiente, mucho más dentro de los dominios españoles. Los marineros estaban borrachos casi todos, lo que Rinaldo halló más justificado que en aquella hermosa playa de Cartagena; el navío podía llevar hasta una semana aguardándole y afrontando graves peligros, junto a una playa que no contaba con acceso alguno practicable, sin poder los hombres encontrar en el bosque amenidad superior a la de permanecer todo el día entre el retozo en el rebalaje y las tareas de a bordo; el ron era lo único que podía romper tanta monotonía.
Hizo mediciones de la altura que le separaba de la playa con los instrumentos portátiles; cuando llegó a un cálculo que estaba seguro de que debía de aproximarse mucho a la realidad, no trató de explicar al esclavo lo que habría de hacer, porque su espanto le haría resistirse. Amarró fuertemente la cuerda a su pecho, envolviendo con él el rollo de pergaminos, ató el cabo a un árbol y lanzó al muchacho por el precipicio. Quedó suspendido y oscilando tras la caída a sólo un par de varas de la arena. Sus gritos aterrorizados le atrajeron la atención de los marineros, que acudieron junto a él y, entonces, Rinaldo cortó la cuerda. Vio que los cuerpos enrojecidos por el sol se amontonaban como bestias hambrientas sobre el mulato inmovilizado por las ataduras. Como no quería seguir viendo el uso que estaban haciendo de él, espoleó el caballo en cuanto comprobó con el catalejo que, como en Cartagena, descubrían los pergaminos y los llevaban deprisa a la nave.
Ahora, te tocaba meditar muy profundamente sobre el riesgo que don Francisco de Alcaparaín representaba, vigilarle con cuidado y tomar una determinación justa, acorde con su proceder y, sobre todo, en salvaguarda de los propósitos e intereses supremos de la Orden.

La aguda, aunque esquinada, observación de los pasos y conversas de don Francisco en la nave no le proporcionó al maese argumentos a favor ni en contra de lo que reconocía que estaba obligado a hacer, a despecho de una sensación inoportuna de repugnancia que se empeñaba en interferir ablandando su voluntad. El muchacho hacía lo de siempre y se mostraba ante la oficialidad aparentemente tan distante y receloso como de costumbre. ¿Era un gran simulador o resultaría ser, en realidad, inocente de los cargos a que parecía ser acreedor con su artero espionaje? Cuando entraban de nuevo en la rada de Cartagena, lo único que Rinaldo notó de diferente fue el nerviosismo progresivo del capitán y sus respuestas desencajadas a todos los tripulantes.
En seguida que el Bezmiliana lanzó las amarras a puerto tras la travesía desde Portobelo, don Zoilo de Monegros saltó al muelle y se dirigió apresuradamente al baluarte de Cartagena. Corrió a empujones por los estrechos pasadizos entre el amontonamiento de puestos del muelle, cruzó la puerta de Santo Domingo lanzando juramentos y maldiciones, porque le impedía avanzar el gentío que acudía en masa en busca de las nuevas ganancias que le reportaría la marinería, empujó con ira las acémilas que le cortaban el paso y no atendió la pregunta ni el alto del centinela del fuerte.
-Llamad al capitán Alpandeire -ordenó con arrogancia al oficial de guardia.
-Libra esta jornada -le respondió el alférez con expresión de desagrado por la impaciente altanería de don Zoilo.
-¿Sabéis dónde puedo encontrarlo?
-En Cartagena de Indias -ironizó el alférez dándole la espalda.
Alpandeire debía de estar apurando sus últimas horas de asueto, antes de la guardia interminable que habría de empezar a comandar en seguida, a causa de la llegada de la flota. Lo buscaría por los mesones y posadas, entre los brazos de alguna mestiza y ante muchas jarras de vino vacías.
En los dos primeros establecimientos, sintió el apremio de atravesar con el puñal a los soldados de mirada vidriosa que le respondían con chanzas y risotadas "buscadlo en un jergón". Había empezado en la ciudadela la fiesta que no habría de terminar hasta que la flota levase anclas, y las mujeres, ya bañadas, perfumadas y vestidas con las sugerentes batas blancas que las desnudaban más que las vestían, se le echaban encima, dispuestas a aligerarle de la tensión de la travesía y de la plata que llevase en el monedero.
Localizó al quinto intento al capitán de infantería que buscaba.
-¿Ha llegado respuesta de Bogotá? -le preguntó.
Alpandeire tuvo que hacer un esfuerzo para recomponer el aire marcial que el vino había desdibujado. También pareció tener que forzar la memoria.
-Volvió el emisario sin ella, don Zoilo. Ya os advertí que no habríais de confiar en recibir tal respuesta. El virrey de Nueva Granada no acepta tratos más que con los capitanes generales de las flotas. Debéis, sin embargo, pagarme el servicio; dos doblones de oro.
Sin disimular su furor, el capitán del Bezmiliana entregó las monedas y emprendió cabizbajo el retorno al galeón..
¿Estaban cambiado las cosas en las Españas? Nunca, que él supiera, había existido tan férrea y retorcida fiscalización de la corte sobre el comercio de Indias, al margen de los controles de la Casa de Contratación, como para infiltrar en la flota a un maldito espía. Que el Virrey no le respondiera no podía deberse a la excusa argüida por el capitán de infantería; con toda probabilidad, ese virrey campeón de pícaros estaría tan aterrorizado como él y los demás capitanes que tenían noticia de la presencia de maese Rinaldo y la misión que le atribuían. ¿Tendría que revisar sus estrategias, para no ser avasallado por las convulsiones que parecían agitar los tiempos presentes? Su vida y su hacienda pendían de un hilo si no conseguía desterrar de su barco al condenado maese.

Desde la lumbrera, sin ganas de salir a cubierta, maese Rinaldo intentó calcular el valor de la carga del patache que, procedente de los puertos de la Nueva Andalucía, aguardaba en Cartagena el regreso de la flota. Ese patache y otros navíos menores descargaban cochinilla, perlas, cacao y plata en cantidades que podían financiar cualquiera de las guerras que se dirimían en Europa. Quiso ser cauteloso con el cálculo, por lo que escribió en el pergamino una cifra que sólo alcanzaba la mitad de su estimación objetiva.
Los días siguientes permaneció preso de la melancolía, sin ánimos de recorrer el baluarte ni los fuertes, cuya arquitectura tanto le había interesado durante la primera arribada a Cartagena. La traición de don Francisco de Alcaparaín convertía su estancia en el Bezmiliana en un suplicio, tanto como el deber de castigarle. Invocó a san Bernardo mientras murmuraba su exhorto: “¡Glorioso es vuestro regreso victorioso del combate, feliz vuestra muerte de mártires en la lucha”. Acarició la cruz de las ocho beatitudes para tratar de recomponer sus propios parámetros anímicos, porque ya no había nada a bordo que le ayudase a rebajar la tensión soportada desde la partida de Cádiz. Mientras creyó en la amistad y la devoción del joven, la suciedad y la grosería de los marineros le parecían llevaderas por la alegría de haber encontrado a un futuro camarada, alguien que podía llegar a ser digno de ingresar en la Orden. ¡Qué grave error de cálculo! Nadie con tan tenebrosas recámaras en el carácter lograría superar la rigurosa evaluación a la que los fratres capellanis sometían a los aspirantes. Sonrió con amargo desdén al rememorar los interrogatorios y pruebas que él había tenido que sufrir durante meses a los dieciséis años, en aquel monasterio de la Liguria; cómo había sentido en incontables ocasiones la tentación de rendirse, cómo había llegado a abrigar rencor hacia sus jueces, cómo había estado a punto de odiar a la Orden misma, de la que tanto deseara participar a lo largo de su adolescencia y que, sin embargo, le hacía sufrir tanto antes de acogerle. Don Francisco no sólo carecía de la entereza y la integridad necesarias para salir incólume de ese desafío, sino también de honor, según había demostrado con su traición. Le costaba reconocer un error tan clamoroso como para haber diseñado un plan de estudios preparatorios para el joven. En el proyecto, iba a ser el fratre comprensivo y amable que le conduciría hacia la luz. Absurda generosidad dilapidada por un traidor sin escrúpulos que tendría que morir por su mano.
¡Cómo ansiaba que el viaje terminase de una vez y retornar a Constantinopla!
Vio con alivio y júbilo que las velas eran izadas y que la flota iba a emprender la travesía hacia el puerto de La Habana, la última escala antes del regreso a Europa. Si no había contratiempos, conseguiría pasar parte del otoño en la cálida Alejandría, donde tendría que orar y trabajar mucho, tras postrarse ante el gran Mestre en Capadocia y llorar su contrición para aliviar el dolor de haber truncado una vida debutante, que había cometido el error de creer tan prometedora.

Durante la azarosa travesía, agitados los navíos como paja por las corrientes, los vientos y unas tormentas de estremecedora violencia desconocida para él, maese Rinaldo mostró la espalda a don Francisco de Alcaparaín cada vez que acudía hacia él presuroso y sonriente, y casi siempre anhelante. No pudo, por tanto, apreciar nunca la mueca de dolor que tales desaires dibujaban en el rostro del joven. Para Rinaldo, resultaba evidente que era forzado por sus jefes a intentar un nuevo acercamiento a fin de mantener el espionaje. Y, mientras tanto, aumentaba el desprecio hacia sí mismo ante su debilidad, por no empuñar de una vez la daga que transportase al joven al infierno que merecía.
Una día, a la vista de Jamaica, por primera vez desde el comienzo de su estancia en el Bezmiliana, maese Rinaldo se sintió indispuesto y salió a la borda a vomitar. Por la fuerza del temporal que zarandeaba la nave como si fuese un juguete, no había nadie a la vista en cubierta; a pesar del amargor de hiel que volvía sus entrañas del revés, resultaba consolador que no pudieran verle en tan desagradable trance. Cuando comenzaba a reponerse gracias al frescor del agua que llegaba a salpicar hasta la borda, oyó un grito:
-¡Maese Rinaldo, tened cuidado! -le advirtió don Francisco desde la porta del castillo-. Esas olas espantosas pueden arrastraros fuera del navío.
No giró la cabeza hacia él. Notó que se acercaba para sujetarle el brazo, como si quisiera socorrerle. Alzó ese mismo brazo y empujó a Francisco tan bruscamente, que el joven cayó de espaldas sobre cubierta y estuvo a punto de ser arrastrado al mar por una ola, lo que Rinaldo no trató de evitar porque ello le exoneraría de su obligación. La suerte, sin embargo, ayudó al muchacho en la forma de un enorme rollo de estayes que se interpuso en su deslizamiento hacia la muerte. A partir de entonces, don Francisco dejó de intentar el acercamiento.
Cuando lanzaron amarras a puerto, maese Rinaldo comprobó desde cubierta que La Habana era una urbe mucho más populosa de lo que le habían dicho; lo menos albergaba a treinta mil almas y se esperaba la llegada de otras flotas. Los dos fuertes eran casi tan impresionantes como el cartagenero de San Luis de Barajas, y sus dotaciones militares, mucho más numerosas y mejor pertrechadas.
Supuso que sólo la intervención de la Providencia le permitiría salir vivo de ese puerto, donde se decía que había ahorcamientos diariamente y los acuchillados en los arrabales eran tan numerosos, que no había que abonar el campo. Se trataba, pues, del marco ideal para que la oficialidad del Bezmiliana, sin miedo a sus patrones ni al propio Rey, consiguiera desembarazarse de él por manos de sicarios sin que nadie pudiera acusarles de asesinato. En el mismo instante de poner pie sobre el muelle bajo la mirada sombría y hostil del capitán y sus oficiales, sintió la premonición de que no iban a permitirle salir vivo de La Habana, que no se arriesgarían en modo alguno a que volviera sano y salvo a la corte madrileña, donde tendría que revelar cuánto robaban. Debían de ser miles quienes en La Habana estarían dispuestos a matar a cambio de un simple escudo de oro. Si no llegaba vivo uno de sus hermanos de Orden con los navíos que habrían de arribar procedentes de México, no le quedaba más que rezar. Contando con un camarada, podría urdir estratagemas para salvarse. Solo, sería imposible, tras la traición de don Francisco, el único en quien quiso confiar.
Mas la intervención de la Providencia se produjo al día siguiente de la llegada.
-Maese Rinaldo, os llama el capitán De Monegros a su cámara -le anunció el grumete Pedro de Vélez.
Fue tras él dominado por la extrañeza. Hacía mucho tiempo que el capitán no se valía de un intérprete para cruzar, cara a cara, unas pocas frases con él. Don Zoilo le miró de arriba abajo. Relajadas por el caluroso clima tropical las severas costumbres españolas, se encontraba vestido con sólo un camisón empegostado de sudor y unas calzas arrolladas hasta los muslos. El grumete Fernando de Tolox le abanicaba con un enorme soplillo de palma. Dos soldados con uniformes de gala se hallaban frente a ellos, en posición de firmes.
-¿Sois, en verdad, médico y cirujano? -preguntó el capitán.
Cuando Pedro de Vélez comenzó a traducir al latín, el capitán le interrumpió:
-Deteneos, don Pedro. Don Rinaldo entiende el román paladino, ¿verdad? -preguntó con expresión astuta.
-Apenas -respondió el maese en latín, y De Vélez debió traducir -Sí, soy médico cirujano. ¿Puedo serviros en algo?
Tras la traducción, el capitán repuso:
-No a mí. Se os requiere en el Castillo de la Fuerza para hacer una sangría al almirante don Manuel Velasco de Tejada. Estos soldados os conducirán a su presencia. Don Pedro, id con ellos, para servir al maese de intérprete si fuese menester.
Recogió el instrumental y antes de abandonar el navío, maese Rinaldo organizó su cámara y dispuso varias señales de seguridad.
Escoltado por los dos militares a través del puerto, mientras atravesaban la plaza de Armas se temió lo peor. La solicitud de realizar una sangría tendría que ver con un estado febril, y en esas tierras las calenturas muy bien pudieran ser las mortales fiebres amarillas. Si el almirante moría bajo su cuidado, se cumpliría antes de los previsto su premonición de que no saldría con vida de La Habana.
Pidió a Pedro de Vélez que dijese a los soldados que se detuvieran y preguntasen por una botica, donde invirtió los dos escudos de oro que llevaba encima. Además de lo que suponía que iba a necesitar para el cuidado del almirante, compró desinfectante y todos los elementos que había echado a faltar en la travesía de Cádiz a Cartagena, puesto que, si sobrevivía, tendría que recorrer pronto el mismo trayecto a la inversa y se negaba a volver a convulsionarse comido por los piojos.
Tendido en una cama con dosel, completamente rodeado de velos mosquiteros, don Manuel Velasco de Tejada no tenía aspecto de moribundo. Ni siquiera tenía su faz una expresión doliente. Sonrió a modo de saludo y le dijo en latín:
-Maese, se me ha informado de que sois cirujano experto. ¿Es verdad?
-Con la ayuda del Altísimo, excelencia.
-No creo que necesitéis a tan poderoso ayudante, maese. Salid de la estancia, grumete.
Una vez que Pedro de Vélez se ausentó, el almirante se situó de costado en la cama, de espaldas a maese Rinaldo, y se alzó el camisón hasta la cintura.
-Ved -dijo-. ¿Creéis que en este estado puedo permanecer horas y horas sentado en conferencias y consejos de guerra, al servicio de su Majestad Católica?
Maese Rinaldo contuvo la carcajada. Se trataba de la mayor concentración de lobanillos que había visto jamás en unas posaderas, sobre todo en las de alguien tan ilustre. Estimó que, probablemente, los agravaba una sarna incipiente.
-¿Podéis ayudarme? -preguntó don Manuel.
-Ciertamente. ¿Quiere vuestra excelencia que comience ahora?
-Apeaos del tratamiento, don Rinaldo; podéis llamarme don Manuel, puesto que veis partes de mi anatomía que ni mis más íntimos amigos han visto jamás. Operad cuanto antes.
-Colocaos boca abajo –solicitó el maese, al tiempo que invocaba a todas las potencias espirituales del cielo, rogándoles la purificación de la sangre que iba a derramar y la sanidad de la carne que iba a sajar, y que con su purificación y saneamiento pudiera escapar de los torrentes de maldad humana que le acechaban y, así, culminar con bien la misión encomendada. No temía la muerte, no le preocupaba sufrir; sólo le atormentaba la perspectiva de fallar al gran Mastre y a todos los fratres.
Durante dos horas, sajó, estrujó, desinfectó y drenó. Como medida profiláctica, realizó alrededor de la zona infectada, pero sin llegar a las punciones, una untura de benzilo para que la sarna, si la había, no progresara. El almirante era hombre de gran entereza. No emitió la más leve queja y, al contrario, presentaba expresión muy optimista cuando se situó de nuevo boca arriba en la cama.
-¡Qué alivio! -afirmó a pesar de que Rinaldo sabía que el dolor tenía que ser más agudo ahora. El almirante añadió: -He dado orden de que se os aposente en el fuerte durante una semana, a fin de que no hayáis de venir cada día desde el Bezmiliana. ¿Deseáis que se os traiga vuestra impedimenta?
A maese Rinaldo le alarmó la posibilidad de que alguien trastease en su cámara.
-Puedo apañarme, señor. No es necesario.
-Bien, pues; salid. Os espera en la antecámara un criado que os conducirá a vuestro aposento.

A los tres días, el almirante no le dejaba ni a sol ni a sombra. No se trataba de su dolencia, que ya había casi olvidado puesto que se dejaba caer sin precauciones en los más duros asientos, sino de su fascinación:
-¿Tantas torres como cien catedrales europeas en una sola ciudad? Me engañáis.
-No, don Manuel. Os aseguro que es verdad. Si Constantinopla fuese ciudad cristiana, sería la más espléndida del Orbe. Su magnificencia es difícil de describir.
Don Manuel Velasco de Tejada movió la mano en ademán de escepticismo.
-Estoy seguro de que no puede superar a Roma -dijo.
-Perdonad, don Manuel, que os contradiga. A excepción de los palacios papales, Roma es un poblacho mugriento asolado por las ratas y las enfermedades que transmiten.
-Vuestras palabras me suenan a herejía... -el almirante sonrió, como si quisiera evitar que el maese se inquietara-. ¿Estáis seguro, don Rinaldo?
-Cualquier ciudad del Oriente la supera. También algunas de vuestras alegres villas españolas, sobre todo las del sur, donde el gusto por la higiene es casi oriental.
Al instante, maese Rinaldo se arrepintió del comentario. Había visto en el Bezmiliana lo suficiente como para comprender que tal gusto no era compartido por los hombres de armas ni por los de la mar. En el pasado, en los orígenes, incluso su propia Orden prohibía el baño y el cuidado corporal.
Don Manuel carraspeó antes de preguntar:
-¿Es el Oriente tan bárbaro y tan peligroso como dicen?
Maese Rinaldo contuvo el suspiro.
-Sólo es peligroso para un cristiano que vaya exhibiendo el propósito de hacer proselitismo de nuestra fe. Y en cuanto a que es bárbaro... os asombrarían la profundidad y la extensión de su ciencia.
-¿Y decís que habéis visitado en diferentes ocasiones las pirámides?
-Sí, don Manuel. La tierra de Egipto es rica en construcciones que escapan a la comprensión humana; tan colosales, que cuesta mucho creer que hayan sido erigidas por los hombres. Los griegos eligieron la mayor de las pirámides como una de las grandes maravillas del mundo, porque seguramente la consideraban la primera de todas ellas. Cuando fui llevado ante su magnificencia por primera vez, permanecí todo un día paralizado por el asombro, incapaz de creer que aquella montaña de forma increíblemente perfecta hubiera sido concebida por la mente de un hombre. Ese día, decidí estudiar el arte de la arquitectura para tratar de comprender y, luego, recorrí en camello enormes distancias a través del desierto y el valle del Nilo, para conocer las numerosísimas pirámides y los magníficos templos que aún adornan a Egipto.
-¿Y no os espantaba montar en esas incómodas bestias jorobadas?
-No, don Manuel. Cuando se les conoce, los camellos son animales dóciles, y su utilidad en el desierto es insustituible.
Don Manuel volvió a carraspear.
-¿Cuál es la razón de que conozcáis tanto mundo, don Rinaldo?
El maese le sostuvo firmemente la mirada, sin exteriorizar la intranquilidad que le había causado el tono de la pregunta. Respondió:
-La ciencia, señor. Mis viajes empezaron como un juego adolescente de búsqueda de aventuras, pero terminaron siendo un incansable peregrinaje en busca del conocimiento.
-Según consta en vuestras cartas de presentación, lo habéis encontrado.
-El hombre que cree poseer todo el conocimiento, envejece, don Manuel. Vos mismo sois un ejemplo de que la curiosidad y la ambición de saber deben acompañarnos siempre aunque alcancemos los más grandes honores.
El almirante sonrió con gran complacencia por la lisonja.
-Y... oidme -don Manuel bajó la voz-. Ahora que ese capellán malaúva no nos oye... ¿son tan seductoras las mujeres como dicen las leyendas?
¿Lo eran? Tras su llegada a Oriente, a maese Rinaldo le costó dos años de castidad la repulsión inicial a poseer a una mujer siria. Pero cuando logró vencerla...
-Su religión las prepara para el sometimiento absoluto a los hombres. Son, por consiguiente, las mujeres más complacientes con las que he gozado el placer sublime.
Puestas las cartas sobre la mesa, y liberado del corsé que en materias sexuales atribuían a los españoles los demás pueblos, el almirante mostró fuerte inclinación hacia la procacidad, hasta el punto de que maese Rinaldo sentía algo de rubor.
-¿Hacen con... los labios lo que cuentan tales leyendas?
-Poseen labios jugosos y los emplean con gran arte.
-¿Y es verdad que lo tienen horizontal?
En el primer momento, maese Rinaldo no entendió a lo que se refería. Cuando lo comprendió, contuvo la carcajada.
-No, don Manuel. También ellas pertenecen a la especie humana.
-¿Son sus pechos generosos?
-Mucho -respondió el maese.
-¿Como los de las mulatas de por estos mares?
-Aproximadamente.
-Debéis retiraros, don Rinaldo; me espera una tarde entera de discusiones con esos zoquetes que mandan mis navíos. El día venidero, tenéis que relatarme cómo se conducen y qué actos realizan cuando se os ofrecen dos sirias al mismo tiempo. O, mejor, cuando son tres.

Cuando, a la semana de la operación, informó al almirante de que sus heridas estaban cicatrizando y le era necesario volver al Bezmiliana, tuvo que vencer su resistencia a dejarle marchar. Antes de permitírselo, don Manuel le entregó un pesado monedero y lo sometió a un nuevo, profuso y muy explícito interrogatorio sobre el sexo en Oriente, de modo que maese Rinaldo, vencido por la única debilidad con la que la Orden se mostraría indulgente en las especiales circunstancias por las que atravesaba, halló que no podía dirigirse al galeón sin antes detenerse un par de horas en un mesón.
Sí, tras la repulsión inicial, había conseguido habituarse a la morenez de los cuerpos femeninos, tanto en Damasco como en Alejandría. Siendo inimaginable la posibilidad de cortejar en La Habana a las escasas mujeres blancas, que todas eran esposas, hijas o hermanas de los celosos y pasionales españoles, las pieles disponibles en Las Antillas llegaban a ser aún más oscuras que las orientales, pero el apremio era urgente. Contrató a la quinta que se acercó a su mesa a proponerle el comercio, una morena clara de unos dieciocho años, de blanquísima sonrisa, pechos erguidos, melena abundante y ojos refulgentes. Fue tras ella por la galería superior de un patio lleno de árboles de mango. Otra pareja se desplazaba por la galería situada en el lado contrario del patio; no podía asegurarlo, pero le pareció que el joven era don Francisco de Alcaparaín. Por fortuna, además de la barrera de hojas de mango, parecía demasiado interesado por su compañera como para percatarse de su presencia. Apretó los labios, para que el dolor por la traición del joven no afectara a su placer inmediato.
Gozó por casi un año de privaciones sintiéndose como un salvaje sin raciocinio, de modo que la mulata comenzó a quejarse.
-Deteneos, por Santa María del Cobre y la Virgen de Regla, que esta vez el santero va a tener mucho mayor trabajo que otras veces para restaurar mi virginidad -solicitó.
Aún necesitó Rinaldo otra cabalgada, pero al abandonar el cuarto dejó sobre la silla plata suficiente como para que la muchacha no tuviera que trabajar en un mes o reconstruyera su virginidad un par de veces. Bajó al mesón. Ahora sentía sed y debía calmarla antes de regresar al calor agobiante del camarote del Bezmiliana, puesto que la permanencia en cubierta se había tornado insoportable.
Bebió agua de coco en el propio fruto, mezclada con ron y azúcar, un néctar por el que cualquier rey de Europa, de conocerlo, organizaría una guerra. Pidió otro más y otro, y otro. Iba por el quinto cuando constató que, en efecto, el joven que había visto en la galería era don Francisco. Precediendo a la hermosa muchacha junto a la que había yacido, bajaba la escalera con expresión serena, como quien ha culminado con éxito una importante misión. Todavía sobre el último escalón, lo descubrió y se lanzó hacia él.
Sentóse a su lado, aferrándole el brazo izquierdo.
-Ahora habréis de decirme en qué os he agraviado yo para que tan mal me consideréis.
El ron había relajado inevitablemente la resolución de maese Rinaldo, pues ni empuñó la daga ni empujó al joven para ausentarse.
-Tardé en descubrir que no sois de fiar, don Francisco. Ahora que lo sé... –tuvo que reprimir la amenaza que afloraba a sus labios- ya no me interesáis.
La serenidad del rostro de Francisco se vio sustituida por la lividez.
-¿Y en qué consistió tal descubrimiento?
¿Podía decírselo? ¡Qué más daba! La enemistad del capitán don Zoilo de Monegros había dejado de ser amenazante, gracias al favor de don Manuel.
-Fuisteis mendaz conmigo, don Francisco.
-¿Yo? ¿En qué os he mentido?
-En la apariencia de vuestra amistad. Sabed que aquel día, en Portobelo, os descubrí cuando me vigilabais por orden de don Zoilo.
Don Francisco tragó saliva y, a continuación, rió nerviosamente.
-¿Por orden de don Zoilo? ¡A la postre, no sois tan sabio como creía! ¿Como iba yo, vive Dios, a vigilaros en beneficio de ese truhán?
-¿Qué decís, don Francisco?
-Yo no os vigilaba, maese; trataba de protegeros. ¿No recordáis el juramento que os profesé la noche que me rescatasteis de las garras de aquellos hombres tan viles? Mi mano y mi espada son de vuestra propiedad, maese y, como os vi, por acaso, internaros en aquella procelosa espesura, consideré que debía serviros de escudero y guardián. ¡Me habéis insultado grandemente con vuestra sospecha!
Arrebatado a medias por el júbilo y a medias por el ron, maese Rinaldo rió a carcajadas.
-Debéis perdonarme, don Francisco. A los treinta y cuatro años, uno está ya a punto de volverse senil, y deja de regir con cordura.
Viéndole reír, don Francisco lloró. Maese Rinaldo alzó la mano para secar las lágrimas del joven, que tomándola de su mejilla, la besó.
-No debéis volver a sospechar de mí, maese, y permitidme en lo sucesivo beber de vuestra sabiduría.
Maese Rinaldo reflexionó varios minutos. Junto a la alegría por el descubrimiento de su equivocación, se abría paso en su pensamiento una idea: La misión en el Bezmiliana resultaría mucho más posible y fructífera si tenía un verdadero aliado consciente de serlo.
-¿Quién imagináis que soy, don Francisco?
-El hombre más sabio que he conocido jamás.
-Exageráis, como de costumbre. Pero, ¿según vuestras deducciones, qué entendéis que hago en el Bezmiliana?
-Murmuran que sois espía al servicio de la corte y por ello os temen y os odian, pero como se trata de misión que no perjudica a mi patria ni al rey mi señor, sino que estoy convencido de que les beneficia, ni os odio ni os temo. Todo lo contrario.
-¿Comprendéis, pues, si tal misión fuera cierta, por qué habría yo de espiar por orden de la corte?
-Indudablemente.
-¿Estáis dispuesto, en tal caso, a ayudarme?
-Os recuerdo que mi mano y mi espada son vuestras. También mi voluntad y, por consiguiente, mis ojos si han de serviros.
-Bien. Entonces, don Francisco, debemos aparentar ante la tripulación que nuestro distanciamiento es irrecuperable. Nadie en el Bezmiliana volverá a vernos íntimamente y nunca compartiremos el baño. Cuando necesite de vos, encontraréis al alba en una rendija del bauprés, en la base junto a cubierta, un casi invisible recorte de pergamino, con una de las doce consignas, ininteligibles para cualquiera que pudiera descubrirla, que habréis de aprender antes de que nos separemos esta tarde. Mientras permanezcamos en La Habana, cada tres días nos encontraremos aquí a la primera hora del anochecer para daros instrucciones, a menos que previamente os hubiera indicado otra cosa en el mensaje del bauprés. Ahora, ¿deseáis servirme por primera vez?
-¿En este momento? Desde luego.
-Prendeos esto en el jubón -le entregó un pequeño broche de plata, con forma triangular, en cuyo centro habían grabado la silueta de una mano abierta-. Recorred por mí los muelles...
-¿Haciendo el qué?
-Nada, don Francisco. Limitaos a aguardar a que alguien os aborde. Si lleva en el pecho un broche igual, citadle aquí para la fecha de nuestro próximo encuentro, que será, como os he dicho, dentro de tres días.
De regreso al Bezmiliana tras la prolongada ausencia, el capitán y sus allegados siguieron con mirada adusta sus pasos hacia el camarote. Al introducir la llave en la cerradura, maese Rinaldo advirtió que el grumo de cera había desaparecido del agujero. Dentro, las valijas y demás bultos se encontraban donde los dejara, pero habían sido movidos, aunque no los habían forzado. Alarmado, examinó la arqueta blindada; efectivamente, habían introducido algo punzante en un intento de forzar la tapa, pero las cerraduras habían resistido. Revisó el lazo del pergamino abandonado con aparente descuido sobre la mesa, con una forma de atadura inventada por él; le hizo reír la torpeza con que habían rehecho el nudo. De todas maneras, ni ése ni cualquiera de los que se hallaban dentro de la arqueta conseguiría entenderlos nadie jamás.
A continuación, examinó con minuciosidad toda la estancia. Notó ligeros cambios en las paredes; unos listones que las remataban junto al techo y el suelo, habían sido retirados y vueltos a colocar. Sonrió. Don Zoilo y sus secuaces habían aprovechado la oportunidad de llenar los espacios que su presencia les impidiera utilizar. Ahora, los registros de carga habrían sido modificados para reducir determinadas cifras. Tenía que sonsacar de nuevo al grumete don Pedro de Vélez.

Los encuentros entre don Francisco y maese Rinaldo en el mesón de los mangos fueron sucediéndose sin novedades. El joven mostraba entusiasmo por la amistad recuperada y, al mismo tiempo, consternación por no servir todavía de ayuda a su venerado maestro. Rinaldo tuvo que tranquilizarle con el argumento de que también le servía con su esfuerzo de aprender las claves para poder entenderse sin palabras. Alcaparaín resultó ser un alumno muy aventajado, puesto que manejaba en pocos días y muy bien todas las cautelas que debía emplear y, a las dos semanas, dominaba un complejo lenguaje de signos y expresiones con el que conseguía comunicarse con el maese sin que ningún testigo lo advirtiera.
Hacía ya tres semanas que don Francisco rondaba los muelles; más de veinte días en los que nadie que luciera la insignia en el pecho le había abordado. El trasiego era extraordinario a todas horas, pues las hileras de puestos adosados a los muros del fuerte no dependían sólo de las arribadas y partidas de las flotas, ya que la populosa urbe tenía vida propia, una vida alegre, despreocupada y sensual que inspiraba a don Francisco la tentación de permanecer en ella y no retornar a Cádiz. Alertado por las salvas de saludo, vio acercarse, procedente de Veracruz, la flota de la Nueva España, y se sintió feliz de poder brindar alguna nueva a maese Rinaldo, que le esperaba esa tarde en el mesón.
Mas al entrar, descubrió que, en una mesa cercana a la suya, festejaban seis marineros del Bezmiliana. Cruzó la mirada con la de Rinaldo, que, alzando como por casualidad la mano izquierda, le indicó "número ocho" mediante una de las claves acordadas; una segunda clave le indicó que debía hacerse acompañar de una de las mujeres del mesón. Contrató, pues, a una meretriz y subió con ella a la galería, y le exigió entrar en la habitación señalada con el número ocho. Pocos minutos más tarde, sonó un suave golpe en la puerta y, sin más, entró maese Rinaldo, acompañado de otra mujer.
Tendidos los dos hombres boca arriba en el jergón de hojas de maíz, hablaron en latín mientras las muchachas les hacían gozar del modo prodigioso que sólo era posible en La Habana.
-¿Lo habéis encontrado?
-No, maese. Pero debéis saber que ha llegado la flota de Nueva España.
-Ignoraba que hubiera de llegar otra flota -mintió maese Rinaldo.
-¿Qué creíais que esperábamos? -se asombró don Francisco.
-Que todos los galeones hubieran sido carenados. Creo que no me informaron adecuadamente en Madrid.
Don Francisco entornó los ojos. Los labios de la mulata estaban produciendo un efecto que apenas le permitía articular la voz.
-Tales reparaciones se realizan, en buena medida, para aprovechar la espera, maese Rinaldo. Por razones de seguridad, el retorno a Cádiz lo hacen siempre juntas las flotas de Tierra Firme y la de Nueva España y también a veces la de Nueva Andalucía, para una mejor defensa frente a la piratería... ¡oh!.
La voz del joven se quebró por un gemido. La muchacha había apresurado su gozo más de lo que debía. Tendría prisa por ver si seducía a un nuevo cliente. Maese Rinaldo comprendió el motivo de su prisa, la de ambas, y, por ello, puso cuatro monedas de plata sobre la silla y les indicó por señas que debían continuar. No podían dejarlas ir, a riesgo de que ellas comentasen abajo que dos hombres que hablaban una lengua extraña habían quedado a solas en un cuarto, lo que no sólo levantaría sospechas de conspiración sino que, además, podía ocasionar que alguien les denunciara por el pecado nefando a la Santa Inquisición.
-Creo, don Francisco, que tal defensa es desastrosa. He visto desarmar de cañones a muchos navíos, con objeto de sustituirlos por su peso en oro.
-Sí, también lo he observado, y lo considero grandísimo error.
A pesar de haber usado el superlativo, no imaginaba el joven cuán grande era ese error. Maese Rinaldo no podía explicarle hasta qué punto el imperio español se tambaleaba por tales conductas. De acuerdo con lo observado desde que partiera de Cádiz, y a pesar de los ciclópeos fuertes alzados por todo el mar de Las Antillas, la mayor potencia colonial de la historia era más vulnerable que un fortín con empalizadas de juncos. No podía hablar de ello, por más que ahora no le cupieran dudas sobre la fidelidad inquebrantable de Francisco, porque no podía desvelar la dimensión de sus conocimientos sobre estrategia militar. Renació el vago remordimiento que había sentido las últimas tres semanas por lo mucho que le ocultaba al joven.
-¿Sabéis algo sobre el cargamento de la flota recién llegada? -preguntó
Don Francisco no respondió en seguida. Con los ojos cerrados de nuevo, se encontraba arrebatado por lo que la mulata hacía en ese momento con la lengua.
-Tendré que... ¡ah! averiguarlo con exactitud -respondió entre gemidos-, pero he oído... creo que traen hermosos cueros..., ¡ah!... cochinilla e índigo y también.... ¡hummmm! mucha plata y oro... ay, Dios, esto es maravilloso...; asimismo, traen, procedentes de la China, sedas bordadas en oro, porcelana y figuras de jade....
Maese Rinaldo aplazó su comentario, porque estaba llegando al clímax. Se agitó y rebotó en el jergón, llegando casi a estar suspendido en el aire, a lo largo de un par de minutos durante los que el joven volvió la cabeza hacia el otro lado, porque hallaba irrespetuoso verle estremecerse de tan desaforada manera. Rinaldo contuvo el grito ronco que siempre acompañaba su gozo, porque le parecía impúdico exteriorizarlo ante don Francisco. Ordenó a la muchacha parar unos minutos antes de recomenzar. Luego de limpiarse los genitales con la mano y tragar saliva para aclararse la garganta, dijo:
-Me parece, don Francisco, que se está concentrando en La Habana el mayor tesoro que jamás haya surcado los mares.
-A mí también, maese..... ¡Oh!, muchacha, detente un momento.
La mulata alzó la cabeza y lo miró a los ojos, aguardando su orden de continuar. Maese Rinaldo tenía razón. Todas las exageraciones fabuladas que escuchara de niño sobre el oro de las Indias, parecían nimiedades al lado de lo que había visto cargar desde la llegada a Cartagena.
-¿Tiene igual misión que vos el hombre que busco? -preguntó Francisco, al tiempo que indicaba a la mujer que siguiera.
-No la misma. Complementaria. Temo...
-Yo también.
-¿Suponéis que ha podido ser menos cauteloso que yo y que...?
-Sí, maese. Creo que si le han descubierto, tendría menos fortuna que vos y tal vez lo han asesinado... o ejecutado, que en estas tierras viene a ser lo mismo. ¿No veis con cuanta prodigalidad se cuelga por aquí a la gente?
En efecto, sumaban más de cien los ahorcamientos que el maese había presenciado en los muelles de La Habana, algunos de ellos de simples marineros sorprendidos con un escudo de oro en la faltriquera. Rinaldo apretó los labios y ordenó por señas a la muchacha que se sentara a horcajadas sobre su cintura, como si arremetiendo con vehemencia se librara de los malos presagios.

Una mañana, maese Rinaldo fue llamado al Castillo de la Fuerza. El almirante don Manuel Velasco de Tejada lo saludó con grandes carantoñas.
-Creía, maese, que erais mi amigo, y veo que no. Nunca me pedís audiencia.
-Diariamente añoro vuestra amena charla. Pero no me parece oportuno robar tiempo a quien tan ocupado lo tiene.
-Dejaos de cumplimientos, maese, y decid la verdad.
-¿Cuál ha de ser?
-Que las habaneras os han trastornado. Me cuentan que pasáis tardes enteras gozando el placer sublime.
Maese Rinaldo sonrió para embozar su inquietud. A fin de cuentas, no era el único espía en La Habana. Debía ser aún más cauteloso en sus encuentros con don Francisco, para no exponerle a peligros que él no sabía que tuviera que arrostrar. Llevaba demasiado tiempo alejado de sus camaradas, de las charlas metafísicas en el desierto bajo la luz difusa de las estrellas, apartado de las circunstancias que colmaban su necesidad de sentirse útil al género humano. La lealtad de ese joven y su pasión por el saber se habían convertido en su único nexo con una clase de vida que ya comenzaba a parecerle de recuperación improbable. Con el paso de los meses y la superación de vicisitudes a su lado, había llegado a cobrarle un afecto inmenso. La posibilidad de que don Francisco sufriera perjuicios por su causa le torturaba a diario, porque sentía remordimientos por la hipocresía con que mancillaba la amistad. No podía comunicarle el verdadero significado de su presencia en la flota.
-¿Debo serviros en algo? -preguntó al almirante.
Don Manuel cambió su expresión risueña por otra más grave.
-Tenemos dificultades, maese. He convocado un consejo para dentro de una hora, y quiero que asistáis.
-Estoy a vuestras órdenes, pero... ¿por qué ha de asistir un modesto cartógrafo?
-No alardeéis de modesto, don Rinaldo, que los dos sabemos que es modestia falsa. Debéis asistir por vuestros superiores conocimientos y porque las vivencias de un viajero impenitente como vos pueden servirnos para lo que hemos de dilucidar.
Se encontraban en el salón todos los capitanes de la Flota de Tierra Firme y un número igual que maese Rinaldo no conocía y que debían de comandar los recién llegados navíos de la Flota de la Nueva España. Los ojos de Zoilo de Monegros ardieron al verlo entrar, confidencialmente al lado del almirante. La tumultuosa e inconexa conversación no se interrumpió por la llegada de don Manuel.
-...Si no nos hubiera mandado aviso el gobernador de Puerto Rico, pudimos ser abordados, saqueados y hundidos por los piratas –decía un venerable casi anciano, que también debía de ser almirante-. Y mirad si podíamos estar en disposición de hacerles frentes, cuando la mitad de nuestras naves llevaban a la tripulación achicando agua. Habrá que carenarlas antes de la travesía.
-A ver si cuando llegue el nuevo rey hay en la corte quien le haga comprender que la flota debe ser reemplazada y que es indispensable una armada moderna, acorde con los tiempos que corren, y no los inermes cascarones a punto de naufragar que defienden las rutas de las Españas.
La mención de la próxima llegada de un nuevo rey alarmó a maese Rinaldo, que sudó copiosamente y no sólo por el calor agobiante. ¿Qué significaba tal alusión? Había oído rumores en Madrid sobre la delicada salud de Carlos II, pero los desechó al enterarse de que tenía treinta y nueve años, lo que no era mucho para los longevos reyes europeos a cuya estirpe pertenecía. ¿Habría muerto? ¿Qué pariente del emperador Leopoldo le sucedería, puesto que Carlos no había sido capaz de procrear a un heredero? Tenía que hallar respuesta antes de abandonar el salón, porque desconfiaba que ahora sí que no saldría de La Habana con vida. El frágil hilo del que dependía su salvación se cortaría si Carlos dejaba de ser rey o moría. Prestó atención al discurso de don Manuel:
-Si no levamos anclas antes de que comience agosto, ya no podríamos hacerlo hogaño. Según mis informes, el cerco bucanero en las Bahamas es imposible de superar, pues son tan osados, que llegan a asaltar los lugares a pocas millas de Santiago. Pero si elegimos la ruta de Jamaica, sabéis que en esta época podemos encontrar terribles temporales y, de todas maneras, también esas aguas están infestadas de bucaneros e incluso de corsarios. Entre tanto, se nos informa que somos esperados con ansiedad por la corte, ya que las arcas del rey nuestro señor se encuentran vacías. ¿Alguien quiere proponer una solución?
Tan locuaces anteriormente, ninguno parecía tener ahora nada que decir. Rinaldo sabía por qué. El tesoro que sumaban las dos flotas tenía que haber originado una cascada de mensajes por todas las cancillerías de Europa y, en esos momentos, debían de cruzar el océano seis o siete armadas reales embozadas bajo pabellones filibusteros diferentes. Todos presentían la desbandada en su contra y reconocían que, con las condiciones de sus navíos, cargados hasta el límite de la línea de flotación y escasamente maniobrables, serían cazados como conejos.
-¿Se os ocurre alguna idea, maese Rinaldo?
La pregunta de don Manuel ocasionó un silencio expectante. Ninguno de los recién llegados a puerto y sólo algunos de la flota de Tierra Firme conocían su nombre y, en consecuencia, sentían más curiosidad por averiguar su identidad que por lo que tuviera que decir.
Él no disponía de solución, porque no era un mago, pero tenía que responder:
-Creo don Manuel que, como los señores han dicho, es aventurado en demasía intentarlo ahora, pero si hubiera que partir obligatoriamente, se me ocurre que lo primero que habría que hacer es depositar la mitad del cargamento en los fuertes de La Habana y rearmar todos los navíos no sólo con las defensas que han desmontado..., perdonad que os lo diga, con grave insensatez. Habría que armar la flota con cañones, armas y pólvora como para vencer y hundir cada tripulación diez navíos enemigos y, sólo entonces, organizar un plan de travesía que agrupase los galeones según los velámenes, de modo que si alguno se retrasara en la derrota, jamás pudiera rezagarse aisladamente...
El indignado clamor le interrumpió. Como hablaban todos a la vez, perdió la facultad de entenderles y sólo consiguió detectar la irritación que les producía el consejo de abandonar la mitad de la carga en La Habana. Apretó los labios. ¡Cuanto deseaba perder de vista a esa gente tan disparatada y volver a sus meditaciones en el desierto persa o el egipcio! También don Manuel le había mirado, cuando expresó tal consejo, como si acabara de convencerse de que estaba loco. De la siguiente hora de pandemónium, sólo un dato destelló sonoramente en su mente: Parecía que Felipe de Anjou, nieto del rey de Francia Luis XIV, podía ser proclamado rey de España.
Estaba perdido.
Cuando regresó al galeón, en lugar de subir a la cofa del mástil mayor como cada noche, meditó durante horas sentado en el camarote. Finalmente, decidió hacer algunos arreglos en su equipaje.





El enigma del oro y el acero

Luego de permanecer todo el día en tensión por la presencia de Gerardo Cao en el barco, Dimas Outeiro decidió valerse de cualquier recurso para mantenerlo ocupado en algo que nos les obligara a permanecer en el mismo lugar.
¿Por qué le causaba el joven tanto rechazo? Era muy humano que el jefe de un equipo sintiera, real o imaginariamente, amenazado su liderazgo por la competencia de un ayudante que le igualaba en preparación y entusiasmo. O que probablemente le superaba. No obstante, por muy humano que fuese el sentimiento, le repugnaba sentirlo. No quería sorprenderse reproduciendo las conductas mezquinas que había presenciado tantas veces entre sus colegas de la televisión, cuando temían que un subordinado les hiciera sombra. Conocía demasiadas biografías de excelentes profesionales cuyas prometedoras carreras habían sido malogradas por los celos de jefes mediocres. Él no estaba dispuesto a sentirse mediocre actuando por celos contra Gerardo.
Estas contradicciones le causaban un malestar anímico que detestaba. Y, para colmo, había vuelto a malgastar una jornada en simples maniobras de distracción por la ría, confundiendo a la gente de Teleplanet, aparte de la descorazonadora comprobación de que continuaba acumulándose lodo sobre el galeón de la daga. Demasiado tiempo perdido. Comenzaba a temer que la serie "El oro de Vigo" jamás llegase a la pantalla.
Mientras salía de la bañera y comenzaba a secarse, se preguntó qué podía hacer para no despedir a Gerardo y, aunque lo mantuviera en el equipo, no tener que soportar su presencia todo el día. Debía ser algo que fuese útil a la serie a pesar de que no estuviera previsto en el guión. ¿Tal vez aprovechar el descubrimiento de la cruz del monasterio para dar idea a los televidentes de la magnitud y el descontrol de aquel fabuloso tesoro llegado a Vigo? La serie necesitaba abarcar más escenarios que el marino, lo había comprendido al visionar la simulación de batalla en el fuerte de Corbeiro que, aunque no aclarase ninguna clave sobre los hechos históricos, poseía gran plasticidad. Sí, iba a aplazar el despido de Gerardo, pero manteniéndolo ocupado en cuestiones paralelas y a cierta distancia. Antes de bajar a cenar, hizo varias llamadas a Madrid. Tuvo que investigar, rogar y mentir durante una hora para que le pusieran en la pista correcta. Una vez que consiguió hablar con Arístides Basterrechea y lo convenció de que viajara a Vigo el siguiente lunes, se sintió por fin relajado y acudió a encontrarse con los muchachos.
En el ascensor, se descubrió desplegando las casi olvidadas artes de seducción cuando, dos pisos más abajo, entró una mujer que despertó en un segundo sensaciones adormecidas desde su divorcio. Él, que se consideraba un amante muy satisfactorio, había sido desdeñado por su esposa, que no tuvo otra ocurrencia que fugarse con su ayudante de realización, lo que le sumió en un estado casi catatónico, imposibilitado durante meses de toda iniciativa y hasta de la facultad de realizar programas de televisión. Herido desde entonces en su amor propio, llevaba demasiados años buscando obsesivamente el triunfo en el trabajo, porque aquel desaire de la adúltera fugitiva le había vuelto inseguro en el amor. De unos treinta y cinco años, la mujer del ascensor poseía todas las características físicas que le hacían bajar las defensas: Pelo rubio dorado, ojos verdes, nariz breve pero no porruda, excelente figura y una sonrisa que, a pesar de su discreción, prometía mundos idílicos. Cruzaron y desviaron las miradas varias veces y acabaron sonriéndose con reconocimiento, convencidos los dos de que el otro representaba una oportunidad que no deseaban perder. Sorprendentemente, Dimas consiguió intercambiar con ella los respectivos números de teléfono mientras el ascensor abría sus puertas en el vestíbulo.
-Celia Pertíñez -correspondió la rubia cuando Dimas le dijo su nombre al despedirse.

La mañana del lunes, Gerardo despertó entre los brazos de Martiña en la habitación del hotel. La chica le estaba acariciando el pelo, alborotándoselo.
-¿Qué hora es? -preguntó.
-Las siete -respondió ella.
Gerardo salió de la cama de un salto. La cita era a las siete y cuarto. No le faltaba más, que Dimas se cabreara también por su impuntualidad, luego de las cuatro o cinco frases desencajadas que le había gritado el viernes y el sábado, ante la extrañeza y las miradas evasivas de los compañeros. Si no tuviera tan poderosas razones para seguir adelante, el sábado habría presentado la dimisión.
Le tomó sólo diez minutos asearse y vestirse, pero cuando llegó al vestíbulo del hotel, no encontró a nadie. Supuso que, a pesar de todo, había llegado antes que los demás, pero lo llamó el conserje:
-Tengo un mensaje del señor Outeiro para usted; quiere que suba a su habitación.
Le iba a dar la liquidación, seguro. ¿Por qué carallo no había sido más prudente? El descontrol le hacía perder la oportunidad que acechara durante trece años y... ¿ahora, qué? ¿Morderse las uñas y esperar una oportunidad tan buena otros trece años? Su ánimo no podía ser más sombrío cuando llamó a la puerta.
-Entra, Gerardo -invitó Dimas. Su expresión no tranquilizó al joven-. Hoy no vas a venir al barco.
-¿Estoy despedido?
Dimas estuvo a punto sonreír, pero se contuvo. La sintonía con Gerardo, aunque problemática, era más intensa de lo que supusiera; el joven de físico poderoso, que ahora parecía acobardado como un gorrión, había detectado sus prevenciones. Resolvió que lo más conveniente era ignorar la pregunta.
-Te voy a dar la daga, pero ya sabes lo que te pasaría si la pierdes, ¿no?
Gerardo asintió mientras se guardaba en el bolsillo del pantalón el pesado envoltorio de papel parafinado que protegía el puñal con el sello de Carlos II.
-También he dado orden en recepción para que te entreguen la llave de esta habitación en mi ausencia. Esta mañana, puesto que no ha conseguido combinación para Vigo, llegará al aeropuerto de Santiago, a las diez, un hombre que se llama Arístides Basterrechea. Es el consejero de arte de la Fundación Adriano. Te va a reconocer, porque te he descrito minuciosamente, pero ponte el polo rojo, que es lo que le he dicho que llevarías. Ven aquí con él, enséñale la grabación de la cruz del convento, que está preparada en el vídeo y voy a dejarte todo el equipo conectado para que no te líes; cuando Basterrechea vea la cruz y examine la daga, él te propondrá qué hacer a continuación. Toma cien mil para los gastos y no escatimes con él, que es un tío que lo reciben en la Zarzuela, pero procura traer todos los justificantes. Ahora, cámbiate, desayuna, coge el coche no más tarde de las ocho y sal disparado para Santiago.
Mientras se cambiaba la camiseta blanca por el polo rojo que reservaba para las noches, le dijo a Martiña tras explicarle el encargo de Dimas:
-Vístete, que vas a venir conmigo a Santiago.
Como era de esperar, el vuelo de Madrid llegaba con retraso. Sentado con Martiña en la cafetería del aeropuerto, se le ocurrió un plan:
-Este tío va a querer ver la cruz personalmente, es lo más lógico. Cuando volvamos al hotel, mientras le enseño la grabación, ve a cambiarte de ropa y ponte algo más del gusto de un monje que estos shorts. Te presentaré en el convento como mi mujer y, a la primera oportunidad, procura con cualquier pretexto tener un aparte con el monje. Sónsacale con mucho disimulo, a ver si te dice cómo carallo llegó esa cruz al convento y si tienen más cosas de la misma procedencia, porque el día que fuimos no soltó prenda. Escurría el bulto como una anguila.

Arítides Basterrechea pidió una y otra vez a Gerardo que rebobinara la cinta para volver a examinar la cruz.
-Es limeña, del diecisiete -dijo por fin-. ¿Dónde está?
-En un convento medio en ruinas, que se encuentra a poco más de una hora en coche.
-¿Sabes si querrán venderla?
-No tengo ni idea. Pero el monje se negó a dejarnos verla de cerca, así que... no sé; me dio la impresión de que hubiera en el convento alguna clase de tabú con ella.
-¿Podemos ir?
Se cumplía la previsión de Gerardo. Asintió y le pidió que esperase el regreso de Martiña. Señaló de nuevo la daga, que Basterrechea ya había examinado detenidamente durante el viaje en coche.
-¿Le parece que es auténtica o una falsificación de su misma época?
-Es auténtica, ¿no lo ves? Con las condiciones sociales del siglo diecisiete, nadie se hubiera atrevido en Toledo a falsificar nada así. Esta daga es completamente genuina y tuvo que pertenecer personalmente a Carlos II. Ahora que, teniendo en cuenta dónde la habéis encontrado, es para hacerse un lío. ¿Estás seguro de que se trataba de un galeón de la Flota de la Plata y no de otro?, por ejemplo, un barco que hubiera llegado a Vigo con motivo de la batalla, llevando al Almirante de Castilla o alguien así.
-Es un galeón de la flota, uno de los que cruzaban el Atlántico.
-Pues no tiene explicación. Supongo que vendría de América alguien muy importante y muy próximo a Carlos II, porque el sello real era en aquellos tiempos como el botón nuclear del presidente de los Estados Unidos. O sea, que quien lo tuviera en su poder sólo podía ser un personaje de la absoluta confianza del rey, a lo mejor un familiar. Lo raro es que cuando ocurrieron los hechos, en 1702, Carlos II había muerto ya.
-Según lo que había donde encontramos la daga, el que la llevaba era un comodoro inglés.
-Eso es completamente imposible, hombre, ¡por favor!
-También a nosotros nos parece increíble y por eso estamos hechos un lío.
-¿Sabes si Dimas Outeiro se la vendería a mi fundación?
-De acuerdo con las autorizaciones oficiales que tiene para las exploraciones y las filmaciones, no puede venderla. Ni la daga ni nada de lo que encontremos. Dimas está nervioso por no haber comunicado el hallazgo todavía.
Martiña llamó a la puerta. Había captado la idea de Gerardo y parecía por su ropa una recatada mujer casada.

El convento no resultaba tan inquietante a mediodía, pero su ruina inminente quedaba más visible. También les costó media hora de aporreos a la puerta conseguir que la abrieran. No era el mismo monje; se trataba de un hombre bajito y grueso, de mirada pícara.
En el momento de saludar y disponerse a explicar del motivo de la visita, Gerardo oyó llegar otro coche, un seat azul, que se estacionó cerca del suyo. No consiguió ver quién lo conducía a causa de los cristales con coloración antirreflejos.
-¿Le habló el otro día un compañero suyo de una grabación para la televisión? -preguntó al monje
-Sí, el hermano Luis quedó muy contento con la visita. ¿Vienen a grabar otra vez?
Parecía impaciente porque le respondiera que sí. Gerardo intuyó que a consecuencia de las veinte mil pesetas que entregara en la ocasión anterior.
-No exactamente -respondió Gerardo, puesto que no se le había ocurrido llevar ni una cámara de vídeo de aficionado-. Es que al director le gustó tanto lo que vio en las cintas, que nos ha mandado a estudiar encuadres nuevos de todo el convento.
-La mayor parte está hecho polvo. ¿Qué tomasteis el otro día?
-La cripta, la iglesia y la escalera real.
-¿Y el claustro?
-No había muy buena luz.
-Pues ya está, no necesitáis buscar más. El claustro es lo más interesante que tiene el monasterio. Es del siglo XI.
-Pero es que estos dos compañeros -señaló a Martiña y Arístides- no vinieron el otro día. Por favor, déjenos echar una ojeada.
-¿Tenéis... intención de colaborar con las necesidades de la comunidad?
Gerardo le entregó diez mil pesetas.
-De acuerdo, pasad. Me llamo fray Lucas y soy el superior del monasterio.
Los tres dijeron sus nombres, pero fue a Martiña a quien más calurosamente le apretó fray Lucas la mano. Recordando las reticencias del otro monje, Gerardo evitó mostrar prisa por la iglesia y siguió sin comentarios la ruta que fray Lucas les indicaba. Con la luz de aquella hora, el claustro había perdido el aire sonámbulo que presentaba la otra vez, a última hora de la tarde; era muy grande, con galerías que medían más de seis metros de ancho. Bajo la cruda luz de mediodía, no lo agrisaba la brumosidad de entonces, y por ello resultaban descarnadamente nítidos los desconchones de las paredes y la carcoma de los artesonados; los arcos de piedra habían sido labrados sin florituras, pero el conjunto poseía una armonía austera que invitaba a la serenidad y en algún tiempo debió de mover fervorosamente a la oración. Sí era interesante y podía servir para pretextar la intención de grabarlo si era necesario volver de nuevo.
-Querría ver la iglesia -dijo Arístides Basterrechea antes de lo que Gerardo consideraba conveniente.
-¿No la grabasteis ya? -bajo su expresión jovial, fray Lucas parecía alerta.
-Sólo un plano general -adujo Gerardo-. Ahora querríamos estudiar los detalles, a ver si vale la pena dedicarle todo un capítulo.
-No creo que tenga tanto interés como para eso -opuso fray Lucas.
-Pero usted va ser bueno y nos dejará que la veamos, ¿verdad? -dijo mimosamente Martiña.
Tras su sonrisa de asentimiento, Gerardo notó que el fraile hacía esfuerzos para no mirar exclusivamente a la joven. Les precedió camino de la iglesia. Al pasar cerca de la puerta que comunicaba la galería con la cripta, el joven submarinista sintió un escalofrío. A espaldas del monje, Gerardo pidió a Basterrechea, con un gesto de la mano, que se lo tomara con calma, pero nada más entrar, el consejero artístico se apresuró hacia el altar mayor. Gerardo observó algunos cambios, jarrones que habían sido movidos y ahora estaban llenos de flores silvestres o candelabros a los que les habían sustituido las velas, pero daba la impresión de que la cruz estuviera exactamente en el mismo sitio, como si nadie se atreviera ni a quitarle el polvo. Para ganar tiempo y disimular las prisas de Basterrechea, Gerardo preguntó:
-La imagen de san Antonio es difícil de clasificar, sobre todo por su tamaño. ¿Quién la esculpió?
-Dicen que fue un hermano -respondió fray Lucas-, que tenía esas aficiones, pero no la firmó. Sólo grabó la fecha, 1857.
Impaciente, Arístides Basterrecha no esperó más para preguntar:
-¿Podría ver esa cruz de cerca?
-Se ve muy bien donde está -repuso el fraile.
¿Qué clase de superstición inspiraría la cruz y por qué? -se preguntó mentalmente Gerardo. En voz alta, dijo:
-Fray Luis me dijo el otro día que no creía que fuese de oro, pero yo estoy seguro de que sí lo es.
-¿De oro? -se mofó fray Lucas-. ¿Tú crees que si fuera de oro llevaría ahí los siglos que lleva, mientras el monasterio se derrumba?
-¿Piensa usted seriamente que es de otro metal? -preguntó Basterrechea.
-Por supuesto -afirmó fray Lucas con contundencia.
-Pues está equivocado -afirmó Basterrechea-. ¿Tampoco sabe usted que tiene engarzadas quince amatistas y una esmeralda que valdría por sí sola una pequeña fortuna, si no formara parte de algo tan valioso?
-Creo que te engaña la vista -afirmó el fraile.
-Entonces, sea usted bueno -pidió Martiña con zalamería- y bájela para que la veamos de cerca.
Fray Lucas sonrió a la joven con irresolución. Parecía luchar entre su impulso de satisfacerla y su determinación de no hacerlo.
-Es imposible -resolvió-. Lo más que puedo hacer es traeros una escalera de tijeras, para que subáis uno a uno y la veáis desde su misma altura, pero sólo si me prometéis no tocarla.
Los tres asintieron y el fraile salió en busca de la escalera.
-No sé si pensar que es un tunante -murmuró Arístides Basterrecha-, o un enajenado. ¿Cuánta gente vive aquí?
-Cinco, según creo -respondió Gerardo.
-Tiene que tratarse de eso -comentó Basterrechea-; cinco personas que viven aisladas en un conjunto de edificios que podría albergar a centenares. El aislamiento y la superstición los ha vuelto locos y...
Se detuvo al oír que el fraile volvía con la pesada escalerilla portátil. La escalaron por turno, comenzando por el experto de arte, que volvió a subir después de que tanto Martiña como Gerardo lo hubieran hecho. Lo más cerca que podía arrimarse la escalera a la cruz superaba un metro, por lo que avanzaba la cabeza hacia ella hasta casi perder el inestable equilibrio; permaneció más de diez minutos examinándola. Al bajar, propuso al fraile:
-Diez millones de pesetas. Le haría un cheque en este momento.
La cifra impresionó al monje, pero aunque su expresión denotaba asombro, negó con la cabeza.
-Es imposible... Bueno, a lo mejor podría consultar al superior de la orden, pero sólo si los demás hermanos estuvieran de acuerdo, lo cual creo que no va a ser. Sinceramente, nunca hubiera sospechado que valiera tanto esa cruz que parece hecha de vulgares cristales de colores.
-¿Tiene usted idea de cómo llegó al convento? -preguntó Gerardo.
-Existe una leyenda sobre eso, pero yo tengo la obligación canónica de no creérmela. Tanto la cruz como... otras cosas, llevan aquí desde tiempo inmemorial. De hecho, son en la actualidad, prácticamente, la razón de existir de esta comunidad. Por ello hemos resistido.
Ya no quiso responder más preguntas sobre este asunto. No valieron los interrogatorios directos ni los sesgados, ni las zalamerías de Martiña. Les precedió hacia la salida como si estuviera impaciente por librarse de ellos. Mientras el trío se despedía de él ante la puerta, Gerardo notó que el seat azul estacionado cerca de su coche se ponía en marcha y se alejaba del lugar con prisas. Movido por un pálpito, urgió a sus compañeros que se acomodasen sin tardanza en sus asientos y aceleró a ver si conseguía darle alcance. Fue inútil. Lo había perdido.

El equipo de Teleplanet mordió de nuevo todos los anzuelos y pasó el día explorando pecios que no tenían el menor interés. Dimas sonrió al hacer balance de la jornada, aunque diciéndose que si los rivales habían perdido el tiempo, también su equipo lo había perdido. Por si acaso, no paraba de estudiar cómo terminar la serie a tiempo a pesar de los retrasos
No descartaba que uno de los submarinistas enemigos diera por casualidad con el galeón de la daga, aunque ya sólo se veía un arco de la borda de sólo tres metros de longitud, según el informe de Julio Parada. Un motivo más para forzar la imaginación e idear un método para explorarlo en cuanto llegasen las máquinas sin que los de Teleplanet se dieran cuenta de que estaban trabajando en ese lugar, lo que iba a resultar difícil, por no decir completamente imposible. En cuanto comenzara a trabajar la extractora de arena, enturbiaría la superficie del agua en muchos metros a la redonda.
Esperaba en el vestíbulo del hotel la llegada de Gerardo con el importante consejero de arte, con impaciencia, porque Julia Pertíñez, tras algunas evasivas telefónicas, se iba a encontrar con él esa noche en un agradable pub cercano. Viendo a través del ventanal que Gerardo aparcaba el coche, se dirigió hacia la entrada del hotel para recibir a Arístides Basterrechea.
Mientras aparcaba, Gerardo vio el seat azul parado en la esquina de la siguiente transversal, pero el semáforo que lo retenía se abrió y se puso en marcha. Al notar que iba a perderlo de vista, pidió a Martiña:
-Fíjate en ese coche azul, a ver si puedes ver el número de matrícula y quién lo conduce.
Al tiempo que anotaba el número en un papel, Martiña informó:
-Es una mujer.
-¿Como de treinta y cinco años?
-Creo que sí.
-Quédate con la copla -sugirió Gerardo a su novia mientras subían la escalinata de entrada al hotel-, porque a lo mejor vas a tener que meterte a investigadora privada.
-¡Arístides! -saludó Dimas al consejero artístico-, ¡no sabes cuánto te agradezco que te hayas tomado tantas molestias!
-Visto lo que he visto, no ha sido ninguna molestia venir a Galicia. Me parece que el viaje va a resultar de lo más provechoso.
Aunque la había saludado educadamente tras su llegada al hotel la tarde del domingo, Dimas lanzó una mirada huraña hacia Martiña y, notando Gerardo que no le gustaba que estuviera presente en la reunión, pidió a la muchacha que subiera a la habitación. Los tres hombres tomaron asiento en el salón.
-¿Qué opinas de la daga? -preguntó Dimas-. ¿Es auténtica?
-Sin ninguna duda, pero las circunstancias del hallazgo, que Gerardo me ha descrito minuciosamente, son increíbles.
-¿Te refieres a los símbolos ingleses?
-Sí. Es completamente aberrante imaginar que un oficial inglés, hecho prisionero durante una batalla, tuviera en su poder esa daga con el sello real español. ¿No habéis considerado la posibilidad de que el esqueleto y la daga pudieran estar en el mismo lugar por casualidad?
-No daba sensación de casualidad -dijo Gerardo-. Para sacar las dos cosas, tuvimos que desprender tablas que habían estado muy bien clavadas.
-Lo que es espectacular -dijo Basterrechea- es la cruz. Lo malo es que he sacado la impresión de que tendría que negociar su compra con un grupo de lunáticos. Menudo pájaro es el prior del convento.
-Según tu opinión de experto -preguntó Dimas-, ¿te parece que la cruz y la daga son de la misma época?
-Seguro que sí. Tenemos en la fundación un cáliz y una patena limeñas del diecisiete que, si no fuera muy arriesgado afirmarlo, yo diría que fueron hechas por el mismo orfebre. Tengo que hacerme con ella. Hoy le he ofrecido al prior del convento diez millones y habrá que ir pujando; calculo que la fundación pagaría hasta veinticinco millones.
-¿Has ofrecido diez millones y el monje los ha rechazado? -se asombró Dimas.
-Da la impresión de que fuera una especie de fetiche para la comunidad -informó Gerardo-. El prior ha hablado de leyendas que él no debería creer de acuerdo con las enseñanzas canónicas, pero mi impresión es que las cree.
-Galicia, tierra de meigas -bromeó Arístides Basterrechea.
Aunque absorto en sus propias consideraciones sobre lo que hubiera podido originar la leyenda, Gerardo vio pasar por el vestíbulo de recepción a una mujer que le resultó vagamente reconocible. No podía ser la espía que había sorprendido en varias ocasiones vigilando al equipo, porque ésta tenía el pelo rubio y vestía con mucha mayor sofisticación, pero ¿seguro que no era ella? El pálpito de reconocimiento se acentuó conforme la observaba, hasta que dejó de ser visible cuando se acercó al rincón del ascensor.

Una hora más tarde, en la habitación, Gerardo preguntó a Martiña:
-¿Reconocerías a la conductora del coche azul si la vieras de pie?
-La he visto aquí en el hotel. Me he cruzado con ella por el pasillo, hace un rato.
-¡Carallo, no te digo yo! Pues trata de recordarla con exactitud, porque mañana, si me voy al barco con el equipo, podrías dedicarte a echar un vistazo, a ver si la descubres vigilándonos.
-No seas paranoico, Gerardo.
-Esa tía me huele a chamusquina. Si es la que creo, notó que me había dado cuenta de que nos espiaba, y se ha cambiado el color de pelo y la ropa, y ya no usa gafas. Supongo que se habrá puesto lentillas. Tanto esfuerzo, no puede significar sino que era verdad que nos vigilaba, seguramente para informar a los de Teleplanet. Me jode que haya visto que íbamos al convento.
La pareja cenó aparte. El grupo, con el que tampoco cenaba Dimas, lo hacía en la mesa grande de todas las noches, y todos les dedicaron bromas por no sentarse con ellos. A los postres, ansioso de librarse de la clamorosa compañía, Gerardo propuso a Martiña:
-Vamos a escuchar un poco de música y charlar en algún pub que haya por aquí cerca.
Encontraron uno a pocos pasos del hotel.
-Mira quiénes están en aquel rincón, tan acaramelados -señaló Martiña.
Dimas Outeiro hablaba con la bella espía, ambas cabezas muy juntas, en un rincón discreto.
-Esto es para volverse no paranoico como dijiste antes -susurró Gerardo al oído de Martiña-, sino completamente loco. Ahora, ¿qué hago?
-¿A qué te refieres?
-Desde que empecé este trabajo, Dimas no ha parado de mirarme con mala cara. Lo he visto demasiadas veces a punto de echarme sin contemplaciones, y la verdad es que no sé lo que me ha salvado. Como si no tuviera suficientes motivos para estar mosca, últimamente trata de mantenerme apartado de la ría, como si quisiera evitar que me entere de las honduras de la exploración. Estando en ese plan, ¿con qué cara voy a ir ahora a decirle que se ha ido a ligar a una tía que sospecho que es una espía? Me mandaría a la mierda inmediatamente. Pero esa mujer me huele muy mal, Martiña; cada vez estoy más convencido de que es la misma que he visto rondándonos desde el principio, y que se haya disfrazado tiñéndose el pelo, significaría que es verdad que nos espía. No quiero ni pensar lo que Dimas puede estar largando en estos momentos, porque se vuelve muy locuaz cuando se siente a gusto y alguien se interesa por las pesquisas que lleva un montón de años haciendo sobre el oro de Vigo. Si le digo algo sobre la inconveniencia de que hable con ella, se va a cabrear a tope conmigo, y quién sabe si no aprovecharía la oportunidad y me mandaría al carajo de una vez, de manera que me parece que vas a tener que estar al loro mañana a ver si confirmas que esa tía anda vigilándonos. Además, es necesario que vayas a sonsacar otra vez al prior del convento; ¿te acuerdas de que dijo esta mañana que tenía otras cosas además de la cruz? -Martiña asintió-. Pues quién sabe si no serán, precisamente, las cosas que me darían la clave para lo que llevo trece años intentando, así que es indispensable que consigas hacerle hablar a ver si te dice de qué se trata. No sé cómo carallo te vas a organizar, teniendo que hacer las dos cosas, espiar a la espía y hacer de Mata Hari en el convento.
-No te preocupes, cariño. El día tiene muchas horas y a ese fraile me lo trajino yo en un pispás. ¿No te diste cuenta de cómo se le subían los colores cuando me daba la mano?
-Esperaremos dos o tres días para que no desconfíe, y entonces volverás al convento a ver qué le sacas, pero no te lo trajines demasiado que, a veces, un fraile calentorro puede ser más peligroso que un tobogán de hojillas de afeitar.

De regreso al hotel, Gerardo descubrió a través de las cristaleras del salón que Arístides Basterrechea se encontraba bebiendo un gintonic, solo, en un ángulo del mostrador de la cafetería.
-Carallo, Martiña; me había olvidado completamente de ese tío. Sube a la habitación, por favor, si no te importa, y así tendré una excusa para no quedarme mucho rato con él.
Tras el asentimiento de la joven, fue hacia la cafetería.
-Espero a Dimas, para despedirme -dijo Basterrechea-, porque mi vuelo sale muy temprano. No está en su habitación.
-No creo que tarde. ¿Se marcha usted mañana?
-Es indispensable. Tengo una reunión en Madrid a las doce y media, pero lo más probable es que vuelva aquí dentro de dos o tres días. Me interesan mucho esos objetos que habéis descubierto; mañana hablaré de ellos en la reunión, a ver si me autorizan un techo mayor del fondo que tengo habitualmente para compras urgentes. ¿Querrás hacerme un favor?
-Lo que usted diga.
-No me hables de usted, hombre; está pasado de moda. Aquí tienes mi número particular de teléfono. ¿Te importaría mantenerme al corriente de tus avances en el convento?
Gerardo respondió que sí, aunque no tenía la menor intención de hacerlo.
-Según me ha contado esta noche, por teléfono, un amigo común, Dimas lleva toda la vida obsesionado con este asunto del oro de Vigo -comentó Basterrechea.
-Eso creo -respondió cautelosa y escuetamente Gerardo.
-Tú pareces estar muy bien informado. ¿Crees que está justificada la obsesión de Dimas?
-Hay por aquí mucha gente que comparte no sé si la obsesión, pero por lo menos el convencimiento. En esta zona de Galicia, crecemos oyendo hablar de esa historia.
-No sé mucho al respecto. Quiero decir que, aunque he estudiado minuciosamente el arte de aquella época, nunca me han interesado esa clase de mitos. O sea, que no sé nada del tesoro ni de la batalla.
Gerardo se tomó una pausa para meditar qué decir. ¿Podía convertirse Basterrechea en un aliado frente a la animadversión de Dimas? Tal vez. Le convenía deslumbrarle.
-Se trata de lo siguiente: Entre 1699 y 1702, el Caribe estaba a tope de piratas. Bueno, supongo que siempre estaría igual por aquellos años, pero en esas fechas concretas, las flotas que traían a España el producto del comercio de América no se decidían a volver por temor a las audacias que se tomaban los piratas, que se atrevían a atacar muchos puertos españoles de aquel mar, y llegó a haber tres flotas completas surtas en La Habana, con todos los almirantes acojonados. Cuando a Felipe V lo coronaron rey, se enteró de que no había un duro en sus arcas y, una vez que le informaron del porqué, pidió ayuda a su abuelo el rey de Francia, Luis XIV, que, más tunante que el hambre, se la concedió, aunque da la impresión de que tenía el propósito de quedarse no con la parte que le había ofrecido su nieto, sino con todo. Como resultado de ese supuesto favor del rey de Francia al de España, la armada francesa cruzó el Atlántico con el mandato de proteger a las tres flotas que aguardaban soluciones en Cuba.
-¿Existen datos oficiales sobre lo que se había acumulado allí después de tres años de espera? -preguntó Arístides, con expresión encandilada.
-Para que te hagas una idea, la última flota que había conseguido cruzar el Atlántico, en 1698, trajo cuarenta y cinco millones de piezas de oro de a ocho, según los documentos oficiales.
-¡Qué barbaridad!
-Pero esta cantidad que te parece bárbara no podía ser más que una mínima parte, porque todos los testigos contemporáneos aseguran que sólo se consignaba en los manifiestos de carga una pieza de cada diez, así que hazte una idea.
-¡Increíble! Entonces, los barcos de 1702 traerían oficialmente... unos ciento cuarenta millones de doblones de oro.
-Hay datos de las riquezas que habían amontonado en los fortines de La Habana, aunque los historiadores especulan con que son cálculos muy alejados de la realidad, porque entonces el rey de España era el más engañado y estafado de los españoles. Pudiera ser que lo que cruzó el Atlántico, protegido por los franceses, fuera diez o quince veces mayor de lo que decían los manifiestos oficiales de aquellos barcos. Comprenderás que hablo del oro, las joyas y las piedras preciosas, y no de las otras cosas voluminosas que cargaban. Podríamos estar hablando de mil millones de doblones.
-¿Cómo fue la batalla?
-No podían ir a Cádiz, porque el rey de Inglaterra había invadido Andalucía, y decidieron refugiarse en Vigo. Cuando llegaron, quisieron descargar, pero las leyes de la época lo prohibía; había que descargar en Cádiz, y como los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla eran tan corruptos y mentían tanto, sacaron las uñas, seguramente temerosos de que se descubriera que todos los documentos estaban falsificados, y se negaron con ahínco a que descargaran nada aquí. Suponte tú, diecinueve barcos cargados hasta la bandera de riquezas, quietos, y toda Europa sabiéndolo y pendiente de lo que iba a pasar. Unos días más tarde, las flotas españolas y la armada francesa se encontraron con que una armada mixta de ingleses y holandeses se enteró del cambio de rumbo y vinieron corriendo en busca del tesoro. Se armó un follón en la ría de Vigo de la de no te menees. Los barcos franceses no sirvieron de nada y dicen que los españoles hundieron muchos de sus propios galeones para que los ingleses no se apoderasen del oro, y los ingleses juran por la madre que los parió que consiguieron robarnos casi todo, pero ninguna crónica oficial de lo rescatado se aproxima ni de lejos a lo que consignaban los registros.
-¿Qué dicen esas crónicas?
-Los ingleses afirman que se apoderaron de cinco millones de doblones de oro y a Madrid consiguieron llegar seis millones seiscientos mil, y más o menos lo mismo, a París.
-Comparativamente, parecen cifras insignificantes.
-¡Ya te digo! Sin contar lo que escondían los oficiales de los barcos ni lo que no se pudieron llevar los ingleses en ningún caso, nos quedan mucho más de cien millones. A tenor de esas cuentas, habría toneladas de oro en el fondo de la ría, enterrado por el fango de tres siglos y te hablo sólo del acuñado en monedas, no de lo que traerían en lingotes, y siempre según sólo los datos oficiales. Hazte una idea. Si descontamos la plata, que se corroe mucho en el mar, puede haber todavía verdaderas barbaridades de oro y piedras preciosas esperando que alguien los encuentre.
Arístides Basterrechea bebía absorto sus palabras, fascinado.
-Oye, Gerardo, ¿tú eres, simplemente, un submarinista? -preguntó con incredulidad.
-Bueno, verás; esto es un chanchullito de verano, para sacar unas pelas. Soy licenciado en filología inglesa y mi intención es enseñar más adelante, cuando cumpla... unos treinta años.
-Eso tiene más sentido. Me asombra la claridad, los datos y la coherencia con que me cuentas esa historia. Por lo que veo, Dimas se rodea de gente muy preparada; así se explican sus éxitos en la televisión.
Gerardo sonrió. Sin pretenderlo, Arístides Basterrechea iba a convertirse en su aliado cuando le elogiase ante Dimas.