miércoles, 17 de septiembre de 2008

EL PODER DE UNA ESTAFADORA


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La editora que se ha apropiado ilícitamente de mis derechos de propiedad intelectual, ha conseguido que “Qué.es” censure una entrevista que ellos me pidieron, y también ha logrado que Punto Radio se eche atrás de un proyecto honrado.
La estafadora ha dilapidado en juergas más de 70.000 euros que me pertenecen.
Y ahora, en vez de pagarme, usa toda la alharaca del poder de su marido espurio, para tratar de convencer a la gente de que miento.
SI YO HUBIERA COBRADO MIS DERECHOS, ¿POR QUÉ IBA A RECLAMARLOS EN TANTOS SITIOS Y DURANTE CINCO MESES DE AGONÍA Y PADECIMIENTOS?
Me envió ayer un amenazante buro-fax, donde sugiere que va a encarcelarme e insiste (ignorantemente) en que se puede hacer restas de los libros vendidos. ¡!! Esto, que los especialistas en propiedad intelectual definen como aberración, es tal ved el quid de la cuestión. La estafadora considera cómodo pagar 1.800 euros por todo un año de derechos de cuatro novelas, una de las cuales es “best seller”. Si esta señora puede mostrar los documentos que prueben que me ha pagado los derechos que marca la ley, que me encarcele.
Aquí empiezo a reproducir la parte más onírica de LA DESBANDÁ

LA DESBANDÁ. Continuación

II. LA CONDENA DE SÍSIFO
Como cada día durante los últimos cuatro meses, Paula Robles del Altozano se levantó sigilosamente de la cama mucho antes de amanecer; trató de no hacer ruido al vestirse, se alisó el pelo rubio a ciegas para no encender la luz y revisó a tientas el envoltorio que había preparado la noche anterior. Todo estaba en orden, porque ni siquiera se le ocurría soñar con incluir las golosinas que le gustaría que hubiera en el paquete. Antes de salir, se acercó al vano que comunicaba su dormitorio-taller con el cuarto donde dormían sus hijos. No tendría que ser cuidadosa al abrir la puerta de la vivienda para salir a la galería, porque al menos Antonio y Paco habían despertado ya y conversaban; aunque hablaban en murmullos, porque Miguel y Ricardo dormían aún, percibió la tensión del tono rajado de Antonio:
-...y después de arrasar las derechas las ilusiones del proletariao en Asturias y toa España, los cofrades de la Expiración se han empeñao en sacar su procesión la Semana Santa que viene. ¡Como si no hubiera millones de cosas más necesarias! Son como alacranes acechando a ver cómo clavarnos el aguijón, pa escarmentarnos por lo del 31 y someternos a sus abusos de toa la vida.
-Se saldrán con la suya -afirmó Paco-; el gobernador ha dicho que les apoya y que pueden contar con la banda de bomberos. Tendremos otra vez autos de fe y capirotes de la Inquisición por las calles de Málaga, ahora que se sienten poderosos habiendo masacrao a los asturianos.
Paula halló sorprendente oírles tan de acuerdo entre sí.
-Es que no tienen entrañas -dijo Antonio-. Exhiben lujo a porrillos, pa que los obreros renunciemos a pensar por nosostros mismos y poder devorarnos las asaúras per seculam seculorum. Quieren que traguemos que los señoritos trasnochaos sigan llevando las riendas, digan lo que digan esos periodistas reaccionarios, que no paran de escribir mentiras pa que nos olvidemos de toa la sangre que se ha derramao por sus estilográficas pintando la revolución con colmillos de chacal, mientras Lerroux ordenaba a Franco y Goded masacrar a los proletarios.
-Volveremos a lo de siempre -sentenció Paco-. Penitentes descalzos, ríos de cera, saeteras fanáticas y hombres de trono flagelaos, como en la Edad Media, y adúlteras putonas disfrazás de beatas pa lucir sus mantillas y sus peinetas de brillantes.
-Po si se empeñan en avasallar con sus monigotes, que se atengan a las consecuencias. Ni yo ni mis compañeros nos chupamos los mocos.
-Antonio -aconsejó Paco-, no vuelvas a las andás, por favor.
Paula apreció el modo reposado de hablar que Paco estaba adquiriendo, sentencioso como si fuera mayor que Antonio. Sobre el desconcierto que le asaltaba últimamente por que el segundo de sus hijos pareciera tan a punto de elevarse sobre la medianía cultural que les rodeaba, flotaba el orgullo de que al menos uno lo consiguiera.
-¡Andás! -exclamó Antonio-. ¿Qué dice tu querido Partido Comunista, que nos quedemos cruzaos de brazos y permitamos que nos den bofetás con sus ídolos?
-No. Dice que más urgente que sacar procesiones es que Málaga tenga universidad, y se corrija la injusticia que nos imponen los señoritingos de Sevilla y Graná, que no paran de luchar a brazo partío pa que Málaga siga sepultá en la incultura sin conseguir nunca su propio poder intelectual. La cuestión, Antonio, es que hay que hacer las cosas con método. Si nos organizáramos en vez discutir entre nosostros, a lo mejor acabaríamos con esas supersticiones, pero dando patás al aire no se llega a ná. ¿En qué paró la quema de iglesias?; se fortalecieron las derechas, ¿es que no te acuerdas?, porque los irresponsables como tú les disteis argumentos pa arremeter contra tó lo que oliera a izquierda. Por cá uno de los incendios, salieron millones de velas en las manos de beatas resentías pidiendo nuestras cabezas. Y así nos va, que nadie dice ni por ahí te pudras aunque Yagüe haya entrao como Atila contra los asturianos.
-Pero los principios son los principios -insistió Antonio- y tenemos la obligación histórica de acabar con el opio del pueblo; no hay por qué aguantar tantas humillaciones de hipócritas putañeros ricos disfrazaos de beatos de comunión de diaria. Y por si no tuviéramos bastante, la Ana y mamá empeñás en que me case por la Iglesia.
-¿Qué más da, Antonio? Desterrar esas cosas llevará una pechá de tiempo, no cambian los reflejos condicionaos en tan pocos años que llevamos de República. A la Ana, a lo mejor podrías convencerla de casaros por lo civil, pero ya sabes cómo es mamá. Ella quiere que respetemos las reglas, y no podemos olvidar de improviso cinco siglos de tradición. Consiente, que ya vendrán tiempos mejores.
-¡Paco! -exclamó Antonio-, no estarás hablando en serio...
-Hay que ser realistas y acechar la ocasión sin espantar la caza.
Paula sonrió. Dijeran lo que dijeran los periódicos sobre la "república revolucionaria y libertaria" que germinaba en barrios como el suyo, la mayoría de la gente todavía se casaba por la Iglesia. Podían gritar "viva Rusia" con el puño en alto, usar camisa roja, adornarse con la hoz y el martillo o tarararear la versión carnavalesca del Himno de Riego: "si los curas y monjas supieran/ la paliza que les van a dar/ subirían a los coros cantando:/ libertad, libertad, libertad"; pero a la hora de casarse prevalecían las tradiciones y pocos, y de ningún modo las mujeres, podían imaginar que se casaban de veras si no les bendecía un sacerdote católico. Contra las novias, y también contra los padres de las novias, se estrellaban estrepitosamente las revoluciones. Como anticipaba que Antonio acabaría cediendo, ya había pensado en el vestido blanco que confeccionaría para Ana, lleno de fruncidos, flores y volantes de satén, copiado del que usaba Katharine Hepburn en "Las cuatro hermanitas", porque Ana poseía un cuello y un aire tan aristocráticos como la actriz norteamericana, por lo que se sentía muy esperanzada, a ver si la novia conseguía pulir al novio. Ese vestido iba a ser su obra maestra. Los intentos de rebeldía de Antonio no eran más que chiquilladas, pero le preocupaba la solidez de los argumentos de Paco y la sobriedad que adquirían sus maneras, sobre todo en los últimos cuatro meses, cada vez que hablaba de un futuro que a ella le causaba escalofríos. Principalmente, cuando especulaba sobre lo ocurrido a Mani aventurando ideas estremecedoras.
Salió de la vivienda con sigilo para que los cuatro pudieran dencansar todavía casi media hora, antes de afrontar la azarosa aventura diaria de los periódicos. Abandonó el corralón de Las Dos Puertas por la salida que daba a calle Curadero, la que más directamente conducía hacia el puente sobre el río Guadalmedina.

Guaqui el Templao se alzó de la manta extendida en el suelo. Alrededor, sus siete hermanos varones dormían profundamente, narcotizados por los estómagos insatisfechos, y Pipe, el menor, se revolvía en sueños embadurnándose con sus propias heces. Al otro lado de la barrera formada por dos sillas ensambladas entre sí, dormían su madre y sus cuatro hermanas. Si limpiaba la mierda de Pipe, despertaría, se pondría a ronronear o a quejarse, y los demás irían despertando también y sus lloros le atraparían. Quiso ser ingrávido al saltar sobre ellos para alcanzar el rincón donde la ropa de todos se amontonaba en una sola percha de pie.
Desde que leía cuanto caía en sus manos para conseguir que Paco le llevase a su célula, estaba ocurriéndole algo muy extraño: su olfato se había vuelto tan remilgado como para notar el tufo casi sólido que flotaba en la habitación, y había dejado de parecerle natural el espectáculo de los doce miembros de su familia durmiendo en el suelo cabeza contra trasero, narices sumergidas en las axilas y heces revueltas coloreando las extremedidades de los tres pequeños. Trató de aflojar el pellizco que siempre le atenazaba el pecho cuando, mirándolos, se preguntaba el tiempo que tardaría en rescatarlos de esa clase de vida. Una palmada sobre su corazón deshizo el nudo y abortó el sollozo. Aún no había amanecido cuando echó a correr calle Rosal Blanco abajo sin acabar de vestirse del todo; aunque todavía estaban en octubre, sintió un escalofrío; era una madrugada casi gélida para el otoño de Málaga, que habitualmente no era más que otra primavera con olores y colores distintos. En vez de dirigirse al puerto, torció a la derecha en la calle Huerto de Monjas y corrió hacia el puente del Guadalmedina, para llegar, como cada día, antes de que Paula le descubriera; no quería verse obligado a dar unas explicaciones de las que carecía si no era contando la innombrable verdad; ni siquiera en su mente podía explicarse lo que originaba el impulso ni la magnitud del temor al desastre que creía ver aproximarse. La visita sería tan breve y tan monologante como siempre a lo largo de los últimos cuatro meses. Por más que cavilaba, le era imposible entender lo que causaba su congoja. ¿Agradecimiento? ¿Convencimiento de que él y no Mani pudo haber sido la víctima?

Omar Medina Gutiérrez el Chafarino comenzó a hacerse el desayuno al alba. No necesitaba encender una vela ni un candil, pero si lo hubiera hecho, un observador no habría sido capaz de notar que era un ciego el que preparaba el café, ponía la leche a hervir, tostaba el pan y le restregaba ajos y aceite de oliva; realizaba la tarea con movimientos precisos que parecían espontáneos pero que eran el resultado de varios decenios de entrenamiento. Acabó de vestirse mientras el café llegaba al primer hervor. Había echado a un lado la ropa cotidiana para optar por el conjunto de traje que permanecía meses colgado en el mismo clavo. Se abrochó el cuello de la camisa de algodón crudo y sonrió mientras componía con seguridad el nudo de la corbata, como si lo hiciera a diario cuando, en realidad, no recordaba habérsela puesto en los últimos tres o cuatro años. El horario era el mismo de todos los días, pero hoy no iba a permanecer catorce horas tejiendo redes a la puerta del cañizo. Hoy iría al puerto.
Tras caminar media hora desde el cañaveral que orillaba la costa, aguardó el tranvía en la cabecera de la línea. Bajaron en tropel las bienhumoradas y cigarreras de la fábrica de tabaco y una mano compasiva le ayudó a subir a la plataforma; aceptó la ayuda para no devolver un desaire, ya que podía moverse con gran seguridad en las peligrosas calles de la ciudad, aún lejos de la amigable arena de su playa.
El suceso de la calle Nueva había llegado a sus oídos por casualidad la tarde anterior, porque reconoció las voces de cuatro de los muchachos que pasaron aquella mañana de junio comiendo coquinas y almejas crudas cerca de su cabaña, y les prestó atención estremecido por la crudeza del relato y el misterio irresuelto de la identidad del atacante. Cuando dedujo con seguridad de quién hablaban, tras afirmar uno de ellos que "a su amigo Quini se lo han llevao al penal del Puerto de Santa María, pa los restos", comprendió por qué no había vuelto Mani aunque le hubiera prometido volver y dejó de sentir rencor por el desaire y el olvido. Con un trabajoso esfuerzo de memoria, recordó un apodo, "el Templao", y que este joven trabajaba de arrumbador en el puerto. En cuanto consideró que la memoria le era fiel y conservaba el dato sin que lo deformase el tiempo, tomó la decisión de abandonar por un día la playa. Bajando del tranvía en la Acera de la Marina, fue resueltamente hacia el muelle.
-Toavía no han empezao a venir los arrumbaores -le respondió un carabinero.
-Pero, ¿sabe de quién le hablo?
-Claro que sí. Tó el mundo conoce al Templao por aquí; es uno de los gachós más resalaos del puerto. Los capataces se lo rifan, porque da gusto trabajar con él.
-¿Cuando tardará?
Por la pausa, el Chafarino comprendió que el guardia debía de estar tratando de ver la hora en su reloj bajo la todavía débil luz
-Más o menos, una hora.
-¿Lo puedo esperar por aquí?
-Claro. Venga, que voy a llevarle a unas pacas de lana, pa que siente a esperarlo.
El Chafarino agradeció, ahora sinceramente, la ayuda, porque el muelle era un sitio demasiado imprevisible por el trasiego de mercancías, y le confundía la mezcla de olores que anulaba su sentido de la orientación. Se dejó conducir por la mano del guardia, apoyada en su codo izquierdo, y se sentó a esperar.

Continuará
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