miércoles, 24 de septiembre de 2008

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. ¿Me ayudas a escribirla?


Tengo la novela “Después de la desbandá” más que estructurada. Estoy convencido de que, como la segunda parte de “El padrino”, será incomparablemente mejor que la primera; es una historia poderosa, apasionante y sorprendente.
Hay reapariciones inesperadas, tensión e incertidumbre sobre dos de los personajes, amores inconvenientes, ternura, pasión y dolor.
Pero me faltan importantes datos “ambientales. Tal vez puedas aportarme algunos, escribiéndome a
luismelero@luismelero.com

DATOS QUE NECESITO:
Referidos a los años 1937, 1938, 1939, 1940, 1941, 1942, 1943, 1944, 1945, 1946, 1947:

Fecha en que Arias Navarro se hizo cargo de la fiscalía militar de Málaga.
Número de fusilados en 1937
Número de encarcelados en 1937
Maquis, refugios y zonas de mayor actividad.
Rastreo de fusilados de la república en Las Pellejeras y El Perro

Gobernadores civiles de Málaga cada uno de esos años.
Alcaldes de Málaga cada uno de esos años.
Racionamiento, cuántos años, inicio, final.
Estraperlo.
Contrabando y contrabandistas entre Málaga, Antequera, Ronda, Algeciras y Gibraltar.

Precio del pan cada uno de esos años.
Precio de las entradas a los cines.
Precio del kilo de papas cada uno de esos años.
Trapicheo y hurtos en la calle.

Fortunas repentinas en la ciudad, de personas que todos sabían corruptas.
Ejemplos de los favoritismos.
Fusilados –aproximadamente- cada uno de esos años.
Ambientes de la prostitución.
Curas innobles.

La novela está muy avanzada, pero sin mención precisa de los datos me siento un poco con el culo al aire. Agradeceré vivamente vuestra colaboración, y dependiendo de vuestra ayuda, os consignaré en los créditos

NO COMPFRÉIS MIS NOVELAS EN LIBRERÍAS.
No me pagan mis derechos de propiedad intelectual hace casi cinco años.
Podéis encontrar seis libros míos nuevos en el portal
www.leer-e.com
Reproduzco la primera parte de uno de los cuentos que tengo organizados en libros de relatos, este sobre las relaciones con otros pueblos.

PIGMALIÓN DEL PLATA
Joserra Albaya desvió los ojos para que el arquitecto sentado enfrente no sorprendiera el brillo de ironía. Sonaba el tanguillo "La lotera", cantado por Lola Flores, "y en er metro me dan siempre coba palante y patrá, palante y patrá..." , y el arquitecto gordinflón de pelo grasiento seguía el ritmo con los hombros, sin parar de mirar a Joserra con la intensidad escrutadora con que había venido haciéndolo desde que llegara de España.
Como tantas innovaciones operadas en el estudio durante el último mes, la instalación del compact había sido iniciativa de Joserra.
Navarro, cazurrón, bromista y arquitecto recién graduado, que le ofrecieran en Madrid un training de un año en Buenos Aires le pareció tan insólito como que alguien le propusiera aprender ruso en Marruecos. La empresa madrileña había ganado la licitación internacional para construir una central hidroeléctrica en Argentina y, según sospechó Joserra, necesitaban sobre el terreno arquitectos e ingenieros propios, que impusieran a los empleados locales los puntos de vista defendidos por los directivos españoles.
A los tres o cuatro días de ocupar la mesa de dibujo, Joserra se rebeló.
El silencio, la circunspección y el ensimismamiento de sus compañeros de trabajo eran tan completos, que podía escuchar el sonido del lápiz que alguien posaba sobre el papel, la goma de borrar que corregía un error o el rotring que trazaba una recta. Un silencio opresivo que le punzaba los nervios y le hacía sentirse atrapado en un mausoleo. Comenzó por tararear jotas navarras mientras dibujaba, siguió poniéndose a contar chistes a todas horas mientras los otros miraban de reojo por si se hundía el universo, continuó escenificando a ratos cómo driblar a los toros en los encierros de san Fermín y acabó solicitando a la dirección que le permitieran llevar el compact, solicitud que fue aceptada. Además de las canciones de Bruce, Cher y Elton que más le gustaban, recolectó toda la música española que encontró en las tiendas bonaerenses de discos, que en su mayor parte era andaluza y pasada de moda. Los tanguillos de la lotera que cantaba Lola Flores fueron el descubrimiento que más le alegró, y los hacía sonar con frecuencia.
Los compañeros continuaban comportándose con la misma solemnidad, pero todos le decían lo mismo en las pausas del café:
-Che, Joserra; con vos, el estudio se volvió más divertido. Trajiste un soplo de aire fresco de la madre patria.

-¿Comés por acá cerca? -le preguntó el arquitecto gordo.
-Sí, pero no ahora -respondió Joserra-. Antes, voy a dar una vuelta por Florida. Necesito comprar ropa.
-¿Te importa que vaya con vos?.
Joserra notó el esfuerzo que hacía para vencer su timidez. Se preguntó por qué era tan descuidado con su aspecto alguien tan joven; debía de arrastrar alguna clase de complejos, porque no era natural que se comportase con tanto abatimiento, siendo como era, según había comprobado, un buen profesional. En los ojos entristecidos por algún dolor interior, había una súplica.
Aceptó que le acompañase, pero no sabía de qué hablar con él.
-Me llamo Sandro -dijo el gordito-. Nunca antes escuché tu nombre.
-Joserra es la contracción de José y Ramón.
-¡Oh! Entiendo.
No volvió a abrir la boca. Mientras andaban, Joserra observó de reojo que a veces movía levemente la cabeza, como si se desalentara a sí mismo de decir algo que había ensayado mentalmente. Le compadeció; su languidez debía de ser el síntoma de un ánimo torturado por problemas más hondos que la simple deformidad física. En la tienda, mientras se probaba ropa, notó a través del espejo que Sandro se turbaba cuando él se cambiaba de camisa o de pantalones, mostrando con despreocupación la sensualidad de una desnudez de la que estaba muy orgulloso. Habitualmente desinhibido, Joserra sintió que se contagiaba de la incomodidad de Sandro.
-¿No piensas comprar nada? -le preguntó para aflojar la tensión.
-No. La ropa de esta tienda es inadecuada para mí.
-¿Por qué?. Tienes... ¿qué edad?; más o menos la misma que yo.
-Veintiocho, pero mis medidas no lucen la ropa como las tuyas. Vos podés ponerte lo que quieras, que todo te queda bien. Yo...
-¡Qué tontería, hombre, por Dios!. Aquí hay ropa de tu talla.
-Los michelines me hacen sentir ridículo...
-¿Por qué no adelgazas?.
Sandro apretó los labios, por lo que Joserra entendió que había sido inoportuno preguntarlo. Sandro había enrojecido al tiempo que le cubría un velo de tristeza. Para rectificar, se acercó a él y le empujó hacia el espejo.
-Este peinado no te favorece, Sandro. ¿Te parece que en vez de emplear el tiempo en el restaurante, compremos una hamburguesa y vayamos a una peluquería?
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
Mientras el peluquero hacía su trabajo según las indicaciones de Joserra, éste meditó sobre el reflejo de Sandro. Tenía los ojos muy grandes, de color miel, pero el abultamiento de sus mejillas los empequeñecía: su nariz resultaría muy proporcionada en una cara más magra; la boca sería hermosa y sensual si no estuviera apretada permanentemente por un rictus.
A la media hora, el pelo empegostado y largo dio paso a un corte que mantenía de punta su abundancia, de color dorado ceniciento, en la parte superior y quedaba rapado en los laterales y la nuca. El propio Joserra se admiró del cambio.
-Me siento diferente -comentó Sandro.
-Te has quitado diez años y varios kilos -bromeó Joserra.
-¿Vos creés?

Pasaron varias semanas. Sandro mantenía su retraimiento, pero Joserra notó que el cambio de corte de pelo era advertido y celebrado por las compañeras de trabajo. Sintió que había hecho una buena obra, lamentando, sin embargo, que los cambios se hubieran limitado al pelo.
Pero un día le pareció que la oronda figura de Sandro se estaba estilizando.
-¿Estás a dieta? -le preguntó.
-¡Lo notaste!
-Por supuesto. Estás más delgado, sin duda.
Sandro sonrió gozosamente. Era la primera vez que le veía reír enseñando los dientes, una regular y blanquísima dentadura que no comprendía por qué ocultaba con tanto celo.
-Deberías ir al gimnasio.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Si adelgazas muy rápido, te vas a quedar fofo. Un poco de pesas te vendría muy bien. Yo voy todas las noches.
-¿Puedo...
-¿Qué?
-¿Puedo ir con vos?
-¿Por qué no?
La primera vez que fueron, notó en los vestuarios que Sandro era de los poquísimos que se encerraban para cambiarse de ropa en una cabina, en vez de hacerlo en la zona común. Supuso que su pudor no se debía al exceso de grasa, sino al temor a mostrar ante él los genitales, que en los cuerpos gruesos solían aparecer minimizados y hasta ocultos entre los pliegues de piel adiposa. Sonrió. Minimizados o no, los genitales de Sandro le importaban tan poco como su dueño, un hombre cuya conducta social discurría entre rubores, abatimiento de la cabeza y titubeos, a pesar de sobrarle el talento profesional que debería enorgullecerle y permitirle andar con la cabeza erguida.

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