miércoles, 31 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Suspense para los peregrinos entre tinieblas.


SE van intensificando las emociones y sustos de los peregrinos, en pos del Reino de Morgana. Riesgos inesperados y enigmas incomprensibles.
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Una vez que los siete se detuvieron, el extraño hombre sin rostro se quedó tan inmóvil, que parecía una estatua. No conseguían ni siquiera entrever el brillo de sus ojos por la rendija del yelmo.
-¿Crees que es el adelantado de un ejército? –preguntó Conall a Divea muy suavemente, sin apenas mover los labios. El tono revelaba su pánico.
-No sé si será un ejército –respondió Divea-, pero probablemente habrá más. Tal vez sean los guardianes del bosque, y la postura de ese guerrero, con la mano alzada y tan inmóvil a pesar del peso de la espada, temo que pudiera indicar que no es de verdad un hombre.
-Sí lo es –aseguró Brigit entre dientes, con suavidad-. Pero no tiene espíritu.
-¿Qué significa eso? –Con los ojos clavados en la figura revestida de acero, Conall trataba de no mover los labios.
-Que no es dueño de su voluntad –aclaró Divea-. Brigit tiene razón. Para ser capaz de mantener esa postura tanto tiempo, por fuerza tiene que encontrarse bajo los efectos de un elixir muy poderoso. El segundo de los elixires excepcionales, cuyas fórmulas sólo deben conocer los druidas y los que nos preparamos para serlo, tiene un efecto muy parecido, pero no hasta esos extremos de inmovilidad. Creo que podría ser uno de los que la leyenda asegura que es capaz de preparar Morgana y nadie más.
-Hablas con gran sabiduría, pero te equivocas.
La paradójica frase la había pronunciado un hombre joven muy hermoso, surgido, a pie, de detrás del jinete inmóvil. Tenía unos veinticinco años; su pelo y su barba poseían el color del oro y brillaban como si tuvieran fuego debajo. Vestía la túnica blanca, su cabeza se tocaba con bellas flores a pesar de la escasez que apreciaban en todo el país y su aire y ademanes eran propios de un druida.
-¿Quiénes sois y de dónde venís?
-Mi nombre es Divea, realizo mi viaje de iniciación druídica y vengo de la Hispania, de un hermosísimo bosque no muy alejado del Camino al Fin de la Tierra. Éste es Conall, que también viene del mismo país y se inicia como bardo. Los demás, son compañeros que se nos han unido por afecto y deseos de saber. Ese jinete, Fomoré es hispano como nosotros y es un hombre muy especial. La mujer que va a su lado es Brigit, una mujer extraordinariamente sabia a pesar de su juventud, llegada de Polonia. El jinete de la derecha es Fergus, un refugiado gálata versado en marinería, a quien los incendiarios de bosques arrebataron casa y familia. Sus dos compañeras, Dagda y Naudú, son también hispanas y sacerdotisas del culto a la madre Dana.
-Yo soy Manam, el druida del bosque del Espejo. Éste es mi escudero.
Señalaba al jinete inmóvil.
-Seáis bienvenidos –añadió Manam-, pero os aconsejo que no os quedéis aquí mucho tiempo.
A pesar de tener los ojos abiertos, Divea sintió algo parecido a cuando tuvo que guiar a Galaaz y Lugaro a través del bosque con los ojos vendados. Era como si un arcón cerrado se abriera sin abrirse, mostrándole un interior cuyo contenido eran únicamente sensaciones y sentimientos. Sintió el picotazo de una aguja en la nuca y sus manos comenzaron a sudar copiosamente. El hombre que decía ser druida no mentía pero tampoco decía la verdad.
-¿Por qué no hemos de permanecer? –preguntó Divea.
-Porque en el bosque del Espejo nadie puede estar seguro de nada. Los peligros acechan detrás de cada tronco de roble y no existe en todos sus árboles muérdago suficiente para romper tantos maleficios. Lo mejor para vosotros es que no busquéis más aquí.
-¿Qué es lo que no deberíamos buscar? –Divea se preguntaba si el hombre que decía ser druida sería tan pelele de una voluntad ajena como el jinete de acero.
-Si os han dicho que aquí encontraréis a la druidesa eterna, os han mentido –respondió Manam.
Todos cayeron en la cuenta de que ninguno había mencionado a Morgana. ¿Por qué lo había adivinado? Como si respondiera a sus pensamientos igual que solía hacer Brigit, Manam dijo:
-Es lo que buscan todos los forasteros que visitan este bosque. ¿Por qué ibais a ser vosotros diferentes?
Una respuesta lógica que parecía ensayada, como si Manam hablase al dictado de alguien. Brigit sentía oleadas de escalofríos, porque trataba de inspirar mentalmente a Divea la idea de dar media vuelta y salir deprisa del bosque del Espejo. Pero no lo conseguía. Sus facultades sólo funcionaban de manera espontánea, independientes de su voluntad.
Manam continuó su discurso:
-Pero no la encontrarás aquí ni en ninguna otra parte, es completamente imposible. Y si la encontrases por acaso, Morgana jamás compartiría su saber contigo. De todas maneras, jamás llegarás a ella, porque si algún día dieras para tu desgracia con el camino que conduce a su lago, no avanzarías ni un paso en su dirección porque te matarían las cohortes de bestias a su servicio.
A cada palabra que pronunciaba, crecía la certeza de Divea de que estaban muy cerca del lago de Morgana, pero trataba de que nada en su rostro revelase esa convicción. Recordó que, contrariamente a los demás bosques visitados, ninguno de los siete había presentido la cercanía de un druida ni se había alzado ella en el pescante a exhibir las pruebas de su condición. Había oído hablar de druidas renegados que, habiendo entrado al servicio de intereses contrarios a los de los celtas, mantenían los signos y la apariencia de su magisterio precisamente para confundir y destruir a sus congéneres. Había realizado un largo y penoso viaje que ya no estaba demasiado lejos de su culminación; no podía permitir que un druida apóstata impidiese o malograse una etapa tan crucial. Puesto que Manam no había necesitado los símbolos ni se los había exigido tras su truculenta aparición, debían de representar algún peligro para él o para su impostura; por lo tanto, ella haría lo que todavía no había hecho. Se alzó en el pescante y extrajo la piedra de Galaaz y el símbolo de Partholon.
Fue como si cien ballesteros a sus espaldas apuntaran con sus flechas al pecho de Manam. El hermoso druida desapareció instantáneamente tras un matorral.
-¡Era un impostor! –exclamó Conall.
-No lo es –afirmó Dana-. Es algo mucho peor que un impostor.
-Así es –corroboró Brigit-. ¿Es indispensable que trates de encontrar a Morgana?
-Debo hacer todo lo que los druidas me ordenen. Partholon me dijo que debía visitarla y lo vamos a hacer.
-¿Qué hacemos con ése? –preguntó Conall.
Señalaba al jinete de acero sin rostro, que continuaba igual de inmóvil. Antes de que Divea tuviese tiempo de responder, Fomoré sacó el machete de la funda y se lanzó hacia él. Esperaba una reacción defensiva u ofensiva, pero no lo que ocurrió.
De dentro del yelmo, y sonando como si emergiera de las profundidades de la tierra, surgió un grito desgarrador. No terrorífico, sino aterrorizado.
-Hay dos hombres dentro de esa armadura –dijo Brigit-. El que nos cierra el paso y el que desea fervientemente huir. Hace un momento, consideraba que debíamos dar la vuelta, pero ahora creo que podemos seguir adelante.



68
Dado que el jinete paralizado obstaculizaba el camino, para poder continuar tuvieron que retroceder un corto tramo y usar los tres hombres sus machetes, con los que despejaron de maleza una senda nueva que vadeaba el lugar donde aún permanecía estático el hombre de acero.
Pero observaron pronto un fenómeno difícil de creer, aunque todos habrían jurado ante el más sabio y poderoso de los druidas del universo que mantenían el dominio de sus facultades. Nada de ese Bosque del Espejo permanecía mucho tiempo en el mismo lugar y el primer atisbo de ello lo tuvieron cuando consiguieron regresar al camino principal por la trocha nueva; el jinete inmóvil había desaparecido. Los siete estaban seguros de no haber oído ningún sonido semejante al de los cascos de un caballo, de modo que tuvieron que volver atrás de nuevo para confirmar que el camino era el mismo.
-Yo nunca he creído en encantamientos –dijo Fergus-, pero ¿qué otra explicación puede tener lo que pasa aquí?
Después de una corta reflexión, dijo Divea:
-Las ciencias que me han transmitido los cuatro druidas que hasta ahora han sido mis maestros, afirman que los encantamientos no existen y si existieran no sería por inspiración de los dioses, sino de los espíritus oscuros. No es sabio quien en ellos cree sin la más leve resistencia. Pero los cuatro me han enseñado también que hay fuerzas que no conocemos y que ni siquiera podríamos comprender. Los zahoríes se transmiten de padres a hijos intuiciones desde el origen del tiempo, pero ni siquiera ellos explican por qué con un simple palito sujeto en la mano pueden descubrir veneros de agua. En todas partes son conocidas rocas en cuyas cercanías ocurren fenómenos extraños, y también ríos y manantiales. Tal podría ser la explicación de lo que nos está ocurriendo, porque algo extraño nos ocurre, sin duda.
-Mientras permanezcamos aquí –murmuró Brigit- no deberíamos beber más agua que la que llevamos en el carro. Y tampoco deberíamos comer nada de este bosque.
-A mí hay una cosa que me ha llamado la atención desde que llegamos –afirmó Dagda-; hay demasiado beleño por todas partes; tanto, que no parece natural.
Las mujeres asintieron. Fergus, sin embargo, dio muestras de no comprender.
-Es esa planta de ahí –señaló Divea-, ¿ves? La de flores amarillas. Es verdad que no parece natural que haya tantas, cuando no recuerdo haberlas visto en los demás bosques de Anglia. Por otro lado, también he visto muchas plantas de belladona. Y de ephedra, asimismo, que no sabía yo que la hubiera silvestres.
-Fíjate, Divea –indicó Brigit-, en que abunda la mandrágora y, más aún, el estramonio. ¿Por qué se acumulan aquí tantas plantas con poderes extraños y, en muchos casos, y según las dosis, con efectos tan peligrosos?
-¿Qué efectos? –insistió Fergus.
-Casi todas las que hemos mencionado –dijo Divea-, son plantas que pueden ser venenosas o, al menos, capaces de producir alucinaciones.
-¿Entonces –preguntó Naudú-, será por esa razón por lo que no podemos estar seguro de que cuanto vemos sea real?
Divea se lo preguntó a sí misma antes de responder. La acumulación en un único bosque de tantas plantas que no en todos los casos eran propias de florestas, y todas con cualidades muy especiales, podría ser producto de un plan. Se giró un poco hacia Fomoré para preguntarle:
-¿Tantas de esas plantas, juntas, podrían causarnos efecto sin que tomemos sus cocimientos ni las comamos?
Fomoré miró en derredor. Notó que había extrañeza en algunos ojos por el hecho de que Divea le preguntase a él esa cuestión tan específica. Consideró que la futura druidesa había sido algo imprudente. Pero no tenía más remedio que responder pues, si callaba, aún inspiraría más preguntas.
-Nunca he oído que pueda ocurrir eso, Divea. Pero tampoco sabemos ninguno de nosotros de otro bosque donde abunden tanto ni tan cerca las unas de las otras, ¿verdad? Así que no podemos afirmar rotundamente que sí ni que no.
Divea volvió a meditar unos instantes antes de decir:
-Sea lo que sea, es evidente que en este bosque no podemos confiar plenamente en nuestros sentidos. Seguramente por eso lo llaman Bosque del Espejo, porque nadie puede estar seguro de nada. Considero que no debo obligaros a correr los peligros que seguramente encontraremos; tampoco tengo derecho a esperar que lo hagáis. Pero yo debo continuar, porque es mi obligación presentarme ante Morgana y recibir sus enseñanzas. Así que podéis volver atrás y salir del bosque.
-¿Dejándote aquí? –se exaltó Fomoré-. En lo que me concierne, ni lo pienses. O sales con nosotros o permanezco contigo.
-Y yo –afirmó Fergus al tiempo que Brigit asentía.
Conall supuso que no podía más que proclamar:
-Yo también me quedo, por supuesto.
-Y nosotras –afirmaron Dagda y Nuadú al unísono.
Divea inspiró hondo. Se había emocionado, pero consideró que sería impúdico demostrarlo. Tuvo que tragar saliva antes de decir:
-En ese caso, es obligatorio que permanezcamos siempre muy juntos, sin el menor resquicio ni distanciamiento. Por ninguna razón. Jamás nos separaremos, jamás dejaremos a ninguno solo por ningún motivo. Por mucho que nos engañen los sentidos influidos por estas plantas, no podrán engañarnos siempre a los siete ni en la misma medida. Además, debemos seguir el consejo de Brigit y no beber ni comer nada de este bosque.
Escuchándola, Conall hizo un esfuerzo por ver dentro de su pecho. El trío de sus determinaciones continuaba allí, pero envuelto en una sustancia cuya naturaleza no era capaz de identificar. Se preguntó si todo continuaba igual, y se respondió que sí: tenía el reto de conseguir parecer sabio, la liberación de Alban ya se había producido sin tener que hacer nada, y la hora de suplantar a Divea no había llegado todavía. Pero esa sustancia desconocida que se había instalado en su pecho, desde el amanecer en el gran nementone de piedra, le había producido cierta modorra anímica que tenía la obligación de sacudirse. Ahora que todos eran víctimas de seducciones creadas por la propia Naturaleza, tenía que ser más fiel a sí mismo y a sus ambiciones que nunca. Debía permanecer muy atento a los espejismos, para ser capaz de evitarlos antes que los demás y aprovecharse de su ventaja.













69
Antes de echarse a dormir, Divea pidió a Conall que colgase el disco grande de piedra labrada, obsequio de Galaaz, mediante un cordel amarrado a la rama de un haya donde germinaba un brote escuálido de muérdago. Luego, dispuso que todos se acomodasen bajo el amparo de los símbolos del petroglifo, lo más pegados entre sí que pudiesen, alternándose hombres y mujeres. El sueño llegó pronto y ni siquiera se les ocurrió que uno debía permanecer de guardia. Ninguno cayó en la cuenta de lo muy intensos que eran los aromas que saturaban el ambiente. Se durmieron al instante, sin las conversas ni los comentarios sobre las metas del viaje con que solían remolonear todas las noches.
Divea no solía recordar sus sueños. Había tenido tantos con apariencia de ser mensajes o avisos de la diosa, que algún rechazo de su ánimo hacía que olvidase los que nada significaban. Galaaz le había dicho que los sueños eran creaciones de la mente para escapar de realidades poco propicias y ella, en realidad, no sentía la menor necesidad de escapar de su realidad.
Pero vio en el primer duermevela que se acercaba una anciana muy andrajosa cuyo hedor le alcanzó antes que su aspecto, superando el aroma intenso que había advertido en el momento de echarse sobre la tierra. Cuando vio a la anciana inclinarse hacia donde ella intentaba dormir, sufrió un escalofrío; su cara mostraba la calavera en varias partes, con el cutis rasgado por la putrefacción. Ambos pómulos aparecían como bolas mondas y la nariz era un triángulo de hueso sanguinolento de donde emergían muchos gusanos retorciéndose. A Divea le asombró no sentir miedo ni tampoco demasiada repugnancia; experimentaba, sobre todo, curiosidad. Saber quién era constituía una necesidad perentoria y el deseo de enterarse de qué venía a decirle la desvelaría toda la noche si no hablaba pronto. Como respuesta a este pensamiento, oyó la voz de la anciana igual que el chasquido de la madera al romperse:
-Sal del Bosque del Espejo lo antes que pueda.
Divea sonrió. ¡Qué cosa más extraña, que viniera expresamente a pedirle lo mismo que el hombre sin rostro y el druida Manam le habían ordenado. No iba a aceptar el consejo de esa anciana porque no podía, pues estaba comprometida por la orden de un druida muy sabio.
-Entonces –dijo la vieja que, evidentemente, escuchaba su pensamiento-, no sigas la dirección del sol naciente o morirás.
Según la ruta que traían desde que dieron el primer paso para entrar en ese bosque, ir hacia el punto donde el sol emergía era la única posibilidad. Y era la misma dirección que el guerrero sin rostro había pretendido impedirles seguir.
-Entonces –dijo la vieja con furor-, muchacha atolondrada y tozuda, no te acerques jamás a la orilla de ningún lago.
Todos le habían dicho que el reino subterráneo de Morgana se encontraba en una isla en medio de un lago. No podía hacer más que buscarlo, porque tal era su objetivo en el bosque, hablar con Morgana y ningún otro. Debía convencerla de que le entregase un saber que con nadie quería compartir. Tenía que seguir hacia el sol naciente y no sólo acercarse al lago, sino cruzarlo.
-Entonces, no busques ninguna isla que, de todos modos, será imposible que la encuentres.
En este punto sí que deseó Divea gritar con impaciencia que iba a buscar la isla, encontrarla y llegar al reino de Morgana, le pesara a quien le pesase. Pero el grito no salió de su garganta, que sentía algo reseca.
-Entonces, guárdate de tu bardo o te matará.
¿Bardo? Ella no era todavía druidesa y, por lo tanto, no recibía la ayuda ni el auxilio de ningún bardo.
-Es ése de ahí –la anciana señaló a Conall.
Divea lo vio como si ella se encontrara suspendida en el aire. Echado sobre su costado, Conall dormía a pierna suelta entre Naudú y ella. ¿Cómo podía ser que se viera a sí misma allí abajo? Era imposible, tenía que estar soñando todavía, porque comenzó a sobrevolar un jardín infinito cubierto con tantas flores, que sus brillantes colores herían los ojos. Alguien a su lado, recitaba con voz muy melodiosa y en su oído: “Observa esta tierra deliciosa, más allá de los sueños, más bella que nada que jamás hayan contemplado los ojos humanos, donde siempre hay frutos en los árboles y flores por doquier. Los árboles gotean miel salvaje y son inagotables el vino y el hidromiel. Nadie conoce el dolor ni enferma y la muerte es una sombra lejana. Ahí reinarás y te serán ofrecidos honores”.
A pesar del placer indescriptible que experimentaba, recordó a quienes dormían a su lado. Debía cuidar de ellos, era su obligación. Al expresarse a sí misma esta idea, el paisaje igual que un paraíso desapareció, con tiempo de ver como un destello algo que se parecía al castro de Santa Tecla, y volvió a contemplar a los siete durmientes, incluida ella misma; seguía sobrevolándolos. No podía ser.
El rechazo a la incomodidad de tantos enigmas sin respuesta la despertó. Entre las brumas espesas de la noche, debería resultar difícil ver nada alrededor, pero distinguía a sus compañeros con claridad aunque velados por las oleadas de perfumes. Dándole la espalda, Conall dormía profundamente, pegado a Naudú. Al otro lado, Fomoré también dormía pero no con placidez, pues su expresión parecía la de alguien sometido a tortura. Buscó a tientas entre su ropa el aro de bronce a ver si era capaz de serenar el sueño de quien tanto parecía sufrir; cuando lo tuvo entre sus dedos, recitó para sí: “El círculo se completará cuando el hombre asiente sus pies y sus manos en la obra de los dioses”. En ese momento, se dio cuenta de que el alba comenzaba y había alguien de pie. Apretó las manos para convencerse de que había despertado de verdad, porque los aromas continuaban produciéndole una clase de embriaguez que sólo embotaba parte de sus sentidos. Alzó un poco la cabeza para ver quién era de los seis y fue agitada por un sobresalto al ver que se trataba de un guerrero de acero, que bajaba la cabeza de un modo muy forzado por estar obligado a mirarles a través de una rendija que sólo medía el ancho de un dedo, abierta en el pesado metal del yelmo. Con la misma incomodidad, levantaba la mirada de modo igualmente forzado hacia el disco de piedra colgado del árbol, cuyos símbolos le causaban prevención evidente. Divea soltó una exclamación de espanto que despertó a los demás.
El primero en enderezarse fue Fergus, que saltó blandiendo ya el machete. Hacía más de un milenio que en toda Europa se sabía que los celtas peleaban con fiereza avasalladora, pero ello no mermó el asombro que la agilidad del gálata causó a sus compañeros; se lanzó hacia el guerrero sin rostro como un ciclón y golpeó contra el sólido acero sin importarle llevar el pecho casi desnudo; al hombre acorazado no le dio tiempo de oponerle su espada y perdió el equilibrio. Cuando cayó en tierra, Fergus clavó su ancho machete a través de la rendija del yelmo. Se oyó un grito sobrenatural; tan terrorífico, que no quisieron ver lo que había dentro de la armadura.
Una vez que acabaron de desperezarse y acordaron reiniciar el camino, se dieron cuenta con estupor de que el hombre sin rostro había desaparecido. El pesado machete de Fergus estaba clavado en la tierra.




70
Vagaron por el bosque un número de jornadas que ninguno de los siete era capaz de determinar. A veces, se daban cuenta de que después de un largo recorrido habían vuelto al mismo punto del camino, aun bajo la creencia de que no habían cambiado de dirección y que, por lo tanto, no podían haber girado para volver atrás. Caminos que no llevaban a ninguna parte. El lago que rodeaba el reino de Morgana no aparecía, pero tampoco eran capaces de llegar al final del bosque; ni al comienzo.
Comenzaron a notar que la conducta de los caballos tampoco era la de siempre; apenas relinchaban, no se impacientaban por la falta de agua o de alimentos ni rehusaban ninguna carga. Ellos, como los siete, también mostraban sopor.
Divea recurría con frecuencia cada día mayor a tocar disimuladamente los tres objetos de identificación que le entregara Galaaz. Murmuraba para sí las frase correspondientes a la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, como si haciéndolo invocase la presencia de un druida muy sabio que pudiera enseñarle a despejar sus dudas y las de los seis, así como el desaliente progresivo.
Deambulaban sin rumbo claro, envueltos por una sensación de pesantez que les aplastaba los hombros, los párpados y el entendimiento.
-Esto no puede continuar -dijo Conall y para hablar debió hacer un esfuerzo, como si estuviese exhausto-. Tenemos que terminar de una vez con esta peregrinación que puede convertirse en eterna. En mi opinión, deberíamos abandonar el propósito de visitar el reino de Morgana.
Brigit miró muy severamente a Conall antes de decirle:
-He observado que siempre que tú insistes en que abandonemos, algo cambia a nuestro alrededor. ¿Es que no te das cuenta?
-Yo también lo he notado –afirmó Divea.
-¿No comprendes el significado? –preguntó Brigit.
En los ojos de la sibila había algo que estremeció al aprendiz de bardo.
-¿A qué te refieres? –preguntó Conall, muy a la defensiva.
-Siempre que propones que desistamos de la visita a Morgana –aclaró Brigit-, es como si se aflojara la tensión que pesa sobre nosotros, como si ésa fuera nuestra única posibilidad, dejarnos vencer y desistir. Pero tú, Divea, no vas a consentirlo, ¿verdad?
-Yo estoy obligada a intentar convencer a Morgana de que me entregue su saber- dijo Divea con emoción contenida-. Pero esa obligación no os incluye a ninguno de vosotros, ni siquiera a Conall, que también realiza conmigo su viaje de iniciación. Tal vez se trata de eso. Quizá desea ella que yo continúe sola el viaje.
-Aunque fuese verdad que Morgana lo desea –dijo Brigit con vehemencia-, no es lo que debemos hacer. De ninguna manera obedeceremos. Precisamente, uno de los más viejos trucos de los magos malvados es dividir a los enemigos para, una vez debilitados, vencerlos sin problemas. Nuestra fuerza consiste en permanecer juntos. Y, además, no creo que ninguno de nosotros aceptase dejarte sola en este bosque tan angustioso.
-Por mi parte, no –dijo Dagda.
-Ni por la mía –afirmó Naudú.
Los hombres abundaron también en la misma postura, aunque Conall lo hizo con desgana más que notable. Fergus, afirmó que había que ingeniárselas para encontrar alternativas a esa posibilidad que no podían aceptar. Según su costumbre, Fomoré dejó varias frases sin terminar, alentando como siempre el misterio que le envolvía a los ojos de los demás, a excepción de Divea.
Brigit retó afectuosamente a Fergus:
-¿No te gusta jactarte de ser el mejor marino que jamás haya nacido en un bosque de tierra adentro? ¿No presumes de ingenio? Encuentra tú el camino.
Después de un rato de cavilación, y como respuesta, Fergus alzó los ojos hacia el árbol que en ese momento tenía más cerca, un pino de tronco recto y muy alto. Sin decir nada, tomó del carro una cuerda gruesa, que pasó como una lazada alrededor del tronco y se la amarró a la cintura. Todos se maravillaron de su exhibición de destreza. Abrazaba el tronco con las rodillas y, cuando se sentía firmemente sujeto, destensaba la cuerda y, combando su tronco hacia atrás, la hacía deslizarse un palmo hacia arriba. Entonces, él trepaba también un palmo, sudando a chorros. A continuación, repetía la operación y, así, pocos momentos más tarde lo vieron encaramarse a las primeras ramas, a unos cuarenta pies sobre sus cabezas. De ahí en adelante, no le resultó difícil continuar el ascenso. Llegado a lo más alto, donde las ramas eran demasiado flexibles para soportar su peso, echó una primera ojeada en derredor y descubrió el lago.
Lo primero que sintió fue incomprensión, porque parecía que si saltaba desde esa rama, caería en el agua, tan cerca se encontraba. Pero a continuación notó que se precipitaba sobre su mente una catarata de preguntas imposibles de responder. ¿Cómo podían estar tan cerca del lago sin notar su proximidad? La vecindad de una gran masa de agua se advertía bastante antes de llegar a ella por la brisa, la humedad, la limpieza del aire y por muchas otras sensaciones, la principal de las cuales, para un celta, era el presentimiento. Los siete eran celtas y ninguno había sido capaz de presentir algo que sus sentidos tenían que estar percibiendo. Aunque entre el grupo y el lago hubiese una muralla densa de árboles y maleza, no tenían más remedio que alcanzarles la brisa y la humedad.
Dio una nueva ojeada al lago, ahora con delectación a causa de su belleza. Por la hermosura y por la carencia de lógica de lo que estaba sucediéndoles, no conseguía dar crédito a sus ojos. ¿A qué distancia podía encontrarse el agua de los compañeros que le esperaban al pie del árbol? Sólo dos docenas de pasos. Miró hacia la izquierda a ver si la superficie acuática se extendía también en esa dirección y así era, en efecto. Por consiguiente, los siete podían llevar horas o, quizá, días circulando prácticamente por la orilla sin darse cuenta de que estaba tan cerca. ¿Cómo era posible?
Igual que el nombre que había proporcionado al bosque que lo rodeaba, ese lago era realmente un espejo de agua, una superficie tersa y bruñida como el acero cuya belleza no podía encerrarse en unas pocas palabras. Salvo en la parte más cercana de la ribera, oculta por los árboles que tenía enfrente, Fergus calculó que nunca había visto tantas flores juntas. Las orillas eran un tapiz multicolor hasta donde la vista se perdía. Zonas de un rojo escarlata como la sangre y, sin transición, el violeta de un atardecer daba paso a una sinfonía de amarillos y naranjas para, a continuación, convertirse en extensiones azules y blancas. Algunos árboles del contorno se inclinaban hacia el agua como queriendo acariciarla. Que él supiera, no había ni podía haber en el mundo un vergel parecido, por lo que dudaba de sus ojos. Cualquier descripción antigua sobre paraísos perdidos palidecía ante lo que ahora contemplaba.
Por contraste con tanto esplendor, el peñasco situado en el centro era lóbrego y negro como las peores intenciones. En el esplendor del lago y sus alrededores, la mancha negra del islote era una mácula difícil de soportar; sin duda, emanaban de él los peores presagios que Fergus, tan poco crédulo, hubiera sentido jamás.










71
-No lo comprendo –dijo Fergus al volver abajo, mientras se sacudía las briznas prendidas a su ropa-. El lago es hermosísimo y está ahí.
-¿Dónde? –preguntó Divea con voz trémula.
-No creo que estemos a más de veinte pasos de la orilla –respondió Fergus con pasmo, señalando hacia donde estaba el agua-. Considerando las ensenadas y entrantes que forma, debemos de llevar varios días circulando prácticamente por la orilla.
Lo acababa de ver pero aún no podía creerlo.
-¡Es imposible! –discrepó Conall.
-Algo muy extraño nos ocurre, para que no hayamos conseguido verlo antes –opinó Fomoré.
-¿Un sortilegio? –preguntó Nuadú.
-Todos sabemos que los sortilegios son improbables –dijo Conall- y sólo tienen sentido si se trata de asustara los niños.
-Pero algo nos está obligando a dejar de lado ese lago –afirmó Divea-. No es lógico que hayamos circulado junto a sus orillas sin darnos cuenta. Si no es un encantamiento de espíritus malignos, es que algo nos nubla la razón.
-Tiene que ser eso, Divea –abundó Formoré-. Nuestro entendimiento no se comporta del modo habitual. Llevamos ya no recuerdo cuántos días vagando por este bosque, que por alguna razón será llamado del Espejo. Todo ocurre como si estuviésemos prisioneros en el reflejo de una realidad deformada.
-Maleficio, encantamiento, sortilegio o maldición –dijo Conall con impaciencia-, o lo que quiera que sea, tenemos que liberarnos de una vez o moriremos.
Divea volvió la cabeza hacia el que había sido elegido para acompañarle en su futuro magisterio. Aunque habría de ser su bardo era, sin embargo, el que menos creía conocer a esas alturas del viaje. Ahora, había hablado con gran determinación, y no recordaba cuál referencia del pasado le hacía suponer que se trataba de una actitud nueva. Pero fuese lo que fuese, le causaba un desasosiego que hizo esfuerzos por superar cuando le preguntó con cierta severidad:
-¿En qué estás pensando, Conall?
La pregunta tuvo un efecto curioso. El aprendiz de bardo viajaba siempre en el pescante del carro, junto a Divea, y a todos les parecía el confidente de la futura druidesa, pero ninguno había intimado con él. Los que montaban a caballo, con sus constantes evoluciones, idas y retornos, habían alcanzado entre sí un mayor grado de camaradería que con el joven aprendiz de bardo. Tampoco Divea se incluía en esa camaradería, pero ello se debía al distanciamiento y veneración que les producía su futura consagración druídica. Les resultó sorprendente que ahora ella, por el tono de la pregunta y por su expresión, mostrase disentimiento con Conall.
-¿Cuál es tu sugerencia, Conall? –insistió Divea.
El joven se tocó el frasquito del cuello y carraspeó para responder:
-Si el bosque lleva tantos días engañándonos, seguirá haciéndolo por siempre y moriremos aquí, prisioneros. Creo que él es verdaderamente el sortilegio; estas flores de plantas mágicas, que más asemejan un jardín que un bosque silvestre, tienen que estar trastornando todas nuestras percepciones y hasta nuestra capacidad de pensar con lógica. Por lo tanto, la única solución sería librarnos de su influjo. Pero todos sabemos dos cosas: primera, que tal como se nos distorsionan los sentidos, no conseguiríamos encontrar jamás la salida y segunda, que aunque hallásemos cómo abandonar esta espesura tan engañadora, Divea no lo permitiría, porque su determinación de llegar hasta Morgana es inalterable. Por lo tanto, propongo que busquemos un claro lo bastante extenso para salvarnos y quememos el bosque.
Estas últimas tres palabras sonaron en todos los oídos como la peor de las blasfemias aunque algunos sentían la tentación de expresar su acuerdo. Realmente, no parecía haber otra solución para las cadenas invisibles que les aprisionaban. Temiendo que alguno pudiera llegar a aceptar la propuesta, Divea se plantó en el centro del grupo y dijo con gran energía y alzando un poco la voz:
-Esa idea es inadmisible y ninguno de nosotros la admitirá. El bosque es vida, es nuestra vida, la única que conocemos; la de nuestros ancestros, tradiciones y la esencia de nuestra cultura. Quemar un bosque es lo mismo que masacrar un pueblo. El bosque es nuestra casa y nuestra vitalidad. Morirían los árboles, perecerían los animales y expulsaríamos a los espíritus de todas las fuentes y veneros. Perderíamos el bosque, la sabiduría y la vida. Me niego siquiera a que nadie medite la posibilidad de quemarlo, porque en el bosque residen las tres claves del conocimiento, el saber, la osadía y la discreción. Pero si no pudiera evitarlo, me veríais morir con él porque correría hacia las llamas y me sumergiría en ellas para siempre.
Todos bajaron la cabeza, impresionados, excepto Conall. Comprendió el futuro bardo que no podía repetir esas tres palabras fatídicas: “Quememos el bosque”.
Tras una pausa en que el silencio pareció solidificarse, propuso Fergus:
-Fomoré, voy a volver a subir al árbol y quiero que vengas conmigo. En lo alto, con el lago a la vista, puede ocurrírsenos qué hacer para llegar a él.
-Estupenda idea –alabó Divea.
Conall y las cuatro mujeres los vieron escalar con más expectación que esperanza, por ver si Fomoré imitaba la destreza de Fergus. Dadas la agilidad y fuerza ya demostrada por Fomoré en los acantilados, vieron con satisfacción que también trepaba por el pino sin dificultad. Aunque se inclinaban a temer que el problema no tenía solución, el modo como los dos hombres se afanaban tronco arriba les incitó a imitar su afán con la misma resolución.
Llegados a un punto donde las ramas flauqeaban, Fergus invitó a Fomoré a contemplar el lago, señalándolo con el mentón.
-¡Es increíble! –la exclamación de Fomoré sonó a revelación repentina, más que a asombro-. Parece como si poseyera los tres seres del individuo, opinión propia, opinión ajena y esencia verdadera. Yo que consideraba…
Como tantas veces, Fergus notó que había estado a punto de hablar de algo que llevaba mucho tiempo callándose. El gálata decidió respetar su silencio y desechar la pregunta que sentía impulso de hacerle. En su lugar, le dijo:
-Necesitaba que pensáramos los dos juntos, por si se nos ocurre un modo de llegar a esa orilla que, como ves, da la impresión de estar completamente a nuestro alcance. Pero hace tiempo que deseaba también preguntarte por ese muchacho, Conall. ¿No crees que sus intenciones son pérfidas y que oculta algo grave?
Fomoré meditó un momento antes de responder:
-Desde el momento en que me uní a ellos, supe que no es agua limpia. Pero no lo comenté con Divea ni con el otro muchacho, Alban, porque siempre he mantenido la convicción de que un viaje de iniciación transforma a la gente y esperaba que a él también le sucedería. Te aseguro que he visto metamorfosis increíbles después de peregrinaciones iniciáticas; pusilánimes que se volvían valientes, seres grises que se tornaban luminosos, ignorantes que se convertían en sabios. Pero comienzo a suponer que a Conall, sin embargo, no pueda cambiarlo porque su punto de partida tal vez sea demasiado oscuro. No sé. Que a estas alturas sienta deseos de incendiar un bosque escapa a cuanto yo creía saber sobre los rituales iniciáticos y sus efectos. Para serte franco, algunas de mis convicciones se tambalean a causa de ese muchacho.
-Habrá que mantenerlo vigilado –afirmó Fergus-, ¿estás de acuerdo?
-Sí. En cuanto al modo de llegar al lago, se me está ocurriendo una idea…
A Fergus le pareció que Fomoré retrasaba su propuesta como un juego, para estimular su expectación. Le sorprendió que alguien aparentemente tan ensimismado, quisiera bromear en cierta medida, y la sorpresa afloró a sus labios con un sonrisa. Fomoré se dio cuenta de su impaciencia.
-Por lo que ha sucedido una y otra vez durante varias jornadas –dijo Fomoré-, hemos de suponer que la maleza y los árboles se cierran a nuestro paso para impedirnos no sólo llegar junto al lago, sino verlo siquiera. Mi pregunta es si ocurriría lo mismo si permaneciésemos a alguna distancia los unos de los otros. Según creo, aunque llamemos a Morgana “druidesa eterna” es una mujer mortal. No es una diosa. Por lo tanto, no creo yo que por mucho poder que tenga sea capaz de dominar uno por uno todos los árboles y arbustos de este bosque tan grande. Sospecho que podrá dirigir su poder solamente hacia un punto concreto…
-¿Hablas de un poder sobrenatural, Fomoré?
-No. Hablo de una sugestión que alguien podría provocar valiéndose de medios que no soy capaz de imaginar. Lo que quiero decir es que esa sugestión puede no tener efecto sobre una porción larga del camino. Como hemos decidido permanecer juntos para protegernos y defendernos, mi idea es que nos atemos los unos a los otros mediando una distancia de quince o veinte pasos entre cada uno. Puede que no ocurra nada pero sospecho que ocupando tanto espacio no continuaríamos todos con la misma visión del lago bloqueada, según ha ocurrido hasta ahora. Pudiera ser que sólo algunos continuasen ciegos o, tal vez, que la sugestión se desvaneciera para todos.
Fergus sonrió, deslumbrado.
-Tu sabiduría es extraordinaria, Fomoré. ¿Quién eres, en realidad?
-Soy quien no quiero ser.









72
El ardid lo pusieron en práctica en seguida que Fomoré y Fergus bajaron del árbol. Bastó un breve diálogo para que todos asintieran sin más renuencia que un gesto de escepticismo en el rostro de Conall.
Amarraron los caballos entre sí y al carro, y los abandonaron sin preocupación ni mayor cuidado. Una clase rara y muy inquietante de corazonada les hizo alcanzar el convencimiento total de que los animales no escaparían y nadie llegaría con intención de robarles la carga del carro.
Como ninguna de las cuerdas que abrazaban los bultos era lo bastante larga, tuvieron que empalmar varias hasta conseguir formar entre los siete una fila que medía más de cien pasos. Y en el mismo instante que se hubieron desplegado, fue como si un dios bromista recompusiera todas las zonas y elementos del bosque que podían contemplar, pues cuando ya se habían distanciado entre sí y estaban alineados a lo largo del camino, ocurrió como si la espesura fuese un ser vivo dotado de inteligencia. La altísima y densa maleza se achaparró, los árboles se apresuraron a cambiar de lugar y la inclinación de sus troncos, los bejucos se desenmarañaron, las brumas que habían pesado sobre las cabezas de los siete se volvieron más tenues y los perfumes que fluían en oleadas hipnóticas se atenuaron.
El lago se desveló de repente, accesible y espléndido, con sus orillas cubiertas de flores en abundancia desconocida, con sus colores vibrantes y el brillo celeste reflejado en el espejo del agua, que hacía parecer por contraste que todas las sombras del mundo se concentraran en el peñasco negro emergido en medio.
Se acercaron lentamente a la orilla, sobrecogidos por la belleza sobrenatural, la inminencia del encuentro que tanto esperaban y el miedo que no podían evitar sentir. Se trataba de un paisaje tan deslumbrante, que no parecía real.
-Es mucha la distancia que nos separa de la isla –lamentó Conall-. ¿Cómo vamos a cruzar?
-Tendremos que procurarnos una balsa –dijo Fergus.
-Eso nos llevaría demasiado tiempo –discrepó Divea-. Para construir una balsa lo bastante sólida como para que nos sostenga con seguridad a los siete, habría que trabajar varios días y cortar árboles que no tenemos ningún derecho a matar.
-Creo que va a mandar por nosotros –dijo Brigit.
-¿Lo crees o estás segura? –preguntó Divea.
Forzada por las circunstancias, la sibila agoraba cada vez más abiertamente, y nadie mostraba extrañeza ni rechazo.
-No lo sé –la expresión de Brigit denotaba sus titubeos-. Me llegan en oleadas sensaciones demasiado contradictorias. Me parece que ella está perpleja, porque hace muchísimos años que nadie conseguía superar las barreras, y muy pocos habían llegado hasta ahora a ver personalmente este lago. Hemos llamado su atención y le producimos mucha curiosidad, pero no por eso deja de sentir rabia y un rencor ácido contra todos nosotros. Nos ve como invasores intolerables. Mas a pesar de todo, en buena medida representamos para ella un reto que le divierte.
-Habrá que usar el ingenio –sugirió Divea.
-¡Mirad! –alertó Dagda-. Vienen a buscarnos.
Llegaba despacio, pero el barquero remaba con dirección al punto donde ellos esperaban sin ninguna duda. Antes de estar lo bastante cerca para ver su rostro, les alcanzó una nueva oleada de aromas. Algo, tal vez un pebetero, ardía en la barca esparciendo un humo casi blanco que diseminaba perfumes variados con una intensidad mayor que las flores alucinantes del bosque. Divea tomó una determinación, pero trató de no pensar en ella ni decírselo a los demás, por si la poderosa Morgana era capaz de escucharles.
Llegado a la orilla justo donde esperaban, el barquero se dio la vuelta y pudieron ver su rostro. En realidad, su ausencia de rostro. Era un hombre, sin duda, pero algo, un ácido tal vez, había borrado y cauterizado todos los rasgos a excepción de una abertura donde debía encontrarse la boca. Bajo el manto oscuro que le cubría, cuanto podían ver de de la cara era una masa informe de cicatrices horrendas. Aparentaba no tener ojos y que, por lo tanto, no podía verles y, sin embargo, había girado la cabeza hacia ellos. Su voz sonó como un graznido:
-Veo que anheláis con fervor llegar al reino de Mordred. Decidme; ¿por qué habría de llevaros yo?
No esperaban la pregunta ni conocían el nombre de Mordred. Divea sintió el impulso de discrepar, diciéndole que en modo alguno deseaban llegar a tal reino, pues donde pretendían ir era al de Morgana. Pero comprendió a tiempo que no era ésa la respuesta que el barquero debía recibir. ¿Pero cuál era?
Se estrujó los sesos unos instantes. Por suerte, los otro seis callaban a la espera de sus palabras, pues presentían que una frase indebida o algo demasiado desviado de la respuesta-talismán les privaría del privilegio de viajar en la barca. Con un hombre verdaderamente sin rostro no había lisonjas que pudieran valer. La futura druidesa sospechaba que una frase que reflejase sometimiento a él o a su ama tampoco valdría. Ni otra que fuese demasiado arrogante o presuntuosa. ¿Qué podía responder que mantuviera a flote la dignidad de visitantes y anfitriona, y que no pudiera causar enojo? Se le ocurrió a cruzar su mirada con la de Brigit:
-Habrías de llevarnos porque el poder de un rey se demuestra en su generosidad más que en las batallas. Venimos de un país muy lejano y merecemos la hospitalidad de un rey magnánimo.
-Subid, pero no me llenéis la cabeza de palabras, o confundiré la ruta.
Aceptaron la invitación al instante, como si temieran que pudiera desdecirse. En cuanto estuvieron todos a bordo y la barca comenzó la travesía, Divea puso en práctica la determinación adoptada cuando sintió los aromas al acercarse el barquero. Cogió el rico pebetero de metal dorado y lo echó al agua. Esperaba que eso les ayudase a conservar la plenitud de sus sentidos, confiando que el barquero no pudiera darse cuenta al carecer de nariz que percibiera el perfume.
-Si la druidesa Morgana tiene quinientos años –susurró Nuadú al oído de Divea-, ¿cuál será su aspecto?
-Suponiendo que se trata de un privilegio otorgado por la diosa, su aspecto sería el mismo que cuando se lo concedió. Dicen que Morgana es muy bella.
-Pero es imposible que haya vivido cinco siglos –discrepó Fergus.
Hablaban en murmullos para no llenar la cabeza del barquero de palabras.
-Los cristianos –comentó Conall- creen que muchos héroes de su pasado, que ellos llaman patriarcas, vivieron más de novecientos años.
-Sí –afirmó Divea-. Según Galaaz, en todas las tradiciones del mundo hay leyendas sobre vidas de duración imposible. Yo considero que también es imposible que Morgana haya vivido quinientos años, pero sin embargo, creo que existe. Es una certeza que no puedo explicar.
-Existe, y tratará de impedirnos abandonar su isla –dijo Brigit con tono rasgado.

lunes, 29 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Seis capítulos más, gratis.


Ya en la isla de Anglia, los peregrinos se enfrentan a situaciones peligrosas e inesperadas. Van en pos del reino de Morgana, pero empiezan a tropezar más de la cuenta.
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A pesar de la vivacidad que sustituyó en seguida a la tétrica circunspección del conato de sacrificio, el bosque de Boca Oscura tenía el aire cansino de la desesperanza. No abundaban las flores tanto como en Brocelandia, el ánimo de la gente también lucía mustio y gris, y daba la impresión de que no se atrevieran a reír a carcajadas, como si permanecieran a la expectativa de algo horroroso que les acechaba.
Por ello, la comida que organizaron tras desmontar las cuatro piras fue la menos vistosa de cuantas habían agasajado a Divea y sus compañeros a lo largo del viaje. Tal como se hacía en Santa Tecla, los hombres del druida Goibniu improvisaron un nementone con toscas piedras en el centro de ese espacio mugriento, profanado por las deposiciones de niños, cabras, gallinas, caballos y perros.
El druida celebró un rito breve antes de ofrecerles alimentos.
-Hemos de llegar al gran nementone de piedra antes de que anochezca –dijo Divea cuando dieron por finalizada la frugal comida.
-Llegaréis a tiempo, no te apures –dijo Goibniu-. Os bastará que salgáis cuando el Sol comience a declinar, pocos instantes después de llegar a su morada más alta. Pero no vamos a dejaros ir solos, porque esta tierra está mucho más llena de peligros que cualquier otro país celta del que hayáis oído hablar. Aunque parecen celtas en su naturaleza y tiene casi nuestro mismo origen, los invasores sajones demuestran odiarnos tanto como, antaño, los romanos. Están arrasando todos los clanes que encuentran desprevenidos y por eso hemos tenido que organizar defensas sutiles, fundirnos con el paisaje y convertirnos en comediantes simuladores. Y no creáis que eso es lo peor. Hay clanes que han adoptado a los dioses cristianos y hasta construyen templos de piedra en su honor, aunque mantengan secretamente nuestras costumbres ancestrales. Éstos son los peores enemigos de los celtas verdaderos, porque no hay peores fanáticos que los conversos, como sin duda sabéis. Desde que llegaron los sajones, Anglia vive edades oscuras, porque antes los celtas éramos respetados o, por lo menos, tolerados por los demás pueblos de estas islas, mas a partir de la invasión sajona, hace ya cinco siglos, no han parado de acosarnos y empujarnos más y más al secreto y la ocultación. Ya nadie puede estar seguro de nada, ni cuando ves a gente que empuña la cruz ni cuando ves venerar los símbolos celtas. La traición y la mentira nos envuelven en un laberinto que no tiene salida.
-¡Qué diferente del tiempo de Caracatus –exclamó Fomoré- y cuánta semejanza, sin embargo!
Todos giraron la cabeza hacia él. Divea y los demás compañeros del grupo con perplejidad, porque no conocían ese nombre; los naturales de Boca Oscura, con expresión que denotaba sorpresa y júbilo. Y hasta cierta incredulidad agradecida porque un extranjero conociera esa parte tan venerable de su historia.
-¿Qué sabes tú de Caracatus? –preguntó Goibniu, maravillado.
-Es como nuestro Viriato –respondió Fomoré, mirando a Divea y Conall-, y también parecido al héroe de los galos, Vercingetorix.
-Así es –afirmó Goibniu-. Son personajes celtas reales, no mitológicos; hombres de carne y hueso que han vivido entre nosotros y que nadie se ha inventado, y sin embargo sus historias son casi calcadas las unas de las otras, como si los dioses los hubieran señalado para convertirlos en ejemplos.
-Yo creo que ello se debe al patrón de conducta del Imperio Romano –opinó Fomoré, en torno a cuya cabeza brillaba en ese momento un halo inconcreto que no era luz, sino fuerza-. Cuando el imperio no lograba vencer en las guerras, urdía intrigas perversas para que sus enemigos se destruyeran a sí mismos mediante la traición y el engaño. “Divide y vencerás”, decían. Un truco que los peores poderes imperialistas han aplicado con perfidia desde entonces.
El druida Goibniu miró a Fomoré con una expresión mezcla de curiosidad y pasmo.
-¿Quién eres tú? –le preguntó.
Fomoré agachó la cabeza. Salvo Divea, los compañeros del grupo lo observaron con expectación. Conall recordó con desasosiego la escena que había sorprendido de noche en aquel riachuelo de la Armórica, cuando lanzó flores al agua tras un rito demasiado elaborado para habérselo inventado. ¿Qué ocultaría ese hombre que, atrayendo miradas tan apreciativas de las mujeres, se comportaba como un asceta? Siempre retraído, siempre serio; colaborador y amable con sus compañeros pero celoso de su privacidad y nada locuaz a la hora de hablar de sí mismo. El aprendiz de bardo se reprochó estar postergando demasiado la realización del proyecto, para el que resultaba indispensable ir librándose de testigos incómodos como ese hombre tan extraño, antes de poder suplantar a Divea con éxito.
Con un propósito muy evidente de hacer olvidar la interrogación del druida, la futura druidesa preguntó:
-¿Son realmente tan semejantes las historias de esos tres héroes?
-Yo no conozco todos los detalles referidos a Viriato y Vercingetorix –respondió Goibniu.
-Yo sí –afirmó Fomoré con la voz quebrada por algo que taponaba su garganta-. Había un bardo en mi clan que se preciaba de conocer a la perfección las biografías de los cincuenta héroes de Celtia. ¡Cuántas noches he soñado con nombres como Cuchulain, Artus, Perceval o Vercingetorix! El drama de Caracatus posee los mismos elementos, en general, de los de Vercingetorix y Viriato, a excepción de su modo de morir. También él hizo rabiar a las huestes romanas atacándolas con sus hombres como las moscas al frente de clanes como los ordovices y los silures, con tácticas de guerrilla que volvían locos a los cónsules imperiales. Y también, como hicieron con nuestro Viriato y con el héroe galo, corrompieron los romanos a sus aliados para que lo traicionasen. Como Vercingetorix, Caracatus fue llevado a Roma, donde trataron de humillarlo y arrastrarlo por la desdicha, pero no lo mataron, como reconocimiento de su gallardía imbatible. Caracatus sobrevivió muchos años viviendo como un romano en los aledaños de la capital. Pero esto no deshonra su memoria, en mi opinión, porque él nunca abjuró de su condición ni de su gente.
La expresión de Goibniu era de gran complacencia.
-¿Quién eres tú, Fomoré? –volvió a preguntar.
-Soy quien no quiero ser –respondió Fomoré sin resolver el enigma.
Divea acudió en su auxilio:
-¿No deberíamos partir?
-Voy a dar las órdenes –respondió Goibniu-. Voy a organizaros una guardia que podrá ser tomada por sajona, porque hemos de protegeros de las desdichas que los sajones siembran por doquier. No sería capaz de describir en todo su horror las hecatombes que provocan en el centro y el norte de Anglia, pero sí puedo proteger a una druidesa que estoy convencido de que ha de maravillar al mundo. Dices, Divea, que una vez que cumplas el rito del solsticio te propones buscar a Morgana, ¿no es así?
-Es lo que Partholon me ordenó.
-Pues te regalaré tres consejos, aunque estoy convencido de que si llegaras a encontrarla, Morgana jamás compartirá contigo su saber. Pero dudo que puedas llegar a ella, porque tratarán de matarte las cohortes de bestias y los hombres sin rostro que protegen su reino subterráneo. Mas si a pesar de todo lograses llegar a estar en su presencia, estoy convencido de que te odiará por tu belleza sobrenatural, por tu saber sorprendente y por tu exquisita prudencia. Ante Morgana, deberías parecer fea, iletrada y boba. Mis tres consejos son estos: Acopia todo el saber que consigas en lo que te resta de viaje, porque el saber es poder. Desarrolla tu capacidad de ser osada calculando, al mismo tiempo, el límite donde el riesgo se convierte en mortal. Haz que ni tu boca ni tus ojos, ni tus manos, desvelen los secretos que ningún druida debe compartir.
-Gracias –murmuró Divea con la cabeza inclinada ante el druida.
-Ya está preparada la guardia que te protegerá y te conducirá al gran nementone de piedra. Recibe esta joya como recuerdo y homenaje, pues en ella invoco el poder de todos los dioses para tu protección.
Goibniu depositó en las manos de Divea un hermoso torques de plata maciza, cuyo cuerpo había sido trabajado primorosamente con grabados. La abertura estaba rematada por dos cabezas de lobo enfrentadas. Era el objeto más valioso que jamás había poseído. Forzando su elasticidad para que se abriese un poco más, se lo puso en el cuello con un vago sentimiento de incredulidad por que algo tan bello pudiera pertenecerle para siempre. Goigniu sonrió y dijo:
-Ruego a la madre Dana que guíe tus pasos y te permita culminar con éxito la aventura y el viaje.
Tardaron poco en volver a salir a un paisaje ondulado de prados verdes y los seis suspiraron con alivio. Todos inspiraron profundamente, con la sensación de que se libraban de un aire lleno de miasmas letales.













62
Llegaron sin tropiezos ante el gran nementone de piedra. Les decepcionó el paisaje, que aunque verde, era como un páramo para la percepción de un celta, pues no había ni un solo árbol a la vista. En cambio, la visión del monumento de piedra los dejó a todos boquiabiertos. Atónitos, dieron en silencio varias vueltas alrededor para convencerse de que los monolitos grises de piedra arenisca eran verdaderos y no una invención de sus mentes hechizadas por el sortilegio de un mago que pretendiera confundirles, tan inmensos e impresionantes eran. Todos llegaron al convencimiento de era imposible que cuanto veían fuese obra de seres humanos.
Más grande que cualquier nementone de los que conocían, el conjunto se alzaba en una suave elevación dominando la extensa llanura circundante. El monumento mismo, con apariencia de templo, estaba constituido por grandes monolitos desbastados, ordenados en un círculo de portales iguales a excepción del que apuntaba al nordeste, que era bastante más ancho. Alrededor, habían excavado una zanja y alzado un terraplén. En torno a esa zanja, y formando un anillo mayor, había cincuenta hoyos, todos ellos también redondos.
Cuando traspusieron los tres círculos, encontraron dentro del formado por los monolitos otro círculo de piedras mucho más pequeñas y una construcción interior con forma de herradura. Los monolitos grandes estaban coronados en su mayoría por piedras muy bien cortadas y regulares, sumando un total de treinta, que formaban dinteles unos al lado de los otros. Algunos de ellos habían caído al suelo, daba la impresión de que por obra de asaltantes y no por cataclismos. Todo era tan colosal y armónico, que los seis visitantes fueron incapaces de imaginar el significado del monumento ni quién podía haberlo ideado y erigido, como no fueran los propios dioses.
Las piedras del círculo interior eran color azul, y menos pulidas que las grandes. Parecía un añadido efectuado por constructores diferentes y, desde luego, más torpes, porque ninguna había sido desbastada ni pulimentada.
Comenzaba a caer la noche, y las brumas crecientes añadían misterio al arcano inexplicable que suponía el nementone para todos ellos, inclusive para los celtas de Boca Oscura, que no lo veían por primera vez pero se mostraban igual de reverentes. A los seis miembros del grupo, sobre todo Conall y Divea, les hacía enmudecer.
-Esto no lo han hecho los hombres –afirmó Dagda.
-Pero es un nementone celta, sin ninguna duda –opinó Nuadú.
-Tendríamos que poseer mejor información del pasado y mayores conocimientos de los que tenemos –aseguró Brigit-, para determinar qué fue primero. Realmente, esta maravilla es un nementone, pero sería muy interesante averiguar si los celtas no habremos construido nuestros lugares de culto en imitación de éste.
-Pudiera ser –dijo suavemente Fomoré-. Porque ninguna de nuestras tradiciones habla de los constructores de este sitio; todas afirman con rotundidad que es un regalo que nos hicieron los propios dioses, antes de echarnos a andar a los humanos por el mundo. Entre los demás pueblos, hay quien afirma que lo hicieron unos hombres llegados del centro del océano, procedentes de un reino que la mar se tragó, hombres muy sabios y capaces de dominar fuerzas que los actuales hemos olvidado, pero yo me niego a creerlo. Ved esas piedras que, por su tamaño, ningún ser humano ha podido traer aquí ni levantar en pie, y fijaos en los números que suman y su significación. Hay cincuenta hoyos en el perímetro exterior y había originalmente treinta dinteles en el círculo principal. Si partimos cada luna en sus cuartos: creciente, llena, menguante y nueva, encontraremos que hay cincuenta cuartos lunares en un año. De igual modo, son cincuenta los héroes que las tradiciones nos han legado a los celtas y treinta son los días que dura una luna. Si multiplicamos cincuenta por nuestro número sagrado, el siete, nos topamos con la cifra mágica del tránsito anual del Sol. Lo que es, es. Nadie puede dudar de que lo que vemos no es otra cosa que un regalo de los dioses.
Todos escuchaban a Fomoré con sobrecogimiento.
-Están encendiendo hogueras –murmuró Divea como si despertase de un sueño- que podrían ser avistadas desde muy lejos. ¿No será arriesgado?
Efectivamente, los hombres de Boca Oscura que les servían de escolta habían apilado hojarasca y leña menuda en los cincuenta hoyos y estaban prendiéndoles fuego.
-Confiemos en ellos –sugirió Fomoré-. Ésta es su tierra y supongo que deben de saber lo que se hacen y a qué se exponen.
-No hay peligro –afirmó Brigit tras un momento de concentración-. Por alguna razón que no logro adivinar, sé que estos fuegos no pueden ser vistos por nadie que se encuentre a más de cien pasos de distancia.
-Será por la configuración del terreno y la forma de ese terraplén –indicó Divea-. Todo parece tener aquí significados desconocidos y efectos sorprendentes. Ahora, hemos de descansar, para despertar antes de que el sol lo haga.
Acurrucados los unos contra los otros para soportar mejor el relente, intentaron dormir pero no lo consiguieron. Sabían que les sería dado contemplar un prodigio al amanecer y la espera de un acontecimiento tan especial les quitó el sueño. No así a los guerreros de la escolta, que dormían casi todos profundamente al lado de los rescoldos de los fuegos que habían encendido, a excepción de tres que permanecían de guardia.
Despiertos, aunque sin sentir cansancio ni molestias, los seis permanecían en silencio, y sólo Conall tenía ganas de hacer preguntas, que callaba porque presentía que su curiosidad podía desvelar no sólo unas inquietudes que no debía exteriorizar, sino, también, la sacrílega esencia misma de lo que bullía en su espíritu desde el comienzo del viaje. Una de las frases pronunciadas por Fomoré esa tarde se le había enquistado en el pensamiento: “soy quien no quiero ser”. Un enigma, sin duda, pero del que Divea parecía conocer la solución, porque había notado la presteza con que desviaba la conversación a fin de que nadie, y sobre todo Goibniu, continuase con esa clase de preguntas. ¿Qué ocultaba Fomoré y qué sabía de ello Divea? Preguntárselo a sí mismo le producía un malestar casi físico. Volvió a su mente la idea perturbadora que le rondaba hacía varios días: si todas las mujeres se deslumbraban con los innegables atractivos físicos de Fomoré, ¿qué podía estar frenándolo de actuar como lo haría cualquier hombre?
Todos tenían grandes cúmulos de preguntas, dudas y expectativas en sus ánimos, por lo que hablaron muy poco a lo largo de la noche y ni aún así consiguieron dormir, y por ello notaron que iba a comenzar la opalescencia del alba.
-Amanecerá dentro de poco –avisó Brigit.
-Preparemos la ceremonia –dispuso Divea.
Los seis se pusieron de pie. Tomaron las vestiduras blancas del hato transportado en la carreta y se despojaron de las túnicas pardas sin recatarse los unos de los otros, porque no disponían de tiempo y, sobre todo, porque ya no sentían pudor entre sí. Plateada de través por la sobrenatural luz del alba, Divea admiró la desnudez perfecta de Fomoré con un sentimiento de confusión, convencida de que no podía haber existido jamás un cuerpo más hermoso de varón y preguntándose por qué sus ojos continuaban recreándose cuando la razón le exigía apartarlos de él. Conall admiró la sensual desnudez de Brigit, mientras se preguntaba qué estaba ocurriendo en su vientre y su pecho para que la voluptuosidad de ese cuerpo le turbase tanto, al contrario de la etérea desnudez adolescente de Divea, que sólo le hacía pensar en una ondina favorecida por la diosa. Naudú y Dagda contemplaron con mucha nostalgia, y al unísono, la desnudez de Conall, un cuerpo fuerte, de hombros anchos, brazos llenos de relieves y con el talle muy esbelto, y la sombra del incipiente vello dorado por todo el pecho, los brazos y las piernas, vello que habría de ser muy abundante en el futuro. Por su parte, Fomoré permaneció con los ojos cerrados, los párpados apretados y la cabeza hundida sobre su pecho el tiempo que le tomó quitarse el sayo y ponerse la túnica blanca. A todos les dio la impresión de que recitaba una plegaria, aunque sus labios no se movían.
En la gris espesura del bosque de Boca Oscura no abundaba el color y se habían visto obligados a elaborar las coronas con bastas flores de centaura sin acabar de abrirse; los racimos contenían capullos en su mayor parte, pues todo renacía en Anglia más tarde que en la Armórica y mucho más que en Hispania, y hasta el muérdago de robles parecía más pardusco. Divea recordaba que en las cercanías del castro de Santa Tecla las centauras coloreaban el campo bastante más pronto, al menos una luna antes del solsticio de verano.
Se vistieron deprisa, urgidos no sólo porque Brigit se mostraba muy impaciente, sino, sobre todo, por la rapidez con que se acercaba el amanecer. Formaron con las manos entrelazadas un círculo en el centro del nementone, Conall y Fomoré frente a frente, Divea a la derecha de Fomoré y junto a Brigit, y las dos sacerdotisas astures a la derecha de Conall, que entonó una hermosa canción de saludo al Sol que le había enseñado Goiniu, el druida de Brocelandia; al principio cantó con inseguridad, pero poco a poco su voz fue dominando los tonos y las desafinaciones dieron paso a una armonía de la que él fue el primero en asombrarse.
Emocionados con intensidad inesperada, comenzaron a balancearse a un lado y otro al compás de la música de Conall, levemente, sin soltarse las manos, mientras Divea sumaba su voz a la del aprendiz de bardo para invocar la protección y la iluminación de la madre Dana. Los seis sentían que nada era igual que en cualquier otro de los nementones donde habían celebrado ritos. Ahora, notaban en la frente el soplo de algún dios desconocido a quien no lograban poner nombre; sus pies descalzos recibían del suelo descargas estimuladoras, como ondas de un agua invisible que los acariciaran. Los seis ingresaron en un estado que ninguno había experimentado antes ni siquiera celebrando el mismo rito del círculo divino. Las manos se comunicaban entre sí calor y afecto sin mediar la voluntad de ninguno, y por ello sintieron los seis, sin exclusión, que su futuro no podría desligarse jamás de los otros cinco.
Cuando creían que levitaban en el aire, Conall entonó, ahora con seguridad mucho mayor, un poema sencillo, el último que le había enseñado el bardo armórico:
“Entre la Tierra y el cielo
el Sol es el único nudo”.
-Ya llega –alertó Divea, interrumpiendo a Conall, y fue como si su aviso despabilara a los demás, que se sobresaltaron igual que al despertar abruptamente de un sueño.
En lo que pareció la concesión de una licencia, la futura druidesa señaló con la mano a Fomoré, que murmuró:
-Tenemos que permanecer muy juntos, lo más en el centro del nementone que podamos, tratando de no pensar más que en la bondad de los dioses. Hay que mirar hacia aquella piedra.
Señalaba uno de los monolitos grises, que tenía en su cúspide una forma particular. Con la mirada fija en ese punto, permanecieron sólo unos instantes mudos, inmóviles y sin apenas pestañear. La claridad fue aumentando y, de repente, apareció una pequeña franja luminosa posada encima de la piedra; esa franja creció poco a poco hasta que tuvieron que apartar la vista para que no les hiriese el fulgor. Con una precisión que no podía ser casual, el Sol había surgido exactamente por el punto en que esa piedra y el horizonte se alineaban del todo para sus ojos.
-¡Cuánta ciencia poseían! –murmuró Divea.
Las tres mujeres asintieron. Fomoré apretó los párpados como si quisiera ocultar sus sentimientos. Por su parte, Conall se preguntó cómo iba a acercarse al cumplimiento de su ambición, con las novedades que sentía operarse en su interior. Divea buscaba en cuanto había aprendido hasta ese momento una explicación para lo que acababa de experimentar; llevaba toda la vida negándose a reconocer que ningún dios ni, mucho menos, la madre Dana, hubiera posado un dedo en su frente, y ahora, en los fugaces momentos transcurridos desde que apareciera la franja de luz hasta que se convirtió en cegadora, estaba convencida de haber visitado por un instante la morada de los dioses. ¿Sería un mal presagio? Buscó la respuesta en los ojos de Brigit, pero ésta los mantenía fuertemente cerrados mientras componía una expresión inextricable.






63
Por enésima vez, Fergus acechó con gran concentración el punto por donde se habían marchado los seis dos días y medio antes. La preocupación le acogotaba. A la izquierda de la playa, acababa de ver asomarse sobre un acantilado a dos jinetes cubiertos casi por completo de metal reluciente. Primero, le maravilló y le llenó de incredulidad que los caballos pudieran soportar tanto peso. Después, llegó a la conclusión de que esa abundancia de metal tendría que servir para defenderse; pero a diferencia de las protecciones que había visto en Bizancio, que sólo guardaban la cabeza y el pecho, a los dos jinetes les cubrían de arriba abajo, incluido el rostro.
¿Qué iba a hacer? El menor desplazamiento del dromon para distanciarse de ese punto haría que Divea y los demás no fueran capaces de localizarlo. Por otro lado, estando completamente solo no se creía capaz de conseguir que navegase. Convenía intentar descubrir si eran sólo dos o había más ¿No representaría un riesgo demasiado grande abandonar el dromon durante el tiempo que durase la exploración? Tendría que hacerlo, porque no se le ocurría otro modo de intentar asegurar la supervivencia del navío y el encuentro con los seis. Por si estaban observándolo, se echó al agua en un punto de la borda donde no sería visto desde tierra. Nadó entre dos aguas, sin emerger, hasta confirmar que podía hacerlo tras un peñasco que le ocultaría para quien mirase desde lo alto del acantilado. Agarrado a la roca, aguardó un buen rato por si observaba algún cambio y viendo que nada nuevo sucedía, examinó la pared de piedra en busca de resquicios por los que subir. Él no poseía la increíble combinación de agilidad y fuerza que Fomoré había exhibido cuando llegaron a la Armórica.
Encontró una trocha que ascendía las rocas verticales de modo vertiginoso, en zigzag, gracias a la cual llegar a la cima no le resultó tan difícil como esperaba. A punto de coronarla, se encaramó con cuidado a la meseta por si le sorprendían, pero vio pronto que no había nadie cerca. Ya de pie, descubrió a cierta distancia a los dos jinetes de metal, que se alejaban en sus caballos.
Volvió al dromon algo más tranquilo, pero sin abandonar el alerta. Los dos extraños jinetes de acero se habían marchado, pero podían estar corriendo en esos momentos en busca de más guerreros que les ayudasen a conquistar el navío. Había visto ya demasiadas veces la ambición de cuantos lo miraban por vez primera, pues nadie que comparase un dromon con las embarcaciones de otros países podía hacer otra cosa que desear apoderarse de él.
Entretanto, Divea y sus compañeros se acercaban a la costa con prisas, tratando de abordar el dromon antes del anochecer. Habían culminado con éxito la visita al gran nementone de piedra, una experiencia que les había transformado a partir de la prodigiosa amanecida del solsticio sobre el monolito gris. Durante el día casi completo que había transcurrido desde aquel instante mágico, Nuadú no dejaba de preguntarse si iba a ser sacerdotisa para siempre, porque acababa de comprender que existía más vida y había escuchado la voz de la diosa aconsejándole amar. Dagda cavilaba sobre lo maravillosamente placentero que sería servir a un druida como Goibniu. Aunque muy levemente, Fomoré sonreía de vez en cuando sin que hubiera a la vista un motivo, gestos tan desusados en él que habrían causado el pasmo de los demás si no permanecieran tan absortos en sus propias perplejidades. Brigit había hecho una promesa a la diosa, y desde que abandonara el nementone meditaba sobre su capacidad de cumplirla, porque no dependía de su voluntad. Aunque hubiera conseguido cantar con musicalidad aceptable, esa madrugada Conall había sentido revolverse todas sus convicciones al tiempo que se desmontaban la mayoría de sus certezas y por ello se encontraba al borde de la desesperación. Divea había dejado enterradas en el centro del extraordinario círculo de piedra hasta la más leve de sus inseguridades. A partir de ese día, no volvería a dudar jamás, ya definitivamente.
-¿Veis aquello? –Conall señaló un punto de la pardusca campiña, cerca del horizonte de ondulaciones verdegrises.
-¿A qué te refieres? –preguntó Divea.
-Creo que es un pequeño ejército –respondió el aprendiz de bardo-, y parece que vienen con demasiadas prisas para este momento del día, la atardecida, tan poco propicia para emprender una guerra.
En silencio, Fomoré se alzó sobre los estribos de la montura y, haciendo visera con la palma de la mano contra el Sol del atardecer, forzó la mirada.
-Démonos prisa –urgió mientras ponía el caballo al trote.
Conall aceptó que tenía razón y era eso lo que había que hacer; azuzó a los caballos con unos leves latigazos que Divea no le recriminó. Al verlos bajar una ladera en fila, la futura druidesa había notado con claridad que se trataba de un grupo numeroso de guerreros, tal vez treinta, que cabalgaban sin duda hacia el punto donde les esperaban Fergus y el dromon. Sobrecogido, Conall preguntó a Fomoré:
-¿Llegaremos antes que ellos?
-Tenemos que correr todo lo que podamos. No se ve en ninguna parte un objetivo para las prisas de esos hombres, como no sea que saben que el dromon está allí y quieren apoderarse de él. ¿Qué crees que pasará, Brigit?
No hubo respuesta, y en ese momento descubrieron que la sibila de cuerpo voluptuoso había puesto el caballo a galope en dirección al punto donde Fergus aguardaba. Giraba sin parar la cabeza a un lado y otro, como si buscase algo.
-Esos hombres deben de venir del reino de Danelaw –comentó Fomoré-, donde dicen que viven los celtas renegados más feroces del orbe, hasta el punto de que la ciudad es un mercado de mercenarios que se venden hasta a los reyes más crueles.
-Deberíamos correr más –dijo Conall a Divea-. ¿No convendría abandonar la carreta y desenganchar los caballos para que tú y yo cabalguemos?
Divea miró severamente a su compañero de pescante.
-¡Parece mentira, Conall! A estas alturas del viaje, y con tu preparación de bardo tan avanzada, deberías saber ya que las vestimentas y los objetos que transportamos son indispensables para terminar con éxito lo que hemos de hacer con este viaje. No podemos abandonar el carro, Conall. Olvídalo.
-La alternativa es que nos cacen esos hombres terribles. Míralos. Relucen como si fueran de acero.
-No, Conall. La alternativa es llegar al dromon cuanto antes podamos y estoy segura de que vamos a poder. Arrea los caballos.
La orden sonó como el levantamiento de una veda. Sin decírselo, Conall entendió que Divea le autorizaba a azotar a los animales, en un trance en el que los seres humanos que transportaban podían morir si no corrían lo suficiente.










64
La impaciencia empujó a Fergus a escalar de nuevo el acantilado. El Sol estaba muy cerca de su morada nocturna y pronto sería demasiado tarde; los seis no conseguirían encontrar a oscuras el lugar donde esperaba el dromon, lo que postergaría el encuentro hasta el siguiente día. El retraso sería extremadamente peligroso, dado que, al menos, los dos hombres de acero conocían ya el escondite y la permanencia una noche más en el mismo amarre les proporcionaría tiempo de avisar a sus compañeros de armas. Sin duda, la noticia de la presencia de una embarcación tan prodigiosa tenía que extenderse con rapidez por la comarca y si no eran los propios guerreros sin rostro los que volvieran a apropiárselo, sobrarían quienes trataran de hacerlo.
Cuando coronó por segunda vez esa tarde la cima del acantilado, descubrió en seguida la magnitud de lo que se avecinaba. Desde el noroeste, llegaba en su dirección un grupo de guerreros iguales a los dos primeros. Cabalgaban recortados contra el Sol que rociaba su escarlata de la despedida, haciendo que parecieran relucientes y pavorosos. Fergus lamentó que el cumplimiento de su pálpito se hubiera acelerado de manera tan dramática, porque por la derecha, procedentes de un punto situado más al este, Brigit y los cinco corrían tratando de adelantarse a los guerreros de acero. Aún desde tan lejos, resultaba evidente que ambos grupos se habían descubierto entre sí y pugnaban por ser los primeros en llegar. Brigit, Divea y los otros cuatro estaban más cerca, pero no lo suficiente como para tener tiempo de instalar la rampa ni de embarcar los caballos y el carro ni, sobre todo, para echar a navegar el dromon.
De tanto recitar plegarias, Dagda y Naudú se habían quedado ya sin dioses a los que encomendarse. Brigit se estrujaba la mente para comprender la lógica de la visión que había tenido de sí misma, encaramada en una roca envuelta por el fuego. Fomoré revivía un espanto del pasado a través del llanto incontenible. Conall tenía que reprimir con todas sus fuerzas el impulso de mandar dar media vuelta a los caballos, porque sospechaba que Divea le empujaría fuera del pescante para evitarlo y, acaso, Fomoré podía atravesarlo con el machete del que no se separaba jamás. Divea apretaba los párpados, a ver si los dioses le permitían ver la senda de la salvación tal como se la mostraron la noche que debía guiar a Galaaz y a Lugaro a través del bosque; pero no ocurría y el único camino que había delante de la carreta conducía a la muerte entre saltos y rebotes de la carreta sobre las piedras sueltas y las rodadas de otros carromatos. Los siniestros jinetes de acero iban a caer sobre el grupo antes de la llegada al dromon.
Fergus pensó que estaba obligado a hacer algo que les proporcionara ventaja, aunque no se le ocurría qué, dado que todo el paisaje a la vista no era más que ondulaciones de un mustio color verde, sin apenas árboles. ¡Qué indispensable era el bosque para los celtas! Toda su vida estaba condicionada por la espesura; sin un techo de copas arbóreas era como estar desnudo frente a la tempestad. Los enemigos conocían su dependencia del bosque y por eso lo incendiaban cada vez con mayor frecuencia. Tenía que forzar la mente y correr, porque no había tiempo para dudar. Comenzó a bajar el acantilado pero, a media altura, la prisa le obligó a saltar al agua. Sin tiempo apenas, no rodeó el casco del dromon en busca de la escala de cuerda; se lanzó furiosamente contra el maderamen de babor y trepó ahogado por los estertores. Por suerte, las armas más numerosas en el navío en el momento que se apoderó de él eran las ballestas; aunque tan precisas y bien elaboradas como la máquina del fuego griego, no iban a servirle de mucho frente a hombres revestidos completamente de acero reluciente, pero no disponía de nada más.
Tras ajustarse el tahalí, se encajó en el hombro un carcaj que atiborró de flechas y corrió con la ballesta en la mano, y saltó por la proa, donde sólo tuvo que recorrer pocos pasos en el rebalaje para alcanzar la playa. Volvió a subir el acantilado, y su corazón, aunque acelerado por el esfuerzo, estuvo a punto de paralizarse. A despecho de la impedimenta que debían de representar las armaduras, tan aparatosas que parecían capaces de aplastar a sus monturas, los hombres de acero habían ganado terreno. Brigit y los demás seguían estando un poco más cerca, pero su ventaja no podía bastarles.
Los seis compañeros habían llegado al mismo cálculo, y por ello presentaban deprisa cuentas a los dioses de su preferencia mientras suplicaban compasión a Inger y Gundestrun. Divea no paraba de tocar el frasquito colgado de su cuello, regalo de Galaaz.
Fergus echó a correr por la meseta que descendía suavemente hacia el valle. De cerca, el terreno no era realmente tan llano como aparentaba visto desde la cima del acantilado. Abundaban las trochas bordeadas de matorral, pequeños macizos de arbustos, peñascos descubiertos por la erosión de la lluvia y estrechos lechos de arroyos encajonados, que fluían suavemente como si no tuvieran prisa por llegar al mar. Le asombró que hubiera tantos tallos leñosos, aparentemente secos, cuando el verano no había hecho más que comenzar. Había zarzas espinosas por todas partes, alternadas con brezales y muchas enredaderas, pero con flores escasas. Al borde de una trocha que le ofrecía buen abrigo, dio una última ojeada para asegurarse de que, según la dirección de la cabalgada, los hombres de acero pasarían por ese punto. Cuando lo hubo confirmado, se agachó tras los matorrales que bordeaban la trocha hasta suponer que no sólo resultaba invisible, sino también imposible de descubrir para quien tratara de encontrar el origen de las flechas. Preparó la ballesta para un primer disparo y se dispuso a esperar.
No quedaba lejos la senda por donde Brigit, junto con Divea y el grupo, se aproximaban a la playa. Pasados unos instantes, le serenó un poco oír el relincho de los caballos espoleados y la voz de Fomoré, que gritaba a pleno pulmón “¡Cuchulainn!”, supuso que con la pretensión de sentirse poderoso y hacer creer que era tan invencible como el legendario héroe hibernés.
Fergus anticipó que iban a llegar a pie del dromon en seguida sin que los jinetes de acero se les adelantaran, pero necesitarían tanto tiempo para todo lo que debían hacer antes de zarpar, que los exterminarían. ¿Podría evitarlo? A fin de que al alcanzar el navío no se alarmasen por su ausencia y, asimismo, para que ellos se dispusieran a luchar, tenía que hacerles notar en seguida lo que estaba haciendo. En el momento siguiente, tendría a tiro al primero de los guerreros. Pensó tan de prisa como podía en tales circunstancias. Los hombres cubiertos de armadura sólo presentaban dos puntos vulnerables, las rendijas del yelmo que les permitían ver y las monturas. En movimiento, sería imposible atinar con una flecha en esas rendijas para cegarlos; atacar a los caballos sería más fácil, pero una flecha sólo sería efectiva sin conseguía acertar en la articulación de las manos delanteras. Alcanzado por una flecha en cualquier otro lugar, un caballo podía seguir cabalgando mucho tiempo.
La primera que disparó pasó bajo el animal sin clavarse y se perdió entre la hierba. Por suerte, los guerreros tenían la mirada demasiado fija en su objetivo como para darse cuenta y, además, supuso Fergus que el ángulo de su visión a través de la rendija del yelmo sería muy limitado. Tensó los resortes de la ballesta muy aprisa, pero había dejado de tener a tiro al primer jinete. Al segundo caballo sí que le acertó en el punto adecuado. Se derrumbó de golpe, lanzando al guerrero por encima de su cabeza. Fue como si hubiera una trampa ante él y así les pareció a los guerreros que lo seguían, que sofrenaron sus monturas instantáneamente, de modo que fueron topando los unos con los otros y varios más cayeron a tierra.
En la confusión resultante, ninguno se percató de que se había tratado del disparo de un venablo en la pata del animal. Por las trazas y por sus movimientos, parecieron buscar el obstáculo invisible que le había hecho tropezar. Ahora, consideró Fergus que no le convenía disparar de inmediato; debía esperar a que se pusieran en marcha, lo que parecía que iba a demorar un poco, porque aunque trataban entre dos o tres de aupar de nuevo a sus monturas a cada uno de los que habían caído, no resultaba la tarea fácil.
Fergus recordó al guerrero que se había adelantado y pensó en el daño que podía causar, aun solo. ¿Se atrevería Fomoré a plantarle cara? Anhelaba que sí, porque no podría resistir una nueva pérdida tan dolorosa como sería la de quedarse sin Brigit.
Como si hubiera escuchado su pensamiento y quisiera hacerse notar airada, viva y vigorosa, Brigit gritó a los dos hombres del grupo:
-Apresuraos a subir al navío y disponer la carga para el viaje. Ese guerrero que llega solo hacia nosotros será nuestra salvación.
Mientras hablaba, desmontó y, cogiendo un manojo de maleza leñosa, le prendió fuego en el candil que siempre transportaban encendido en el carro. Con la antorcha improvisada en la mano, les urgió a los cinco:
-¡Corred ahora, no os preocupéis por mí!
Se lanzó al encuentro del jinete mientras iba desparramando el fuego a su paso, comunicándolo a la abundante maleza pardusca. Toda ella leñosa y en buena parte seca, el fuego comenzó a avanzar en línea casi con la misma rapidez que Brigit corría.
Cuando el jinete se detuvo, renuente el caballo por la proximidad de la barrera de fuego, Brigit se apresuró alrededor de él extendiendo las llamas en un círculo del que no podría escapar. En seguida, eligió el peñasco más grande que había a la vista, se encaramó en lo alto y, erguida como una diosa, se puso a gesticular de modo exageradamente teatral, y exuberantemente, en dirección al caballista prisionero de las crecientes fogatas, mientras gritaba una retahíla de invocaciones muy sonoras aunque inconexas.
Pronto vio que estaba ocurriendo lo que previera. Los guerreros escucharon los gritos antes de ver las llamas y a su compañero en el centro. Sobrecogidos, todos hicieron la señal de la cruz y juntaron las manos para suplicar protección. Vieron con desolación que su camarada iba a morir si nadie le ayudaba a salir de la trampa que, sin duda, era producto de un sortilegio; tan perfectamente trazado y repentino parecía el círculo de fuego que no podía ser obra más que del mismísimo Belcebú. La bruja maldita había conseguido su propósito y contra esa clase de poderes infernales no había armadura que sirviera, por muy bueno que fuese el acero. Debían huir. Y lo hicieron.
La escasa luz crepuscular restante les bastó a los siete para cargar y sacar el dromon apresuradamente del abrigo.

66
Después de fondear el dromon en un recoveco aún más discreto y seguro que el de la Armórica, comenzaron de inmediato a buscar un camino que pudiera conducirles al nebuloso reino de Morgana. Pero recibieron durante varias jornadas docenas de respuestas evasivas, y con frecuencia hostiles, hasta que decidieron cambiar el método gracias a una ocurrencia de Dagda, la discreta sacerdotisa astur.
-Me llamo Dagda porque mi madre amaba esta vieja leyenda celta: Un príncipe se enamoró locamente de una muchacha que había visto sólo en sueños. Siguiendo las pistas de lo soñado, deambuló mucho tiempo por distintos países hasta reconocer los alrededores de un lago como el lugar donde su amada residía, pero encontró allí a quinientas doncellas, aprisionadas por parejas con gruesas cadenas de oro. El príncipe identificó en seguida a su adorada entre ellas, pero por mucho que intentó desligarla de su compañera, no lo consiguió. Atormentado por el amor no consumado, el príncipe suplicó ayuda a los reyes sin conseguir lo que tanto anhelaba, hasta que un druida le aconsejó que pidiera su mano al dueño del lago, el rey Ethal. Éste reconoció ser el propietario tanto del lago como de quienes allí vivían, pero no le concedió la mano de la amada, que se llamaba Dagda, ni consintió librarla de su encadenamiento. El príncipe penó noches y más noches intentando dormir para que el sueño se repitiera y, al no lograrlo, se desvelaba hasta el amanecer. Sin poder soportarlo más, declaró la guerra al rey Ethal y le venció. Tampoco entonces pudo éste entregarle a Dagda; le informó de que ella y todo el lago eran presas de un sortilegio y la amada, igual que sus compañeras, se convertía en cisne los años impares. Desesperado, el príncipe corrió hacia el lago, pero llegó justo la noche de Halloween, cuando, por comenzar el año, se producía el cambio, y por lo tanto no encontró a quinientas doncellas sino quinientos cisnes. Desconsolado, el príncipe se arrodilló junto al agua suplicando ayuda a los dioses, quienes se compadecieron e hicieron que él también se convirtiese en cisne. Aun con la forma del ave, reconoció a Dagda y se puso su lado, cosa que ella aceptó complacida. Se sentían tan felices el uno junto al otro, que comenzaron a cantar y con ello se durmieron los demás cisnes, el lago y cuantos vivían en sus contornos. Inclusive ellos mismos. Cuando despertaron, el sortilegio se había desvanecido y el príncipe y Dagda estaban abrazados en la orilla con sus cuerpos verdaderos. Su amor había sido más poderoso que los hechizos y vivieron desde entonces felices. Si, tal como aseguran, la druidesa Morgana posee tanto poder, no seríamos nunca capaces de encontrar su reino ni el lago donde vive. Nos desviaría con trucos y espejismos y nos confundiría a cada paso. Por ello, creo que no debemos preguntar jamás por ella ni por su reino, porque muy pocos lo sabrán y quien lo sepa nos mentirá por su influjo. Jamás pronunciemos el nombre de Morgana bajo ninguna circunstancia. Preguntemos sólo por un lago donde podamos nadar como cisnes.
La propuesta resultaba descabellada para el sentido práctico de Fergus pero, curiosamente, Fomoré se mostró de acuerdo. Naudú calló su opinión, pero no así Brigit, que dijo:
-Ignoramos el camino que conduce a la druidesa eterna y nunca he visto un país más tétrico que éste, en todos los sentidos. Hay tinieblas en el bosque, pero también la gente parece envuelta en ellas y ni con todas mis fuerzas consigo ver más de lo que cualquiera vería. Como si se sintieran apesadumbradas por algo que no pueden soportar, estas personas no nos dan respuestas claras ni confían en nadie. Aunque vestimos como si fuésemos cristianos, ya habéis visto el recelo con que todos nos miran. Nunca nos van a dar una respuesta definitiva, y si, como afirma Dagda, están sometidos al influjo de esa druidesa, jamás nos dirían la verdad aunque la conocieran. Pero nosotros sabemos que Morgana reina en algún lugar cercano de estas tierras. Así que ¿por qué no preguntar por cisnes? Aunque no los haya, por lo menos nos informarán de dónde hay lagos. Si no a la primera ocasión, seguramente llegará un momento en que encontremos un lago que sea verdaderamente el reino de Morgana.
-Eso haremos –dispuso Divea.
Con tal resolución, cruzaron distintos bosques sin resultado. Lagunas y ciénagas había muchas, todas envueltas en la niebla y el miedo. Fracaso a fracaso, comenzó a crecer entre los siete la impresión de que la espesura sin celtas era un lugar temible o, al menos repelente. Eran consustanciales: los celtas no podían vivir sin bosques, pero tampoco éstos eran acogedores ni alegres sin celtas. Cada jornada, el desaliento ganaba espacio en su ánimo. Por turno, todos propusieron dar media vuelta y abandonar el intento, y hasta la muy disciplinada y ferviente Divea sintió que flaqueaba su determinación de obedecer los mandatos de los druidas que aceptaban instruirla. Deseaba acatar la orden de Partholon, pero llegó un momento en que dudó que pudiera visitar un lugar que parecía no existir.
Estaban a punto de abandonar la exploración cuando una campesina les habló de un plácido lago donde los cisnes podían nadar, pero era imposible encontrarlo si no se dominaban raras ciencias antiguas. Y aún poseyéndolas, el bosque se cerraría ante ellos para impedirles el paso. Comprendieron que no podía ser otro que el reino de Morgana y acordaron realizar un último intento.
Tal como la campesina les había anunciado, dieron con una espesura que, existiendo, parecía no existir. Vislumbraban recortado en la niebla un hermoso árbol y al instante siguiente ya no podían verlo. Era como si los robledales y hayedos retrocediesen conforme avanzaban hacia ellos y al final se disolviesen en la bruma casi sólida. Pero poco a poco fueron comprendiendo que sus percepciones estaban siendo afectadas por algo que no comprendían, aunque sabían con seguridad que ya circulaban bajo la arboleda más lóbrega y misteriosa de sus vidas.
-Presiento que encontraremos en este bosque a muchos hombres sin rostro –dijo Conall al oído de Divea, como si temiera alertar a un guardián celoso e iracundo-. Galaaz nos previno en su contra, así que aún hemos de tropezarnos con ellos, puesto que a los únicos sin rostro que nos hemos enfrentado hasta ahora bastó Brigit para vencerles.
-No olvides que el aviso de Galaaz se ha cumplido, Conall –disintió Divea-. También hemos visto ya a los cetrinos desmujerados, y ni siquiera tuvimos que enfrentarnos a ellos. Así mismo, los dioses guerreros de Brocelandia no eran enemigos que debiésemos temer excesivamente, salvo porque se llevaron a Alban con ellos a una guerra cruel. Puede que todo lo que tuviéramos que temer de los hombres sin rostro fuera aquella carrera tan angustiosa en busca del navío.
-De cualquier modo, nos falta enfrentarnos a las cruces sangrantes...
-Aún no nos toca ese encuentro –dijo suavemente Brigit, causando un sobresalto a Conall y Divea, que viajaban en el pescante a cierta distancia de donde cabalgaba la voluptuosa sibila -. Debemos temer mucho más lo que vamos a encontrar en estos bosques tan fúnebres.
-¿Tienes idea...? –Divea no acabó la pregunta.
Daba la impresión de que la sibila intentaba que nadie más estuviera totalmente seguro de su condición, y por ello la futura druidesa rozaba siempre ese aspecto de su personalidad con discreción.
-Sí, Divea. Aún tendremos que superar esa clase de dificultades.
De improviso, un caballista cubierto de armadura se plantó ante ellos con ademanes muy ampulosos, indicándoles que se detuvieran. Lo alarmante era que llevaba la pesada espada desnuda blandiéndola en la mano derecha alzada.

viernes, 26 de diciembre de 2008

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Hoy os ofrezco la lectura de los capítulos 55, 56, 57, 58 (comienzo del tercer libro), 59 y 60. Esta novela ha vuelto a mi propiead expclusiva porque la editorial ha incumplido clamorosamente los contratos
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55
Faltaban sólo cinco días hasta la fecha elegida para abandonar Brocelandia y sentían cierta tristeza y algo de vértigo por el temor a lo desconocido, dado que los dos países a los que tenían que dirigirse residían en las brumas de todos los misterios y las leyendas más terroríficas de las tradiciones celtas.
Tras un recuento de la luna y media pasada en ese bosque maravilloso, Conall notaba que no había avanzado gran cosa en la consecución de sus planes, porque la intensa preparación recibida del bardo Goiniu abarcaba sobre todo artes como la poesía y la música, y aspectos formales de los ritos. Poco más. Nada que pudiera servirle de verdad si un día se encontraba ante la oportunidad de ejercer de druida, y por lo tanto continuaba pendiente su propósito de ser capaz de parecer sabio. El de librarse de Alban, ahora le parecía una posibilidad inminente y sin tener que hacer nada. El de prepararse para poder suplantar a Divea llegado el momento, cada vez le parecía más inalcanzable.
Por su parte, Divea había confirmado que Fergus llevaría consigo a Brigit, y todavía no había encontrado la oportunidad de hablar a solas con ella. No podía postergarlo más sin faltar gravemente a sus responsabilidades de futura druidesa, porque no le estaba permitido dudar ni sentir miedo, ni vacilar en la toma de decisiones.
La predicción divina sobre la desaparición de Alban de su vida, no parecía que fuese a cumplirse en el bosque de Brocelandia; por lo tanto debía concentrarse en la resolución de lo relacionado con la enigmática mujer de pelo cobrizo. El problema era que no convenía que ningún miembro del grupo supiera de esa conversación, pero Brigit pasaba todo su tiempo al lado de Fergus, lo que hacia imposible la discreción indispensable si ella deseaba mantener el secreto de su condición.
Tuvo que recurrir a la ayuda de Partholon.
-Señor, ¿me está permitido pediros un favor?
El druida sonrió. ¡Cómo admiraba a esa juiciosa y sabia muchacha, y cuánto iba a sentir su marcha!
-Se te permite.
-No ignoráis que son muchas las voces que murmuran sobre la naturaleza verdadera de Brigit. Hay quien afirma que podría ser una sibila. Sabéis bien, porque forma parte de las enseñanzas que tan generosamente me habéis dado, que yo tendría que conocer esa condición si fuera cierta, a fin de cumplir de la manera más conveniente mis cometidos de druidesa. Dado que se dispone a viajar con mi grupo a Anglia, debería hablar a solas con ella sin conocimiento de quienes viajarán conmigo. ¿Existe alguna posibilidad de que vos me facilitéis que pueda mantener esa entrevista en secreto?
-Sí, hija mía. Existe y así se hará. Ve con el Sol alto a la morada de Goiniu. Él te conducirá a donde Brigit estará esperándote.
Llegada la hora en que el Sol brillaba en el centro de su recorrido diario, de manera que los cuerpos apenas proyectaban sombra, Divea fue a visitar al bardo Goiniu.
-Querida niña, el gran druida me ha dado una orden que ha modificado en parte lo que te había dicho esta mañana. Yo no te conduciré a donde Brigit te espera, porque tú debes descubrir ese lugar usando tus deducciones a partir de tres palabras que yo te diré. Así, desea Partholon comprobar si has aprovechado sus enseñanzas. ¿Estás de acuerdo?
-Debo obedecer, Goiniu. Pero me da miedo decepcionar al gran druida.
-No temas, Divea. No lo harás.
-¿Cuáles son esas tres palabras?
-Agua, roca y amor.
-¡Oh!
El bardo sonrió.
-No te apures, muchacha. No es tan complicado...
-Pero es que en este bosque hay veneros de agua y arroyos por todas partes. He visto peñascos magníficos, muy numerosos, en todos mis desplazamientos en busca de hierbas. Y de amor, alabanzas sean dadas a la madre Dana, sobra en todos los corazones. ¿Cómo voy a encontrar la solución en un momento, si se trata de que Brigit está esperando?
-Sí, está esperándote ya. Y te repito que no te apures. Sólo tienes que pensar en cuanto has visto en Brocelandia. Los dioses te inspirarán la solución. Ahora, ve.
Divea salió de la hermosa cabaña circular del bardo con la mente en blanco. Pocos pasos más adelante, se detuvo. Agua, roca y amor. No eran tres pistas, sino una sola. Tenía que pensar en un punto donde esas tres palabras cobraran sentido al mismo tiempo y no por separado. Y debían referirse a un lugar no lejano ni inaccesible. Sintió algo de vértigo, a causa del esfuerzo de pensar con rapidez y la necesidad de hallar la solución a tiempo de que Brigit no llegase de desesperar. Pocos días antes, habían celebrado un rito de la fertilidad en honor de Ainé, la diosa del amor y la pasión, que no había tenido lugar en el nementone. Lamentablemente, ella no había podido asistir, vetada por sus quince años. Casi estuvo a punto de ruborizarse recordando los comentarios aislados que había escuchado sobre el desarrollo del ritual. ¿Dónde estaba ella cuando partieron hacia el sitio de la celebración? Un pequeño esfuerzo bastó para caer en la cuenta de que no los había visto partir, pero sí recordaba el retorno, aunque dado el estado de euforia ebria de los celebrantes, habían regresado alborotando y desde varios puntos. Pero tenía clara la dirección aproximada de donde procedían todos.
Echó a correr hacia ese punto y muy pronto tuvo que detenerse ante el cauce de un arroyo tumultuoso que descendía veloz entre raudales. Agua y roca, pero todavía no podía combinarlas con amor. Como no podían haber cruzado ese río, dedujo que tenían que proceder de más arriba, siguiendo el torrente.
Encontrar el lugar sólo le costó unos momentos más. Descubrió antes el brillo rojizo del pelo de Brigit que las características que resumían muy obviamente las tres palabras del bardo. El río caía por una pequeña cascada en una poza de belleza deslumbrante, encajada por el fondo entre rocas blanquecinas y por el lado donde Brigit esperaba, bordeada de flores con una abundancia tal, que el verde quedaba oculto por el bordado multicolor, en el que reconoció gran abundancia de camomila, tomillo, hisopo y orégano, que llenaban en aire con un aroma penetrante. Aunque no tan abundantes, vio también flores de lavanda y de salvia, por lo que un hálito de magia hacía que el lugar pareciera irreal. Aislado casi en el centro del manto de flores, había un monolito semejante a los del campo de las piedras clavadas, pero éste era una pulida roca blanca coronada por una imagen muy hermosa de la diosa Ainé.
Brigit no le sonrió, pero no había hostilidad en su expresión.
-Sé lo que quieres, Divea.
-Pues si lo sabes, estás respondiendo afirmativamente mi pregunta.
-Así es.
-¿Te causa dolor?
-Desde que empecé a pensar, Divea, antes de conseguir andar. Pero con el paso de los años, he aprendido a vivir con mi naturaleza.
Divea recordó que en la reunión donde la vio por primera vez Brigit no había contado ninguna desgracia personal, y sólo habló de aquel príncipe encadenado por su padre para que no se convirtiera en un rey perverso. Si había sufrido tanto como decía, ¿por qué no hablaba de ello?
-Porque hay demasiado dolor sangrante entre los refugiados de este bosque –respondió Brigit a la pregunta que Divea sólo había forjado en su pensamiento-. Las que son como yo deben conseguir dureza de acero, para no sumar su dolor al que tanto abunda en el mundo. ¿Guardarás mi secreto o tendré que huir de nuevo?
La pregunta sirvió para que Divea comenzara a sospechar cuál podía haber sido el motivo de que la mujer de pelo rojizo se hubiera refugiado en Broceladia. Notó que Brigit asentía muy levemente, como si confirmase esa sospecha, pero al momento vio que se abatía igual que si recibiera un mazazo en la cabeza.
-Corramos, Divea. Algo tremendo ocurre.
No tardaron mucho en llegar al nementone, donde había mucho movimiento. Alzados como dioses guerreros sobre sus monturas, diez de los cuarenta y nueve que hicieran aquella vistosa exhibición de monta el día de su llegada al bosque, llamaban apresuradamente a los hombres.
-No somos suficientes para frenarlos –gritaban-. Debéis acompañarnos al menos cincuenta a caballo. Daos prisa.
Divea y Brigit supieron en seguida lo que ocurría, gracias a los comentarios de la multitud alborotada que se había reunido en el claro. Un ejército muy bien pertrechado, cubiertos los hombres de armaduras y los caballos de lorigas, avanzaba con dirección al principal poblado del bosque y no lo hacía con buenas intenciones.
En seguida comenzó a oírse desde todas las direcciones el trote de los caballos. Los celtas respondían en masa la llamada de los dioses guerreros y Divea vio con desolación que Alban, Fergus y Fomoré se sumaban al ejército improvisado. ¿Qué iba a pasar con ellos y con la prosecución de su viaje de iniciación?
Sintió que Brigit acercaba los labios a su oído para susurrar:
-Partirás en la fecha prevista, pero con un hombre menos, y los invasores serán derrotados antes de que el Sol despierte de nuevo.
De tal modo comprendió Divea por qué había dicho su bisabuelo que debía temer a los dioses guerreros. Se cubrió el rostro echándose a llorar, convencida de que su fiel escudero Alban no volvería de la expedición.


56
Conall salió de su escondite cuando el relente de la noche comenzó a resultarle insoportable. Llevaba ocultándose desde el Sol alto, cuando los guerreros del bosque acudieron a pedir voluntarios.
Día a día, sentía crecer y multiplicarse las contradicciones dentro de su pecho. A lo que había sentido en el momento de oír la convocatoria no le encontraba explicación. En primer lugar, experimentó rabia porque los invasores pretendieran destruir un lugar donde los celtas vivían con tanta placidez. Segundo, una alegría ácida, cuando vio partir a Alban y recordó la advertencia de Galaaz contra los dioses guerreros, recuerdo que le hizo sospechar que jamás volvería a ver al gigantesco muchacho. Tercero, miedo; pero se trataba de un miedo impreciso, porque no se consideraba cobarde. Volvió de nuevo el presentimiento que le rondaba hacía tiempo de que se olvidaba de algo.
Si no era cobarde, ¿por qué lo primero que pensó fue en buscar un lugar recoleto donde no pudieran encontrarlo? Trató de convencerse de que el motivo debía de ser su determinación de convertirse en druida a pesar de tener todas las posibilidades en contra, y si se escondía en momentos de grave peligro era sólo para preservar la sagrada vida de un futuro druida.
Por una razón que no supo explicarse, su memoria evocó la escena que había protagonizado Fomoré en el riachuelo, el rito en medio de un nementone improvisado en la orilla y el lanzamiento de flores al agua. ¿Qué tendría que ver el acto de Fomoré con su miedo o con su futuro druídico? Cada vez se sentía más confuso.
Y esa confusión aumentó cuando, a la mañana siguiente, fueron volviendo los dioses guerreros y los voluntarios. Gritaban aclamaciones victoriosas porque habían conseguido rechazar a los poderosos invasores, pero transportaban a muchos heridos y Alban entre ellos. Lo traían en unas parihuelas compuestas con un manto y dos troncos de abedules jóvenes. Creyó por un instante que estaba muerto, tan extrema era su palidez y tan enorme la extensión de las manchas frescas de sangre en su ropa. Alban había dejado de ser un obstáculo en su camino, y en vez de júbilo sintió algo semejante al cansancio.
¿Qué sucedía en su pecho? Temía sentir furor cuando Divea descubriera que su escudero regresaba moribundo y se volcara en lágrimas. Pero ¿por qué iba a sentir ese furor? Echó a correr para alejarse del poblado cuando comenzó a oír los lamentos y las invocaciones de quienes acogían a sus moribundos.
Gwynna fue una de las primeras en correr a recibirlos, puesto que una mirada ansiosa le bastó para advertir que Alban no volvía a lomos de su caballo, ya que su estatura descollante le haría ser visto de inmediato. La bella joven helvética había pasado la noche en vela, resistiendo los reproches de su padre:
-Apenas lo conoces, Gwynna, y él está de paso. No tortures tu pecho con algo que no puede ser.
Pero no quería evitarlo. El sentimiento era lo más fuerte que sintiera jamás. Le daba vergüenza reconocer ante su propio pensamiento que ni siquiera el dolor de haber visto el martirio de su madre y sus hermanos había sido tan poderoso como el aturdimiento que se apoderó de su pecho desde que él depositara aquellas flores a sus pies. Verlo en el estado que presentaba, en un manto sanguinolento colgado entre dos troncos, retorció su corazón de tal modo, que ni siquiera llorar le fue posible. Perdió el aliento en busca de ayuda para conducirlo a su cabaña, con el propósito de acomodarlo sin daño, y suplicó a Goiniu y a Partholon remedios que le permitieran retener la vida que se le escapaba.
Perplejo y sin saber qué hacer para consolar a su hija, Arthan fue en busca de Divea y el resto del grupo. Una vez que se reunieron todos en torno al jergón donde Alban agonizaba, la futura druidesa notó en la frente de su escudero la huella del dedo indicador de Inger. Arrebatada más por la rabia que por el dolor, posó las manos en esa frente pálida y sin calor apenas, rogó a Gundestrun que borrase la señal de la valkiria, a Karnun que renovase el aliento del bosque en el pecho de Alban, a Ogmios que le devolviera la sangre que había derramado en la guerra y a Dana, que no dejase de ser la amantísima madre de quien tan generosamente la honraba.
Cerró los ojos con los párpados apretados, a ver si se le revelaba en mágicos azules el camino que estaba a punto de emprender Alban, pero las formas que logró entrever no representaban un camino ni se referían al magnífico escudero. Significaban horror, y en el centro estaba ella.
Se acercaba la madrugada sin que los dioses respondieran la súplica. El enorme y poderoso cuerpo derrumbado parecía ahora escuálido, desvalido. No había movimiento que revelase que vivía y su pecho semejaba haber perdido la capacidad de respirar. A los seis compañeros de Alban les pareció que Gwynna se preparaba para morir en el momento que expirase quien le insuflaba un imprevisto deseo de vivir.

57
Cinco días más tarde, Divea fue a visitarlo por última vez junto con el resto del grupo, dispuestos ya a emprender viaje. Aunque muy preocupada y devotamente entregada a su cuidado, Gwynna sonreía serenamente feliz junto al cuerpo derrotado de Alban. Pasada la que a todos les había parecido una prolongada agonía, ahora tenían claro que la derrota iba a ser pasajera.
-Ve tranquila, aquí sanará pronto aunque creas que está muriéndose – le dijo Gwynna a Divea-. Partholon me lo ha jurado.
-Lo cuidaré como si fuera mi hijo –aseguró Arthan, el padre de Gwynna-, te lo prometo en nombre de los dioses-. Sé que Belenus me inspira.
Todos comprendieron que consideraba que el muchacho, con su inmensa humanidad, podía llenar una parte del hueco que sus propios hijos muertos habían dejado en su corazón.
-Cuando despierte –añadio Gwynna-, le diré lo mucho que sus compañeros sentís que no vaya con vosotros.
Divea contemplaba la escena consciente de que no sentía más que preocupación por la salud de Alban, y ninguna otra emoción. Se preguntó cuándo había dejado de amar a su escudero si es que lo había amado alguna vez. Por más que rebuscaba en su pecho, no hallaba la menor sombra de algo parecido a los celos mientras miraba a la hermosa muchacha helvética, tan posesiva en esos momentos, abrazada al cuerpo herido. El padre, no paraba de salir y volver con elixires preparados por Partholon, y cada vez que abría un pomo, Gwynna preguntaba una y otra vez las indicaciones del druida, para asegurarse de actuar con tino.
La futura druidesa llegó a la conclusión de que lo único que había sentido por Alban era admiración y deslumbramiento juvenil ante un físico tan espectacular, del que las amigas de su edad hablaban a todas horas. Evocaba los cruzamientos de miradas en el bosque de Santa Tecla, sus ojos elusivos y sus rubores frente a él, y aunque no había pasado tanto tiempo, le parecían actitudes demasiado pueriles, impropias y lejanas, que le causaban algo de vergüenza.
Tenían todo preparado para el viaje.
La carreta iba muy sobrecargada, porque todos en Brocelandia habían querido obsequiarles algo. Conall, en el pescante, contenía con las rienda a los caballos con los que el druida les había obligado a sustituir los bueyes, asegurándoles que los territorios que iban a recorrer no eran muy escarpados y así podrían terminar antes de que llegasen los rigores del invierno, muy duro en las islas de Anglia e Hibernia. Sumaban más mujeres que hombres, porque Alban no iba con ellos y, en cambio, sí lo hacía Brigit. Seguían siendo siete, pero ahora eran cuatro las mujeres. Fergus expresó su temor de no poder gobernar bien el dromon con tan escasa ayuda, pero en ese momento descubrieron otra faceta de Brigit:
-Si prefieres a un hombre en mi lugar, es que no me conoces ni me mereces.
Lo había dicho dulcemente, pero todos comprendieron la magnitud de su determinación en su voz metalizada a causa del tono contenido de rabia.
La respuesta de Fergus fue echar a Brigit un brazo por los hombros, muy ufano.
Conall giró la cabeza hacia el gálata. ¿Cómo podía quejarse a esas alturas de no poder manejar el navío con un hombre menos, si a todos les decía que había atravesado de parte a parte el Mar del Centro de la Tierra, tripulándolo él solo? Durante la travesía desde la tierra de los astures, había contemplado infinidad de veces la cubierta del dromon y los veinticuatro bancos para remeros, vacíos, diciéndose que era imposible que un hombre hubiera podido gobernarlo sin ayuda de nadie. La convicción de que mentía se reforzó en el momento de la partida, mientras se preguntaba en qué punto del viaje podría deshacerse de él.
Con todo preparado para echar a andar, tan sólo aguardaban que acudiese Partholon para encomendarlos a la diosa y despedirles.
Esperaban su llegada, pero no el despliegue con que acudió. Le acompañaban otros dos druidas, tres bardos y doce sacerdotisas, más un número impreciso de sirvientes, difíciles de contar porque todos iban aparatosamente coronados de flores de valeriana y campánulas, y llevaban grandes ramos en las manos de centaurium blancas, amarillas y, sobre todo, rosadas, que fueron echando sobre la carga de la carreta, entregando después ramitas de muérdago a cada uno de los siete. Los viajeros se vieron rodeados por la comitiva, hasta formar un círculo perfecto, en cuyo centro compusieron uno más pequeño a base de flores. Los tres bardos comenzaron a tañer sus liras con una melodía alegre y melancólica a la vez. Consternada por tanta aparatosidad, Divea estuvo a punto de expresar una queja desde su modestia, pero una mirada de Brigit la detuvo. Se resignó al homenaje, que le parecía propio de una reina, y aguardó con la cabeza inclinada que Partholon hablase desde el centro del círculo de flores:
-Ya eres druidesa en la cabeza de los dioses, Divea, a pesar de que todavía no te esté permitido oficiar, y no por tu juventud, sino porque primero debes completar este viaje, pero llevas en la frente el signo de la madre Dana y en el corazón, el ímpetu y la fuerza de Cernunnos. Quienes estamos obligados a ver donde otros son ciegos, reconocemos en ti el poder que te ha sido concedido y por ello vaticino que serás renombrada y celebrada en todo el continente. Tu bisabuelo, el druida Galaaz, descubrió que habías sido elegida por los dioses y ello no solamente lo honra, sino que le hará ganar la consideración de mi pueblo y de todos los pueblos celtas de Europa. Cuando vuelvas a él, y aunque yo no lo conozca, dale de mi parte este obsequio – depositó una figurilla de oro en la mano de Divea- y felicítalo de mi parte, por ser quien es y por la sabiduría que te ha transmitido. Por consideración a él es doblemente indispensable que redondees tus aciertos culminando con bien este viaje de iniciación.
En este punto, Partholon miró el elixir contenido en un cuenco que le ofrecía una sacerdotisa que, después de tomar el druida un sorbo, lo fue ofreciendo también a los siete viajeros.
-Siente en tu cuerpo el poder de Karnun y el fuego de Brida –en efecto, Divea experimentó el paso del elixir por su esófago como si fuese un río de lava-, y graba en tu mente tres deberes que debes acabar de cumplir en la próxima etapa de tu viaje, antes de llegar a Hibernia. Has de dominar el saber sin jactarte de él; has de atreverte a cuanto te exija la condición de druida, sin amilanarte; has de ser capaz de guardar silencio sin revelar jamás lo que te sea confiado.
Partholon rebuscó entre los pliegues de su túnica. Extrajo un pequeño disco de jade decorado con las cuatro madejas entrelazadas en una cruz gamada, el viejo y universal signo de los celtas; lo depositó en la mano de Divea, que retuvo con su izquierda mientras alzaba la derecha y decía:
-Madre Dana, conduce a tu hija Divea con bien hasta el gran nementone de piedra de los anglos, revélale tu luz al amanecer del solsticio y vela por ella y sus seis acompañantes, para que puedan afrontar sin temor ni contratiempos el encuentro con la druidesa eterna, Morgana, a quien los mortales ignoramos si has perdonado. Mas es Divea la única druidesa que yo conozca capaz de conmover a Morgana para que le entregue los saberes que sólo ella posee y que hasta ahora se ha negado tozudamente a compartir con ningún otro druida.
Divea estaba paralizada. No era capaz de expresión alguna y fue, por tanto, imposible agradecer a Partholon sus bendiciones y obsequios. Nadie le había hablado hasta ese momento de presentarse ante Morgana, la idea más terrorífica que podía imaginar.

TERCER LIBRO
Con los Anglos
58
Tenían ante sí las etapas más amedrentadoras y, al mismo tiempo, más fascinantes del viaje. Durante un corto y meditabundo paseo de despedida que quiso hacer a solas entre los grandes monolitos clavados en la tierra, Divea compuso un ramito de clavellinas y peonías para derramar buenos presagios sobre la cubierta del dromon, lo que sirvió de consuelo a los demás pero no a ella. Tenía sólo quince años, cuestión que nadie parecía recordar puesto que se tomaban su futura condición druídica como si ya hubiera sido consagrada; pero aunque sentía crecer rápidamente sus conocimientos, ella no podía evitar desfallecer a veces, como ante la idea pavorosa de presentarse ante Morgana. Si existía en realidad y no era una quimera; todas las leyendas celtas amalgamaban realidad y fantasía, lo que también podía suceder con la de Morgana.
En la primera parte de la travesía, tuvieron que rodear una larga banda de tierra que se adentraba en la extensión marina hacia el sur. En cuanto se enfrentaron al océano al rolar hacia el norte, encontraron turbulencias aterradoras y les exigió a todos crujidos de huesos y copiosos sudores conseguir contornear la Armórica, porque el navío se balanceaba a merced de las olas como un carrusel enloquecido. Obsesivamente al mando del timón, Fergus comparaba la gris y vertiginosa superficie del agua con la que había surcado en su primera travesía desde Bizancio, casi siempre de un terso color turquesa. Ahora, por contraste, recordaba aquel paisaje marino como vivificante, a pesar de las circunstancias espantosas que sufría entonces. Todo lo que ahora veía delante de la proa era un horizonte impreciso y agitado, limitando un universo de montañas líquidas entre las que el dromon parecía una frágil barquichuela en poder de un espíritu hostil.
Pero ese paisaje bamboleante se esfumó al llegar al punto situado más al norte de la Armórica. Iba a comenzar el verano, pero allí parecía invierno. La capota gris que cubría el firmamento era como un manto gélido tendido sobre los peores presagios, aunque el movimiento del agua fuese menor, lo que muy pronto resultó ser la más errónea de las estimaciones. En el punto donde descubrieron que el perfil isleño que veían al otro lado del mar parecía más cercano que la costa situada al oriente de la punta rocosa, el mar simulaba haberse rendido al poderío de las dos orgullosas tierras que lo encajonaban. Por ello, Fergus decidió cruzar cuanto antes lo que daba la impresión de ser un gran río más que un brazo de mar.
Decidieron intentar el cruce con el primer viento favorable, tibio y saturado de aromas del bosque de Brocelandia que todos comenzaban a añorar. Tenían ante sí demasiadas dudas e incertidumbres y, por comparación, lo que dejaban atrás brillaba en su ánimo como el paraíso perdido.
Pero el mar decidió contradecirse a sí mismo y lo que les parecía calma era marejada; pronto el navío crujía como si un demonio quisiera desbaratarlo. Una corriente muy fuerte, que resultaba imperceptible en la superficie más o menos lisa, comenzó a escorarlo hacia estribor, a pesar de que tenían viento claro de popa.
-¡Desconfío que esto es una maldición de los dioses por algo impropio que hemos hecho! –exclamó Conall, encogido de pavor junto al timón.
Fergus contuvo su ironía, porque le parecía ridícula esa actitud en un muchacho fuerte y sano que estaba preparándose para adquirir el elevado rango de bardo.
-Los dioses nos exigen enfrentarnos a la Naturaleza tal como es –aseguró Divea, con gran dulzura-, sin ajustarla a nuestras conveniencias. Yo afirmo que es el libre albedrío lo que debe dictarnos la oportunidad de afrontar o no los riesgos, sin dejar de invocar la ayuda de la madre Dana.
Mas todos creyeron durante el cruce hacia la isla que iban a naufragar y morir, a despecho del convencimiento de que la presencia de la futura druidesa era una garantía para sus vidas, ya que serían salvadas por lo dioses al tiempo que preservaban la de la muchacha. Inclinado el casco del dromon hasta el punto de que la horizontalidad de cubierta llegaba casi a situarse en vertical, todos estaban lívidos y vomitaban hasta los muy curtidos, como Fomoré; sólo conservaron la compostura Divea y Fergus. Nada se mantenía en pie en cubierta y, en el sollado inferior, los caballos pugnaban por desatarse y correr de estampía, lo que habría duplicado el peligro de naufragio.
Cuando, algo desviados del rumbo norte hacia estribor, avistaron en la costa un sorprendente acantilado blanco, alguno de ellos llegó a preguntarse si habrían naufragado sin notarlo sus sentidos y ahora sus espíritus se acercaban a la morada de los dioses. En contraste con el oscuro cielo encapotado y el gris de apariencia sucia del mar, ese acantilado refulgía de modo irreal.
-¿Has visto nada igual en algún sitio? –preguntó Divea a Fergus.
-Ciertamente, en Bizancio abundan las islas con acantilados verticales como esos –respondió el gálata-, pero ninguno tan blanco. Nunca he visto nada parecido.
-Parece un castro construido para los dioses –dijo Conall.
-Pues aún así, no es donde me ha dicho Partholon que debemos buscar a nuestros congéneres –declaró Divea con firmeza.
-Así es –afirmó Fomoré-. El gran bosque se encuentra cerca de una ribera oculta detrás de un islote y, según las indicaciones del gran druida, tiene que estar más hacia occidente, pero también al borde del canal que hemos cruzado.
-¿Podemos navegar en esa dirección? –preguntó Divea a Fergus.
Conall apretó los labios. ¿Por qué aceptaba Divea el razonamiento de Formoré sin más discusión? Brigit se adelantó a cualquier otro argumento y, pidiéndole la venia con una inclinación de cabeza, también se anticipó a la respuesta de la futura druidesa:
-Debemos buscar un refugio para el navío y dormir, porque llegar a ese gran bosque va a tomarnos toda una jornada. Está en aquella dirección.
Su mano alzada señalaba un punto muy concreto a babor del navío. Fergus sonrió, ufano, pero buscó la mirada de Divea, que asintió de manera casi imperceptible. Obtenida su conformidad, ordenó:
-Dagda, Nuadú y Conall, preparad el ancla, porque fondearemos cerca de aquel abrigo, y tú, Fomoré, sitúate a proa y mira con mucha atención el mar, para avisarme con tiempo si vieras escollos. Pronto, que no falta mucho para que oscurezca.
Tras una noche sin contratiempos, la navegación de cabotaje fue al día siguiente mucho menos azarosa y encontraron con facilidad la boca que Partholon describiera a Fomoré. Comenzaba de verdad la aventura en Anglia. Una vez fondeado el dromon, descargaron en seguida la carreta y los animales. Fergus se empecinó en no abandonar el navío, porque no había encontrado un escondrijo tan reservado como el de la tierra de las piedras clavadas. Brigit quiso quedarse para acompañarlo, pero él repuso:
-Divea va a necesitarte mucho más que yo. Ve tranquila, que me valgo solo y no vais a tardar más que un par de días.
Mas en los ojos de la sibila había un abismo de sombras. Fergus notó que apretaba los labios como si quisiera silenciarse a sí misma.
-¿Son malos tus presagios? –le preguntó.
-Veo fuego y acero a nuestro regreso, en el borde de esta playa. Veo el sobrecogimiento de todos nosotros, pero no consigo distinguir nada más, porque en la visión yo estoy alzada sobre un peñasco, gritando entre llamas al atardecer.

59
Partió la comitiva la segunda madrugada tras la llegada a Anglia y una jornada antes del solsticio de verano. A todos les atenazaba una emoción muy intensa que llegaba a dificultarles respirar, aturdidos por encontrarse en un país tan mitificado por las tradiciones de su pueblo. Pero también era un lugar del que habían sabido muy poco las generaciones más recientes. Por lo tanto, la imaginación de todos ellos identificaba o recreaba la realidad circundante sólo a partir de leyendas antiguas, sin información veraz de las vicisitudes presentes de los celtas del lugar.
Sentada en el pescante junto a Conall, Divea lo examinaba todo al pasar, tratando de reconocer las referencias de Partholon. Los otros cuatro marchaban a caballo; Fomoré cabalgaba emparejado con Brigit por la izquierda; las sacerdotisas Nuadu y Dagda flanqueaban el carro por la derecha. La vegetación no era demasiado abundante; se trataba de praderas extensas, de un verde que hallaban mustio, donde los árboles eran escasos.
-No parece que podamos tropezarnos con clanes por aquí –dijo Conall muy bajo, porque deseaba que sólo Divea le oyera.
-Partholon asegura que hemos de recorrer un bosque grande antes de encontrar el gran nementone de piedra –repuso Divea-. No hace mucho que él recibió varias visitas de parte del gran druida, que se llama Goibniu. Partholon me aseguró que no era un druida muy viejo y, por lo tanto, debe vivir todavía.
-Pues a lo mejor no hemos tomado tierra en el punto correcto –Conall detestaba los territorios demasiado despejados, como la campiña que atravesaban en esos momentos, y ansiaba sentirse bajo el amparo del bosque.
-Sí lo hemos hecho –aseguró Brigit, y tanto Divea como Conall volvieron la cabeza no sin sorpresa.
La sibila cabalgaba un poco por delante de Fomoré, pero los dos muchachos consideraron imposible que hubiera oído su diálogo. Divea preguntó:
-¿Estás segura, Brigit? Partholon habló de un bosque muy grande, cerca de la costa.
-Y ahí está –Brigit señaló con la mano derecha una ligera elevación que estaba a punto de coronar el camino, bordeado de hierba pero sin árboles.
Conall sonrió con ironía, pero Divea había digerido completamente lo que conllevaba la especial naturaleza de Brigit. Decidió ser discreta y aguardar, porque también ella presentía la existencia muy cercana de una extensa floresta. En efecto, cuando la carreta llegó a lo alto de la colina, contemplaron a sus pies un bosque denso, muy oscuro, con apariencia inhóspita y tétrica.
-¡Por fin! –exclamó la futura druidesa.
Impaciente por llegar, Conall alentó a los caballos restallando el látigo, pero sin azotarlos de verdad puesto que Divea no lo permitía. Unos momentos más tarde, se encontró por fin entre las brumas que ansiaba. Pero se trataba de brumas demasiado espesas en la senda más tenebrosa y lúgubre que ninguno hubiera visto en cualquier otro bosque. Y también lo eran las acechanzas. Todos ellos tenían experiencia de haber visitado bosques que no eran el propio y poseían un sentido de alerta que nadie, ni siquiera los druidas más famosos, había podido explicar de manera racional. Se trataba de una capacidad tan espontánea como el respirar o el pestañear, y que por lo tanto no eran capaces de utilizar a voluntad; sin apreciar signos como rotura de ramas, hojarasca pisoteada o huellas en la tierra húmeda, eran capaces de detectar la cercanía de guardianes ocultos que les acechasen.
En ese bosque, donde olía a ciénaga sin haber pantanos a la vista, los seis sintieron muy pronto las presencias, mucho antes de confirmar visualmente que eran vigilados. Por ello, hablaban en susurros.
-Son muchos –dijo Conall con angustia.
-Tendríamos que volver atrás –sugirió Fomoré.
-Sabes bien que no serviría de nada –opuso Divea-. Si pretenden cazarnos, ya estamos cazados.
-Hay algo que no encaja –Brigit hablaba como si no pudiera creer lo que presentía-, a no ser que algún espíritu nefasto quiera confundirme.
-¿El qué no encaja? –preguntó Naudú.
-Nos miran con hostilidad y mucho recelo, pero no desean hacernos daño de veras –la voz de Brigit denotaba su confusión y perplejidad-. No veo que mane la sangre en nuestro futuro inmediato.
-¿Estás segura? –preguntó Divea. Brigit asintió-. Entonces, sepamos cuanto antes quiénes son, porque no disponemos de mucho tiempo. Mañana es el solsticio de verano y, por lo tanto, hemos de pasar esta noche en el gran nementone de piedra.
Sin añadir nada más, se alzó de pie en el pescante, con la piedra que la identificaba como futura druidesa, regalo de Galaaz, en la mano derecha, y en la izquierda la más pequeña, de jade, que le había obsequiado Partholon.
Igual que en Brocelandia, en seguida notaron la aproximación de un hombre por el golpeteo de los cascos de su caballo. Al aparecer ante ellos, los seis sintieron desolación y espanto. Vestía túnica parda y llevaba al cuello una cruz grande tallada en madera. Un peregrino como los que habían invadido el Camino al Fin de la Tierra, pero con una apariencia física que, desnudo, podría retratarlo como celta. Sin duda, un renegado, lo más temible con lo que podían darse de cara. Tenía unos cuarenta años, era delgado, de pómulos marcados y ojos muy claros rodeados de una aureola sumamente oscura, como si mirase desde otro mundo.
Les habló entrecortadamente en una lengua que ninguno reconoció, pero comprendieron las órdenes por sus gestos. Divea y Conall bajaron del pescante y los otros cuatro se apearon de los caballos. En cuanto se encontraron todos de pie en tierra, se vieron rodeados de un tropel de hombres con hábitos oscuros. Sólo el que había llegado en primer lugar llevaba caballo. Ataron con presteza las manos y los pies de las cuatro mujeres, y las echaron con brusquedad sobre la carga de la carreta. Conall y Fomoré fueron amarrados entre sí, con una gruesa cuerda cuyos cabos sujetaban otros dos hombres. Aseguraron los cuatro caballos a las varas del carro.
El único jinete gritó una orden con voz destemplada y se pusieron en marcha.

60
Llegaron a un poblado muy parecido a los monasterios que los peregrinos habían instalado en las cercanías de Santa Tecla. Gran profusión de cabañas, de construcción tosca y poco depurada, delimitando un espacio abierto de forma trapezoidal que se encontraba lleno de niños jugando y animales. En el momento que llegaron, Conall observó que los niños eran empujados rápidamente al interior de las cabañas, como si sus madres quisieran preservarlos de una plaga o de alguna clase de maldición proferida por los seis prisioneros.
Había seis postes firmemente clavados en tierra, enfrentados tres contra tres. Con suma rapidez, amontonaron leña abundante en torno a los cuatro situados en los extremos hasta formar grandes piras y, en seguida, auparon a Divea y las otras tres mujeres encima de la leña, donde fueron amarradas a los postes sin contemplaciones.
Oyeron trancas que eran colocadas precipitadamente tras las puertas, como si todos los habitantes del poblado temiesen la inminencia de un horror que se precipitaría sobre sus vidas al instante siguiente. Algo incomparablemente peor que una epidemia de peste o el estallido de un volcán.
Como si el aire quisiera corroborar la proximidad del horror, todos notaron una vaharada de brisa no refrescante, sino fétida; el vago hedor a ciénaga se intensificó, tal como si los cadáveres de cien monstruos corrompidos estuviesen abandonando los pantanos para devorar a víctimas propiciatorias que iban a serles ofrecidas. Divea irguió el cuello tanto como su incómoda postura se lo permitía, a fin de que sus huesos calcinados pudieran conservar cierta dignidad. Dagda y Naudú se miraban de lejos, demasiado distantes para dedicarse algunas frases de consuelo entre sí. En cambio, Brigit era el retrato de la perplejidad; no podía creer que sus desconcertantes facultades, nunca asimiladas del todo, no hubieran podido predecir algo tan definitivo como su muerte y la de sus compañeras.
Conall sentía tanta rabia, que no le era posible prestar atención al dolor. Ni siquiera, al de su segura muerte inmediata. Miró con amargura a la aprendiza de druidesa en lo alto de la pira; ella, en quien tanto conocimiento se había depositado, iba a ser pronto una tinaja rota, cenizas barridas por el hálito cenagoso que les ahogaba, y nadie aprovecharía tanto saber, ni siquiera él, que lo anhelaba más que a su propia vida. Por su parte, Brigit tenía el rostro demudado y había una luz muy extraña en sus ojos, supuso Conall que asombrada hasta el espanto de su propia incapacidad al haber predicho con tanta inexactitud lo que afrontaban. Contradiciendo su afirmación de hacía no tanto rato, iba a haber sangre derramada de los seis en seguida.
Observó varios detalles extraños. No hablaban apenas, y lo hacían en murmullos, al oído los unos de los otros. En vez de acudir todos a zaherirles o maltratarlos, como había visto hacer en las cercanías de su bosque de Santa Tecla, fueron ausentándose como si les horrorizara la idea de presenciar el sacrificio, hasta quedar frente a ellos tan sólo unos veinte hombres. Por último, los que portaban las antorchas para encender las piras se habían ido distanciando, como si temieran prenderlas de manera accidental. Supuso Conall que pretendían celebrar antes alguna clase de ritual que exigía mucho tiempo. Un lapso durante el que las cuatro mujeres sufrirían no imaginaba qué clase de vejaciones. Volvió a sentir rabia, aunque era mucho mayor la compasión de sí mismo. ¿Por qué no les daban muerte sin más? ¿Exigía su dios el tormento improductivo de los que no profesaban su fe?
El hombre que primero se había presentado ante ellos tomó una vara larga con una cruz sujeta en la punta. Recitó una parrafada muy prolongada en su extraño idioma y, a continuación, acercó la cruz a los labios de Divea. Ésta comprendió de lo que se trataba. El hombre le daba una última oportunidad de agradar al dios que él servía, antes de morir. Pero entre los muchos conocimientos que le habían sido transmitidos durante los intensos meses de preparación impuestos por Galaaz, uno de los principales era el sentido práctico de supervivencia en un medio tan lleno de peligros como eran los bosques inexplorados. Ese sentido le decía ahora que no valía la pena abjurar de toda una vida de convicciones si, de todos modos, iba a morir. Mejor hacerlo con toda la gallardía que le fuera posible. Por lo tanto, ladeó el rostro, rehusando que la cruz tocase sus labios. Con la cara vuelta hacia su derecha y retirada de la cruz tanto como se lo permitían las ataduras y el poste, Divea oró en voz muy alta para que sus compañeros la oyesen:
-Madre Dana, permíteme morir sin traicionarte ni flaquear. Dame fuerzas y ruega a Gundestrum y Brigit que nos traten a los seis compasivamente en el tránsito.
-¡Menos mal! –exclamó el hombre delgado con la cruz al cuello-, gracias a la madre Dana y a Karnun. No me habría gustado nada llevar esto hasta el final.
Los otros veinte rompieron el tétrico silencio con toses, algunas risas, exclamaciones, juramentos y conversas repentinas. De las casas volvieron a salir las mujeres y los niños, el claro se llenó de ruidos y el hálito cenagoso se evaporó.
Conall tardó unos momentos en darse cuenta de que el hombre flaco había hablado en la lengua de los celtas. Pero seguía sin entender lo que sucedía. Y lo más desconcertante de todo era que no conseguía descifrar sus propias emociones. Algo muy inconveniente para sus planes había ablandado su espíritu.
-¿De qué hablas, hombre? –preguntó Divea con tono más imperativo de lo que convenía en sus circunstancias.
-De la prueba que no tenemos más remedio que hacer a cuantos penetran en nuestro bosque, por razones de supervivencia.
Mientras hablaba, cuatro hombres desataron a las mujeres, las retornaron al suelo y les ofrecieron ramilletes de un muérdago raro, diferente de los que conocían. Todos los demás, reían.
-Somos celtas como vosotros –continuó el hombre flaco-, pero teníamos que confirmar que lo sois de verdad, porque todas las lunas viene alguien pretendiendo engañarnos, con intención de destruirnos desde dentro como caballos de Troya. Se fingen celtas sin serlo, para tratar de cazarnos, porque habéis de saber que las tierras de Anglia vuelven a ser escenario de persecuciones tan crueles contra los celtas como cuando vinieron los césares de Roma por vez primera.
-¿Quién eres? –Divea presentía la respuesta..
-Mi nombres es Goibniu y soy el druida del clan del bosque de Boca Oscura.
Divea extrajo la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el aro de bronce, y fue recitándole completas las tres frases rituales al oído. Observando que el druida no reaccionaba y permanecía en silencio, le dijo:
-Te traigo saludos de Partholon, que...
-¡El gran Partholon, el hombre más sabio que los dioses me han permitido conocer! Seáis bienvenidos y espero poder serviros, pues últimamente es un placer muy poco frecuente recibir a una futura druidesa tan amparada por los dioses como tú lo estás sin ninguna duda. Alabanzas y honor a la madre Dana.