viernes, 26 de diciembre de 2008

Seguid leyendo gratis EL OCASO DE LOS DRUIDAS


Hoy os ofrezco la lectura de los capítulos 55, 56, 57, 58 (comienzo del tercer libro), 59 y 60. Esta novela ha vuelto a mi propiead expclusiva porque la editorial ha incumplido clamorosamente los contratos
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55
Faltaban sólo cinco días hasta la fecha elegida para abandonar Brocelandia y sentían cierta tristeza y algo de vértigo por el temor a lo desconocido, dado que los dos países a los que tenían que dirigirse residían en las brumas de todos los misterios y las leyendas más terroríficas de las tradiciones celtas.
Tras un recuento de la luna y media pasada en ese bosque maravilloso, Conall notaba que no había avanzado gran cosa en la consecución de sus planes, porque la intensa preparación recibida del bardo Goiniu abarcaba sobre todo artes como la poesía y la música, y aspectos formales de los ritos. Poco más. Nada que pudiera servirle de verdad si un día se encontraba ante la oportunidad de ejercer de druida, y por lo tanto continuaba pendiente su propósito de ser capaz de parecer sabio. El de librarse de Alban, ahora le parecía una posibilidad inminente y sin tener que hacer nada. El de prepararse para poder suplantar a Divea llegado el momento, cada vez le parecía más inalcanzable.
Por su parte, Divea había confirmado que Fergus llevaría consigo a Brigit, y todavía no había encontrado la oportunidad de hablar a solas con ella. No podía postergarlo más sin faltar gravemente a sus responsabilidades de futura druidesa, porque no le estaba permitido dudar ni sentir miedo, ni vacilar en la toma de decisiones.
La predicción divina sobre la desaparición de Alban de su vida, no parecía que fuese a cumplirse en el bosque de Brocelandia; por lo tanto debía concentrarse en la resolución de lo relacionado con la enigmática mujer de pelo cobrizo. El problema era que no convenía que ningún miembro del grupo supiera de esa conversación, pero Brigit pasaba todo su tiempo al lado de Fergus, lo que hacia imposible la discreción indispensable si ella deseaba mantener el secreto de su condición.
Tuvo que recurrir a la ayuda de Partholon.
-Señor, ¿me está permitido pediros un favor?
El druida sonrió. ¡Cómo admiraba a esa juiciosa y sabia muchacha, y cuánto iba a sentir su marcha!
-Se te permite.
-No ignoráis que son muchas las voces que murmuran sobre la naturaleza verdadera de Brigit. Hay quien afirma que podría ser una sibila. Sabéis bien, porque forma parte de las enseñanzas que tan generosamente me habéis dado, que yo tendría que conocer esa condición si fuera cierta, a fin de cumplir de la manera más conveniente mis cometidos de druidesa. Dado que se dispone a viajar con mi grupo a Anglia, debería hablar a solas con ella sin conocimiento de quienes viajarán conmigo. ¿Existe alguna posibilidad de que vos me facilitéis que pueda mantener esa entrevista en secreto?
-Sí, hija mía. Existe y así se hará. Ve con el Sol alto a la morada de Goiniu. Él te conducirá a donde Brigit estará esperándote.
Llegada la hora en que el Sol brillaba en el centro de su recorrido diario, de manera que los cuerpos apenas proyectaban sombra, Divea fue a visitar al bardo Goiniu.
-Querida niña, el gran druida me ha dado una orden que ha modificado en parte lo que te había dicho esta mañana. Yo no te conduciré a donde Brigit te espera, porque tú debes descubrir ese lugar usando tus deducciones a partir de tres palabras que yo te diré. Así, desea Partholon comprobar si has aprovechado sus enseñanzas. ¿Estás de acuerdo?
-Debo obedecer, Goiniu. Pero me da miedo decepcionar al gran druida.
-No temas, Divea. No lo harás.
-¿Cuáles son esas tres palabras?
-Agua, roca y amor.
-¡Oh!
El bardo sonrió.
-No te apures, muchacha. No es tan complicado...
-Pero es que en este bosque hay veneros de agua y arroyos por todas partes. He visto peñascos magníficos, muy numerosos, en todos mis desplazamientos en busca de hierbas. Y de amor, alabanzas sean dadas a la madre Dana, sobra en todos los corazones. ¿Cómo voy a encontrar la solución en un momento, si se trata de que Brigit está esperando?
-Sí, está esperándote ya. Y te repito que no te apures. Sólo tienes que pensar en cuanto has visto en Brocelandia. Los dioses te inspirarán la solución. Ahora, ve.
Divea salió de la hermosa cabaña circular del bardo con la mente en blanco. Pocos pasos más adelante, se detuvo. Agua, roca y amor. No eran tres pistas, sino una sola. Tenía que pensar en un punto donde esas tres palabras cobraran sentido al mismo tiempo y no por separado. Y debían referirse a un lugar no lejano ni inaccesible. Sintió algo de vértigo, a causa del esfuerzo de pensar con rapidez y la necesidad de hallar la solución a tiempo de que Brigit no llegase de desesperar. Pocos días antes, habían celebrado un rito de la fertilidad en honor de Ainé, la diosa del amor y la pasión, que no había tenido lugar en el nementone. Lamentablemente, ella no había podido asistir, vetada por sus quince años. Casi estuvo a punto de ruborizarse recordando los comentarios aislados que había escuchado sobre el desarrollo del ritual. ¿Dónde estaba ella cuando partieron hacia el sitio de la celebración? Un pequeño esfuerzo bastó para caer en la cuenta de que no los había visto partir, pero sí recordaba el retorno, aunque dado el estado de euforia ebria de los celebrantes, habían regresado alborotando y desde varios puntos. Pero tenía clara la dirección aproximada de donde procedían todos.
Echó a correr hacia ese punto y muy pronto tuvo que detenerse ante el cauce de un arroyo tumultuoso que descendía veloz entre raudales. Agua y roca, pero todavía no podía combinarlas con amor. Como no podían haber cruzado ese río, dedujo que tenían que proceder de más arriba, siguiendo el torrente.
Encontrar el lugar sólo le costó unos momentos más. Descubrió antes el brillo rojizo del pelo de Brigit que las características que resumían muy obviamente las tres palabras del bardo. El río caía por una pequeña cascada en una poza de belleza deslumbrante, encajada por el fondo entre rocas blanquecinas y por el lado donde Brigit esperaba, bordeada de flores con una abundancia tal, que el verde quedaba oculto por el bordado multicolor, en el que reconoció gran abundancia de camomila, tomillo, hisopo y orégano, que llenaban en aire con un aroma penetrante. Aunque no tan abundantes, vio también flores de lavanda y de salvia, por lo que un hálito de magia hacía que el lugar pareciera irreal. Aislado casi en el centro del manto de flores, había un monolito semejante a los del campo de las piedras clavadas, pero éste era una pulida roca blanca coronada por una imagen muy hermosa de la diosa Ainé.
Brigit no le sonrió, pero no había hostilidad en su expresión.
-Sé lo que quieres, Divea.
-Pues si lo sabes, estás respondiendo afirmativamente mi pregunta.
-Así es.
-¿Te causa dolor?
-Desde que empecé a pensar, Divea, antes de conseguir andar. Pero con el paso de los años, he aprendido a vivir con mi naturaleza.
Divea recordó que en la reunión donde la vio por primera vez Brigit no había contado ninguna desgracia personal, y sólo habló de aquel príncipe encadenado por su padre para que no se convirtiera en un rey perverso. Si había sufrido tanto como decía, ¿por qué no hablaba de ello?
-Porque hay demasiado dolor sangrante entre los refugiados de este bosque –respondió Brigit a la pregunta que Divea sólo había forjado en su pensamiento-. Las que son como yo deben conseguir dureza de acero, para no sumar su dolor al que tanto abunda en el mundo. ¿Guardarás mi secreto o tendré que huir de nuevo?
La pregunta sirvió para que Divea comenzara a sospechar cuál podía haber sido el motivo de que la mujer de pelo rojizo se hubiera refugiado en Broceladia. Notó que Brigit asentía muy levemente, como si confirmase esa sospecha, pero al momento vio que se abatía igual que si recibiera un mazazo en la cabeza.
-Corramos, Divea. Algo tremendo ocurre.
No tardaron mucho en llegar al nementone, donde había mucho movimiento. Alzados como dioses guerreros sobre sus monturas, diez de los cuarenta y nueve que hicieran aquella vistosa exhibición de monta el día de su llegada al bosque, llamaban apresuradamente a los hombres.
-No somos suficientes para frenarlos –gritaban-. Debéis acompañarnos al menos cincuenta a caballo. Daos prisa.
Divea y Brigit supieron en seguida lo que ocurría, gracias a los comentarios de la multitud alborotada que se había reunido en el claro. Un ejército muy bien pertrechado, cubiertos los hombres de armaduras y los caballos de lorigas, avanzaba con dirección al principal poblado del bosque y no lo hacía con buenas intenciones.
En seguida comenzó a oírse desde todas las direcciones el trote de los caballos. Los celtas respondían en masa la llamada de los dioses guerreros y Divea vio con desolación que Alban, Fergus y Fomoré se sumaban al ejército improvisado. ¿Qué iba a pasar con ellos y con la prosecución de su viaje de iniciación?
Sintió que Brigit acercaba los labios a su oído para susurrar:
-Partirás en la fecha prevista, pero con un hombre menos, y los invasores serán derrotados antes de que el Sol despierte de nuevo.
De tal modo comprendió Divea por qué había dicho su bisabuelo que debía temer a los dioses guerreros. Se cubrió el rostro echándose a llorar, convencida de que su fiel escudero Alban no volvería de la expedición.


56
Conall salió de su escondite cuando el relente de la noche comenzó a resultarle insoportable. Llevaba ocultándose desde el Sol alto, cuando los guerreros del bosque acudieron a pedir voluntarios.
Día a día, sentía crecer y multiplicarse las contradicciones dentro de su pecho. A lo que había sentido en el momento de oír la convocatoria no le encontraba explicación. En primer lugar, experimentó rabia porque los invasores pretendieran destruir un lugar donde los celtas vivían con tanta placidez. Segundo, una alegría ácida, cuando vio partir a Alban y recordó la advertencia de Galaaz contra los dioses guerreros, recuerdo que le hizo sospechar que jamás volvería a ver al gigantesco muchacho. Tercero, miedo; pero se trataba de un miedo impreciso, porque no se consideraba cobarde. Volvió de nuevo el presentimiento que le rondaba hacía tiempo de que se olvidaba de algo.
Si no era cobarde, ¿por qué lo primero que pensó fue en buscar un lugar recoleto donde no pudieran encontrarlo? Trató de convencerse de que el motivo debía de ser su determinación de convertirse en druida a pesar de tener todas las posibilidades en contra, y si se escondía en momentos de grave peligro era sólo para preservar la sagrada vida de un futuro druida.
Por una razón que no supo explicarse, su memoria evocó la escena que había protagonizado Fomoré en el riachuelo, el rito en medio de un nementone improvisado en la orilla y el lanzamiento de flores al agua. ¿Qué tendría que ver el acto de Fomoré con su miedo o con su futuro druídico? Cada vez se sentía más confuso.
Y esa confusión aumentó cuando, a la mañana siguiente, fueron volviendo los dioses guerreros y los voluntarios. Gritaban aclamaciones victoriosas porque habían conseguido rechazar a los poderosos invasores, pero transportaban a muchos heridos y Alban entre ellos. Lo traían en unas parihuelas compuestas con un manto y dos troncos de abedules jóvenes. Creyó por un instante que estaba muerto, tan extrema era su palidez y tan enorme la extensión de las manchas frescas de sangre en su ropa. Alban había dejado de ser un obstáculo en su camino, y en vez de júbilo sintió algo semejante al cansancio.
¿Qué sucedía en su pecho? Temía sentir furor cuando Divea descubriera que su escudero regresaba moribundo y se volcara en lágrimas. Pero ¿por qué iba a sentir ese furor? Echó a correr para alejarse del poblado cuando comenzó a oír los lamentos y las invocaciones de quienes acogían a sus moribundos.
Gwynna fue una de las primeras en correr a recibirlos, puesto que una mirada ansiosa le bastó para advertir que Alban no volvía a lomos de su caballo, ya que su estatura descollante le haría ser visto de inmediato. La bella joven helvética había pasado la noche en vela, resistiendo los reproches de su padre:
-Apenas lo conoces, Gwynna, y él está de paso. No tortures tu pecho con algo que no puede ser.
Pero no quería evitarlo. El sentimiento era lo más fuerte que sintiera jamás. Le daba vergüenza reconocer ante su propio pensamiento que ni siquiera el dolor de haber visto el martirio de su madre y sus hermanos había sido tan poderoso como el aturdimiento que se apoderó de su pecho desde que él depositara aquellas flores a sus pies. Verlo en el estado que presentaba, en un manto sanguinolento colgado entre dos troncos, retorció su corazón de tal modo, que ni siquiera llorar le fue posible. Perdió el aliento en busca de ayuda para conducirlo a su cabaña, con el propósito de acomodarlo sin daño, y suplicó a Goiniu y a Partholon remedios que le permitieran retener la vida que se le escapaba.
Perplejo y sin saber qué hacer para consolar a su hija, Arthan fue en busca de Divea y el resto del grupo. Una vez que se reunieron todos en torno al jergón donde Alban agonizaba, la futura druidesa notó en la frente de su escudero la huella del dedo indicador de Inger. Arrebatada más por la rabia que por el dolor, posó las manos en esa frente pálida y sin calor apenas, rogó a Gundestrun que borrase la señal de la valkiria, a Karnun que renovase el aliento del bosque en el pecho de Alban, a Ogmios que le devolviera la sangre que había derramado en la guerra y a Dana, que no dejase de ser la amantísima madre de quien tan generosamente la honraba.
Cerró los ojos con los párpados apretados, a ver si se le revelaba en mágicos azules el camino que estaba a punto de emprender Alban, pero las formas que logró entrever no representaban un camino ni se referían al magnífico escudero. Significaban horror, y en el centro estaba ella.
Se acercaba la madrugada sin que los dioses respondieran la súplica. El enorme y poderoso cuerpo derrumbado parecía ahora escuálido, desvalido. No había movimiento que revelase que vivía y su pecho semejaba haber perdido la capacidad de respirar. A los seis compañeros de Alban les pareció que Gwynna se preparaba para morir en el momento que expirase quien le insuflaba un imprevisto deseo de vivir.

57
Cinco días más tarde, Divea fue a visitarlo por última vez junto con el resto del grupo, dispuestos ya a emprender viaje. Aunque muy preocupada y devotamente entregada a su cuidado, Gwynna sonreía serenamente feliz junto al cuerpo derrotado de Alban. Pasada la que a todos les había parecido una prolongada agonía, ahora tenían claro que la derrota iba a ser pasajera.
-Ve tranquila, aquí sanará pronto aunque creas que está muriéndose – le dijo Gwynna a Divea-. Partholon me lo ha jurado.
-Lo cuidaré como si fuera mi hijo –aseguró Arthan, el padre de Gwynna-, te lo prometo en nombre de los dioses-. Sé que Belenus me inspira.
Todos comprendieron que consideraba que el muchacho, con su inmensa humanidad, podía llenar una parte del hueco que sus propios hijos muertos habían dejado en su corazón.
-Cuando despierte –añadio Gwynna-, le diré lo mucho que sus compañeros sentís que no vaya con vosotros.
Divea contemplaba la escena consciente de que no sentía más que preocupación por la salud de Alban, y ninguna otra emoción. Se preguntó cuándo había dejado de amar a su escudero si es que lo había amado alguna vez. Por más que rebuscaba en su pecho, no hallaba la menor sombra de algo parecido a los celos mientras miraba a la hermosa muchacha helvética, tan posesiva en esos momentos, abrazada al cuerpo herido. El padre, no paraba de salir y volver con elixires preparados por Partholon, y cada vez que abría un pomo, Gwynna preguntaba una y otra vez las indicaciones del druida, para asegurarse de actuar con tino.
La futura druidesa llegó a la conclusión de que lo único que había sentido por Alban era admiración y deslumbramiento juvenil ante un físico tan espectacular, del que las amigas de su edad hablaban a todas horas. Evocaba los cruzamientos de miradas en el bosque de Santa Tecla, sus ojos elusivos y sus rubores frente a él, y aunque no había pasado tanto tiempo, le parecían actitudes demasiado pueriles, impropias y lejanas, que le causaban algo de vergüenza.
Tenían todo preparado para el viaje.
La carreta iba muy sobrecargada, porque todos en Brocelandia habían querido obsequiarles algo. Conall, en el pescante, contenía con las rienda a los caballos con los que el druida les había obligado a sustituir los bueyes, asegurándoles que los territorios que iban a recorrer no eran muy escarpados y así podrían terminar antes de que llegasen los rigores del invierno, muy duro en las islas de Anglia e Hibernia. Sumaban más mujeres que hombres, porque Alban no iba con ellos y, en cambio, sí lo hacía Brigit. Seguían siendo siete, pero ahora eran cuatro las mujeres. Fergus expresó su temor de no poder gobernar bien el dromon con tan escasa ayuda, pero en ese momento descubrieron otra faceta de Brigit:
-Si prefieres a un hombre en mi lugar, es que no me conoces ni me mereces.
Lo había dicho dulcemente, pero todos comprendieron la magnitud de su determinación en su voz metalizada a causa del tono contenido de rabia.
La respuesta de Fergus fue echar a Brigit un brazo por los hombros, muy ufano.
Conall giró la cabeza hacia el gálata. ¿Cómo podía quejarse a esas alturas de no poder manejar el navío con un hombre menos, si a todos les decía que había atravesado de parte a parte el Mar del Centro de la Tierra, tripulándolo él solo? Durante la travesía desde la tierra de los astures, había contemplado infinidad de veces la cubierta del dromon y los veinticuatro bancos para remeros, vacíos, diciéndose que era imposible que un hombre hubiera podido gobernarlo sin ayuda de nadie. La convicción de que mentía se reforzó en el momento de la partida, mientras se preguntaba en qué punto del viaje podría deshacerse de él.
Con todo preparado para echar a andar, tan sólo aguardaban que acudiese Partholon para encomendarlos a la diosa y despedirles.
Esperaban su llegada, pero no el despliegue con que acudió. Le acompañaban otros dos druidas, tres bardos y doce sacerdotisas, más un número impreciso de sirvientes, difíciles de contar porque todos iban aparatosamente coronados de flores de valeriana y campánulas, y llevaban grandes ramos en las manos de centaurium blancas, amarillas y, sobre todo, rosadas, que fueron echando sobre la carga de la carreta, entregando después ramitas de muérdago a cada uno de los siete. Los viajeros se vieron rodeados por la comitiva, hasta formar un círculo perfecto, en cuyo centro compusieron uno más pequeño a base de flores. Los tres bardos comenzaron a tañer sus liras con una melodía alegre y melancólica a la vez. Consternada por tanta aparatosidad, Divea estuvo a punto de expresar una queja desde su modestia, pero una mirada de Brigit la detuvo. Se resignó al homenaje, que le parecía propio de una reina, y aguardó con la cabeza inclinada que Partholon hablase desde el centro del círculo de flores:
-Ya eres druidesa en la cabeza de los dioses, Divea, a pesar de que todavía no te esté permitido oficiar, y no por tu juventud, sino porque primero debes completar este viaje, pero llevas en la frente el signo de la madre Dana y en el corazón, el ímpetu y la fuerza de Cernunnos. Quienes estamos obligados a ver donde otros son ciegos, reconocemos en ti el poder que te ha sido concedido y por ello vaticino que serás renombrada y celebrada en todo el continente. Tu bisabuelo, el druida Galaaz, descubrió que habías sido elegida por los dioses y ello no solamente lo honra, sino que le hará ganar la consideración de mi pueblo y de todos los pueblos celtas de Europa. Cuando vuelvas a él, y aunque yo no lo conozca, dale de mi parte este obsequio – depositó una figurilla de oro en la mano de Divea- y felicítalo de mi parte, por ser quien es y por la sabiduría que te ha transmitido. Por consideración a él es doblemente indispensable que redondees tus aciertos culminando con bien este viaje de iniciación.
En este punto, Partholon miró el elixir contenido en un cuenco que le ofrecía una sacerdotisa que, después de tomar el druida un sorbo, lo fue ofreciendo también a los siete viajeros.
-Siente en tu cuerpo el poder de Karnun y el fuego de Brida –en efecto, Divea experimentó el paso del elixir por su esófago como si fuese un río de lava-, y graba en tu mente tres deberes que debes acabar de cumplir en la próxima etapa de tu viaje, antes de llegar a Hibernia. Has de dominar el saber sin jactarte de él; has de atreverte a cuanto te exija la condición de druida, sin amilanarte; has de ser capaz de guardar silencio sin revelar jamás lo que te sea confiado.
Partholon rebuscó entre los pliegues de su túnica. Extrajo un pequeño disco de jade decorado con las cuatro madejas entrelazadas en una cruz gamada, el viejo y universal signo de los celtas; lo depositó en la mano de Divea, que retuvo con su izquierda mientras alzaba la derecha y decía:
-Madre Dana, conduce a tu hija Divea con bien hasta el gran nementone de piedra de los anglos, revélale tu luz al amanecer del solsticio y vela por ella y sus seis acompañantes, para que puedan afrontar sin temor ni contratiempos el encuentro con la druidesa eterna, Morgana, a quien los mortales ignoramos si has perdonado. Mas es Divea la única druidesa que yo conozca capaz de conmover a Morgana para que le entregue los saberes que sólo ella posee y que hasta ahora se ha negado tozudamente a compartir con ningún otro druida.
Divea estaba paralizada. No era capaz de expresión alguna y fue, por tanto, imposible agradecer a Partholon sus bendiciones y obsequios. Nadie le había hablado hasta ese momento de presentarse ante Morgana, la idea más terrorífica que podía imaginar.

TERCER LIBRO
Con los Anglos
58
Tenían ante sí las etapas más amedrentadoras y, al mismo tiempo, más fascinantes del viaje. Durante un corto y meditabundo paseo de despedida que quiso hacer a solas entre los grandes monolitos clavados en la tierra, Divea compuso un ramito de clavellinas y peonías para derramar buenos presagios sobre la cubierta del dromon, lo que sirvió de consuelo a los demás pero no a ella. Tenía sólo quince años, cuestión que nadie parecía recordar puesto que se tomaban su futura condición druídica como si ya hubiera sido consagrada; pero aunque sentía crecer rápidamente sus conocimientos, ella no podía evitar desfallecer a veces, como ante la idea pavorosa de presentarse ante Morgana. Si existía en realidad y no era una quimera; todas las leyendas celtas amalgamaban realidad y fantasía, lo que también podía suceder con la de Morgana.
En la primera parte de la travesía, tuvieron que rodear una larga banda de tierra que se adentraba en la extensión marina hacia el sur. En cuanto se enfrentaron al océano al rolar hacia el norte, encontraron turbulencias aterradoras y les exigió a todos crujidos de huesos y copiosos sudores conseguir contornear la Armórica, porque el navío se balanceaba a merced de las olas como un carrusel enloquecido. Obsesivamente al mando del timón, Fergus comparaba la gris y vertiginosa superficie del agua con la que había surcado en su primera travesía desde Bizancio, casi siempre de un terso color turquesa. Ahora, por contraste, recordaba aquel paisaje marino como vivificante, a pesar de las circunstancias espantosas que sufría entonces. Todo lo que ahora veía delante de la proa era un horizonte impreciso y agitado, limitando un universo de montañas líquidas entre las que el dromon parecía una frágil barquichuela en poder de un espíritu hostil.
Pero ese paisaje bamboleante se esfumó al llegar al punto situado más al norte de la Armórica. Iba a comenzar el verano, pero allí parecía invierno. La capota gris que cubría el firmamento era como un manto gélido tendido sobre los peores presagios, aunque el movimiento del agua fuese menor, lo que muy pronto resultó ser la más errónea de las estimaciones. En el punto donde descubrieron que el perfil isleño que veían al otro lado del mar parecía más cercano que la costa situada al oriente de la punta rocosa, el mar simulaba haberse rendido al poderío de las dos orgullosas tierras que lo encajonaban. Por ello, Fergus decidió cruzar cuanto antes lo que daba la impresión de ser un gran río más que un brazo de mar.
Decidieron intentar el cruce con el primer viento favorable, tibio y saturado de aromas del bosque de Brocelandia que todos comenzaban a añorar. Tenían ante sí demasiadas dudas e incertidumbres y, por comparación, lo que dejaban atrás brillaba en su ánimo como el paraíso perdido.
Pero el mar decidió contradecirse a sí mismo y lo que les parecía calma era marejada; pronto el navío crujía como si un demonio quisiera desbaratarlo. Una corriente muy fuerte, que resultaba imperceptible en la superficie más o menos lisa, comenzó a escorarlo hacia estribor, a pesar de que tenían viento claro de popa.
-¡Desconfío que esto es una maldición de los dioses por algo impropio que hemos hecho! –exclamó Conall, encogido de pavor junto al timón.
Fergus contuvo su ironía, porque le parecía ridícula esa actitud en un muchacho fuerte y sano que estaba preparándose para adquirir el elevado rango de bardo.
-Los dioses nos exigen enfrentarnos a la Naturaleza tal como es –aseguró Divea, con gran dulzura-, sin ajustarla a nuestras conveniencias. Yo afirmo que es el libre albedrío lo que debe dictarnos la oportunidad de afrontar o no los riesgos, sin dejar de invocar la ayuda de la madre Dana.
Mas todos creyeron durante el cruce hacia la isla que iban a naufragar y morir, a despecho del convencimiento de que la presencia de la futura druidesa era una garantía para sus vidas, ya que serían salvadas por lo dioses al tiempo que preservaban la de la muchacha. Inclinado el casco del dromon hasta el punto de que la horizontalidad de cubierta llegaba casi a situarse en vertical, todos estaban lívidos y vomitaban hasta los muy curtidos, como Fomoré; sólo conservaron la compostura Divea y Fergus. Nada se mantenía en pie en cubierta y, en el sollado inferior, los caballos pugnaban por desatarse y correr de estampía, lo que habría duplicado el peligro de naufragio.
Cuando, algo desviados del rumbo norte hacia estribor, avistaron en la costa un sorprendente acantilado blanco, alguno de ellos llegó a preguntarse si habrían naufragado sin notarlo sus sentidos y ahora sus espíritus se acercaban a la morada de los dioses. En contraste con el oscuro cielo encapotado y el gris de apariencia sucia del mar, ese acantilado refulgía de modo irreal.
-¿Has visto nada igual en algún sitio? –preguntó Divea a Fergus.
-Ciertamente, en Bizancio abundan las islas con acantilados verticales como esos –respondió el gálata-, pero ninguno tan blanco. Nunca he visto nada parecido.
-Parece un castro construido para los dioses –dijo Conall.
-Pues aún así, no es donde me ha dicho Partholon que debemos buscar a nuestros congéneres –declaró Divea con firmeza.
-Así es –afirmó Fomoré-. El gran bosque se encuentra cerca de una ribera oculta detrás de un islote y, según las indicaciones del gran druida, tiene que estar más hacia occidente, pero también al borde del canal que hemos cruzado.
-¿Podemos navegar en esa dirección? –preguntó Divea a Fergus.
Conall apretó los labios. ¿Por qué aceptaba Divea el razonamiento de Formoré sin más discusión? Brigit se adelantó a cualquier otro argumento y, pidiéndole la venia con una inclinación de cabeza, también se anticipó a la respuesta de la futura druidesa:
-Debemos buscar un refugio para el navío y dormir, porque llegar a ese gran bosque va a tomarnos toda una jornada. Está en aquella dirección.
Su mano alzada señalaba un punto muy concreto a babor del navío. Fergus sonrió, ufano, pero buscó la mirada de Divea, que asintió de manera casi imperceptible. Obtenida su conformidad, ordenó:
-Dagda, Nuadú y Conall, preparad el ancla, porque fondearemos cerca de aquel abrigo, y tú, Fomoré, sitúate a proa y mira con mucha atención el mar, para avisarme con tiempo si vieras escollos. Pronto, que no falta mucho para que oscurezca.
Tras una noche sin contratiempos, la navegación de cabotaje fue al día siguiente mucho menos azarosa y encontraron con facilidad la boca que Partholon describiera a Fomoré. Comenzaba de verdad la aventura en Anglia. Una vez fondeado el dromon, descargaron en seguida la carreta y los animales. Fergus se empecinó en no abandonar el navío, porque no había encontrado un escondrijo tan reservado como el de la tierra de las piedras clavadas. Brigit quiso quedarse para acompañarlo, pero él repuso:
-Divea va a necesitarte mucho más que yo. Ve tranquila, que me valgo solo y no vais a tardar más que un par de días.
Mas en los ojos de la sibila había un abismo de sombras. Fergus notó que apretaba los labios como si quisiera silenciarse a sí misma.
-¿Son malos tus presagios? –le preguntó.
-Veo fuego y acero a nuestro regreso, en el borde de esta playa. Veo el sobrecogimiento de todos nosotros, pero no consigo distinguir nada más, porque en la visión yo estoy alzada sobre un peñasco, gritando entre llamas al atardecer.

59
Partió la comitiva la segunda madrugada tras la llegada a Anglia y una jornada antes del solsticio de verano. A todos les atenazaba una emoción muy intensa que llegaba a dificultarles respirar, aturdidos por encontrarse en un país tan mitificado por las tradiciones de su pueblo. Pero también era un lugar del que habían sabido muy poco las generaciones más recientes. Por lo tanto, la imaginación de todos ellos identificaba o recreaba la realidad circundante sólo a partir de leyendas antiguas, sin información veraz de las vicisitudes presentes de los celtas del lugar.
Sentada en el pescante junto a Conall, Divea lo examinaba todo al pasar, tratando de reconocer las referencias de Partholon. Los otros cuatro marchaban a caballo; Fomoré cabalgaba emparejado con Brigit por la izquierda; las sacerdotisas Nuadu y Dagda flanqueaban el carro por la derecha. La vegetación no era demasiado abundante; se trataba de praderas extensas, de un verde que hallaban mustio, donde los árboles eran escasos.
-No parece que podamos tropezarnos con clanes por aquí –dijo Conall muy bajo, porque deseaba que sólo Divea le oyera.
-Partholon asegura que hemos de recorrer un bosque grande antes de encontrar el gran nementone de piedra –repuso Divea-. No hace mucho que él recibió varias visitas de parte del gran druida, que se llama Goibniu. Partholon me aseguró que no era un druida muy viejo y, por lo tanto, debe vivir todavía.
-Pues a lo mejor no hemos tomado tierra en el punto correcto –Conall detestaba los territorios demasiado despejados, como la campiña que atravesaban en esos momentos, y ansiaba sentirse bajo el amparo del bosque.
-Sí lo hemos hecho –aseguró Brigit, y tanto Divea como Conall volvieron la cabeza no sin sorpresa.
La sibila cabalgaba un poco por delante de Fomoré, pero los dos muchachos consideraron imposible que hubiera oído su diálogo. Divea preguntó:
-¿Estás segura, Brigit? Partholon habló de un bosque muy grande, cerca de la costa.
-Y ahí está –Brigit señaló con la mano derecha una ligera elevación que estaba a punto de coronar el camino, bordeado de hierba pero sin árboles.
Conall sonrió con ironía, pero Divea había digerido completamente lo que conllevaba la especial naturaleza de Brigit. Decidió ser discreta y aguardar, porque también ella presentía la existencia muy cercana de una extensa floresta. En efecto, cuando la carreta llegó a lo alto de la colina, contemplaron a sus pies un bosque denso, muy oscuro, con apariencia inhóspita y tétrica.
-¡Por fin! –exclamó la futura druidesa.
Impaciente por llegar, Conall alentó a los caballos restallando el látigo, pero sin azotarlos de verdad puesto que Divea no lo permitía. Unos momentos más tarde, se encontró por fin entre las brumas que ansiaba. Pero se trataba de brumas demasiado espesas en la senda más tenebrosa y lúgubre que ninguno hubiera visto en cualquier otro bosque. Y también lo eran las acechanzas. Todos ellos tenían experiencia de haber visitado bosques que no eran el propio y poseían un sentido de alerta que nadie, ni siquiera los druidas más famosos, había podido explicar de manera racional. Se trataba de una capacidad tan espontánea como el respirar o el pestañear, y que por lo tanto no eran capaces de utilizar a voluntad; sin apreciar signos como rotura de ramas, hojarasca pisoteada o huellas en la tierra húmeda, eran capaces de detectar la cercanía de guardianes ocultos que les acechasen.
En ese bosque, donde olía a ciénaga sin haber pantanos a la vista, los seis sintieron muy pronto las presencias, mucho antes de confirmar visualmente que eran vigilados. Por ello, hablaban en susurros.
-Son muchos –dijo Conall con angustia.
-Tendríamos que volver atrás –sugirió Fomoré.
-Sabes bien que no serviría de nada –opuso Divea-. Si pretenden cazarnos, ya estamos cazados.
-Hay algo que no encaja –Brigit hablaba como si no pudiera creer lo que presentía-, a no ser que algún espíritu nefasto quiera confundirme.
-¿El qué no encaja? –preguntó Naudú.
-Nos miran con hostilidad y mucho recelo, pero no desean hacernos daño de veras –la voz de Brigit denotaba su confusión y perplejidad-. No veo que mane la sangre en nuestro futuro inmediato.
-¿Estás segura? –preguntó Divea. Brigit asintió-. Entonces, sepamos cuanto antes quiénes son, porque no disponemos de mucho tiempo. Mañana es el solsticio de verano y, por lo tanto, hemos de pasar esta noche en el gran nementone de piedra.
Sin añadir nada más, se alzó de pie en el pescante, con la piedra que la identificaba como futura druidesa, regalo de Galaaz, en la mano derecha, y en la izquierda la más pequeña, de jade, que le había obsequiado Partholon.
Igual que en Brocelandia, en seguida notaron la aproximación de un hombre por el golpeteo de los cascos de su caballo. Al aparecer ante ellos, los seis sintieron desolación y espanto. Vestía túnica parda y llevaba al cuello una cruz grande tallada en madera. Un peregrino como los que habían invadido el Camino al Fin de la Tierra, pero con una apariencia física que, desnudo, podría retratarlo como celta. Sin duda, un renegado, lo más temible con lo que podían darse de cara. Tenía unos cuarenta años, era delgado, de pómulos marcados y ojos muy claros rodeados de una aureola sumamente oscura, como si mirase desde otro mundo.
Les habló entrecortadamente en una lengua que ninguno reconoció, pero comprendieron las órdenes por sus gestos. Divea y Conall bajaron del pescante y los otros cuatro se apearon de los caballos. En cuanto se encontraron todos de pie en tierra, se vieron rodeados de un tropel de hombres con hábitos oscuros. Sólo el que había llegado en primer lugar llevaba caballo. Ataron con presteza las manos y los pies de las cuatro mujeres, y las echaron con brusquedad sobre la carga de la carreta. Conall y Fomoré fueron amarrados entre sí, con una gruesa cuerda cuyos cabos sujetaban otros dos hombres. Aseguraron los cuatro caballos a las varas del carro.
El único jinete gritó una orden con voz destemplada y se pusieron en marcha.

60
Llegaron a un poblado muy parecido a los monasterios que los peregrinos habían instalado en las cercanías de Santa Tecla. Gran profusión de cabañas, de construcción tosca y poco depurada, delimitando un espacio abierto de forma trapezoidal que se encontraba lleno de niños jugando y animales. En el momento que llegaron, Conall observó que los niños eran empujados rápidamente al interior de las cabañas, como si sus madres quisieran preservarlos de una plaga o de alguna clase de maldición proferida por los seis prisioneros.
Había seis postes firmemente clavados en tierra, enfrentados tres contra tres. Con suma rapidez, amontonaron leña abundante en torno a los cuatro situados en los extremos hasta formar grandes piras y, en seguida, auparon a Divea y las otras tres mujeres encima de la leña, donde fueron amarradas a los postes sin contemplaciones.
Oyeron trancas que eran colocadas precipitadamente tras las puertas, como si todos los habitantes del poblado temiesen la inminencia de un horror que se precipitaría sobre sus vidas al instante siguiente. Algo incomparablemente peor que una epidemia de peste o el estallido de un volcán.
Como si el aire quisiera corroborar la proximidad del horror, todos notaron una vaharada de brisa no refrescante, sino fétida; el vago hedor a ciénaga se intensificó, tal como si los cadáveres de cien monstruos corrompidos estuviesen abandonando los pantanos para devorar a víctimas propiciatorias que iban a serles ofrecidas. Divea irguió el cuello tanto como su incómoda postura se lo permitía, a fin de que sus huesos calcinados pudieran conservar cierta dignidad. Dagda y Naudú se miraban de lejos, demasiado distantes para dedicarse algunas frases de consuelo entre sí. En cambio, Brigit era el retrato de la perplejidad; no podía creer que sus desconcertantes facultades, nunca asimiladas del todo, no hubieran podido predecir algo tan definitivo como su muerte y la de sus compañeras.
Conall sentía tanta rabia, que no le era posible prestar atención al dolor. Ni siquiera, al de su segura muerte inmediata. Miró con amargura a la aprendiza de druidesa en lo alto de la pira; ella, en quien tanto conocimiento se había depositado, iba a ser pronto una tinaja rota, cenizas barridas por el hálito cenagoso que les ahogaba, y nadie aprovecharía tanto saber, ni siquiera él, que lo anhelaba más que a su propia vida. Por su parte, Brigit tenía el rostro demudado y había una luz muy extraña en sus ojos, supuso Conall que asombrada hasta el espanto de su propia incapacidad al haber predicho con tanta inexactitud lo que afrontaban. Contradiciendo su afirmación de hacía no tanto rato, iba a haber sangre derramada de los seis en seguida.
Observó varios detalles extraños. No hablaban apenas, y lo hacían en murmullos, al oído los unos de los otros. En vez de acudir todos a zaherirles o maltratarlos, como había visto hacer en las cercanías de su bosque de Santa Tecla, fueron ausentándose como si les horrorizara la idea de presenciar el sacrificio, hasta quedar frente a ellos tan sólo unos veinte hombres. Por último, los que portaban las antorchas para encender las piras se habían ido distanciando, como si temieran prenderlas de manera accidental. Supuso Conall que pretendían celebrar antes alguna clase de ritual que exigía mucho tiempo. Un lapso durante el que las cuatro mujeres sufrirían no imaginaba qué clase de vejaciones. Volvió a sentir rabia, aunque era mucho mayor la compasión de sí mismo. ¿Por qué no les daban muerte sin más? ¿Exigía su dios el tormento improductivo de los que no profesaban su fe?
El hombre que primero se había presentado ante ellos tomó una vara larga con una cruz sujeta en la punta. Recitó una parrafada muy prolongada en su extraño idioma y, a continuación, acercó la cruz a los labios de Divea. Ésta comprendió de lo que se trataba. El hombre le daba una última oportunidad de agradar al dios que él servía, antes de morir. Pero entre los muchos conocimientos que le habían sido transmitidos durante los intensos meses de preparación impuestos por Galaaz, uno de los principales era el sentido práctico de supervivencia en un medio tan lleno de peligros como eran los bosques inexplorados. Ese sentido le decía ahora que no valía la pena abjurar de toda una vida de convicciones si, de todos modos, iba a morir. Mejor hacerlo con toda la gallardía que le fuera posible. Por lo tanto, ladeó el rostro, rehusando que la cruz tocase sus labios. Con la cara vuelta hacia su derecha y retirada de la cruz tanto como se lo permitían las ataduras y el poste, Divea oró en voz muy alta para que sus compañeros la oyesen:
-Madre Dana, permíteme morir sin traicionarte ni flaquear. Dame fuerzas y ruega a Gundestrum y Brigit que nos traten a los seis compasivamente en el tránsito.
-¡Menos mal! –exclamó el hombre delgado con la cruz al cuello-, gracias a la madre Dana y a Karnun. No me habría gustado nada llevar esto hasta el final.
Los otros veinte rompieron el tétrico silencio con toses, algunas risas, exclamaciones, juramentos y conversas repentinas. De las casas volvieron a salir las mujeres y los niños, el claro se llenó de ruidos y el hálito cenagoso se evaporó.
Conall tardó unos momentos en darse cuenta de que el hombre flaco había hablado en la lengua de los celtas. Pero seguía sin entender lo que sucedía. Y lo más desconcertante de todo era que no conseguía descifrar sus propias emociones. Algo muy inconveniente para sus planes había ablandado su espíritu.
-¿De qué hablas, hombre? –preguntó Divea con tono más imperativo de lo que convenía en sus circunstancias.
-De la prueba que no tenemos más remedio que hacer a cuantos penetran en nuestro bosque, por razones de supervivencia.
Mientras hablaba, cuatro hombres desataron a las mujeres, las retornaron al suelo y les ofrecieron ramilletes de un muérdago raro, diferente de los que conocían. Todos los demás, reían.
-Somos celtas como vosotros –continuó el hombre flaco-, pero teníamos que confirmar que lo sois de verdad, porque todas las lunas viene alguien pretendiendo engañarnos, con intención de destruirnos desde dentro como caballos de Troya. Se fingen celtas sin serlo, para tratar de cazarnos, porque habéis de saber que las tierras de Anglia vuelven a ser escenario de persecuciones tan crueles contra los celtas como cuando vinieron los césares de Roma por vez primera.
-¿Quién eres? –Divea presentía la respuesta..
-Mi nombres es Goibniu y soy el druida del clan del bosque de Boca Oscura.
Divea extrajo la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el aro de bronce, y fue recitándole completas las tres frases rituales al oído. Observando que el druida no reaccionaba y permanecía en silencio, le dijo:
-Te traigo saludos de Partholon, que...
-¡El gran Partholon, el hombre más sabio que los dioses me han permitido conocer! Seáis bienvenidos y espero poder serviros, pues últimamente es un placer muy poco frecuente recibir a una futura druidesa tan amparada por los dioses como tú lo estás sin ninguna duda. Alabanzas y honor a la madre Dana.

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