lunes, 15 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Arranca el 2º libro.


La acción comienza a ser plenamente “Thriller”. La aventura adquiere toda su fuerza. Cuando termine El Ocaso de los Druidas, en enero,os ofreceré “ORO ENTRE BRUMAS, completando así las cuatro novelas por las que me ha estafado 70.000 euros la editorial.
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SEGUNDO LIBRO
De los astures a los Galos

31
Los bueyes no eran tan mansos como les había asegurado el bardo Tito, que era quien gobernaba a los responsables del ganado por delegación del druida. A pesar de la castración domesticadora, tenían aspecto y reacciones de uros salvajes.
-No los azotes tanto, Conall, o se plantarán y nunca llegaremos a nuestro destino –rogó Divea.
-Hubiera sido mejor que Tito nos diera caballos.
-No resistirían, Conall. En algunos de los sitios que vamos a visitar, hemos de subir pendientes muy empinadas y bajarlas después, y mira la carga tan grande que viaja ahí detrás. Necesitamos animales resistentes y poderosos.
-¿Es que has agorado que encontraremos graves problemas?
-No comprendo lo que quieres decir, Conall. ¿Supones que adivino el futuro, que ésa es una condición indispensable para ser druida?
-Eso dicen.
-Pues quien lo afirme, se equivoca. Galaaz no ha presumido jamás de predecir el futuro.
-Yo creo que sí lo predice. Todos lo afirman.
-No, Conall. Él transmite la voz de la madre Dana y de todos los dioses, que nunca nos anuncian lo que ocurrirá, sino que nos aconsejan lo que nosotros, los mortales, debemos hacer. Sus revelaciones no son más que caminos, nunca metas. Sería espantoso saber de antemano lo que va a ocurrir, porque, en tal caso, seríamos seres indolentes, sin iniciativa, ya que consideraríamos inútil cualquier esfuerzo ante un porvenir que ha sido predeterminado. Cuando conoces el futuro, ya no tienes futuro. ¿Es que no te das cuenta?
Conall apretó los labios. Menos mal que Divea no poseía esa facultad, pues de otro modo ordenaría a Alban que le matase. Miró al cadete, que les precedía en el camino; lo bastante cerca para avisarles si descubría algún peligro pero no lo suficiente como para oír la conversación. No creía que hubiera en el mundo nadie más jactancioso. Bajo su cuerpo erguido y tieso como un álamo, el pobre caballo trotaba quejumbrosamente, casi aplastado por el peso, equivalente al de hombre y medio. Algo azorado por el temor a que, de todos modos, ella pudiera descifrar sus pensamientos aunque no quisiera reconocerlo, preguntó:
-En ese caso, ¿no tienes ni idea de cómo es esa primera tierra que debemos visitar?
-Sí, tengo idea –respondió Divea-. Porque Galaaz me ha hablado de ella con detalles muy prolijos, no porque yo pueda agorarlos. Es tierra de muy altas y hermosas montañas, llena de grutas e innumerables torrentes, que son todos morada de la madre Dana. Allí, aparte de las de todos los celtas, tienen diosas propias a las que llaman xanas. Cada río tiene la suya, hasta los menos caudalosos. Tú recibirás también tu iniciación, aparte de la que a mí me den.
Conall compuso un rictus de desagrado. Si habían de recibir enseñanzas por separado, nunca podría estar seguro de saber lo suficiente para poder suplantarla cuando llegase el momento.
-Atención –les dijo Alban volteando de repente el caballo-. Conall, saca la carreta del camino y trata de que quede bien oculta detrás de aquel matorral.
-¿Qué pasa? –preguntó Divea mientras Conall acataba la orden con el rostro lívido.
-A unos doscientos pasos de distancia, viene hacia nosotros un grupo demasiado grande de peregrinos de la cruz –respondió Alban-. Traen antorchas encendidas a pesar de que brilla el Sol, así que no creo que sean para iluminar la senda. Sospecho que no traen buenas intenciones. Lo mejor es que no te vean –se dirigía a Divea- y, por si acaso, cúbrete el cabello con un lienzo que oculte su brillo. Corred a esconderos. Yo también me esconderé, pero sin desmontar y en un punto donde pueda vigilarlos a ellos sin dejar de protegeros a vosotros.
Temerosos de que los bueyes bufasen demasiado fuerte, tanto Divea como Conall se dieron a acariciarlos, mientras acechaban los tres con la respiración casi suspendida. El desfile de túnicas negras o pardas tenía algo de ensoñación, como si ocurriera en una visión sobrenatural, pues se desplazaban con lentitud muy poco natural.
-No comprendo por qué marchan así –murmuró Conall al oído de Divea.
-No van de peregrinación corriente, como los que se han apoderado de nuestro Camino al Fin de la Tierra. Parece un ritual.
Aunque se habían escondido bien y a una distancia prudencial, veían con claridad un recodo del camino y llegaban a oír un ininteligible rumor colectivo, como si los peregrinos fuesen recitando algo.
-Mira, Divea. Creo que son celtas como nosotros, porque ésa es la imagen de la madre Dana.
Dando la impresión de que se dispusiera a correr hacia el desfile para identificarse pretendiendo ser acogido por los peregrinos, Conall señalaba una peana sujeta por dos troncos que portaban seis hombres, encima de la cual, en efecto, llevaban una imagen de Dana, reconocible a pesar de que le habían colocado un manto de tejido teñido de púrpura y un tocado de metal brillante en la cabeza. Divea apretó los labios.
-Para ellos no es Dana, Conall –mientras respondía, lo sujetó, puesto que el muchacho parecía preparado para echar a correr-. Se habrán apoderado de la diosa de algún clan que hayan exterminado por estos bosques y, como me contó Galaaz que han hecho en muchos otros lugares, la han revestido como la diosa que ellos consideran madre de sus dioses Yago y Jesús.
Cuando ya creían que el desfile había terminado y estaban a punto de reconducir la carreta al camino, Alban les chistó torciendo el tronco desde su montura.
-Quedaos quietos. Llegan más.
Efectivamente, a una distancia de treinta o cuarenta pasos de los últimos peregrinos que habían visto pasar, marchaba un pequeño grupo que parecía haberse desgajado de la masa principal del desfile, retrasados por la renuencia de los bueyes que tiraban de una carreta con una especie de jaula encima.
-Van a quemarlas –musitó Alban con tono de espanto.
Dentro de la jaula, lloraban desconsoladamente una anciana, dos niñas y una mujer que debía de ser su madre.
-Ése es el destino que esos hombres ofrecen a las mujeres celtas que no se les someten –dijo Conall con rabia- Las van a quemar.
-Vamos a tropezarnos con demasiados peligros –lamentó Alban, sin querer mirar ni de reojo a la futura druidesa, que era quien mayores riesgos iba a correr.
-Invoquemos a la madre Dana –ordenó Divea-. Ella nos aconsejará cómo actuar.
-Hablad bajo –pidió Alban.
-¿Qué ocurre? –preguntó Divea.
-He visto moverse aquel arbusto. Alguien nos acecha.






32
Cuando se pusieron en marcha al amanecer de la cuarta jornada, los tres jóvenes sabían que se acercaban a un pequeño valle bien conocido por las tradiciones celtas, pues lo atravesaba uno de los tramos principales del Camino al Fin de la Tierra. Un trecho muy especial, que representaba antaño la antesala de la meta. Contuvieron el aliento, agarrotados por la emoción.
Divea chasqueó el látigo por encima de los bueyes para arrearlos, pero sin azotar porque le repugnaba hacer sufrir a un animal. Cuando consiguió que arrastraran la carreta cuesta arriba, una vez en la cima de la colina el valle se abrió a su mirada velado levemente por la niebla matinal y las fumarolas de las pequeñas termas naturales. Notó que Conall, sentado y medio adormecido a su lado en el pescante, se desperezaba de pronto, impresionado por el misterioso encanto del paisaje que se extendía a sus pies. Cruzado por un río en cuyas márgenes abundaban los manantiales de agua caliente, ese paraje había sido durante dos milenios testigo de las ceremonias de purificación y las libaciones con que se recuperaban los celtas de un viaje que, según la procedencia, podía durar un año completo. Y había casos de mayor tardanza, si procedían de lugares tan remotos como Galacia y no habían llegado en barco, obligados por tanto a un azaroso y penoso recorrido que atravesaba toda Europa.
-No consigo verlo –dijo Alban-, porque sabe esconderse bien.
Volvía tras una corta cabalgada para la exploración del sendero que acababan de recorrer. Frenó el caballo al emparejarse de nuevo con la carreta.
-Pero ¿estás seguro de que alguien nos sigue? –preguntó Divea, escéptica.
Consideraba que el entrenamiento militar de Alban le hacía permanecer siempre demasiado alerta, lo que le privaba de disfrutar de cosas tan hermosas como el valle que ahora contemplaba.
-Seguro sólo podré estarlo cuando lo cace. Pero siento desde anteayer una presencia a nuestras espaldas.
-Será un espíritu burlón –bromeó Conall.
Mientras Divea cerraba los ojos a ver si era capaz, como aquella noche en el bosque, de sentir lo que había detrás en el camino, el cadete no paraba de volver la cabeza.
-Creo yo que los espíritus no mueven los matorrales ni las ramas de los arbustos –respondió secamente Alban, que jornada a jornada sentía aumentar la aversión por Conall.
-El valle es una hermosura –comentó Divea, que notaba la antipatía creciente entre los muchachos y trataba siempre de atemperarla desviando la atención de los dos hacia otras cuestiones-. Pero mirad cuánto bosque han tenido que arrasar para alzar aquellas edificaciones.
-Parece un campamento militar –dijo Alban.
-En realidad, es uno de esos poblados que llaman monasterios –terció Conall.
-Míralos –señaló Divea a un grupo de hombres vestidos con túnicas oscuras arremangadas, que labraban el espacio donde el bosque había sido talado.
-Nada más que hay hombres –murmuró Conall como si temiese que le oyeran aunque se encontraban lejos y muy por debajo de ellos-. ¿Serán los “cetrinos desmujerados” contra los que nos advirtió Galaaz?
-No lo creo –contradijo Divea-. Creo que nuestro gran druida se refería a seres monstruosos, y los hombres que vemos allí parecen normales. Pero mirad lo que han hecho; aprisionan a los animales en cercas. ¡Qué horror!
Dentro del espacio despejado, los monjes oscuros habían levantado varias empalizadas que servían de corrales para ovejas, cabras, cerdos y gallinas.
-Atención –les advirtió Alban-. Veo otro desfile con antorchas, y parece que podemos cruzarnos con ellos. Hay que encontrar otro camino o escondernos. ¿Por qué les habrá dado a todos por venir a nuestros bosques?
-Vienen a adorar a su nuevo dios –informó Conall-, al que llaman Yago. Los pescadores de la playa me contaron que alguien descubrió su tumba cerca del Fin de la Tierra.
-¿La tumba de un dios? –ironizó Divea-. Si hubiera tal cosa, no sería dios. Los dioses no mueren.
-Pues más increíble es la manera como dicen que esa tumba llegó a estas tierras –Conall escupió y luego sonrió-. No podéis imaginar lo difícil que es flotar en el mar en barcos de madera. Lo sé porque lo he sufrido y varias veces estuve a punto de morir ahogado. A pesar de ello, los cristianos dicen que la tumba de su dios Yago viajó sola en un barco de piedra, y llegó aquí desde más allá de Galacia, después de estar setecientos años flotando en el mar. Imaginad, un barco de piedra, flotando en el mar y además, setecientos años.
-Callad –pidió Alban antes de poner el caballo a galope.
Retrocedió otra vez a inspeccionar el camino.

33
-Quítate de la cabeza la idea de que nos persiguen –rogó Divea cuando Alban llegó de nuevo junto a la carreta con el caballo al trote. Recordaba el momento en que se vio frente al oso alzado feroz sobre el venero de la diosa-. No vamos a poder alcanzar los objetivos de este viaje si nos agarrotan el miedo y la angustia.
-Alguien viene ahí detrás, Divea, y no recorre el mismo camino por casualidad, sino porque nos persigue a nosotros. Son muchos los detalles que me hacen sospecharlo y éste es el tercer día que noto su presencia. Si no te enfadaras, te pediría un favor...
Divea torció el cuello en dirección al jinete.
-¿Qué favor, Alban?
-Hacer como hice yo antes de partir, cortarte el cabello. El tuyo es como un faro encendido en las penumbras del bosque.
La idea era demasiado transgresora. Y un poco blasfema, considerando que iba a convertirse en druidesa.
-¡Ni se te ocurra exigirle eso! –protestó Conall.
-Puedo recogérmelo en trenzas –ofreció Divea, a quien le angustiaba la posibilidad de verse obligada a aceptar la recomendación-. Las leyendas más antiguas cuentan que, en el río que cruza el país donde nació la cultura celta, eran más las druidesas que los druidas, y todas poseían larguísimas melenas que trenzaban por comodidad, para mejor moverse en los bosques. Yo ni siquiera soy druidesa todavía, así que no creo que los dioses me reprochen que esconda el cabello.
-¿Dónde está esa tierra que dices, Divea? –preguntó Alban.
-Cuenta Galaaz que en el centro de Europa, en las márgenes de un río inmenso cruzado a todas horas por grandes embarcaciones como las del mar. Los que se aposentaron en estas tierras nuestras, que son nuestros antepasados, llegaron desde allí hace más de dos mil años pretendiendo encontrar el fin de la Tierra.
-¡Por un camino que ya no nos pertenece! –lamentó Conall.
-Sí nos pertenece –proclamó Divea, rotunda-. El Camino al Fin de la Tierra es nuestro desde hace más de dos mil años, por muchos hombres oscuros que ahora lo usurpen. En él han pronunciado invocaciones a los dioses centenares de generaciones de celtas y a él deberemos volver. Es nuestro y recuperaremos su dominio, os lo aseguro.
Alban sintió orgullo de la contundencia y el fervor de Divea, mientras observaba la gracia con que componía un tocado con un paño oscuro, gracias al cual quedó oculto su cabello. El futuro guerrero admiró la airosidad general de una cabeza que no dejaba de ser hermosa ni aún cubierta. Entre tanto, Divea había comenzado un relato:
-Hay una cueva que llaman Paralaia, muy cerca del peñasco que señala el Fin de la Tierra, a escasa distancia de ese lugar sagrado para los celtas que los romanos llamaban “Promontorium Nerum” y justo debajo del Ara Solis que, si regresamos con bien de este viaje, nosotros tres deberíamos visitar algún día sean quienes sean los que detenten su dominio. Aseguran las leyendas antiguas que la cueva de Paralaia ha permanecido siempre repleta de tesoros inmensos, que sólo algunos pueden ver. Y se cuenta que dos princesas habían sido convertidas en piedra por un druida malvado y vengativo, enemigo del rey; las condenó a ser piedra siempre, menos una noche cada cien años. La primera vez que recuperaron su cuerpo, jubilosas, se pusieron a bailar de alegría y un hermoso príncipe las sorprendió. Tras galantearlas con gran donosura, ellas le revelaron su condición, rogándole que las ayudase a romper el hechizo. El príncipe asintió y ellas le indicaron que debía volver tras un nuevo amanecer y adentrarse en la cueva, donde ellas les saldrían al paso con forma de serpientes; él estaba obligado a no dejarse vencer por el terror, cogería las dos serpientes y las metería en un saco para llevarlas lejos, a una jornada de viaje, donde el hechizo del druida dejaría de tener valor. El príncipe no podía vacilar. Si lo hacía todo según se le indicaba, recibiría la recompensa del tesoro fabuloso de la cueva. El príncipe prometió hacerlo y volvió al día siguiente con buen ánimo, dispuesto a cumplir a rajatabla la promesa, pero cuando vio llegar las víboras, que eran monstruosas, se aterrorizó de tal modo que se apartó, invocó a los dioses y las maldijo. Al instante, las dos serpientes se detuvieron aletargadas, como moribundas. Creyendo expedito el camino, el príncipe entró al fondo de la cueva y pudo ver con gran asombro la enormidad del tesoro, mas de improviso reaparecieron las dos hermanas aún con forma de serpientes, ya reanimadas. Furiosas, le reprocharon su cobardía y al instante se esfumaron ellas y el oro. Dicen que, para que se anule el hechizo, las princesas deberán esperar en el Fin de la Tierra el fin de los tiempos. Yo no tengo hechizo que deshacer, sino una misión que cumplir, y no puedo permitir que mis compañeros se acobarden con supuestos persecutores imaginarios.
Alban no quiso desalentarla diciéndole que acababa de notar detrás de un matorral, a su espalda, un brillo metálico que no podía ser más que el de un machete.


34
Cuando veía aproximarse grupos numerosos de gente, Alban mandaba salir del camino y ocultar la carreta. Pero a veces eran romeros solitarios los que se cruzaban; algún anacoreta andrajoso, misántropo y vociferante que anunciaba la inminencia del Apocalipsis, sangrando por los azotes que él mismo se aplicaba en la espalda desnuda y en las pantorrillas; matrimonios que peregrinaban con el deseo de que su unión fuese bendecida por sus dioses con una docena de hijos; en ocasiones se trataba de corrillos de tres o cuatro hombres tan sólo, a los que el cadete no encontraba temibles, y muy raramente se cruzaban con mujeres a excepción de las que acompañaban a sus esposos, jamás solas.
En estos casos, Alban no creía olfatear peligro ni recelaba, por tanto, de seguir camino adelante sin esconderse, pero a los tres les consternaban las miradas y gestos de todos ellos. Nadie volvía los ojos hacia Alban o Conall. Era a Divea a quien observaban con expresiones esquinadas y sombrías, y rictus de desagrado en los labios que veían moverse sin emitir sonidos, como si murmurasen maldiciones o conjuros. Cuando sucedía, Conall y Alban cruzaban la mirada con gravedad, en guardia; ambos estaban seguros de lo que tales signos representaban. Si se descuidaban, todas esas personas desearían atacar a Divea como hermosa y sugestiva encarnación de lo que más temían y, si pudiesen, la arrastrarían bosque a través hasta una pira donde someterla a los peores tormentos para, al final, quemarla.
Conall se decía que era demasiado pronto para que tal cosa sucediera. Ello despejaría demasiado prematuramente su camino hacia la condición de druida, porque aún no se había apoderado de las claves ni poseía conocimientos suficientes. Alban, en cambio, pensaba que si alguien intentaba el menor daño contra Divea, moriría al instante aunque después también lo matara a él.
-¿Cómo nos llaman a las mujeres celtas, Conall? –preguntó Divea con la cabeza baja y tono rasposo, en un momento que no se cruzaban con nadie.
Su actitud recordaba la de una sibila dispuesta a maldecir al género humano.
-Brujas –respondió Conall.
-¿Qué significa?
-No lo sé –reconoció Conall, algo turbado-. Creo que el sentido de la palabra es algo así como diablesa. A ellos, todo lo nuestro les parece cosa del diablo. Creen que los espíritus de la oscuridad nos dan los elixires y no comprenden ni aceptan que seamos nosotros quienes los preparamos. Aunque te parezca una locura, ellos odian sus cuerpos, porque dicen que son fuentes de pecado, y por lo tanto no consideran que deban cuidarlos. No se lavan ni se despiojan, ni toman elixires reconstituyentes. No cuidan sus heridas, ni siquiera las de guerra, más que con súplicas a sus dioses. Se mueren muy jóvenes, comidos por la mugre y la podredumbre de su propia sangre, y nadie admite que sea posible que alguien viva cien años, como tu bisabuelo. Una vez, me dieron una paliza en el barco cuando les conté la edad que tenía nuestro “sumo sacerdote”, como ellos llamaban al gran druida.
-En nombre de la diosa –dijo Divea-, yo afirmo que esos seres no son verdaderas personas.
-Cuidado –alertó Alban.
-¿Qué ocurre? –preguntó Divea.
-Los últimos cuatro que nos hemos cruzado vuelven hacia acá. Estoy seguro de que están calculando las posibilidades que tendrían de vencer si nos atacan. Sigamos como si nada, pero, atención, no volváis la cabeza si yo no os aviso ni os comportéis con temor, porque esa actitud les revelaría nuestra vulnerabilidad.
Orlado de vegetación muy densa, el camino subía una pendiente llena de curvas que les haría abandonar el valle. Los bueyes jadeaban, bufando muy sonoramente su protesta por el esfuerzo a que Conall los forzaba. En algunos tramos, disfrutaban de un panorama extenso que les invitaba a maravillarse por su belleza, pero había largos recorridos donde no podían ver más que el umbrío túnel verde bajo el que transitaban, demasiado saturado de aromas y rumores como para detectar las acechanzas. Inclusive para Divea era imposible percibir nada, aún apretando fuertemente los párpados y forzando todas las facultades de su mente. Por tales razones, sólo en el último instante se dio cuenta Alban de que los cuatro peregrinos les habían alcanzado y se disponían a atacarles.
-¡Parad el carro! –ordenó-. Poneos de pie sobre la carga, con las lanzas preparadas y tú, Conall, no consientas que ninguno se acerque a Divea.
Los cuatro hombres vestidos de negro habían calculado mal las fuerzas de cada bando. Siendo hombres adultos, se suponían más poderosos que tres muchachos aunque uno de ellos abultara por dos. Pero cuando Alban se alzó frente a ellos con su escudo circular, blandiendo el pesado machete y en su rostro la expresión más furiosa que habían tenido oportunidad de ver, cruzaron miradas entre sí, evitaron lanzarse contra el que ese momento parecía un gigante sobrehumano y corrieron de dos en dos, por ambos lados de la carreta, dispuestos a encaramarse encima para apoderarse de Divea y huir hacia la espesura deprisa. Pero Alban habían interpretado correctamente sus miradas y los movimientos de los mentones, por lo que saltó a lo alto de la carga mientras gritaba de un modo que alteró por un momento la vida natural del bosque, un alarido espeluznante que pareció capaz de arrasar el bosque. Uno de los asaltantes se detuvo, como si el grito lo paralizara, pero los otros tres trataron de subir al carro.
Viéndolos, Alban sintió que su pecho estallaba de furia. Conall permanecía alelado, paralizado de terror, y sólo Divea se mostraba dispuesta a luchar.
-¡Divea, gáchate un poco para ofrecerles un blanco menor y atraviesa con la lanza al que intente tocarte! –gritó Alban mientras se lanzaba hacia los enemigos.
Los tres blandían sus machetes. Alban recibió varios cortes en el brazo izquierdo mientras asestaba mandobles al primero por la derecha, que cayó al suelo con el cuello rebanado. En ese momento, se oyó un grito al pie de la carreta y Divea torció involuntariamente el cuello. El que no se había subido acababa de ser atravesado por el machete inmenso de un desconocido, que en seguida saltó también al pescante y acabó con uno de los asaltantes mientras Alban mataba al último.
Siguió un momento en suspenso, presos Divea, Alban, Conall y el desconocido de una sensación de inminencia de peligro que no sabían si habían conjurado del todo. Fue Divea la que rompió el silencio:
-Debemos decir una plegaria para que la madre Dana acoja toda la sangre que se ha derramado aquí.
Como si aflojara la guardia porque ya no era necesaria, Alban se derrumbó sin conocimiento. Había recibido múltiples cuchilladas en el brazo izquierdo y perdía mucha sangre.
-Corre, Conall, por favor –rogó Divea-, apresúrate; tráeme todas las lysimachias que encuentres.
-Quédate con ella y protégela –dijo con voz muy profunda el desconocido, a quien ninguno de los dos recordaba, apremiados por la sangre que Alban perdía-. Yo traeré lysimachias.
Desapareció entre la maleza.
-¿Quién será? –preguntó Divea a Conall, mientras trataba de contener la hemorragia con un paño.
-Tiene que ser ése que decía Alban que nos seguía –apuntó Conall.
-Ha hablado como nosotros –dijo Divea.
-Pero se viste como ellos.
-Yo no lo había visto nunca. ¿Y tú?
-Es un celta renegado, Divea, apostaría mi vida y ganaría. Y está muy claro que no es de nuestro clan, por lo que se supone que tiene que haber alguno más por estas tierras diga lo que diga tu bisabuelo. Ahora, nuestro problema es que los renegados son los peores enemigos de los celtas, porque se vuelven más fanáticos que el más fanático de los cristianos. Deberíamos irnos antes de que vuelva.
Divea apretó los labios sin dejar de oprimir la mano con que trataba de que el bello y gigantesco muchacho derrumbado no perdiera más sangre.
-No podemos, Conall. Alban se nos moriría. Hay que parar la hemorragia con la lysimachias, curarlo lo mejor que podamos y rogar a la madre Dana que le conserve la vida, porque lo amamos y porque sin él, tú y yo solos no podríamos culminar con bien nuestro viaje de iniciación..
El extraño apareció en ese momento, cargando un abundante ramo de las medicinales flores amarillas. Divea se metió unas cuantas hojas en la boca y las mascó apresuradamente. En seguida extendió el emplasto sobre las heridas de Alban.
-Ayúdame, Conall. No dejes de apretar con este paño para que la sangre se detenga, te lo ruego en nombre de la diosa.
Viendo su desconsuelo por la suerte del gigantesco cadete, Conall sintió en su pecho algo muy ácido que no supo definir. Tampoco quiso preguntarse qué podía ser, porque su mente sólo debía fijarse en su meta.
El extraño subió junto a ellos y también posó su mano sobre los torrentes de sangre.
-¡Va a morir! –gimió Divea.











35
-Me llamo Fomoré –narró el desconocido-. Tengo treinta años y hace uno que abandoné el bosque, creyendo que el futuro más conveniente era vivir como cristiano.
Conall guiaba los bueyes con expresión muy sombría. La herida del guerrero gigante podía constituir una ventaja para él, pero la presencia de ese extraño rompía todos sus esquemas. Alban permanecía sin conocimiento y muy pálido, recostado sobre la carga, mientras Divea sujetaba su cabeza en el regazo. Había dejado de manar sangre del brazo. Después de un corto recorrido, una vez coronada la montaña Fomoré abandonó el pescante para servir de contrapeso en la parte posterior de la tartana, puesto que iniciaban el descenso por una cuesta muy empinada. Desde esa posición, examinó atentamente el aspecto general del enorme muchacho para anticipar si sobreviviría o no. Su examen le pareció misteriosamente experto a la futura druidesa.
-¿Qué te hizo abandonar el bosque? –preguntó Divea.
Fomoré suspiró profundamente antes de responder con tono lúgubre:
-Mi compañera y mi hija fueron asesinadas durante un asalto que sufrió mi clan. Yo creo que me volví loco de furor.
-No le encuentro sentido a lo que hiciste –se extrañó Divea-. Renegaste de los tuyos para irte con quienes te habían quitado lo que tanto amabas.
-Yo tampoco lo comprendo, Divea. Creo que fui a refugiarme entre ellos al ver que representaban la fuerza y el poder. Estaba decepcionado y lleno de rencor porque mi clan no había podido defender a mi familia. Pero no he sido feliz. Más bien todo lo contrario. Jamás me he podido identificar con su estilo de vida y ellos no te permiten nunca que olvides quién eres. Hace tres días, iba con los cristianos en la procesión y os vi pasar y ocultaros tal como sólo los celtas sabemos hacerlo. Sentí tanta añoranza, que os seguí sólo por vivir el placer de oír vuestras palabras. He pasado esos tres días a vuestras espaldas, sin atreverme a acercarme pero sin conseguir sustraerme a la tentación de seguiros. Con lo que ha pasado con esos cuatro, me alegro muchísimo de haber persistido a pesar de lo mucho que tuve que escabullirme de este muchacho, que tantas veces volvió atrás con su caballo porque me había descubierto.
Divea sonrió sobre la máscara de preocupación que cubría su rostro.
-Es un gran guerrero –proclamó-. Todos en mi clan confían en que se convertirá en un héroe celta muy famoso. Y tú, ¿qué vas a hacer ahora?
-Seguir con vosotros, si me lo permitís.
-Nos dirigimos a países muy lejanos, Fomoré. No creo que desees pasar tanto tiempo lejos de estas tierras.
-Estar lejos de estas tierras es lo que más deseo, Divea, si los dioses te autorizan para que me lo consientas. Viajar con vosotros muy lejos me ayudará a olvidar y a ver mi vida con mejor perspectiva. Las montañas se ven mejor cuando te distancias.
-Así es –reconoció Divea-. Pero yo no puedo responderte afirmativamente, en nombre de los dioses. Debemos esperar que Alban se restablezca, porque es él quien vela por nuestra seguridad.
-Temo...
Divea siguió la mirada triste de Fomoré y comprendió con un pellizco en el pecho el sentido de la palabra.
-¡No va a morir! –proclamó con firmeza-. Tiene que ayudarme a volver sana y salva de mi viaje de iniciación.
Conall giró levemente la cabeza. El fervor de Divea le producía incomodidad y, al mismo tiempo, le enojaba. No comprendía bien por qué, pero se dijo que la explicación de su desazón tenía que ser el estorbo que el gigantón, en caso de sobrevivir, representaría para sus planes. Y ahora, agravado por la compañía de ese recién llegado tan enigmático, un peligroso renegado por partida doble. Si Divea no permaneciera tan absorta en la gravedad de las heridas de Alban, habría caído ya en la cuenta de que el retrato que Fomoré había hecho de sí mismo no se tenía en pie. Estaba seguro de que se había guardado para sí lo fundamental, todo lo más grave. ¿Cuál sería su verdad? Desde luego, nada parecido a lo que había contado, porque nada de ello explicaba su evidente destreza militar, su conocimiento obvio de las plantas ni la sabiduría que destilaban sus palabras. Seguramente, representaba un peligro. Tal vez para los tres pero, sobre todo, era un gran peligro para él, del que tenía que librarse cuanto antes.








36
Pocos días más tarde, pudieron asomarse por fin a la vertiginosa ladera que caía sobre el mar remoto y todavía invisible, dibujando una sinfonía de verdes veteados. En lo más profundo del paisaje, junto al curso de los ríos, el verde suave y fresco de la primavera; pero sobre las colinas se volvía más brillante en franjas onduladas, que se alternaban como jaspe; y llegaba a ser un verde intenso casi tan negro como el azabache en las cumbres muy empinadas, como donde ahora se encontraban. El torrente más cercano, a sólo unos mil pasos de distancia, debía de ser la casa del agua de uno de los jardines reservados de la diosa, porque el verde daba paso en las riberas a un radiante tapiz amarillo, rosa y blanco, una alfombra de flores que parecía lo más hermoso que la Naturaleza era capaz de crear. Supusieron que ya no se encontraban en la tierra de los mortales, sino en la morada de los dioses, impresión que se tornaba amarga por la palidez extrema de Alban.
Iba a morir. Fomoré le hacía tomar cocimientos de centaura y de genciana y, vista su inoperancia, Divea probaba a cada paso con empetrum nigrum y una infinidad de remedios del bosque, y lo único que conseguían entre los dos era que siguiese respirando, pero de un modo tan débil que no creían que pudiera hacerlo mucho más tiempo. De vez en cuando, Divea acercaba los labios a su boca, tratando de insuflarle la vida que a todas luces perdía.
Pero cuando se le aliviaba un poco la tensión por la espera de una curación que día a día parecía más improbable, la futura druidesa examinaba con interés a Fomoré siempre que creía que él no podía notarlo. A pesar de las explicaciones sobre su triste pasado, resultaba demasiado enigmático por todo cuanto hacía; su buena disposición era tan entregada y dinámica, que causaba recelo; sus conocimientos sobre las ciencias de las plantas y los elixires resultaban excesivos para un hombre corriente; hasta su aspecto físico presentaba notables desajustes con el pasado que narraba y mucho más con sus circunstancias actuales. De joven debía de haber sido excepcionalmente hermoso, y continuaba siéndolo aunque se tratara de una belleza que comenzaba a marchitarse; su pelo era demasiado oscuro para un celta y sus ojos miraban de modo desconcertante desde una profunda negrura que llegaba a producir desasosiego. Por la delgadez de su cintura y la fineza muscular, su cuerpo era más propio de un adolescente que de un hombre de su edad, semejante al de los volatineros que a veces llevaban fiestas al bosque, y sin parecido con el de un ojeador o un leñador. Cuanto más lo miraba, más se convencía de que no podía haber contado toda la verdad. Lo curioso era que aunque le confundía, ella no lo temía, al contrario de Conall, que aprovechaba todas sus ausencias para denostarlo
-Cualquier día, nos robará y no volveremos a verlos.
-¿Qué puede robarnos, Conall? –ironizaba Divea.
-No transportamos riquezas, pero él no lo sabe –razonaba Conall-. Sólo ve que el carro va cargado de bultos. Se puede evitar una lanza, pero no un puñal traicionero.
La cuesta descendente era demasiado pronunciada y Conall tenía que sofrenar con severidad a los bueyes, que bufaban como si estuvieran a punto de desmandarse, pero Fomoré les propuso una alternativa más razonable:
-Deberíamos cargar uno de los bueyes con los bultos más pesados. El otro continuaría uncido, pero todos abandonaríamos el carro menos el gigante herido. De ese modo, descargado, no empujaría tanto a los animales cuesta abajo y podríamos ir más seguros y sin riesgo de despeñarnos.
Con deslumbramiento ante una idea que parecía tan sencilla, Divea se puso de pie y pidió a Conall que ayudase a Fomoré a realizar cuanto había dicho. Para dar ejemplo y que el joven no se revolviera ni reprochara nada, saltó desde la parte de atrás de la carreta y ella misma descargó uno de los bultos, que trató de trasladar penosamente hacia los animales. Sin embargo, Fomoré lo tomó de sus brazos y lo situó a la orilla del camino, en la delantera del carro. Como si fuese él quien los había anudado, desató sin dificultad todos los nudos de la gran soga que formaba el arnés y liberó con pericia al animal, al que murmuró palabras al oído mientras acariciaba su lomo. El buey se tranquilizó en un instante y a Divea le dio la impresión de que entendía lo que Fomoré le decía. El inquietante personaje realizó cuando él mismo había indicado, sin decir nada ni mirar a Conall, que permanecía a la expectativa, sin decidirse a satisfacer la petición de la muchacha.
Con todos esos cambios, el descenso resultó mucho más fácil y tranquilo, y llegaron sin más novedades al fondo de una vaguada cubierta de grama, que era como la antesala de un bosque muy espeso, más allá del cual no veían más paisaje.
-Este bosque está habitado –dijo Fomoré muy bajo.
-¿Por qué bajas la voz? –preguntó Divea.
-Hay muchos signos de que estamos muy cerca de un poblado, y estoy seguro de que se trata de un clan celta, pero ellos no nos conocen. Hay que aproximarse con mucho cuidado. Somos celtas y sabemos cómo se las gastan nuestros iguales.
-¿Qué signos, Fomoré?
-Mira aquel roble. Le han cortado dos ramas bajas hoy mismo, hace pocas horas; en aquel matorral, alguien ha recolectado hojas para algún elixir, y aquel macizo de zarza no está vivo; es un engaño, una barrera, para que quienes lleguen desde las montañas se desvíen y elijan aquel sendero, ¿ves?; pero nosotros no vamos a hacerlo. Despejaremos la zarza y seguiremos adelante sin cambiar de senda, pero muy tranquilos, muy despacio y muy alertas.
Apartaron la zarza, efectivamente seca, y reemprendieron el viaje. Fomoré sugirió a Divea que se sentara el pescante, donde pudieran verla junto con Conall; él tomó la cabeza de Alban en su regazo a fin de que el moribundo no sufriera incomodidad.
-Habla normalmente a Conall, Divea, pero con suavidad y sin parar de sonreír –dijo por último.
Aceptando el consejo, Divea emprendió lo que a los otros dos les pareció el recitado de una lección del gran druida:
-Ésta es la hermosa y abrupta tierra de los astures, el país de los osos y las cuevas, los torrentes y los picos como titanes, donde la belleza no es la excepción, sino la norma. En todos sus veneros habitan ondinas que ellos llaman xanas, pero la morada de la madre Dana se encuentra por doquier y ella bendice con prodigalidad todos sus valles y montes, toda su gente y la abundante vida animal y vegetal.
Lo vieron inesperadamente. Antes, ninguno había oído más ruidos que los propios del bosque. El flaco personaje de luengas barbas blancas apareció frente a ellos en silencio y de repente, como si hubiera emergido de la nada. Su túnica blanca rozaba la tierra, el cayado era una vara florida de mirto con muchas flores en la punta, a modo del caduceo de Lugh. El cabello, tan blanco como la barba, le caía en cascada sobre la cara, de manera que apenas podían ver sus expresiones ni sus ojos.
-¿Qué buscáis por aquí? –preguntó.
Por la seguridad de su tono, supuso Fomoré que debían rodearles muchos hombres armados aunque no pudieran ver a ninguno.
-A nuestros queridos hermanos, los hijos de la madre Dana –respondió Divea poniéndose de pie en el pescante, aunque Conall no había detenido el carro todavía.
-¿Traéis un apestado?
-¡Oh, no! Él es nuestro escolta. Le hirieron gravemente mientras nos defendía de un ataque –a pesar de sus esfuerzos, a Divea se le quebró la voz-. Temo que pueda morir, porque perdió mucha sangre.
-Detén la carreta –ordenó el barbudo a Conall-. Y tú muchacha, ven aquí.
Antes de hacerlo, Divea tomó de un zurrón los objetos que Galaaz le entregara. Mientras se acercaba al hombre, fue recitando mentalmente las tres frases, para recordarlas con exactitud. Cuando se detuvo ante él, no le cupo ninguna duda de que se trataba de un druida aunque apenas podía verle parte de la cara. Le mostró por turno la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, al tiempo que declamaba con lentitud las frases, acercando los labios al oído derecho, sin permitir que el intenso olor de las flores de mirto la distrajese.
Todos los signos revelaban la consagración druídica del barbudo. Un druida podía parar un guerra, interponiéndose solo y desarmado entre los dos bandos. Podía impedir que un hombre matase a otro sencillamente con una orden oral, sin amenazarlo con ningún arma. Podía paralizar con un movimiento de su mano a serpientes en lucha y a los animales más feroces. Era, por tanto, normal que se hubiera dispuesto a cerrar el paso a una carreta con cuatro personas aparentemente solo y sin más arma que la rama de mirto, una bella especie de caduceo que enarbolaba con la mano izquierda.
Terminada la recitación, Divea tuvo un instante de duda. El hombre barbudo no mostraba ninguna señal de asentimiento, ni siquiera de comprensión, porque mantuvo la cara al frente de manera que sólo le mostraba su perfil y no le dirigió una mirada.
Pero fue sólo un momento.
Divea notó que el rictus de sus labios se aflojaba y giraba muy despacio la cabeza hacia ella. Cuando descubrió que le faltaba el ojo izquierdo, sus movimientos le parecieron más comprensibles.
-¿Cómo te llamas, aprendiza de druidesa?
-Divea.
-Que la madre Dana y el padre Bran te iluminen. Yo soy Taliesin de Onix, que es este bosque, donde las reglas celtas me obligan a acogeros. Manda a tus criados que descarguen al enfermo, porque lo llevaremos a un nementone hasta donde vuestra carreta no podría llegar, porque no hay caminos. No temas que te la roben, porque estará bien guardada.
Fomoré no se inmutó por haber sido llamado “criado”, pero Conall hubiera saltado con una protesta muy importuna si Divea no lo hubiera detenido con la mirada y un gesto. Un movimiento impulsivo era lo último que podían permitirse ante desconocidos que podían ser celtas, como ellos, pero desconocían sus costumbres locales.

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