lunes, 15 de diciembre de 2008
EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Final del primer libro
Podéis emocionaros con la lectura gratuita de seis capítulos más de mi novela EL OCASO DE LOS DRUIDAS, que contraté con una editora que no paga a sus autores y por eso considero finiquitado el contrato. Lo que podéis leer en estos seis capítulos es el final de la primera parte y empieza a ser no sólo emocionante, sino misterioso y muy aventurero.
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y otros cinco
26
Galaaz descubrió a Alban entre la muchedumbre que asistía esa mañana a los estudios druídicos. Era imposible no verlo, porque su estatura aventajaba la de la mayoría de los hombres en un palmo y ocupaba el doble de espacio a lo ancho. Sonrió, sorprendiendo con ello a su fiel Lugaro.
Comprendía Galaaz que las lecciones en el claro se hubieran convertido en un espectáculo que rescataba al clan de su melancolía. Con los rigores del invierno, y a falta de partidas de saltimbanquis y justas de trova, resultaba provechoso para el ánimo y los humores de la gente del bosque tener algo más en que pensar que su desánimo enfermizo. La presencia de Alban le agradó particularmente, porque aunque no le gustaba opinar mediante prejuicios, ese chico era cadete y los aprendices de guerreros, ya se sabía. Muy proclives a borracheras y pendencias, pero poca sensibilidad. En relación con la tropa, que tan indispensable era para la supervivencia del clan, a lo más que había aspirado durante sus setenta años de druida era a que los guerreros aprendieran, al menos, a reconocer las hierbas que podían salvarles la vida en las batallas.
En el centro del grupo formado por el druida, su sirviente y Conall, Divea se sonrojó al descubrir al exuberante muchacho de los rizos de oro, sobre todo porque notó la intensidad y el hambre de su mirada. Alban no advirtió ese rubor que hubiera podido alegrarle el espíritu. Muy atento a lo que sucedía en el centro de corro, escuchaba sin pretenderlo las conversaciones que tenían lugar a su alrededor, en murmullos:
-¿No puede haberse equivocado el gran druida esta vez?
-¿Por qué lo dices?
-Es que esa muchacha, la hija de Inger la lanera, me parece que ni siquiera sería todavía capaz de quedarse preñada.
-No digas estupideces. Tú te preñaste la primera vez a los quince, que son los que Divea cumplirá antes de emprender viaje. Y además, mírala, ella es más enérgica de lo que tú has sido nunca.
-No sé, no sé...
-Lo que a mí sí que me preocupa es el escudero que el gran druida le ha asignado.
-¿Por qué?
-Conall es un atolondrado que se emborracha y se mete en pendencias. Para colmo, rumorean que no hace mucho intentaba abandonarnos, para unirse a los cristianos de la costa. Digo yo que un muchacho así, con ideas tan cambiantes como las nubes, no debería cargar con tanta responsabilidad. ¿Y si a las pocas jornadas de viaje se aburre y abandona a Divea?
Alban se llevó la mano al pesado machete colgado de su cintura. Que mencionasen la posibilidad de tal abandono le puso la sangre a hervir, al tiempo que una mano invisible apretaba un fuerte pellizco en su pecho. Tomó en ese instante una determinación que condicionaría todo su futuro. Si para ir en pos de Divea le obligaban a renunciar a la milicia, renunciaría. Si para ir tras ella tenía que hacerlo a escondidas, lo haría. Si Galaaz no le concedía su permiso, desobedecería.
Puso atención al discurso que el gran druida estaba pronunciando, porque le parecía un manifiesto que él y los miembros de su fraternidad suscribirían con entusiasmo.
Erguido en su asiento de la carretilla, decía Galaaz:
-El mundo que nuestro bardo Tito, nuestro buen Lugaro y yo conocimos de adolescentes muestra signos de agonía. Da la impresión de que todo se hubiera aliado contra nosotros, y algunos de nuestros compañeros de clan parecen haberse resignado a un destino que conduce a nuestra desaparición. No lo consentiremos. Cumpliremos el viejo adagio celta de que si sabes lo que quieres, tienes que arriesgar. La civilización celta es la más antigua del mundo. La civilización celta es la más dilatada de la historia, sin haber tenido que recurrir jamás a conquistas cruentas ni el exterminio de otros pueblos. Llevamos tres mil años siendo el fermento cultural y social de Europa. No podemos morir, haya lo que haya que pagar. Vamos a vivir, vamos a sobrevivir a todas las adversidades, como llevamos tres mil años consiguiendo. Nuestra civilización es la más vieja, sabia y natural del mundo. No permitiremos que se disuelva como un terrón de tierra bajo la tormenta. El desaliento es provisional, lograremos que sea transitorio. Pronto volveremos a entrar en contacto con otros clanes. Tiene que haberlos. Tienen que existir muchos otros druidas por ahí, hablando de lo mismo que hablo yo. La esperanza no es una posibilidad, es nuestra obligación. Y tú, Divea, serás quien nos la traiga convertida en un proyecto de vida. Por ello, para asegurar tu éxito, alguien más te acompañará en el viaje, además de Conall.
Éste tuvo un sobresalto. Una tercera persona dificultaría o imposibilitaría su proyecto. ¿En quién estaría pensando Galaaz?
27
El examen final fue anunciado para el equinoccio de primavera. Un día que todo el bosque aguardaba con ansiedad.
No era cuestión menor. Si Divea no demostraba el aprovechamiento exacto de las enseñanzas, el gran druida Galaaz no le iba a permitir emprender el viaje de iniciación, puesto que sin pleno conocimiento de las claves druídicas y el dominio efectivo de su uso no tendría ninguna posibilidad de superarlo. En tal caso, los celtas tendrían que abandonar todas las esperanzas, porque ya no les quedaría tiempo de formar un nuevo druida antes de la desaparición de Galaaz.
No sería tan riguroso el juicio del aprendizaje de Conall. A un futuro asistente del druida se le exigía más actitud que esencia, más carácter que personalidad. En el caso de que su destino fuera el de bardo, se le exigiría algo más, pero, sobre todo, oído musical y buena voz. Por ello, casi nadie pensaba en que él también debía esperar ese día con incertidumbre. Toda la capacidad de consuelo del clan, por tanto, se dedicaba a atemperar los nervios de Divea, que fueron intensificándose conforme el día temido se aproximaba.
Al contrario, Conall tenía que rumiar a solas sus propias inseguridades y los desalientos, que en la cercanía del equinoccio iban siendo día a día más frecuentes. Paradójicamente, encontró alivio en las reuniones de la hermandad de los amigos de Alban, a pesar de que el cadete grandullón venía comportándose las últimas dos lunas de un modo enigmático y apenas asistía. Conall no se preguntaba la razón de ausencia, porque estaba demasiado absorto en sus propias tensiones. Si se le hubiera ocurrido investigar, tal vez habría buscado consuelo en otra parte.
Para quienes lo conocían en profundidad, sobre todo sus compañeros de fraternidad, las costumbres de Alban habían experimentado cambios llamativos. Más que nada, porque apenas le veían y había dejado repentinamente de participar en casi todas las sesiones secretas, sin acompañarles tampoco en las francachelas públicas. A nadie comunicó sus encuentros nocturnos con Galaaz y Lugaro ni las horas que pasaba, a solas, en la caverna situada en las cercanías del castro, a donde había trasladado todas sus armas personales.
El día en daban por terminado el invierno, prepararon al amanecer el sagrado claro de las ceremonias. Todas las mujeres adultas llevaron sus escobas de juncos y los rastrillos, y empezaron a barrer con la primera luz del alba, hasta limpiar del todo la tierra de un área central de veinte codos de diámetro. En cuanto ese espacio quedó despejado de hojarasca y maleza, varios de los hombres más fuertes transportaron grandes piedras con las que rodearon el perímetro, formando un círculo semejante a los del castro en altura y dimensión. A continuación, situaron el ara muy cuidadosamente en el centro, tras haber permanecido casi medio año envuelto en paños y guardado en un cobertizo, para preservar su pureza de intermediario con la divinidad. Por último, colocaron sobre el poyete de piedra una hilera de tablas cubiertas en abundancia con muérdago, que había recogido el propio druida la tarde anterior, al anochecer, ayudado por Lugaro y otros seis hombres que habían portado a Galaaz en una silla gestatoria que, al ser levantada, le permitía alcanzar en los tocones y ramas de los robles la planta más milagrosa de todas, que no podía ser cortada con metal. Usó, por tanto, una de las hachas de sílex.
Con el muérdago recogido como mandaban los dioses, todo sería más fácil.
Cuando terminaron los preparativos materiales del rito, el claro y las ramas de los árboles de alrededor se encontraban ya abarrotados de gente, prácticamente todos los habitantes del bosque. Sólo faltaban quienes tenían misiones de vigilancia, los que no podían abandonar tareas inaplazables y los muy enfermos.
Alban no estaba obligado a someterse a escrutinio, pues su preparación carecía de carácter ritual; sin embargo, fue uno de los primeros en llegar. Quería estar muy atento a las expresiones y ademanes de Conall según fuese respondiendo Divea bien o mal las preguntas del druida.
Galaaz dio comienzo al acto situándose junto al ara. Fue alzado de la carretilla de Lugaro con la ayuda de dos hombres, que permanecieron sujetándolo por la cintura toda la duración del prolongadísimo ritual. El viejo gran druida bebió a pequeños sorbos el elixir de color lechoso que el bardo Tito le ofreció en un cuenco; a continuación, alzó la mirada al cielo y extendió ambos brazos. Todos notaron pocos instantes después que la encogida figura del druida casi centenario ganaba volumen y majestuosidad, para erguirse en seguida, arrogante, al menos sobre la cintura aunque sus piernas continuasen siendo incapaces de sostenerlo.
Tito le ofreció el viejo cuchillo sagrado de obsidiana y otros dos hombres colocaron sobre el ara un conejo con las patas atadas. Galaaz, a quien repugnaba todo sufrimiento, incluido el animal, midió con cuidado el golpe con el que lo degolló, para que fuese certero y no hubiera de repetirlo. La sangre fue vertida limpiamente, todos murmuraron las plegarias y comenzó el interrogatorio de Conall, mientras las dos sacerdotisas lavaban el ara deprisa, pero a conciencia.
Aparte de unas dudas insignificantes, el muchacho respondió con acierto. Se equivocó muy poco y todos pudieron ver que Galaaz asentía al final en silencio, mientras le señalaba con la cabeza y con la mano extendida el punto del círculo donde debía sentarse para aguardar el veredicto final.
En seguida que Conall se retiró, colocaron sobre el ara una nerviosa cabra vieja, también con las patas atadas; pero su agitación hizo que se escurriera, yendo a caer en el suelo en dos ocasiones, por lo que debieron sujetarla entre tres; uno por las patas delanteras, otro por las traseras y el tercero tuvo que esforzarse para inmovilizar la cabeza. Tras limpiarlo a fondo, Tito volvió a ofrecer a Galaaz el cuchillo sagrado, y el druida se concentró esta vez con algo más de recogimiento que la anterior y con actitud muy humilde y devota. Alzó la mano armada mientras extendía la izquierda en busca del punto exacto donde el golpe pudiera matar al animal a la primera.
En ese momento, el silencio era absoluto, porque parecían haber enmudecido hasta los rumores naturales del bosque. Todos fijaron la mirada en la mano derecha del druida, tratando de sumar su energía espiritual para aumentar en conjunto la fuerza física de esa mano, a fin de que el golpe fuese limpio, certero y mortalmente efectivo, para estar así seguros de que el viaje iniciático de Divea comenzara bien y llegase a buen fin. De ello dependía el futuro de todos.
Fueron unos momentos de parálisis completa, como si un espíritu burlón hubiera decidido detener el tiempo. Todo permaneció inmóvil, hasta la brisa. Pero la mano armada del druida cayó como si poseyese la fortaleza de un hombre joven y vigoroso, la sangre manó abundantemente a la primera y el animal agonizó tan sólo un instante. Por como se derramó la sangre, comprendieron que el misterioso e impredecible Cernunnos, el dios cornudo, no les reprochaba el sacrificio de un semejante, y que la madre Dana acogía la ofrenda complacida y todos suspiraron con alivio.
Con la ayuda de quienes lo sujetaban, Galaaz se giró hasta situarse de espaldas al ara y contempló enternecido a su bisnieta, que aguardaba, muy piadosa, con la cabeza gacha y gran devoción, sentada en el punto opuesto del círculo a donde Conall se encontraba. Ataviada con una túnica suelta, cuyo vuelo llegaba a arrastrar, y coronada muy profusamente de flores de nardo montano de valeriana y de centáurea real, azules como sus ojos, no podía imaginar a una muchacha más hermosa. Aparte de la invocación que pronunciaba en alta voz, oró mentalmente para que Bran, Karnun y Lugh la iluminasen y protegieran.
El druida extendió ambos brazos mientras preguntaba:
-Responde, Divea, ¿darías la vida si te la pidieran los dioses al servicio de tu pueblo?
-Sí. Conozco todos los precios que se me exige pagar.
-¿No retrocederás ante nada, siendo de la dimensión que sean los obstáculos que se te puedan presentar en tu viaje?
-Nunca. El bien de mi pueblo es mi meta.
Galaaz alzó las manos mientras lo hacían girar quienes le sujetaban. Las manos con las palmas vueltas hacia la gente expresaban la advertencia de que debían reconocer la autoridad naciente de la futura druidesa.
-Recita todos los componentes y las proporciones de los siete elixires básicos –ordenó Galaaz a su bisnieta.
Pocos instantes después de comenzar Divea a enumerar las fórmulas, fue extendiéndose entre los presentes la esperanza mezclada con la alegría. Por la solemnidad del rito, no se les permitía exclamar nada ni aplaudir, pero todos tenían ganas de hacerlo, admirados de la rapidez y la exactitud con que la muchacha detallaba los preparados.
-Recita ahora los componentes y las proporciones de los siete elixires principales –volvió a ordenar el druida.
En ese momento, los asistentes contuvieron el aliento. En las fórmulas de los siete elixires principales no podía haber el menor error ni la más leve vacilación, porque podían salvar vidas o arrebatarlas según el tino con que estuviesen combinados. Terminada la exposición de Divea con la misma exactitud de la anterior, ansiaban vitorearla y era casi doloroso reprimirse.
-Ahora, Divea, si deseas de verdad que se te permita buscar la luz para alcanzar el sagrado estado supremo de druidesa –dijo Galaaz-, recita en mi oído los componentes y las proporciones de los siete elixires excepcionales.
Estas siete fórmulas las ejecutaban exclusivamente los druidas y en muy pocas ocasiones, dependiendo de circunstancias insólitas, por lo que los habitantes del bosque no las conocían y les estaba prohibido prepararlas. Por esa razón, nadie salvo los druidas sabía recitarlas de corrido. Divea inspiró hondo, carraspeó y se pasó la mano derecha por la frente.
Todos dejaron de respirar, en tensión suma. Si Divea vacilaba tenía que ser porque había olvidado una o varias fórmulas. Conall, que permanecía al otro lado del círculo con la cabeza gacha aunque atento a los gestos de la aspirante a druidesa, no era del todo capaz de controlar sus propias emociones; si Divea fallaba, él no tendría druidesa a quien fingir de que deseaba servir, pero si acertaba de pleno, sentiría que era tan superior como todos creían, lo que no imaginaba cómo podía afectarle. Por su parte, y aunque a bastante distancia, Alban detectó la tensión en las extremidades de Conall; le pareció evidente que tenía que mantenerlo bajo vigilancia.
Pero lo que había retrasado la respuesta de Divea era un ruego a Macha y la plegaria que estaba dirigiendo mentalmente a la madre Dana.
Cuando acabó de recitar al oído del druida los componentes de los siete elixires excepcionales sin un solo fallo, todos observaron el gesto feliz de aprobación que compuso Galaaz y la multitud estalló en vítores y aclamaciones.
Aunque no brillaba el Sol con la esplendidez del día anterior, los árboles apenas habían empezado a reverdecer y en esos momentos los agrisaba un velo de niebla no muy densa, veían el futuro con mejor color.
28
Faltaba sólo una jornada para la partida.
De madrugada, en el rincón más recóndito de la caverna, Alban cegó con piedras y lodo el pasadizo que daba acceso a la cabaña circular del castro desde debajo del cerco de piedra. Cuando le pareció el taponamiento lo suficiente sólido, extendió por encima retazos de musgo y líquenes que había recogido en el bosque.
Puso unos pasos por delante la señal que sólo sus compañeros de hermandad serían capaces de interpretar, tres piedras grabadas con espirales; con ellas, les prohibía acceder al interior del edificio en su ausencia. Recogió las armas de su propiedad y se dirigió al punto donde ya estaba la carreta dispuesta y cargada de ropa y los avíos del viaje, a falta tan sólo de la comida, el agua y los elixires, que serían añadidos momentos antes de la partida.
Galaaz lo saludó:
-Salve, Alban. Guarda tus armas en la carreta, conserva el machete en la cintura, trae el caballo, que te espera detrás de ese matorral, llévalo a tu casa cuando os diga a los tres lo que tengo que deciros, enjaézalo después y disponte para emprender la partida la próxima madrugada.
Dado que tanto Conall como Divea ignoraban que él sería el tercero, se sintieron sorprendidos. Divea oró mentalmente para que la presencia del vigoroso cadete no la distrajese de su cometido. Conall se preguntó cómo podría llevar adelante el plan, con la compañía imprevista de alguien tan superior a sus fuerzas. Pero encontraría el modo, porque uno de los viejos proverbios celtas aseguraba que era mucho más útil la maña que el poderío físico. Como sabía con claridad lo que quería, estaba dispuesto a arriesgarse. Y él se sabía mucho más mañoso que Alban.
Tras una larga retahíla de recomendaciones prácticas, el druida ordenó a Conall y Divea que se turnasen en llevar las riendas, y a Alban que nunca perdiera de vista la carreta cuando tuviera que rastrear los peligros y obstáculos que irían encontrando.
-Y ahora, escuchadme los tres con atención, porque debéis aprender a lo largo del día de hoy cuanto voy a ordenaros. Tenéis que esforzaros en asimilarlo bien, para estar seguro de que si uno olvida un dato concreto, los otros dos podréis señalarlo. ¿Estáis dispuestos?
Los tres asintieron. Galaaz les indicó que se sentasen en el suelo, frente a la carretilla.
-El viaje de iniciación de la futura druidesa ha de conduciros a los clanes astures, galos, anglos, galeses y, por último, los hiberneses. Es un viaje muy largo, muy duro y muy peligroso. Encontraréis no sólo enemigos humanos, también la Naturaleza os opondrá grandes obstáculos que deberéis salvar con determinación. Podéis encontrar tribus terribles y feroces que han existido desde el principio del tiempo y, por lo tanto, han de seguir existiendo. Y también hay tribus nuevas, como los invasores del sagrado Camino celta al Fin de la Tierra. En los diferentes países que habréis de recorrer, cuidaros especialmente de los hombres sin rostro, los que se llaman a sí mismos “dioses guerreros”, los cetrinos desmujerados y las cruces de fuego sangrantes. Mantened sigilo y tratad de ser invisibles cuando sintáis que están cerca los soldados de la cruz o los de la media luna. Jamás os dejéis capturar, porque es mucho menos espantosa la muerte que los tormentos que los invasores del Camino y todas esas tribus inflingen a sus víctimas. Será mucho más dulce volver a ser tierra gracias a estos frasquitos que os doy. Los tres contienen el mismo elixir y os permitirán escapar del dolor, la miseria y el mundo en pocos instantes y sin ningún sufrimiento. Llevadlos siempre en vuestro cuello y jamás os desprendáis de ellos. Y recuerda, querida Divea, que en todos los clanes has de escuchar las enseñanzas, al menos, de un druida, a quien darás a conocer tu condición mediante las palabras y los objetos que te entregaré en el momento de la partida. Bajo ninguna circunstancia ni en el peor de los casos podrás confiar los símbolos ni comunicar las palabras a tus dos acompañantes, pues representan privilegios exclusivos de los druidas que no pueden ser compartidos. Mañana, por lo tanto, deberás tener la mente alerta para aprender las palabras en pocos instantes y protegerás con tu vida los objetos que te entregaré.
Mirando las pupilas azules de su bisnieta, Galaaz contuvo un gemido y continuó:
-Tú, Conall, has recibido preparación ambivalente que puede servirte para convertirte en íntimo o en bardo. Dependerá de tu propia maduración durante el viaje y de las dotes musicales que puedas poseer sin que los demás lo sepamos. Seréis Divea y tú, pero sobre todo tú mismo, quienes habréis de decidirlo, pero mucho antes de culminar el viaje. Cuando regreses aquí, ya deberás ser lo que serás para siempre.
Conall asintió, esforzándose por mantener una expresión neutra. El druida no sospechaba el calado de lo que acaba de decir. Iba a ser lo que quería ser.
-Y tú, Alban –continuó Galaaz-, tienes por misión expresa la de proteger la vida de la futura druidesa con la tuya, pero mi corazón confía en que vuelvas incólume y convertido en algo más que un simple escudero.
29
Tras escuchar atentamente y reflexionar sobre cuanto el druida había dicho, Conall hizo balance de las posibilidades de su plan, ahora que tenía que modificarlo a causa de la presencia de Alban. Le iba a costar mucho superar la ira que le causaba el obstáculo que el vigoroso joven representaría para sus proyectos.
Conservaba en el patrimonio de sus derechos la decisión de manifestar en el último momento que no acompañaría a Divea. Nadie iba a matarlo por eso. Se limitarían a expulsarlo del clan, lo cual no sería el fin del mundo. Pero, entonces, ¿qué iba a hacer con su vida?
Comprobado que existían para un celta muy pocas oportunidades al margen de su pueblo y el bosque que era su hogar, no disponía de más proyecto que el de absorber de Divea cuanto fuese adquiriendo en su iniciación y, al final, suplantarla librándose al mismo tiempo de Alban.
El balance no era demasiado satisfactorio, pero tampoco escuálido.
Galaaz había aprobado su bagaje de conocimientos delante de todo el clan. Ello había mejorado su fama y le ayudaría en el futuro a hacer olvidar pasadas veleidades. Ni siquiera el propio druida se había dado cuenta de que, a pesar de la prohibición, había escrito palabras claves en varias hojas secas; esas palabras escritas, entrevistas de reojo, le habían servido para responder atinadamente muchas de las preguntas de Galaaz, de cuya exactitud no hubiera sido capaz de acordarse de otro modo.
Se trataba de una trampa peligrosa, y no sólo porque la tradición prohibiera la práctica del arte de la escritura que, sin embargo, a todos se les obligaban a aprender de niños. El peligro principal consistía en lo que estaba por ocurrir. Durante el viaje, cada vez que encontrasen a un clan y se presentasen ante su druida, hallarían también un bardo y un ayudante íntimo que lo asaetarían a preguntas.
Conservaba las hojas que le habían servido de claves, y los primeros días de viaje las consultaría siempre que pudiera apartarse un poco de Divea y Alban, a fin de alcanzar el convencimiento de saber lo necesario cuando encontrasen el primer clan astur.
Tenía ante sí, por consiguiente, tres retos:
Ser capaz de parecer sabio.
Librarse de Alban.
Suplantar a Divea de modo creíble en el último momento del retorno.
30
Se alzó de un salto del catre reforzado con troncos, con la agilidad del guerrero que permanecía siempre alerta. Todavía desnudo, entregó el machete a su padre y bajó la cabeza para que dejase de ser la de un adolescente. De espaldas a ellos, no pudo ver las lágrimas que sus padres derramaban mientras iban cayendo rizos al suelo. Aunque ambos eran altos, habían procreado a un gigante con cuerpo de dios, del que se sentían tan orgullosos que tenían que morderse los labios para no cantar a todas horas alabanzas a sus habilidades físicas y proezas
Después de cortado el pelo y habiendo vestido las galas propias de un guerrero, todavía era de noche cuando Alban terminó de enjaezar su caballo. A pesar de la intensa luz que iluminaba su esperanzada meta, una sombra había caído sobre su corazón. Le causaba demasiado dolor abandonar a su familia, a su fraternidad, el clan y el bosque. Le dolía mucho más de lo que había previsto. Al montar, murmuró una plegaria a Ogmios, el dios de la guerra. Tras prometer entregarle su vida en combate si se lo exigía, confió en que la agitación del inminente inicio del viaje le proporcionase alivio y olvido antes de que el Sol brillase alto.
Conall tuvo que ser zarandeado insistentemente por su madre, pues la noche anterior no conseguía dormir, desvelado por una indigesta mezcla de sentimientos, ambiciones, esperanzas y miedos, y se había visto obligado a tomar un pomo completo del quinto elixir básico, el que sosegaba las angustias e inducía el sueño. Se desperezó con mucho fastidio. ¿Quién le mandaba a él meterse en tales berenjenales? Después de todo, no era mal parecido, se expresaba bien, le atribuían gran sensualidad, poseía una sonrisa cautivadora y su inteligencia era aceptable. Si se lo propusiera, podría medrar en una de esas ciudades que había escuchado describir a los pescadores, esos sitios donde nadie conocía a nadie y cualquiera que tuviese la mano y las piernas ligeras conseguía sobrevivir. ¿No serían desmesuradas las pretensiones depositadas en el viaje que estaba a punto de emprender? La meta que se había marcado, convertirse en druida, ¿no iba a exigirle un esfuerzo exageradamente penoso?
En esos momentos, Divea se encontraba ya equipada y dispuesta para el viaje, postrada ante su bisabuelo y apoyadas las manos en sus rodillas, para oírle con la intimidad y reserva que él exigía. Galaaz se forzaba a sobreponerse a las quejas de su corazón por verse obligado a dejar partir a la muchacha; tenía que hablarle muy lentamente, para que no le delatara un suspiro:
-No sabemos si existe algún otro druida en cualquiera de los bosques cercanos. Por mucho que lo hemos intentado Tito, Lugaro y yo, ni siquiera estamos seguros de que sobrevivan los clanes celtas que conocimos de jóvenes en tierras no muy distantes. Así que puedes suponer lo flacas que son las certezas sobre los clanes y druidas que puedan quedar en esas tierras tan lejanas a donde vas.
-Mi madre me contó que una vez -dijo Divea-, cuando ella era tan joven como yo, recibisteis una visita de emisarios de los celtas de Hibernia, que habían venido en un navío hasta el pie del castro...
-Sí, hija mía, así fue. Pero esos supuestos celtas habían renunciado a las doctrinas y las claves principales de nuestra cultura y también habían renegado de nuestros dioses. Adoraban a uno nuevo, llamado Patricio. Hibernia es el final de tu viaje de iniciación, posiblemente la visita más trascendental, pero no debes fiarte ni aceptar cobijo de quienes adoran a ese dios. Utiliza cuanto te he enseñado para descubrir a los celtas verdaderos, si es que quedan. Ahora, repite las palabras que te he dicho antes al oído, pronunciando las tres frases en el mismo orden que yo.
Divea cerró los ojos. Galaaz le exigía demasiado. Solamente había recitado una vez las claves que ella debería usar como contraseña ante todos los druidas que estaba obligada a visitar. Apretó los párpados, porque no estaba segura de recordar todas las palabras de la tercera frase ni su orden exacto. Por ello fue declamando según la secuencia empleada por su bisabuelo, pero aún con mayor lentitud que él. Sabía que la garganta se le rompería en un sollozo si descubría que se equivocaba en las expresiones del viejo gran druida.
Pero no ocurrió con la primera ni con la segunda frase. Galaaz sonreía con aprobación y asentía, aunque no llegaba a borrarse la lóbrega pincelada de tristeza que había en sus ojos. Mas cuando Divea se detuvo, tratando muy evidentemente de recordar con exactitud, venció el amor. No podía volver a recitárselas porque a ella se le exigía aprender esas cosas tan sustanciales a la primera, pero sí podía proporcionarle un atajo. Introdujo la mano en un pequeño zurrón que colgaba de su cuello, para extraer en seguida una pequeña cruz celta tallada en piedra.
-Ésta es la marca-árbol de Karnun que debes poner en la mano derecha del druida en el momento de pronunciar la primera frase.
Divea asintió. A continuación, Galaaz sacó del zurrón un pequeño cascabel de bronce.
-Éste es el cascabel de Ogmios, que debes poner en la mano izquierda del druida en el momento que comiences a pronunciar la segunda frase.
Divea sintió que iba a gritar de desolación. Efectivamente, comprobó que había olvidado la tercera, porque su memoria se negaba a entregarle las palabras. Notándolo, el druida sacó del zurrón un aro muy pequeño de bronce, del tamaño de un anillo; dentro del círculo, una figura humana con las piernas y los brazos muy abiertos, hasta entrelazarse con el aro. Mirándolo, las palabras acudieron fluidas a la mente de Divea:
-El círculo se completará cuando el hombre asiente sus pies y sus manos en la obra de los dioses.
Galaaz sonrió, sosegado de repente.
-Nunca repitas ésta ni las otras dos frases en voz tal alta, Divea. Cuando te toque pronunciarlas, debes hacerlo pegando tus labios al oído del druida. No lo olvides. No debes permitir que alguien más las oiga. ¿Está todo claro, hija mía?
-Sí, gran druida.
-¿Te sientes preparada para el camino?
-Sí, gran druida.
-Parte, pues.
Galaaz fue transportado en la carretilla hasta el claro por sus nietos, la madre de Divea y su esposo. Antes de salir de la cabaña, la muchacha había abrazado a sus padres y soltado unas lágrimas que se enjugó con pudor. Ya fuera, marchó delante del asiento portátil de su bisabuelo sin volver la vista atrás, erguida, arrogante como una sacerdotisa en un ritual. Llegados al claro donde ya aguardaban Conall, en el pescante de la carreta con las bridas sujetas, y Alban, en su caballo, Divea se encaramó al pescante con el mentón alzado.
Conall arreó a los bueyes y el viaje comenzó, sin que la futura druidesa girase ni siquiera un poco la cabeza.
Había mucha gente observándoles, pero nadie ocupaba el claro. Les vieron partir desde la maleza, desde detrás de los troncos de los robles y más allá de los peñascos, y ninguno pronunció ni una palabra.
Galaaz sintió que se le partía el corazón. Se preguntó si ese corazón frágil y envejecido resistiría la espera hasta el regreso de su sucesora.
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