jueves, 11 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS, 14, 15, 16, 17, 18 y 19


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14
La luz se apaga, el limo se muere,
languidece el muérdago, mi piel se estremece.
Dioses de la jungla, siervos de Karnum,
dadnos los caminos, otorgadnos salud.
Madre Dana...
Tito murmuraba el canto como una invocación. Ansiaba que los dioses inspirasen las determinaciones de Galaaz, porque no quedaba tiempo para el error. A nadie en el bosque le quedaba tiempo. Ni al druida ni a sus dos compañeros más fieles, los que habían permanecido con él desde el día de su consagración, su bardo y el sirviente personal. Pese a la resistencia de los tres, su etapa vital había terminado y cuanto veía el bardo en su horizonte personal era lo que había verdaderamente en el horizonte de todo su pueblo. Un eclipse definitivo como culminación del penoso ocaso que estaban padeciendo.
Lo veía todas las noches. Les oía todas las madrugadas. Gundestrum, la temible deidad de la venganza y la muerte, mandaba a sus cohortes de espíritus oscuros en compaña, procesiones de sombras muertas ávidas de vida terrenal, espectros que recorrían los vericuetos del bosque y pasaban rozando las cabañas de los celtas como si quisieran ensañarse con ellos, sumándose al tormento de los enemigos siempre al acecho.
¿Qué ofensa había podido cometer su pueblo contra Gundestrum y todos los dioses?
¿Qué deuda habían contraído con Lugh, con Dana o el inofensivo y siempre bienhumorado Bran? Últimamente, Tito sólo sentía a veces las inspiraciones de Karnun, el dueño del bosque, mientras que de Aine, la diosa del amor y la pasión, llevaba más de media vida sin sentir su aroma. El único que se les mostraba todos los días, todas las lunas y todos los años era el furioso Ogmios, el dios de la guerra, el menos ansiado y deseable, cuando el más leve suceso bélico ocasionaba terribles sufrimientos a su pueblo y nunca, desde hacia demasiado tiempo, el placer de la victoria.
Siempre perdían. Jamás resultaban vencedores más que en escaramuzas puntuarles, nunca en las batallas. Como resultado de las derrotas acumuladas, el exilio hacia las penumbras más recónditas del bosque iba siendo cada vez más ominoso. Los dioses les habían abandonado.
Rasgueando distraídamente la lira, permaneció largamente asomado al mar, encaramado a uno de los muros circulares del castro, mientras observaba de reojo a Galaaz en conversación con su bisnieta. Ambos, juntos, eran como una metáfora de la primavera y el invierno, la vida y la muerte. El druida era la fortaleza que mantenía a los tres viejos amigos con vida, Galaaz, Lugaro y Tito, pero se trataba de una fortificación que, al final del agónico ocaso, había comenzado definitivamente la cuesta abajo que conducía al más allá.
¿Cuántos años hacía que el druida había perdido la facultad de andar? Ni lo recordaba, debía de ser casi media vida.
Continuó el canto, tañendo la lira tan desafinadamente como de costumbre, de lo que se daba cuenta aunque los demás creyesen que no; pero no podía evitarlo. Sabía que la voz se le quebraba en gallos de senectud hacía ya, lo menos, diez años. Era demasiado viejo. Todos eran demasiado viejos. La mayoría de los poemas que componía eran igual de pesimistas y desalentadores; sólo lograba juntar palabras alegres cuando debía glosar una boda o festejar un natalicio, pero sin dejar de ser completamente consciente de que estaba componiendo ripios indigestos, porque no conseguía vislumbrar la menor esperanza en el futuro de quienes se unían ni en el de quienes nacían.
Sabía que el asunto de la elección de un aspirante a druida se había vuelto muy urgente, a pesar de su desacuerdo con la posible designación de una adolescente para suceder a Galaaz, porque el futuro druida o druidesa debería superar una prolongada iniciación. Por su formación familiar y cuando de ella se comentaba, era posible que Divea no necesitase más que un par de años para alcanzar la meta de su consagración, pero inclusive un periodo tan corto era un plazo excesivo que ninguno de los tres amigos que gobernaban el clan iba a llegar a vivir.
Puesto que tan escasos eran los motivos de esperanza, si Galaaz muriera sin sucesor el clan se desmoronaría.







15
-¡Tres días desaparecido! –reprochó Drea, al tiempo que amagaba una leve bofetada-, y llegas sin nada. Ni un pescado ni un cesto de fruta... y, mientras, todos los vecinos y yo, deslomándonos.
Sin comprender, Conall examinó el rostro de su madre a ver si bromeaba, porque se trataba de una mujer habitualmente jovial y nunca se podía asegurar si hablaba o no en serio. Pero su expresión denotaba un enfado que, a todas luces, reflejaba la angustia que debía de haber sufrido por la desaparición aparente de su hijo, suceso frecuente en el bosque en los últimos tiempos. Eran muchos los jóvenes de su edad que desertaban sin dar explicaciones; un día cualquiera, sin aviso, decían que salían a recoger setas o endrinos y ya nunca más volvían.
¿Llevaba tres días ausente? ¿Había pasado casi dos días en el mar, medio muerto, y no sólo unos momentos, que era lo que a él le había parecido? ¿Podían los dioses eclipsar del todo dos días en la mente de una persona, para ahorrarle sufrimientos?
-Madre, ¿estás segura de que salí de casa hace tres días?
-Se cumplirán la próxima madrugada.
O sea, que al menos había permanecido una tarde, una noche, todo el día anterior y otra noche más mecido por el agua fría y procelosa de la mar, sin conciencia, a merced no sólo de las olas y el frío, sino de cualquier monstruo de las profundidades que quisiera devorarlo. Nunca había oído que alguien pudiera sobrevivir a algo semejante. Tenía que tratarse de otra cosa; no había estado verdaderamente dormido a merced de los peligros marinos; Dana lo había trasladado a una estancia de la morada de los dioses, y allí lo había aleccionado para algo que luego le había hecho olvidar y, finalmente, había vuelto a depositarlo en la orilla con las órdenes guardadas en un rincón de su espíritu, de donde habrían de emerger cuando la divinidad lo considerase conveniente. Ya no le cabían dudas, la diosa tenía un propósito del que él era protagonista.
Recordó la visión tan vívida que había tenido mientras era arrastrado por la corriente del río. Esa visión era una parte del aleccionamiento de Dana. Sin duda.
La extrema vejez de Galaaz era su oportunidad. ¡Qué tonto había sido! Tanto buscar un porvenir ajeno a su mundo, cuando su mejor destino estaba en el bosque, entre su gente y sin renunciar a cuanto conocía.
Pero Galaaz le inspiraba algo parecido al terror. Se trataba de un sentimiento más fuerte que la intimidación, pues jamás había podido resistir su mirada, como si el druida pudiera penetrar en su pecho y saber lo que sentía, y recorrer el interior de su cabeza parar enterarse de lo que pensaba, como si desnudase no sólo su cuerpo sino lo más esencial de su persona. Siempre se había sentido culpable ante él, aunque no tuviera culpa alguna, que él supiese. Era como si llevase una tara fundamental que el gran druida había reconocido en el momento mismo de su nacimiento.
Pero debía sobreponerse para ganar su voluntad.
Galaaz era tan viejo, que seguramente sería sensible a los halagos y eso, cuando él quería, sabía hacerlo como nadie. Tenía la habilidad de enredar a la gente mayor con carantoñas, obsequios y mimos, y sabía que aunque no era la encarnación de la hermosura, era vigorosamente sano y poseía una sonrisa que a todos encantaba. Encontraría el modo de complacer y, en la medida de lo posible, seducir al druida antes de intentar, siquiera, exponerle el deseo de ser su sucesor.
Tomó un pequeño cesto, que llenó apresuradamente de frutos silvestres en los alrededores del poblado. Ensayó todas las frase más lisonjeras que se le ocurrían y cuando se creyó preparado, fue en busca del anciano.
-Ya sabes que casi nunca pasa las tardes aquí –le informó una de las dos únicas sacerdotisas que quedaban en el clan.
-¿Dónde puedo encontrarlo? –preguntó Conall.
-En el castro. Si piensas ir por allí, llévale este manto, porque va a refrescar al anochecer.














16
El bardo Tito se preguntó si le gustaría su composición al druida. Se dirigió hacia donde Galaaz permanecía sentado en la carreterilla, mientras canturreaba:
“La luz se apaga, el limo se muere...”
Mas cuando estaba ya a pocos pasos, decidió no agravar con el desaliento de su canción la tristeza de su viejo amigo, porque oyó lo que el druida decía:
-Morimos, Divea, nuestro mundo sufre los últimos estertores, cercado por los de la cruz y los de la media luna. Y yo no tardaré en morir, los dioses me socorran.
-Oh, abuelo, no digáis eso, por nuestra madre Dana. Sois el consuelo y la esencia del clan, y no podéis abandonarnos.
-La Naturaleza es inexorable, muchacha. No pongas esa cara.
Galaaz sintió un escalofrío. El desconsuelo que reflejaba el rostro de Divea era la declaración más expresiva de amor que había recibido nunca.
-Escucha, terca muchacha. Mi preparación de druida tomó dieciocho años. ¡Dieciocho años! ¿Tú crees que a mí me quedan tantos que vivir, como para esperar a que un ignorante pueda, tal vez, convertirse en druida? Es indispensable apostar por lo seguro, y lo único que parece seguro en las circunstancias actuales eres tú.
-Yo también soy muy ignorante, abuelo.
-Te equivocas. Sin saberlo tú y sin que los miembros de tu familia hayamos pensado en ello, llevas catorce años preparándote; desde el día que naciste no has parado de hacerlo, y según los testimonios que oigo, aprovechas muy bien esa preparación. Todos aseguran que muestras el toque de la diosa...
-¡Oh, abuelo, perdonad, pero tal cosa es imposible! Yo no he oído su voz jamás.
-Afloja tu terquedad, Divea, o tendré que castigarte. ¿Tú crees que la voz de nuestra madre Dana suena como la mía o la tuya? ¡No! Su voz fluye dentro de ti, de tu espíritu, y no te habla con palabras, sino con impulsos y con actos. ¿Es que crees que los dioses son de carne y hueso? Su voz es esencia, no sonido. Por otro lado, muestras con humildad y sencillez conocimientos que a todos asombran. Reconoces casi todas las plantas principales, sabes cómo operan sus efectos y tu madre me narra de vez en cuando episodios que a ella la dejan con la boca abierta, cuando te ve preparar elixires para los enfermos que yo no puedo atender. Vamos, no llores.
Divea se había derrumbado de rodillas junto a la carretilla, con los brazos apoyados en el regazo de su bisabuelo, y lloraba con desconsuelo.
17
La extrañeza de Lugaro aumentaba todos los días. La cabaña edificada en el castro era obra de un artesano muy bueno, no un simple constructor. Lo deducía no sólo por la regularidad de los troncos que formaban las paredes o, más bien, la única pared circular, sino por lo habilidoso del ensamblaje con las trancas que sujetaban el techo y el trenzado primoroso del bálago que lo cubría. ¿Quién estaría tomándose la molestia de un trabajo tan arduo y de apariencia tan inútil, y cuándo lo haría? De noche, era imposible lograr un acabado tan preciosista y minucioso, y de día no habían conseguido sorprenderlo todavía, y sin embargo cada jornada aparecía el trabajo con retoques nuevos.
Lugaro se había alejado del grupo formado por el druida, su bisnieta y el bardo, porque no quería que le preguntasen su parecer sobre nada. Galaaz era muy proclive a consultar con sus amigos íntimos, lo que era su forma de homenajearlos, pues todos tenían el convencimiento de que nadie en el clan poseía mayor sabiduría ni mejor criterio. Pero las preguntas, aunque lo disimulase, incomodaban a Lugaro en el fondo. Ya era demasiado viejo para romperse la cabeza con cuestiones de cualquier clase, y la preparación de un nuevo druida no era precisamente cosa sencilla.
Entonces, lo vio.
El joven Alban apareció desde más allá de la cabaña y le miró de un modo que parecía denotar desagrado y desconcierto, como quien es sorprendido en circunstancias inconvenientes. Se había quedado parado, irresoluto, como si calibrase sus posibilidades de disimular y dar un paso atrás si Lugaro no lo había descubierto. Pero el cruce de miradas le convenció de que recular sería inútil. Tras un momento de indecisión, echó a andar hacia el punto donde se encontraba el asistente personal del druida.
Antes de que llegase hasta él desde la distancia de unos treinta pasos donde había aparecido como emergiendo de la nada, Lugaro sintió una cascada de preguntas en su mente a pesar de su determinación de no entrar en cavilaciones.
Alban era uno de los pocos jóvenes que en la actualidad recibían entrenamiento para convertirse en oficial de guerreros; se trataba de un muchacho de anatomía muy exuberante, fornido, altísimo, con anchos hombros sobre los que caía una cascada inmensa de rizos amarillos, puños como martillos y piernas robustas como troncos de roble. Tenía unos diecisiete años y se suponía que latían por él la mitad del los corazones jóvenes del clan.
¿Tendría algo que ver Alban con el misterio de la cabaña? ¿La estaría edificando con un propósito oscuro?
Esas conjeturas no eran lógicas, porque la preparación que estaba recibiendo el muchacho era militar y no tenía nada que ver con labores artesanales.
-Que la diosa te colme de favores, Lugaro.
-Ojalá que me socorra, como a ti y a tu familia. ¿Qué rondas por aquí, Alban?
El muchacho no respondió en seguida. Se mordió el labio inferior, descargó el peso sobre su pierna derecha y, a continuación, sobre la izquierda, antes de comentar:
-Dicen que Galaaz quiere que Divea se convierta en druidesa...
De repente, la luz se hizo en la mente de Lugaro. El joven no tenía nada que ver con la edificación de la cabaña; solamente la había usado en esta ocasión como escondite para espiar al grupo, y probablemente no era la primera vez.
-¿Y qué te da si es verdad?
-Mucho.
-¿Te interesa esa muchacha?
El rostro rubicundo se volvió granate. Las aletas de la nariz de Alban temblaron levemente al tiempo que suspiraba de modo ampuloso a causa de la enormidad de su pecho, aunque sin emitir ningún sonido.
-¿No es Divea demasiado joven para entrar en una aventura tan peligrosa, Lugaro?
-¿De qué aventura hablas?
-Si es verdad que es la elegida, deberá hacer el viaje de iniciación y, según he oído, en ese viaje sólo pueden acompañar al futuro druida quienes van a entrar al servicio de los dioses. Por mí, estaría encantado de acompañarla para servirle de protector, pero me han dicho que no me estaría permitido.
-¡Quién sabe! –la exclamación de Lugaro sonó como un soplo enigmático.
-¿Qué tratas de decir?
Lugaro meditó un momento antes de responder:
-Por una conversación que tuve ayer con Galaaz, sé que le gustaría aprovechar el viaje iniciático de quien vaya a sucederle, para entrar en contacto con clanes lejanos. Mucho más lejanos que los visitados por él junto con Tito y conmigo, en Hispania, cuando tuvo que iniciarse también. Sé que a quien elija, sea Divea o cualquier otro, lo va a preparar intensamente hasta que muera el invierno próximo, y en el equinoccio de la primavera ordenará comenzar el viaje con un doble objetivo; formación intensiva y rápida al amparo de un gran número de druidas lejanos, y averiguar si, por desgracia, somos nosotros los últimos celtas del mundo en nuestro bosque, colgado del océano en el Fin de la Tierra. Aquí, parece que estuviésemos a punto de perecer, Alban, como bien sabes; Galaaz quisiera saber si la esperanza habita todavía en algunos de los más antiguos reductos celtas de Europa.
-Parece un cometido demasiado ambicioso para una muchacha tan joven.
Lugaro sonrió con ternura. Divea era, con mucho, la muchacha más bella del clan. Aunque abundaba la hermosura entre las muchachas celtas, lo de la bisnieta del druida parecía reflejo de la belleza sobrenatural de los dioses. Por su parte, Alban también sobresalía entre los de su generación. Lo suyo no era exactamente lindura, sino un poderío físico excepcional, de otro mundo, comparable al de los más extraordinarios héroes mitológicos. Parecía razonable que tantas cualidades reumidas en dos jóvenes de edades parecidas pudieran atraerse y quisieran juntarse. Acarició el mentón del muchacho mientras le decía:
-Te recuerdo, Alban, que nuestro gran druida no ha tomado todavía ninguna decisión, en nombre de los dioses. No sabemos aún a quién elegirá como sucesor.
Los ojos de Alban brillaron esperanzados.
-¿Crees que existirá algún medio de convencerle de que no sea Divea la elegida?
Lugaro sonrió con expresión sarcástica.
-¡Querido muchacho ingenuo! –ironizó- ¿Tú crees que alguien en el clan es capaz de convencer a Galaaz de algo que sea contrario a lo que él haya decidido?
Alban bajó la cabeza.
¿Qué podía hacer para impedir que Divea emprendiese ese viaje o, si debía hacerlo, ¿cómo lograría que se le permitiera acompañarla?










18
Alban notó que Lugaro había creído su historia del todo.
Pero se trataba de una verdad a medias. Sí era cierto que las frecuentes caídas de ojos de Divea, cuando se cruzaba con él, habían hecho mella en su corazón. Pero no lo era que fuera ésta la razón de su presencia en el castro esa tarde.
Miró de reojo la cabaña, pero no quiso volver la cabeza para que Lugaro no siguiera la dirección de su mirada ni sospechara.
Últimamente, Divea era la persona de quien más se hablaba en el bosque. Eran tan elogiosos los comentarios, que sentía a diario la tentación de mostrarse escéptico y contradecirlos. Según decían, la increíblemente bella muchacha había recibido el toque de la diosa y todas sus amigas afirmaban con asombrada incredulidad que se negaba tercamente a reconocerlo. Pero no era ésa la virtud que más resaltaban. Las comadres hablaban con pasmo y exclamaciones constantes de facultades naturales nacidas con ella. Según su madre, elaboraba elixires prodigiosos que nadie le había enseñado a combinar y cuando cocinaba, alcanzaba a sazonar con el mejor punto concebible, como si sus dedos y su paladar hubieran sido signados con poderes excepcionales. Cuanto pasaba por sus manos, sabía mejor que el más exquisito manjar. Pero las jóvenes hablaban más en términos prodigiosos; aseguraban que los animales se postraban ante Divea y le rendían homenaje y que sabía de antemano dónde se encontraba una flor o una planta que buscase, y no por premonición aleatoria sino demostrando convencimiento pleno. Por consiguiente, todos consideraban que iba a ser la próxima druidesa sin ningún género de dudas.
Pero a Alban le estaba sucediendo algo para lo que ese destino sería un grave impedimento. Si daba alas al sentimiento que germinaba en su pecho, no sería capaz de dejarla marchar para emprender ese viaje tan peligroso, prolongado e incierto. Temía hacer cosas que afectaran al futuro que se había marcado. Jamás abandonaría el clan como hacían muchos jóvenes, porque su deber de guerrero era protegerlo y defenderlo, no contribuir a destruirlo. Jamás haría nada que, cubriéndole de indignidad, pudiera impedir su sueño de llegar a ser el general principal del clan. Jamás podría seguir a Divea en su viaje de iniciación si no le autorizaban expresamente.
Tenía las manos fuertemente atadas. Y la voluntad.


19
Tito escuchaba la conversación de Galaaz con su bisnieta sin intervenir y con mucha incomodidad. Deseaba apartarse, porque no abordaban tan sólo asuntos relacionados con los dioses. También debatían cosas de familia. A través de las parrafadas de los dos, estaba enterándose de cuestiones particulares que ignoraba y de las que sería más discreto no saber.
Para obedecer la orden de no apartarse que le había dado el druida, pero ahorrándose al mismo tiempo toda posibilidad de intervenir en el diálogo, se sentó en una piedra, dándoles a medias la espalda a los dos.
Rasgueó suavemente su instrumento, con idea de entonar uno de sus muy celebrados poemas viejos cuando el druida y su bisnieta diesen la conversación por concluida.
La lira era una ruina. Se fijó en una de las razones por las que desafinaba tanto, quizá la principal. De tanto tensarlo, el nudo inferior del bordón tenía ya demasiadas revueltas. Necesitaba sustituirlo por una tripa nueva, que no había tenido la precaución de curar ni preparar, porque su memoria flaqueaba cada día más. Decidió probar a ver si podía desatar el nudo superior, aunque no era el que usaba habitualmente para afinar esa cuerda, fundamental porque era la que marcaba el ritmo.
Dado que el nudo de arriba no había sido rehecho nunca desde que instalara la tripa actual, encontró muchas dificultades para desatarlo. Sujetando la cuerda con los dedos índice y medio de la mano izquierda, trató afanosamente de soltar el nudo con la derecha aferrando el minúsculo cabo que sobresalía del trenzado. Tiró varias veces sin resultado, hasta que comenzó a perder la paciencia.
Quiso realizar un intento definitivo, para lo que pretendió tensar la tripa hacia arriba con objeto de facilitar cierto aflojamiento de la sujeción superior.
Entonces, ocurrió.
Como si el bordón fuese un cuchillo, el índice de la mano izquierda quedó rebanado por la yema casi hasta la falange. El bardo soltó una exclamación de dolor al tiempo que manaba un impresionante torrente de sangre.
Antes de que Galaaz tuviera tiempo de girar la cabeza hacia su bardo, Divea se lanzó hacia el ramo de lysimachias olvidado sobre una piedra, tomó varias hojas y flores y se las metió precipitadamente en la boca, poniéndose a machacarlas con los dientes muy aprisa.
MAÑANA, MÁS

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