miércoles, 31 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Suspense para los peregrinos entre tinieblas.


SE van intensificando las emociones y sustos de los peregrinos, en pos del Reino de Morgana. Riesgos inesperados y enigmas incomprensibles.
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Una vez que los siete se detuvieron, el extraño hombre sin rostro se quedó tan inmóvil, que parecía una estatua. No conseguían ni siquiera entrever el brillo de sus ojos por la rendija del yelmo.
-¿Crees que es el adelantado de un ejército? –preguntó Conall a Divea muy suavemente, sin apenas mover los labios. El tono revelaba su pánico.
-No sé si será un ejército –respondió Divea-, pero probablemente habrá más. Tal vez sean los guardianes del bosque, y la postura de ese guerrero, con la mano alzada y tan inmóvil a pesar del peso de la espada, temo que pudiera indicar que no es de verdad un hombre.
-Sí lo es –aseguró Brigit entre dientes, con suavidad-. Pero no tiene espíritu.
-¿Qué significa eso? –Con los ojos clavados en la figura revestida de acero, Conall trataba de no mover los labios.
-Que no es dueño de su voluntad –aclaró Divea-. Brigit tiene razón. Para ser capaz de mantener esa postura tanto tiempo, por fuerza tiene que encontrarse bajo los efectos de un elixir muy poderoso. El segundo de los elixires excepcionales, cuyas fórmulas sólo deben conocer los druidas y los que nos preparamos para serlo, tiene un efecto muy parecido, pero no hasta esos extremos de inmovilidad. Creo que podría ser uno de los que la leyenda asegura que es capaz de preparar Morgana y nadie más.
-Hablas con gran sabiduría, pero te equivocas.
La paradójica frase la había pronunciado un hombre joven muy hermoso, surgido, a pie, de detrás del jinete inmóvil. Tenía unos veinticinco años; su pelo y su barba poseían el color del oro y brillaban como si tuvieran fuego debajo. Vestía la túnica blanca, su cabeza se tocaba con bellas flores a pesar de la escasez que apreciaban en todo el país y su aire y ademanes eran propios de un druida.
-¿Quiénes sois y de dónde venís?
-Mi nombre es Divea, realizo mi viaje de iniciación druídica y vengo de la Hispania, de un hermosísimo bosque no muy alejado del Camino al Fin de la Tierra. Éste es Conall, que también viene del mismo país y se inicia como bardo. Los demás, son compañeros que se nos han unido por afecto y deseos de saber. Ese jinete, Fomoré es hispano como nosotros y es un hombre muy especial. La mujer que va a su lado es Brigit, una mujer extraordinariamente sabia a pesar de su juventud, llegada de Polonia. El jinete de la derecha es Fergus, un refugiado gálata versado en marinería, a quien los incendiarios de bosques arrebataron casa y familia. Sus dos compañeras, Dagda y Naudú, son también hispanas y sacerdotisas del culto a la madre Dana.
-Yo soy Manam, el druida del bosque del Espejo. Éste es mi escudero.
Señalaba al jinete inmóvil.
-Seáis bienvenidos –añadió Manam-, pero os aconsejo que no os quedéis aquí mucho tiempo.
A pesar de tener los ojos abiertos, Divea sintió algo parecido a cuando tuvo que guiar a Galaaz y Lugaro a través del bosque con los ojos vendados. Era como si un arcón cerrado se abriera sin abrirse, mostrándole un interior cuyo contenido eran únicamente sensaciones y sentimientos. Sintió el picotazo de una aguja en la nuca y sus manos comenzaron a sudar copiosamente. El hombre que decía ser druida no mentía pero tampoco decía la verdad.
-¿Por qué no hemos de permanecer? –preguntó Divea.
-Porque en el bosque del Espejo nadie puede estar seguro de nada. Los peligros acechan detrás de cada tronco de roble y no existe en todos sus árboles muérdago suficiente para romper tantos maleficios. Lo mejor para vosotros es que no busquéis más aquí.
-¿Qué es lo que no deberíamos buscar? –Divea se preguntaba si el hombre que decía ser druida sería tan pelele de una voluntad ajena como el jinete de acero.
-Si os han dicho que aquí encontraréis a la druidesa eterna, os han mentido –respondió Manam.
Todos cayeron en la cuenta de que ninguno había mencionado a Morgana. ¿Por qué lo había adivinado? Como si respondiera a sus pensamientos igual que solía hacer Brigit, Manam dijo:
-Es lo que buscan todos los forasteros que visitan este bosque. ¿Por qué ibais a ser vosotros diferentes?
Una respuesta lógica que parecía ensayada, como si Manam hablase al dictado de alguien. Brigit sentía oleadas de escalofríos, porque trataba de inspirar mentalmente a Divea la idea de dar media vuelta y salir deprisa del bosque del Espejo. Pero no lo conseguía. Sus facultades sólo funcionaban de manera espontánea, independientes de su voluntad.
Manam continuó su discurso:
-Pero no la encontrarás aquí ni en ninguna otra parte, es completamente imposible. Y si la encontrases por acaso, Morgana jamás compartiría su saber contigo. De todas maneras, jamás llegarás a ella, porque si algún día dieras para tu desgracia con el camino que conduce a su lago, no avanzarías ni un paso en su dirección porque te matarían las cohortes de bestias a su servicio.
A cada palabra que pronunciaba, crecía la certeza de Divea de que estaban muy cerca del lago de Morgana, pero trataba de que nada en su rostro revelase esa convicción. Recordó que, contrariamente a los demás bosques visitados, ninguno de los siete había presentido la cercanía de un druida ni se había alzado ella en el pescante a exhibir las pruebas de su condición. Había oído hablar de druidas renegados que, habiendo entrado al servicio de intereses contrarios a los de los celtas, mantenían los signos y la apariencia de su magisterio precisamente para confundir y destruir a sus congéneres. Había realizado un largo y penoso viaje que ya no estaba demasiado lejos de su culminación; no podía permitir que un druida apóstata impidiese o malograse una etapa tan crucial. Puesto que Manam no había necesitado los símbolos ni se los había exigido tras su truculenta aparición, debían de representar algún peligro para él o para su impostura; por lo tanto, ella haría lo que todavía no había hecho. Se alzó en el pescante y extrajo la piedra de Galaaz y el símbolo de Partholon.
Fue como si cien ballesteros a sus espaldas apuntaran con sus flechas al pecho de Manam. El hermoso druida desapareció instantáneamente tras un matorral.
-¡Era un impostor! –exclamó Conall.
-No lo es –afirmó Dana-. Es algo mucho peor que un impostor.
-Así es –corroboró Brigit-. ¿Es indispensable que trates de encontrar a Morgana?
-Debo hacer todo lo que los druidas me ordenen. Partholon me dijo que debía visitarla y lo vamos a hacer.
-¿Qué hacemos con ése? –preguntó Conall.
Señalaba al jinete de acero sin rostro, que continuaba igual de inmóvil. Antes de que Divea tuviese tiempo de responder, Fomoré sacó el machete de la funda y se lanzó hacia él. Esperaba una reacción defensiva u ofensiva, pero no lo que ocurrió.
De dentro del yelmo, y sonando como si emergiera de las profundidades de la tierra, surgió un grito desgarrador. No terrorífico, sino aterrorizado.
-Hay dos hombres dentro de esa armadura –dijo Brigit-. El que nos cierra el paso y el que desea fervientemente huir. Hace un momento, consideraba que debíamos dar la vuelta, pero ahora creo que podemos seguir adelante.



68
Dado que el jinete paralizado obstaculizaba el camino, para poder continuar tuvieron que retroceder un corto tramo y usar los tres hombres sus machetes, con los que despejaron de maleza una senda nueva que vadeaba el lugar donde aún permanecía estático el hombre de acero.
Pero observaron pronto un fenómeno difícil de creer, aunque todos habrían jurado ante el más sabio y poderoso de los druidas del universo que mantenían el dominio de sus facultades. Nada de ese Bosque del Espejo permanecía mucho tiempo en el mismo lugar y el primer atisbo de ello lo tuvieron cuando consiguieron regresar al camino principal por la trocha nueva; el jinete inmóvil había desaparecido. Los siete estaban seguros de no haber oído ningún sonido semejante al de los cascos de un caballo, de modo que tuvieron que volver atrás de nuevo para confirmar que el camino era el mismo.
-Yo nunca he creído en encantamientos –dijo Fergus-, pero ¿qué otra explicación puede tener lo que pasa aquí?
Después de una corta reflexión, dijo Divea:
-Las ciencias que me han transmitido los cuatro druidas que hasta ahora han sido mis maestros, afirman que los encantamientos no existen y si existieran no sería por inspiración de los dioses, sino de los espíritus oscuros. No es sabio quien en ellos cree sin la más leve resistencia. Pero los cuatro me han enseñado también que hay fuerzas que no conocemos y que ni siquiera podríamos comprender. Los zahoríes se transmiten de padres a hijos intuiciones desde el origen del tiempo, pero ni siquiera ellos explican por qué con un simple palito sujeto en la mano pueden descubrir veneros de agua. En todas partes son conocidas rocas en cuyas cercanías ocurren fenómenos extraños, y también ríos y manantiales. Tal podría ser la explicación de lo que nos está ocurriendo, porque algo extraño nos ocurre, sin duda.
-Mientras permanezcamos aquí –murmuró Brigit- no deberíamos beber más agua que la que llevamos en el carro. Y tampoco deberíamos comer nada de este bosque.
-A mí hay una cosa que me ha llamado la atención desde que llegamos –afirmó Dagda-; hay demasiado beleño por todas partes; tanto, que no parece natural.
Las mujeres asintieron. Fergus, sin embargo, dio muestras de no comprender.
-Es esa planta de ahí –señaló Divea-, ¿ves? La de flores amarillas. Es verdad que no parece natural que haya tantas, cuando no recuerdo haberlas visto en los demás bosques de Anglia. Por otro lado, también he visto muchas plantas de belladona. Y de ephedra, asimismo, que no sabía yo que la hubiera silvestres.
-Fíjate, Divea –indicó Brigit-, en que abunda la mandrágora y, más aún, el estramonio. ¿Por qué se acumulan aquí tantas plantas con poderes extraños y, en muchos casos, y según las dosis, con efectos tan peligrosos?
-¿Qué efectos? –insistió Fergus.
-Casi todas las que hemos mencionado –dijo Divea-, son plantas que pueden ser venenosas o, al menos, capaces de producir alucinaciones.
-¿Entonces –preguntó Naudú-, será por esa razón por lo que no podemos estar seguro de que cuanto vemos sea real?
Divea se lo preguntó a sí misma antes de responder. La acumulación en un único bosque de tantas plantas que no en todos los casos eran propias de florestas, y todas con cualidades muy especiales, podría ser producto de un plan. Se giró un poco hacia Fomoré para preguntarle:
-¿Tantas de esas plantas, juntas, podrían causarnos efecto sin que tomemos sus cocimientos ni las comamos?
Fomoré miró en derredor. Notó que había extrañeza en algunos ojos por el hecho de que Divea le preguntase a él esa cuestión tan específica. Consideró que la futura druidesa había sido algo imprudente. Pero no tenía más remedio que responder pues, si callaba, aún inspiraría más preguntas.
-Nunca he oído que pueda ocurrir eso, Divea. Pero tampoco sabemos ninguno de nosotros de otro bosque donde abunden tanto ni tan cerca las unas de las otras, ¿verdad? Así que no podemos afirmar rotundamente que sí ni que no.
Divea volvió a meditar unos instantes antes de decir:
-Sea lo que sea, es evidente que en este bosque no podemos confiar plenamente en nuestros sentidos. Seguramente por eso lo llaman Bosque del Espejo, porque nadie puede estar seguro de nada. Considero que no debo obligaros a correr los peligros que seguramente encontraremos; tampoco tengo derecho a esperar que lo hagáis. Pero yo debo continuar, porque es mi obligación presentarme ante Morgana y recibir sus enseñanzas. Así que podéis volver atrás y salir del bosque.
-¿Dejándote aquí? –se exaltó Fomoré-. En lo que me concierne, ni lo pienses. O sales con nosotros o permanezco contigo.
-Y yo –afirmó Fergus al tiempo que Brigit asentía.
Conall supuso que no podía más que proclamar:
-Yo también me quedo, por supuesto.
-Y nosotras –afirmaron Dagda y Nuadú al unísono.
Divea inspiró hondo. Se había emocionado, pero consideró que sería impúdico demostrarlo. Tuvo que tragar saliva antes de decir:
-En ese caso, es obligatorio que permanezcamos siempre muy juntos, sin el menor resquicio ni distanciamiento. Por ninguna razón. Jamás nos separaremos, jamás dejaremos a ninguno solo por ningún motivo. Por mucho que nos engañen los sentidos influidos por estas plantas, no podrán engañarnos siempre a los siete ni en la misma medida. Además, debemos seguir el consejo de Brigit y no beber ni comer nada de este bosque.
Escuchándola, Conall hizo un esfuerzo por ver dentro de su pecho. El trío de sus determinaciones continuaba allí, pero envuelto en una sustancia cuya naturaleza no era capaz de identificar. Se preguntó si todo continuaba igual, y se respondió que sí: tenía el reto de conseguir parecer sabio, la liberación de Alban ya se había producido sin tener que hacer nada, y la hora de suplantar a Divea no había llegado todavía. Pero esa sustancia desconocida que se había instalado en su pecho, desde el amanecer en el gran nementone de piedra, le había producido cierta modorra anímica que tenía la obligación de sacudirse. Ahora que todos eran víctimas de seducciones creadas por la propia Naturaleza, tenía que ser más fiel a sí mismo y a sus ambiciones que nunca. Debía permanecer muy atento a los espejismos, para ser capaz de evitarlos antes que los demás y aprovecharse de su ventaja.













69
Antes de echarse a dormir, Divea pidió a Conall que colgase el disco grande de piedra labrada, obsequio de Galaaz, mediante un cordel amarrado a la rama de un haya donde germinaba un brote escuálido de muérdago. Luego, dispuso que todos se acomodasen bajo el amparo de los símbolos del petroglifo, lo más pegados entre sí que pudiesen, alternándose hombres y mujeres. El sueño llegó pronto y ni siquiera se les ocurrió que uno debía permanecer de guardia. Ninguno cayó en la cuenta de lo muy intensos que eran los aromas que saturaban el ambiente. Se durmieron al instante, sin las conversas ni los comentarios sobre las metas del viaje con que solían remolonear todas las noches.
Divea no solía recordar sus sueños. Había tenido tantos con apariencia de ser mensajes o avisos de la diosa, que algún rechazo de su ánimo hacía que olvidase los que nada significaban. Galaaz le había dicho que los sueños eran creaciones de la mente para escapar de realidades poco propicias y ella, en realidad, no sentía la menor necesidad de escapar de su realidad.
Pero vio en el primer duermevela que se acercaba una anciana muy andrajosa cuyo hedor le alcanzó antes que su aspecto, superando el aroma intenso que había advertido en el momento de echarse sobre la tierra. Cuando vio a la anciana inclinarse hacia donde ella intentaba dormir, sufrió un escalofrío; su cara mostraba la calavera en varias partes, con el cutis rasgado por la putrefacción. Ambos pómulos aparecían como bolas mondas y la nariz era un triángulo de hueso sanguinolento de donde emergían muchos gusanos retorciéndose. A Divea le asombró no sentir miedo ni tampoco demasiada repugnancia; experimentaba, sobre todo, curiosidad. Saber quién era constituía una necesidad perentoria y el deseo de enterarse de qué venía a decirle la desvelaría toda la noche si no hablaba pronto. Como respuesta a este pensamiento, oyó la voz de la anciana igual que el chasquido de la madera al romperse:
-Sal del Bosque del Espejo lo antes que pueda.
Divea sonrió. ¡Qué cosa más extraña, que viniera expresamente a pedirle lo mismo que el hombre sin rostro y el druida Manam le habían ordenado. No iba a aceptar el consejo de esa anciana porque no podía, pues estaba comprometida por la orden de un druida muy sabio.
-Entonces –dijo la vieja que, evidentemente, escuchaba su pensamiento-, no sigas la dirección del sol naciente o morirás.
Según la ruta que traían desde que dieron el primer paso para entrar en ese bosque, ir hacia el punto donde el sol emergía era la única posibilidad. Y era la misma dirección que el guerrero sin rostro había pretendido impedirles seguir.
-Entonces –dijo la vieja con furor-, muchacha atolondrada y tozuda, no te acerques jamás a la orilla de ningún lago.
Todos le habían dicho que el reino subterráneo de Morgana se encontraba en una isla en medio de un lago. No podía hacer más que buscarlo, porque tal era su objetivo en el bosque, hablar con Morgana y ningún otro. Debía convencerla de que le entregase un saber que con nadie quería compartir. Tenía que seguir hacia el sol naciente y no sólo acercarse al lago, sino cruzarlo.
-Entonces, no busques ninguna isla que, de todos modos, será imposible que la encuentres.
En este punto sí que deseó Divea gritar con impaciencia que iba a buscar la isla, encontrarla y llegar al reino de Morgana, le pesara a quien le pesase. Pero el grito no salió de su garganta, que sentía algo reseca.
-Entonces, guárdate de tu bardo o te matará.
¿Bardo? Ella no era todavía druidesa y, por lo tanto, no recibía la ayuda ni el auxilio de ningún bardo.
-Es ése de ahí –la anciana señaló a Conall.
Divea lo vio como si ella se encontrara suspendida en el aire. Echado sobre su costado, Conall dormía a pierna suelta entre Naudú y ella. ¿Cómo podía ser que se viera a sí misma allí abajo? Era imposible, tenía que estar soñando todavía, porque comenzó a sobrevolar un jardín infinito cubierto con tantas flores, que sus brillantes colores herían los ojos. Alguien a su lado, recitaba con voz muy melodiosa y en su oído: “Observa esta tierra deliciosa, más allá de los sueños, más bella que nada que jamás hayan contemplado los ojos humanos, donde siempre hay frutos en los árboles y flores por doquier. Los árboles gotean miel salvaje y son inagotables el vino y el hidromiel. Nadie conoce el dolor ni enferma y la muerte es una sombra lejana. Ahí reinarás y te serán ofrecidos honores”.
A pesar del placer indescriptible que experimentaba, recordó a quienes dormían a su lado. Debía cuidar de ellos, era su obligación. Al expresarse a sí misma esta idea, el paisaje igual que un paraíso desapareció, con tiempo de ver como un destello algo que se parecía al castro de Santa Tecla, y volvió a contemplar a los siete durmientes, incluida ella misma; seguía sobrevolándolos. No podía ser.
El rechazo a la incomodidad de tantos enigmas sin respuesta la despertó. Entre las brumas espesas de la noche, debería resultar difícil ver nada alrededor, pero distinguía a sus compañeros con claridad aunque velados por las oleadas de perfumes. Dándole la espalda, Conall dormía profundamente, pegado a Naudú. Al otro lado, Fomoré también dormía pero no con placidez, pues su expresión parecía la de alguien sometido a tortura. Buscó a tientas entre su ropa el aro de bronce a ver si era capaz de serenar el sueño de quien tanto parecía sufrir; cuando lo tuvo entre sus dedos, recitó para sí: “El círculo se completará cuando el hombre asiente sus pies y sus manos en la obra de los dioses”. En ese momento, se dio cuenta de que el alba comenzaba y había alguien de pie. Apretó las manos para convencerse de que había despertado de verdad, porque los aromas continuaban produciéndole una clase de embriaguez que sólo embotaba parte de sus sentidos. Alzó un poco la cabeza para ver quién era de los seis y fue agitada por un sobresalto al ver que se trataba de un guerrero de acero, que bajaba la cabeza de un modo muy forzado por estar obligado a mirarles a través de una rendija que sólo medía el ancho de un dedo, abierta en el pesado metal del yelmo. Con la misma incomodidad, levantaba la mirada de modo igualmente forzado hacia el disco de piedra colgado del árbol, cuyos símbolos le causaban prevención evidente. Divea soltó una exclamación de espanto que despertó a los demás.
El primero en enderezarse fue Fergus, que saltó blandiendo ya el machete. Hacía más de un milenio que en toda Europa se sabía que los celtas peleaban con fiereza avasalladora, pero ello no mermó el asombro que la agilidad del gálata causó a sus compañeros; se lanzó hacia el guerrero sin rostro como un ciclón y golpeó contra el sólido acero sin importarle llevar el pecho casi desnudo; al hombre acorazado no le dio tiempo de oponerle su espada y perdió el equilibrio. Cuando cayó en tierra, Fergus clavó su ancho machete a través de la rendija del yelmo. Se oyó un grito sobrenatural; tan terrorífico, que no quisieron ver lo que había dentro de la armadura.
Una vez que acabaron de desperezarse y acordaron reiniciar el camino, se dieron cuenta con estupor de que el hombre sin rostro había desaparecido. El pesado machete de Fergus estaba clavado en la tierra.




70
Vagaron por el bosque un número de jornadas que ninguno de los siete era capaz de determinar. A veces, se daban cuenta de que después de un largo recorrido habían vuelto al mismo punto del camino, aun bajo la creencia de que no habían cambiado de dirección y que, por lo tanto, no podían haber girado para volver atrás. Caminos que no llevaban a ninguna parte. El lago que rodeaba el reino de Morgana no aparecía, pero tampoco eran capaces de llegar al final del bosque; ni al comienzo.
Comenzaron a notar que la conducta de los caballos tampoco era la de siempre; apenas relinchaban, no se impacientaban por la falta de agua o de alimentos ni rehusaban ninguna carga. Ellos, como los siete, también mostraban sopor.
Divea recurría con frecuencia cada día mayor a tocar disimuladamente los tres objetos de identificación que le entregara Galaaz. Murmuraba para sí las frase correspondientes a la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, como si haciéndolo invocase la presencia de un druida muy sabio que pudiera enseñarle a despejar sus dudas y las de los seis, así como el desaliente progresivo.
Deambulaban sin rumbo claro, envueltos por una sensación de pesantez que les aplastaba los hombros, los párpados y el entendimiento.
-Esto no puede continuar -dijo Conall y para hablar debió hacer un esfuerzo, como si estuviese exhausto-. Tenemos que terminar de una vez con esta peregrinación que puede convertirse en eterna. En mi opinión, deberíamos abandonar el propósito de visitar el reino de Morgana.
Brigit miró muy severamente a Conall antes de decirle:
-He observado que siempre que tú insistes en que abandonemos, algo cambia a nuestro alrededor. ¿Es que no te das cuenta?
-Yo también lo he notado –afirmó Divea.
-¿No comprendes el significado? –preguntó Brigit.
En los ojos de la sibila había algo que estremeció al aprendiz de bardo.
-¿A qué te refieres? –preguntó Conall, muy a la defensiva.
-Siempre que propones que desistamos de la visita a Morgana –aclaró Brigit-, es como si se aflojara la tensión que pesa sobre nosotros, como si ésa fuera nuestra única posibilidad, dejarnos vencer y desistir. Pero tú, Divea, no vas a consentirlo, ¿verdad?
-Yo estoy obligada a intentar convencer a Morgana de que me entregue su saber- dijo Divea con emoción contenida-. Pero esa obligación no os incluye a ninguno de vosotros, ni siquiera a Conall, que también realiza conmigo su viaje de iniciación. Tal vez se trata de eso. Quizá desea ella que yo continúe sola el viaje.
-Aunque fuese verdad que Morgana lo desea –dijo Brigit con vehemencia-, no es lo que debemos hacer. De ninguna manera obedeceremos. Precisamente, uno de los más viejos trucos de los magos malvados es dividir a los enemigos para, una vez debilitados, vencerlos sin problemas. Nuestra fuerza consiste en permanecer juntos. Y, además, no creo que ninguno de nosotros aceptase dejarte sola en este bosque tan angustioso.
-Por mi parte, no –dijo Dagda.
-Ni por la mía –afirmó Naudú.
Los hombres abundaron también en la misma postura, aunque Conall lo hizo con desgana más que notable. Fergus, afirmó que había que ingeniárselas para encontrar alternativas a esa posibilidad que no podían aceptar. Según su costumbre, Fomoré dejó varias frases sin terminar, alentando como siempre el misterio que le envolvía a los ojos de los demás, a excepción de Divea.
Brigit retó afectuosamente a Fergus:
-¿No te gusta jactarte de ser el mejor marino que jamás haya nacido en un bosque de tierra adentro? ¿No presumes de ingenio? Encuentra tú el camino.
Después de un rato de cavilación, y como respuesta, Fergus alzó los ojos hacia el árbol que en ese momento tenía más cerca, un pino de tronco recto y muy alto. Sin decir nada, tomó del carro una cuerda gruesa, que pasó como una lazada alrededor del tronco y se la amarró a la cintura. Todos se maravillaron de su exhibición de destreza. Abrazaba el tronco con las rodillas y, cuando se sentía firmemente sujeto, destensaba la cuerda y, combando su tronco hacia atrás, la hacía deslizarse un palmo hacia arriba. Entonces, él trepaba también un palmo, sudando a chorros. A continuación, repetía la operación y, así, pocos momentos más tarde lo vieron encaramarse a las primeras ramas, a unos cuarenta pies sobre sus cabezas. De ahí en adelante, no le resultó difícil continuar el ascenso. Llegado a lo más alto, donde las ramas eran demasiado flexibles para soportar su peso, echó una primera ojeada en derredor y descubrió el lago.
Lo primero que sintió fue incomprensión, porque parecía que si saltaba desde esa rama, caería en el agua, tan cerca se encontraba. Pero a continuación notó que se precipitaba sobre su mente una catarata de preguntas imposibles de responder. ¿Cómo podían estar tan cerca del lago sin notar su proximidad? La vecindad de una gran masa de agua se advertía bastante antes de llegar a ella por la brisa, la humedad, la limpieza del aire y por muchas otras sensaciones, la principal de las cuales, para un celta, era el presentimiento. Los siete eran celtas y ninguno había sido capaz de presentir algo que sus sentidos tenían que estar percibiendo. Aunque entre el grupo y el lago hubiese una muralla densa de árboles y maleza, no tenían más remedio que alcanzarles la brisa y la humedad.
Dio una nueva ojeada al lago, ahora con delectación a causa de su belleza. Por la hermosura y por la carencia de lógica de lo que estaba sucediéndoles, no conseguía dar crédito a sus ojos. ¿A qué distancia podía encontrarse el agua de los compañeros que le esperaban al pie del árbol? Sólo dos docenas de pasos. Miró hacia la izquierda a ver si la superficie acuática se extendía también en esa dirección y así era, en efecto. Por consiguiente, los siete podían llevar horas o, quizá, días circulando prácticamente por la orilla sin darse cuenta de que estaba tan cerca. ¿Cómo era posible?
Igual que el nombre que había proporcionado al bosque que lo rodeaba, ese lago era realmente un espejo de agua, una superficie tersa y bruñida como el acero cuya belleza no podía encerrarse en unas pocas palabras. Salvo en la parte más cercana de la ribera, oculta por los árboles que tenía enfrente, Fergus calculó que nunca había visto tantas flores juntas. Las orillas eran un tapiz multicolor hasta donde la vista se perdía. Zonas de un rojo escarlata como la sangre y, sin transición, el violeta de un atardecer daba paso a una sinfonía de amarillos y naranjas para, a continuación, convertirse en extensiones azules y blancas. Algunos árboles del contorno se inclinaban hacia el agua como queriendo acariciarla. Que él supiera, no había ni podía haber en el mundo un vergel parecido, por lo que dudaba de sus ojos. Cualquier descripción antigua sobre paraísos perdidos palidecía ante lo que ahora contemplaba.
Por contraste con tanto esplendor, el peñasco situado en el centro era lóbrego y negro como las peores intenciones. En el esplendor del lago y sus alrededores, la mancha negra del islote era una mácula difícil de soportar; sin duda, emanaban de él los peores presagios que Fergus, tan poco crédulo, hubiera sentido jamás.










71
-No lo comprendo –dijo Fergus al volver abajo, mientras se sacudía las briznas prendidas a su ropa-. El lago es hermosísimo y está ahí.
-¿Dónde? –preguntó Divea con voz trémula.
-No creo que estemos a más de veinte pasos de la orilla –respondió Fergus con pasmo, señalando hacia donde estaba el agua-. Considerando las ensenadas y entrantes que forma, debemos de llevar varios días circulando prácticamente por la orilla.
Lo acababa de ver pero aún no podía creerlo.
-¡Es imposible! –discrepó Conall.
-Algo muy extraño nos ocurre, para que no hayamos conseguido verlo antes –opinó Fomoré.
-¿Un sortilegio? –preguntó Nuadú.
-Todos sabemos que los sortilegios son improbables –dijo Conall- y sólo tienen sentido si se trata de asustara los niños.
-Pero algo nos está obligando a dejar de lado ese lago –afirmó Divea-. No es lógico que hayamos circulado junto a sus orillas sin darnos cuenta. Si no es un encantamiento de espíritus malignos, es que algo nos nubla la razón.
-Tiene que ser eso, Divea –abundó Formoré-. Nuestro entendimiento no se comporta del modo habitual. Llevamos ya no recuerdo cuántos días vagando por este bosque, que por alguna razón será llamado del Espejo. Todo ocurre como si estuviésemos prisioneros en el reflejo de una realidad deformada.
-Maleficio, encantamiento, sortilegio o maldición –dijo Conall con impaciencia-, o lo que quiera que sea, tenemos que liberarnos de una vez o moriremos.
Divea volvió la cabeza hacia el que había sido elegido para acompañarle en su futuro magisterio. Aunque habría de ser su bardo era, sin embargo, el que menos creía conocer a esas alturas del viaje. Ahora, había hablado con gran determinación, y no recordaba cuál referencia del pasado le hacía suponer que se trataba de una actitud nueva. Pero fuese lo que fuese, le causaba un desasosiego que hizo esfuerzos por superar cuando le preguntó con cierta severidad:
-¿En qué estás pensando, Conall?
La pregunta tuvo un efecto curioso. El aprendiz de bardo viajaba siempre en el pescante del carro, junto a Divea, y a todos les parecía el confidente de la futura druidesa, pero ninguno había intimado con él. Los que montaban a caballo, con sus constantes evoluciones, idas y retornos, habían alcanzado entre sí un mayor grado de camaradería que con el joven aprendiz de bardo. Tampoco Divea se incluía en esa camaradería, pero ello se debía al distanciamiento y veneración que les producía su futura consagración druídica. Les resultó sorprendente que ahora ella, por el tono de la pregunta y por su expresión, mostrase disentimiento con Conall.
-¿Cuál es tu sugerencia, Conall? –insistió Divea.
El joven se tocó el frasquito del cuello y carraspeó para responder:
-Si el bosque lleva tantos días engañándonos, seguirá haciéndolo por siempre y moriremos aquí, prisioneros. Creo que él es verdaderamente el sortilegio; estas flores de plantas mágicas, que más asemejan un jardín que un bosque silvestre, tienen que estar trastornando todas nuestras percepciones y hasta nuestra capacidad de pensar con lógica. Por lo tanto, la única solución sería librarnos de su influjo. Pero todos sabemos dos cosas: primera, que tal como se nos distorsionan los sentidos, no conseguiríamos encontrar jamás la salida y segunda, que aunque hallásemos cómo abandonar esta espesura tan engañadora, Divea no lo permitiría, porque su determinación de llegar hasta Morgana es inalterable. Por lo tanto, propongo que busquemos un claro lo bastante extenso para salvarnos y quememos el bosque.
Estas últimas tres palabras sonaron en todos los oídos como la peor de las blasfemias aunque algunos sentían la tentación de expresar su acuerdo. Realmente, no parecía haber otra solución para las cadenas invisibles que les aprisionaban. Temiendo que alguno pudiera llegar a aceptar la propuesta, Divea se plantó en el centro del grupo y dijo con gran energía y alzando un poco la voz:
-Esa idea es inadmisible y ninguno de nosotros la admitirá. El bosque es vida, es nuestra vida, la única que conocemos; la de nuestros ancestros, tradiciones y la esencia de nuestra cultura. Quemar un bosque es lo mismo que masacrar un pueblo. El bosque es nuestra casa y nuestra vitalidad. Morirían los árboles, perecerían los animales y expulsaríamos a los espíritus de todas las fuentes y veneros. Perderíamos el bosque, la sabiduría y la vida. Me niego siquiera a que nadie medite la posibilidad de quemarlo, porque en el bosque residen las tres claves del conocimiento, el saber, la osadía y la discreción. Pero si no pudiera evitarlo, me veríais morir con él porque correría hacia las llamas y me sumergiría en ellas para siempre.
Todos bajaron la cabeza, impresionados, excepto Conall. Comprendió el futuro bardo que no podía repetir esas tres palabras fatídicas: “Quememos el bosque”.
Tras una pausa en que el silencio pareció solidificarse, propuso Fergus:
-Fomoré, voy a volver a subir al árbol y quiero que vengas conmigo. En lo alto, con el lago a la vista, puede ocurrírsenos qué hacer para llegar a él.
-Estupenda idea –alabó Divea.
Conall y las cuatro mujeres los vieron escalar con más expectación que esperanza, por ver si Fomoré imitaba la destreza de Fergus. Dadas la agilidad y fuerza ya demostrada por Fomoré en los acantilados, vieron con satisfacción que también trepaba por el pino sin dificultad. Aunque se inclinaban a temer que el problema no tenía solución, el modo como los dos hombres se afanaban tronco arriba les incitó a imitar su afán con la misma resolución.
Llegados a un punto donde las ramas flauqeaban, Fergus invitó a Fomoré a contemplar el lago, señalándolo con el mentón.
-¡Es increíble! –la exclamación de Fomoré sonó a revelación repentina, más que a asombro-. Parece como si poseyera los tres seres del individuo, opinión propia, opinión ajena y esencia verdadera. Yo que consideraba…
Como tantas veces, Fergus notó que había estado a punto de hablar de algo que llevaba mucho tiempo callándose. El gálata decidió respetar su silencio y desechar la pregunta que sentía impulso de hacerle. En su lugar, le dijo:
-Necesitaba que pensáramos los dos juntos, por si se nos ocurre un modo de llegar a esa orilla que, como ves, da la impresión de estar completamente a nuestro alcance. Pero hace tiempo que deseaba también preguntarte por ese muchacho, Conall. ¿No crees que sus intenciones son pérfidas y que oculta algo grave?
Fomoré meditó un momento antes de responder:
-Desde el momento en que me uní a ellos, supe que no es agua limpia. Pero no lo comenté con Divea ni con el otro muchacho, Alban, porque siempre he mantenido la convicción de que un viaje de iniciación transforma a la gente y esperaba que a él también le sucedería. Te aseguro que he visto metamorfosis increíbles después de peregrinaciones iniciáticas; pusilánimes que se volvían valientes, seres grises que se tornaban luminosos, ignorantes que se convertían en sabios. Pero comienzo a suponer que a Conall, sin embargo, no pueda cambiarlo porque su punto de partida tal vez sea demasiado oscuro. No sé. Que a estas alturas sienta deseos de incendiar un bosque escapa a cuanto yo creía saber sobre los rituales iniciáticos y sus efectos. Para serte franco, algunas de mis convicciones se tambalean a causa de ese muchacho.
-Habrá que mantenerlo vigilado –afirmó Fergus-, ¿estás de acuerdo?
-Sí. En cuanto al modo de llegar al lago, se me está ocurriendo una idea…
A Fergus le pareció que Fomoré retrasaba su propuesta como un juego, para estimular su expectación. Le sorprendió que alguien aparentemente tan ensimismado, quisiera bromear en cierta medida, y la sorpresa afloró a sus labios con un sonrisa. Fomoré se dio cuenta de su impaciencia.
-Por lo que ha sucedido una y otra vez durante varias jornadas –dijo Fomoré-, hemos de suponer que la maleza y los árboles se cierran a nuestro paso para impedirnos no sólo llegar junto al lago, sino verlo siquiera. Mi pregunta es si ocurriría lo mismo si permaneciésemos a alguna distancia los unos de los otros. Según creo, aunque llamemos a Morgana “druidesa eterna” es una mujer mortal. No es una diosa. Por lo tanto, no creo yo que por mucho poder que tenga sea capaz de dominar uno por uno todos los árboles y arbustos de este bosque tan grande. Sospecho que podrá dirigir su poder solamente hacia un punto concreto…
-¿Hablas de un poder sobrenatural, Fomoré?
-No. Hablo de una sugestión que alguien podría provocar valiéndose de medios que no soy capaz de imaginar. Lo que quiero decir es que esa sugestión puede no tener efecto sobre una porción larga del camino. Como hemos decidido permanecer juntos para protegernos y defendernos, mi idea es que nos atemos los unos a los otros mediando una distancia de quince o veinte pasos entre cada uno. Puede que no ocurra nada pero sospecho que ocupando tanto espacio no continuaríamos todos con la misma visión del lago bloqueada, según ha ocurrido hasta ahora. Pudiera ser que sólo algunos continuasen ciegos o, tal vez, que la sugestión se desvaneciera para todos.
Fergus sonrió, deslumbrado.
-Tu sabiduría es extraordinaria, Fomoré. ¿Quién eres, en realidad?
-Soy quien no quiero ser.









72
El ardid lo pusieron en práctica en seguida que Fomoré y Fergus bajaron del árbol. Bastó un breve diálogo para que todos asintieran sin más renuencia que un gesto de escepticismo en el rostro de Conall.
Amarraron los caballos entre sí y al carro, y los abandonaron sin preocupación ni mayor cuidado. Una clase rara y muy inquietante de corazonada les hizo alcanzar el convencimiento total de que los animales no escaparían y nadie llegaría con intención de robarles la carga del carro.
Como ninguna de las cuerdas que abrazaban los bultos era lo bastante larga, tuvieron que empalmar varias hasta conseguir formar entre los siete una fila que medía más de cien pasos. Y en el mismo instante que se hubieron desplegado, fue como si un dios bromista recompusiera todas las zonas y elementos del bosque que podían contemplar, pues cuando ya se habían distanciado entre sí y estaban alineados a lo largo del camino, ocurrió como si la espesura fuese un ser vivo dotado de inteligencia. La altísima y densa maleza se achaparró, los árboles se apresuraron a cambiar de lugar y la inclinación de sus troncos, los bejucos se desenmarañaron, las brumas que habían pesado sobre las cabezas de los siete se volvieron más tenues y los perfumes que fluían en oleadas hipnóticas se atenuaron.
El lago se desveló de repente, accesible y espléndido, con sus orillas cubiertas de flores en abundancia desconocida, con sus colores vibrantes y el brillo celeste reflejado en el espejo del agua, que hacía parecer por contraste que todas las sombras del mundo se concentraran en el peñasco negro emergido en medio.
Se acercaron lentamente a la orilla, sobrecogidos por la belleza sobrenatural, la inminencia del encuentro que tanto esperaban y el miedo que no podían evitar sentir. Se trataba de un paisaje tan deslumbrante, que no parecía real.
-Es mucha la distancia que nos separa de la isla –lamentó Conall-. ¿Cómo vamos a cruzar?
-Tendremos que procurarnos una balsa –dijo Fergus.
-Eso nos llevaría demasiado tiempo –discrepó Divea-. Para construir una balsa lo bastante sólida como para que nos sostenga con seguridad a los siete, habría que trabajar varios días y cortar árboles que no tenemos ningún derecho a matar.
-Creo que va a mandar por nosotros –dijo Brigit.
-¿Lo crees o estás segura? –preguntó Divea.
Forzada por las circunstancias, la sibila agoraba cada vez más abiertamente, y nadie mostraba extrañeza ni rechazo.
-No lo sé –la expresión de Brigit denotaba sus titubeos-. Me llegan en oleadas sensaciones demasiado contradictorias. Me parece que ella está perpleja, porque hace muchísimos años que nadie conseguía superar las barreras, y muy pocos habían llegado hasta ahora a ver personalmente este lago. Hemos llamado su atención y le producimos mucha curiosidad, pero no por eso deja de sentir rabia y un rencor ácido contra todos nosotros. Nos ve como invasores intolerables. Mas a pesar de todo, en buena medida representamos para ella un reto que le divierte.
-Habrá que usar el ingenio –sugirió Divea.
-¡Mirad! –alertó Dagda-. Vienen a buscarnos.
Llegaba despacio, pero el barquero remaba con dirección al punto donde ellos esperaban sin ninguna duda. Antes de estar lo bastante cerca para ver su rostro, les alcanzó una nueva oleada de aromas. Algo, tal vez un pebetero, ardía en la barca esparciendo un humo casi blanco que diseminaba perfumes variados con una intensidad mayor que las flores alucinantes del bosque. Divea tomó una determinación, pero trató de no pensar en ella ni decírselo a los demás, por si la poderosa Morgana era capaz de escucharles.
Llegado a la orilla justo donde esperaban, el barquero se dio la vuelta y pudieron ver su rostro. En realidad, su ausencia de rostro. Era un hombre, sin duda, pero algo, un ácido tal vez, había borrado y cauterizado todos los rasgos a excepción de una abertura donde debía encontrarse la boca. Bajo el manto oscuro que le cubría, cuanto podían ver de de la cara era una masa informe de cicatrices horrendas. Aparentaba no tener ojos y que, por lo tanto, no podía verles y, sin embargo, había girado la cabeza hacia ellos. Su voz sonó como un graznido:
-Veo que anheláis con fervor llegar al reino de Mordred. Decidme; ¿por qué habría de llevaros yo?
No esperaban la pregunta ni conocían el nombre de Mordred. Divea sintió el impulso de discrepar, diciéndole que en modo alguno deseaban llegar a tal reino, pues donde pretendían ir era al de Morgana. Pero comprendió a tiempo que no era ésa la respuesta que el barquero debía recibir. ¿Pero cuál era?
Se estrujó los sesos unos instantes. Por suerte, los otro seis callaban a la espera de sus palabras, pues presentían que una frase indebida o algo demasiado desviado de la respuesta-talismán les privaría del privilegio de viajar en la barca. Con un hombre verdaderamente sin rostro no había lisonjas que pudieran valer. La futura druidesa sospechaba que una frase que reflejase sometimiento a él o a su ama tampoco valdría. Ni otra que fuese demasiado arrogante o presuntuosa. ¿Qué podía responder que mantuviera a flote la dignidad de visitantes y anfitriona, y que no pudiera causar enojo? Se le ocurrió a cruzar su mirada con la de Brigit:
-Habrías de llevarnos porque el poder de un rey se demuestra en su generosidad más que en las batallas. Venimos de un país muy lejano y merecemos la hospitalidad de un rey magnánimo.
-Subid, pero no me llenéis la cabeza de palabras, o confundiré la ruta.
Aceptaron la invitación al instante, como si temieran que pudiera desdecirse. En cuanto estuvieron todos a bordo y la barca comenzó la travesía, Divea puso en práctica la determinación adoptada cuando sintió los aromas al acercarse el barquero. Cogió el rico pebetero de metal dorado y lo echó al agua. Esperaba que eso les ayudase a conservar la plenitud de sus sentidos, confiando que el barquero no pudiera darse cuenta al carecer de nariz que percibiera el perfume.
-Si la druidesa Morgana tiene quinientos años –susurró Nuadú al oído de Divea-, ¿cuál será su aspecto?
-Suponiendo que se trata de un privilegio otorgado por la diosa, su aspecto sería el mismo que cuando se lo concedió. Dicen que Morgana es muy bella.
-Pero es imposible que haya vivido cinco siglos –discrepó Fergus.
Hablaban en murmullos para no llenar la cabeza del barquero de palabras.
-Los cristianos –comentó Conall- creen que muchos héroes de su pasado, que ellos llaman patriarcas, vivieron más de novecientos años.
-Sí –afirmó Divea-. Según Galaaz, en todas las tradiciones del mundo hay leyendas sobre vidas de duración imposible. Yo considero que también es imposible que Morgana haya vivido quinientos años, pero sin embargo, creo que existe. Es una certeza que no puedo explicar.
-Existe, y tratará de impedirnos abandonar su isla –dijo Brigit con tono rasgado.

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