miércoles, 3 de diciembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, final y desenlace.


He llegando al final de LOS PERGAMINOS CÁTAROS. Hoy publico los capítulos XVIII y Epílogo

A continuación, comenzaré a publicar EL OCASO DE LOS DRUIDAS y, a después, ORO ENTRE BRUMAS, porque de cuatro novelas que me publicó la misma editorial, se ha apropiado de 70.000 euros de mis derechos de propiedad intelectual. Hasta ahora, las leyes españolas sólo aceptaba que esta clase de estafa fuera juzgada como “falta” ( por lo que liquidaban los jueces con una multa baratísima ,haber sido arruinado como yo, en 70.000 euros que la edito5ra estafadora ha disfrutado en viajes con sus queridas por todo el mundo.

Pero una comisión del Congreso de los Diputados se ha dado la tarea de reformar la ley, a fin de que el pago de los derechos de los escritores quede asegurado.
Mientras, Yo vivo en la miseria inducida por esa editorial estafadora, a pesar de que he vendido muchísimo y no he parado de trabajar creando historias los últimos doce años.

Capítulo XVIII
TERMÓPILAS

Amaneció y según se derramaba la luz ladera abajo, el silencio iba siendo más pesado y agorero.
Marianna se sentía sola. Casi todos los guerrilleros estaban cerca o alrededor, pero su impresión de desamparo le hacía comprender que se encontraban ausentes los que más le importaban. Bartolomèu había sido un lugarteniente eficaz desde el comienzo de la aventura; Miquèu poseía inclinaciones que en circunstancias menos excepcionales originarían los mismos reproches que ella había tenido que aguantar toda su vida en las miradas de los biempensantes; a Ricar le adornaban la ternura, la belleza y la sensibilidad que le gustaría que poseyese el hijo que esperaba tener algún día; y Laurenç… ¿Cómo podía clasificar a Laurenç? Desde el día que lo conoció, cuatro meses atrás, ese hombre le había hecho pasar por todas las emociones que se suponía capaz de experimentar, excepto la que más anhelaba desde la adolescencia. Él había resucitado sus ilusiones para enterrarlas de nuevo al instante; por su primer hallazgo cátaro volvió a sentir ambición y hasta codicia; él había conseguido cierta tarde inspirarle unos deseos sexuales que nunca había sentido por mossen Roger; con él había creído estar a punto de alcanzar la felicidad y él mismo había sido el origen de sus más profundas decepciones. Y ahora, en el corto espacio de tiempo transcurrido desde que estuviera a punto de morir por el disparo de aquel cabo francés, mostraba una metamorfosis tan radical, que ya no era capaz de anticipar lo que cabía esperar de él. La voz de Magdalena la rescató del limbo:
-Dice Quicó que viene más gente valle arriba.
Era de esperar. Estaban agrupando un ejército formidable al servicio de los intereses de Guzmán Domenicci. Por su empeño y determinación, daba la impresión de que el legado de los cátaros fuese mucho más valioso para él y para la Iglesia de lo que podía ser para los guerrilleros. Algunos de éstos conservaban cierto escepticismo, pero a la postre era posible que ese legado superase todas las previsiones y su valor escapara a la comprensión humana.
Una prolongada e intensa serie de disparos de mosquete rompió el silencio como una tormenta e hizo que todos en el Forat se pusieran en movimiento; los que permanecían de guardia, reforzaron el alerta; los que dormitaban, volvieron a sus puestos. Puesto que ya no había silencio que conservar, las mujeres aprovisionaron generosamente a los caballos para que no se impacientasen y corrieron a tomar posiciones junto a sus esposos, armadas de mosquetes.
Con los codos apoyados en la muralla construida por Laurenç, Marianna trató de deducir el desarrollo del ataque guiándose por las direcciones y los efectos de los disparos. Los guerrilleros no habían usado todavía las armas de fuego y sólo conseguía entrever el movimiento de algún arco cuando era disparado hacia abajo. Los atacantes habían desistido del propósito de cercarles, seguramente porque habían perdido en los intentos más hombres de los que podían permitirse, pero aún así estimaba que debían de sumar dos centenares. Por ello, le extrañaba la torpeza de quien los mandase. Una idea empezó a abrirse paso en su mente; puesto que habían llegado cerca de Forat sólo por el camino recorrido por el caballo de Ricar, no disponían de más información y probablemente estaban siendo deliberadamente desorientados por los araneses, según la táctica que, hacía ya varias semanas, habían ordenado el Conselh Generau d’Aran y la Vicaría. Todo parecía tan torpe, hecho tan a golpes de tanteo, que no le encontraba otra explicación. Consideraba absurdo que no hubiera una parte de ese ejército acudiendo por el Varrados y otra, por La Cabaneta, y el olvido sólo podía deberse a que los campesinos callaban como zorros. De una manera sesgada y aparentemente pasiva, el valle les estaba ayudando. Podían tener esperanza.



Habían transcurrido más de dos horas desde el amanecer y nada hacía presagiar que los franceses pudieran conquistar el Forat.
Marianna no paraba de mirar hacia el repecho que, según creía, tenía que descender el par formado por Laurenç y Bartolomeù; trataba de calcular el paso del tiempo, que parecía haberse parado. Siempre que encogía los párpados para mirar hacia el sol, lo veía sobre el mismo picacho, como si se hubiera detenido por la orden de un nuevo Josué; pero de ser así, ¿de parte de qué bando estaba el patriarca que mandó al sol detenerse, de los franceses o de los guerrilleros?
Un cambio sutil del ruido de los disparos le hizo intuir que algo nuevo estaba ocurriendo, de manera que corrió casi agachada y, más adelante, se echó al suelo y continuó reptando hacia donde se encontraban Ferran y Magdalena.
-Han dejado de disparar hacia arriba, pero siguen sonando sus mosquetes. ¿Qué ocurre?
-Creo que se defienden de alguien que les ataca por detrás –respondió Magdalena.
-¿Les atacan con armas de fuego?
-Parece que no –respondió Ferran-. Nadie tiene armas de fuego en Aran y ¿quién querría atacar a los franceses por la espalda, si no son nuestros amigos y vecinos?
-¿Tenéis idea de cuántos son?
-Unos cincuenta –respondió Magdalena.
-Creí que serían más. ¿No están los cruzados con ellos?
-Da la impresión de que no.
-Entonces, han dejado completamente desguarnecido el fuerte de la Sainte Croix, porque todos habrán querido venir a vengar lo que les hicimos la otra noche, incluyendo a los que traigan los cañones. Seguramente, no tardará en sumárseles Guzmán Domenicci con los suyos, pero deberíamos intentar aprovechar este momento en que estarían entre dos bandos enemigos. ¿Qué os parece?
-¿Obligarles a correr? –preguntó Ferran-. Por mí, encantado.
-Id pasando la voz mientras yo voy a decírselo a los que están al otro lado del tajo. Todos dispararemos los mosquetes al mismo tiempo cuando Felip cante “Amor”, justo al terminar la primera estrofa, cuando diga “piel”. No será suficiente para que desistan, pero, al menos, conseguiremos que crean que somos más fuertes de lo que suponen y, por ello, sean más cautelosos y demoren más el asalto definitivo, lo que puede darnos el tiempo que necesitamos para esperar a los que faltan, y escapar.
-¿Vamos a irnos ahora –reprochó Ferran -, cuando dices que lo de los cátaros está al alcance de nuestra mano?
-No nos iremos sin conseguirlo, porque tengo la seguridad de que Miquèu y Ricar volverán con el tesoro esta noche.
Media hora más tarde, la voz de Felip atronó en todo el ámbito del Forat de l’Embut. Se trataba de una canción galante cuya letra pretendía ser un desatino inspirado: “Necesito tu amor pero no tu perfidia, necesito tus besos pero no tu hiel, necesito tus manos pero no tus puñales, no quiero tus hielos pero sí tu piel”. Tenía que cantarla hasta “piel”, que sería la señal para que todos disparasen, pero cuando comenzaba el tercer verso vio que dos caballos bajaban sueltos y sin guarniciones desde el risco que solían atravesar para llegar al Varrados. Al instante comprendió que eran los de Bartolomèu y Laurenç, que los habían soltado convencidos de que llegarían al Forat por sí solos, y seguramente ellos venían detrás, agachados para que los franceses no descubrieran sus siluetas recortadas contra la nieve. Por ello, en vez de terminar el cuarto verso como había escrito el letrista, Felip cantó: “No quiero tus hielos porque llega el mossen”. Notó que Marianna daba un salto y que, a continuación, se echaba un poco hacia atrás como si quisiera refrenar su impulso de correr. Entonces, pudo ver que Bartolomèu se encontraba casi a punto de rodar por el último repecho que le conduciría al Forat de l’Embut, mientras que Lauren le seguía reptando a cierta distancia, como si le cubriese las espaldas.
Pero observó también algo que el mossen no podía ver ni oír: un soldado francés lo había descubierto y se arrastraba por la nieve hacia él, y sus dos trayectorias iban a encontrarse en unos pocos minutos; Laurenç iba a morir sin verlo venir ni tiempo de defenderse. Como un aviso a viva voz alertaría tanto al mossen como al soldado, saltó de la piedra sobre la que se había alzado para cantar, cogió una lanceta de las que Manel había quitado a los tres soldados que eliminó en la Bastida y echó a correr sin mayores cautelas, con dirección al soldado. Tenía, gracias a sus dieciséis años, la convicción de disponer de muchos lustros que vivir, y por ello corrió sin guarecerse ni agacharse; Laurenç lo vio acudir primero con sorpresa, preguntándose si su alegría sería tanta como para salir a recibirle; pero en seguida comprendió que algo iba mal. Felip corría, pero no exactamente en su dirección y la lanceta que blandía apuntaba a algo situado a la derecha; alzó un poco la cabeza, lo que le permitió vislumbrar un destello del reluciente casco francés. Se detuvo, en actitud de alerta, y reculó un poco.
Manel se dio cuenta de lo que Felip iba a hacer. Era un muchacho muy fuerte, porque había trabajado desde niño con su padre en la granja que los franceses habían destruido, pero su fuerza era fanfarria física que carecía de malicia y astucia. Si Felip se había mostrado afectuoso con él, tras el retorno de su aventura de Judas fracasado, era precisamente por esa inocencia que le hacía incapaz de sentir desconfianza ni de anticipar las malas intenciones de los demás. El francés no iba a dejarse cazar, estaba claro, y Felip era lo bastante inocente como para correr hacia él con franqueza, sin más pensamiento que salvar a Laurenç de la muerte.
Cogió el mosquete que Marianna tenía en el hombro, cargado, y echó a correr tras Felip. Más que por verse desarmada de improviso, a Marianna le sorprendieron las lágrimas que brotaban de los ojos de Manel. Éste era un pastor acostumbrado a correr entre peñas tras las cabras, y poseía por ello piernas más poderosas de lo común y sumamente ágiles, que le permitieron alcanzar al muchacho antes de llegar a su objetivo, tumbarlo de un salto sobre su espalda y, tendido encima de él, protegerle con su cuerpo del ataque del soldado. Consciente de que éste, demasiado apartado de su ejército y con tres enemigos muy cerca, iba a actuar a la desesperada, levantó cuidadosamente la cabeza con el mosquete por delante, dispuesto para el disparo.
No tuvo tiempo. La mayoría de los guerrilleros, el Forat de l’Embut casi en pleno, permanecían en suspenso desde que Felip interrumpiera la canción. Habían contenido el aliento al ver su alocada carrera en pos de la salvación de Laurenç y a continuación les dominó el desconcierto y el estupor viendo que Manel corría tras el trovador con el rostro arrasado por el llanto. El estallido del craneo del pastor que había querido traicionarles lo redimió de pronto, e instaló en el pecho de todos ellos una pregunta acongojada: ¿Habían sido injustos por la dureza del trato que le habían dispensado tras su regreso? Ahora acababa de morir del modo más noble y generoso que nadie podía hacerlo, salvando una vida que, evidentemente, era la que más le importaba en el mundo en ese momento de su existencia.
Vieron como Felip se arrastraba bajo el cuerpo inerte de Manel con las mejillas inundadas de sangre y llanto. Como si una fuerza sobrenatural le hiciera levitar, se enderezó sin esfuerzo y, con la lanceta en la mano, sobrevoló la nieve y cayó sobre el soldado, que con el mosquete ya descargado fue incapaz de ver llegar el alud de rabia que se abatía sobre él. Le atravesó el corazón de un solo golpe.
El furor de Felip y su dolor, más que el dolor que pocos de ellos sentían por la muerte de Manel, fue un toque a rebato. Deslumbrados por las facultadas con que la rabia podía dotar a un joven inexperto, casi todos los hombres se lanzaron repecho abajo mientras las mujeres disparaban a ciegas contra la espesura donde los franceses se escondían, y fueron cuatro soldados de Napoleón Bonaparte los que cayeron simultáneamente.
Llegado junto a Marianna, Launreç gritó hacia los guerrilleros:
-¡Volved inmediatamente arriba, por Dios, volved! ¡Marianna, mándales que regresen, por favor!




Todo en ese valle era primitivo y despreciable. Él, cuyas posaderas estaban habituadas a los mullidos brocados de la tapicería de ricos carruajes, obligado en este trance a magullarse a lomos de una bestia inmunda que no hacía más que rehusar las órdenes, un suplicio mayor que todos los cilicios del mundo. Guzmán Domenicci sabía que no era conveniente insultar ni lanzar golpes contra los cruzados que trataban de facilitarle el camino, pero no podía evitarlo y a cada paso profería una maldición o lanzaba un azote de fusta.
Miró con más alivio que alegría el cañón que su comitiva estaba a punto de adelantar, el segundo ya. El legado de los cátaros iba a caer en su poder en pocas horas. Pero más adelante, comprobó con desolación que todavía le quedaba mucho camino que recorrer, y muy empinado, y que ese cañón y el que le seguía a un cuarto de legua quizá no pudieran llegar jamás arriba, porque por el pedregoso sendero que circulaban no podía pasar un carruaje civilizado y mucho menos un carro tan aparatoso.
Su aprensión aumentaba conforme iba avanzando, porque veía, o más bien vislumbraba, a algunos hombres que descendían sigilosamente las pendientes lejos del camino. ¿Quiénes serían? A uno de ellos había conseguido distinguirlo de las frondas con la suficiente claridad para comprobar que se trataba de un campesino, un lugareño humilde que enarbolaba una hoz. Pero no era el único ni parecían granjeros que abandonaran sus apriscos tomados por los soldados franceses. No era natural ni casual que tantos campesinos se apresurasen montaña abajo a la vez. Dado que evitaban circular por donde pudieran cruzarse con su ejército de cruzados, resultaba claro que lo temían y, por lo tanto, debía de tratarse de amigos de los guerrilleros, que habían podido tener la loca ocurrencia de atacar a los franceses por la espalda y ahora, advertidos de que él llegaba con su impresionante cohorte azul, huían. Cada vez era mayor el desprecio que Aran y sus pobladores le inspiraban. Tendría que hablar de esa gentuza con Su Santidad, a fin de que su deslealtad recibiese castigo.
Según se iba acercando a la colina donde le habían dicho que se encontraba el puesto de mando, donde el comandante De Montestiou dirigía la batalla, fue bajando su entusiasmo y aumentando sus temores. No podía negar que los malditos guerrilleros cátaros habían elegido muy bien el escondite, un baluarte rodeado de repechos escarpados muy difíciles de asaltar. ¿Había lanzado las campanas al vuelo demasiado pronto?
Aún más decreció su esperanza cuando, ya a punto de coronar la colina, vio a De Montesquiou gesticulando fuera de sí. Se encontraba de pie junto a cinco cuerpos tendidos en tierra y notó que al descubrir que llegaba, reprimía un gesto de desagrado que, en seguida, fue sustituido por un ademán de bienvenida que no le pareció muy sincero. A fin de cuentas, llegaba con refuerzos que superaban el número de hombres de que disponía el comandante francés; bien podría mostrar un poco más de cordialidad.
-No puedo permitirme perder más hombres –le dijo De Montesquiou con expresión desencajada y sin responder su saludo-. Esos insolentes se atreven a atacarnos también por la espalda.
-Eran campesinos y han huido –le informó Domenicci.
-Mis órdenes eran permanecer replegado –continuó De Montesquiou como si no hubiera oído- y sólo podré justificar esta batalla por la ofensa intolerable de haber sido asaltados y robados en nuestra propia guarnición. Vuestros hombres deben tomar ahora el relevo en la primera línea.
-¿Has intentado pactar la rendición? –preguntó Domenicci sin ocultar el desprecio que sentía.
-Esta gente se comporta como si fuera sorda. No les entendemos cuando hablan su jerga y ellos fingen no entender el francés.
-No te entienden porque no habrás sabido expresarte. Yo lo haré por ti.
Domenicci se volvió hacia los cruzados y eligió a uno que procedía de Seo de Urgel; le mandó acercarse con un gesto.
-¿Hablas la jerga local? –le preguntó.
-No. Ni la entiendo.
-Pero ellos entienden el castellano. ¿Lo hablas?
-Sí.
-Coge la bandera blanca y el pendón de la Santa Madre Iglesia, y sube al campamento enemigo. Ve sin parar de gritar en castellano que llegas para parlamentar, a fin de que no te disparen antes de ver tu bandera blanca. Pregunta por su capitán, que debe de ser el cura apóstata. Explícale que están cercados y que va a caer sobre ellos un torrente de fuego y sangre si no se rinden; apela a su condición de sacerdote y avísale de que ésta es su última oportunidad de no sufrir excomunión. Prométele su vida y la vida de todos los guerrilleros a cambio de que te entregue los rollo de pergaminos que su meretriz ha robado y que, en cuanto lo haga, todos ellos serán libres de volver a sus granjas y a él sólo le será impuesta la penitencia que mande la Iglesia.
Una vez que el cruzado se alejó en su caballo con dirección al Forat de l’Embut, De Montesquiou preguntó a Guzmán Domenicci:
-¿En verdad estáis dispuesto a perdonarles la vida?
-¿Deliras? Por supuesto que no. Ese cura blasfemo y su puta deben morir, como la mayoría de ellos. Si acaso, permitiremos vivir a las mujeres y a un recién nacido que me han contado que albergan.
El cruzado regresó media hora más tarde. Con la mirada baja y muy azorado, informó al romano de que quien se había identificado como capitán no era el cura, sino una mujer y que rehusaba rendirse ni entregar nada. La frase final de la capitana había sido: “Venid a por nosotros, y a ver cuántos condenados y anatemas, y cuántas penitencias habrá por cada bando”.
-¡Los manda la prostituta! –exclamó Domenicci con profunda indignación-. ¡Hasta ese extremo ha llegado la perversión de esos hombres infieles, dejarse mandar por una mujer, y para colmo una mujer de su calaña! Bien, entonces, comandante De Montesquiou, hay que arrasarlos a fuego y exterminarlos.
-Están mucho más altos que nosotros, y no es posible apuntar ni saber si disparamos contra un hombre, una mujer o un niño.
-Da igual. Exterminémoslos a todos; Dios reconocerá a los que quiera salvar y a los demás los lanzará de cabeza al infierno. Lo importante es recuperar los documentos que pertenecen a la Santa Madre Iglesia.




-Entonces, ¿nos dijiste que explorásemos la Peira de Mijaran a sabiendas de que era inútil?
-No, Laurenç. Lo comprendí poco después de que te fueras con Bartolomèu, cuando ya no había tiempo de avisaros.
Marianna y el mossen habían empezado a hablar sin demasiadas ganas de hacerlo, sólo por aliviar la tensión de la espera, porque después del descenso alocado de los guerrilleros, que habían herido a cuatro enemigos, ya no habían vuelto a sonar disparos. Hugo, Jàn y Tomèu sufrían heridas de cierta importancia, por lo que Bartoloméu se hizo cargo de su cuidado. Por miedo a que la leche de sus pechos se malograse, Magdalena trataba de consolar a Teresa, muy angustiada al ver a Jàn de nuevo cubierto de sangre. A pesar del dramatismo de la lucha, en ese paréntesis todo parecía tan cotidiano que Marianna temió que estuviesen relajando el alerta y el enemigo pudiera sorprenderles. Por ello, mandó a Marc y Felip que permanecieran en guardia, en la roca vigía, atentos al menor movimiento, inclusive el de la rama de un árbol. Para asegurarse de que no se distraían, ella misma se apostó junto al tajo que guardaba el otro lado de la trocha de entrada, y Laurenç se le acercó poco más tarde, como si tuviera una cuenta pendiente que tratar.
-Pero vamos a ver, Marianna, ¿no temes que Miquèu y Ricar decidan quedarse con lo que encuentren y no vuelvan por aquí, donde tan mal pintan las cosas?
-No tenía alternativa, Laurenç. Miquèu es de todos nuestros hombres el que, por alguna razón que comienzo a sospechar, más sabe de los cátaros y él es quien mejores facultades posee para encontrar el escondrijo. Confío, sobre todo, en que el legado sea lo que yo supongo y no lo que suponéis los demás. Y que, por lo tanto, él y Ricar vuelvan.
-¿Cómo encontraste la solución?
-De milagro. Recuerda el tiempo que la urna llevaba con nosotros sin que le hiciéramos caso, sin percatarnos de su importancia porque no estábamos en condiciones de interpretarla. La cuestión es que tocaba encontrarla al final, y sólo el error de Miquèu, al creer que eran romeros los palmeros del Domingo de Ramos tallados en el frontal, ocasionó que llegara a nuestro poder antes de tiempo. La clave “Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio” se refería concretamente a la urna, que no era en sí misma el objeto sino una parte del mensaje. Pero sólo lo comprendí una vez que Ricar y Miquèu la abrieron, descubriendo un cadáver trucado que era una representación muy evidente de la esencia de la doctrina cátara, la dualidad. La urna tiene en la tapa un bajorrelieve que representa dos montañas gemelas, dos rocas, aunque la escena es protagonizada aparentemente por una procesión que, no por casualidad, está formada por gente que se desplaza en pares iguales, lo que ocurre también en la escena de las palmas; pero lo que más sobresale del grabado superior son las dos montañas. Y poniendo la urna boca abajo, descubrí dos bajorrelieves gemelos, que representan ambos a Jonás con la ballena, pero casi toda la superficie está ocupada por el mar; dos escenas completamente iguales, puestas ahí, evidentemente, para que alguien bien informado sobre los cátaros comprendiera que aludían a la dualidad. Teníamos, entonces, rocas arriba y aguas abajo; sólo faltaba reconocer la piedra del medio. Y entonces fue cuando me topé con la mayor sorpresa que puedas imaginar.
-¿Hemos tenido el legado delante de nuestros ojos y lo pasamos por alto?
-Exacto.
-¿Dónde?
-Espera, que no te lo vas a creer. ¿Te sería posible cargar la urna hasta aquí?
-Si pudieron entre Miquèu y Ricar, yo podré –respondió Laurenç jactanciosamente.
Echó a correr y volvió pocos minutos más tarde. Era asombroso ver la facilidad con que transporaba en el hombro un objeto de piedra que pesaba demasiado para dos hombres
-Observa –dijo Marianna-. Los dos bajorrelieves situados en las caras extremas, las más pequeñas, representan tan sólo una torre y una espadaña. Esto de la cara trasera, es un símbolo que ya habíamos visto tú y yo en muchas ocasiones. Pero ¿sabes qué torre y qué espadaña son las representadas? Fíjate; la torre espadaña es la de la ermita de San Esteban, en Tredòs…
-¡Qué dices!
-Compruébalo por ti mismo.
Efectivamente, Laurenç reconoció sin esfuerzo lo que el grabado representaba.
-Ten en cuenta un detalle esencial, Laurenç. Esta torre de San Esteban está rematada por una doble abertura con una columna en el medio, otro símbolo de la dualidad.
-Pero en Tredós las piedras tienen origen templario, no cátaro –opuso Laurenç.
-No es del todo exacto, Laurenc. Cuando todavía vivíamos en tu parroquia, a mí me llamaba la atención un crismón visigótico que hay sobre la entrada principal, y da la casualidad de que la urna, como ves, tiene grabado ese mismo crismón en la cara trasera. Como casi todas las iglesias del valle, la parroquia de Nuestra Señora de Cap d’Aran presenta una variedad impresionante de estilos, aunque resulta bastante armónica en conjunto, pero hay otra cosa que ya entonces me hacía cavilar. Todo en Nuestra Señora y en San Esteban y, en general, en Tredòs, está por duplicado. Hay dos iglesias principales que, a su vez, están llenas de cosas por pares, siendo lo más obvio lo que tallaron en la urna, en especial la torre de San Esteban con sus dos ventanas iguales. Pero es que Nuestra Señora es un monumento a la dualidad. Tiene dos puertas principales en lugar de una; tiene dos pilas bautismales en vez de una; el retablo representa a un par importante de la Iglesia, San Pedro y San Pablo; el crismón es, como sabes, en sí mismo un par, porque representa a Jesucristo con dos letras, la P y la X. Pero es que éste, que es el mismo de la puerta de Nuestra Señora, también está lleno de pares: los símbolos alfa y omega, dos triángulos y dos esferas.
-¿Entonces, Tredòs es la piedra del medio?
-Sí. Como en la urna. Arriba, en la tapa, están las rocas de las dos montañas gemelas; debajo, el agua con el pretexto de Jonás y en medio, las dos iglesias de Tredòs; la piedra del medio.
-Pero ¿cuál es el escondrijo? Porque según lo que decías ayer, el último no podía estar en una iglesia ni en un monasterio, sino en la naturaleza.
-Tú encontraste la primera pista en un sillar del muro de Nuestra Señora y está claro que el juego consistía en obligarnos a ir lo más lejos posible de allí, porque el final de todo estaba demasiado cerca.
-Pero ¿dónde?
-Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio –recitó Marianna.
-Pero acabas de decir que ése era el mensaje que conducía a la urna.
-Y al legado, Laurenç, y al legado. Sabiendo que se trata de algún punto de Tredòs, la clave se le puede atribuir a la totalidad de tu antigua parroquia. Las altas cumbres rocosas de la sierra de la Comalada están arriba del pueblo; abajo está el agua del río y en medio, la piedra de las dos iglesias. Encontrándose en la trasera, me parece muy claro que el crismón es la clave final.
-¿El escondrijo está oculto detrás de esa piedra, en la portada de Nuestra Señora de Cap d’Aran?
-No, Laurenc. Miquèu y Ricar han debido de pasar toda la noche trazando imaginariamente un crismón como éste entre Nuestra Señora y San Esteban, considerando el palo de la pe la línea recta entre los dos templos. En el punto central, donde teóricamente confluyan las aspas de la equis con ese palo, tiene que haber algo, dos losas, dos piedras, una fuente con dos caños o cualquier cosa semejante, pero será la representación de un par. Bajo ese objeto, encontrarán enterrada una urna exactamente igual a ésta, ajustándose con ello a la dualidad cátara, y dentro se hallará el legado. Si todo ha marchado bien, lo habrán encontrado antes del amanecer. Esta tarde, atravesarán el Pla de Beret, subirán por la Cabaneta y llegarán al Forat antes de la medianoche. Entonces, podremos echar a correr. Ricos.
Una explosión les asordó de repente y sobrevoló en ecos por todo el Forat de l’Embut. Los guerrilleros que no estaban de guardia salieron precipitadamente de la cueva a ver de qué se trataba.
-Eso no ha sido un mosquete –dijo Marianna.
-Creo que es un cañón –aseguró Laurenç.
-Pero a pesar de su potencia, parecía lejano.
-No creo que puedan transportarlo hasta aquí cerca, Marianna.
-Me extrañaría. Cuando yo te traje con la tartana, estuvimos a punto de despeñarnos porque apenas pasaba. Un cañón como el que vi en el fuerte de la Sainte Croix no puede recorrer esa senda.
-¿Qué sentías?
-¿Qué? –Marianna prefirió ignorar el sentido de la pregunta.
-Cuando parecía que yo iba a morir y tuviste el coraje de salvarme trayéndome aquí arriba, ¿qué sentías?
-Rabia contra el romano, a pesar de que creía que había muerto.
-¿Y nada más?
Marianna apretó los dientes, resuelta a cortar en seco ese tema de conversación. Llamó con una señal a Felip, que saltó de la peña vigía al tajo.
-¡No hagas esas cosas, podrías matarte! –le reprendió Marianna
-Da lo mismo, todos estamos muertos. ¿Sabes lo que han hecho el romano y el francés? Han sacado los dos cañones del camino por donde no podían hacerlos pasar, y tumbando árboles y usando todos los caballos, y creo que casi todos los hombres, han conseguido subirlos a la ladera del Tartareu.
Felip tenía razón. Estaban perdidos, porque el Tuc del Tartareu, que era la montaña más cercana, dominaba la pequeña meseta situada ante la mina y, mucho más allá, todo cuanto se extendía hacia el lago Eilat, y también hacia el repecho por donde cruzaban para llegar al Varrados. Los franceses ya no necesitaban el cerco que no habían podido completar en las cercanías del Forat por más que lo intentaran. Ahora disponían de un arma formidable, capaz de exterminar a los guerrilleros sin sufrir bajas.
-Avisa a Marc de que baje de la peña –dijo Marianna a Felip.
-Todavía falta más de una hora para el anochecer –dijo Laurenç-. Tienen tiempo de masacrarnos.
-Nos cazarían si corremos hacia el Varrados o hacia el lago -dijo Marianna con tono muy amargo-. No hay más solución que refugiarnos todos en la mina.
-¿Abandonando la defensa? –se lamentó Laurenç.
-Fíjate –replicó Marianna-. Han conseguido situar los dos cañones apuntándonos. ¿Tenemos alguna posibilidad de defendernos?
-Pues si no hay defensa posible, deberíamos hacer como en la batalla de las Termópilas –repuso Laurenç con el rostro endurecido por la resolución-. Si no tenemos posibilidad de sobrevivir, por lo menos vendamos caras nuestras vidas. Muramos matando a tantos como podamos. ¿Qué te parece?
A pesar de las sombras que cruzaban ante su rostro, Marianna sonrió porque acababa de reconocer al nuevo Laurenç. Desechadas poco a poco la pusilanimidad y las culpas, había ido emergiendo un hombre que se correspondía mejor con sus propias características físicas que el fugitivo indeciso de las primeras semanas. Con sorpresa, se dio cuenta de que volvía a respetarlo y, en vez de negarse a su iniciativa sin oírle, prefirió preguntar.
-¿Cuál es tu idea?
-Vendernos caro tratando de que apunten con sus cañones hacia otra parte, hasta que llegue la noche. Total, sólo se trata de una hora aproximadamente.
-¿Qué necesitas?
-Varios voluntarios preferiblemente solteros, por lo que nos pueda pasar.
-Los solteros que están presentes son cinco nada más, Hugo, Amiel, Marc, Felip y Jusep. ¿Quiénes de vosotros quiere jugársela con el mossen?
Todos los ocupantes de la cueva miraron hacia Laurenç, esperando que iniciaria su protesta para corearla entre risas, “¡no soy mossen!”, pero el antiguo sacerdote tenía la mente ocupada en otra cosa. Los cinco solteros nombrados por Marianna se ofrecieron voluntarios, pero Laurenç descartó a Felip:
-Con cuatro hay suficientes. Tú, quédate a cuidar de Marianna y ya que la cosa va de cátaros, que todo se haga por pares. Y ahora, antes de salir, carguemos entre todos unos cincuenta mosquetes.
Desde dentro de la mina, unos minutos más tarde Marianna observó lo que hacían, sintiendo una congoja inesperada que trataba de que ni Felip ni las ocho parejas advirtiesen. A rastras y protegidos por las irregularidades del terreno, los cinco hombres llegaron casi al centro de la explanada sin ser descubiertos por quienes disparaban los cañones. Dos, que Marianna no pudo reconocer porque se desplazaban pegados al suelo, se dirigieron al cercado de los caballos. Laurenç, a quien sólo podía identificar por su tamaño, y los otros dos trasladaron los mosquetes cargados hacia más allá de la peña vigía. Aparte de todos esos movimientos, lo único que pudo ver a continuación fue que cuatro caballos se acercaban a la peña vigía, aparentemente sin que nadie los dirigiese, y más allá fueron espantados pendiente abajo, con lazos atados a la cola, impregnados de aceite y ardiendo.
En seguida se hizo notable el desconcierto que los cuatro animales causaban en las filas enemigas, porque sonaron los disparos de mosquete de manera incesante durante largos minutos, disparos hechos al azar. El efecto se reforzó con el incendio que produjo en el bosquete más cercano una de las colas agitadas con desesperación animal por el fuego que portaban. Cuando mayor parecía el desconcierto entre los franceses y las huestes de Domenicci, comenzaron a ser disparados los mosquetes que Laurenç y los cuatro hombres se habían llevado cargados. Sonaban aisladamente unos pocos, seguidos de una pausa, para volver a sonar unos minutos más tarde. Marianna no comprendió lo que estaba ocurriendo hasta que descubrió que Amiel, Hugo, Marc y Jusep se encontraban tendidos detrás de la peña vigía, a muchos metros de distancia de donde habían dispuesto las armas de fuego. En el primer instante, supuso que era el propio Laurenç quien disparaba a voleo, de dos en dos y de prisa, pero un momento después lo vio avanzar a gatas y dejarse caer por la pendiente; entonces comprendió que habían atado cordeles a los gatillos de las armas, sujetas con piedras para aparentar que apuntaban hacia abajo.
El efecto de la estratagema se produjo poco después, ya que dos cañonazos atinaron un poco por encima de la zona donde se disparaban las armas. Suponiendo que el engaño podía funcionar algún tiempo más, Marianna pensó que era la ocasión de anticiparse a dos temores que llevaban un buen rato rondándole el ánimo. El primero, que desde donde estaban los cañones, los franceses podían ver perfectamente el cercado de los caballos y les iba a dar por exterminarlos; el segundo, que un par de cañonazos certeros podían producir un derrumbe de la bocamina que les sepultaría en vida. Considerando que una sola iniciativa podía conjurar los dos peligros, se quitó el vestido para moverse con mayor soltura, pidió a Magdalena y Felip que le acompañasen, se proveyeron de cuerdas y llegaron reptando hasta los caballos. Volvieron deprisa unos minutos más tarde, sujetando cada uno varios cabos, después de que un nuevo cañonazo produjese un pequeño alud de la nieve amontonada en el repecho por donde cruzaban hacia el Varrados. Ya resguardados de nuevo en la mina, jalaron de los cabos poco a poco y los caballos fueron llegando, a principio renuentes y uno a uno, pero, por fin, todos, inclusive los que no habían tenido tiempo de amarrar, acudieron al trote y fueron entrando en la mina. Un cañonazo atinó a matar tres animales cuando ya la mayoría había entrado en la cueva, de lo que dedujo Marianna que modificar la puntería de los cañones no era tarea tan fácil como corregir la de un mosquete.
Estaba a punto de oscurecer cuando un cañonazo impactó unas cuantas varas por encima de la bocamina y cerca de su vertical. En cuanto afinaran un poco más, iban a conseguir cegar la entrada. Confiada en la ayuda de los caballos para despejar los escombros en cuanto pasase un tiempo prudencial, quizá dos o tres días, la angustia de Marianna ahora no era más que tratar de que los cinco hombres que estaban fuera regresasen cuanto antes. Tal como estaba, en enaguas, y apenas un poco agachada, llegó hasta la peña vigía y gritó con toda el alma:
-¡Hugo, Amiel, Marc, Jusep, Laurenç, volved a la mina, por Dios!
Escuchó que uno chistaba muy cerca, lo que le hizo girar la cabeza. A pesar de la oscuridad que caía sobre el Forat, pudo distinguir que un grupo formado por los cuatro, excepto Laurenç estaba escondido un poco más allá.
-Volved adentro ahora mismo –rogó más que ordenó Marianna.
-¿Sin el mossen?
-¿Dónde está?
-Por ahí abajo como un loco ha corrido–respondió Marc.
-Pues no podemos hacer nada –dijo Marianna con la garganta rota-. Adelante, corramos hacia la mina sin miedo, porque saldremos aunque derrumben media montaña sobre nosotros. No os preocupéis. ¡Corred!
Volvieron adentro, junto a los demás, en pocas zancadas ya no demasiado cautelosas. Cada pocos minutos, atinaba un cañonazo a escasa distancia de la bocabina, pero a pesar de ello Marianna fue dando órdenes con el rostro vuelto hacia fuera, sin miedo a los cascotes que caían a su alrededor, a ver si por fin Laurenç volvía. Mandó que llevasen los caballos más allá de donde Manel había estado amarrado, a zonas de la mina donde nunca habían llegado. Sabía que los animales no iban a sentirse cómodos, y que podían armar una desbandada de consecuencias impresibles, pero confiaba en que, al menos, algunos sobreviviesen para ayudarles a no morir todos enterrados.
Entonces vio algo que le pareció una alucinación. Asomaban varios mosquetes por encima de la muralla que Laurenç había construido. ¿Ya daban por conquistado el Forat de l’Embut? Marianna cerró los ojos, como si con ese gesto pudiera hacer que las armas que le apuntaban desapareciesen, pero no era una alucinación. Tras cada mosquete, y a pesar de que ya habían caído las brumas de la noche, se veían los airones de los cascos. Iba a morir, porque la galería de entrada a la mina era ancha y recta a lo largo de unas veinte varias, y por ello no tenía dónde esconderse. En ese momento ocurrieron dos cosas que no esperaba; sonó una voz atronadora fuera y casi en el mismo instante se produjeron varios disparos a su alrededor; pudo ver de reojo a Magdalena y a Felip, pero eran varios guerrilleros los que disparaban alternativamente sus mosquetes, mientras la voz de fuera parecía intentar desviar la atención de los soldados apostados tras la muralla.
-Retrocede, Marianna –oyó que le decían Magdalena y Bartolomèu.
Mientras se arrastraba hacia atrás empujándose con los codos, reconoció la voz que tronaba fuera. Al mismo tiempo, sintió júbilo y pena, porque a pesar de lo muy rajado del grito reconoció la voz de Laurenç. Había conseguido volver, pero iba a morir por salvarla.
-¡Disparad todas las armas al mismo tiempo! –gritó.
A pesar de la oscuridad, alcanzaron a algunos de los militares, cuyos mosquetes y cascos desaparecieron tras la muralla. En ese momento, entró de un salto Laurenç. Su ropa y su rostro estaban completamente cubiertos de sangre y sujetaba junto al pecho, abrazada por su brazo izquierdo, una cabeza humana.
-Corramos dentro –gritó y sonrió a los ojos de Marianna como en un juego de galanteo, mientras, al mismo tiempo que ambos se apresuraban hacia el interior de la mina, alzaba la cabeza para que la reconociese- Míralo, Marianna; tanto como él disfrutó aquel día torturándome he disfrutado yo borrando la satisfacción de su rostro para siempre.
Estaba bañada de sangre, lo que dificultaba la identificación en la ya casi completa la oscuridad, pero era la cabeza de Guzmán Domenicci sin lugar a dudas. Cuando notó que ella lo había reconocido, Laurenç la echó al suelo, dio un traspié y se derrumbó.
-¿Estás herido? –preguntó Marianna, preguntándose por qué le importaba tanto la respuesta.
-Creo que un poco, pero no es grave.
En ese momento, un resplandor vivísimo alcanzó hasta el profundo lugar donde estaban los caballos.
-Están echando antorchas dentro de la mina –dijo Bartoloméu-. Como hay ya demasiada oscuridad para que acierten los cañones, tratan de quemar las entibas para que muramos en el derrumbe.
-Pues no podemos darles el gusto –dijo Marianna con rabia-. Adelante, coged lo que podáis, sobre todo la comida, y echemos a correr hasta donde veamos que el fuego no va a llegar. Si la bocamina se derrumba y quedamos sepultados, siempre tendremos los caballos por alimento.



El primer derrumbamiento de negras rocas se produjo pocos minutos más tarde. La reseca y gruesa madera de las entibas fue prendiendo con facilidad y las llamas se extendieron hacia dentro, hasta que un derrumbe muy aparatoso ahogó las llamas y el fuego ya no avanzó más. Donde se encontraban los guerrilleros hacía frío y sintieron de inmediato el malestar húmedo y sofocante de un panteón. El silencio acongojado fue roto por Bartolomèu:
-Va a ser imposible salir de aquí. Aun con la ayuda de los caballos, llevaría meses despejar los quintales de piedras que han cegado la bocamina.
Todos callaron, sobrecogidos por una afirmación tan indiscutible. Iban a morir de un modo espantoso, sepultados en vida.
-Un momento –dijo Marianna-. ¿Quiénes de vosotras explorasteis por el otro lado del Tartareu el día que os mandé a buscar otras minas?
-Yo –respondió Jana, la esposa de Tomèu.
-Y yo –respondió la mujer de Quicó – Fuimos juntas.
-¿Encontrasteis alguna? –preguntó Marianna.
-Sí –confirmó Jana-. Pero desde fuera parecía que la hubieran abandonado poco después de empezar y por eso no le dimos importancia.
-¿Estaría a la misma altura que ésta, aunque sea aproximadamente?
-Yo diría que sí.
-Te habrás fijado más o menos donde han subido los franceses los cañones. ¿Crees que la boca de esa mina abandonada está más allá?
-Me parece que sí.
-Bien –resolvió Marianna-. Como veis, las antorchas que está encendiendo Bartolomèu arden bien y no escasea el aire, a pesar de que somos muchos en esta tumba y de que tenemos unos veinte caballos, lo que puede significar dos cosas: que la mina es enorme o que hay otra salida. En cualquiera de los dos casos, tendríamos posibilidades de sobrevivir. No os desesperéis, por favor, ni perdáis la calma.
-Yo estoy hecho polvo, Marianna –protestó Ferrán- y me ahogo.
-Marianna –secundó Magdalena a su marido-, acuérdate de que Ferran tiene todavía latigazos que no han sanado del todo. Y llevamos un día horroroso. Y no somos mulos. Y es la hora de dormir…
-Sigamos un poco más, por favor –rogó Marianna-. Un poco más, hasta que estemos seguros de que ningún cañonazo ni un derrumbe nos pueda sepultar. Más adelante, seguramente encontraremos un espacio seco y cálido donde descansar un rato.
Callados y con el aliento contenido, avanzaron mina adentro. El declive era suave, pero sonaba un murmullo que parecía un lejano torrente de agua.
-Lo que es sed, no creo yo que a pasarla lleguemos –susurró Marc, como si temiera que un enemigo le oyese-. La mina con alguna cueva se comunica donde agua corre.
-No puedo más –protestó Teresa-. Menos mal que el niño duerme, pobre mío.
Aunque circulaba un poco por detrás de ella, Marianna detectó el tono quejumbroso de Teresa, a punto de romperse en llanto, seguramente porque le rondaba la cabeza la idea de que su hijo recién nacido podía morir. En ese momento, oyó que un cuerpo caía.
-¡Marianna! –alertó Amiel-. El mossen se ha desmayado. Seguro que sangra por la herida que le hizo el francés.
-¿Que le hirió un francés, cuándo? –preguntó Marianna mientras saltaba hacia el punto donde Laurenç se había derrumbado.
-En la Sainte Croix –respondió Felip-. Ricar me contó que cuando ocurrió en los dormitorios del fuerte, el mossen comentó que era la segunda vez que ese hombre le hería. Y por las ganas con que me contó que lo ahogó, él y Miquèu notaron que sentía muchísima rabia contra él.
-Pero si allí me aseguró que la sangre era sólo a causa de un arañazo…–dijo Marianna mientras tocaba su frente- ¡Será cabezón! Laurenç despierta, por favor, no nos des otro susto.
Bartolomèu se acercó y apartó las manos de Marianna.
-No lo agobies –dijo-. Ya tuvo un desmayo igual a éste cuando estábamos cavando junto a la Peira de Mijaran. Me di cuenta de que tenía la chaqueta llena de sangre, pero se negaba a que diera una ojeada. Cuando conseguí que me permitiera ponerle unas cuantas caléndulas machacadas, descubrí que no era ningún arañazo, Marianna, y lo obligué a volver para acá, porque lo de buscar allí el tesoro me parecía una lotería con millones de números y muy pocas papeletas. Tiene un corte en el hombro bastante feo, pero me obligó a jurarle que no te lo diría.
Marianna apretó los labios mientras cabeceaba, con un cúmulo de preguntas en la mente demasiado difíciles de contestarse.
-También cuando volvió con lo de Vilac y fui a buscarlo en la nieve –prosiguió Bartolomèu-, ¿te acuerdas?, porque nos preocupó que pudiera tener malas ideas, me prohibió que te contara las cosas increíbles que había cavilado para descubrir los pergaminos. Marc, haz el favor de salir a la carrera a ver si te orientas hasta ese agua que dices que hay, y tráeme una vasija llena. Lleva mi antorcha y corre; date prisa, hombre. ¿Por casualidad ha traído alguien una de las garrafas de vino?
Quicó se acercó para entregarle una.
-Es demasiado bueno para dejarlo que se avinagre –dijo-. Todo el vino que teníamos lo cargué en un caballo.
Bartolomèu vertió unos sorbos en la boca de Laurenc, cuyos jadeos se redujeron. Ofreció la pequeña garrafa a Marianna, que bebió un trago largo y luego fue pasándosela a los demás.
-Descansemos un rato aquí mismo –dijo Marianna- a ver si se recupera. Si no, habrá que encontrar el modo de construir unas parihuelas. Dormid todos un poco y en cuanto tengamos resuello exploraremos en busca de salida, sobre todo por las galerías que haya a nuestra derecha.
Laurenç estaba tiritando, pero aunque tenía húmeda la camisa junto al hombro, a Marianna le pareció que la sangre había dejado de manar. Extendió el mantón remetiéndolo bajo el cuerpo de él, se echó a su lado y lo abrazó para darle calor.
Todos fueron acurrucándose en el suelo, muy juntos, a fin de soportar el frío y la humedad que les calaba la ropa. Los casados en pareja y los restantes, de dos en dos, todos formando una piña.
-¿Por casualidad has traido tu tarro de caléndulas? –preguntó Marianna a Bartolomèu.
-No soy tan previsor, Marianna. Lo siento.
No disponiendo de vendas, y ni siquiera del vestido, que había abandonado con las prisas, rasgó una tira de la enagua con la que improvisó una venda y una compresa. Como no bastaba para abarcar el robusto torso de Laurenç, mantuvo mucho rato la mano sobre la parte de tejido que cubría la herida. Él ronroneó.
-¿Estás despierto?
-Me parece que sí. Aunque a lo mejor sueño.
-¿Te duele?
-No, Marianna.
-Te habías desvanecido. ¿Te encuentras mejor?
-Se me va la cabeza un poco, pero creo que dentro de un rato podré volver a ponerme de pie.
-De ningún modo. Ahora vamos a dormir, Laurenç. Tenemos tiempo de sobra. ¿Seguro que no te duele la herida?
-Ningún dolor puede compararse al que sentía por tu desdén.
Marianna agradeció que la luz de las antorchas no fuese lo bastante brillante como para desvelar su rubor a quienes estaban tan cerca. Volvió a abrazar el torso de Laurenç, con la mano derecha sobre el punto donde había colocado el vendaje, y murmuró:
-Ahora, duerme.
Marc volvió en ese momento cargando una tina de agua, pero Marianna se puso el dedo en los labios ordenándole callar. El joven leñador dejó la vasija de madera en un punto donde no podía volcarse, se echó en un hueco entre dos de sus compañeros y se quedó dormido al instante. Los demás, dormían ya casi todos. Luego de un par de nuevos sorbos de vino, Laurenç cayó en un sueño profundo. Y cuando ella se aseguró de que tanto su pulso como su respiración eran serenos, se durmió también.
Despertó a medias cuando debían de haber pasado varias horas. Ya no sentía tanto cansancio, pero sabía que no había dormido lo suficiente. Se preguntó por qué había despertado. Varios de los hombres roncaban, pero no era el único rumor, porque también se oían los suspiros de algunas de las parejas, con las efusiones propias de la madrugada. Debía de ser eso lo que había interrumpido su sueño. Pero había algo más. Laurenç se agitaba suavemente. Alarmada, fue a tocar su frente a ver si la fiebre había subido, pero él aferró esa mano para besársela. Entonces, Marianna se dio cuenta de lo que había ocurrido en realidad, qué era lo que le había hecho despertar. La agitación de Laurenç no era delirio ni dolor; proyectaba hacia ella el vientre urgido por el deseo que inflamaba sus calzas con el mismo ardor de antaño, igual que cuatro meses antes. Ni la herida ni el cansancio, ni la sangre derramada podían sofocar un anhelo rumiado y reprimido durante tanto tiempo. Él acabó de despertar del todo y la besó en los labios.
Lo que siguió, ninguno de los dos lo había previsto. Laurenç había luchado por reconquistarla, pero convencido de que era una lucha inútil; y hasta pocas horas antes, Marianna creía fenecida cualquier posibilidad de amarle. Por tales razones, ese primer beso fue como si nunca se hubieran besado y el primer abrazo, como si no conocieran sus cuerpos.
Aumentaban los gemidos alrededor, porque llevaban tres días sorteando todos los abismos y todas las tempestades y necesitaban consuelo. Como sonámbulos, sin abrir los ojos ni salir del todo del sueño, los solteros fueron distanciándose un poco, abriendo espacios para ofrecer cierto grado de intimidad a las parejas. Mas la intensidad de los gemidos creció según se incrementaban los de Marianna, como si las demás mujeres considerasen que ella estaba siendo raptada por un carro de fuego y necesitaba un coro en ese trance.
Pero lo que Marianna necesitaba era una explicación. No comprendía por qué le temblaban las plantas de los pies y la nuca al mismo tiempo, por qué jadeaba si no le faltaba el aire, por qué confluian en su vientre los fulgores de mil soles, por qué había un torrente de escalofríos en sus muslos y, al mismo tiempo, un volcán. Sólo cuando estalló en su pubis una cascada de relámpagos y truenos que lanzaba oleadas por todo su cuerpo, comprendió que estaba sucediendo lo que llevaba ansiando desde el comienzo de la pubertad. Y entonces gritó porque no cabía en su pecho tanto júbilo y tanta gloria al mismo tiempo. Él tapó el grito con un nuevo beso y, ahora sí, supo que nada iba a separarles.




Con el goce, que había sido casi general, y tras unos pocos instantes de recuperación del aliento, entendieron que la situación en que se encontraban les conduciría a la muerte si se apoltronaban y no actuaban con resolución. Tenían que ponerse en marcha de nuevo.
Recogieron lo poco que cada uno había llevado consigo mientras Bartolomèu, dándose cuenta de que Marianna parecía un poco alelada, asignó cometidos. Andrèu y Quicó se encargarían de despejar el camino si encontraban obtáculos y cargarían a Laurenç si volvía a desmayarse; Marc y Tomèu acarrearían cada uno dos baldes de agua; Tomèu, Hugo, Amiel, Francesc y Jusep tenían que serenar y guiar a los caballos; Jan y Ferran fueron exonerados puesto que todavía les consideraban convalecientes. Las ocho mujeres debían cuidar y racionar los embutidos y panes que ellas mismas habían tenido el buen sentido de portar.
Al avanzar por una cavidad que no parecía obra humana, se oyó un aleteo y Teresa gritó.
-No te asustes tanto, muchacha –aconsejó la mujer de Bartolomèu-. Sólo es un murciélago.
-¿Un murciélago? –exclamó Marianna-. Entonces, estamos salvados. Si no hay otra bocamina, al menos habrá una cueva natural con salida al exterior.
Pareció que errasen durante semanas, tan lóbrego y tenebroso era el laberinto que recorrían sin rumbo. Marianna trataba de darles ánimos sin parar de insistir en que siempre tenían que orientarse hacia la derecha, asegurándoles que iban a encontrar pronto una galería por donde saldrían a la mina de la que había hablado Jana, aunque no disponía de ninguna certeza.
Pero no fueron semanas, sino unas pocas horas, ya que era todavía por la mañana cuando un estrecho pasadizo natural les reveló una muy tenue claridad al fondo. Fueron avisándose entre sí y los que se ocupaban de los caballos pidieron ayuda a los demás, porque la estrechez imposibilitaba el paso de más de un animal a la vez. El pasadizo desembocó pronto en un túnel algo más ancho y despejado, y evidentemente artificial, una especie de respiradero, y por el que tuvieron nuevas dificultades para que los caballos aceptasen avanzar, porque detectaban algo nuevo que les alarmaba.
Pero la novedad no era más que el aire libre; comprendiéndolo, los guerrilleros se apresuraron con alivio y miedo al mismo tiempo, para salir hacia una empinada ladera de guijarros sueltos, donde no había explanada ni camino.
Marianna los detuvo con las manos extendidas y salió a examinar el terreno.
-Hay que taparles los ojos a los caballos –dijo- o no querrán dar un paso por ahí, es prácticamente un precipicio lo que tenemos delante. Además, acariciadlos y no paréis de hablarles, para que bajen con calma sin despeñarse.
Laurenç sonrió con orgullo. Le iba a tocar vivir con todo el sentido común del mundo vestido de mujer.
-Antes de que empecéis a bajar la cuesta –dijo el mossen-, esperad que Marc y yo demos una ojeada, para asegurarnos de que esos franceses hijos de puta no van a descubrirnos.
Marianna sonrió, preguntándose si Laurenç se habría dado cuenta de lo que acababa de decir. En vez de señalárselo, dijo:
-Marc, lleva al mo… a Laurenç sujeto por la cintura, no se nos vaya a caer rodando.
Los franceses y los cruzados se habían apresurado a abandonar el campo de batalla tras derrumbarse la mina. Creyendo haber exterminado al enemigo, habían debido de esperar justo el amanecer para emprender apresuradamente el regreso con sus cañones y su convicción de victoria.
De todos modos, el grupo de guerrilleros bajó la pendiente con cautela y desecharon el camino que bordeaba el Unhola, porque les convenía que todos creyesen en el valle que habían muerto y que ni siquiera los amigos y familiares supieran de momento que habían sobrevivido. Con lentitud y bastante decepción, puesto que se veían obligados a abandonar Aran pobres y sin futuro, enfilaron hacia la Cabaneta, por donde saldrían del valle hasta el día jubiloso que Napoleón lo diera por perdido y evacuase a sus soldados. Pero dos horas más tarde, a mitad del recorrido hacia Montgarri, Bartolomèu le dijo a Marianna que mandase detener la marcha.
-¿Qué pasa?
-Hay una hoguera un poco más abajo, ¿ves el humo? Y por el humo se sabe que hay fuego.
-Vaya contrariedad. No nos van a dejar respirar. A ver, tú, Marc y tú, Felip; bajad con cuidado a ver quiénes son.
-No pueden bajar solo dos, Marianna –le dijo Laurenç al oído-. Deberían ser más y llevar armas, para barrerlos si representan un peligro.
-De acuerdo. Que bajen cinco solteros.
-Y yo con ellos.
-Tú no, Laurenç. Estás herido. Te lo prohibo. Hugo, Amiel, Jusep, Felip y Marc bajad hasta ese fuego con los mosquetes cargados, y despejadnos el camino. ¿Os atreveis?
En vez de responder, los cinco dispusieron las armas e iniciaron el descenso, mientras el grupo se sentaba a descansar y pastaban los animales. Media hora más tarde, oyeron la voz de Felip, cantando con la misma energía que había comunicado sus alertas desde la peña vigía:
“Por fin te encuentro/ amigo del alma/ tu casa me acoge/ tu fuego me salva”.
-Es un aviso de que no hay peligro–dijo Marianna.
-¿Pero qué amigos pueden haber encontrado en este lugar? –preguntó Laurenç.
-Los que vengo rezando toda la mañana porque nos hayan esperado. Miquèu y Ricar.
-¿Tú crees?
-Estoy segura. Démonos prisa.
Miquèu salió al encuentro del grupo con grandes muestras de alegría, pero Ricar permaneció sentado con mirada alucinada y un objeto envuelto en harpillera sobre los muslos, que no aceptaba soltar.
-Gracias a Dios que nos habéis esperado –dijo Marianna.
-¿A dónde íbamos a ir? –dijo Miquèu con desánimo-. Anteanoche, hicimos algo horroroso. Me da que ahora Ricar y yo somos fugitivos de todos, franceses, romanos y araneses, porque una vecina nos gritó insultos muy feos por una ventana, y nos reconoció, puesto que dijo nuestros nombres.
-¿Qué fue eso tan horroroso que hicisteis? –preguntó Marianna.
-Lo de Tredòs no fue tan sencillo como imaginabas, Marianna. Éste y yo tuvimos que contar un montón de veces los pasos que marcaste, porque no encontrábamos nada; acuérdate de que somos campesinos pobres y sin escuela. Pero después de muchos y mucho paseos, y más cuentas que un sacristán, dimos con lo que nos pareció la mitad exacta de la línea recta entre las dos iglesias.
-¿Había dos cosas iguales?
-Sí, Marianna. Encontramos dos piedras exactamente iguales que parecían losas, pero en cuanto removí un poco la tierra noté que eran enormes, profundas y muy pesadas, y no pudimos desenterarlas ni con las fuerzas juntas del caballo y nosotros. Después de romperme muchísimo la cabeza, se me ocurrió pedir prestado un mulo; el amo aceptó con muchos peros diciendo que él no se apartaba del animal ni para mear. ¿Y qué salida teníamos nosotros? No hubo otra sino que apechugar. Cavamos los tres y cuando por fin conseguimos mover las dos piedras empujando los tres al mismo tiempo que los dos animales, apareció la urna de piedra. Tal como anunciaste, era exactamente igual que la de Escuhau.
-¿Pero qué fue eso tan horroroso que dices que hicisteis? –Marianna expresaba la impaciencia de todos, preocupados por la expresión triste de los dos a pesar de que, evidentemente, algo valioso portaban consigo, a juzgar por el mimo con que Ricar lo sujetaba. Miquèu prosiguió:
-Cuando vi la urna y me puse a romperla, porque no había manera de sacarla ni haciendo palanca con una pala, traté de que el dueño de mulo se fuera, por si lo que aparecía dentro era oro y esas cosas. Pero nada, no quiso irse y como adivinó que era un tesoro, dijo que teníamos que compartirlo por mitades, una para nosotros dos y otra, para él y su mujer. Pero ese no fue todo, sino que la esposa, que había estado al tanto, se acercó insultándonos y amenazándonos con despertar al vecindario. Quería que nos escapáramos y dejásemos la urna para ellos solos. No tuvimos más salida que hacer lo que hicimos, cada uno de nosotros rompió una cabeza con las palas, rompimos también la urna, cogimos lo que había dentro y echamos a correr. Pero, por desgracia, alguien lo presenció todo y ahora somos dos asesinos perseguidos.
Marianna apretó los labios. No eran muchos los poseedores de mulos en Tredòs y podía hacerse una idea aproximada de qué matrimonio era. Si no se equivocaba, la pareja había dejado once hijos adultos dispuestos a vengarlos.
-Ahora, somos fugitivos asesinos también para nuestros paisanos –continuó Miquèu con mucha tristeza-. Ayer vinimos por esta senda tal como nos mandaste, pero al llegar allí arriba, desde donde se ve la mayor parte del Forat, nos dimos cuenta de lo que pasaba y creímos que os habíamos visto morir sepultados en la cueva. Hemos estado a punto de morirnos de frío esta noche y no sabíamos qué hacer ni dónde ir hasta que os hemos visto llegar.
-En Tredòs todo es por pares –dijo Marianna, seria pero no severa-, hasta el nombre, que desde que tuve la primera pista del legado cátaro me sonaba a dualidad. Habéis matado a dos, pero si lo que encontrasteis es que lo que imagino, no podréis devolverles a sus padres tarde o temprano podréis compensar a los parientes. ¿Qué había en la urna?
Miquèu dirigió la mirada hacia Ricar, que asintió y quitó la harpillera para descubrir lo que había debajo y que con tanto empeño protegía. Un cofre de algo más de dos palmos de largo, que brillaba como el fuego. De oro sin duda, estaba profusamente decorado con figuras de animales y personas, extraños símbolos y toda la superficie cubierta de amatistas y esmaltes alrededor de dos aves con las alas extendidas; dos halcones o águilas, representados completamente a base de gemas.
-Debe de ser egipcio –dijo Marianna- y es valiosísimo. ¿Qué contiene?
Ricar abrió la tapa de un modo algo teatral. Extrajo una figura que no se parecía a nada que ninguno de ellos hubiera visto nunca, ni materialmente ni representado en ningún libro. Dos leones alados, de oro macizo, situados uno frente al otro; con las patas delanteras, parecían guardar o adorar una representación del Sol y otra de la Luna, situadas una en el dorso del otro. Ambos astros estaban formados por un cúmulo impresionante de piedras preciosas. Todos los guerrilleros miraban el objeto y el cofre deslumbrados, pero Marianna examinó con manos temblorosas lo que había bajo los dos leones: un voluminoso fajo de pergaminos, una tablilla de arcilla con extraños signos grabados en forma de cuñas, una lámina de oro cubierta de caracteres repujados que parecían griegos y una piedra cúbica negra igual a todas las que habían encontrado en los diversos escondrijos, con la particularidad de que en cada una las cinco caras, aparte de la que presentaba el sello del ojo y las tres cruces, aparecía incrustado un rubí formando dúo con un zafiro. Rojo sol y azul de la noche. Nuevamente, el sol y la luna, la luz y la sombra.
-Bueno –comentó Bartolomèu-, no da para que nos convirtamos en reyes, pero hay suficiente como para que iniciemos una nueva vida en otro sitio. Y de los unos la buena ventura a los otros ayuda.
Pero Marianna, que daba una ojeada a los textos escritos en los tres primeros pergaminos, pidió con excitación a Laurenç que se acercase. Pasados unos minutos, pareció que el antiguo mossen sufría una conmoción, pero poco después inspiró hondo, sonrió levemente y dijo:
-Si ésta es, como parece, la traducción al latín del griego, ésta, a su vez, sería la traducción de lo que diga esta tabla de barro con estos signos tan raros.
-¿Y crees que esa tabla sería, verdaderamente, un legado autógrafo del mismísimo Manes?
-Es lo que se afirma en latín.
-Entonces –afirmó Marianna con júbilo y paseando la mirada por todos los guerrilleros, que seguían el diálogo en tensión-, es posible que en el Vaticano haya alguien dispuesto a pagar mucho por estos pergaminos. Podemos vendérselos uno a uno o cobrarles por no revelar lo que dicen. O ambas cosas… yo qué sé.
-Nos pillarían y conseguirían matarnos –repuso Laurenç-, se apoderarían de esta arca y serían eternamente felices con sus mentiras. Son demasiado poderosos.
-Será cuestión de meditar cómo hacerlo –respondió Marianna con una sonrisa-. Yo aprendí en Zaragoza muchas triquiñuelas de dentro de la propia Iglesia, no lo olvides.





























EPÍLOGO
El chambelán de la condesa de Les abrió la doble hoja de entrada al salón, para dar paso a los dos invitados que acababan de llegar. Siempre se preguntaba lo mismo cuando visitaban la casa los hermanos Ricardo y Miguel del Forat, duques de L’Embut: ¿eran verdaderamente hermanos? Porque no se parecían nada de nada.
Vio con cuánto cariño los besaba la señora condesa, pero ya no pudo seguir con sus conjeturas porque llegaba otra pareja de invitados. Como con los hermanos Del Forat, dudó si ofrecerles honores, porque la reunión se encontraba ya en pleno apogeo, pero eran demasiado poderosos para arriesgarse a contrariarles. Dios dos golpes de bastón en el suelo y anunció:
-Los excelentísimos señores don Bartolomé de Pinal, marqués de Arros, y la señora marquesa, su señora.
Mariana de Les giró la cabeza, sonrió a los recién llegados con alegría y corrió a su encuentro.
-Querido Bartolomé, temía que no quisieras honrar mi casa esta velada.
-Oh, querida, ¿de dónde sacas tales ideas? Visitar tu palacio es siempre una de mis mayores satisfacciones.
El baron Marcos de Bausen, se acercó presuroso a abrazar a Bartolomèu de Pinal, conduciendo de la mano a una bellísima joven.
-Presentaros a mi esposa deseo, marqués, ya que a mi boda asistir no pudisteis.
El marqués de Arros examinó a la joven con mucha complacencia.
-¿Tú eres la famosa turolense? Pues, sinceramente, tu fama no te hace justicia. Eres mucho más bella de lo que dicen.
La joven pareció a punto de reventar de entusiasmo mientras besaba la mano de su esposo.
-¿Ha vuelto el mo… -fue a preguntar Ricardo del Forat, pero todos los presentes le interrumpieron entre carcajadas:
-¡Que no soy mossen!
Sin dejar de reír, Bartolomé de Pinal preguntó a Mariana de Les:
-¿Ha vuelto Lorenzo de Madrid?
-Sí, hace pocas horas. En este momento está descansando, pero se sumará a nosotros a tiempo para la cena. Dice que trae noticias maravillosas de la Corte y por eso os he convocado con tantas prisas, sin los plazos que dicta el protocolo. Sentaos.
La condesa se sentía muy feliz. Finalmente, había conseguido reunirlos a todos de nuevo por primera vez en cuatro años. Durante ese tiempo, todos habían estado demasiado ocupados en hacerse inmensamente ricos como para que pudieran coincidir. Ahora, como todos ellos poseían ya grandes haciendas y vivían en los mejores palacetes de Zaragoza, su ambición parecía satisfecha y por ello había resultado más fácil que no se produjera ninguna ausencia.
Juan de Mijaran acariciaba la nueva barriga de Teresa; ya iba a ser el cuarto de sus hijos. Ferrando de la Villa alzaba los hombros con orgullo cada vez que sus ojos se encontraban con los de Magdalena. Los hermanos Andrés y Enrique de Arties, ambos barones y grandes terratenientes, habían engordado muchísimo, lo mismo que sus esposas. El marqués Jussep de Canejan permanecía abrazando a su mujer por la cintura, como si pudiera escapársele.
Marcos de Bausen había seguido soltero hasta un mes antes, porque ejercía de acompañante del gran cantante Felipe Servet, conde de Bagerge, que se había convertido en un tenor de fama continental y por tal razón continuaba soltero también; era una suerte que esos días permaneciera en Zaragoza, donde ensayaba su próxima ópera, y ello le había permitido actuar de padrino en la boda de Marcos. Y esa tarde, fue uno de los primeros en llegar al salón de Mariana de Les porque los larguísimos y frecuentes viajes le hacían vivir en estado permanente de nostalgia y melancolía.
Hugo, Amelio y todos los demás eran padres de familia brillantemente aposentados sin ninguna excepción.
El chambelán anunció que la mesa se encontraba dispuesta justamente cuando Lorenzo de Les hizo su aparición. Mariana sonrió con satisfacción. Tres horas de sueño habían bastado para que su esposo recuperase la plenitud de su físico superdotado y toda su elegancia. Porque no se podía dudar que las frecuentes visitas a la Corte habían producido su milagro. Lorenzo era no sólo el hombre más deseado por las mujeres de Zaragoza, sino también el que más imitaban los hombres por su indumentaria. Abreviaron los saludos porque las doncellas estaban esperándoles en torno a la gran mesa, con las soperas dispuestas para servirles.
Durante unos minutos, conversaron sobre el estado y el rendimiento de sus cosechas, intercambiaron anécdotas sobre sus hijos y relacionados y expresaron con calor la alegría de volver a reunirse por fin sin que faltase ninguno. Pero había mucha impaciencia por enterarse de las noticias de la corte.
-Dice Mariana que traes buenas noticias de Madrid –dijo Bartolomé.
-Mejor que buenas –informó Lorenzo-. Dentro de un mes se celebrará el traspaso de poderes, pero ya es un hecho. Francia acaba de devolver a España la soberanía del Valle de Aran.
Hubo un aplauso jubiloso y todos se dieron a soñar con las casas y rebaños que iban a comprar en Aran de inmediato. Habría mucha competencia a ver quién llegaba primero, porque no abundaban en Aran las villas lo bastante fastuosas y todos ellos ambicionaban la misma, donde había reinado un legado del Papa.

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