lunes, 8 de diciembre de 2008
EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Capítulos 6, 7, 8 y 9 Gratis
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6
Muy optimista, Lugaro empujaba la carretilla donde transportaba a Galaaz con destino al castro, tarareando una canción. Olía con intensidad a flores de retama, el sol caldeaba el ambiente, la brisa les acariciaba el rostro con suavidad y el mar, allí abajo, brillaba como una bandeja de plata.
-¿Te has acordado de pedirle a Tito que se nos una más tarde? –preguntó el druida.
El druida había decidido hablar de Divea con su bardo, el único que en el menguante clan podía contradecir su designación.
-Desde luego, señor –respondió Lugaro-. Me ha dicho que os ruegue que le disculpéis hasta media mañana, porque desea terminar una canción que está componiendo.
Galaaz evocó los ripios que pergeñaba últimamente el bardo del clan, carentes de gracia y algo torpes. Disimulando un carraspeo, dijo:
-Magnífico; ojalá que su rima vuelva a ser tan inspirada como antaño. Mira la extraña cabaña del castro. Se la ve mejor acabada cada día. ¿Ya has averiguado quién la está construyendo?
-Nadie lo sabe en el bosque, señor.
-Quien sea, tiene que trabajar de noche. ¿Te acuerdas de aquella leyenda que nos contaron cuando visitamos el clan de los vettones?
-¿La de los jabalíes de piedra que decían que los tallaba todas las noches el propio dios Bran? –preguntó Lugaro.
-A mí no me parecían jabalíes –comentó Galaaz con un deje de nostalgia-. Más bien un animal casi fantástico, a medio camino entre los toros y los uros. Y había lascas y fragmentos de piedra alrededor, como ocurre cuando ha trabajado un escultor; un dios no necesitaría producir tales restos. Pero éramos tan escépticos y tan jóvenes entonces, ¿verdad?
-Vos señor, teníais veintisiete años y yo, diez. No podría describiros lo terrorífica que fue, para el niño que yo era, aquella escena de cuando regresábamos de vuestro viaje de iniciación.
-Tuvimos muchos tropiezos, Lugaro, y algunos fueron muy graves. ¿A cuál en concreto te refieres?
-El encuentro con los peregrinos que han invadido nuestro Camino al Fin de la Tierra, el día que me estropearon esta cadera, por lo que cojeo desde entonces.
Galaaz asintió. Durante ese penoso itinerario superaron peligros tremendos, pero aquella tarde estuvieron a punto de morir.
En el Camino al Fin de la Tierra confluían desde hacía varios milenios múltiples vías europeas de peregrinación. En Hibernia como en Galacia, en Helvecia como en Hiperbórea, todos los clanes celtas soñaban con recorrer ese camino y cada uno lo llamaba a su manera, pero todas con el mismo significado; era la ruta que conducía al final de la tierra firme conocida. Cuando llegaban a la pubertad, innumerables celtas de todos los confines de Europa soñaban con visitar el fin del mundo, a ver si conseguían oír el fragor de la catarata por donde el mar se precipitaba hacia las entrañas de los siete infiernos. Se aseguraba que los días de calma chicha, cuando no soplaba ni la brisa, era posible oírlo como un rumor muy lejano, hacia el punto donde el Sol se hundía cada noche en su morada para descansar.
El viaje de iniciación de Galaaz, tras dieciocho años de afanosos estudios para alcanzar su consagración de druida, había transcurrido con muchos peligros, pero también con grandes satisfacciones. Acompañado de Tito y Lugaro, ambos más jóvenes que él, visitó los clanes vaceos, vettones, cántabros y, al final, los astures, antes de disponerse a volver a su bosque junto al mar. En todas partes los acogieron con afabilidad y de cada uno de los druidas, vates y bardos aprendieron nociones provechosas. Habían tenido que escapar de la acechanza de bestias salvajes y de la hostilidad de algunas de las pequeñas tribus invasoras, pero, como bien decía Lugaro, una de las peores experiencias les ocurrió en el Camino al Fin de la Tierra.
Ese camino pertenecía a los Celtas hacía doscientas generaciones, según las crónicas conservadas en la memoria por los vates. Pero hacía ya muchos años que la ruta, milenariamente transitada por celtas ataviados de blanco, estaba siendo invadida por peregrinos vestidos de negro que creían que los barcos de piedra podían flotar y navegar solos por medio mundo. Los celtas eran celosos de sus posesiones y llegaban a defenderlas con ferocidad; una ferocidad legendaria entre los pueblos que habían ido invadiendo Europa. Pero también eran hospitalarios, gentiles y generosos con quienes se les acercaban en son de paz.
Durante varias generaciones, fueron aceptando poco a poco a aquellos peregrinos tenebrosos, cubiertos de mantos oscuros y sombreros gigantescos, y compartieron con ellos el camino a pesar de que no ansiaban alcanzar el mismo fin. Pero durante el último siglo habían ido siendo cada año en más numerosos, hasta convertirse en multitudes.
La tarde cuyo recuerdo estremecía a Lugaro, éste junto con Galaaz y Tito abordaron el Camino al Fin de la Tierra en un punto que presentaba en aquel momento una procesión muy nutrida de peregrinos oscuros. Los tres celtas acababan de ultrapasar con muchos esfuerzos las montañas tras visitar a los astures, y llevaban retraso según sus planes. A pesar del cansancio y las prisas, sofrenaron los tres caballos para no atropellar a nadie y los pusieron al paso, dispuestos a tardar lo que hiciera falta con tal de no provocar a los invasores. Pero comenzaron a oír murmullos entre el gentío:
-Míralos. Se visten de blanco para disfrazar la negrura de su alma infernal.
-Desde que cabalgan tan cerca, no paro de oler a azufre.
-Y eso, a pesar de que se bañan en esencia de flores de lavanda para disimular su pestilencia satánica.
-Nuestro Señor Dios Yago nos va a castigar por tolerar su compañía.
Comenzaron con boñigas y pellas de barro, pero muy pronto los tres viajeros fueron acribillados por una granizada de guijarros, entre maldiciones y conjuros. Cuando los guijarros comenzaron a ser sustituidos por piedras de tamaño considerable, Galaaz se vio obligado a hacer algo para lo que no tenía autorización, puesto que aún no había recibido su consagración de druida. Tomó de la alforja derecha dos frasquitos y un jarro, en el que mezcló precipitadamente los dos líquidos, sin tiempo ni circunstancias para calcular adecuadamente las proporciones. Con intensidad mucho mayor de lo necesario, les envolvió una densa nube azul que no aplacó los ánimos de los peregrinos, sino todo lo contrario; pero los tres celtas pudieron abandonar subrepticiamente el camino en busca de un escondite donde aguardar la noche.
El griterío espantado que les acusaba de demonios, permaneció rodeando y apedreando la nube azul hasta su desvanecimiento total, en tanto que los tres conseguían escabullirse. Lamentablemente, Lugaro, que aún era un niño de diez años con los huesos sin acabar de formar, había recibido una fortísima pedrada en la cadera. La intolerancia le convirtió en un tullido para el resto de su vida.
-Pero nunca me he quejado, señor. Compasivo, Karnun ha sido bondadoso conmigo pues facilita mi vida en el bosque con toda clase de favores, como sabéis.
Galaaz sonrió para borrar el rictus que le causaba el recuerdo del percance.
-Pero ello no ha sido porque el dios se apiade de ti, Lugaro. Premia a diario tus inmensas virtudes y tu bondad.
El druida alzó la mirada hacia el cielo y añadió:
-Creo que nuestro buen Tito no encuentra inspiración. Es casi mediodía y no lo veo acudir a nuestro encuentro.
Lugaro dudó un momento antes de preguntar:
-¿Os preocupa lo que el bardo pueda opinar sobre la posibilidad de que vuestra bisnieta Divea sea iniciada en el druidismo?
-¿Debería preocuparme, Lugaro?
-Creo que no, señor. Tito, como todo el clan, conoce las virtudes maravillosas de la muchacha.
Galaaz apretó los labios. El bardo de su clan era el más imprevisible de cuantos había conocido en su vida. Si no fuera amigo suyo desde la infancia, tendría que considerarlo algo insolente, por la libertad con que se permitía discutir algunos de sus designios, lo que últimamente venía complementándose con el hecho de que la edad empezaba a convertirlo en un cascarrabias.
7
Dana, la diosa madre, le susurraba:
-Resiste. Tienes cosas fundamentales que hacer.
Era como un soniquete suave e insistente que Conall no percibía con los oídos, sino muy dentro del espíritu. Las palabras llegaban a su corazón con forma de trinos y gorjeos de pájaros, burbujeos del agua y música, una música deliciosa coreada por millares de voces celestiales cuya melodía le resultaba completamente desconocida, como si procediese del mundo inmaterial. No se trataba de la lira desafinada de Tito, el bardo del clan, sino de armonías que ignoraba que fuesen posibles.
No conocía ningún lugar donde el cuerpo no pesara y la ausencia de dolor fueran tan consoladora. ¿Se encontraría en la morada de los dioses? Siendo así, había muerto, pero no sabía cuándo. Lo último que recordaba era el frasco con el elixir verde. Había llegado a sus labios como una oleada de bienaventuranzas, como si todas las esperanzas de vida del bosque se derramasen en su boca. Pero algo le había hecho perder el conocimiento en seguida, inmediatamente después de aquella prodigiosa explosión de estrellas en su paladar.
¿Qué había ocurrido?
Debía haber pecado de temeridad. Tal como pensara en el momento de cogerlo del estante donde su madre guardaba sus elaboraciones, el elixir verde podía ser demasiado poderoso para un joven de su edad, puesto que había sido preparado para su padre, un hombre de casi cuarenta años.
¿Iba a ser castigado por los dioses aunque creyera en esos momentos encontrarse en un territorio de redención de los males y las penas? ¿Habría actuado el elixir como un veneno mortal en vez de favorecerle como un néctar fortalecedor?
La divina Dana repetía el murmullo:
-Te esperan misiones trascendentales. Resiste.
¿Qué tenía que resistir? No sentía nada, ni frío ni calor, ni dolor ni placer. Por consiguiente, sólo podía estar muerto.
Igual que la reina loba cuando se arrojó de la torre, acosada por los campesinos que había tiranizado. Él no había abusado de nadie, sólo pretendía solucionar su porvenir, pero había muerto en el intento. No se había convertido en lobo ni tenía pezuñas que dejasen huellas en la harina; sencillamente había sido desposeído de sus sentidos.
Pero una vaga sospecha de incertidumbre empezó a apoderarse de su conciencia, por muy imprecisas y lejanas que le parecieran todas las cosas. Sus sentidos no habían sido anulados completamente. Sabía que volaba pero, al mismo tiempo, notaba de un modo tenue y remoto que le envolvía alguna clase de humedad, como si se encontrara de regreso en el seno materno.
-Resiste, resiste, resiste.
Repentinamente, un obstáculo poderoso se interpuso en su vuelo. El balanceo fue interrumpido por algo a medias áspero y a medias, muelle. Arena mojada. Sus rodillas flotantes habían topado con un lecho de arena, en la orilla de la playa. Entonces, el sonido del reflujo del agua en el rebalaje acabó de volverlo a la realidad y sintió por fin el dolor, el frío y la humedad.
Los marineros debían de haberlo apaleado con crueldad, puesto que tenía magulladuras sangrantes por todo el cuerpo, pero la diosa lo había salvado, rescatándolo de una muerte cierta con la ayuda del elixir verde de su madre. Había vuelto a levantarse la niebla lo que, sin duda, contribuía a fortalecer su fúnebre ensoñación. Todavía, aun cuando ya sabía que no había muerto, continuaba sintiéndose entre dos mundos, en un lugar que no estaba ni en la tierra ni en el cielo, y hasta creía ver levitar no muy lejos la silueta de la diosa y, más allá, su cohorte de ondinas. No era un cuerpo mortal lo que veía, de eso sí que estaba seguro, sino una sombra, una esencia vigilante confundida con la niebla. Reptó rebalaje arriba, hacia la parte seca de la playa.
¿Cuánto tiempo había transcurrido desde el apaleamiento? ¿Unos momentos, un día, varios días? No tenía la menor noción.
Los pescadores habían intentado matarlo y casi lo habían conseguido. No podía ni plantearse volver junto a ellos. En el primer momento, lo tomarían por un espectro y lo rechazarían entre cruces e invocaciones de sus dioses, pero al convencerse de que su carne mortal continuaba viva se asegurarían de matarlo sin remedio.
Jamás podría convivir con los cristianos si no conseguía que su madre le proporcionase un elixir que le convirtiera en otra persona, fundiendo su carne de nuevo como hacían los orfebres con el metal. Siempre tendría impulsos, gestos o reacciones que harían que esas personas supersticiosas e intolerantes lo despreciaran y le agredieran.
Si no tenía porvenir en el bosque ni en la costa, ¿qué podía hacer con su vida? ¿No había esperanza en el mundo para un celta de su edad?
8
-Divea, te noto distraída. Ya has partido cuatro veces la hebra.
Hilaba lana junto a su madre. La muchacha alzó los ojos como si despertase de un sueño y se encontrara en un lugar inesperado. Pero ese lugar era su casa, la rueca era la de su madre y la ventana encuadraba un hermoso retazo de su bosque donde se agitaban las copas de los castaños, movidas suavemente por la brisa del mar cercano. Reconoció para sus adentros que bullía en su cabeza una pregunta inquietante sobre lo ocurrido en el encuentro con el oso. La escena acudía una y otra vez a su mente con todos los detalles, y lo que no había consentido que sucediera entonces, dejarse impresionar, le ocurría si rememoraba la conducta insólita del feroz y enorme animal.
No le complacían las alusiones que sus amigas hacían de un supuesto toque de la diosa; más bien le desconcertaban. Sentía mucho amor por la vida sencilla y le agradaba sentirse alegre, ligera, despreocupada y sensual, lo que consideraba que no estaba en sintonía con la vocación exigida por algo tan solemne y serio como la consagración a la diosa. Porque el toque de Dana conllevaba necesariamente eso; dedicarle la vida como virgen sacerdotisa.
Pero ¿cómo iba a ofrecer ella su vida a la diosa, cuando sentía tanta inclinación por los muchachos que se preparaban para servir al dios Ogmios, el que guiaba a los guerreros? Le maravillaba su arrogancia, e inclusive la marcialidad algo forzada con que caminaban una vez terminado el entrenamiento diario. Se ruborizaba siempre al cruzarse con uno de ellos en particular, el robusto, gallardo, exuberante y altísimo Alban, frente a quien bajaba siempre los ojos; un sofoco que no le estaba permitido sentir a una futura sacerdotisa.
-Perdona, madre.
-Algo te inquieta.
-Sí, madre. Trataré de prestar más atención.
-Te preocupan las preguntas del abuelo, ¿es eso?
Ciertamente, Galaaz, que además de su bisabuelo era el druida del clan, llevaba dos jornadas mirándola a la hora de la cena como si quisiera penetrar en su cabeza, y no paraba de hacerle preguntas. Por suerte, se trataba de cuestiones que estaban al alcance de sus conocimientos y siempre había sabido responderle, pero le preocupaba, mientras tenía lugar, lo exhaustivo y la reiteración del interrogatorio. Sin embargo, más tarde apenas sentía inquietud por ello. Lo que centelleaba en su mente a todas horas era el episodio del oso, porque no había sido el primero. Todos los lobos con los que se había encontrado a lo largo del último año reaccionaban de modo semejante, lo que le había hecho recordar con frecuencia la leyenda de la reina loba. Involuntariamente, se miró los pies para asegurarse de que no variaba su forma.
Inger, la madre, examinó el rostro de su hija con atención. Notó la tormenta que ensombrecía su frente.
-¿Qué futuro crees tú que tiene nuestro clan, Divea?
La muchacha inspiró hondo. Su madre jamás le había hecho una pregunta de esa clase, ¿por qué precisamente ahora?
-¿Tiene importancia mi opinión, madre?
-Sí. Mucha.
-No sé con qué futuro podría comparar el que parece que nos aguarda, madre. No tengo más que catorce años, pero…
-Según para qué, podrías hasta ser un poco demasiado mayor, Divea.
-¿A qué te refieres, madre?
-No paran de desertar nuestros mejores hombres en cuanto alcanzan la edad adulta. ¿Te desconsuela el desaliento que se aposenta entre los habitantes del bosque, hija?
-Sí, madre. Me apeno cada vez que un muchacho nos deja, abandonando nuestras costumbres para aceptar otras que van contra su naturaleza.
-Así es, hija. A veces, miro a la gente de mi generación, cuando exploramos el bosque en busca de especies raras, y me da una tristeza enorme, porque parecemos una cohorte de almas en pena exiliadas en este mundo nuestro, entre las sombras y la niebla, entre las zarzas y los helechos. Confundidos todos con las brumas, como si tratásemos de disolvernos en ellas. Pero el bosque es nuestro, siempre nos ha pertenecido. No deberíamos renunciar a su dominio. Nos comportamos como si nos manejasen fuerzas externas a nuestra voluntad, poderes que nada tienen que ver con nuestros dioses, quienes siempre nos han guiado y amparado.
-Pues yo creo que nuestro peor enemigo es el abatimiento.
Inger asintió. Le conmovía descubrir en su hija sapiencia y facultades que hasta pocos días antes ni imaginaba. Habían tenido que ser las preguntas de su abuelo las que abrieran su mente al reconocimiento de esas virtudes.
-Así es, Divea. Tenemos que recuperar la esperanza y el orgullo. Nuestro clan está necesitado de encontrar quien los reverdezca.
Divea bajó la cabeza. Le abrumaba y ruborizaba que su madre hablase con ella de cuestiones propias de gente adulta.
-¿Te he contado alguna vez la historia de la valkiria Inger, de quien mis padres tomaron mi nombre?
Divea alzó la mirada hacia los ojos de su madre con extrañeza. Parecía creer que sí le había hablado de tal valkiria; pero ella no guardaba el menor recuerdo de esa deidad.
-No, seguramente nunca te hablé de ella –murmuró Inger tras una corta vacilación-. Tal vez esperaba la ocasión propicia, y creo que ahora ha llegado. Es una leyenda que se contaba en la tierra donde se originó la cultura celta hace tres mil años, en el centro de Europa. Aquella Inger, igual que todas las valkirias, tenía la misión de designar a los héroes que debían morir en la batalla, pero a ella no le gustaba ese cometido, porque contaba sólo catorce años, como tú, amaba la vida y creía que los hombres tienen cosas más interesantes que hacer que verter tontamente la sangre en guerras perdidas. Igual que tú, era alegre y prefería cantar a llorar por nadie.
Divea evocó al robusto aprendiz de guerrero Alban, ante quien solía ruborizarse. Como a la valkiria llamada igual que su madre, le desconsolaría que muriese.
-Inger se rebeló –continuó la madre de Divea-. En vez de ponerles en la frente una señal para que la diosa Gusdestrun reconociera en la batalla a aquellos luchadores, vertió sobre sus cabezas cuantas esencias conocía que fuesen dadoras de bendiciones y de vida. De manera que en la siguiente batalla, Gudestrun no encontró a quien llevarse a su reino de sufrimiento y muerte, lo que la enfureció. Por ello, mandó que Inger fuese expulsada de la morada de los dioses, y así se hizo. Pero la diosa madre Dana se compadeció de la valkiria porque había demostrado bondad y sabiduría elaborando elixires benéficos, y aunque no podía anular el designio de Gudestrun, ordenó que se dotase a Inger con una luz muy fulgurante en la frente, para que sirviera de guía a cuantos se sintieran perdidos en el camino entre la tierra y el paraíso. Como Inger, querida hija mía, creo que tú has sido designada para guiar a quienes se sientan perdidos en su tránsito por esta vida.
Divea trató de encogerse en el taburete. Esa frase de su madre había caído sobre sus hombros como un risco desprendido de la cumbre de una montaña.
9
-Ahí llega Tito –anunció Lugaro a Galaaz.
El druida giró la cabeza con objeto de ver aproximarse a su bardo, a quien sonrió para darle la bienvenida. Pero Tito no advirtió el saludo. Se notaba que acudía muy ensimismado, tarareando un poema al que trataba de poner música.
-Es como la tortuga encogida en reposo –murmuró Lugaro-, que uno nunca sabe dónde tiene la cabeza.
Galaaz contuvo la risa. Le divertían los sarcasmos de Lugaro, pero sabía que a Tito lo sacaban de quicio. Para vencer cuanto antes las ganas de reír, preguntó a voces a su bardo:
-¿Es bella tu nueva canción?
Jadeando, y todavía a unos vente pasos de distancia, respondió Tito:
-Líbreme nuestra madre Dana de la presuntuosidad de responder que sí. Sois vos y los celtas del bosque quienes podréis reconocer la exacta cadencia de sus rimas y la gracia de sus metáforas.
La afirmación que la respuesta llevaba implícita alegró a Galaaz, aunque sin convicción. Los últimos años, venía siendo frecuente que el bardo interpretara canciones persuadido de que eran buenas, pero casi siempre resultaban ser tostones insoportables. Tito llegó junto al druida, inclinó levemente la cabeza y se acomodó en un pedrusco cercano a la carretilla.
-La canción de hoy está dedicada a vuestra bisnieta.
Galaaz lo miró con expresión perpleja.
-No debería asombraros, señor. No se habla de otra cosa en el bosque.
-Siempre hemos sospechado que habitan entre nuestros robles, fresnos, olmos y pinos traviesos espíritus murmuradores–bromeó Galaaz-, que difunden las noticias mucho antes de que se produzcan. ¿Qué cuenta de Divea tu canción?
-La relaciono con la valkiria Inger, la luz que guía a los desventurados entre las tinieblas de la agonía.
Galaaz apretó los labios.
-¿Y es irónica tu canción o exaltadora?
-Ni lo uno ni lo otro, señor.
-Si ese rumor… -Galaaz dudó-, resultara cierto. ¿Cuál sería tu opinión, querido Tito?
-Con todos mis respetos, señor, mi opinión sería que deberíais ofrecernos, al menos, una troica de donde elegir. Hay jóvenes que, por la sabiduría de sus padres, pueden estar igualmente cualificados para aspirar a la iniciación druídica. Ya sabéis cómo son las cosas en nuestro clan, que todos podemos decir sí en público, pero no siempre los síes públicos coinciden con las negaciones privadas.
-Cita a esos jóvenes.
Tito carraspeó. La verdad era que había sido demasiado rotundo con la afirmación, teniendo en cuenta que debía descartar a los jóvenes que habían desertado últimamente del clan.
-Hay ese Conall…
-¡Quiere ser pescador y se viste como los de la playa! –protestó Lugaro.
-¿Rechazas a Divea por ser mujer? –preguntó Galaaz.
Tito apretó los labios. Si su tez no estuviera tan arrugada, Galaaz estaba convencido de que podría notarse el rubor. Tito se apresuró a responder:
-La más grande de las diosas es Dana, nuestra bendita madre. También ella es mujer.
-Así es –afirmó Galaaz-, y no siempre lo tomamos en consideración a la hora de establecer juicios y tomar decisiones.
-Pero Conall… -protestó Tito.
Lugaro atajó:
-Ese muchacho díscolo baja todas las madrugadas a la playa, en busca de amparo y aprobación de quienes se apoderan de nuestros símbolos y los pervierten. ¡Si hasta se han apropiado de una imagen de Dana y dicen que ahora se llama Ana y es la madre de su diosa principal! Esos hombres oscuros y malhumorados de la cruz contaminan cuanto tocan. A Conall lo hemos perdido ya, estoy seguro, como a tantos otros…
-No seas tan tajante, Lugaro –ordenó Galaaz-. Tito tiene razón. El pueblo celta no puede dar nunca nada por perdido, porque hemos sobrevivido a las peores calamidades y aquí estamos, dispuestos a resistir. Hemos de considerar todas las posibilidades.
MAÑANA, MÁS
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