lunes, 22 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS, aquí gratis. Mientras, la ladrona goza lo que me ha robado.


La aventura de la futura druidesa adquiere ya todo el dramatismo, al tiempo que van apareciendo personajes sustanciales en la historia, durante los cap´ítulos 43, 44, 45, 46, 47 y 48
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43
Sentía ganas de llorar, pero no iba a hacerlo.
A fin de cuentas, sólo era una muchacha de quince años, pero esta realidad, por mucho que se la recordase a sí misma, no justificaría su flaqueza. Sobre todo, porque si Taliesin había muerto ella sería lo más parecido a un druida que quedaría en los contornos. Su deber era reconfortar a los demás.
-¿Qué haremos si nadie ha sobrevivido? –preguntó Alban.
-Seguir adelante, hacia nuestro destino –respondió Divea, pensando que tenía que guardarse su propia tristeza y compartir sólo la alegría que pudiera encontrar en la negrura de la tragedia.
-Pero habíamos resuelto viajar por mar –arguyó Conall-, y quién sabe si Fergus volverá para conducirnos a su navío. Ahora sabemos que ir adelante por tierra, hacia la Galia, puede llevarnos muchas lunas o años quizá, según aseguró Taliesin, cosa que ignorábamos cuando salimos de nuestro bosque.
-Así es –afirmó Dagda-. El año pasado, llegó a Onix una familia celta procedente de la Galia, que venía en busca del Camino al Fin de la Tierra. Dijeron que el viaje en carreta les había tomado siete lunas.
-Yo estoy convencida de que Fergus regresará –afirmó Divea-. Permaneceremos en este lugar hasta que no lo haga. Ahora, lo que nos conviene es comer y dormir por turnos. Nos ocultaremos lo mejor posible junto a aquel carvallo y velaremos por si merodean cerca peregrinos de la cruz. No creo que Fergus pierda el camino de regreso para volver con nosotros, porque los marinos encuentran caminos en el mar, donde no los hay, pero debemos estar atentos para que no pase de largo. Ahora, por favor, Alban, busca algún animal pequeño que Nuadú, Dagda y yo podamos ofrecer a nuestra madre Dana en sacrifico.
Cuando Alban volvió más tarde con un chivo casi recién nacido muy balador, cuya madre había debido de morir en el incendio, las dos sacerdotisas y Divea ya habían instalado un ara con la ayuda de Fomoré y Conall. Se trataba de una piedra bastante plana apoyada sobre otras cuatro más pequeñas, de modo que el resultado era aceptablemente digno. En cuanto llegó Alban, tras entregar a Divea el quejumbroso animalito, se unió a los otros dos hombres para improvisar el círculo sagrado. En seguida que estuvo completo, corrió monte arriba en busca de un poco de muérdago.
-La energía de ese joven es sobrehumana –comentó Nuadú.
Divea sonrió tristemente, antes de decir con orgullo:
-Sobre todo, si recordamos que hace cuatro días parecía que iba a morir.
Se preguntó si sería ése, de todos modos, el destino que le designaba la diosa. Se sacudió el pensamiento agitando la mano derecha, como si con ello pudiera borrar la preocupación que sentía por el leal y valiente guerrero.
Volvió Alban con abundantes arañazos en las manos, producidos al arrancar sin cuchillo el muérdago, que colocaron sobre el círculo y en torno al ara. Divea dudó en el momento de inclinar la cabeza sobre su pecho para comenzar las invocaciones; recordó que vestía un ropón casi negro. Debería cambiarlo por una de las dos túnicas blancas guardadas en el bulto atado en la carreta. ¿Sería indispensable? Notó que tanto Dagda como Nuadú miraban esquinadamente su vestimenta y decidió que no tenía más remedio que cambiarla.
Por suerte, atinó al señalar un primer fardo, que Conall desató. Oculta por las dos sacerdotisas, que la cubrían sujetando en alto dos mantos para formar una especie de tienda, Divea cambió el ropón por una túnica ceremonial.
Iba a ser el primer animal que sacrificase personalmente. ¿Cómo iba a superar su repugnancia por la posibilidad de hacerle sufrir? ¿Cómo iba a desposeerlo de la vida? No paraba de balar. Tenía hambre y seguramente sentía un abandono que no había sido voluntario; la pobre cabra de cuernos rojos, de una raza que Divea había visto por primera vez entre los astures, seguramente había muerto recordando a su cría. Tenía que sobreponerse. En unas circunstancias como las presentes, la compasión representaría una rémora muy grave, inaceptable en una druidesa.
A falta de un cuchillo de obsidiana, que habría de proveerse en cuanto pudiera, Alban le ofreció el puñal que portaba en la cintura.
-Hazlo sin temor, pero no te hieras, porque es un cuchillo muy eficaz –le dijo.
Divea no dudó más. Alzó las manos al cielo, rogó a Lugh y a Bran inspiración, suplicó a Dana que postergase todo lo posible el mal augurio de Alban y bajó los ojos hacia el animal que sujetaban las dos sacerdotisas. Miró con fijeza el gaznate del convulso animal antes de descargar el cuchillo.





44
El amanecer los encontró exhaustos. Apenas habían conseguido dormir, desvelados por el insoportable olor a humo y el recuerdo de la alegre gente del clan de Taliesin. Cuando la oscuridad dio paso a la claridad, miraron abajo con pasmo. El bosque se había convertido en una extensión negra y gris hasta donde alcanzaba la vista, que el llanto nublaba. Los incendiarios habían desterrado la vida de uno de los parajes más hermosos que existieran sobre la Tierra y, tal como había quedado, tardaría generaciones incontables en renacer. El único movimiento que conseguían notar era el de los pequeños troncos de arbustos calcinados que iban cayendo, vencidos por los rescoldos, con un último crujido que era como un lamento.
El hedor resultaba tan insoportable como la visión.
-Nada ha podido sobrevivir ahí –dijo Fomoré con tristeza.
-Ni siquiera consigo ver a los que deben estar disfrutando su hazaña –comentó amargamente Alban.
-Cuando incendian –aclaró Conall- no suelen esperar a ver los resultados. Se alejan en cuanto terminan de invocar a sus dioses, a quienes les dejan el trabajo de exterminar a los que llaman paganos pecadores.
-¿Qué dioses serán esos –reflexionó Divea en voz alta- capaces de tolerar que unos locos tan fanáticos destruyan su obra?
-Noto algo que se mueve –alertó Nuadú.
Estrujadas por su dolor y abrazadas para consolarse mutuamente el desconsuelo, las dos sacerdotisas astures no mostraban interés por la conversación y permanecían cerca del camino, acechando con ojos nublados por el llanto el milagro de ver llegar vivos a los miembros de su clan. Antes de reconocerlo, escucharon su voz:
-¡Divea, Nuadú, Dagda, estáis ahí?
Todos sintieron alborozo por el regreso del gálata a excepción de Conall, que frunció los labios con desagrado cuando llegó por fin a la colina donde lo esperaban.
-¿Has encontrado a alguien? –preguntó Nuadú, anhelante.
Fergus bajó la cabeza al tiempo que negaba.
-Siento ganas de lanzarme desde un peñasco muy alto –dijo con un suspiro-. Ya es la segunda vez que me ocurre esto; ver perecer por el fuego cuanto quiero y a los que amo. Me pregunto si los dioses me han maldecido por una mala acción que no consigo recordar y piensan castigarme una y otra vez hasta que muera.
Divea observó la mirada baja del gálata. Su consternación estaba justificada, pero era difícil imaginar que la compasiva madre Dana o el bonachón Bran, o el sabio y comunicativo Lugh quisieran mal a un hombre con una voz tan maravillosa y una bondad tan a flor de piel, combinada con su innegable simpatía. Consideró que disponía de un arma que le levantaría el ánimo:
-Amigo de tierras tan lejanas, si no puedes evitar que los pájaros de la tristeza vuelen sobre tu cabeza, impide al menos que aniden en tu cabello. Hay motivo para que te alegres, porque ayer, cuando dialogaba con nuestra madre Dana, me reveló algo que te concierne.
Fergus levantó la cabeza. La miró tristemente a los ojos, pero sonrió al preguntar:
-¿De veras?
-Sí. Como sabes, yo no puedo repetir sus palabras ni sus vaticinios, pero debo decirte que sin tu ayuda, ninguna de mis metas podría realizarse. Si tú atentases contra tu vida como has dicho, yo tendría que morir también, porque habría dejado de tener una misión en la Tierra.
Fergus apretó un poco los labios. Durante el baño de purificación, había sentido un deseo casi incontenible de acercarse a la poza para vigilarla. Ansiaba ver su cuerpo desnudo, un ansia más fuerte que su voluntad. Se había contenido más por el temor a ser descubierto por los demás hombres que por recato. Ahora, haber sentido ese impulso le avergonzaba insoportablemente. Como si pensar fuese nocivo y remolonear resultase inconveniente, decidió que había que ponerse en marcha.
-Si no calculo mal el tiempo, llegar al abrigo donde escondí mi dromon nos llevaría toda una jornada. ¿Quiénes desean venir?
Todos asintieron, incluidas las dos sacerdotisas.
-Pues hemos de emprender camino inmediatamente, por si encontrásemos razones para ocultarnos, lo que podría alargar mucho el viaje. Contando con vuestra ayuda para tripular el dromon, llegaremos en pocos días a la Galia y no tendréis que afrontar más horrores en tierra. Dado que yo llegué hasta aquí desde un lugar diez veces más lejano, y sin que nadie me ayudase, estoy seguro de que llegaremos allí sin tropiezos. Ahora tú, futura druidesa, te ruego que pidas a los dioses que consigamos avistar el mar de los astures sanos y salvos.



45
Sólo tuvieron que apartarse del camino una vez. Fue al principiar la tarde, poco después de dejar atrás la tierra calcinada del bosque. Transitaban en silencio, rumiando la amargura que les causaba la muerte de lo que había sido un paraíso. Casi tan impresionante como la desolación era la extensión tan inmensa que ocupaba; bordearla hacia el norte en busca del mar les tomó más de media jornada.
-Atención –alertó Alban-, veo ahí abajo peregrinos que suben para acá.
-No son peregrinos de la cruz –afirmó Fergus.
-Pero tampoco pertenecen al pueblo celta –afirmó Conall.
-Casi todos visten ropones oscuros –dijo Fomoré, y preguntó a Fergus: -¿Quiénes crees tú que pueden ser?
-Cetrinos desmujerados.
-Cuando los mencionabas, creía que hablabas de gente del país lejanísimo de donde vienes –comentó Fomoré.
-Ya os dije que los cetrinos desmujerados creen que tienen que apoderarse de todo el mundo para su dios –dijo Fergus-. Y su principal obsesión es apoderarse de la Europa de los celtas. Están por todas partes y todo lo arrasan. Lo que más odian es la cruz de los peregrinos, pero están convencidos de que su dios les dice que deben exterminarnos a todos los que no compartimos sus creencias.
-Pues no los veo yo venir con ganas de guerra – comentó Conall.
-¿Debemos temerlos a pesar de todo? –preguntó Divea.
-Sí –respondió Fergus-, mucho, y principalmente vosotras tres. Lo mejor será que nos escondamos hasta perderlos de vista.
Condujeron la carreta hacia un pequeño altozano a la izquierda del camino, cubierto de densos matorrales en los que se ocultaron. Los cetrinos desmujerados comenzaron a pasar por el tramo de senda que podían observar a sus pies a través de la espesura. Sus vestimentas eran demasiado diferentes de cuanto conocían, así como los tocados y, sobre todo, su piel. Pronto comprobó Alban que no iban a descubrirles, porque ni siquiera vigilaban sus flancos ni el camino que tenían delante; sus centinelas sólo miraban atrás, como si les aterrorizara algo que les perseguía.
La piel de todos ellos tenía un color algo oscuro y lívido, con labios gruesos rodeados de barbas hirsutas y negras. Llevaban ampulosos tocados en la cabeza y vestían varias túnicas, unas encima de las otras, como si prefiriesen portar todo su equipaje en el cuerpo para no tener que transportarlo atado en carretas ni a la grupa de sus monturas, vestiduras en las que predominaban los tonos oscuros o negros, aunque el color de algunos mantos era el natural de la lana o el lino. Lo que resaltaba más en su ropa eran los desgarros y la sangre que manchaba a la mayoría. Sus expresiones eran tan tristes como el aspecto general del grupo.
-Creo que han sido derrotados –dijo Alban hablando en susurros- y regresan al lugar de donde proceden con el rabo entre las piernas.
-Así parece –concordó Fergus- y ni imagináis de lo que se han salvado estas tierras. Los espantos que causan los cetrinos desmujerados son peores que lo peor que hayáis sabido jamás. No existe sobre la Tierra ningún pueblo capaz de mayores atrocidades. Llegan a despellejar vivos a sus prisioneros mientras les exigen con alaridos y azotes que adoren a su dios.
-¡Eso es imposible! –exclamó Conall-. ¿Cómo van a exigir adoración a quien, por sufrir un suplicio tan terrible, sólo estaría pensando en morir cuanto antes? ¿No serás tú quien ha hecho esa clase de cosas?
Fergus apretó los labios. De los compañeros de Divea, ese muchacho retraído y huraño era el que menos confianza le inspiraba. Le espetó acercando el índice a sus ojos:
-Si quieres comprobar la realidad de lo que cuento, no tienes más que bajar ahí y dejarte apresar por ellos. Ahora que vuelven derrotados, no sólo te harían eso, sino cosas mucho peores, porque también es la gente más vengativa que existe.
Conall notó que el grupo daba mucho más crédito al gálata que a él. Pese a su tristeza, las dos sacerdotisas sonrieron levemente ante el reto irónico de Fergus. Pero él no podía tenerlas todas consigo. Ese hombre tan seductor y tan adornado por la Naturaleza le inspiraba malos presentimientos. No sólo porque representaba un obstáculo para sus planes, sino porque intuía que no había contado toda la verdad sobre su pasado. Hallaba demasiadas sombras en su narración. Sombras que tanto Divea como Alban parecían empeñados en ignorar. No descansaría hasta matarlo, y lo haría cuando se encontrasen navegando en su barco y en cuanto consiguiera aprender a gobernarlo.
-Creo que podemos seguir nuestro camino–dijo Fomoré.
-Esperemos un poco más –dispuso Alban-, hasta asegurarnos de que no llega ninguno más ni les persigue otro ejército.


46
Cuando Conall vio por vez primera la silueta del navío desde el acantilado, ya no le cupieron dudas de que Fergus mentía y tenía mucho que ocultar. Aunque estaba cubierto de matorrales para que resultase difícil de descubrir a primera vista, su tamaño podía apreciarse con nitidez y le pareció enorme. La barcaza donde él había trabajado con los cristianos, en las playas cercanas al Castro de Santa Tecla, la tripulaban nueve hombres, a veces con dificultad si la mar se encrespaba. Un cálculo somero le permitió estimar que serían necesarias cuatro barcazas iguales puestas en fila para alcanzar la eslora del que el gálata llamaba “dromon”.
¿Cómo iba a poder tripularlo él solo, tal como afirmaba? Mucho menos, durante la travesía tan amplia que decía haber hecho. Ni aún creyendo que poseyera dones prodigiosos como los héroes de las leyendas, podría nadie admitir que hubiese gobernado sin ayuda un navío como aquél. ¿No habría navegado con un grupo grande de hombres a quienes, mediante recursos arteros, había matado una vez que tomaron tierra? Aunque no tan grande como Alban ni tan robusto, era un hombre físicamente poderoso y parecía muy astuto. Seguramente, también era un pillo redomado y alevoso, capaz de traicionar a su estirpe y hasta a su propia madre. Tenía por fuerza que ser así, pues a la vista del navío no se le ocurría ninguna otra explicación.
Era espléndido y sólo observando lo recóndita que era la playa, y lo abruptos y despoblados que parecían los alrededores, podía comprender que nadie lo hubiera robado. Por alguna extraña razón que escapaba a sus cortos conocimientos náuticos, el gálata había varado el dromon de popa, en vez de cómo había visto hacer a los cristianos, que varaban sus barcazas de proa. Lo menos medía cuarenta pasos de eslora y unos seis u ocho de manga. Aunque no se veían los remos, pese al embozo de matorrales podían distinguirse doce amarres y doce anclajes en cada borda. Por lo tanto, serían necesarios veinticuatro remeros para moverlo cuando no soplara el viento. El mástil era grueso, aunque no demasiado alto, siendo, en cambio, anchísima por la base la vela triangular, que estaba arriada y en posición casi de lado. En una plataforma elevada, a proa, había una máquina cuya función no consiguió imaginar.
Notando la admiración del grupo, Conall sintió deseo de dejar en evidencia al gálata preguntándole cómo había podido tripular él solo un barco tan grande y complicado, y si no se habría deshecho con perfidia de la gente llegada con él desde un país tan remoto y a través de un mar tan peligroso. Pero de ese modo lo pondría en guardia contra él, lo que no le convenía. Se reservó el reproche y dijo en cambio:
-Magnífico navío. Ardo en deseos de navegar a bordo.
Fergus ni siquiera lo miró. Se limitó a sonreír.
Por su parte, a Divea la dominaba el desconcierto. Hasta la madrugada precedente, no había dejado de intuir cercana a la madre Dana, pero desde que comenzara a oler el salitre marino ya no la sentía. ¿La había abandonado o se trataba de algo nuevo que debía aprender a asimilar?
-¿Qué es aquella máquina? –preguntó Fomoré a Fergus.
-¿La de proa? Es la catapulta para lanzar el fuego griego, el arma más temible que han inventado los bizantinos. Ya veréis.
-Nosotras no podemos viajar ahí –dijo Dagda, señalándose a sí misma y a Nuadú.
-¿Por qué? –preguntó Divea.
-En ese mar tan temible y peligroso, no veo ríos ni fuentes donde poder invocar y hablar con la madre Dana.
Divea sonrió.
-No te inquietes –aconsejó-. El mar es el río más inmenso de todos y, por lo tanto, es también la morada de la diosa.
Conall apretó los labios. ¿Cómo había conseguido ser tan prudente, sabia y ocurrente una niña que era más de un año menor que él? Desde que regresara de su baño purificador en la poza del río, percibía en ella algo distinto que le causaba desasosiego.













47
-Desconfío de que consigamos reflotar nunca ese navío tan grande –dijo Conall cuando amaneció, pensando de nuevo en su experiencia entre los pescadores cristianos.
El descenso a la playa había sido penoso, pues tardaron mucho en encontrar una senda por donde los bueyes y los caballos pudieran bajar, y la noche cerró del todo en cuanto pisaron la arena dorada. Durmieron amontonados, dándose calor entre sí para vencer los tiritones que les causaba el relente marino porque no se atrevieron a encender un fuego que podía descubrirles.
Cuando se pusieron en movimiento a la mañana siguiente, Conall repitió en voz alta muchas veces su incredulidad, pero no encontró eco para un escepticismo que todos se esforzaban por ignorar. Necesitaban aliento, no que él les desanimara. Las dos sacerdotisas bajaban los ojos a fin de no verse obligadas ni siquiera a asentir o negar con la cabeza. Alban y Fomoré fingían sordera mirando para otro lado. Divea deseaba no tomar partido, pero la realidad era que también dudaba.
-Esperad a que suba la marea –propuso por fin Fergus-; yo digo que navegaremos sin dificultad.
Dirigió con autoridad la operación de embarque de la carreta, los bueyes y los caballos por una rampa de solidez asombrosa, cuyo posicionamiento mediante sogas muy gruesas sujetas a un cabrestante del mástil, así como la apoyatura en el rebalaje, les costó esfuerzos extenuantes a los siete, y tuvieron que vendar los ojos a los seis animales para que no rehusaran subir a bordo. A media mañana, dieron por acabados los preparativos y se derrumbaron sobre cubierta sudorosos y con el ánimo algo menos pesimista; estaban listos para la travesía, a la espera de que el dromon flotase libre.
Efectivamente, con la pleamar sólo tuvieron que unir fuerzas entre los siete para que la nave desencallara del todo.
-Abordad deprisa –urgió Fergus-. Debemos izar la vela antes de que se le ocurra rolar a este viento del sur tan favorable, que nos llevará a altamar si no remoloneamos y yo puedo estabilizar el timón.
Lo consiguieron antes del atardecer. Al principio, les parecía retroceder más de lo que avanzaban, a causa del bamboleo y los golpes de las grandes olas, pero a pesar de esa percepción notaban que iban separándose de la playa. Lentamente, el barco encontró acomodo en su medio natural y a todos les pareció que cobraba vida propia, como si el espíritu bonachón de Bran lo gobernara en vez de Fergus, que era quien aferraba sudoroso el timón, una simple palanca muy pesada y dura de manejar.
Cuando la nave estuvo por fin enrumbada y cesaron las órdenes a gritos y las maldiciones desaforadas del gálata, pudieron examinar con admiración la hermosa estructura de madera sobre la que se encontraban. Todos los detalles eran espléndidos, incluidos los doce asientos vacíos de remeros a estribor y los doce a babor, situados en un nivel por debajo de cubierta. Tenían que ser artesanos muy habilidosos los que habían armado el navío y hombres muy sabios los que lo habían inventado.
Navegaron toda la noche sin variar el rumbo por temor a los escollos litorales que no serían capaces de descubrir en la oscuridad. Al amanecer siguiente, cuando Fergus roló a estribor para navegar paralelamente a la costa desvaída por la distancia y la calima, Dagda se echó a llorar:
-Ya no reconozco nuestras montañas –se lamentó.
Nuadú la abrazó para consolarla.
-Volveremos –prometió-. Tú tienes que regresar, ¿verdad, Divea?
-Sin duda.
-¿Ves, Dagda? Como Divea está obligada a volver convertida en druidesa, nosotras también lo haremos.
Divea suspiró hondo, pero procurando no emitir ningún sonido. Ella no estaba tan convencida de la seguridad del regreso. Viéndolo encogido, sentado en la cubierta con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la borda, notaba que Alban flaqueaba y no quería preguntarle si todavía sentía debilidad por sus heridas no cicatrizadas del todo o si era que sufría mareos. Con la principal fortaleza del grupo aparentemente abatida, todo le resultaba a Divea demasiado azaroso. Aunque había asegurado a Dagda que el mar era también el hogar de Dana, a semejanza de cualquier río, las certezas naufragaban en el fondo de su pecho, porque el mar era una inmensidad devoradora de toda convicción donde nadie podía sentirse dominante. Trataba con todas sus fuerzas de repetirse a sí misma las frases que la diosa le había inspirado en la hermosa poza del río astur: jamás volvería a dudar, jamás volvería a tener miedo y jamás vacilaría al tomar decisiones; pero las palabras se desdibujaban en su mente, vencidas por la angustia.
Todo continuó así durante dos días. La costa les parecía siempre igual, una sucesión de montañas mas o menos remotas, vagamente verdes con algún que otro pico blanco de nieve. Pero al tercer día, notaron que cambiaban de rumbo y miraron todos hacia Fergus con expresiones de interrogación.
-Ahora, navegamos hacia el norte –dijo el gálata.
A pesar del cambio, no perdieron la costa de vista. El cuarto día dejó de haber tantas montañas; la línea de la costa se volvió muy regular e indistinta. Sólo veían a lo lejos embarcaciones pesqueras muy pequeñas. Ninguna que se pudiera comparar con la suya.
-De aquí en adelante, podemos comenzar a tener tropiezos –dijo Fergus.
-¿Peligrosos? –preguntó Alban.
-Según Taliesin, a quien los dioses hayan acogido en su morada, los galos son por aquí expertos navegantes.
-¿Ya estamos frente a la Galia? –preguntó Divea.
-No exactamente –respondió Fergus-. Según creo, llegaremos a la verdadera tierra de los celtas galos manteniendo firme el rumbo norte. De ese modo, digo yo que un día cualquiera veremos frente a nosotros uno de los países más sagrados de nuestro pueblo. Se llama Armórica y ardo en deseos de llegar, porque dicen que encontraremos maravillas y prodigios difíciles de creer.
Conall hallaba a cada paso motivos para reforzar sus sospechas sobre el gálata, que se conducía con excesiva confianza en lugares que decía no conocer. Gobernaba el navío como si llevase en la cabeza dibujada la ruta y ahora hablaba de países que parecía haber visto. La convicción de que les mentía creía cada jornada en la mente del joven aprendiz de bardo.
-Atención -alertó Alban-. Aquel navío viene directo a nosotros.
Todos se enderezaron para confirmar la observación del cadete. Si no había perdido el timón, no cabían dudas de que el timonel de ese navío buscaba un encontronazo.
-Y es el más grande que hemos visto hasta ahora –comentó Fomoré.
-No estamos en condiciones de luchar –afirmó Fergus-, porque somos muy pocos y si se atreven a abordar un navío como éste será porque ellos son muchos. Digo yo que si los dejamos acercarse podrían vencernos sin duda, así que no debemos permitírselo. Por suerte, nosotros disponemos de recursos que ellos no pueden ni imaginar. Así que necesito que tú, Conall, me sustituyas al timón. No tienes que hacer nada, solamente mantenerlo tal como está, sin moverlo ni a babor ni a estribor. Para ayudarte a fijarlo, sujétalo con ese taco de madera. Los demás, venid conmigo a proa, a excepción de la futura druidesa, que permanecerá también junto al timón. por motivos de seguridad, si no le importa acatar las previsiones de un modesto marino.
Divea asintió, pero Conall estuvo tentado de negarse. Llevaba cuatro jornadas viendo al gálata sudar para gobernar esa tranca tan pesada y no se creía capaz de imitarle. Pero, por otro lado, sintió satisfacción porque confiara en él. No había avanzado nada en la consecución de los tres retos que se había propuesto antes de abandonar el bosque de Santa Tecla: Ser capaz de parecer sabio, librarse de Alban y suplantar a Divea. Si conseguía gobernar el timón sin errores, lo consideraría una señal de los dioses ysentiría ayudaría fortalecerse su espíritu para conseguir algún día mostrarse sabio. Tenía que timonear y salir airoso.
La galera se dirigía hacia ellos con evidentes propósitos hostiles. Ya se había acercado lo suficiente como para distinguir que se amontonaban numerosos hombres junto a las bordas, armados para la lucha. Debían de haber descubierto ya lo escaso del personal a bordo del dromon. Alban, Fomoré, Dagda y Nuadú no abrían la boca, convencidos los cuatro de que había llegado la hora de rendir cuentas ante Gundestrum y suplicar la compasión de Lugh.
-Ayúdame a apuntar hacia ellos, Alban –la voz de Fergus les sobresaltó a los cuatro.
El gálata estaba girando con gran esfuerzo la extraña máquina de proa, una catapulta provista de una especie de caño. En vez de una piedra o cualquier otro proyectil, lo que había preparado para ser empujado por el resorte era una simple tinaja de barro con la boca sellada con estopa y algo que parecía cera, pero más oscuro. Había otras muchas tinajas iguales amontonadas alrededor de la máquina. Con la fuerza de Alban sumada a la de Fergus, consiguieron orientar el caño hacia la galera.
-¿Quién maneja bien el arco? –preguntó el gálata.
-Yo –respondió Fomoré-. ¿Pero de qué va a servirnos un arco frente a esa turba?
-Ya lo verás. ¿Eres certero?
-Para la caza, sí. En otros casos, no estoy tan seguro.
-¿Acertarías en el casco de la galera, cerca de la proa? –insistió Fergus.
-Cuando esté un poco más cerca, creo que sí –respondió Fomoré.
-Pues elige el que te parezca mejor de esos diez arcos. Nuadú y Dagda, atad trozos de paño en las puntas de doce flechas, que impregnaréis con aceite de ese ánfora. Tomad fuego del candil, y tenedlo preparado para ir prendiendo las flechas en el momento que Fomoré y yo las disparemos. Atento, Fomoré, que pronto van a estar a tiro de flecha. Alban, ayúdame a tensar la catapulta, y en cuanto yo lance, apresúrate tú a tensar de nuevo dos veces más.
La máquina fue disparada y todo lo que ocurrió fue que la tinaja se convirtió en añicos al impactar en el casco de la galera, derramando el líquido que contenía. Sonó una carcajada general tan estridente, que pudieron escucharla en el dromon.
-¡Otra vez, Alban! –urgió Fergus.
Dispararon dos veces más con otras tantas tinajas. El concierto de risotadas llegó a ser atronador.
-Ve prendiendo flechas para mí, Dagda, y tú, Nuadú, enciéndeselas a Fomoré. Venga, amigo, contén la respiración y concéntrate, porque tenemos que acertar donde las tinajas han impactado.
Las primeras dos flechas cayeron al agua y las risotadas aumentaron. Pero la tercera golpeó en el casco aunque no con suficiente fuerza para clavarse. A pesar de ello, a todos en el dromon les maravilló lo que ocurrió. La pequeña llama del paño impregnado de aceite se convirtió en una fogarada instantánea que obligó a enmudecer a los burlones de la galera. Extrañamente, también ardía fuego sobre el agua donde había caído el líquido de la tinaja.
-Fomoré, trata de acertar con otra flecha a la derecha de proa, donde todavía no arde –apremió Fergus-. Yo tengo que correr a popa.
Con zancadas vehementes, el gálata llegó al timón y le gritó a Conall:
-¡Ayúdame a mover la palanca hacia aquel lado!
Echados ambos sobre la gruesa y pesada tranca, consiguieron hacer que basculara hasta el límite en dirección a babor.
Unos momentos más tarde, cuando parecía que la galera, casi completamente incendiada, iba a impactar contra el dromon, éste roló bruscamente y el encontronazo fue evitado. Mientras se alejaban de los atacantes vieron que los marineros enemigos estaban lanzándose al agua, desesperados.
Habían vencido. Los cuatro hombres se dejaron caer en cubierta, festejando el triunfo con rebotes y palmadas, mientras Dagda y Naurú aplaudían. Ante los gritos de júbilo de sus seis acompañantes, Divea se distanció un poco y se postró ante una pequeña imagen de la madre Dana. Sentía vergüenza de sí misma por el miedo paralizador que acababa de pasar. Agradeció a la diosa haber salido indemnes de una situación tan peligrosa, y se repitió de nuevo que jamás volvería a dudar ni a tener miedo, ni a vacilar en la toma de decisiones.
-¿Qué había dentro de esas tinajas? –preguntó Fomoré, acercándose a popa con los ojos desorbitados. Más que curiosidad, había en ellos visos de alucinación.
-Eso es el fuego griego del que a lo mejor has oído hablar –respondió Fergus-, porque es un secreto bizantino del que todos los marinos se asombran. Mientras nos queden tinajas, digo yo que no tenemos nada que temer en estos mares.
48
Varios días más tarde, avistaron una prolongada lengua de tierra llana a babor, cuando la esperaban por el norte.
-No sé qué país será ése –dijo Fergus-. Yo diría que todavía no puede ser Anglia, porque sé que está bastante más al norte y al otro lado de la Armórica, y es más fría y brumosa de lo que ese lugar aparenta. Ésa tiene que ser una isla pequeña y sin importancia. Sin variar el rumbo, digo yo que llegaremos pronto a la ansiada tierra de los galos que debemos encontrar, ya lo veréis
Como si los dioses le hubieran escuchado, poco más tarde se les reveló frente a proa una línea intensamente verde. Conforme fueron acercándose, vieron que se trataba de una costa muy recortada y llena de rías, radas, islotes y pequeñas penínsulas. Peligrosos escollos abundaban por doquier.
-Hemos llegado a la Armórica –aseguró Fergus-, gracias y gloria a Dana. ¿Sabes lo que debes buscar aquí, Divea?
-Si lo quieren los dioses, en primer lugar, piedras clavadas en tierra; después, un rito que ignoro, aquí mismo, y el saber de los galos, en un bosque llamado Brocelandia. Al gran druida Galaaz le contaron que el clan celta más vital y numeroso del continente vive en ese bosque, a una jornada de la costa de Armórica, pero también le dijeron que Brocelandia es interminable y peligroso.
-Entonces, tendremos que desembarcar la carreta –afirmó Fergus-. ¿Con cuántos necesitas viajar?
-Al menos, tiene que acompañarme Conall, pues también para su futura condición de íntimo o de bardo es éste un viaje de iniciación.
-¡Y yo! –afirmó Alban con vehemencia-. Si hay peligros en ese lugar, mi misión es protegerte.
-También deberíamos ir nosotras –apuntó Nuadú, indicando a Dagda y a sí misma- para que los dioses no crean que les hemos abandonado.
-Tres mujeres y sólo dos hombres, uno de los cuales estaba a punto de morir hace pocos días –ironizó Fergus-. Digo yo que no podemos deshacer este grupo, pues por alguna razón habrán querido los dioses que seamos siete. Hay que encontrar un abrigo donde el dromon no pueda ser avistado desde tierra ni por mar, porque tenemos que viajar los siete a ese legendario bosque de Brocelandia.
Al segundo día de búsqueda, encontraron una playa de sólo unos quince pasos de ancho, encajonada entre una escarpadura de piedra gris y un islote alto y muy empinado. Tras fondear, Fergus pidió a Fomoré que explorase lo que hubiera sobre las encrespadas rocas del acantilado.
Habían escondido ya el dromon de modo que no pudiera ser avistado desde mar abierto, y se encontraban, por consiguiente, muy cerca de tierra. Lo suficiente como para poder ver con admiración la facilidad con que Fomoré escaló la pétrea pared vertical, de unos cincuenta pies de alto.
-No consigo imaginar el pasado verdadero de ese hombre –comentó Alban.
-¿Algo te preocupa? –preguntó Divea.
-No. Tenemos pruebas de su lealtad y su decencia, y lleva con nosotros el tiempo suficiente como para saber que no se trata de hipocresía, porque nos habríamos dado cuenta pillándolo en cualquier error. Pero encuentro en él muchas cosas raras. Su aspecto no es muy celta, como veis. Pero tampoco se parece a los cristianos con quienes pescaba Conall. Ni, mucho menos, a los cetrinos desmujerados que vimos pasar derrotados en la tierra de los astures. Además, sin duda posee preparación guerrera. Dispara flechas mejor que el mejor arquero que yo haya visto, y miradlo ahora. ¿No es como si estuviera entrenado para asaltar murallas?
Todos abundaron en esa apreciación. Divea miró intensamente a los ojos de Alban, diciéndose que la madre Dana iba a causarle una pena muy honda cuando lo apartase de su lado. Por suerte, no sabía cuándo sucedería y, por tanto, podía tratar de no pensar en ello.
Fomoré regresó con el Sol alto.
-Los riscos forman una muralla también del lado de tierra –les informó-, aunque no tan alta. Más allá, hay una llanura muy extensa, pero no he visto signos de que esté habitada. No creo que tengamos la mala suerte de que alguien se asome a esas peñas por casualidad y descubra el dromon.
-Entonces, aquí lo dejaremos –resolvió Fergus-. Primero, vamos a buscar una playa cercana donde descargar la carreta y los caballos, con los cuales se quedarán las tres mujeres y tú, Alban. A continuación, nosotros tres recogeremos todas las ramas y matorrales que podamos a lo largo del día, para tapar la cubierta con ellos a fin de embozar más aún nuestro navío. Es demasiado valioso para perderlo. Volveremos aquí con él tan sólo Fomoré, Conall y yo. Una vez que nos aseguremos de que el dromon no podrá ser descubierto, Fomoré nos ayudará a Conall y a mí a subir ese acantilado para ir en vuestra busca. Divea, si no te opones al plan, digo yo que nos encontraremos al amanecer para partir todos con destino al bosque de Brocelandia.
Divea asintió.
El lugar donde durmieron las tres mujeres, Alban, los caballos y la carreta, presentaba un aspecto insólito. Casi desde la orilla del mar, partían tierra adentro rectilíneas y largas formaciones de piedras altas y estrechas que no eran creación de la Naturaleza. Ni el cadete ni la futura druidesa, ni las dos sacerdotisas, consiguieron imaginar su significado.
-Mi bisabuelo me avisó de que encontraría “piedras clavadas” –murmuró Divea al oído de Alban, al amanecer-, pero no me explicó lo que son ni me avisó de que serían tantas. Me ordenó que preguntase por el rito en honor de los constructores de los pilares del cielo, que dijo ignorar, pero no veo con quién podríamos averiguar. Y su orden era que lo celebrase entre las piedras clavadas.
-¿No lo conocerán las sacerdotisas? –preguntó Alban.
-Es un saber druídico, Alban.
-Pues también convendría tratar de enterarse de qué pueden significar unas piedras tan numerosas y tan extrañas.
Dado que era Fergus quien mostraba mejor conocimiento de la Armórica, gracias a sus conversaciones con Taliesin y las leyendas gálatas que no paraba de mencionar, decidieron preguntarle en cuanto llegase. Se les sumó poco más tarde, en compañía de Conall y Fomoré.
-Divea –dijo Fergus-, aseguraste que tenemos una jornada de viaje por delante, así que lo mejor es partir deprisa, a ver si consiguiéramos encontrar ese clan antes de anochecer.
-Primero, debo celebrar un rito entre esas piedras –arguyó Divea- y no puedo partir hasta que lo haya hecho. El problema es que no lo conozco y el gran druida Galaaz me ordenó averiguarlo.
-¿Qué denominación le dio el druida a ese rito? –preguntó Fomoré.
-“Ceremonia en honor de los constructores de los pilares del cielo”- respondió Divea.
Fomoré asintió. Los miró a todos y, como si superase un obstáculo interior muy poderoso, pidió a Divea:
-Quisiera apartarme un poco contigo, para hablarte a solas ante aquella piedra de allí, la más alta.
-¡No, sola no! –exclamó Alban-.Yo iré también.
Fomoré miró fijamente los ojos de la futura druidesa que, en seguida, miró a Alban negando con la cabeza. Se alejó en dirección a la gran piedra con el hombre que más preguntas desconfiadas le inspiraba al cadete. Llegados junto al monolito, que tenía la altura de más de tres personas, dijo Fomoré:
-Lo que voy a revelarte no puedes decírselo a los demás. En el caso de que lo hagas, me veré obligado a huir y desapareceré para siempre, y moriré porque no creo que yo sea capaz de sobrevivir en esta tierra tan alejada y tan diferente de la nuestra. Ten la seguridad de que lo haría, Divea. ¿Comprometes tu silencio para siempre o he de abandonarte aquí, y ahora mismo?
-Si lo que ocultas, y quieres que oculte yo, no perjudica a ninguno de los que nos acompañan, cuenta con mi silencio.
Aupado encima del caballo, Alban miraba ansiosamente en dirección al gran monolito, dispuesto a galopar a la menor sospecha de que sucedía algo improcedente. Pero todo lo que consiguió ver fue que Divea y Fomoré giraban varias veces en torno a la piedra, ella detrás de él, mientras ambos alzaban las palmas de las manos al cielo y recitaban algo que no le fue posible escuchar.
-¿Qué son estas piedras? –preguntó Nuadú a Fergus.
-Cuenta la leyenda que ya estaban aquí cuando llegaron los celtas –respondió el gálata-. Son millares y millares, y nos parecen piedras pero no lo son.
-Sí son piedras –contradijo Conall-. Yo he tocado esas tres.
-Pero no eran piedras en el momento de alzarlas. Era una materia prodigiosa, parecida al barro y moldeable como él, que iban amontonando y se solidificaba al instante. Fijaos en que por algunos lados se notan todavía las pellas, unas sobre las otras, como si en el origen hubieran sido fango. Son piedras milenarias, pero en algún momento fueron reblandecidas por los hombres, que las levantaron gracias a conocimientos que hemos olvidado. Así pudieron construir estos monumentos increíbles. Tan pesados, que ni centenares de hombres podrían moverlos.
Cuando, acompañada de Fomoré, Divea regresó junto al grupo, notó que todos tenían una pregunta en los labios en relación con lo que les habían visto hacer, y presintió que no responderla le acarrearía alguna clase de conflictos futuros.
-Podemos partir –anunció sin añadir nada más.
El Sol no había remontado vuelo todavía.

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