miércoles, 10 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Otros cuatro capítulos gratis.


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EL OCASO DE LOS DRUIDAS.
10
Con todas las probabilidades en contra y en situación extrema, la diosa lo había salvado; ¿querría asignarle una misión?
Conall sentía aún dolor en todo el cuerpo. Y debilidad. Por desgracia, el frasquito de elixir verde reconstituyente había desaparecido a pesar de lo resistente que era el cordel que lo sujetara a su cuello. Se lo habían arrancado de mala manera, con violencia innecesaria, puesto que tenía una rozadura llagada en la nuca que así lo sugería. Al arrojarlo al agua, los marineros no habían querido que lo portase por temor a que pudiera tomarlo y sobreviviera al linchamiento. Ignoraban que el pequeño sorbo que ya había llegado a sus labios antes del apaleamiento debía de haber preservado su vida cuando lo creyeron agonizante.
¿Le había librado de la muerte la diosa o el elixir preparado por su madre? A fin de cuentas ¿no se trataba de lo mismo? Era el espíritu solidario del clan, con sus creencias y su ciencia milenaria, lo que le había permitido sobrevivir. Y el otro mundo que ansiara con tanta vehemencia conquistar lo había rechazado de modo irreversible, intentando matarlo y arrojándolo al mar para que terminase de morir. Los ocho marineros habían actuado como si cada uno de ellos fuese una especie malvada de reencarnación de Banshea, el terrible espectro que nadie que él conociera había visto jamás, pero eran innumerables los que escuchaban sus anuncios de muerte. Los marineros hablaban constantemente de bondad, amor al prójimo y caridad, pero jamás había imaginado que nadie pudiera ser tan cruel como ellos a la hora de dar riendas sueltas a los delirios de su mente. Sí, eran como Banshea, la mujer de cabellos negros, vestido de color musgo y capa gris que sobrevolaba los poblados entre el alba y amanecer, dando gritos escalofriantes como aullidos de lobos rabiosos. Él sólo lo había escuchado pocas horas antes de la muerte de su padre; revivirlo ahora le estremecía y sus sentidos reproducían las mismas sensaciones de entonces. Banshea le había avisado aunque su padre llevaba dos lunas ausente, lo que no fue obstáculo para que él supiera con seguridad que iba a morir dondequiera que estuviese. No lo supo con certeza hasta una luna más tarde, cuando, al volver de una de sus ojeadas en busca de porvenir, encontró a su madre con el rostro cubierto de ceniza y llorando con desconsuelo.
A pesar de ser el único sostén de su madre, los últimos tiempos se había comportado como un inconsciente, dedicando todos sus afanes a la pretensión de que le acogiese gente deliberadamente tan poco acogedora. No lo intentaría más.
Ahora, tendría que superar los recelos de su propia gente, que había provocado y estimulado con sus veleidades durante un tiempo excesivo, durante el que debía de haber provocado muchas impaciencias. Tenía que reconquistar su favor, porque había escuchado la voz consoladora de la diosa Dana; tenía sin duda un futuro entre los celtas, aunque todavía no supiese cuál era.
Distraído con tales consideraciones, de improviso estuvo a punto de salir a un claro artificial que no conocía. Retrocedió de un salto, a tiempo de no ser descubierto por los tres monjes vestidos de negro que tumbaban árboles y desterraban fuentes de vida. Lo primero que habían preparado era la gran cruz que pretenderían colocar sobre la ermita que sin duda iban a comenzar a construir.
Iba a espiarlos, para decidir si debía tomar alguna iniciativa.
Murmuró una invocación a Karnun pidiéndole protección y permiso para hollar el árbol sagrado, antes de trepar por un corpulento roble desde donde trendría mejor visión del estropicio que estaban causando los tres monjes. Le pareció evidente que odiaban la vida que latía en el bosque, porque después de talarlo todo, se apresuraban a desnudar completamente el suelo con una especie de rastrillos, elaborados con flexibles ramas de aliso y juncos.
Conall sintió rabia y ganas de llorar. Y tuvo que reprimir el impulso de lanzarse contra los tres, porque estaba seguro de poder matarlos antes de que se diesen cuenta de que eran atacados.
Pero eso acarrearía una guerra, más incendios y más víctimas celtas. Ya había sucedido otras veces y no podía dejar de ocurrir de nuevo a la menor provocación. La regla esencial de convivencia establecida por el gran druida Galaaz mandaba que ningún celta pusiera en peligro a su pueblo con un ataque a lo enemigos.
Tras un largo rato de observación, levantó un puño al cielo, invocando a Ogmios y Gundestrun. Pidió al dios de la guerra y a la diosa de la venganza que le dieran fuerzas y perseverancia para expulsar algún día del bosque a todos los invasores.





11
-¿No serás tú quien construye esa cabaña, Tito? –preguntó Galaaz a su bardo.
Éste no advirtió que el druida bromeaba. Una simple ojeada bastaba para comprender que el anciano bardo no estaba para esos trotes.
-Tal vez la quiera para poder ensayar en completo silencio –secundó Lugaro la broma-, y que no le distraigan las risas de los niños.
Los tres amigos sabían que esa cabaña, tan bien construida en medio del castro, tenía que ser obra de alguien joven y fuerte que rehuía a la gente por alguna razón extraña, un enigma que podría llegar a inquietarles si no tuvieran otras preocupaciones más graves y urgentes. Galaaz no quiso entrar en conjeturas en ese momento, porque temía que el bardo no aceptase de Lugaro las humoradas que sí le aceptaba a él, por lo que ordenó a su sirviente personal:
-Lugaro, ¿querrías ir en busca de Divea? Mándale que prepare una merienda para ella y nosotros tres, porque permaneceremos aquí hasta poco antes de anochecer.
Una vez solos, el druida pidió a su bardo:
-Tito, ¿querrías arrastrar esta carretilla más cerca de esa cabaña?
El bardo no respondió. Hizo lo que se le había pedido con un crujido de sus hombros artríticos. Cuando llegaron junto a la construcción, comentó:
-Quien la está haciendo, no parece que la necesite para vivir.
-Tienes razón, Tito –concordó Galaaz-. No tiene ventanas ni puerta. Más que de vivienda, tiene el aspecto de una ofrenda a los dioses. Yo también haría lo mismo si pudiera, porque el castro conserva esencias milenarias de la vida celta que estamos obligados a preservar.
-Señor, si me lo permitís, quisiera recitaros unos versos...
Galaaz sonrió al tiempo que asentía. Notó, sin embargo, que Tito vacilaba mientras se aclaraba la garganta, carraspeaba, rasgueaba la lira con aspereza, como si no acabara de decidirse y, por fin, entonó su poema:
-“Divea, que el mar ojeas
tras la verde celosía
de las ramas de ese roble
impregnado de ambrosía...
Sin ser el verso ninguna maravilla, Galaaz se dijo que el afán de homenajear a su bisnieta había hecho que el bardo se esforzara un poco más que últimamente. A ver de qué modo aludía al futuro de la muchacha, que era en lo que casi todos pensaban aunque no hablasen de ello. Tito continuó:
-“Divea que el amor deseas
detrás del marcial roble,
con los ojos enganchados
a los hombros de ese hombre...
Galaaz se sobresaltó. ¿Sugería Tito que Divea estaba enamorada, con objeto de frustrar sus posibilidades de consagración? Tal vez había olvidado que no era lo mismo una sacerdotisa que una druidesa, aunque a veces el sacerdocio hubiese sido en el pasado la antesala de la consagración druídica. Prefirió no darse por enterado, pero guardó la pregunta para cuando pudiera hacérsela a solas a la propia Divea.
-Muy bien, Tito –alabó-. La rima es redonda y la voz te ha flaqueado menos que otras veces. Compruebo que los dioses te bendicen cada día con mejor salud.
Notó que el bardo apretaba los labios. ¿Le había contrariado no conseguir el efecto que buscaba con la canción? Galaaz se dijo que una artimaña de esa clase sería la culminación de una vida de pequeños disentimientos entre ambos. Siempre habían conseguido ponerse de acuerdo en los asuntos esenciales, pero Tito había sido toda la vida quisquilloso en extremo con los detalles.
-Necesitamos aspirantes a druida con urgencia, señor –dijo Tito con voz rasposa-. No nos queda mucho tiempo.
-Sí, Tito. Trato de resolverlo cuanto antes.
-Ya veis lo que está pasando por las orillas del bosque. No sólo queman árboles y desnudan la tierra, sino que para seducir y subyugar a los celtas incautos, se apoderan de nuestros propios dioses y los disfrazan para que parezcan suyos. Que yo sepa, ya nos han robado seis imágenes de nuestra madre Dana y las han vestido con sedas, cubriéndolas de joyas de oropel, y ahora dicen que es madre de sus dioses en vez de la diosa madre que es en realidad. Todas las noches, sangra mi corazón.
-No tardaremos en encontrar solución, Tito, te lo prometo.
Pese a su contundencia, Galaaz paseó la mirada por todo el contorno. El tiempo había mejorado un poco respecto al del día anterior, pero no caldeaba el Sol un castro que, a pesar del enigma de la cabaña redonda, parecía una ruina sin esperanza. ¿Estaba en sus manos centenarias la facultad de hacer que la esperanza renaciera?

12
Conall bajó precipitadamente de su puesto de vigilancia en el roble, porque uno de los tres monjes vestidos de negro lo había descubierto en el instante que paró de rastrillar la tierra desnuda para enjugarse el sudor. Le había mirado de un modo que parecía tener en los ojos cuchillos capaces de clavarse en su pecho.
El joven no sintió miedo. Contra tres podía salir airoso, sobre todo teniendo en cuenta la ayuda que representaría para él la impedimenta de sus largas túnicas negras y las capuchas. Corrió, sin embargo, porque quería ahorrarse las consecuencias de un enfrentamiento que no iba a reportarle beneficio alguno y sí podía causar perjuicios al clan. Contra su actitud desafiante de las últimas lunas, en esos momentos no deseaba transgredir las reglas de Galaaz.
Se apresuró bosque adelante, pero miraba tanto atrás para asegurarse de que no le seguían, que perdió pie y cayó por un pequeño barranco hacia un riachuelo. Ya no le cupieron dudas, la diosa estaba amparándolo. Le ofrecía ese refugio como escondite para librarlo de acechanzas, y tenía que ser porque le reservaba un cometido importante.
Aguardó unos momentos al acecho de ruidos que pudieran revelar la persecución. El silencio era total. No le habían seguido; podía seguir confiadamente su camino.
Trató de escalar el talud, pero era demasiado empinado y resbaladizo, y muy alto para saltar sin ayuda hacia el exterior del barranco. Comprendió con fastidio que no tenía más remedio que volver a mojarse la ropa para buscar salida al otro lado del impetuoso torrente. Según su costumbre en tales casos, se quitó la túnica para evitar nuevos daños, y se la enrolló en torno al cuello.
El talud y el pequeño retazo de orilla, muy fangoso y desnudo de vegetación, no le permitieron dotarse de la tranca que habitualmente usaba para tantear el fondo de todos los arroyos caudalosos que atravesaba. Aventuró un pie y luego el otro, y ya confiadamente emprendió el cruce, pero se trataba de un torrente recrecido por un aguacero reciente y calculó mal. Su tercer paso no tocó fondo a causa de una poza indetectable, y de pronto fue arrastrado por la corriente.
Se reprochó a sí mismo por temerario y estúpido. No había muerto ahogado en la inmensidad del mar, y ahora iba a ocurrirle en un torrente que no tenía más de diez pasos de anchura. Moriría en cuanto su cabeza topase con cualquier roca, de las muchas sobre las que saltaba el río en rápidos y pequeñas cascadas. Pero al tiempo que la corriente lo arrastraba, le estremeció un escalofrío de viejos designios que acaso no sabía interpretar. Todas las corrientes de agua tenían su ondina, lo que siempre representaría una ayuda para cualquier celta que se mantuviese fiel a sus creencias, pero ésta debía de pertenecer a la propia Dana, porque percibió una hermosa sonrisa entre la espuma y las blondas del agua, una sonrisa amable y acogedora que parecía indicarle que se sosegara a fin de no malgastar energías. Poco más tarde, sintió que una infinidad de brazos lo acunaban para mantenerlo a flote. Más que sujetar su peso, le acariciaban; brazos y manos cálidas a pesar de la temperatura casi gélida del torrente, que lo mecían con el mimo de una recién parida. Con un esfuerzo de autocontrol, dejó de luchar contra la corriente y se abandonó, a la espera de lo que la diosa le reservase, y en ese instante acudió a su mente la imagen de Galaaz en medio de un fulgor incomprensible y absurdo, porque aún debía sumar su atención a la ayuda de la diosa con objeto de lograr librarse del vértigo húmedo que lo zarandeaba.
Más que dentro de su mente, le parecía ver al druida entre dos aguas, en una aparición que reproducía uno de los ritos que Galaaz seguía celebrando, aunque tenía que ser transportado en carretilla por su sirviente Lugaro. La escena era tan vívida como si se hubiera materializado. ¿Por qué la diosa le obligaba a contemplarla? Tenía que existir un significado.
Entonces, comprendió.
La madre Dana le ordenaba que se presentase ante Galaaz para ofrecerse como aprendiz de druida. Sí, era eso. La visión inducida por la diosa no podía tener otro sentido. Ella quería que renunciara al propósito de vivir entre los cristianos; debía permanecer entre los suyos, mantener su lealtad con el clan y convertirse en druida. Para esto lo había salvado ya dos veces de morir en el agua, que era la principal morada de la diosa.
Volvió a sentir un escalofrío, porque inmediatamente después de iluminar su pensamiento esa convicción, su hombro topó contra la orilla fangosa y en pocos instantes consiguió librarse de la corriente.
¿Cómo no había pensado antes en ello?
Galaaz era tan viejo, que no podía faltarle mucho para volver a ser tierra y limo.
Entonces, como si respondiese a una pregunta que no había pronunciado, el rumor del torrente se convirtió en la voz de la diosa para sus oídos:
-Preséntate a Galaaz.



13
Con el Sol de mediodía, el Castro de Santa Tecla exhibió tímidos visos optimistas que atemperaron los pensamientos sombríos del druida. Siempre se resistía a dejarse arrebatar el ánimo por emociones que no tuvieran fundamento en la razón, pero el espíritu era libre de agorar y sentir miedo, porque su discernimiento no siempre coincidía con el de la inteligencia. Suspiró; trataba de insuflarse a sí mismo esperanza para poder inspirársela a su bisnieta cuando la tuviera delante.
Miró hacia el punto donde la cascada granítica del castro parecía juntarse con el espejo del mar. Habiéndose despejado del todo la calima húmeda, el resol hacía relumbrar las piedras como si estuvieran compuestas de pequeñas gemas, y la misteriosa cabaña, cuyo constructor desconocían, pareció por un instante un monumento a la bienaventuranza alzado en medio de la decadencia de los muros circulares. Resultaban hermosos hasta los sillares desparramados y sacados de los muretes por los temporales y la ambición de algunos pobladores de la costa, que los empleaban como material de construcción de sus casas y ermitas. El otrora orgulloso castro milenario de los celtas penaba en la actualidad el triste e indigno sino de servir de cantera para gente con muy escasa sensibilidad.
-Creo que llegan vuestra bisnieta y Lugaro, señor –avisó Tito al druida, cuando la muchacha y el sirviente no habían salido todavía del bosque a campo abierto.
-Ya lo sé. Ella acude asustada, abrumada por la incertidumbre.
-Aún tan lejos, ¿podéis percibir todo eso, señor? –preguntó el bardo con un tinte de fingido asombro, aunque el druida creyó entrever ironía.
-Sabes que mis ojos son agudos, Tito, pero no hasta ese punto, los dioses me ayuden y socorran. Afirmo que Divea viene asustada y perpleja, porque me lo dictan la lógica y, sobre todo, la razón. Recuerda que conozco a mi bisnieta hace catorce años. Todos los que ha vivido hasta ahora.
Tito sonrió, cabeceando. A lo largo de su vida, y a pesar de su insobornable escepticismo, había presenciado infinidad de prodigios operados por Galaaz, pero éste se empeñaba en darles siempre una explicación racional, exenta de cualquier matiz portentoso. Siendo el druida encargado de realizar los milagros que favoreciesen al clan, Galaaz iba a morir sin reconocer los prodigios que operaba ni jactarse de los poderes que poseía, otorgados por la madre Dana y todos los dioses conocidos, junto a los que probablemente existían sin que los celtas lo supiesen.
Además del cesto donde transportaba la merienda, Divea portaba un esplendoroso manojo de lysimachias, lo que no formaba parte de cuanto le había encargado el druida por mediación del sirviente personal. Galaaz se preguntó el porqué de tomarse la molestia de acudir con unas plantas cuya principal virtud, aparte de la belleza de sus flores amarillas, era ayudar a cortar las hemorragias además de calmar las calenturas. Si había en el bosque un enfermo de quien él no tuviera noticia, lo lógico sería que Divea recolectase esas plantas cuando se dispusiera a regresar.
Al levantar la muchacha la cabeza tras la leve reverencia que hizo ante su bisabuelo, el bardo, situado casi detrás del druida, contempló el rostro adolescente iluminado de lleno por el Sol. Creía imposible que existiese en el mundo un rostro más hermoso. No era fácil encontrar parecido al color de sus ojos, pues unas veces parecían verdes y otras, azul casi violetas; la nariz era orgullosa, altiva, y tenía justo el tamaño que mejor se adecuaba al resto de los rasgos. El pelo castaño claro caía en catarata sobre sus hombros como si no necesitase ninguna otra ropa. Tito no había contemplado jamás una boca mejor dibujada ni que alegrase tanto el espíritu al sonreír.
El del bardo, ahora, se iluminaba de chiribitas haciéndole sentir como un adolescente que caminase a través de un vergel cubierto de flores hasta el infinito, y a pesar de ello no creía que fuese acertada su designación como futura druidesa.
-¿Por qué has recogido esas flores? –preguntó Galaaz.
-Lo ignoro –respondió Divea con embarazo-. He sentido que debía venir aquí con ellas, sólo se trata de eso.
-¿Has sentido en tu interior la orden de la diosa?
-Oh, no –la expresión de la hermosa muchacha la mostró escandalizada-. ¿Por qué se iba a ocupar de mí nuestra madre Dana?
El druida sonrió y asintió, como si se respondiera a sí mismo. Observó que Divea colocaba el ramo de flores sobre una piedra con cierta repulsión, como si mantenerlo en sus manos supusiera el reconocimiento de una orden sobrenatural que estaba segura de no haber recibido. Durante la ausencia de Lugaro, Galaaz había preparado el discurso pero la presencia del manojo de lysimachias le distrajo. Carraspeó un momento antes de decir:
-Querida Divea. Mira ese castro, que desde hace dos mil años ha sido el solar de nuestros antepasados. Observa cómo se está desmoronando sin que podamos hacer nada por impedirlo. Todos los días llegan hombres infames, venidos de la costa a llenar de sillares sus carretillas. A pesar del misterio de esa cabaña que ves ahí, que no sabemos quién la está construyendo, el castro es una ruina, un despojo donde todos creen que pueden rapiñar. Y lo que nos roban no son piedras únicamente, Divea; cada piedra que se llevan, transporta un retazo de nuestro espíritu, como si fueran matándonos poco a poco. Todo se ha conjurado contra nuestra civilización. Hace más de mil años que intentan aplastarnos y nos obligan a vivir sometidos a toda clase de penalidades. Pero hemos sobrevivido hasta ahora, aunque nuestra vida tenga que ser discreta y casi fundida con las sombras del bosque. Todo se ha conjurado contra nosotros, querida niña. Como hace muchos centenares de años que dejamos de sacrificar vidas humanas a nuestros dioses, debemos forzar el ingenio, a ver si encontramos el modo de contentar a Dana y todas las demás deidades. Estamos obligados a poner la ley, los ritos y las esencias celtas en manos jóvenes, en busca de un empuje que a Tito y a mí se nos ha agotado. Somos demasiado viejos, Divea, y no podemos permitir que nuestra cultura muera con nosotros. ¿Lo comprendes, querida mía?
-Sí, abuelo.
Buscaba una palabra que pudiera consolar al gran druida, pero seguramente no existía
MAÑANA, MÁS.

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