jueves, 4 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS, gratis los capítulos 2, 3, 4 y4



Tanto esta como las dos que ya publicado en mis blogs son novelas de las que la editorial me ha estafado los derechos, robándome 70.000 euros en cinco años,. Un delito que la Justicia penaliza muy levemente… por ahora, porque el Congreso de los Diputados está cambiando la ley.
Muy pronto, podrás leer toda mi obra inédita en mi web:
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A continuación os regalo cuatro capítulos donde ya se plantea el leit motiv de la trama. Os intrigará y emocionará.
2
La túnica era leve, semejante a un sayo carente de ampulosidad y sólo le cubría hasta media pierna, pero se enganchaba a las zarzas a cada paso, porque no era fácil desplazarse a través de la densa vegetación del alisar bajo la luz difusa de la semipenumbra permanente del bosque, luz casi eclipsada por la niebla. Para colmo, tenía que evitar que sus pies resbalaran en el musgo cada vez que un sobresalto la obligaba a dar un respingo. No eran los bramidos de las bestias lo que alteraba la concentración de Divea, sino otras clases de sonidos, como el gemido de los urogallos, que en ocasiones le parecían lamentos de personas sufrientes.
A pesar de todo, los ojos de Divea eran capaces de localizar las hierbas, que Galaaz le había encargado, entre los líquenes y las gotas copiosas que la niebla depositaba en las hojas, en las agujas de los pinos y en las flores. A lo largo del tronco de los árboles llegaban a ser hilillos de agua que caían mansamente hacia el manto de limo y los macizos de helechos que alfombraban el bosque, perdiéndose entre los hongos, las procesiones de hormigas, los escarabajos y los coloristas arbustos de rododendros recién florecidos. En algunos casos, más que encontrarlas parecía que las hierbas la encontrasen a ella, porque cuando pasaba de largo sin advertir la cercanía de una especie importante de la lista de Galaaz, algo en su interior se conmovía, como si un ser inmaterial la llamase desde otra dimensión y un impulso difícil de resistir la obligara a acercarse al rincón concreto donde tal especie abundaba, aunque ya lo hubiera dejado atrás. De cualquier modo, llevaba desde el comienzo de la exploración un ramito de xesta sujeto al pelo, porque esa planta de flores amarillas era un conjuro infalible contra los malos espíritus y una buena baza para favorecer la inspiración y el sentido común.
Según iba eligiendo y atando los pequeños haces, el cesto enganchado a su brazo izquierdo comenzaba a pesar mucho. Ella era tan fuerte como todos los miembros de su clan, gente robustecida por la Naturaleza que en el bosque era sustento y hogar, pero sólo tenía catorce años y ese cesto había sido trenzado para el brazo de un adulto. Sin embargo, no quería volver al mirador del castro, donde Galaaz pasaba la mayor parte de su tiempo, sin completar el pedido de su amado bisabuelo, y decidió seguir. Galaaz ya no era capaz de andar y el fiel Lugaro tenía que transportarlo en una carretilla que había construido con tablas de pino y tronquitos de aliso. No podía decepcionarle, a pesar de que las sombras crecían entre la maleza y la maraña de bejucos colgados de los árboles. El día iba decayendo entre tinieblas que comenzaban a parecerle corpóreas, como si seres amenazadores la acechasen embozados detrás de todos los troncos.
Debería sentir miedo; todas sus amigas se lo decían, admiradas de una intrepidez que sólo poseían quienes habían sido tocados por la diosa. A Divea le divertía esta suposición; ¿ella tocada por la diosa?; más valía creer que las serpientes volaban. Era una muchacha demasiado sencilla para creerse poseedora de ninguna clase de privilegio. Si la diosa considerase que tenía que tocar a alguien del clan, seguramente no sería ella en quien se fijara. Pero era verdad que no solía sentir miedo.
Un rumor no demasiado lejano puso todos sus sentidos alerta y le reveló que no había sido presa de alucinaciones al creer ver cuerpos difuminados por las brumas. Para asegurarse de encontrar hasta las hierbas más raras, había elegido una parte del bosque muy alejada de los caminos más frecuentados, pero los peregrinos de la cruz estaban trastornándolo todo. Abrir sendas diferentes de las seculares constituía para su pueblo un tabú que a nadie se le ocurría transgredir, mas para esos peregrinos cubiertos de toscos mantos oscuros no sólo era aceptable, sino su manera habitual de proceder. Si se descuidaba, iba a toparse con uno o varios de esos hombres siniestros y mal encarados que se abrían paso entre la maleza a golpes de machete.
Tal posibilidad era mucho más temible que verse cara a cara con las peores bestias del bosque. Siempre había conseguido salir airosa de sus encuentros con las alimañas; ningún lobo, onagro, uro ni oso la había atacado jamás, y se había encontrado con muchos, aunque tal vez no suficientemente cerca. Pero los peregrinos de la cruz maltrataban de modo atroz a las mujeres de su pueblo y algunas habían muerto quemadas en hogueras.
Tenía que alejarse de ese lugar.
Se adentró hacia una parte de la jungla donde nunca había estado antes. Aunque todo el paisaje era un cuadro impreciso de tonos desvaídos por la niebla, notó que ascendía una ladera. Inesperadamente, tuvo un presentimiento muy vivo, imposible de ignorar. Algo importante iba a ocurrir cuando coronase ese altozano; no podía imaginar el qué, pero la convicción creía conforme la senda se volvía más empinada. No sentía el menor temor, sino exaltación. Iba a encontrar un venero ignorado por el clan. La diosa se lo iba a revelar. La convicción era tan fuerte, que su pecho se dilató para abarcar la emoción.
Entonces, lo vio.
En realidad, fueron dos cosas extraordinarias las que vio al mismo tiempo. El manantial brotaba rumoroso de una boca invisible, porque estaba cubierta de helechos y hermosas flores; sobre una roca negra situada casi encima del chorro de agua fresca que manaba con abundancia, un oso de pelaje muy oscuro, el mayor que había visto jamás. Divea se detuvo, preguntándose qué le convenía hacer. Si huía, el oso podía alcanzarla en dos zancadas. Si lo miraba demasiado fijamente a los ojos, tal vez se enfurecería, lo que podía ser muy peligroso. Aunque nadie perteneciente a su clan lo hubiera padecido, sabía que un zarpazo de las fuertes garras de un oso podía rebanar el cuello de un hombre. Mucho más el suyo, tan frágil aún.
Pero si la diosa le había hecho descubrir el manantial, la madre Dana no podía encontrarse muy lejos; ese manantial debía de ser su morada y seguramente asistía a la escena; estaría mirándola al menos con indulgencia.
De improviso, ocurrió algo que permanecería mucho tiempo en su memoria, como si la escena se prolongase en el tiempo. El oso, que se encontraba erguido en el primer instante, agachó las patas delanteras no una, sino varias veces. De ser más crédula y fantasiosa, Divea hubiera podido suponer que se trataba de una especia de reverencia que el animal repetía para despejarle las dudas, como si quisiera dejar claro el homenaje. Pero no era posible. Tales cosas, si ocurrían, sólo podían sucederle a un druida o, acaso, a un bardo. En modo alguno iba a rendirse un animal ante ella como si descubriera en su frente un toque divino que no poseía. Ella no había recibido esa clase de distinción y jamás la recibiría.
Tenía la mente demasiado ocupada en calcular si iba a poder completar la recogida de plantas para su bisabuelo, como para comprender todas las cosas insólitas que el oso hizo a continuación.
Luego de repetir cuatro o cinco veces la postración sin dejar de mirarla a la cara, pareció dudar. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como si quisiera asegurarse de tener una vía de escape de algo que dio muestras de temer. Poco después, fijó su mirada en un punto situado a su derecha y cabeceó, como si asintiera. A continuación, repitió el ademán parecido a una postración y se giró suavemente para echar a andar en la dirección opuesta al punto donde Divea se encontraba.
La muchacha sintió un escalofrío. La escena iba a pervivir en su memoria con todos los detalles durante mucho tiempo, pero en ese momento prefería pensar en las hierbas que aún le faltaba recolectar antes de que la noche cerrase del todo.



3
-Otra vez nos falta un hombre, y por eso te vamos a aceptar de nuevo en el barco, Conall. Pero guárdate de hacer cosas raras, porque estaremos vigilándote. A la menor sospecha de que intentas hacer esas brujerías que dicen que hacen los tuyos, te machacaremos los huesos y te echaremos al agua para que mueras.
Rojo de rubor y con un sollozo bregando por emerger de su garganta, Conall agachó la cabeza y se dispuso a empujar hacia el agua el barco varado en la arena. Cuando sintió que flotaba, saltó ágilmente a bordo y ocupó su puesto en el tercer remo de babor. No volvió a levantar el mentón hundido contra su pecho. Siempre que le hacían esa clase de advertencias, e incluso cuando sólo se trataba de alusiones más o menos veladas, en su ánimo se mezclaba la turbación con la ira, las ganas de llorar con el impulso de matar a alguien. Si no hablaba ni gesticulaba, si lograba que olvidasen que ocupaba ese banco bogando con ese remo, tal vez no repitieran unas frases que le herían profundamente. Pasar inadvertido era su única posibilidad de sobrevivir entre la gente que tanto gustaba de cruces y hogueras.
Sus alusiones y mordacidades, y los riesgos innumerables que corría junto a ellos, eran preferibles al crepúsculo que oscurecía el mañana de la gente del bosque. Con sus burlas y suspicacias, con sus maldades y amenazas, los de la playa parecían vivos, resueltos a conquistar el futuro. Mientras tanto, el fatalismo se apoderaba de los celtas del bosque, aunque trataran de disimularlo con sonrisas compungidas y palabras grandilocuentes que habían perdido su significado hacía lo menos diez generaciones. No querían reconocerlo, pero todos sabían que habían perdido el futuro.
Cuando el timonel entonó la cantinela con que acompasaban los remos, Conall hizo la señal de la cruz a imitación de los demás. Notó a su derecha que el tercer remero de estribor reía sarcásticamente antes de decir:
-A ver si no nos alcanza el castigo por esa blasfemia.
-¿De qué hablas, Tomás? –preguntó el remero que iba delante.
-Los selvícolas no adoran a nuestros dioses Jesús y Yago. Ellos creen en ninfas del agua y otras supersticiones igual de infernales. Por lo tanto, el pagano que se persigne aun creyendo esas patrañas, seguro que abre cada día un poco más las compuertas por donde caerá hacia el infierno.
Oyéndole, todos volvieron a santiguarse, excepto Conall.
Éste nunca tenía claro a qué atenerse. Su afán de supervivencia le hacía suponer que tenía que imitar todo cuanto ellos hacían, pero si eso no bastaba, ¿entonces qué posibilidades le quedaban? Un joven como él, ambicioso y fuerte, ¿tenía otra salida que la de integrarse hasta fundirse con la gente de la playa?
El timonel era el más zaheridor de todos. Cuando fondeaban en un caladero, como ya no era necesaria la cantinela para acompasar los remos, solía hacer comentarios sobre todas las cosas y no paraba de hablar. Su trabajo era el menos esforzado de los nueve tripulantes, lo que debía de resultarle aburrido. Como si hubiera escuchado el pensamiento de Conall, dijo:
-Muchos selvícolas simulan aceptar a nuestros dioses Jesús y Yago, y tratan de vivir entre nosotros fingiendo ser buenos cristianos. Pero llevan la marca del diablo en la frente y a pesar de su hipocresía diabólica nunca renunciarán a sus habilidades malignas. El otro día, tuvimos que quemar a una vieja y a sus tres nietos.
Conall se estremeció.
-¿En qué la pillaron? –preguntó el más viejo de los remeros.
-Haciendo conjuros para que el más chico de los nietos sanara. El niño de tres años llevaba más de una semana con calentura y un vecino que la espiaba vio por una rendija de la choza que le daba un bebedizo y luego trazaba extraños signos sobre su frente, en invocación de esa diosa puta que los selvícolas adoran. Otro vecino, juró por sus hijos que desde que el nieto estaba malo había visto pasar tres veces a la santa compaña por delante de la choza, y vosotros sabéis demás que cuando pasa, se lleva lo que se le antoja sin ningún distingo. Primero, nos cubrimos de cruces de arriba abajo, pero al final no tuvimos otra salida que arrastrarla a la hoguera junto con los tres niños, para que la maldición divina no nos alcanzara a nosotros.
Mientras hablaban, Conall notó las miradas de reojo al tiempo que el sollozo de su garganta trataba de estallar. Ni aún integrándose y aceptando las costumbres de la gente de la playa se redimían los celtas de su incierto futuro. ¿Qué podía hacer?















4
El paisaje era espléndido, un hogar precioso que los dioses habían otorgado generosamente a su clan, pero esa tarde podía gozarlo sólo porque lo conocía de memoria.
El druida Galaaz contaba cerca de cien años, y aún así conservaba la visión más aguda de que hubiera noticia entre los habitantes del bosque. Su pueblo creía que era un don otorgado por la madre Dana, pero él sabía que se trataba sólo de buenos ojos, muy sanos y perspicaces, que siempre habían sido especiales y que toda su vida había cuidado con esmero utilizando las fórmulas que todo buen druida debía conocer. Le gustaba contemplar el mundo desde ese lugar, el viejo castro de los ancestros del pueblo celta que los invasores cristianos llamaban “Santa Tecla”. Hacía muchas generaciones que habían dejado de habitarlo, porque exiliarse a las profundidades del bosque era mucho más seguro dadas las circunstancias. Una especie de nostalgia atávica le inclinaba a pasar varias horas a diario en ese mirador privilegiado, desde donde el mar parecía cristal liso y el río, a su izquierda, era una formidable morada de la diosa. Ese día, la niebla había alzado un velo demasiado tupido, a través del cual veía más la imaginación que la mirada.
-Ved, señor –dijo Lugaro-. Alguien ha vuelto a construir una cabaña redonda.
-¿Estás seguro? La niebla lo tapa todo.
-Bueno, señor. No es que la vea… exactamente. Pero la vi esta mañana, cuando me mandasteis a recoger caléndulas, y sé que está ahí, en el primer muro circular de esta parte del castro. Ahora, si fuerzo la vista, creo que la veo. O su silueta, como una mancha gris en la muralla de niebla.
-¿Tienes idea de quién pueda haberla levantado?
-No, señor.
-¿Crees que será uno de los nuestros?
-Por la forma de construirla, yo diría que sí. Es una cabaña celta, sin duda; no es tosca ni retorcida como las de los cristianos de la playa, sino que su constructor ha seleccionado muy bien los troncos, todos iguales, y también las trancas para los remates. El techo de ramas y bálago es el más regular que he visto nunca.
-Porque has visto pocos, Lugaro. Cuando yo era niño ya no vivíamos habitualmente en el castro, pero muchos de los nuestros mantenían casas magníficas ocupando casi todos los círculos de piedra. Había dejado de ser seguro vivir permanentemente aquí, pero algunos celtas gustaban de pasar largas temporadas del verano frente a la majestuosidad de este paisaje.
-También esa costumbre ha muerto.
La voz del ayudante del druida sonó casi como un quejido. Galaaz suspiró antes de comentar:
-¿Sabes, Lugaro? Yo no estoy seguro del todo de que vivir camuflados en el bosque sea una vida honorable. Es como si nos avergonzáramos de ser lo que somos. En realidad, nos escondemos verdaderamente aunque nos cueste aceptarlo. Pero esta tierra es nuestra hace más de dos mil años. Resulta muy triste considerar que tenemos que ocultarnos ante unos recién llegados cuyas costumbres son tan bárbaras como su aspecto. Nos llaman brujos como si esa palabra fuese la peor de las ofensas, porque no conocen su significado ni la profundidad de la ciencia que entraña. Cuando me entero de que han agredido a una de nuestras mujeres con la cobardía con que ellos hacen tales barbaridades, el corazón me sangra, Lugaro, y aunque debería sentir compasión de su ignorancia, no lo consigo. Sus insultos y agresiones nos están empujando más y más a lo profundo del bosque, cada vez a lugares más inaccesibles.
-¿Deberíamos combatirlos?
Galaaz cabeceó de un modo que el criado no fue capaz de discernir si había asentido o negado.
-En el pasado –respondió Galaaz-, los demás pueblos nos consideraban a los celtas los guerreros más fieros del universo. Desde Galacia a Hibernia, desde Valaquia a Galia, desde Helvecia a Hiperbórea, hemos tenido fama de feroces. Pero ahora y aquí no estamos en condiciones de combatir. Nuestra única posibilidad de sobrevivir en esta tierra es la discreción en la que nuestro clan lleva varios siglos aposentado. Nos están exterminando, Lugaro, y la diosa no me da respuestas claras de qué debo hacer. Presiento que está muy enojada conmigo, porque aún no he comenzado a instruir a mi sucesor.
-¿Ya habéis elegido uno?
-Ese es el problema, Lugaro. ¿A quién crees tú que podría elegir en las circunstancias que vivimos? Hay pocos jóvenes con nosotros. Los niños demasiado niños no pueden ser iniciados y los viejos demasiado viejos no son capaces de superar la iniciación.
El sirviente se encogió de hombros con desaliento.
Realmente, se trataba de una elección muy difícil. Era verdad que el poblado celta camuflado con el bosque permanecía habitado mayoritariamente por viejos y niños. Muchos hombres jóvenes estaban desertando no sólo del lugar, sino también de su cultura y costumbres. Se disfrazaban con las vestimentas pardas de los invasores, trataban de difuminarse entre los prósperos y crecientes poblados cristianos, que se multiplicaban de año en año. De temporada en temporada disminuía la edad a la que los muchachos celtas desertaban del clan.
-Cada vez huyen más jóvenes, Lugaro. Ahí tienes a Conall, que dicen que ya, a los dieciséis años, quiere abandonarnos. ¿Cómo voy a elegir a un aprendiz de druida que antes de acabar su formación pudiera desaparecer? Cuando mi abuelo me eligió a mí, había una generación de jóvenes soñando con ser druidas. Todavía cuando nuestro buen Tito alcanzó su categoría de bardo, eran muy numerosos los jóvenes aspirantes. Ahora, sin embargo, la elección es difícil no por la abundancia de aspirantes, sino porque nadie aspira ya a este inmenso honor.
-¿Cómo hemos llegado a esta situación, señor?
-Hace mil años que nos sentenciaron, Lugaro. Habíamos convivido a lo ancho y largo de Europa con culturas innumerables sin dejar de ser nosotros mismos en todo el continente, conservando nuestros dioses, nuestro modo de vivir y nuestra lengua. Pero el Imperio Romano odiaba las diferencias. No solamente trataba de someter a los pueblos, sino que pretendía que todos se convirtieran en romanos. Y lo consiguieron, Lugaro. Llevaron su afán uniformador al máximo del paroxismo, porque la única alternativa que ofrecían era el exterminio. O te convertías en romano o te masacraban. Con nosotros no pudieron en media Hispania, en la Galia profunda, en Hibernia y en otros lugares diseminados por lo más recóndito de los bosques de todo el continente y, como consecuencia, somos verdaderos espectros. Y desde el hundimiento del Imperio Romano, los vencedores que lo combatían han acabado adoptando su mismo proceder. Hemos podido sobrevivir al precio de ser casi invisibles y de quedar incomunicados los clanes, sin apenas noticias los unos de los otros. Durante mi iniciación, recorrí como sabes gran parte de la Hispania y, como recordarás, encontramos muy pocos clanes que, además, resultaban a veces irreconocibles de tanto como habían mimetizado a los pueblos hostiles que los acosaban.
-Señor…
Galaaz llevaba todo el día notando que su fiel sirviente quería decirle algo sin acabar de decidirse.
-Dime, Lugaro. Aquí nadie te va a oír y si lo que dices no me gusta, yo fingiré no haberlo escuchado.
-Es que… esta mañana, cuando mandabais a vuestra nieta Divea…
-No es mi nieta. Es hija de mi nieta.
-Perdonad, señor, mi equivocación, pero ya sabéis que el clan suele llamarla vuestra “nieta”. Pues bien, cuando mandabais a Divea en busca de hierbas, notando su aplicación para nombrarlas sin error, enumerarlas y establecer el plan y las prioridades de recolección, se me ocurrió preguntarme si…
-Habla de una vez, Lugaro. Comienzas a enojarme con tus vacilaciones.
-¿No os parece que Divea sería la mejor cualificada para convertirse en druidesa del clan, señor?
Galaaz sintió que subía a sus pómulos algo de rubor. La idea de instruir a Divea le había asaltado últimamente con frecuencia. Más por el parentesco y juventud que por el hecho de ser mujer, venía desechando ese pensamiento que cada día era más insistente. Había que iniciar la formación druídica muy pronto, antes de que la demencia transitoria de la adolescencia pervirtiera el toque de la diosa de modo irremediable. Divea se encontraba justo en esa frontera, pero él estaba obligado a resistir el impulso de pensar en esa hermosa muchacha como sucesora. De un lado, temía mostrar ante su pueblo un favoritismo hacia su familia que nadie había practicado jamás entre los celtas. Por otro lado, una de las reglas para la designación de alumnos druídicos exigía tener en cuenta la armonía o desarmonía de los tres seres de cada individuo, consistentes en lo que cada uno opinaba de sí mismo, lo que opinaban los demás y lo que en el fondo de su espíritu era en realidad. ¿Cómo podía conciliar el ser de la opinión del clan con el de la visión que Divea tenía de sí misma y lo que pudiera ser en esencia, cuestión que él aún no había entrado a dilucidar? Era la diosa quien tocaba la frente del elegido y los celtas sólo tenían que descubrir el signo y acatarlo. Pero ¿y si no había descubierto todavía la esencia verdadera de Divea, y su toque divino, precisamente porque la muchacha era sangre de su sangre y sólo tenía catorce años? Catorce años, una edad a la que él llevaba ya varios preparándose, porque el clan en pleno descubrió el signo en su frente cuando sólo contaba cuatro. Por seriedad, rigor, laboriosidad, carisma y disposición, Divea merecía el honor. Y en resumidas cuentas, no había dudas de que en su clan era la persona que mejor conocía los rudimentos físicos del druidismo.
-¿Hablas en serio, Lugaro? –preguntó Galaaz, sinceramente confuso- ¿Sabes a lo que yo me arriesgaría si favoreciera a un pariente mío sin merecerlo?
-Ella posee el toque, señor. Vos, que sois el más capacitado para descubrirlo, no queréis verlo porque es vuestra… bisnieta. Pero hace casi un año que se comenta en el bosque que Divea ha sido tocada por la diosa. Algunas de sus amigas cuentan cosas que sólo pueden significar eso.
-¿Qué cosas, Lugaro?
-Los animales no temen su mirada, señor. Las bestias la rehuyen o se amansan y postran ante ella. Todas las muchachas lo comentan con pasmo. Hace poco, el bardo Tito comentó que se dan en ella las tres claves del conocimiento: saber, osar y callar. Sabe mucho, como comprobé esta mañana cuando relacionaba las especies de vuestro encargo; es valiente, pues se asegura que no teme ni a lo más recóndito y oscuro del bosque; y, como todos sabemos sobradamente, es tan discreta y firme como los robles milenarios. Tal vez nos ciega su hermosura, que de tanto deslumbrarnos nos impide ver la luz que refulge en su pecho, señor.
Galaaz apretó los labios. Formar a un druida tomaba antaño más de quince años, pero Divea llevaba toda su vida en contacto con las nociones fundamentales del druidismo. Era posible que la muchacha hubiera desarrollado facultades sin él apreciarlo y que, gracias a la modestia de su carácter, se hubiera guardado muy bien de vanagloriarse. Pero al druida no le estaba permitido pasar por alto cuestiones tan graves como el toque de la diosa. ¿Había omitido apreciar lo que tenía dentro de su propia casa? ¿Estarían perdiendo agudeza sus ojos?















5
Los últimos cinco días, Conall apenas había encontrado dificultades entre sus compañeros en el barco. Ninguna indirecta ni alusiones, ni una sola mirada aviesa. Su método para conseguirlo había sido camuflarse en la faena, y tratar de resultar invisible con el silencio y la modestia. Tan efectivo había sido el eclipse, que los últimos dos días ni siquiera el timonel le había zaherido.
Estaban viviendo jornadas muy duras, agotadoras. Desde que sus dioses Yago y Jesús bendijeron a los marineros con un amanecer despejado, se estaban resarciendo de cuanto no habían podido pescar mientras la niebla les distanciaba del mundo y sus puntos de referencia. A partir del momento que alboreó un cielo con el color de las flores de espliego, no habían parado de recobrar redes repletas a reventar. Para izarlas fueron necesarios esfuerzos sobrehumanos, y cuando las fuerzas flaqueaban, únicamente les permitía continuar faenando la alegría del alboroto plateado del coleteo de los peces al vaciar cada arte en el barco. Les impulsaba un aliento proveniente mucho más de la ambición y la rabia que de la fuerza de sus brazos.
A pesar de sus dieciséis años, Conall se suponía más fuerte que casi todos los demás marineros, pues resistía el esfuerzo mejor que ellos. Aún así estaba derrengado, con las manos sangrándole por múltiples sajaduras. Por esa razón, antes de salir la sexta madrugada de su casa hurgó entre los frasquitos de elixires reconstituyentes que su madre preparaba, en busca de uno que pudiera servir para quien, como él, todavía no había alcanzado la edad adulta. Eligió el de color verdoso, aunque no estaba demasiado decidido a llegar a tomarlo, porque se trataba de un elixir poderoso. No era el más energizante de todos, pues existía otro cuya fórmula sólo conocía el gran druida Galaaz, que era incomparablemente más efectivo porque convertía a cualquier hombre adulto en algo parecido a un titán durante unas horas o acaso un día completo. Pero el frasquito lleno de hierbas maceradas que elaboraba su madre eliminaba el cansancio en pocos instantes.
¿Podía tomarlo sin sufrir efectos indeseables?
Decidió aplazar la determinación hasta ver si ese día el cansancio lo abatía demasiado en el barco. Si por los sudores de la faena llegaba a sentirse exhausto, lo tomaría con cuidado de que los marineros no se dieran cuenta.
La jornada discurría con los mismos ritmos y azares de los cinco días anteriores, hasta el momento en que Conall sintió que podía desfallecer. Permaneció mucho rato atento a su mejor oportunidad de llevarse el frasco a los labios sin que nadie pudiera sorprenderlo.
Entre tanto, el agotamiento general iba siendo más y más penoso; ríos de sudor corrían por todos los rostros y brazos y la tripulación entera bufaba entre jadeos, casi estertores, y parecían a punto de desfallecer. Apenas tenían tiempo de tomarse un respiro, pero Conall decidió aprovechar la primera fugacísima pausa que se le presentó. Acababan de recobrar una de las redes, tan repleta como las demás, y a continuación los remeros debían mover el barco unas pocas brazas hasta la próxima red, marcada con un tocón de árbol a modo de baliza. En el breve instante de fondear y antes de alzarse para ayudar en la recogida, Conall giró la cabeza hacia el agua como si estuviera a punto de vomitar y, simultáneamente, palpó a ciegas su pecho para coger y destapar el frasquito que llevaba colgado del cuello, y se lo llevó a los labios.
Creía haber sido tan rápido y reservado como se había propuesto, pero algo en sus movimientos debió de alertar a sus compañeros. En el instante que sorbía con avidez el contenido del frasco, sintió que uno de ellos le golpeaba ferozmente con el remo en la espalda, casi en la nuca, al tiempo que gritaba:
-Brujo infernal, que ya te veía yo venir.
Siguió una barahúnda de voces y patadas, y un despiadado apaleamiento propinado al unísono por los seis remos, hasta que el joven celta se desvaneció y quedó encogido como un guiñapo ensangrentado, derrumbado entre las banquetas de los remeros.
-Ha muerto… -dijo uno de ellos con voz trémula.
-No te angusties –aconsejó el timonel-, porque acabamos de hacer una de las obras de caridad que nos manda la Santa Madre Iglesia. Hemos librado a la cristiandad de un servidor de Satanás, un hechicero infernal que seguramente fue el responsable de que pasáramos tantos días de niebla y sin pescar. Nuestro señor Yago nos premiará en el cielo por haber salvado al mundo de este demonio del bosque.
Todos asintieron y a causa de la repugnancia, y por el temor a tocar un cuerpo contaminado por el azufre y las miasmas del infierno, juntaron las palas de los seis remos para alzar el cuerpo de Conall y lanzarlo al agua.

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