lunes, 29 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Seis capítulos más, gratis.


Ya en la isla de Anglia, los peregrinos se enfrentan a situaciones peligrosas e inesperadas. Van en pos del reino de Morgana, pero empiezan a tropezar más de la cuenta.
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61
A pesar de la vivacidad que sustituyó en seguida a la tétrica circunspección del conato de sacrificio, el bosque de Boca Oscura tenía el aire cansino de la desesperanza. No abundaban las flores tanto como en Brocelandia, el ánimo de la gente también lucía mustio y gris, y daba la impresión de que no se atrevieran a reír a carcajadas, como si permanecieran a la expectativa de algo horroroso que les acechaba.
Por ello, la comida que organizaron tras desmontar las cuatro piras fue la menos vistosa de cuantas habían agasajado a Divea y sus compañeros a lo largo del viaje. Tal como se hacía en Santa Tecla, los hombres del druida Goibniu improvisaron un nementone con toscas piedras en el centro de ese espacio mugriento, profanado por las deposiciones de niños, cabras, gallinas, caballos y perros.
El druida celebró un rito breve antes de ofrecerles alimentos.
-Hemos de llegar al gran nementone de piedra antes de que anochezca –dijo Divea cuando dieron por finalizada la frugal comida.
-Llegaréis a tiempo, no te apures –dijo Goibniu-. Os bastará que salgáis cuando el Sol comience a declinar, pocos instantes después de llegar a su morada más alta. Pero no vamos a dejaros ir solos, porque esta tierra está mucho más llena de peligros que cualquier otro país celta del que hayáis oído hablar. Aunque parecen celtas en su naturaleza y tiene casi nuestro mismo origen, los invasores sajones demuestran odiarnos tanto como, antaño, los romanos. Están arrasando todos los clanes que encuentran desprevenidos y por eso hemos tenido que organizar defensas sutiles, fundirnos con el paisaje y convertirnos en comediantes simuladores. Y no creáis que eso es lo peor. Hay clanes que han adoptado a los dioses cristianos y hasta construyen templos de piedra en su honor, aunque mantengan secretamente nuestras costumbres ancestrales. Éstos son los peores enemigos de los celtas verdaderos, porque no hay peores fanáticos que los conversos, como sin duda sabéis. Desde que llegaron los sajones, Anglia vive edades oscuras, porque antes los celtas éramos respetados o, por lo menos, tolerados por los demás pueblos de estas islas, mas a partir de la invasión sajona, hace ya cinco siglos, no han parado de acosarnos y empujarnos más y más al secreto y la ocultación. Ya nadie puede estar seguro de nada, ni cuando ves a gente que empuña la cruz ni cuando ves venerar los símbolos celtas. La traición y la mentira nos envuelven en un laberinto que no tiene salida.
-¡Qué diferente del tiempo de Caracatus –exclamó Fomoré- y cuánta semejanza, sin embargo!
Todos giraron la cabeza hacia él. Divea y los demás compañeros del grupo con perplejidad, porque no conocían ese nombre; los naturales de Boca Oscura, con expresión que denotaba sorpresa y júbilo. Y hasta cierta incredulidad agradecida porque un extranjero conociera esa parte tan venerable de su historia.
-¿Qué sabes tú de Caracatus? –preguntó Goibniu, maravillado.
-Es como nuestro Viriato –respondió Fomoré, mirando a Divea y Conall-, y también parecido al héroe de los galos, Vercingetorix.
-Así es –afirmó Goibniu-. Son personajes celtas reales, no mitológicos; hombres de carne y hueso que han vivido entre nosotros y que nadie se ha inventado, y sin embargo sus historias son casi calcadas las unas de las otras, como si los dioses los hubieran señalado para convertirlos en ejemplos.
-Yo creo que ello se debe al patrón de conducta del Imperio Romano –opinó Fomoré, en torno a cuya cabeza brillaba en ese momento un halo inconcreto que no era luz, sino fuerza-. Cuando el imperio no lograba vencer en las guerras, urdía intrigas perversas para que sus enemigos se destruyeran a sí mismos mediante la traición y el engaño. “Divide y vencerás”, decían. Un truco que los peores poderes imperialistas han aplicado con perfidia desde entonces.
El druida Goibniu miró a Fomoré con una expresión mezcla de curiosidad y pasmo.
-¿Quién eres tú? –le preguntó.
Fomoré agachó la cabeza. Salvo Divea, los compañeros del grupo lo observaron con expectación. Conall recordó con desasosiego la escena que había sorprendido de noche en aquel riachuelo de la Armórica, cuando lanzó flores al agua tras un rito demasiado elaborado para habérselo inventado. ¿Qué ocultaría ese hombre que, atrayendo miradas tan apreciativas de las mujeres, se comportaba como un asceta? Siempre retraído, siempre serio; colaborador y amable con sus compañeros pero celoso de su privacidad y nada locuaz a la hora de hablar de sí mismo. El aprendiz de bardo se reprochó estar postergando demasiado la realización del proyecto, para el que resultaba indispensable ir librándose de testigos incómodos como ese hombre tan extraño, antes de poder suplantar a Divea con éxito.
Con un propósito muy evidente de hacer olvidar la interrogación del druida, la futura druidesa preguntó:
-¿Son realmente tan semejantes las historias de esos tres héroes?
-Yo no conozco todos los detalles referidos a Viriato y Vercingetorix –respondió Goibniu.
-Yo sí –afirmó Fomoré con la voz quebrada por algo que taponaba su garganta-. Había un bardo en mi clan que se preciaba de conocer a la perfección las biografías de los cincuenta héroes de Celtia. ¡Cuántas noches he soñado con nombres como Cuchulain, Artus, Perceval o Vercingetorix! El drama de Caracatus posee los mismos elementos, en general, de los de Vercingetorix y Viriato, a excepción de su modo de morir. También él hizo rabiar a las huestes romanas atacándolas con sus hombres como las moscas al frente de clanes como los ordovices y los silures, con tácticas de guerrilla que volvían locos a los cónsules imperiales. Y también, como hicieron con nuestro Viriato y con el héroe galo, corrompieron los romanos a sus aliados para que lo traicionasen. Como Vercingetorix, Caracatus fue llevado a Roma, donde trataron de humillarlo y arrastrarlo por la desdicha, pero no lo mataron, como reconocimiento de su gallardía imbatible. Caracatus sobrevivió muchos años viviendo como un romano en los aledaños de la capital. Pero esto no deshonra su memoria, en mi opinión, porque él nunca abjuró de su condición ni de su gente.
La expresión de Goibniu era de gran complacencia.
-¿Quién eres tú, Fomoré? –volvió a preguntar.
-Soy quien no quiero ser –respondió Fomoré sin resolver el enigma.
Divea acudió en su auxilio:
-¿No deberíamos partir?
-Voy a dar las órdenes –respondió Goibniu-. Voy a organizaros una guardia que podrá ser tomada por sajona, porque hemos de protegeros de las desdichas que los sajones siembran por doquier. No sería capaz de describir en todo su horror las hecatombes que provocan en el centro y el norte de Anglia, pero sí puedo proteger a una druidesa que estoy convencido de que ha de maravillar al mundo. Dices, Divea, que una vez que cumplas el rito del solsticio te propones buscar a Morgana, ¿no es así?
-Es lo que Partholon me ordenó.
-Pues te regalaré tres consejos, aunque estoy convencido de que si llegaras a encontrarla, Morgana jamás compartirá contigo su saber. Pero dudo que puedas llegar a ella, porque tratarán de matarte las cohortes de bestias y los hombres sin rostro que protegen su reino subterráneo. Mas si a pesar de todo lograses llegar a estar en su presencia, estoy convencido de que te odiará por tu belleza sobrenatural, por tu saber sorprendente y por tu exquisita prudencia. Ante Morgana, deberías parecer fea, iletrada y boba. Mis tres consejos son estos: Acopia todo el saber que consigas en lo que te resta de viaje, porque el saber es poder. Desarrolla tu capacidad de ser osada calculando, al mismo tiempo, el límite donde el riesgo se convierte en mortal. Haz que ni tu boca ni tus ojos, ni tus manos, desvelen los secretos que ningún druida debe compartir.
-Gracias –murmuró Divea con la cabeza inclinada ante el druida.
-Ya está preparada la guardia que te protegerá y te conducirá al gran nementone de piedra. Recibe esta joya como recuerdo y homenaje, pues en ella invoco el poder de todos los dioses para tu protección.
Goibniu depositó en las manos de Divea un hermoso torques de plata maciza, cuyo cuerpo había sido trabajado primorosamente con grabados. La abertura estaba rematada por dos cabezas de lobo enfrentadas. Era el objeto más valioso que jamás había poseído. Forzando su elasticidad para que se abriese un poco más, se lo puso en el cuello con un vago sentimiento de incredulidad por que algo tan bello pudiera pertenecerle para siempre. Goigniu sonrió y dijo:
-Ruego a la madre Dana que guíe tus pasos y te permita culminar con éxito la aventura y el viaje.
Tardaron poco en volver a salir a un paisaje ondulado de prados verdes y los seis suspiraron con alivio. Todos inspiraron profundamente, con la sensación de que se libraban de un aire lleno de miasmas letales.













62
Llegaron sin tropiezos ante el gran nementone de piedra. Les decepcionó el paisaje, que aunque verde, era como un páramo para la percepción de un celta, pues no había ni un solo árbol a la vista. En cambio, la visión del monumento de piedra los dejó a todos boquiabiertos. Atónitos, dieron en silencio varias vueltas alrededor para convencerse de que los monolitos grises de piedra arenisca eran verdaderos y no una invención de sus mentes hechizadas por el sortilegio de un mago que pretendiera confundirles, tan inmensos e impresionantes eran. Todos llegaron al convencimiento de era imposible que cuanto veían fuese obra de seres humanos.
Más grande que cualquier nementone de los que conocían, el conjunto se alzaba en una suave elevación dominando la extensa llanura circundante. El monumento mismo, con apariencia de templo, estaba constituido por grandes monolitos desbastados, ordenados en un círculo de portales iguales a excepción del que apuntaba al nordeste, que era bastante más ancho. Alrededor, habían excavado una zanja y alzado un terraplén. En torno a esa zanja, y formando un anillo mayor, había cincuenta hoyos, todos ellos también redondos.
Cuando traspusieron los tres círculos, encontraron dentro del formado por los monolitos otro círculo de piedras mucho más pequeñas y una construcción interior con forma de herradura. Los monolitos grandes estaban coronados en su mayoría por piedras muy bien cortadas y regulares, sumando un total de treinta, que formaban dinteles unos al lado de los otros. Algunos de ellos habían caído al suelo, daba la impresión de que por obra de asaltantes y no por cataclismos. Todo era tan colosal y armónico, que los seis visitantes fueron incapaces de imaginar el significado del monumento ni quién podía haberlo ideado y erigido, como no fueran los propios dioses.
Las piedras del círculo interior eran color azul, y menos pulidas que las grandes. Parecía un añadido efectuado por constructores diferentes y, desde luego, más torpes, porque ninguna había sido desbastada ni pulimentada.
Comenzaba a caer la noche, y las brumas crecientes añadían misterio al arcano inexplicable que suponía el nementone para todos ellos, inclusive para los celtas de Boca Oscura, que no lo veían por primera vez pero se mostraban igual de reverentes. A los seis miembros del grupo, sobre todo Conall y Divea, les hacía enmudecer.
-Esto no lo han hecho los hombres –afirmó Dagda.
-Pero es un nementone celta, sin ninguna duda –opinó Nuadú.
-Tendríamos que poseer mejor información del pasado y mayores conocimientos de los que tenemos –aseguró Brigit-, para determinar qué fue primero. Realmente, esta maravilla es un nementone, pero sería muy interesante averiguar si los celtas no habremos construido nuestros lugares de culto en imitación de éste.
-Pudiera ser –dijo suavemente Fomoré-. Porque ninguna de nuestras tradiciones habla de los constructores de este sitio; todas afirman con rotundidad que es un regalo que nos hicieron los propios dioses, antes de echarnos a andar a los humanos por el mundo. Entre los demás pueblos, hay quien afirma que lo hicieron unos hombres llegados del centro del océano, procedentes de un reino que la mar se tragó, hombres muy sabios y capaces de dominar fuerzas que los actuales hemos olvidado, pero yo me niego a creerlo. Ved esas piedras que, por su tamaño, ningún ser humano ha podido traer aquí ni levantar en pie, y fijaos en los números que suman y su significación. Hay cincuenta hoyos en el perímetro exterior y había originalmente treinta dinteles en el círculo principal. Si partimos cada luna en sus cuartos: creciente, llena, menguante y nueva, encontraremos que hay cincuenta cuartos lunares en un año. De igual modo, son cincuenta los héroes que las tradiciones nos han legado a los celtas y treinta son los días que dura una luna. Si multiplicamos cincuenta por nuestro número sagrado, el siete, nos topamos con la cifra mágica del tránsito anual del Sol. Lo que es, es. Nadie puede dudar de que lo que vemos no es otra cosa que un regalo de los dioses.
Todos escuchaban a Fomoré con sobrecogimiento.
-Están encendiendo hogueras –murmuró Divea como si despertase de un sueño- que podrían ser avistadas desde muy lejos. ¿No será arriesgado?
Efectivamente, los hombres de Boca Oscura que les servían de escolta habían apilado hojarasca y leña menuda en los cincuenta hoyos y estaban prendiéndoles fuego.
-Confiemos en ellos –sugirió Fomoré-. Ésta es su tierra y supongo que deben de saber lo que se hacen y a qué se exponen.
-No hay peligro –afirmó Brigit tras un momento de concentración-. Por alguna razón que no logro adivinar, sé que estos fuegos no pueden ser vistos por nadie que se encuentre a más de cien pasos de distancia.
-Será por la configuración del terreno y la forma de ese terraplén –indicó Divea-. Todo parece tener aquí significados desconocidos y efectos sorprendentes. Ahora, hemos de descansar, para despertar antes de que el sol lo haga.
Acurrucados los unos contra los otros para soportar mejor el relente, intentaron dormir pero no lo consiguieron. Sabían que les sería dado contemplar un prodigio al amanecer y la espera de un acontecimiento tan especial les quitó el sueño. No así a los guerreros de la escolta, que dormían casi todos profundamente al lado de los rescoldos de los fuegos que habían encendido, a excepción de tres que permanecían de guardia.
Despiertos, aunque sin sentir cansancio ni molestias, los seis permanecían en silencio, y sólo Conall tenía ganas de hacer preguntas, que callaba porque presentía que su curiosidad podía desvelar no sólo unas inquietudes que no debía exteriorizar, sino, también, la sacrílega esencia misma de lo que bullía en su espíritu desde el comienzo del viaje. Una de las frases pronunciadas por Fomoré esa tarde se le había enquistado en el pensamiento: “soy quien no quiero ser”. Un enigma, sin duda, pero del que Divea parecía conocer la solución, porque había notado la presteza con que desviaba la conversación a fin de que nadie, y sobre todo Goibniu, continuase con esa clase de preguntas. ¿Qué ocultaba Fomoré y qué sabía de ello Divea? Preguntárselo a sí mismo le producía un malestar casi físico. Volvió a su mente la idea perturbadora que le rondaba hacía varios días: si todas las mujeres se deslumbraban con los innegables atractivos físicos de Fomoré, ¿qué podía estar frenándolo de actuar como lo haría cualquier hombre?
Todos tenían grandes cúmulos de preguntas, dudas y expectativas en sus ánimos, por lo que hablaron muy poco a lo largo de la noche y ni aún así consiguieron dormir, y por ello notaron que iba a comenzar la opalescencia del alba.
-Amanecerá dentro de poco –avisó Brigit.
-Preparemos la ceremonia –dispuso Divea.
Los seis se pusieron de pie. Tomaron las vestiduras blancas del hato transportado en la carreta y se despojaron de las túnicas pardas sin recatarse los unos de los otros, porque no disponían de tiempo y, sobre todo, porque ya no sentían pudor entre sí. Plateada de través por la sobrenatural luz del alba, Divea admiró la desnudez perfecta de Fomoré con un sentimiento de confusión, convencida de que no podía haber existido jamás un cuerpo más hermoso de varón y preguntándose por qué sus ojos continuaban recreándose cuando la razón le exigía apartarlos de él. Conall admiró la sensual desnudez de Brigit, mientras se preguntaba qué estaba ocurriendo en su vientre y su pecho para que la voluptuosidad de ese cuerpo le turbase tanto, al contrario de la etérea desnudez adolescente de Divea, que sólo le hacía pensar en una ondina favorecida por la diosa. Naudú y Dagda contemplaron con mucha nostalgia, y al unísono, la desnudez de Conall, un cuerpo fuerte, de hombros anchos, brazos llenos de relieves y con el talle muy esbelto, y la sombra del incipiente vello dorado por todo el pecho, los brazos y las piernas, vello que habría de ser muy abundante en el futuro. Por su parte, Fomoré permaneció con los ojos cerrados, los párpados apretados y la cabeza hundida sobre su pecho el tiempo que le tomó quitarse el sayo y ponerse la túnica blanca. A todos les dio la impresión de que recitaba una plegaria, aunque sus labios no se movían.
En la gris espesura del bosque de Boca Oscura no abundaba el color y se habían visto obligados a elaborar las coronas con bastas flores de centaura sin acabar de abrirse; los racimos contenían capullos en su mayor parte, pues todo renacía en Anglia más tarde que en la Armórica y mucho más que en Hispania, y hasta el muérdago de robles parecía más pardusco. Divea recordaba que en las cercanías del castro de Santa Tecla las centauras coloreaban el campo bastante más pronto, al menos una luna antes del solsticio de verano.
Se vistieron deprisa, urgidos no sólo porque Brigit se mostraba muy impaciente, sino, sobre todo, por la rapidez con que se acercaba el amanecer. Formaron con las manos entrelazadas un círculo en el centro del nementone, Conall y Fomoré frente a frente, Divea a la derecha de Fomoré y junto a Brigit, y las dos sacerdotisas astures a la derecha de Conall, que entonó una hermosa canción de saludo al Sol que le había enseñado Goiniu, el druida de Brocelandia; al principio cantó con inseguridad, pero poco a poco su voz fue dominando los tonos y las desafinaciones dieron paso a una armonía de la que él fue el primero en asombrarse.
Emocionados con intensidad inesperada, comenzaron a balancearse a un lado y otro al compás de la música de Conall, levemente, sin soltarse las manos, mientras Divea sumaba su voz a la del aprendiz de bardo para invocar la protección y la iluminación de la madre Dana. Los seis sentían que nada era igual que en cualquier otro de los nementones donde habían celebrado ritos. Ahora, notaban en la frente el soplo de algún dios desconocido a quien no lograban poner nombre; sus pies descalzos recibían del suelo descargas estimuladoras, como ondas de un agua invisible que los acariciaran. Los seis ingresaron en un estado que ninguno había experimentado antes ni siquiera celebrando el mismo rito del círculo divino. Las manos se comunicaban entre sí calor y afecto sin mediar la voluntad de ninguno, y por ello sintieron los seis, sin exclusión, que su futuro no podría desligarse jamás de los otros cinco.
Cuando creían que levitaban en el aire, Conall entonó, ahora con seguridad mucho mayor, un poema sencillo, el último que le había enseñado el bardo armórico:
“Entre la Tierra y el cielo
el Sol es el único nudo”.
-Ya llega –alertó Divea, interrumpiendo a Conall, y fue como si su aviso despabilara a los demás, que se sobresaltaron igual que al despertar abruptamente de un sueño.
En lo que pareció la concesión de una licencia, la futura druidesa señaló con la mano a Fomoré, que murmuró:
-Tenemos que permanecer muy juntos, lo más en el centro del nementone que podamos, tratando de no pensar más que en la bondad de los dioses. Hay que mirar hacia aquella piedra.
Señalaba uno de los monolitos grises, que tenía en su cúspide una forma particular. Con la mirada fija en ese punto, permanecieron sólo unos instantes mudos, inmóviles y sin apenas pestañear. La claridad fue aumentando y, de repente, apareció una pequeña franja luminosa posada encima de la piedra; esa franja creció poco a poco hasta que tuvieron que apartar la vista para que no les hiriese el fulgor. Con una precisión que no podía ser casual, el Sol había surgido exactamente por el punto en que esa piedra y el horizonte se alineaban del todo para sus ojos.
-¡Cuánta ciencia poseían! –murmuró Divea.
Las tres mujeres asintieron. Fomoré apretó los párpados como si quisiera ocultar sus sentimientos. Por su parte, Conall se preguntó cómo iba a acercarse al cumplimiento de su ambición, con las novedades que sentía operarse en su interior. Divea buscaba en cuanto había aprendido hasta ese momento una explicación para lo que acababa de experimentar; llevaba toda la vida negándose a reconocer que ningún dios ni, mucho menos, la madre Dana, hubiera posado un dedo en su frente, y ahora, en los fugaces momentos transcurridos desde que apareciera la franja de luz hasta que se convirtió en cegadora, estaba convencida de haber visitado por un instante la morada de los dioses. ¿Sería un mal presagio? Buscó la respuesta en los ojos de Brigit, pero ésta los mantenía fuertemente cerrados mientras componía una expresión inextricable.






63
Por enésima vez, Fergus acechó con gran concentración el punto por donde se habían marchado los seis dos días y medio antes. La preocupación le acogotaba. A la izquierda de la playa, acababa de ver asomarse sobre un acantilado a dos jinetes cubiertos casi por completo de metal reluciente. Primero, le maravilló y le llenó de incredulidad que los caballos pudieran soportar tanto peso. Después, llegó a la conclusión de que esa abundancia de metal tendría que servir para defenderse; pero a diferencia de las protecciones que había visto en Bizancio, que sólo guardaban la cabeza y el pecho, a los dos jinetes les cubrían de arriba abajo, incluido el rostro.
¿Qué iba a hacer? El menor desplazamiento del dromon para distanciarse de ese punto haría que Divea y los demás no fueran capaces de localizarlo. Por otro lado, estando completamente solo no se creía capaz de conseguir que navegase. Convenía intentar descubrir si eran sólo dos o había más ¿No representaría un riesgo demasiado grande abandonar el dromon durante el tiempo que durase la exploración? Tendría que hacerlo, porque no se le ocurría otro modo de intentar asegurar la supervivencia del navío y el encuentro con los seis. Por si estaban observándolo, se echó al agua en un punto de la borda donde no sería visto desde tierra. Nadó entre dos aguas, sin emerger, hasta confirmar que podía hacerlo tras un peñasco que le ocultaría para quien mirase desde lo alto del acantilado. Agarrado a la roca, aguardó un buen rato por si observaba algún cambio y viendo que nada nuevo sucedía, examinó la pared de piedra en busca de resquicios por los que subir. Él no poseía la increíble combinación de agilidad y fuerza que Fomoré había exhibido cuando llegaron a la Armórica.
Encontró una trocha que ascendía las rocas verticales de modo vertiginoso, en zigzag, gracias a la cual llegar a la cima no le resultó tan difícil como esperaba. A punto de coronarla, se encaramó con cuidado a la meseta por si le sorprendían, pero vio pronto que no había nadie cerca. Ya de pie, descubrió a cierta distancia a los dos jinetes de metal, que se alejaban en sus caballos.
Volvió al dromon algo más tranquilo, pero sin abandonar el alerta. Los dos extraños jinetes de acero se habían marchado, pero podían estar corriendo en esos momentos en busca de más guerreros que les ayudasen a conquistar el navío. Había visto ya demasiadas veces la ambición de cuantos lo miraban por vez primera, pues nadie que comparase un dromon con las embarcaciones de otros países podía hacer otra cosa que desear apoderarse de él.
Entretanto, Divea y sus compañeros se acercaban a la costa con prisas, tratando de abordar el dromon antes del anochecer. Habían culminado con éxito la visita al gran nementone de piedra, una experiencia que les había transformado a partir de la prodigiosa amanecida del solsticio sobre el monolito gris. Durante el día casi completo que había transcurrido desde aquel instante mágico, Nuadú no dejaba de preguntarse si iba a ser sacerdotisa para siempre, porque acababa de comprender que existía más vida y había escuchado la voz de la diosa aconsejándole amar. Dagda cavilaba sobre lo maravillosamente placentero que sería servir a un druida como Goibniu. Aunque muy levemente, Fomoré sonreía de vez en cuando sin que hubiera a la vista un motivo, gestos tan desusados en él que habrían causado el pasmo de los demás si no permanecieran tan absortos en sus propias perplejidades. Brigit había hecho una promesa a la diosa, y desde que abandonara el nementone meditaba sobre su capacidad de cumplirla, porque no dependía de su voluntad. Aunque hubiera conseguido cantar con musicalidad aceptable, esa madrugada Conall había sentido revolverse todas sus convicciones al tiempo que se desmontaban la mayoría de sus certezas y por ello se encontraba al borde de la desesperación. Divea había dejado enterradas en el centro del extraordinario círculo de piedra hasta la más leve de sus inseguridades. A partir de ese día, no volvería a dudar jamás, ya definitivamente.
-¿Veis aquello? –Conall señaló un punto de la pardusca campiña, cerca del horizonte de ondulaciones verdegrises.
-¿A qué te refieres? –preguntó Divea.
-Creo que es un pequeño ejército –respondió el aprendiz de bardo-, y parece que vienen con demasiadas prisas para este momento del día, la atardecida, tan poco propicia para emprender una guerra.
En silencio, Fomoré se alzó sobre los estribos de la montura y, haciendo visera con la palma de la mano contra el Sol del atardecer, forzó la mirada.
-Démonos prisa –urgió mientras ponía el caballo al trote.
Conall aceptó que tenía razón y era eso lo que había que hacer; azuzó a los caballos con unos leves latigazos que Divea no le recriminó. Al verlos bajar una ladera en fila, la futura druidesa había notado con claridad que se trataba de un grupo numeroso de guerreros, tal vez treinta, que cabalgaban sin duda hacia el punto donde les esperaban Fergus y el dromon. Sobrecogido, Conall preguntó a Fomoré:
-¿Llegaremos antes que ellos?
-Tenemos que correr todo lo que podamos. No se ve en ninguna parte un objetivo para las prisas de esos hombres, como no sea que saben que el dromon está allí y quieren apoderarse de él. ¿Qué crees que pasará, Brigit?
No hubo respuesta, y en ese momento descubrieron que la sibila de cuerpo voluptuoso había puesto el caballo a galope en dirección al punto donde Fergus aguardaba. Giraba sin parar la cabeza a un lado y otro, como si buscase algo.
-Esos hombres deben de venir del reino de Danelaw –comentó Fomoré-, donde dicen que viven los celtas renegados más feroces del orbe, hasta el punto de que la ciudad es un mercado de mercenarios que se venden hasta a los reyes más crueles.
-Deberíamos correr más –dijo Conall a Divea-. ¿No convendría abandonar la carreta y desenganchar los caballos para que tú y yo cabalguemos?
Divea miró severamente a su compañero de pescante.
-¡Parece mentira, Conall! A estas alturas del viaje, y con tu preparación de bardo tan avanzada, deberías saber ya que las vestimentas y los objetos que transportamos son indispensables para terminar con éxito lo que hemos de hacer con este viaje. No podemos abandonar el carro, Conall. Olvídalo.
-La alternativa es que nos cacen esos hombres terribles. Míralos. Relucen como si fueran de acero.
-No, Conall. La alternativa es llegar al dromon cuanto antes podamos y estoy segura de que vamos a poder. Arrea los caballos.
La orden sonó como el levantamiento de una veda. Sin decírselo, Conall entendió que Divea le autorizaba a azotar a los animales, en un trance en el que los seres humanos que transportaban podían morir si no corrían lo suficiente.










64
La impaciencia empujó a Fergus a escalar de nuevo el acantilado. El Sol estaba muy cerca de su morada nocturna y pronto sería demasiado tarde; los seis no conseguirían encontrar a oscuras el lugar donde esperaba el dromon, lo que postergaría el encuentro hasta el siguiente día. El retraso sería extremadamente peligroso, dado que, al menos, los dos hombres de acero conocían ya el escondite y la permanencia una noche más en el mismo amarre les proporcionaría tiempo de avisar a sus compañeros de armas. Sin duda, la noticia de la presencia de una embarcación tan prodigiosa tenía que extenderse con rapidez por la comarca y si no eran los propios guerreros sin rostro los que volvieran a apropiárselo, sobrarían quienes trataran de hacerlo.
Cuando coronó por segunda vez esa tarde la cima del acantilado, descubrió en seguida la magnitud de lo que se avecinaba. Desde el noroeste, llegaba en su dirección un grupo de guerreros iguales a los dos primeros. Cabalgaban recortados contra el Sol que rociaba su escarlata de la despedida, haciendo que parecieran relucientes y pavorosos. Fergus lamentó que el cumplimiento de su pálpito se hubiera acelerado de manera tan dramática, porque por la derecha, procedentes de un punto situado más al este, Brigit y los cinco corrían tratando de adelantarse a los guerreros de acero. Aún desde tan lejos, resultaba evidente que ambos grupos se habían descubierto entre sí y pugnaban por ser los primeros en llegar. Brigit, Divea y los otros cuatro estaban más cerca, pero no lo suficiente como para tener tiempo de instalar la rampa ni de embarcar los caballos y el carro ni, sobre todo, para echar a navegar el dromon.
De tanto recitar plegarias, Dagda y Naudú se habían quedado ya sin dioses a los que encomendarse. Brigit se estrujaba la mente para comprender la lógica de la visión que había tenido de sí misma, encaramada en una roca envuelta por el fuego. Fomoré revivía un espanto del pasado a través del llanto incontenible. Conall tenía que reprimir con todas sus fuerzas el impulso de mandar dar media vuelta a los caballos, porque sospechaba que Divea le empujaría fuera del pescante para evitarlo y, acaso, Fomoré podía atravesarlo con el machete del que no se separaba jamás. Divea apretaba los párpados, a ver si los dioses le permitían ver la senda de la salvación tal como se la mostraron la noche que debía guiar a Galaaz y a Lugaro a través del bosque; pero no ocurría y el único camino que había delante de la carreta conducía a la muerte entre saltos y rebotes de la carreta sobre las piedras sueltas y las rodadas de otros carromatos. Los siniestros jinetes de acero iban a caer sobre el grupo antes de la llegada al dromon.
Fergus pensó que estaba obligado a hacer algo que les proporcionara ventaja, aunque no se le ocurría qué, dado que todo el paisaje a la vista no era más que ondulaciones de un mustio color verde, sin apenas árboles. ¡Qué indispensable era el bosque para los celtas! Toda su vida estaba condicionada por la espesura; sin un techo de copas arbóreas era como estar desnudo frente a la tempestad. Los enemigos conocían su dependencia del bosque y por eso lo incendiaban cada vez con mayor frecuencia. Tenía que forzar la mente y correr, porque no había tiempo para dudar. Comenzó a bajar el acantilado pero, a media altura, la prisa le obligó a saltar al agua. Sin tiempo apenas, no rodeó el casco del dromon en busca de la escala de cuerda; se lanzó furiosamente contra el maderamen de babor y trepó ahogado por los estertores. Por suerte, las armas más numerosas en el navío en el momento que se apoderó de él eran las ballestas; aunque tan precisas y bien elaboradas como la máquina del fuego griego, no iban a servirle de mucho frente a hombres revestidos completamente de acero reluciente, pero no disponía de nada más.
Tras ajustarse el tahalí, se encajó en el hombro un carcaj que atiborró de flechas y corrió con la ballesta en la mano, y saltó por la proa, donde sólo tuvo que recorrer pocos pasos en el rebalaje para alcanzar la playa. Volvió a subir el acantilado, y su corazón, aunque acelerado por el esfuerzo, estuvo a punto de paralizarse. A despecho de la impedimenta que debían de representar las armaduras, tan aparatosas que parecían capaces de aplastar a sus monturas, los hombres de acero habían ganado terreno. Brigit y los demás seguían estando un poco más cerca, pero su ventaja no podía bastarles.
Los seis compañeros habían llegado al mismo cálculo, y por ello presentaban deprisa cuentas a los dioses de su preferencia mientras suplicaban compasión a Inger y Gundestrun. Divea no paraba de tocar el frasquito colgado de su cuello, regalo de Galaaz.
Fergus echó a correr por la meseta que descendía suavemente hacia el valle. De cerca, el terreno no era realmente tan llano como aparentaba visto desde la cima del acantilado. Abundaban las trochas bordeadas de matorral, pequeños macizos de arbustos, peñascos descubiertos por la erosión de la lluvia y estrechos lechos de arroyos encajonados, que fluían suavemente como si no tuvieran prisa por llegar al mar. Le asombró que hubiera tantos tallos leñosos, aparentemente secos, cuando el verano no había hecho más que comenzar. Había zarzas espinosas por todas partes, alternadas con brezales y muchas enredaderas, pero con flores escasas. Al borde de una trocha que le ofrecía buen abrigo, dio una última ojeada para asegurarse de que, según la dirección de la cabalgada, los hombres de acero pasarían por ese punto. Cuando lo hubo confirmado, se agachó tras los matorrales que bordeaban la trocha hasta suponer que no sólo resultaba invisible, sino también imposible de descubrir para quien tratara de encontrar el origen de las flechas. Preparó la ballesta para un primer disparo y se dispuso a esperar.
No quedaba lejos la senda por donde Brigit, junto con Divea y el grupo, se aproximaban a la playa. Pasados unos instantes, le serenó un poco oír el relincho de los caballos espoleados y la voz de Fomoré, que gritaba a pleno pulmón “¡Cuchulainn!”, supuso que con la pretensión de sentirse poderoso y hacer creer que era tan invencible como el legendario héroe hibernés.
Fergus anticipó que iban a llegar a pie del dromon en seguida sin que los jinetes de acero se les adelantaran, pero necesitarían tanto tiempo para todo lo que debían hacer antes de zarpar, que los exterminarían. ¿Podría evitarlo? A fin de que al alcanzar el navío no se alarmasen por su ausencia y, asimismo, para que ellos se dispusieran a luchar, tenía que hacerles notar en seguida lo que estaba haciendo. En el momento siguiente, tendría a tiro al primero de los guerreros. Pensó tan de prisa como podía en tales circunstancias. Los hombres cubiertos de armadura sólo presentaban dos puntos vulnerables, las rendijas del yelmo que les permitían ver y las monturas. En movimiento, sería imposible atinar con una flecha en esas rendijas para cegarlos; atacar a los caballos sería más fácil, pero una flecha sólo sería efectiva sin conseguía acertar en la articulación de las manos delanteras. Alcanzado por una flecha en cualquier otro lugar, un caballo podía seguir cabalgando mucho tiempo.
La primera que disparó pasó bajo el animal sin clavarse y se perdió entre la hierba. Por suerte, los guerreros tenían la mirada demasiado fija en su objetivo como para darse cuenta y, además, supuso Fergus que el ángulo de su visión a través de la rendija del yelmo sería muy limitado. Tensó los resortes de la ballesta muy aprisa, pero había dejado de tener a tiro al primer jinete. Al segundo caballo sí que le acertó en el punto adecuado. Se derrumbó de golpe, lanzando al guerrero por encima de su cabeza. Fue como si hubiera una trampa ante él y así les pareció a los guerreros que lo seguían, que sofrenaron sus monturas instantáneamente, de modo que fueron topando los unos con los otros y varios más cayeron a tierra.
En la confusión resultante, ninguno se percató de que se había tratado del disparo de un venablo en la pata del animal. Por las trazas y por sus movimientos, parecieron buscar el obstáculo invisible que le había hecho tropezar. Ahora, consideró Fergus que no le convenía disparar de inmediato; debía esperar a que se pusieran en marcha, lo que parecía que iba a demorar un poco, porque aunque trataban entre dos o tres de aupar de nuevo a sus monturas a cada uno de los que habían caído, no resultaba la tarea fácil.
Fergus recordó al guerrero que se había adelantado y pensó en el daño que podía causar, aun solo. ¿Se atrevería Fomoré a plantarle cara? Anhelaba que sí, porque no podría resistir una nueva pérdida tan dolorosa como sería la de quedarse sin Brigit.
Como si hubiera escuchado su pensamiento y quisiera hacerse notar airada, viva y vigorosa, Brigit gritó a los dos hombres del grupo:
-Apresuraos a subir al navío y disponer la carga para el viaje. Ese guerrero que llega solo hacia nosotros será nuestra salvación.
Mientras hablaba, desmontó y, cogiendo un manojo de maleza leñosa, le prendió fuego en el candil que siempre transportaban encendido en el carro. Con la antorcha improvisada en la mano, les urgió a los cinco:
-¡Corred ahora, no os preocupéis por mí!
Se lanzó al encuentro del jinete mientras iba desparramando el fuego a su paso, comunicándolo a la abundante maleza pardusca. Toda ella leñosa y en buena parte seca, el fuego comenzó a avanzar en línea casi con la misma rapidez que Brigit corría.
Cuando el jinete se detuvo, renuente el caballo por la proximidad de la barrera de fuego, Brigit se apresuró alrededor de él extendiendo las llamas en un círculo del que no podría escapar. En seguida, eligió el peñasco más grande que había a la vista, se encaramó en lo alto y, erguida como una diosa, se puso a gesticular de modo exageradamente teatral, y exuberantemente, en dirección al caballista prisionero de las crecientes fogatas, mientras gritaba una retahíla de invocaciones muy sonoras aunque inconexas.
Pronto vio que estaba ocurriendo lo que previera. Los guerreros escucharon los gritos antes de ver las llamas y a su compañero en el centro. Sobrecogidos, todos hicieron la señal de la cruz y juntaron las manos para suplicar protección. Vieron con desolación que su camarada iba a morir si nadie le ayudaba a salir de la trampa que, sin duda, era producto de un sortilegio; tan perfectamente trazado y repentino parecía el círculo de fuego que no podía ser obra más que del mismísimo Belcebú. La bruja maldita había conseguido su propósito y contra esa clase de poderes infernales no había armadura que sirviera, por muy bueno que fuese el acero. Debían huir. Y lo hicieron.
La escasa luz crepuscular restante les bastó a los siete para cargar y sacar el dromon apresuradamente del abrigo.

66
Después de fondear el dromon en un recoveco aún más discreto y seguro que el de la Armórica, comenzaron de inmediato a buscar un camino que pudiera conducirles al nebuloso reino de Morgana. Pero recibieron durante varias jornadas docenas de respuestas evasivas, y con frecuencia hostiles, hasta que decidieron cambiar el método gracias a una ocurrencia de Dagda, la discreta sacerdotisa astur.
-Me llamo Dagda porque mi madre amaba esta vieja leyenda celta: Un príncipe se enamoró locamente de una muchacha que había visto sólo en sueños. Siguiendo las pistas de lo soñado, deambuló mucho tiempo por distintos países hasta reconocer los alrededores de un lago como el lugar donde su amada residía, pero encontró allí a quinientas doncellas, aprisionadas por parejas con gruesas cadenas de oro. El príncipe identificó en seguida a su adorada entre ellas, pero por mucho que intentó desligarla de su compañera, no lo consiguió. Atormentado por el amor no consumado, el príncipe suplicó ayuda a los reyes sin conseguir lo que tanto anhelaba, hasta que un druida le aconsejó que pidiera su mano al dueño del lago, el rey Ethal. Éste reconoció ser el propietario tanto del lago como de quienes allí vivían, pero no le concedió la mano de la amada, que se llamaba Dagda, ni consintió librarla de su encadenamiento. El príncipe penó noches y más noches intentando dormir para que el sueño se repitiera y, al no lograrlo, se desvelaba hasta el amanecer. Sin poder soportarlo más, declaró la guerra al rey Ethal y le venció. Tampoco entonces pudo éste entregarle a Dagda; le informó de que ella y todo el lago eran presas de un sortilegio y la amada, igual que sus compañeras, se convertía en cisne los años impares. Desesperado, el príncipe corrió hacia el lago, pero llegó justo la noche de Halloween, cuando, por comenzar el año, se producía el cambio, y por lo tanto no encontró a quinientas doncellas sino quinientos cisnes. Desconsolado, el príncipe se arrodilló junto al agua suplicando ayuda a los dioses, quienes se compadecieron e hicieron que él también se convirtiese en cisne. Aun con la forma del ave, reconoció a Dagda y se puso su lado, cosa que ella aceptó complacida. Se sentían tan felices el uno junto al otro, que comenzaron a cantar y con ello se durmieron los demás cisnes, el lago y cuantos vivían en sus contornos. Inclusive ellos mismos. Cuando despertaron, el sortilegio se había desvanecido y el príncipe y Dagda estaban abrazados en la orilla con sus cuerpos verdaderos. Su amor había sido más poderoso que los hechizos y vivieron desde entonces felices. Si, tal como aseguran, la druidesa Morgana posee tanto poder, no seríamos nunca capaces de encontrar su reino ni el lago donde vive. Nos desviaría con trucos y espejismos y nos confundiría a cada paso. Por ello, creo que no debemos preguntar jamás por ella ni por su reino, porque muy pocos lo sabrán y quien lo sepa nos mentirá por su influjo. Jamás pronunciemos el nombre de Morgana bajo ninguna circunstancia. Preguntemos sólo por un lago donde podamos nadar como cisnes.
La propuesta resultaba descabellada para el sentido práctico de Fergus pero, curiosamente, Fomoré se mostró de acuerdo. Naudú calló su opinión, pero no así Brigit, que dijo:
-Ignoramos el camino que conduce a la druidesa eterna y nunca he visto un país más tétrico que éste, en todos los sentidos. Hay tinieblas en el bosque, pero también la gente parece envuelta en ellas y ni con todas mis fuerzas consigo ver más de lo que cualquiera vería. Como si se sintieran apesadumbradas por algo que no pueden soportar, estas personas no nos dan respuestas claras ni confían en nadie. Aunque vestimos como si fuésemos cristianos, ya habéis visto el recelo con que todos nos miran. Nunca nos van a dar una respuesta definitiva, y si, como afirma Dagda, están sometidos al influjo de esa druidesa, jamás nos dirían la verdad aunque la conocieran. Pero nosotros sabemos que Morgana reina en algún lugar cercano de estas tierras. Así que ¿por qué no preguntar por cisnes? Aunque no los haya, por lo menos nos informarán de dónde hay lagos. Si no a la primera ocasión, seguramente llegará un momento en que encontremos un lago que sea verdaderamente el reino de Morgana.
-Eso haremos –dispuso Divea.
Con tal resolución, cruzaron distintos bosques sin resultado. Lagunas y ciénagas había muchas, todas envueltas en la niebla y el miedo. Fracaso a fracaso, comenzó a crecer entre los siete la impresión de que la espesura sin celtas era un lugar temible o, al menos repelente. Eran consustanciales: los celtas no podían vivir sin bosques, pero tampoco éstos eran acogedores ni alegres sin celtas. Cada jornada, el desaliento ganaba espacio en su ánimo. Por turno, todos propusieron dar media vuelta y abandonar el intento, y hasta la muy disciplinada y ferviente Divea sintió que flaqueaba su determinación de obedecer los mandatos de los druidas que aceptaban instruirla. Deseaba acatar la orden de Partholon, pero llegó un momento en que dudó que pudiera visitar un lugar que parecía no existir.
Estaban a punto de abandonar la exploración cuando una campesina les habló de un plácido lago donde los cisnes podían nadar, pero era imposible encontrarlo si no se dominaban raras ciencias antiguas. Y aún poseyéndolas, el bosque se cerraría ante ellos para impedirles el paso. Comprendieron que no podía ser otro que el reino de Morgana y acordaron realizar un último intento.
Tal como la campesina les había anunciado, dieron con una espesura que, existiendo, parecía no existir. Vislumbraban recortado en la niebla un hermoso árbol y al instante siguiente ya no podían verlo. Era como si los robledales y hayedos retrocediesen conforme avanzaban hacia ellos y al final se disolviesen en la bruma casi sólida. Pero poco a poco fueron comprendiendo que sus percepciones estaban siendo afectadas por algo que no comprendían, aunque sabían con seguridad que ya circulaban bajo la arboleda más lóbrega y misteriosa de sus vidas.
-Presiento que encontraremos en este bosque a muchos hombres sin rostro –dijo Conall al oído de Divea, como si temiera alertar a un guardián celoso e iracundo-. Galaaz nos previno en su contra, así que aún hemos de tropezarnos con ellos, puesto que a los únicos sin rostro que nos hemos enfrentado hasta ahora bastó Brigit para vencerles.
-No olvides que el aviso de Galaaz se ha cumplido, Conall –disintió Divea-. También hemos visto ya a los cetrinos desmujerados, y ni siquiera tuvimos que enfrentarnos a ellos. Así mismo, los dioses guerreros de Brocelandia no eran enemigos que debiésemos temer excesivamente, salvo porque se llevaron a Alban con ellos a una guerra cruel. Puede que todo lo que tuviéramos que temer de los hombres sin rostro fuera aquella carrera tan angustiosa en busca del navío.
-De cualquier modo, nos falta enfrentarnos a las cruces sangrantes...
-Aún no nos toca ese encuentro –dijo suavemente Brigit, causando un sobresalto a Conall y Divea, que viajaban en el pescante a cierta distancia de donde cabalgaba la voluptuosa sibila -. Debemos temer mucho más lo que vamos a encontrar en estos bosques tan fúnebres.
-¿Tienes idea...? –Divea no acabó la pregunta.
Daba la impresión de que la sibila intentaba que nadie más estuviera totalmente seguro de su condición, y por ello la futura druidesa rozaba siempre ese aspecto de su personalidad con discreción.
-Sí, Divea. Aún tendremos que superar esa clase de dificultades.
De improviso, un caballista cubierto de armadura se plantó ante ellos con ademanes muy ampulosos, indicándoles que se detuvieran. Lo alarmante era que llevaba la pesada espada desnuda blandiéndola en la mano derecha alzada.

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