jueves, 18 de diciembre de 2008
Más de EL OCASO DE LOS DRUIDAS
La aventura se calienta. Los expedicionarios empiezan a arrostrar los primeros desafíos. El drama se pone ya de manifiesto.
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Sin duda, la última frase de Tasielin sugería que había gente rodeándoles oculta en la espesura, pero no vieron a nadie más durante el resto del camino; sólo empezaron a cruzarse algunos muchachos a punto de llegar al nementone. Divea conocía la palabra como denominación general de cualquier lugar sagrado y ceremonial celta, pero, quizá por su modestia, en su clan no la aplicaban nunca al claro del bosque donde Galaaz presidía los ritos extraordinarios. El recinto sagrado de Onix era prácticamente de las mismas dimensiones pero mucho más esplendoroso y por ello pudieron sentir la presencia cercana de algún dios; por todos sus recovecos se entreveía el juego de las ondinas, casi se oían sus cantos y se desparramaban oleadas de intenso perfume a madreselva. En vez de improvisarlo para cada rito, el círculo de piedra era una construcción sólida y bien acabada y, por lo tanto, permanente, formada por sillares de granito labrados con regularidad y perfectamente encajados entre sí. El ara tenía por base una piedra cuadrangular cubierta de hermosos bajorrelieves esculpidos, enorme, muy pesada e imposible de desplazar.
Un roble gigantesco, el más grande que los visitantes habían visto nunca, bastaba para dar cobijo a todo el claro bajo su copa inmensa. Junto a él, los demás árboles parecían muy enclenques, ante los cuales ahora sí estaban agrupándose gran número de personas. Entre ellas, muchos jóvenes y bastantes niños, lo que le pareció a Divea la escena más alentadora y optimista que podía imaginar en un poblado celta. En ese instante, ansió que Galaaz pudiera verlo para que se alegrara su corazón.
-Recostadlo bajo el roble sagrado –ordenó Taliesin a Conall y Fomoré, que sostenían el cuerpo herido del cadete-, y despojadlo de ropa para descubrir sus heridas.
Depositaron a Alban directamente en la tierra cubierta de hojas, musgo y grama, sobre la que habían salpicado manojillos de una hierba que no reconocieron. Fomoré tuvo que desnudarlo solo porque a Conall parecía repugnarle la idea de tocar al fornido aprendiz de guerrero. Se produjo un rumor y exclamaciones contenidas de consternación cuando quedaron visibles las heridas. Presentaban feos y numerosos abultamientos oscuros y la piel de todo el brazo, incluido el hombro izquierdo, se había vuelto negruzca y cárdena. Por el nerviosismo, las expresiones y el énfasis de los murmullos, comprendió Divea que sus anfitriones temían por la vida de Alban al menos tanto como ella.
Ninguno de los tres escuchó orden alguna, pero las sacerdotisas acudieron deprisa, como si acabaran de ser llamadas; eran cuatro, bellas y jóvenes. Igual que el druida, vestían largas túnicas blancas resplandecientes, y su pelo iba trenzado profusamente con prímulas; tan abundantes, que componían una especie de tocado muy aparatoso cuyo aroma era perceptible aun a varios pasos de distancia. Se arrodillaron dos a cada lado de Alban y se dieron a untarle un elixir blanquecino y pastoso que portaban en dos cuencos, pero no sólo en el brazo y el hombro, sino en todo el cuerpo. Parecían seguir una cadencia predeterminada e invocaban a los dioses Mabon, Cernunnos, Belenus o Karnun según la zona del cuerpo que embadurnaban, conforme iban descendiendo del cuello a los pies.
A continuación, dio comienzo un ritual que duró la noche entera. Por la aparatosidad de cuanto fue sucediendo, tanto Conall como Divea permanecieron hasta el amanecer con expresiones de perplejidad y, a veces, de cierto escándalo, pero no Fomoré, a quien todo complacía mientras daba muestras de que nada podía impresionarlo de modo especial. La primera parte de la ceremonia consistió en una escena que Divea conocía de oídas, más por los relatos de Galaaz que por los de su madre, y referidos a los antiquísimos buenos tiempos. Cuando el crepúsculo cubrió de brumas el bosque, se oyó un canto coral delicioso, una melodía llena de sugerencias que parecía compuesta e interpretada por los propios dioses. La música se aproximó poco a poco hasta que fue entrando en el nementone un solemne desfile de muchachos de ambos sexos casi desnudos, cubiertos tan sólo de pequeños delantales florales en la cintura. Profusión de flores en sus cabezas componían grandes tocados multicolores. Desfilaban acompañando con sus pies el ritmo de la canción y cada tres pasos se detenían fugazmente, dando un suave golpe en el suelo, para reanudar en seguida el ritmo. Portaba cada uno una luminaria que no parecía muy pesada, pero las sujetaban con ambas manos, con ademanes llenos de gracia y dulzura, adelantando alternativamente, a compás, un hombro y otro. Totalizaban cuarenta y nueve, que formaron al pararse un nutrido redondel en torno al círculo de piedra. Sin moverse del lugar, dieron lentamente media vuelta hacia la multitud y, ya de cara a todos los presentes, entonaron canciones muy dulces en un idioma que los recién llegados no consiguieron entender, aunque muchas de las palabras sonaban como las celtas. Parecía un himno antiguo. A una señal de asentimiento de Taliesin, reanudaron el desfile sin romper la formación y fueron colgando los candiles en ramas y arbustos en todo el perímetro del claro.
Ni Divea ni Conall habían visto jamás tanta iluminación nocturna, pero, extrañamente, la intensidad de la luz no desterraba el misterio ni la sensación de presencias divinas cercanas. Entre las llamitas oscilantes, el perfume de las flores y la música, el claro había sido tomado por algo inmaterial y enigmático que flotaba en el aire, una atmósfera mágica que sólo ellos dos hallaban extraordinaria. Los naturales de Onix, y también Fomoré, mostraban gozo, satisfacción o inquietud compasiva, según lo cerca que estuviesen del cuerpo yacente de Alban, pero no reflejaban sus rostros la menor extrañeza. Sin embargo, Conall no lograba aligerar su temor ante algo que no sabía reconocer y de lo que recelaba. Al mismo tiempo, Divea abría los ojos y movía las ventanillas de la nariz como si presintiera la proximidad de una deidad que ansiaba ver, sin conseguirlo.
Los últimos siete candiles de la procesión fueron colocados en torno al cuerpo inmóvil de Alban. Como había tanta luz general en el nementone, la futura druidesa comprendió que no se trataba de iluminar más intensamente al enfermo, sino de proporcionarle calor.
Taliesin tomó asiento en el punto del círculo más cercano al tronco del roble gigante y llamó a Divea, indicándole sólo con un gesto que debía sentarse a su lado. Le murmuró al oído:
-Necesitas fijar en tu memoria las palabras de invocación que voy a pronunciar ahora, así como lo que haré a continuación.
Al principio, el tono de voz del druida alcanzaba tan sólo para que Divea pudiera oírlo recitar una plegaria a Lugh de la que ella conocía algunos pasajes. Pronunció luego, un poco más alto, cortas invocaciones a la madre Dana, a Brida y a Bran, todas las cuales se las había enseñado ya Galaaz a su bisnieta. Las dos últimas, sin embargo, Divea no las había escuchado jamás. Se trataba de un conjuro en el que el druida conminaba a Inger, la repartidora de mortandad, y a Gundestrun, el dios de la venganza y la muerte, que pasaran de largo esa noche por el nementone de Onix.
Hubo un momento en que Divea sintió la tentación de escribir parte del conjuro para no olvidarlo, pero la desechó a tiempo de no sentirse transgresora, porque ningún alumno podía aprender lo que le convenía si desobedecía a su maestro.
Cuando se alzó para situarse junto al ara, Taliesin hizo una señal y cuatro hombres depositaron un ciervo muy grande sobre la gran piedra labrada. El hermoso animal no se debatía, por lo que en un primer momento le pareció a Divea que estaba muerto, lo cual carecería de sentido puesto que iba a ser sacrificado. Pero ciertos movimientos reflejos de las patas traseras le revelaron que había sido tranquilizado con un elixir. De repente, su propio clan le pareció anticuado y bárbaro. ¿Por qué no se le habría ocurrido a Galaaz hacer lo mismo? Al no resistirse el animal ni patalear, el cuchillo de Tasielin abrió limpiamente su fuente de la vida del cuello, y sólo agonizó unos instantes. La sangre fue recogida en un cuenco de madera por una sacerdotisa muy joven, aún con los atributos de novicia, y se lo entregó a Taliesin con una reverencia. A continuación, otra novicia le ofreció un frasco con una pequeña cantidad de un elixir que Divea no reconoció, pues no distinguía el color a causa de encontrarse todo en el nementone teñido por la luz dorada de las luminarias. Tomando sangre del cuenco con un pequeño jarro, Taliesin colmó con ella la capacidad del frasco y lo agitó enérgicamente. Alzó las manos a cielo mientras le indicaba a Divea con el mentón que se acercase.
-Apoya tus manos en mis brazos, hermosa druidesa.
Divea obedeció. Le satisfizo mucho reconocer la invocación que el druida pronunciaba en esa extraña postura, y pudo recitarla a dúo con él. Al terminar, Taliesin sonrió mirando a Divea a los ojos y le preguntó:
-¿Sabes de memoria la fórmula del segundo de los siete elixires excepcionales?
-Sí.
-Magnífico. En cuanto terminemos lo que vamos a hacer ahora, irás con mi bardo al taller, donde te encerrarás a solas y lo prepararás. Él te aguardará en la puerta., pero no tendrás que llamarlo para pedirle ingredientes, porque allí tienes todo lo necesario. Antes de ir, ven primero conmigo junto a ese pobre muchacho. Debemos ayudarle a beber completo el elixir de este frasco.
A Divea se le aceleró el corazón mientras un nudo de llano y desolación oprimía su garganta. En el rostro lívido de Alban se habían desparramado los peores presagios.
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El resto de la noche lo recordaba Divea coloreado por la pátina de un sueño, porque todo en el bosque de Onix estaba revestido de tintes prodigiosos. A ella misma le maravilló el tino con que compuso el elixir al primer intento, y a partir del acierto se sintió como si flotase sobre las brisas y los aromas de la morada de los dioses. Taliesin lo olió y asintió con aprobación cuando le entregó el preparado en el centro del nementone. Con expresión muy complacida, el druida tomó su mano para acercarse a Alban, indicó a una sacerdotisa que le forzara la boca para mantenerla abierta y le obligaron a beber todo el elixir, juntas en el borde del cuenco las manos de Taliesin y Divea.
A partir de ese momento, dio la impresión de que los astures olvidaran al moribundo, puesto que todos se agruparon en el centro del claro incluidas las cuatro sacerdotisas que habían estado atendiéndolo. Siguieron inspiradas recitaciones del bardo, que llamó a Conall a su lado y le puso una lira en las manos, aunque el joven no fue capaz más que de marcar el ritmo. Continuaron mucho rato como si estuvieran festejando una boda o un natalicio, con música, relatos de leyendas antiguas y baile. Se mostraban tan jaraneros, que no parecía preocuparles lo que, de ocurrir, sería prácticamente una resurrección.
Lo más chocante, tanto para Divea como para Conall, fue cuando, en una pausa del baile, las cuatro sacerdotisas se desnudaron completamente para pasar a continuación varias veces frente a la concurrencia, observándolos a todos. Tras el escrutinio, cada una tomó a un hombre de la mano, siendo Fomoré uno de los elegidos. Los cuatro hombres fueron invitados a desnudarse también y los condujeron junto al cuerpo de Alban. Divea notó por vez primera el azoramiento de Fomoré, quien hasta ese momento le había parecido incapaz de asombro o rubor. Además, admiró la perfección de su cuerpo, que semejaba el legado de un héroe mitológico. Las cuatro parejas se arrodillaron en torno a Alban; permanecieron largo rato todos con las manos juntas, formando una rueda, y las cabezas bajas, murmurando invocaciones y plegarias a Brida, Belenus, Lugh y Dana, terminadas las cuales pasaron cada uno la mano por la frente del herido. Al final, salieron los ocho del claro y desaparecieron en la oscuridad total de la espesura de donde no volvieron hasta el amanecer. Divea tenía ganas de preguntar al druida por lo que estuviesen haciendo, puesto que las sacerdotisas tenían que permanecer vírgenes hasta la muerte y, descartado el amor, no conseguía imaginar qué otra cosa podían significar los emparejamientos, la desnudez y su prolongada ausencia.
Con las primeras luces, grupos de jóvenes introdujeron en el claro grandes banquetas, pesadas mesas, capazos de alimentos y ánforas de vino. Prepararon el festín con la soltura y la rapidez de quien lo hiciera con frecuencia. Taliesin llamó a Divea a su lado y, a su vez, el bardo indicó a Conall que se sentara junto él. Conall vio con desagrado que estaba demasiado lejos del druida como para oír lo que hablase con Divea, principalmente porque el bardo comenzó en seguida a explicarle lo que él consideraba que debía aprender, además de empeñarse en que le probara la armonía de su voz, sobre lo que el joven tenía dudas razonables y por ello aceptó cantar sólo al oído del bardo .
-¿Siempre dormís a los animales antes de sacrificarlos? –preguntó Divea.
-No –respondió Taliesin-. Sólo cuando no debe ser turbada la paz de un moribundo y es indispensable que Mercurio acepte el homenaje.
La respuesta angustió y tranquilizó a Divea al mismo tiempo. Le angustió que continuase llamando moribundo a Alban y le tranquilizó constatar que el clan de su bisabuelo no era tan bárbaro.
-¿Quién es Mercurio?
-Oh, muchacha, discúlpame. Hablo de nuestro gran Lugh. Desde que los romanos se lo apropiaron y lo llamaron Mercurio, muchos celtas se han acostumbrado a invocarlo con ese nombre y a veces hasta los druidas nos confundimos.
-¿Creéis que Alban morirá, gran druida?
Antes de responder, Taliesin desvió la mirada de su único ojo hacia el punto donde reposaba el joven.
-En este momento, puedo ya asegurarte que no.
Divea giró la cabeza hacia Alban, porque comprendió que el druida había detectado algún signo novedoso. El cuerpo del herido ya no se encontraba boca arriba; echado sobre su costado derecho, había adoptado una posición casi fetal, pero que se hubiera movido por sí mismo no era lo más llamativo. Su color era más sonrosado, la inflamación del brazo se había reducido y sus labios sonreían, seguramente a causa de un sueño placentero.
-¿Estáis seguro de que va a sobrevivir a heridas tan horribles, gran druida?
-Tranquilízate. Vivirá. ¿Le amas?
Divea bajó los ojos, sonrojada más por su irresolución que por un sentimiento que no tendría nada de censurable. Taliesin sonrió y no quiso azorarla más. Encontraba admirable el buen sentido y la profundidad de los conocimientos de quien todavía era una niña si sólo se la miraba, sin escucharla.
-El clan de Onix está maravillosamente vivo, gran druida –alabó Divea-. Me asombra vuestro vigor, vuestra alegría.
Taliesin apretó los labios.
-No te engañes, querida muchacha. La vida no es aquí tan plácida como crees. Vivimos acosados, Divea. Nos han ido empujando a lo más alto y remoto del bosque, y aún así, constantemente tenemos que repeler ataques, cada vez más feroces. Según mis noticias, sólo quedamos tres clanes en estas montañas, y eran diez en mi niñez. Llevamos más de un milenio perseguidos y masacrados, pero últimamente el fanatismo y la saña de nuestros enemigos se ha vuelto insoportable. Acechan con perversidad alevosa a las mujeres que se desplazan solas, para raptarlas y someterlas a humillaciones terribles antes de quemarlas en hogueras. Lo descorazonador es que la desgracia no nos alcanza solamente a tu clan y a los de estas tierras. ¿Ves aquel joven gálata, tan juguetón y sonriente?
Señalaba a un hombre de veinticinco años aproximadamente, con aspecto agradable.
-¿Qué significa esa palabra, gran druida?
-Gálata es el natural de Galacia, una tierra celta situada más allá de la Dacia, al sur del Mar Negro. También su clan ha sido exterminado.
Divea sintió arder sus mejillas, porque aunque no recordaba el gentilicio, había una vaga huella en su memoria del lugar nombrado; supuso que su bisabuelo le había descrito ese lejanísimo país. Al mismo tiempo, sintió enojo consigo misma. No debía ruborizarse con tanta frecuencia, porque ese defecto debilitaba la autoridad que debía transmitir un druida a todas horas. Se propuso aprender cuanto antes a dominar el rubor.
Taliesin llamó con una señal a un criado y le ordenó:
-Pide a Fergus que se acerque a comer con nosotros.
Habían distribuido los primeros alimentos, a excepción del druida y Divea, unos cestitos con frutas y nueces, y rebanadas de pan sobre las que iban colocando tajadas asadas del ciervo sacrificado la noche anterior. Mientras el criado obedecía la orden, les ofrecieron a Taliesin y la futura druidesa sendas bandejas plateadas, colmadas de frutos, pan y tajadas de carne. Tanto las bandejas como el contenido resultaban más distinguidos de lo que recibían los demás. También ofrecieron una bandeja igual al hombre que llegó a sentarse junto a ellos.
-Decidme, señor, en qué puedo serviros –preguntó el gálata con acento exótico y voz muy bien timbrada.
Divea sintió un leve estremecimiento que no supo explicarse. No era por el atractivo viril y potente de ese hombre de mirada traspasadora y sonrisa burlona; tampoco por la voz, que sonaba como había imaginado que sonaría la de los dioses. Su proximidad le hizo escuchar dentro de su cabeza un mensaje de la madre Dana, un aviso, pero no consiguió discernir si quería advertirle en su contra. También los dioses Bran y Ogmios trataban de hablarle, pero les entendía aún menos; hasta el mismísimo Lugh le señalaba al agraciado extranjero como si ella estuviera obligada a detectar en él algo que habría de temer o convenirle en el futuro. Supo que de nuevo tenía el cutis completamente rojo y bajó la cabeza procurando taparse con la lustrosa manzana que estaba a punto de morder, para que ni ese hombre extraordinario ni el druida se dieran cuenta.
-No es para mi servicio por lo que te he llamado –respondió el druida-, sino para el de esta dama que, como tú mismo puedes notar, lleva la marca de la madre Dana en la frente y pronto ha de convertirse en druidesa. Ha llegado hasta nosotros en la primera etapa de su viaje de iniciación y, por ello, estamos obligados a proporcionarle todo el conocimiento de que seamos poseedores. Por mi parte, querido Fergus, he comprobado a lo largo de la noche que es muy poco el saber que puedo transmitirle, porque ella conoce ya casi todo cuanto necesita sobre atributos de los dioses, ritos, elixires, plegarias e invocaciones. Por todo ello, que tú te encuentre entre nosotros representa una gran ventaja, porque a la formación druídica de Divea le beneficiará también saber de países lejanos y sus vicisitudes.
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-Salí a pescar solo aquel día –narró el gálata-, porque nada anunciaba que pudiésemos sufrir un ataque. Más de cien generaciones llevábamos cohabitando con Bizancio sin dificultades insuperables. Sólo de vez en cuando teníamos algún percance o un desencuentro con poblados vecinos, y era más por cuestiones pecuniarias que por persecución religiosa. Es sabido en todo el orbe que Bizancio se ha vuelto muy disoluto y a sus poderosos no les preocupa demasiado la defensa de la ortodoxia cristiana ni hacen proselitismo en las tierras que domina su emperador. Pero todo se está desmoronando últimamente. Creedme si os digo que el Imperio Bizantino agoniza.
-¿También hay allí peregrinos de la cruz? –preguntó Divea.
-Sí, pero no son ellos los que hacen desmoronarse la autoridad de Bizancio. Ni siquiera a nosotros nos atacan, porque llevamos muchas generaciones conviviendo no sólo en mi bosque, sino también en la Capadocia, que debe ser el lugar del mundo con mayor concentración de cenobios cristianos. El problema llegó de Oriente. Son hombres de aspecto cetrino, desmujerados, que luchan artera y subrepticiamente por apoderarse de Bizancio y del orbe. Por aquellas tierras, llevan dos o tres generaciones ganando poco a poco terreno. Ellos dicen que su dios les exige expandir su religión por todo el mundo, y afirman que para ese dios es lícito que maten al que no quiera adorarle. Por tal razón, es la gente más temible de la que jamás he sabido. Todos los que asolan esas tierras son hombres y a donde llegan, raptan a las mujeres para vejarlas, usarlas y humillarlas, y luego las matan sin compasión ni sentimiento de culpa, porque consideran que las mujeres no tienen alma. Salí aquel día a pescar en el río Halys y nunca lo hubiera hecho, aunque estar ausente de nuestro bosque me salvó la vida –Fergus suspiró-. A cambio, perdí la vida de mis padres y la de mi hermana. Cuando volví al poblado, el bosque ardía y tuve que huir y ocultarme de los cetrinos desmujerados que habían prendido el fuego. Vagué a partir de entonces más de un año. Sabed que Bizancio domina un reino muy extenso; lo descubrí por el tiempo tan prolongado que me tomó encontrar la capital. Una vez allí, y habiendo convivido con ellos tres lunas, comprendí con desconsuelo que jamás sería aceptado por los cristianos y que no conseguiría adaptarme a sus costumbres. Surgió entonces en mi mente la idea de descubrir si eran verdad dos de nuestras principales leyendas celtas. La primera, el Camino al Fin de la Tierra. La segunda, Hibernia, el reino donde los celtas son libres, felices y poderosos. Pero había perdido mis pertenencias en la casa incendiada de mis padres y no tenía nada, ni siquiera información sobre dónde podían estar esos lugares. Y la única ciencia que yo dominaba era la navegación. Dado que el mar en Bizancio es como un río, no sospeché al principio lo diferente que es gobernar un navío en mar abierto. Y no tuve otra ocurrencia que robarles un dromon.
-¿Qué es eso? –preguntó Divea, disimulando su escándalo por el robo.
-Un navío muy grande, la invención más importante de Bizancio, que domina toda la mitad oriental del Mar del Centro de la Tierra gracias a los dromones. Los hay tan inmensos, que necesitan hasta doscientos remeros y llevan dos velas latinas, pero en los más corrientes van unos sesenta remeros con un mástil y, por lo tanto, con una sola vela triangular que es muy pesada e ingobernable. El que yo robé sólo necesitaría veinticuatro remeros y otros diez tripulantes más. Imaginad la ayuda que han tenido que prestarme Lugh y la madre Dana para que yo consiguiera navegar solo. Ignoro cómo me fue posible llegar hasta aquí, porque el mar es el mundo más traicionero y proceloso que existe. Nada hay seguro sobre el mar, podéis jurarlo. Vine caboteando, a merced de los vientos por no disponer de remeros, sin acercarme jamás a los puertos habitados, buscando celtas que pudieran orientarme. Después de penalidades que no os cuento por no haceros sufrir, varé el navío en esta tierra astur por error, porque calculé mal el punto donde la Tierra acaba. Tuve la suerte de encontraros a vos, Taliesin, y a vuestro pueblo, pero, como sabéis, ya he desistido dos veces de recorrer el Camino al Fin de la Tierra porque he visto lo sumamente peligroso que se ha vuelto con tantos peregrinos de la cruz, tan diferentes de los bizantinos. Descartado recorrer el Camino, debería seguir viaje a Hibernia, pero no acabo de decidirme. He comprobado con graves quebrantos que pasadas las Columnas de Hércules, el mar es todavía más espantoso y sé que necesitaría una tripulación que me ayudase a continuar. Supongo que mi dromon seguirá intacto, porque conseguí guardarlo en una playa muy recoleta y aislada por grandes acantilados, pero no acabo de decidirme a reemprender viaje, aunque no debería tardar en hacerlo.
En la mente de Divea comenzó a brillar una luz muy lejana e imprecisa. Sospechó que estaba a punto de entender el aviso de la madre Dana. Y el de Lugh.
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Habiendo pasado la noche en vela, lo que se juntó al cansancio del viaje, tanto Divea como Conall durmieron gran parte del día. Cuando despertaron a media tarde, a la futura druidesa le dio el corazón un brinco. Alban estaba sentado en el sagrado círculo de piedra, conversando con Fomoré, Fergus y Taliesin. También a Conall le saltó el corazón, pero no de alegría. Divea corrió hacia el cuarteto.
-¡Alban –exclamó-, gracias y honor a nuestra madre Dana!
De cerca, notó lo profundas que eran las ojeras del cadete y la palidez cenicienta que aún cubría su rostro. Parecía uno de los muertos vivientes de las leyendas y aunque lo veía gesticular y casi sonreír, le costaba creer que estuviese vivo de un modo natural porque acudían a su memoria antiguas y terroríficas fábulas sobre conjuros infernales de ciertos druidas malvados, pervertidos por sus ambiciones, que habían renegado de Dana y Lugh para someterse al dominio absoluto y excluyente de Gundestrum, la diosa de la muerte y la venganza.
-Creo que la gloriosa Dana ha debido de necesitar mucha ayuda –respondió Alban, cuyo humor era mejor que su aspecto aunque la voz chirriaba como si no fuese humana-, porque he visitado las profundidades de la morada de Gusdestrun.
Divea sintió un escalofrío. Los muertos vivientes de las leyendas jamás reconocerían el dominio de Gundestrun y ni siquiera la mencionarían, pero en el fondo de su espíritu algo le inclinaba a permanecer en guardia ante Alban; se sobrepuso evocando los sonrojos y los pellizcos en el corazón, en su bosque del castro hasta pocas lunas antes, cada vez que se cruzaba con él.
-¿Hablas verdad? –preguntó a punto de gemir.
-Si, Divea. He visto la cara de todos los muertos de nuestro clan que conocí en vida. Ha sido peor que la peor pesadilla. En la próxima batalla, querría antes morir que volver a pasar por una experiencia igual. Ya sé que ahora debo mi vida a muchos y en primer lugar a este nuevo amigo, Fomoré, que tan esquivo resultó todas las veces que traté de encontrarlo cuando descubrí que alguien nos seguía. Pero asegura nuestro anfitrión el gran druida Taliesin que sobre todo te debo la vida a ti.
La voz chirriante del cadete flaqueaba en falsetes a causa de la debilidad y los jadeos, pero la última frase sonó con un énfasis muy especial. Volvió el rubor al rostro de Divea, lo que ya había llegado a considerar un problema serio. Fergus detectó al instante el azoramiento de la muchacha y se compadeció. Decidió ayudarla preguntándole:
-¿No te pesa la responsabilidad de haber sido elegida futura druidesa?
-Oh, sí. Mucho.
-Pero tiene el toque de la diosa –afirmó Alban, ufano y alzando el hombro, que todavía presentaba visos amoratados-. ¿Hablas de ese peso por su juventud o porque es mujer?
Desesperada en busca de argumentos en defensa de Alban contra la sombra importuna del fondo de su espíritu, Divea sintió ahora que él estaba defendiéndola y que, por lo tanto, esa sombra era absurda.
-Había oído leyendas de druidesas que moraban en el río originario de los celtas –repuso Fergus-, allí donde dicen que late el corazón de Europa, pero nunca conocí a ninguna. Mujeres druidas no son imaginables en Galacia, pues en Bizancio y los países de su imperio los hombres se reservan la supremacía y hasta existen lugares sagrados, como Athos, donde se prohíbe la entrada de mujeres y no sólo eso; tampoco permiten entrar a los animales hembra. Ese viaje de iniciación que dices que acabas de empezar, y del que todos hablan aquí, ¿dónde debería culminar?
-En Hibernia.
Fergus sonrió de un modo que todos hallaron cautivador, a excepción de Conall, cuya expresión mostraba la alarma que el gálata le inspiraba.
-Entonces, los dioses han querido unirnos –afirmó Fegus con alegría. Tenía un modo ampuloso de gesticular que a todos seducía, ya que añadía exuberancia a sus gracias físicas-. Mi destino final también es Hibernia. Hemos de hablar sobre la conveniencia de hacer juntos ese viaje.
-No creo que nuestro gran druida Galaaz lo aprobase –opuso Conall con tono ronco y aprensión que Divea detectó.
La tez del futuro bardo había palidecido. No se le ocurría el medio de librarse de Fomoré para sentirse libre de llevar adelante su plan, y ahora podía sumarse otro obstáculo más.
-Mi bisabuelo –Divea recalcó la palabra mirando a Conall a los ojos- nos detalló las tierras que ambos hemos de visitar, tú para alcanzar la condición de bardo o íntimo y yo, la de druidesa. Pero nunca señaló los medios para llegar a ellas ni nos prohibió ninguno.
Conall bajó la mirada, pero su percho ardía. Divea preguntó a Fergus:
-¿Si viajásemos en tu navío, irías directamente a Hibernia?
-No –respondió Fergus-. Es muy peligroso navegar en grandes mares abiertos y yo sólo sé hacerlo de cabotaje. Si he entendido bien vuestra descripción –se dirigía al druida Taliesin-, antes de Hibernia se encuentra Anglia y antes, la Galia, ¿no es así?
-Exacto –respondió Taliesin y añadió dirigiéndose a Divea: -Precisamente, son ésas las tierras donde que me dijiste anoche que tu druida te ordenó buscar la sabiduría.
-Así es señor. ¿Y sería más rápido viajar en el navío que en la carreta?
Divea había comprendido por fin el aviso de la diosa.
-Mucho más rápido –repuso el druida, aunque la pregunta se dirigía a Fergus-. Ese navío puede ser para ti y tus compañeros como la vaca de cinco patas.
Los forasteros miraron al druida, interrogantes. Taliesin continuó:
-Se cuenta por estas tierras que, hace millares de años, los primeros fundadores celtas perdieron toda noción del paisaje porque los cubría una niebla tan espesa que no podían ver ni sus propias manos. Se encontraban desesperados, temerosos de toparse con monstruos de los que no podrían huir porque no serían capaces de verlos, y sin poder tomar decisión de dónde fundar su poblado. De pronto, escucharon el sonido de un cencerro que se acercaba y, poco a poco, fue surgiendo de la niebla una vaca con cinco patas. Sin hablar, les indicó claramente que se agarrasen a su rabo y de tal modo les condujo a un maravilloso lugar donde organizar un hogar ideal para el clan. El navío de Fergus es vuestra vaca de cinco patas.
-Entonces, hemos de viajar juntos –afirmó Divea.
-Espero que me permitáis ir con vosotros –dijo Fomoré.
Conall tenía los ojos desorbitados y miraba en torno como si buscase la orilla en un mar agitado por la tempestad.
-Gran druida Taliesin –Divea inclinó la cabeza-, ¿podéis indicarme qué más he de hacer para que esta etapa del viaje se considere cumplida?
-Ya te he dicho que no veo que yo pueda enseñarte más de lo que sabes. Quien te instruyó, lo hizo muy bien. Entre los clanes astures solamente te falta dialogar con la diosa en un venero, entregar tus secretos a un pozo y bañarte con las xanas para tu purificación. Todo ello, podrás hacerlo en lugares muy cercanos a este bosque, pero hemos de esperar a que este muchacho acabe de sanar del todo, porque tienes que viajar bien protegida contra las acechanzas de los peregrinos de la cruz. Necesitarás ir en la carreta y te acompañarán dos de mis sacerdotisas, que señalarán los caminos.
-Mañana estaré dispuesto para partir con ella –aseguró jactanciosamente Alban.
41
Alarmado por la vehemencia de Alban y considerando que necesitaba más reposo, Taliesin no les autorizó a partir hasta tres días más tarde.
La medianoche anterior, celebraron un ritual en que participaron los expedicionarios y nadie más: Divea, Conall, Alban, Fomoré, Fergus y las dos sacerdotisas, sentados en el círculo de piedra. Al contarlos, comprendió la futura druidesa por qué le asignaba Taliesin dos sacerdotisas cuando bastaría con una para indicarles el camino. El druida quería redondear el sagrado número siete. Todos bebieron el quinto de los elixires excepcionales y permanecieron mucho tiempo en recogimiento absoluto, pidiendo inspiración a los dioses.
A punto de emprender viaje, Taliesin encabezó el desfile hasta el lugar donde la carreta aguardaba. Todos los bultos necesarios para el viaje, mantos y alimentos principalmente, eran portados por sirvientes, pues los siete viajeros, a quienes se les había vestido de oscuro para pasar inadvertidos, se desplazaban con la cabeza gacha y las manos entrelazadas por indicación del druida.
Cuando estaban a punto de partir, Taliesin ofreció un caballo a Fergus, aconsejándole que vigilase siempre un flanco mientras Alban guardaba el otro, también a caballo. Las dos sacerdotisas llevaban sus propias monturas.
Partieron al amanecer. Divea, sentada junto a Conall en el pescante. Fomoré en la trasera, con las piernas colgando sobre el estribo. Las dos sacerdotisas al frente de la comitiva y los dos escuderos, a los lados de la carreta. El druida había ordenado que a todos los varones se les proveyese de equipamiento abundante de armas. Por tanto, a excepción de Conall, que por su aprendizaje de bardo le estaba prohibido, los hombres iban armados con lanza, machete, puñal al cinto, arco y tahalí con carcaj en la espalda, y hermosos escudos redondos celtas de metal labrado y pulimentado.
El viaje no fue demasiado largo y llegaron a su destino sin contratiempos.
Cuando el Sol brillaba ya en toda su plenitud, se detuvo la comitiva en un punto que señalaron las sacerdotisas, el fondo de una quebrada rodeada de laderas muy empinadas y, aún así, cubiertas de abundante vegetación. Los helechos llegaban colgar a causa de la verticalidad del lugar donde brotaban y eran la planta más abundante y visible, pero en las anfractuosidades de esas paredes vivían muchas otras especies, desde las turberas que envolvían las balsas del río, hasta grandes brezales y rocas hermosamente tapizadas de musgo. En la parte superior de las dos laderas más próximas podían verse en abundancia fresnos, arces, hayas y abedules. Daba la impresión de que el hombre no hubiera tocado ni alterado esa floresta desde el origen del tiempo.
Después de acampar los hombres en un pequeño meandro del río, Divea fue conducida por las dos sacerdotisas a un manantial de agua caliente. Una vez que localizaron el punto exacto donde manaba el agua, la dejaron sola. Permaneció absorta en ese venero cubierto de vapor hasta el sol alto. Desde que abandonara su bosque del castro, había tenido momentos de vacilación, porque no sentía la presencia de la diosa. Ahora, advirtió en seguida que la estaba tocando, pero no en la frente tal como decían los de su clan, sino en los hombros. Notaba las manos divinas apoyadas en ellos, lo que le produjo una parálisis que no era desagradable; no conseguía moverse, pero no deseaba hacerlo. Las palabras de la madre Dana brotaban en su pensamiento con claridad. Debía vigilar a Conall pero se le prohibía prescindir de él. Fergus podía salvarle la vida. Fomoré podía convertirla en druidesa. A Alban, extrañamente, la diosa no le atribuía ninguna misión o había olvidado mencionarlo, lo cual no tenía sentido puesto que era su principal protector. Divea no pudo evitar volver a sentir un escalofrío. En el momento que notó que sus miembros recuperaban el movimiento, supo con seguridad total y con desolación que no volvería a ver al gran druida Taliesin. Por último, volvió a oír la orden de que jamás olvidara las tres claves del conocimiento, saber, osar y callar.
Como si hubieran sido invocadas, las sacerdotisas supieron que Divea había terminado y se aproximaron a ella; tomándola de ambas manos, la condujeron a la boca de un pozo muy profundo y volvieron a apartarse.
Era demasiado joven para tener muchos secretos, de modo que sólo le tomó un momento echarlos al pozo. Pese a la levedad de sus culpas, oyó que se precipitaban por la profunda sima como grandes piedras. Sin esperar a que las sacerdotisas llegasen, acudió a su encuentro.
-¿Dónde debo tomar el baño purificador con vuestras xanas?
-Es aquí cerca –respondió la más joven, llamada Nuadú-, pero nosotras sólo podemos mostrarte la poza de lejos. Se nos prohíbe acercarnos a la orilla.
-Me gustaría bañarme con vosotras, pues tengo aún muchas preguntas que hacer. ¿Qué puede ocurriros si desobedecéis la prohibición?
-Ignoramos cuántas xanas moran en esa poza, pero sabemos de una que es terriblemente celosa. Acepta que los hombres entren en su morada y también una niña, como tú, que sea pura y posea el conocimiento de los veintiún elixires sagrados, incluidos los siete que son patrimonio exclusivo de los druidas. Pero no quieren a mujeres adultas como nosotras, porque creen que venimos a apoderarnos de su casa. Por consiguiente, no podemos acercarnos.
Sin más explicaciones, Nuadú señaló una hermosísima laguna escondida bajo las frondosas copas de castaños, olmos, sauces y densos matorrales y arbustos. El espejo del agua se enmarcaba en una tupida alfombra de nenúfares en la mayor parte del contorno y en grandes áreas de la superficie.
En el momento de desnudarse del todo aunque sin desprenderse del frasquito colgado de su cuello, y mientras saltaba al agua, Divea supo que algo prodigioso iba a ocurrirle a su cuerpo durante ese baño. No consiguió imaginar el qué, pero sí notó que avanzaba por sus venas una especie de fuego que no quemaba, mientras el corazón lentificaba sus latidos que se volvieron firmes como martillazos en la fragua. Súbitamente, la Divea con quien había convivido desde su nacimiento era otra, aunque no supiera quién. Pero ya no era la misma. Igual que un torrente interior, fueron cayendo convicciones absolutas sobre su espíritu: jamás volvería a dudar, jamás volvería a tener miedo y jamás vacilaría al tomar decisiones. Ante tanta claridad y firmeza, anheló conocer el porqué de que la diosa no le hubiera mostrado en el venero el destino de Alban a su lado. Preguntó a la catarata que sentía deslizarse por el fondo de su pecho y sólo encontró el eco del vacío. Alban no estaba incluido en su porvenir. Hasta el día anterior, esta noticia le habría partido el corazón; ahora la recibió sin resignación ni acatamiento. La nueva Divea se respondió a sí misma que cuando hubiera de dilucidar cualquier cuestión relacionada con Alban, debería actuar no con pasión o sentimientos, sino con el tino y la sabiduría de una druidesa. Y así lo haría.
Mientras retozaba en el agua, tibia por la cercanía del manantial, Divea consideró que si la xana era tan celosa como Nuadú aseguraba, también era sigilosa, pues no sintió su presencia en ningún momento. Sí notó otras presencias cercanas en el fondo del agua, pero ninguna era hostil. Hasta percibió que en ocasiones le rozaban los pies como si quisieran transmitirle seguridad y confianza.
De pronto, resonó una música muy triste en su cabeza, tan melancólica como la última canción que había escuchado de los labios del bardo Tito. La diosa le apremiaba para que se uniera a las sacerdotisas y, en seguida, corrieran las tres hacia los hombres que aguardaban.
Cuando llegaron al meandro que albergaba el pequeño campamento, vio que Fomoré se apresuraba a apagar el fuego con los pies mientras Fergus echaba tierra por encima. Alban, sobre el caballo, estiraba el cuello y miraba con expresión seria hacia la parte baja de la quebrada, por donde se abría al valle. Mientras, Conall rehacía deprisa las ataduras de los bultos y los cargaba en la carreta.
-A pesar de lo lejos que estamos del camino principal –dijo Alban-, hemos escuchado un tropel de gente que bajaba con dirección al bosque. Por el ruido, creo que eran guerreros.
-A mí me han sonado como los ejércitos de cetrinos desmujerados –comentó Fergus.
Divea recordó el anuncio de la diosa en relación con Taliesin. No sintió angustia ni dolor como habría sido normal hasta poco antes, sino la necesidad de acudir a aportar lo que estuviese en su mano, porque esa advertencia le revelaba que habría mucha gente sufriendo dentro de pocos momentos.
-Corramos tras ellos –dijo con impaciencia y un sollozo en la garganta que no permitiría que apareciese en sus ojos.
-Nos masacrarían, Divea –opuso Fomoré.
-¿Teméis que ataquen nuestro bosque? –preguntó la sacerdotisa Nuadú. Notando el asentimiento, añadió: -Pues no debéis agorar males para mi clan, porque los guerreros de Onix son los más feroces y valientes del mundo. Llevamos muchas generaciones sin que ningún ejército consiga vencernos, y esos hombres lo intentan cada año.
-Vayamos entonces –dijo Divea-. Siendo así, no tenemos nada que temer.
-Vayamos –aceptó Alban-, pero muy lentamente. Ahora, las dos sacerdotisas no encabezarán el cortejo, sino que viajarán en retaguardia porque seremos Fergus y yo quienes vayamos al frente. En marcha.
Divisaron el fuego mucho antes de llegar al bosque de Onix.
42
Pocas cosas podían doler más a un celta que ver arder un bosque, salvo la pérdida de seres queridos. Y si el fuego era apocalíptico y ocasionaba la desbandada masiva de animales aterrorizados, el dolor se desbordaba en desconsuelo. Veían correr los osos gruñendo con desesperación y la estampía de ciervos bramando con voces casi humanas, y se les rompía el corazón. La mayor parte del paisaje era un mar de llamas, cuya intensa luz se reflejaba en las nubes perezosas del atardecer primaveral. Parecía que los dioses, furiosos, hubieran decidido exterminar la vida de la Tierra.
Parados en un altozano hasta el que llegaban vaharadas de aire caliente como el de un horno, todos lloraban a excepción de Divea. Permanecía demasiado absorta en calcular las posibilidades que el clan de Tiliesin tuviese de sobrevivir a la catástrofe, y en prever lo que a ella le correspondería hacer en cualquier caso.
-Nuadú –llamó a la sacerdotisa-, ¿consideras posible que los tuyos hayan tenido ocasión de salvarse?
El llanto impedía a Nuadú responder. Divea se dirigió a la otra sacerdotisa:
-Acércate, Dagda. No conozco a fondo tu bosque, como sabes, e ignoro qué ubicación tendría vuestro poblado en relación con las comarcas de alrededor.
-Vivíamos en lo más recóndito, Divea. Como te explicó nuestro gran druida Taliesin, los celtas venimos sufriendo acoso hace muchas generaciones, y por ello fuimos refugiándonos donde más difícil era dar con nosotros, lejos de los caminos, del curso sagrado de los ríos y de los miradores donde pudiéramos ver o ser vistos. Si recuerdas nuestro nementone y lo tortuoso que fue abandonarlo, comprenderás que no puede haber en un bosque un lugar menos visible ni menos accesible. Sólo a pie o en caballo es posible llegar y encontrarlo, y únicamente si conoces muy bien el camino.
-Entonces, ¿no han tenido tiempo de huir?
Ahora fue Dagda la que se echó a llorar. Negó con la cabeza.
-Pero alguna posibilidad tendrán –protestó Alban, consciente de que Taliesin no sólo le había salvado la vida, sino que se la había regalado cuando apenas le quedaba- Es un pueblo demasiado hermoso y bueno como para ser exterminado y desaparecer en el olvido.
-No creo que haya sobrevivido ninguno –dijo Conall, cuyo humor ninguno de los presentes era capaz de calificar a pesar de las lágrimas que manaban de sus ojos.
-¿Por qué lo afirmas tan rotundo? –preguntó Fomoré.
-Porque siento olor a carne quemada.
-Están muriendo millares y millares de animales abrasados –opuso Divea- ¿Cómo no va a oler a carne quemada?
Las dos sacerdotisas miraron a Divea como si esperasen de ella un milagro.
-Disculpa, Divea –dijo Conall-. Yo he olido dos veces el hedor de las piras donde queman a las mujeres celtas que ellos llaman brujas. El olor de la carne humana chamuscada no se olvida jamás.
-Si alguien te mirase algún día con esas intenciones... –Alban titubeó.
-¿Qué? –preguntó Divea, enternecida por el titubeo del enorme muchacho.
-Ese individuo no podría volver a mirar a nadie nunca más, aunque yo muriese con él.
Divea inspiró hondo. Ignoraba cuál sería el destino que la diosa reservaba a Alban, y ello profundizaba mucho más la gratitud que su devoción y afecto le inspiraban. Tendría que haberse ruborizado, pero se dio cuenta de que no sucedía. Comprendió que ya no volvería a ocurrirle jamás.
Los siete guardaron silencio durante un largo rato. El desconcierto y el dolor no vencían la fascinación del resplandor. Comenzaba a anochecer, y por contraste, el incendio iba refulgiendo cada vez más, hasta que llegó a parecer imposible que existiera algo más en el mundo.
-Voy a cabalgar por este lado –Fergus señaló con voz muy ronca una suave ladera situada a la izquierda del mar de fuego-, a ver si logro ver a alguien. Este pueblo me acogió y agasajó como un hijo muy querido, y siento que se me retuercen las entrañas con la idea de no volver a estar con ellos.
Sin añadir nada más, puso el caballo a galope y se perdió de vista.
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