viernes, 12 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Seis capítulos más, gratis.


Hoy os propongo la lectura de los capítulos 20 al 25 de mi novela EL OCASO DE LOS DRUIDAS, una de las cuatro cuyos contratos considero nulos ya que la editorial, como sabéis, me ha estafado 70.000 euros.
En estos capítulos la parte más activa de la fábula se pone en marcha. Espero que os asombre y emocione.

En pocas semanas,
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y otros cinco
20
Superada la alarma dolorosa que, cosas de la edad provecta, le había atenazado los hombros y el pecho con una tensión casi insoportable, el druida Galaaz sonrió con enorme complacencia cuando su bisnieta consiguió contener la hemorragia del dedo de su bardo. Todas sus dudas se despejaron en un instante. Le tocaba despejar también las de la muchacha.
-Divea, hija mía, ¿te das cuenta de lo que has hecho?
-No tenía otra salida, abuelo.
-No me refiero a la excelente cura, Divea, mediante ese emplasto que has preparado en un instante con la pericia de una druidesa. Hablo de todo, desde el momento que acudías hacia acá. Cogiste un ramo de lysimachias creyendo que lo hacías sin ninguna razón y cuando parecía menos lógico, en el trayecto de venida y no en el de vuelta. ¿No comprendes que la diosa te había inspirado el impulso, porque ibas a necesitar esas plantas para que nuestro querido Tito no se desangrara?
Divea bajó la cabeza. El druida notó que la muchacha tenía un sollozo en la garganta a punto de romperse.
-Escucha, hija. Hasta hace un momento, me preocupaba la posibilidad de obligarte a iniciar un proceso de formación que es muy penoso y exige muchos sacrificios, sin la garantía de que poseyeses el toque divino que todo druida necesita, lo que convertiría tu iniciación y tus esfuerzos en inútiles. Ahora, ya ha dejado de preocuparme. Tú tienes carne de druidesa y mi determinación y mi orden es, en este momento, que comiences sin demora el proceso de aprendizaje. Emprenderás el viaje cuando pasen el otoño y el invierno, al comienzo de la primavera. Debes emplearte muy duramente hasta entonces, porque debemos condensar en siete lunas un trabajo que debería habernos tomado siete años.
Divea tenía las mejillas rojas y los ojos llenos de lágrimas.
-En nombre de los dioses, a quienes suplico que me ayuden y socorran, te ordeno que desdeñes el rubor y el llanto, Divea –continuó Galaaz-. Serás mi sucesora. Estoy seguro de que sabes cuánto has de esforzarte antes de que te desvele las palabras sagradas y te entregue los símbolos que te servirán para hacerte reconocer por los druidas de todo el universo. Por ello, porque sé que te esforzarás con devoción, mi decisión es firme. Ya no bajes más la cabeza ni permitas que las emociones nublen tu razón ni te agarroten.
Oculto detrás del tronco del más cercano de los robles situados en la linde del bosque, Conall acababa de escuchar las órdenes y resoluciones del druida. Apretó fuertemente contra su pecho y su cara el lujoso manto de lana blanca que le había entregado la sacerdotisa Maelda, con el encargo de dárselo a Galaaz. Necesitaba ahogar el grito de desesperación que había estado a punto de emitir y que le resultaba dificilísimo contener. El sueño de ser druida se había esfumado en un instante. ¿Un espíritu maligno se interponía entre él y su propio futuro? ¿Todo cuanto emprendiese estaba condenado al fracaso?
Abandonó el manto, colgado en un tocón del árbol donde los acompañantes del druida pudieran encontrarlo, y echó a andar de regreso al poblado. Sentía deseos de matar y morir. No tenía porvenir, no había esperanza para él ni para nadie. ¿Qué hacer?
Pocos pasos más adelante, notó que alguien andaba tras él. Giró la cabeza con algo de alarma y se topó con la mirada de Alban, que se apresuraba para alcanzarle. No le gustaba ese muchacho ni sus compañeros de armas; todos los aprendices de guerreros le parecían que jugaban como niños a juegos demasiado peligrosos. Consideraba que todos ellos eran altaneros, bobos y petulantes.
-¿Qué haces por aquí, Conall?
Se sintió cogido en falta.
-No... nada. Había venido a traerle un manto a Galaaz, por mandato de la sacerdotisa Maelda, pero he visto que nuestro buen druida se encontraba muy metido en conversaciones y no he querido interrumpirle. Le he dejado el manto allí, en aquel roble. ¿Y tú, qué haces?
Alban titubeó un momento.
-Me habían dicho que tú también ibas a desertar del bosque, Conall –dijo Alban tras una pausa-. ¿Sigues pensando hacerlo?
-¿Por qué me preguntas eso en vez de responder mi pregunta?
El joven cadete volvió a titubear.
-Varios de mis compañeros y yo tratamos de encontrar soluciones –dijo el fornido futuro general después de cavilar-. Nos preocupa el desaliento que se apodera de nuestro clan, Conall. ¿A ti no?
-Bueno... La verdad es que me desespera sentir que no tengo futuro.
-Ya... –murmuró Alban, mientras asentía con la cabeza.
Continuaron andando bosque adelante, ambos en silencio, pero casi podían oírse los engranajes de sus cavilaciones. Incómodo por el mutismo compartido y con la sensación de que Alban, como él, tenía muchas preguntas que hacer, dijo Conall:
-Esos compañeros que has mencionado, ¿son todos aprendices de guerreros?
-No. Si así fuera, no podría hablarte de ellos, porque el reglamento militar impide desvelar a los civiles asuntos internos de la milicia. Algunos muchachos son también cadetes, pero la mayoría sólo son amigos, gente de nuestra generación... Bueno, ya sé que somos un poco mayores que tú, pero nada más que uno o dos años, ¿no? En realidad, tú pareces mayor que los de tu edad.
Esta última frase sonó como elogio en los oídos de Conall, que sintió crecer su interés.
-¿Y habéis pensado en alguna solución o un plan concreto que nos libre de ese desaliento del que hablabas antes?
-Todos tenemos alguna idea, pero no acabamos de ponernos de acuerdo. ¿Te gustaría venir a nuestras reuniones? No podrías hablar a nadie de ellas.
Conall se dijo que no tenía nada que perder, y menos habiéndose quedado otra vez sin porvenir.
-No sé... Creo que sí.
-Entonces, tendrías que someterte a un ritual de juramentación, Conall, con el que asegurarnos de tu lealtad y discreción. Es complicado y doloroso. ¿Te atreverías?
-A mí no me asusta nada –aseguró.
Pero había visto pasar detrás de Alban, como una exhalación, el espectro gigantesco al que llamaban Estadea. ¿Se disponía a reunir a los espíritus del abismo para salir en cortejo esa noche en busca de vidas que llevarse? Concretamente, ¿sería la suya? Puesto que le habían dejado sin el único porvenir que le había ilusionado tras el fracaso del intento con los pescadores, ¿iba la compaña a llevárselo al abismo antes de alcanzar la madurez? Tenía que ser eso, porque no sabía de ningún celta que hubiera sobrevivido a la visión diáfana del desfile oscuro de los recolectores de almas. Sintió un escalofrío que le erizó todo el vello. No era verdad que no le asustase nada. En ese momento, temblaba de terror.





21
Casi anocheciendo el día que comenzó la preparación de Divea, Lugaro empujaba la carretilla del druida con mayor optimismo que últimamente y la sensación de que sus brazos hubieran recobrado parte de su antiguo vigor.
Sentado en la silla móvil, también Galaaz sentía un bienestar que no había tenido oportunidad de disfrutar los años recientes. Ese día, a cada paso confirmaba con mayor seguridad el acierto de la designación de su bisnieta para sucederle como druidesa, y algunas de las circunstancias que más les habían entristecido los últimos doce o quince años daban la impresión de que iban solucionarse de repente. Como si los dioses quisieran proteger y amparar a Divea, y demostrar a los hombres su predilección por ella, no se habían cruzado durante el paseo con ninguno de los peregrinos oscuros de la cruz; ni siquiera habían detectado su proximidad ni los habían presentido. Una ausencia que últimamente, por desgracia, era demasiado rara.
Otro portento sugeridor de la preferencia de los dioses era que el día había amanecido muy nublado, pero en cuanto emprendieron la exploración de las zonas más intrincadas del bosque, precedidos casi siempre por la muchacha, el cielo se despejó y el Sol se decidió a brillar.
Ambos amigos sentían una eufórica levedad corporal y un aligeramiento del lastre de los años, y en determinados momentos parecía que levitasen, deslumbrados por cuanto iban descubriendo en las nociones y el temperamento de la muchacha. A los dos ancianos les daba la impresión de que un espíritu previsor se hubiera encargado de instruirla a escondidas de todos y, principalmente, de su bisabuelo, como si ese duende quisiera proporcionar al druida la ocasión de maravillarse. De ser así, lo estaba consiguiendo.
Ni para la mente más racional podía existir otra explicación.
Excepto una, Divea había identificado correctamente todas las hierbas que su bisabuelo había decidido enseñarle esa primera jornada. De todas ellas conocía los efectos y utilidades, provechos medicinales y valores mágicos, y los había recitado tal como se fijaba en la memoria esotérica del clan, conservada por los servidores de la diosa. Puesto que se negaban a poner ninguna ciencia por escrito para no desvirtuar ni pervertir sus esencias, era como si la muchacha llevase un catálogo marcado a fuego en la mente y Galaaz se preguntaba a cada instante de dónde había podido sacar conocimientos tan profundos y minuciosos si no habían actuado las manos y la voluntad de los dioses. Sin olvidar que la madre, su nieta, no había recibido jamás instrucción especial relacionada con el servicio de los dioses; y ella había sido desde su nacimiento la única maestra de Divea.
Sólo la inspiración de los dioses podía explicar la amplitud de su saber.
Galaaz había estudiado de joven los veneros, torrentes y pozos no sólo de su bosque, sino los de una amplia región en los territorios circundantes. No se trataba de un conocimiento cuyas ventajas tuviera un druida que poner en práctica con frecuencia, y por ello había olvidado muchos de esos lugares o se habían eclipsado en sus recuerdos hasta el día que los necesitase. Asombrosamente, Divea, que sólo contaba catorce años, había demostrado a lo largo del día conocer con precisión todas las moradas de la diosa que habían recorrido o cerca de las cuales habían pasado. Cada vez que el druida señalaba o estaba a punto de señalar un manantial de aguas curativas o un pozo junto al que conversar en silencio con la madre Dana, Divea asentía con naturalidad y dedicaba una larga parrafada a describir los beneficios y ventajas particulares del lugar, siempre con exactitud propia, al menos, de una sacerdotisa. Tal agua emergía a una temperatura abrasadora y había que tener cuidado al recogerla, pero quien la tomaba se recuperaba de cualquier dolencia de las tripas, inclusive de los envenenamientos. Tal pozo era el más propicio para comunicar las penas a la diosa y recibir consuelo. Tal torrente era donde había que bañarse si se buscaba la purificación plena. Tal otro, servía para curar las heridas, arañazos y enfermedades de la piel.
A las capacidades y entendimiento de Divea no conseguía encontrarles Galaaz más significado que el sobrenatural. Percepción reforzada en esos instantes con un halo de sortilegios a causa de la aparición de la Luna llena, que comenzó a iluminar espectralmente el bosque a través de las copas de los árboles, en competencia con la menguante luz crepuscular.
-Se ha hecho de noche demasiado pronto –murmuró Lugaro con algo de solemnidad y tono ronco, como si temiera soliviantar a los vigilantes espíritus nemorosos de las sombras, que eran tenidos por los celtas por celosos y malhumorados.
-No te preocupes, amigo –tranquilizó el druida-. Reconocería el camino de regreso hasta con los ojos tapados. Y tú también, ¿verdad, Divea?
-No lo sé, abuelo.
-Sí que lo sabes, pero te niegas a verlo porque ese poder te asusta.
-No lo sé, de verdad, abuelo. Nunca he tratado de encontrar el camino de vuelta a casa con los ojos cerrados.
-Pero, aun en las peores circunstancias de oscuridad o lluvia ¿has dudado alguna vez sobre cuál era la mejor senda?
Divea trató de recordar. Efectivamente, no conseguía evocar ningún episodio de dudas o angustia en relación con la identificación del complicado entramado de veredas que recorrían el bosque.
-Creo que no, abuelo. Pero somos parte del bosque, ¿no? Aprendemos a conocerlo antes de saber andar y, casi, antes de pronunciar una palabra. Yo tengo la sensación de haberlo recorrido millares de millares de millares de veces. Y cuando cierro los ojos, creo que tengo dentro de la cabeza un dibujo de todos los recovecos y casi de todos los árboles y matorrales.
Galaaz giró la cabeza hacia Lugaro, cuya cara ya resultaba difícil de distinguir por la oscuridad progresiva, que los rayos de luna filtrados por la floresta no llegaban a despejar. Sonrió, sin embargo, a su amigo, alzando un poco el hombro, y exclamó más que preguntó:
-¿Ves?
Parecía referirse a algo que hubieran discutido entre sí apasionadamente cuando Divea no estaba presente, algo que acababa de confirmarse.
-Hagamos la prueba.
-¿Qué? –preguntó Divea con alarma.
-Lugaro, anuda este paño tapándole los ojos a Divea –ordenó el druida.
La expresión de la muchacha era de gran preocupación. Sabía que no iba a reconocer ningún camino con los ojos cegados, pero no sentía temor a exhibir su ignorancia ni su incapacidad; lo que temía en realidad era decepcionar a su bisabuelo, cuya fe en ella era incomparablemente superior a la que ella misma sentía. Permitió que el fiel sirviente de su bisabuelo anudase el lienzo con bastante torpeza y un poco más fuerte de lo necesario.
Durante unos segundos, se sintió confusa. Una mezcla de miedo, alarma, pudor y desconcierto le hizo trastabillar en el recorrido inicial de unos diez o doce pasos. Pero de repente e inesperadamente, sintió que veía, a pesar del paño, a través de sus párpados aplastados por él. Se trataba de una forma diferente de visión. No había imágenes, sino sensaciones. Oleadas de planos inmateriales se movían ante los ojos de su mente sin color ni forma, ni relieve, pero a ella le parecían azules, llanos y posesores de vida autónoma, y se iban organizando como si respondieran a un plan establecido por la diosa. Sin meditarlo, echó a andar tras el primer alineamiento; había dejado de preocuparle decepcionar a su bisabuelo y a Lugaro; no pensaba que debía descubrir un camino a ciegas ni que tenía una responsabilidad que ejercer. Lo único que sentía era el impulso de encaminase tras la ola de planos azules. A veces le recordaban las ondas marinas al amaneces y otras, la reverberación espectral del Sol del verano sobre los cantos rodados del río. Nada era material y todo lo era, pero se trataba de una materialidad que no tenía relación con el mundo palpable. Tenía que ser la esencia que residía en el pecho de los celtas y que tanto gustaba a los dioses.
Durante un tiempo imposible de determinar, no fue capaz de advertir nada más que esa ola y no sabía que estuviera andando resueltamente bosque adelante, hasta que, mucho más tarde, notó que una mano sujetaba su hombro y otra desataba en su nuca el nudo del paño. Aunque no restaba en el bosque más luz que los enigmáticos rayos de la luna filtrados por el follaje, se sintió deslumbrada al abrir los ojos.
Galaaz sonreía, más complacido que maravillado. Lugaro, en cambio, mostraba signos de alucinación.
-Hija –dijo el druida-, nos has conducido por el buen camino con los ojos de tu conciencia. Ya no dudes más de ti misma ni de tus facultades. A partir de ahora, ábrete del todo para que yo pueda ayudarte a desarrollarlas.
-Hemos llegado al poblado conducidos por los ojos cerrados de una niña –Lugaro permanecía en el pasmo más absoluto.
-Así es, querido amigo –corroboró el druida-. Hemos vuelto a casa justo a tiempo para los rituales de la cena. Que la madre Dana nos ampare y colme de favores.
Ninguno de los tres, ni aun sumando las facultades e intuiciones, había percibido la escolta ni el acecho de un persecutor en todo el recorrido, tanto de ida como de vuelta.











22
Conall había fingido abrazar con entusiasmo la filosofía y los fines del grupo de jóvenes que Alban lideraba. Tras la primera reunión, y antes de que lo sometieran al ritual de ingreso, supo disimular todavía el escepticismo y ocultar el desdén hacia unos muchachos demasiado rebosantes de salud y afectos a los ejercicios físicos como para hacer otra cosa que jugar inocentemente. Tal era el grupo secreto, un juego. Una especie de fraternidad juvenil sin más trascendencia que la de cualquier corro de muchachos que bebiesen en compañía elixires embriagadores para reír, o rondasen la cabaña de una muchacha bonita aparentando querer conquistarla pero sin acabar de atreverse a intentarlo jamás.
Los nueve jóvenes que formaban el grupo, incluido Alban, eran todos grandes, fornidos, jactanciosos de su musculatura y dotes físicas. Se exhibían los unos frente a los otros comparándose y presumiendo de atributos, del volumen de sus bíceps, de la anchura de sus hombros o de la facultad de romper con las manos una rama gruesa de aliso. Conall no conseguía imaginar mayor simpleza. Pero la contención para no despreciarlos, por temor a represalias, y la simulación, le resultaron muy caras.
Al acabar el primer encuentro, le pidieron que se ausentara durante un rato mientras ellos deliberaban y votaban el acogimiento o el rechazo. Conall aguardó fuera del círculo de troncos con fastidio. Se trataba de una especie de valla o talanquera formada por troncos jóvenes de abedul y situada en un lugar muy recóndito del bosque, que permanecía siempre cubierta de matorrales para que nadie pudiera descubrirla. Tras haber salido el grupo del poblado simulando que iban a festejar algo, la valla fue despejada en su presencia, descubriéndole un recinto redondo solado con grandes piedras grises, casi planas, entre las que brotaba el musgo. Bordeando los troncos, una especie de banqueta corrida, también de piedra.
Discutieron de cuestiones que no parecían tener propósito alguno. Le interrogaron sobre cosas demasiado conocidas de todos. Pusieron gran énfasis en relatar la repetida historia de la grandeza antigua de los celtas en todo el continente y del heroísmo e importancia de su clan. Después de un tiempo que le pareció demasiado largo y reiterativo, fue cuando le mandaron ausentarse para debatir su ingreso.
Mientras aguardaba un veredicto por el que no sentía interés, Conall se preguntó las consecuencias que podía acarrearle que el rehusara el acogimiento, si se producía. Ellos parecían atribuir a su fraternidad carácter secreto, esotérico. Era posible que no se le hubiera desvelado todo cuanto ocultaban, pero al menos había visto ya esa talanquera que, evidentemente, trataban de que no fuese conocida por todos. ¿Se ensañarían contra quien repudiara participar de su juego? ¿De qué magnitud podía ser la venganza o, al menos, el castigo para amedrentarle a fin de que no revelase el secreto a los demás habitantes del bosque?
Se torturaba con tales temores cuando Alban se le acercó, terminada la deliberación del grupo. Puso las manazas sobre sus hombros y le sonrió con un asentimiento. A continuación, lo empujó hacia el interior del círculo. Los otros ocho repitieron el mismo gesto de Alban. Por turno, fueron poniéndole las manos sobre los hombros con expresión sonriente, para abrazarle a continuación.
-Ahora –dijo Alban una vez que todos lo hubieron hecho-, debes desnudarte, tomar este elixir y dejar que te vendemos los ojos.
Conall sentía de antiguo prevención contra los elixires. Según creía, casi todos eran benéficos, pero sus efectos no podían ser previstos completamente dependiendo de quien los tomase. Estaba seguro de que tales efectos eran diferentes según la edad y la corpulencia de la persona. De reojo, observó el que Alban le ofrecía. Era verde, como el reconstituyente que elaboraba su madre. Pero se trataba de un verde muy intenso y no demasiado transparente. Con examen tan esquinado, no consiguió detectar dentro del frasquito ningún tallo de hierba.
Lo bebió de un sorbo, tal como se le ordenó. La sensación de embriaguez fue casi inmediata. Sintió que se precipitaba por un abismo y que un fuego lacerante le recorría las tripas. Quería permanecer de pie, en el centro del círculo, pero al mimo tiempo sentía que podía volar, su nariz se inundó con todos los aromas del bosque como si hubieran multiplicado por mil su intensidad, y las piernas le flaquearon. Supo que iba a derrumbarse en el suelo, pero antes de que sucediera perdió el conocimiento.
Cuando despertó a medias, se encontraba en el centro de otro círculo, pero éste no era una simple rotonda sin techo. Se trataba de una cabaña grande y muy sólida, sin puerta ni ventanas y con el mejor acabado interior que había visto nunca. Nadie poseía en el bosque una casa cuya pared hubiera sido recubierta interiormente de cortezas de madera cortadas como si fuesen sillares de piedra ni, mucho menos, sin puertas ni ventanas. Ni siquiera una tronera, como los graneros. ¿Por dónde habían entrado? Lo veía todo desde una posición elevada, pero no sabía encima de qué lo habían depositado, pues recuperaba los sentidos muy lentamente y todavía no conseguía mover ningún miembro.
Ardían nueve antorchas, sujetas con piedras en el suelo. Le costó un largo rato descubrir que, más allá de los fuegos respectivos, los nueve jóvenes estaban sentados con la espalda apoyada en la hermosa pared de rectángulos de corteza. Todos le miraban muy fijamente. La cabeza se le iba y no conseguía mantener los ojos abiertos más que algunos momentos fugaces, como destellos. Comenzó a notar cierta opresión en los hombros y tirantez en ambos brazos. Sin embargo, no sentía las piernas. Era como si flotase, aunque la sensación no se parecía a lo experimentado cuando creyó estar muriéndose en el mar. Ahora no había humedad ni movimiento de las olas, ni frío. Sintió calor y poco a poco comprendió que sudaba copiosamente.
Instantes después, recuperó la facultad de oír. Estaban recitando una salmodia al unísono, sin dejar de mirarlo muy atentamente. Parecían aguardar algo que todavía tenía que suceder. Tras el oído, volvió a experimentar el tacto en toda su plenitud, y así descubrió que estaba colgado, suspendido en el aire; una gruesa soga envolvía sus brazos extendidos y había sido aferrada fuertemente en torno a sus hombros y a sus muñecas. La soga había sido atada a dos gruesas argollas clavadas en la pared, en los dos puntos más extremos del círculo. Consiguió girar la cabeza hacia ambos lados, lo que le permitió ver lo que le hacía sentir la rigidez de los hombros. Mediante nudos, la soga formaba una especie de arnés que posibilitaba que pendiese sin morir ahorcado.
Comenzó a resultarle inteligible la letanía que murmuraban los nueve. El canto contenía casi los mismos versos y palabras usadas por las sacerdotisas y el druida, pero todos los dioses que invocaban eran masculinos. El más mencionado era Ognios, el dios de la guerra, pero también nombraban mucho a Lugh, el supremo, y a Karnun, el protector del bosque. En cambio, el bonachón dios Bran no merecía su consideración. Le pareció que lo que aguardaban era que recuperase la conciencia, porque cuando comprobaron que había despertado completamente, callaron los cánticos, se pusieron de pie y Alban le preguntó:
-¿Me oyes, Conall?
-Creo… que sí –le costó gran esfuerzo responder. Tenía la garganta y el paladar secos como madera vieja.
-¿Eres capaz de resistir?
-¿Resistir, el qué?
-Permanecer colgado ahí arriba, sin suplicar que te bajemos.
Así que se trataba de eso. Debía demostrar resistencia, resolución, capacidad de sufrimiento y entereza. Recordaba haber oído relatar esa ceremonia bárbara que practicaban los antiguos, pero que ya hacía muchos siglos que los celtas la habían abandonado, por despiadada y, a veces, mortal. Al menos, así se aseguraba, porque hablaban de ello como si se tratase de una leyenda. Pues iba a aguantar. Si la diosa le había permitido sobrevivir días a merced del mar, también le ayudaría ahora.
-Sí resistiré, Alban –respondió.
-¿No nos suplicarás que te bajemos ni preguntarás cuándo lo haremos?
-No.
-¿Soportarías el mayor de los martirios para no traicionar a tu pueblo?
Ahora, comenzó a comprender.
-Creo que sí.
-¿No estás seguro?
-Sí, sí lo estoy. Soportaría el peor de los tormentos para no traicionar a los míos.
-Bien, Conall. Ahora, nos marchamos. Volveremos cuando nuestro padre Ogmios nos lo ordene. No puedes gritar ni pedir ayuda. Te prohibimos desfallecer. Tu única alternativa es resistir en silencio y sin quejas. De lo contrario, morirás, ocultaremos tu cuerpo y todos creerán que has desertado del bosque, como tantos otros.
Antes de marcharse, le acercaron a los labios un paño húmedo, atado a la punta de una vara. Supo que le ofrecían de nuevo el mismo néctar y comprendió que también debía vencer el hambre y la sed, además del dolor de sus miembros, que seguramente iba a ser terrible cuando se le pasaran del todo los efectos del elixir.
Siguió una eternidad.
Vio pasar muchas veces la compaña de la Estadea, cada vez con aspecto más tétrico, pero no era sólo el desfile de espectros lo que sacudía su espíritu. La reina loba martirizaba a los campesinos exigiéndoles más de lo que podían tributarle y, cuando los castigaba y ellos se rebelaban, tras el ataque a su torre saltaba la reina por la atalaya más alta para convertirse en un monstruo con pezuñas tras la caída. Nadie conseguía verla con forma de loba pero Conall distinguía con claridad las huellas de sus pezuñas en un manto de harina extendido por el sendero del bosque. Y volvía tras las huellas la compaña de andrajos pestilentes, mientras con sus brazos aprisionados por la soga y suspendido en el aire creía ser Etain, la que una reina celosa había convertido en mariposa. Pero en cuanto echaba a volar, tratando de escapar de la prisión de sus brazos, volvía la procesión de espectros a hacerle perder el sentido con su hedor.


23
Nunca le dijeron a Conall cuánto tiempo permaneció a solas, colgado en aquel lugar que aún ignoraba dónde se encontraba. Cuando acordaron dar por finalizada la prueba, no pudo darse cuenta de cómo podían entrar y salir de un edificio sin puerta ni ventanas ni cuántos eran. Recordaba el rumor de sus voces como algo muy lejano o sucedido en un sueño. Sintió que lo bajaban con brusquedad, entre exclamaciones de sorpresa porque no agonizara aún. Lo desataron sin mucho cuidado, lo tendieron en el suelo y le obligaron a sorber un nuevo elixir.
Despertó en su jergón, en la casa de su madre, que le espetó con mucha aspereza en cuanto abrió los ojos:
-No me gusta que te embriagues hasta estos extremos, Conall, hijo revoltoso. Llevas traspuesto ahí dos días, como un cadáver, y menos mal que te trajeron esos amigos tuyos, porque de lo contrario habrías muerto devorado por una fiera. Hala, sal en busca de alimentos.
A partir de entonces, el grupo lo acogió con mayor entusiasmo de lo esperado. Se lo contó Alban al finalizar la tercera reunión con ellos, y después de una confidencia que parecía esperar que le resultase halagadora, le confesó su enamoramiento eterno de Divea. Conall tuvo que contener un inexplicable deseo de estrangularlo. Fingió simpatía e hipócrita solidaridad, pero lo que sentía en realidad era desprecio por un insensato tan grande y fuerte, y sin embargo tan frágil de corazón.
Había sobrevivido a la cruel ceremonia del extraño y desconocido edificio circular, y aunque padeció molestias en brazos y hombros durante algún tiempo, pronto fue reponiéndose y sólo le quedaron las marcas de varias rozaduras cerca de las axilas.
Su cuerpo parecía igual, pero algo había cambiado en su interior aunque no fuera capaz de identificarlo. Habiendo salido vivo de aquel tormento, se sentía capaz de superarlo todo. Él no se conformaría con un porvenir pintado de desaliento y anulación. Puesto que todos sus congéneres se iban acomodando mansamente a las tinieblas del más incierto de los futuros, no se sentía obligado con ellos. Tenía que procurar una solución para sí, aunque le obligara a renunciar a su pueblo, a su familia y a su nombre.
Sin dejar de asistir a las reuniones para las que Alban le convocaba, se dedicó a espiar a Galaaz y a su bisnieta desde el primer día de instrucción, lo que le permitía asimilar algunas enseñanzas. Cada acierto de Divea, muy notable por las exclamaciones de su bisabuelo y el sirviente cojo, era un cuchillo de rabia que se le clavaba en el pecho. Cada acierto suyo, cuando atinaba a murmurar para sí la respuesta a la pregunta de Galaaz antes de que Divea hubiese contestado, era una explosión de júbilo. A ratos, el colorido otoñal del bosque le inspiraba impulsos y sentimientos inoportunos; bajo el deslumbrador toldo de hojas amarillas, naranjas, rojas, ocres y marrones, saturado el aire de aromas negligentes y de agujas frías que removían la sangre en sus venas, sintió muchas veces la tentación de luchar y morir por la tradición celta. Ésa había sido la vida de los suyos desde el principio del tiempo y nada era más apetecible. Pero desechó estos pensamientos con resolución. Amar todo eso le exigiría una actitud pasiva de abandono y rendición, y él no se rendiría jamás.
El grupo de fantoches formado por Alban y sus amigos no iba a proporcionarle soluciones para el porvenir. Había tenido que descartar integrarse con los cristianos y, más tarde, el aprendizaje druídico. Pero si la diosa lo había salvado de las aguas y del tormento de la cabaña circular, tenía que haberlo hecho con un propósito que no podía ser otro que convertirlo en druida.
Por lo tanto, Galaaz estaba cometiendo un pecado de soberbia al elegir a una muchacha de su familia. El derecho era suyo y debía recuperarlo.
Durante dos meses, rumió su amargura y su decepción, hasta llegar a pergeñar un plan.
Tenía que hacer méritos ante Galaaz y cuando consiguiera ganar su confianza, simularía querer ayudar a Divea como futuro servidor y escudero o, acaso, bardo. Se ofrecería para protegerla de los peligros que tendría que afrontar, y así recibiría una formación muy semejante a la de druida, apenas un poco menos profunda. Juraría a Galaaz su lealtad a Divea, su entrega sin contrapartidas y con todas las consecuencias, para que confiase en él como acompañante único de la muchacha en el viaje de iniciación.
Un viaje del que ella no regresaría. Ésa era su decisión.









24
Era el invierno más frío que ambos recordaban. A pesar de ello, Galaaz exigía que Lugaro lo llevase algunas tardes al castro, cuando notaba que Divea se extenuaba a causa del programa intensivo de estudios que le imponía; tomaba, entonces, la decisión de concederle media jornada de descanso.
Cubiertos de nieve los círculos de piedra, que descendían en cascada como si pretendieran sumergirse en el mar, parecían un ramillete de gigantescas flores blancas, como una ofrenda a los gigantes antiguos. Esa imagen causaba honda impresión en el ánimo de Galaaz, que se llenaba de evocaciones y añoranzas.
-Lugaro. ¿Recuerdas cuando cruzamos aquella inmensa montaña nevada, en nuestra peregrinación en busca del bosque donde asesinaron a Viriato, el gran oretano?
-Sí señor. Recuerdo que estuve a punto de quedarme sin pies, porque casi se me congelaron. Y eso, después del frío mortal que habíamos pasado en el castro de Ulaca, en lo alto de aquel monte infame.
Galaaz sonrió. Lugaro se quejaba siempre, pero jamás había dejado de hacer lo que se le ordenaba.
-Pero la vista era preciosa, Lugaro. No puedes negarlo.
-Sí. Aunque nunca he comprendido la afición que tenían nuestros antepasados por las alturas.
-No era afición, Lugaro. Bien sabes que era necesidad de fortificarse en lugares casi inaccesibles, para defenderse mejor. Viriato, a pesar de su maravillosa formación druídica, expuso demasiado su vida en millares de incursiones contra los invasores romanos. Confió siempre en su pueblo más de lo conveniente; como sabes, querido Lugaro, los celtas somos veleidosos cuando creemos que nos encontramos en situación apurada. Viriato fue traicionado por dos hombres de su confianza y lograron acabar con él precisamente porque vivía como uno más, en una tienda, en el bosque. Debió resistir el acoso extranjero en un castro fuerte y orgulloso, situado en lo alto de un monte, y de ese modo esta tierra nunca hubiera sido ocupada por el Imperio Romano, porque él les venció siempre que lo intentó. Los clanes celtas seguiríamos siendo los dueños ahora, más de mil años después de aquel percance terrible, y nadie habría usurpado nuestro gran Camino al Fin de la Tierra.
Lugaro pareció muy tímido al preguntar:
-Señor, ¿no deberíamos tratar de entrar en contacto con otros druidas de las tierras más cercanas, para complementar la formación de vuestra bisnieta?
-¿Y dónde buscaríamos a esos druidas, Lugaro?
El ayudante bajó la cabeza, compungido.
-¿Tendríamos que aventurarnos hasta el lejano castro de Capote, en las tierras calientes del sur? –preguntó Galaaz con un tono algo ácido, más que irónico-. ¿Deberíamos, tal vez, ir a Briteiros, un castro que nos queda más cerca pero con el que hace varios siglos que no tenemos contacto? ¿Habría que ir a aquél de donde trajimos los hermosos cristales de yeso...
-Segóbriga –murmuró Lugaro, suponiendo que Galaaz había olvidado el nombre.
-Sí, Segóbriga. ¡Qué belleza! Mandar explorar cualquiera de esos lugares nos obligaría a esperar más tiempo del que tenemos para formar a Divea, sin contar que ignoramos hace mucho si quedan o no druidas en esos sitios. ¿Por qué hablas de ello, Lugaro? ¿Qué te inquieta?
-Es que, señor, cada vez que se acerca a vos ese muchacho, Conall, con sus juramentos y súplicas, me echo a temblar.
Galaaz sonrió.
-¿Te disgusta Conall? Pues a mí me parece un joven muy entusiasta.
-No se lo permitáis, señor.
-¿Prepararse para sucederte, Lugaro? ¿O, inclusive, para que suceda a Tito? ¿Por qué no habría de permitírselo?
-No sé... señor. Me da mala espina.
-¿No serán celos, querido Lugaro? A todos nos conturba cuando llega la hora de que alguien nos suceda, por temor a que nos supere. ¿No será tu caso?
-¡Señor!
Galaaz vio en la vehemencia de la exclamación la señal de que tales mezquindades no habían pasado por la mente de Lugaro.
-Lo más probable –añadió Galaaz-, es que decida que reciba formación de bardo, porque como tú mismo señalas, no posee el carácter necesario para ser confidente y ayudante personal.
-Sólo os pediría, señor, que si aceptáis las lisonjas y obsequios de ese muchacho enredador, me permitáis que disponga que lo vigilen.


25
El invierno era tiempo de aletargamiento. Ciertos animales, como los osos, entraban en un estado que más parecía muerte que sueño, y también la gente del bosque se sumergía en cierta clase de modorra. Apetecía más encerrarse a ver el tiempo pasar que moverse para actuar. En la temporada de la niebla permanente, las tormentas y las nevadas se preñaban muchas más mujeres y se producían las borracheras más escandalosas, porque bebían sin medida ni control en su apático encierro, entre juegos de taba cuyas apuestas llegaban a ser desmesuradas y más de uno llegaba a intentar pagar con el suicidio la vida que otro le había ganado.
Siempre que alguien apostaba su vida a la taba y perdía, lo vigilaban durante muchas jornadas, porque había entre los celtas varones pocas cosas más deshonrosas que no pagar las deudas de juego.
Hasta el invierno anterior, Conall codiciaba las francachelas de sus mayores y trataba muchas veces de participar, siendo expulsado con abucheos, tarascadas en el pelo y patadas en el culo. Sin embargo, el invierno presente no le había pasado tal idea por la cabeza. Vivía la preparación de Divea y la suya propia con expectación tensa y pasión en aumento. Pasión que a él mismo le sorprendía en ocasiones.
Una mañana, oyó un silbido al salir de su casa con destino al claro del bosque donde tenían lugar las principales lecciones. Alban le llamaba desde un escondite, tras un denso macizo de zarzas chamuscadas por las heladas.
-No habrás olvidado tu juramento, ¿verdad? –le preguntó el robusto joven con tono admonitorio.
-Jamás –respondió Conall enfáticamente.
-Acepto que participar en la peregrinación druídica puede ser útil para nuestros fines, pero deberías haber consultado al consejo.
Conall torció el ceño, pero contuvo a tiempo una exclamación de impaciencia.
-¿Debería, Alban? Tú mismo afirmas que esa peregrinación nos será útil. ¿Debo pediros consentimiento hasta para mis goces solitarios?
Alban sonrió. Era posible que Conall no advirtiera que hablaba de ese modo. Desde que recibía enseñanzas del druida, estaba desechando la mayoría de las expresiones populares y comenzaba a emplear términos pedantes.
-Tienes razón, Conall. Se trata de una gran oportunidad para los sagrados propósitos de nuestro grupo. Todos tratamos de sumar y no de restar. Cuantos más hombres nos esforcemos por el porvenir de nuestra raza y nuestra estirpe, más fuerza tendremos y antes conseguiremos vencer la adversidad. Lo que ocurre es que te envidio. Además del tiempo que compartes con ella en las lecciones, en cuanto comencéis el viaje de iniciación tú permanecerás siempre junto a Divea, de día y de noche, conocerás el mundo en sintonía con sus ojos y sus exclamaciones; conocerás su hambre y su saciedad; aspirarás los mismos perfumes que ella y te azotará el mismo viento. Vas a gozar un privilegio que a mí me está vedado.
Conall vio lo que estaba ocurriendo en el pecho de Alban. No había acudido a recriminarle no haberle consultado, sino a tratar de consolar el naufragio de su esperanza. Divea emprendería su viaje iniciático probablemente sin confirmar, ni corresponder por tanto, el amor de Alban, lo que a éste le desesperaba. ¿Querría Alban, en realidad, pedirle su mediación? Confiaba en que no lo hiciera. Si le pidiera tal cosa, ignoraba cuál sería su reacción, pero estaba convencido de que no sería beneficiosa para el futuro de su pertenencia al intrigante grupo de jóvenes cultores del desvarío. Sin embargo, a Alban lo entrenaban en la severidad rigurosa del guerrero. Al robusto muchacho que parecía crecer un poco más todos los días, no se le ocurriría jamás suplicar ni rogar en beneficio de lo que bullese en su pecho. En relación con Divea, jamás pediría la ayuda de un igual ni, mucho menos, la de alguien como Conall, a quien en el fondo despreciaba según denotaban algunos de su rictus al mirarle.
-¿Vas a tu lección? –preguntó Alban.
-Sí. Galaaz me exige que llegue el primero, porque no ha decidido si seré bardo o asistente íntimo, y Lugaro ha amenazado con darme cincuenta trancazos si algún día llego después que ellos.
-¿Puedo acompañarte?
Conall se encogió de hombros. A causa del aburrimiento invernal, había ido sumándose mucho público a las lecciones, que Divea recibía casi siempre en compañía de Conall, salvo las de carácter secreto. Cuidándose de no invadir el espacio delimitado por guirnaldas de muérdago y solidagos secos que Lugaro había dispuesto en el claro, se amontonaban alrededor hasta llegar a ser multitudes si el tiempo no era demasiado gélido. La presencia de Alban no estorbaría a nadie. ¿O podría sentirse ofendido Galaaz porque un cadete y aspirante a general asistiese a algo tan espiritual como la preparación druídica? ¿No era el druida también el supremo de los guerreros?
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