martes, 29 de julio de 2008

EL COCHE DEL ITALIANO

El italiano acudía a intervalos irregulares a la taquilla del parking de la estación, donde generalmente pagaba alrededor de cien euros y siempre dejaba una propina de diez. Su coche tenía algo especial, distinto a todos los que Pablo había visto antes del mismo modelo, aunque por mucho que se esforzaba no conseguía precisar en qué consistía la diferencia. Se trataba más de un pálpito que de una certeza, porque lo que contemplaba era verdaderamente un Ferrari 612 Scaglietti, cuya trompa evocaba un mero azul lustroso que estuviera a punto de engullir un hipocampo. Pero cuando lo veía pasar la barrera de entrada, reflejando las hileras de luces en el capó como un espejo, se decía que algo en la carrocería no era como tenía que ser.
También el italiano era especial, no porque dejara el coche cinco o seis días inmóvil, permaneciendo el lustroso Ferrari casi siempre en el mismo lugar, al otro lado de la caseta de los cuadros eléctricos, oculto del todo o asomando la trompa apenas unos centímetros. Lo que a Pablo le desconcertaba no eran las reapariciones inesperadas ni su generosidad, tan insólita, sino sus maneras y sus compañías. Era amable y educado, pero de un modo turbador porque sus gestos ligeramente afectados daban la impresión de enmascarar un autoritarismo implacable. Le daba las propinas con sonrisas cómplices, pero Pablo veía displicencia tras las sonrisas, que disimulaban en realidad el desdén que sentía por el trabajador obligado a permanecer confinado nueve horas en la cabina. Y también los acompañantes le inspiraban preguntas: Culturistas que parecían clonados, anchos y demasiado seriamente vestidos, mientras que el italiano usaba ropa informal y un poco extravagante. Los pasajeros de trenes de largo recorrido tenían derecho a uno o dos días de parking gratis si habían viajado en cualquier categoría superior a “preferente”, y sin embargo el italiano nunca presentaba un billete para reclamar ese derecho. Pablo caviló que si de veras viajaba en tren durante sus ausencias, tal vez no podía permitirse pagar billetes de preferente para cuatro o cinco, y viajaría él también en clase turista porque prefería permanecer con los titanes clónicos.

La primera vez que vio al grupo consideró que se trataba de un capo mafioso con sus guardaespaldas, pero conforme pasaban las semanas iba desechando la idea, porque los jóvenes –tres o cuatro, pero siempre sospechosamente iguales-, mientras los veía acercarse a la cabina recibían de su jefe un trato campechano y cordial, lo que no podía encajar con la imagen que difundían las películas de esa clase de jefes siniestros y despiadados; sobre todo, la última de su idolatrada Palmira, donde la bellísima cantante de sus ensoñaciones permanecía secuestrada por la mafia la mayor parte del metraje, recibiendo un trato cruel que a Pablo le provocaba saltar de la butaca hacia la pantalla para castigar a los maltratadores.
Dotado de buen oído, conseguía aprender frases sueltas en muchos de los idiomas de quienes se acercaban a la ventanilla. El día que saludó “buona sera” al italiano, éste sonrió con júbilo, agitó la mano como si quisiera estrechársela a través del cristal y dejó veinte euros de propina en vez de diez. A partir de entonces, Pablo aprendió más frases: “tutto bene?”, “arrivederci”, “piacere di rivederlo”, no por la propina –aunque también-, sino porque su inquietud no se desvanecía, y aumentaba su convicción de que le convenía caer simpático a ese italiano temible. Le torturaba imaginar que un día descubriera un arañazo o un abollamiento en la siempre reluciente carrocería del Ferrari; ¿cuál podía ser su reacción? Aunque el sitio donde lo dejaba no resultara visible desde la cabina, ¿no culparía en primera instancia al empleado, no le responsabilizaría a él de lo que le haría tronar de indignación?

El misterio aumentó de súbito cuando a Pablo le tocó el turno de noche por primera vez desde que tenía ese empleo, turnos que eran rotatorios y distintos para cada empleado todos los meses en secuencias que se completaban cada cuatro.
Llevaba casi desde el principio examinando con prevención el Ferrari azul, mientras hacía esfuerzos obsesivos por descubrir qué era lo que tenía de diferente. No identificaba nada en la carrocería ni en los anagramas, ni en las lunas, que lo distinguiera de los demás Ferraris 612 Scaglietti. Nada. Sólo un halo enigmático que no conseguía descifrar, mientras se preguntaba si estaría derivando hacia el coche la honda inquietud que el propietario le inspiraba. Por controles que exigía la policía, había que anotar de madrugada las matrículas, modelos y colores de los vehículos que pernoctaban en el parking, anotación que debía enviar por fax a primera hora de la mañana. La primera noche, pasó mucho miedo –tal como sus compañeros más veteranos le habían predicho-, recorriendo el extenso parking, desierto pero con vecindades muy peligrosas y donde no era raro que los empleados sufrieran insultos y agresiones. Ese miedo se combinaba con una expectación inexplicable ante la idea de que tendría que acercarse al coche del italiano; trató de mitigar su inquietud encajándose los auriculares del compact, donde la voz de Palmira era como un bálsamo. Cuando estaba a punto de llegar al Ferrari, reflexionó para tranquilizarse: Puesto que ese coche pernoctaba con tanta frecuencia en el parking y su matrícula había sido enviada innumerables veces a la policía, el italiano debía estar dentro de las leyes; no podía ser delincuente ni jefe de la mafia .
Ya de vuelta a la cabina, tuvo un estremecimiento cuando revivió el momento en que había pasado junto al brillante coche azul, porque sólo conseguía evocarlo con vaguedad. Recordaba nítidamente el recorrido a través del parking, con la carpeta en una mano y el bolígrafo en la otra; hasta podía rememorar ciertas secuencias: Había anotado un Honda CRV vino tinto después de un Mercedes CL65 plateado, un Citroen Xsara Picasso rojo tras un Toyota Highlander negro y un Mazda RX8 a continuación de un Jaguar XK gris. Pero no recordaba el coche anterior al Ferrari ni el posterior y la imagen del coche del italiano aparecía en su recuerdo confusa y evanescente, igual a lo que vio con pavor que estaba ocurriendo con la anotación: Las veces que miró el número de matrícula, el orden de las cuatro cifras variaba, lo mismo que el de las tres letras. La cuarta vez, decidió anotarlos en dos papeles distintos. Volvió a examinarlos unos minutos más tarde, pero las dos anotaciones coincidían. Sin embargo, tenía la ácida convicción de haber leído y escrito frente al coche una secuencia que no era la misma que ahora veía escrita en los dos papeles.

Este recuerdo le dificultó conciliar el sueño cuando se acostó a las nueve y media de la mañana. Su madre trajinaba por la cocina con su obstinada manía de orden y limpieza, y en la calle había niños jugando entre risas y gritos, porque era sábado, pero fue la idea de que los números habían danzado por el papel lo que le desveló varias horas, hasta que la voz de Palmira en los auriculares fue serenándole y conduciéndolo a un paraíso donde ella era placer y consuelo.
Abordó su segunda noche en el parking somnoliento y con talante lóbrego. Cuando oyó la alarma la primera vez, tuvo un sobresalto que le hizo suponer que había dado una cabezada –lo que estaba rigurosamente prohibido-, porque rebotó en el asiento y el compact con el disco de Palmira cayó al suelo. Corrió hacia donde sonaba la alarma y resultó ser la del Ferrari; aminoró la carrera al acercarse; no apreció nada extraño ni merodeaba nadie, al menos que él pudiera ver; extrañamente, el estridente pitido cesó mientras se aproximaba. Confuso, regresó hacia la cabina preguntándose si la alarma había sonado de veras o lo habría soñado. Pero en seguida volvió dispararse; corrió hacia el Ferrari y de nuevo se extinguió el sonido cuando iba a tocar el metal pintado de azul. Se encerró en la cabina con el ánimo cada vez más sombrío; si habían tratado de robar el coche y quedaban marcas del intento, el italiano iba a tronar de indignación. La tercera vez que aulló la alarma no corrió; decidió acercarse sigilosamente y dando un rodeo por detrás de los coches aparcados al otro lado de la caseta del cuadro eléctrico. Lo que descubrió acabó de conmocionarle: Las dos portezuelas estaban abiertas. Despavorido, corrió sin resuello hasta la cabina y llamó a la policía. Tenía que consignar el incidente en el parte donde se registraban los sucesos de la noche y comenzó a hacerlo con nerviosismo, de tal modo que apenas era capaz de leer su propia letra; por ello, postergó la anotación hasta ver qué decían los policías. Cuando éstos se marcharon con expresión de fastidio, tras comprobar que las puertas del Ferrari estaban correctamente cerradas y no había rastros de violencia, se preguntó qué iba a anotar en el parte; no podía soslayar el suceso, porque los agentes también escribirían un parte cuya copia enviarían a la dirección de la empresa. ¿Pero iba a tener que reconocer que había sufrido una alucinación?

Tenía ojeras oscuras cuando abordó su tercera noche de servicio, ya que durante el día apenas había pegado ojo. Era domingo, por lo que a partir de medianoche sólo ocasionalmente se acercaba alguien a la taquilla; escuchó una y otra vez las canciones del nuevo disco de Palmira para no amodorrarse. A las tres de la mañana, emprendió la anotación de matrículas con los auriculares encajados, el volumen del compact al máximo y ánimo macabro. Pero no sintió la angustia de las dos primeras noches al acercarse al Ferrari y supuso que se debía a que el cansancio le había relajado. Anotó la matrícula como cualquier otra y continuó hacia el fondo del parking, mas con la sensación de que no estaba solo; según avanzaba parking adelante, aumentaba el convencimiento de que había alguien más. Llegó a sentir la presencia con tanta fuerza aunque no consiguiera ver ni una sombra, que volvió a la cabina apresuradamente y se encerró. Meditó sobre si podía dejar a medias el control de matrículas; sólo llevaba un poco más de tres meses en ese empleo y aún debían de estar evaluándole, por lo que no le convenía cometer un fallo tan garrafal. Reunió coraje para terminar el recorrido tras dos horas y media de argumentación contra sus propios impulsos, escuchando ya por enésima vez el disco de Palmira hasta el punto de tararear los estribillos sin darse cuenta y, por fin, avanzó resueltamente parking adelante, resolución que se desmoronó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza: El Ferrari se encontraba estacionado dos puestos más allá de donde estuviera hacia menos de tres horas. Con pánico, pasó los dedos por el capó para descubrir que estaba caliente; el motor había estado en marcha hacía unos instantes. Se encerró en la cabina temblando y, tras muchas dudas, resolvió no llamar a la policía; anotó en el parte que una indisposición le impedía completar el control de las matrículas. Cruzó los dedos para que el incumplimiento no le acarrease una reprimenda.

La cuarta era la última noche antes de disfrutar sus dos jornadas de descanso. Llegó a la cabina como quien es conducido a la horca. Sentía el impulso de mandarlo todo al cuerno, abandonar la guardia sin avisar al encargado y dar por perdido el empleo, porque el enigma del coche del italiano se había convertido en un problema que ya no se sentía capaz de resolver. Dedicó la primera hora de vela a la busca de argumentos con que reprimir ese impulso, porque no estaba la situación en su casa como para quedarse sin empleo. Mas cuando llegó la hora del control de matrículas todos los resortes de su cuerpo estaban exigiéndole huir, negarse a seguir sufriendo esa tortura durante tantas noches que aún le quedaban de guardia durante el resto del mes.
A las tres de la madrugada, emprendió la anotación de las matrículas con el sueño ilusorio de que iba a ser la última vez; un prodigio estaba a punto de ocurrir que le redimiría de esa zozobra inaguantable. Hasta podía suceder que Palmira pasara por la estación en el momento más inesperado, porque había leído en una revista que le faltaba poco para terminar la película que estaba interpretando en unos estudios de la ciudad. Las luces fluorescentes componían alineamientos que parecían prolongarse hasta el infinito, como si estuviera obligado a recorrer distancias que superaban todas las capacidades humanas, y aunque era primavera, un escalofrío le recorría la espalda mezclado con hilillos de sudor helado.
Se acercó al Ferrari con humor tétrico; una calima de angustia nublaba sus ojos y le costó gran esfuerzo anotar los números que siempre parecían ser diferentes y que, por ello, aún no era capaz de recordar, contrariamente a la mayoría de los coches que pernoctaban con asiduidad en el parking, cuyas matrículas anotaba ya de memoria. El escalofrío se multiplicó por mil cuando escuchó la voz. Un rumor ininteligible provenía del interior del coche; con el pulso acelerado y voz rota, preguntó:
-¿Hay alguien ahí dentro?
El murmullo cesó. Sobrecogido, rozó el maletero con la yema de los dedos, instante en que el murmullo recomenzó. Sus temores estaban justificados; el italiano era un mafioso cruel que había raptado a alguien escondiéndolo en el maletero amordazado, maniatado y seguramente drogado; tal vez llevaba prisionero los tres o cuatro días transcurridos desde la última vez que usaron el Ferrari; lo habrían abandonado creyendo que estaba muerto, a la espera de encontrar el medio más idóneo de deshacerse del cadáver. Mientras llamaba a la policía su voz era casi un estertor. Tras las comprobaciones, y en el momento de despedirse, el mayor de los dos agentes le dijo con expresión hosca y tono muy desagradable:
-En ese maletero no hay ningún secuestrado ni niño muerto, joder, que estás paranoico perdido. Lo de anteanoche, pase. Pero que hayas vuelto a fastidiarnos esta noche, ya pasa de castaño oscuro. Ni se te ocurra volver a llamarnos como no sea con unos cuantos cadáveres sangrando en medio del parking, ¡coño!

A las nueve y media de la mañana, Pablo comprendió que no conseguiría dormir.
El italiano llevaba más de cuatro días sin sacar el coche, así que según sus cuentas era probable que lo retirase ese martes. Improvisó una excusa para visitar el parking en jornada de descanso: Deseaba acabar de aprender a reparar los cajeros automáticos, cosa que aún no dominaba del todo, pues le resultaría muy útil si cualquiera de las noches de guardia uno de los cajeros dejaba de funcionar. El compañero que permanecía de turno no mostró extrañeza y el encargado le gastó una broma sarcástica sobre la llamada a la policía. Pablo revisó con parsimonia los automatismos, hasta que el italiano llegó con su escolta habitual. Antes de que ellos tuvieran tiempo de irse, se puso al volante de su anticuado Seat Panda y lo mantuvo a ralentí hasta que vio salir el resplandeciente vehículo azul. Afortunadamente, el tráfico discurría a esa hora con lentitud, porque de otro modo no habría tenido ninguna oportunidad persiguiendo a un Ferrari con su agónica y abollada tartana. Conducía el italiano, no un clónico, y sorprendentemente entró en otro parking, uno muy céntrico ubicado junto a los hoteles más lujosos de la ciudad. Pablo siguió tras ellos con cautela. Aparcaron el coche y salieron del parking por la escalera peatonal, que Pablo subió a la carrera tratando de no perderlos de vista; saltó en el último tramo con precipitación torpe, lo que estuvo a punto de hacerle tropezar con uno de los hércules. Pudo recomponerse y seguir adelante aparentando naturalidad, mientras se preguntaba si el personaje se habría separado del grupo justamente porque habían detectado la persecución. Pero el sujeto no le miró a él en particular, sino que parecía querer abarcar cuanto ocurría en los alrededores, mientras los demás se dirigían hacia uno de los hoteles.
Yendo tras ellos, Pablo examinó al portero uniformado; a continuación dio una ojeada a su atuendo: Un chándal, cuyo pantalón presentaba una mancha junto a la rodilla izquierda. El remilgado empleado vestido de librea no le permitiría entrar en el lujoso hall del hotel. No había cerca ninguna cafetería desde donde acechar la reaparición del italiano y su corte, de manera que se apostó en una esquina sin perder de vista la pomposa entrada. Durante las tres horas siguientes el grupo no volvió a salir. Estaba seguro de ello. El cansancio, tras la noche de vela, comenzó a producir efecto y apenas podía mantener los ojos abiertos, por lo que decidió terminar por ese día el espionaje e irse a dormir. Volvió al parking y se preguntó por el forzudo que permaneciera de guardia, a quien no había visto acercarse al hotel. Una vez que pagó el tique y fue en busca del Seat Panda, descubrió con enojo que el Ferrari había desaparecido. Se dio una palmada en la frente. Había sido un estúpido. La clave no era el italiano, sino su coche. Debería haber vigilado el Ferrari y no al conductor, porque era el coche el objeto del trapicheo que se trajeran. Al día siguiente, ni siquiera iría al parking de la estación. Se apostaría en éste, acecharía la llegada del grupo y permanecería junto al Ferrari para ver quién lo retiraba, porque parecía obvio que serían otras personas quienes lo hicieran. Las mafias de altos vuelos funcionaba con intrincadas claves propias.

En cuanto despertó, se dirigió al parking del centro provisto de su indispensable compact con los cinco discos y una bolsa de plástico con dos bocadillos y un refresco, porque suponía que tendría que esperar mucho. Había dormido mal, lo que hacía que fuese inaplazable librarse de esa inquietud que ya duraba demasiado tiempo. Se acomodó en un rincón cerca del espacio ocupado por el Ferrari la tarde anterior, donde espiar sin ser visto. Sentado con las piernas flexionadas y con la espalda apoyada en un pilar de áspero cemento, aguardó las horas suficientes como para sentir calambres en las nalgas, hastío y un fuerte impulso de abandonar. Comenzaba a dar cabezadas, distraído con las canciones en los auriculares, cuando advirtió que el Ferrari azul había sido aparcado ya; fue el movimiento de pasos lo que le sacó del ensimismamiento. Bajo la carrocería del Jeep Grand Cherokee tras el que se ocultaba, contó tres pares de piernas con los trajes oscuros de mafiosos y las del italiano, embutidas en un carísimo vaquero de apariencia raída, bajo el que asomaban botas de cocodrilo con medio tacón. Pero dejó de prestar atención al grupo a causa de lo que estaba ocurriendo en los bajos del Ferrari; vista de perfil, la chapa de la matrícula se había recogido hacia arriba, apareciendo en seguida de nuevo. Distraído con la pregunta de qué podía significar ese movimiento, no advirtió al instante que otro par de pantalones mafiosos descendían del coche y se aproximaba hacia el punto donde se encontraba. En tensión, forzó las piernas y se encogió más aún de lo que estaba. Pareció que el sujeto no le había descubierto, sino que estaba, simplemente, dando una ojeada; esto acrecentó la ansiedad de Pablo. Si trataba de descubrir la presencia de intrusos sería porque –de acuerdo con sus peores intuiciones- el grupo tenía mucho que ocultar. Iba a ser muy poco bienvenido si le descubrían. Fue echándose a un lado hasta quedar tendido en el suelo y, a continuación, se arrastró hasta quedar bajo el Jeep. Por el sonido de sus pasos, comprobó que el sujeto se marchaba también, intuyó que para apostarse junto a la entrada de peatones. Con cuidado por si quedaba alguien vigilando, cambió de puesto de observación; donde estaba, había podido ver sólo pies más el extraño movimiento de la matrícula; necesitaba comprobar quién retiraba el Ferrari.
No tuvo que esperar mucho. Unos veinte minutos más tarde, tres hombres vestidos como los que acompañaban al italiano, o tal vez los mismos –era incapaz de diferenciarlos, tan semejantes parecían-, se aproximaron al Ferrari, precediendo a una mujer alta con zapatos de tacones vertiginosos. Desde el primer instante, percibió que ella poseía algo reconocible tras sus grandes gafas de sol, un aire que le resultaba familiar. Pablo miró de nuevo con fascinación el movimiento ascendente y descendente de la matrícula, que cambió a una nueva combinación de letras y números; obviamente, la trompa tenía que haber sido modificada para albergar ese mecanismo. Absorto en la pregunta del porqué de los números mutantes, no advirtió que le habían cazado. Uno de los guardaespaldas clónicos le agarró por la espalda y le obligó a alzarse. Pablo no intentó siquiera escabullirse.
-¿Lleva cámaras? –preguntó otro de los clones.
-Creo que no.
-Mételo en el coche, para que lo cacheemos. A lo mejor lleva una de esas miniaturas que usan en la televisión para los programas de cámara oculta.
Mientras era obligado a embutirse en el asiento trasero entre las dos moles encorbatadas que le palparon todo el cuerpo, la mujer se puso al volante. El que le había descubierto ocupó el asiento del copiloto y, volviéndose hacia él, le dijo con severidad:
-Estoy seguro de que te he visto antes. ¿Para quién trabajas?
Pablo se encogió de hombros. No comprendía la pregunta; si le reconocía, sería porque le habría visto numerosas veces en su cabina. No quiso darle pistas, porque un traspiés podía perder que perdiera el empleo. Su situación era muy negra, porque la mujer había puesto el coche en marcha. El hermoso y delicado medio perfil visto desde atrás reforzaba su sensación de reconocerla, pero parecía muy contrariada. ¿Qué pensarían hacerle? De improviso, al salir el coche a la luz diurna, el copiloto exclamó:
-¡Es el cobrador del parking de la estación!
-¿Este chico es el mismo que nos obligó tantas veces, la semana pasada, a echar a correr para que no nos descubriera? –preguntó la mujer
-¡Claro que sí! –afirmó el copiloto, dándose una palmada en la frente-. Todas las carreras que nos ha obligado a dar de madrugada este cabrón, cada vez que te apetecía conducir e ir a tomar algo, y tratábamos de sacar el Ferrari por la salida del fondo, sin que se diera cuenta de quién eres, para que no avisara a los periodistas... Y la comedia que teníamos que montar para distraerle uno de nosotros, fingiendo pagar el tique de otro coche... Mamonazo...
-No le insultes, Dany..-la voz de la mujer tenía una musicalidad que aceleró el pulso de Pablo- ¿Por qué me espiabas? –lo miró a través del retrovisor. -¿Alguien te...
Le interrumpió una voz metálica que emergía del salpicadero: “El camino más despejado hacia el estudio de grabación... primer cruce a la derecha...”
Pablo reconoció en la voz robótica del GPS el murmullo que le había hecho creer que había un secuestrado en el maletero, puesta en funcionamiento accidentalmente por su acercamiento al Ferrari.
-¿Lleva cámara, micrófonos o algo... como para una exclusiva de revista? –preguntó ella
-No. Solamente es un fan tuyo bastante maniático. Lo que lleva es un compact y tus cinco discos... Siempre que vamos a pagar con tu manager, Giorgio, y se quita los auriculares, notamos que suenan tus canciones en el compact...
Con el corazón a punto de paralizársele, Pablo comprendió que quien conducía el Ferrari, y quien había tratado varias veces de conducirlo de madrugada sin ser descubierta, era su adorada Palmira. Perdió el miedo y se dejó arrebatar por el júbilo.
Para mal o para bien, estaba a medio metro de ella y a lo mejor hasta conseguía estrecharle la mano.

lunes, 28 de julio de 2008

LA EDITORA. Relato (continuación)


EL PRINCIPITO ENCANTADITO

Mantenía un soliloquio pero no “con el hombre que siempre iba con Machado”, sino con su propia mismidad imperfecta. Tamborileó el cristal de la mesa con desesperación, pero no lloraría. No podía llorar. Su categoría no se lo permitía. Jamás iba a llorar.
Aunque no le estaba permitido vestir calzas ni jubón, sentíase un príncipe. Le entusiasmaría llevar calzas de lamé plateado, muy apretadas, que marcasen un buen paquete aunque fuese de relleno, pero que pregonasen por todas partes su virilidad, y un jubón de seda cubierto de perlas cuyos caireles y charreteras hicieran que sus hombros parecieran más anchos. Era víctima de un encantamiento. Su cuerpo no era su cuerpo. No se había convertido en sapo ni en un reflejo en un lago, pero eso que sentía no era él. La tétrica bruja había trazado en las nubes un hechizo en el mismo momento de su nacimiento; nada podía contra esa especie maldita de sortilegio que desesperaba tantos momentos de su existencia, que de otro modo debería ser esplendorosa, por sus derechos de pernada, por los privilegios de su nacimiento.
Encaramado en la altura vertiginosa desde donde podía despreciar al mundo a sus anchas, en esa orgullosa roca notaba su poder, el magnífico brillo de su altanería, el vuelo sideral de su importancia, las estrellas que se opacaban y doblegaban para adorarle. Miraba allí abajo al molinero y la hija del mayordomo que estaban a punto de ser llevados al cadalso, pero eso no podía importar ni inquietar a un príncipe, que estaba por encima de todo y de todos. Tenía las armas para salvarlos, porque estaba por encima de la ley y los jueces le obedecían, pero no podía rebajarse a abogar por seres tan insignificantes ni presentar pruebas que los salvasen y reconocer que sus delitos los había cometido obedeciendo sus órdenes. Un príncipe no podía rebajarse a tales nimiedades. Miró también al juglar que, allí abajo, luchaba desesperadamente por sobrevivir a pesar de la picota y los tormentos a que lo había mandado someter. “No es el primer borracho alucinado que se vuelve contra mí por negarle mis favores sexuales”
Sortilegio. Allí arriba, en lo alto del monte pelado, presentía más que veía la estancia de la malvada bruja. Hechicera que le había cambiado el cuerpo. Miró a su adorada, ensimismada no muy lejos, en la estancia vecina. Su ingenuidad. Su inocencia. Su dulzura meiga. Su ignorancia de los asuntos del reino, bendita ignorancia. Esa amada adorada y reverenciada no distinguía su izquierda de su derecha, era estulta, atolondrada, torpe, disparatada y quedaba en evidencia en todos los saraos. Era incapaz de cualquier cosa que superase las capacidades de un niño de seis años, le causaba muchos perjuicios por su estupidez, pero las amaba. Era incapaz de escribir una O con un canuto de caña perfectamente redondo Pero… ¿Para qué necesitaba ella saber algo, si él iba a convertirla en princesa algún día? Surtidores de estrellas bailaban en el aire de su presentida y nunca alcanzada felicidad futura, con un único agujero negro, el del hechizo terrible pero que algún día conseguiría romper. Aunque nadie había podido hacerlo nunca. ¿Tendría que sufrir el robo de su cuerpo por toda la eternidad?
Miró hacia abajo, hacia el rincón donde permanecía de rodillas, cara a la pared, el trovador que había sido el más famoso del castillo. El insolente, había osado pedir un sueldo y por eso lo había castigado a dejar de tener techo y comida. Llevaba un mes sin comer y lamentándose con versos cada vez más triste, pero no iba a conmoverse. Que se muriera, por impertinente.
Dado que jamás podría vencer a la bruja, romper el sortilegio, deshacer el hechizo y recuperar su cuerpo, iba a imponer sus reglas. El honor, la verdad y la justicia no serían nada. Su imperio sería el del abuso, la arbitrariedad, la horca, la picota y la esclavitud. La maldad, la crueldad, el tormento, la impiedad y el latrocinio debían prevalecer y serían para siempre la enseña de su soberanía.
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EL HOMBRE QUE QUISO MORIR


Quería vehementemente vivir, pero no se lo permitían. Se lo habían robado todo. Todo. Con artimañas y engaños. Doce, veinte años de trabajo. Nada. Había sido estafado y escarnecido. No tenía nada. Hacía un mes que comía un par de huevos hervidos al día y pan con aceite. Empezaba ya a sentir los perniciosos efectos de una dieta tan desequilibrada, pero a pesar de sus graves enfermedades quería seguir viviendo. Apasionadamente. El régimen alimenticio, el estupor, la indignación por la estafa y la imposibilidad práctica de continuar le habían vuelto insomne, pues ni doblando la dosis de medicamentos conciliaba jamás un sueño plácido, jamás dormía como una roca. Pero quería vivir. Tenía tanto que decir todavía… Quedaban en el ordenador tantas historias a medio tejer, tantos relatos, tantos dramas y programas de televisión, tantas sátiras, que serían necesarias cuatro o cinco vidas como la suya para terminarlo todo. Tenía en la cabeza mil ríos, cien palacios, siete universos uno sobre otro, nueve infiernos y cien mil vidas que contar. Pero no iba a poder. Moriría poco a poco, de desnutrición o súbitamente, por un cuarto infarto.
El día que llegó el alguacil a avisarle del desahucio comprendió que vivir ya no era una opción para él. Tal vez habría podido seguir un poco más sin dormir ni comer, pero dónde iba a esperar. Miró al alguacil notando el rubor en sus ojos, bajos para no mirarle de frente. No le quedaba a quien pedir ayuda. Durante el ayuno había llamado a muchas puertas, ¿Pero tendría la gente tapones de cera en los oídos?
No consentiría en ver el desahucio. Él no significaba nada pero había en su casa demasiadas cosas valiosas de ésas a la que la gente no concede ningún valor. Tenía que tomar cuidadosas provisiones. Escribiría al heredero y las personas que tal vez quisieran ayudar a éste para que no todo se perdiera.
Antes de que el eclipse cubriera del todo su cabeza, escribió la carta y la envió, y fue sintiendo como un bálsamo la oscuridad que iba envolviéndolo.
La dramaturga leyó el mensaje de las primeras. Casi saltó en el taburete de júbilo. ¡Por fin! Podía superar el perpetuo vértigo del folio en blanco porque, de repente, aparecía ante ella un impresionante drama que contar. Maravilloso. Hasta podría ganar algún premio.
El comentarista tuvo un arrebato. Afortunadamente, esa noche dejarían de burlarse de él en la tertulia de la tele, porque contaría una historia con carne, estremecedora. Iban a tomarlo muy en serio a partir de ahora. Cuando hablara de caminos hechos a pasos renqueantes, de obstáculos ensangrentados y salvados, y de estelas iluminadas con resplandores del corazón, verían todos que él era un comentarista riguroso a pesar de todo.
El cronista levantó el teléfono y empezó una larga retahíla de llamadas a quienes conocían al suicida mejor que él, a fin de escribir el obituario más lacrimógeno de la historia, por el que pasaría sin duda a la primera línea de todos los honores.
El pariente abrió el correo de internet por casualidad. Miró el reloj. Habían pasado ya dos horas desde el envío, pero a lo mejor conseguía llegar a tiempo. Marcó el número de la policía.
El hombre que quiso morir sintió que los cortinajes negros de su eclipse estaban siendo descorridos. Era un amanecer frío y silencioso a pesar de las voces impacientes que estaban gritándole “despierta”. No sentía miedo ni dolor, ni siquiera su cuerpo. Había muchos hombres alrededor, con uniformes diferentes, pero no les veía las caras ni las intenciones. Parecían enfadados. ¿Iban a hacerle daño? De todos modos, no creía que fuesen reales. Debían de tratarse de un sueño. De pronto, sintió la inercia, por lo que supuso que estaría volando muy rápidamente en sueños. Pero otra vez se corrió la cortina y la bendita oscuridad volvió.
Una voz muy dulce le hablaba amablemente. No la veía, pero supo que era una mujer muy delgada. “¿Por qué, por qué?” Le preguntaba. ¿Qué querría saber? Trató de responder, pero la neblina lo arrebató de nuevo.
¿Qué era la luz que entraba por la ventana? No podía ser. Le alcanzaba un sol matinal muy fuerte, de amanecer, mientras que él había emprendido el viaje a mediodía. Alzó la cabeza lo necesario para descubrir que estaba en una habitación ocupada por otros tres hombres. En cuanto abrió los ojos, llegó una mujer que le encajó una especie de mascarilla burbujeante. Oxígeno. ¿Qué podría significar todo eso?
Lo sacudieron dos horas más tarde. “Ahora va a verte la doctora”. Al recorrer los once pasos hasta el despacho, comprendió “¡Maldita sea!, alguien me ha hecho fracasar”. Tuvo que contarle a la jovencísima doctora la historia de su vida. No sintió rubor. El estado aletargado de su cuerpo lo desinhibía. Conforme más avanzaba en el relato, más se convencía de que no tenía más remedio que consumarlo. Debía engañarla, convencerla de dejarle salir del hospital cuanto antes. Le explicó que, habiendo fracasado, debía avisar urgentemente por internet a los familiares, que lógicamente estarían muy alarmados y debía tranquilizarlos en seguida. Notó en los ojos de la muchacha una luz de simpatía y comunión. Tenía que correr. La doctora lo entendió. “Corra, vaya”. Sonrió, mordaz, al entrar en el ascensor. La médica se había tragado el cuento. Aún era capaz de fabular a pesar de su estado.
Al salir del ascensor en la planta baja, se preguntó cómo hacerlo efectivamente ahora, de manera que no fallase ni pudiera detenerlo nadie. Ya había instruido al heredero sobre cómo obrar, así que no era necesario hacer nada más. Debía actuar cuanto antes, buscar una altura eficaz desde donde saltar al vacío, pero al dar el primer paso en la calle, bajo el caliente resplandor del verano madrileño, se preguntó si era indispensable hacerlo. La sonrisa de un taxista al aupar al vehículo a una señora impedida, inexplicablemente, le inspiró esa duda. ¿Tenía que hacerlo, sin más remedio? ¿Y si ocurría un milagro precisamente ahora?
Esperaría un par de días más. Pero, de todos modos, tenía que hacer de verdad lo que había pretextado a la médica, debía afrontar el fracaso con gallardía. Necesitaba avisar cuanto antes de que continuaba vivo. Impulsado por la urgencia, corrió avenida adelante aunque las fuerzas le fallaban, subió a su vivienda bajo la mirada maravillada del conserje, abrió nerviosamente la puerta y escribió en el ordenador una nota muy breve, que envió sin repasarla siquiera como hacía ordenadamente siempre con sus escritos.
La dramaturga no podía creer lo que estaba leyendo. Furiosa, se preguntó qué hacer con el maravilloso drama que había bocetado durante toda la tarde anterior. Tendría que romperlo. Maldito suicida del demonio. ¡Maldito derroche de eficiencia de la policía! ¿Por qué diantres no se había muerto ese desgraciado?
El comentarista comprendió con indignación que todas las tópicas florituras que había desgranado la noche anterior en la tertulia de la tele eran desmentidas por la realidad. ¡Menudo ridículo! Con lo bien que había interpretado ante las cámaras el papel de amigo desconsolado… Maldito suicida que el diablo se llevara, ¿por qué no aprovechó el desvergonzado el primer descuido de la policía para suicidarse? ¿Por qué no se habrá matado el hijo de puta en cuanto lo dejaron salir del hospital? ¿Por qué no se muere de una puñetera vez?
El cronista colgó el teléfono con un golpe seco, indignado. ¡Habráse visto! Ya no se podía uno fiar ni de un suicida aparentemente serio. La dramaturga acababa de darle la noticia y ahora su indignación ascendía entre hervores como la lava en un volcán, e iba a explotar en seguida. Miró la pantalla del ordenador. ¡Con la pieza irrepetible que había escrito! Había quedado satisfechísimo con el obituario, pero menos mal que aún estaba inédito porque lo previsto era que lo publicasen el sábado. El maldito no suicida iba a malograrle la mejor página de su vida. No podía ser. La conservaría. Tocó la tecla. Guardaría el archivo para usarlo en cualquier ocasión futura. A lo mejor tenía suerte y repetía el mismo suicida…

sábado, 26 de julio de 2008

LOCO POR LA MÚSICA


El gusto por la música es una cualidad innata. El sentido exacto del ritmo, la memoria melódica, la facultad de descubrir la calidad allí donde se encuentre -sea el género que sea-, la capacidad de construir universos con la imaginación siguiendo la interpretación de una orquesta… aunque requiera más aprendizaje que otras artes y sean siempre indispensables los maestros/guías, la afición musical es un patrimonio espiritual con el que se nace, aunque lo mejor será desarrollarlo. Un amigo barcelonés me lo explicaba con una especie de silogismo: “Si te gusta el flamenco y la música de la banda municipal, es seguro que te gustará el clásico o… tal vez el jazz. Si te gustan dos géneros folclóricos tan dispares como el brasileño y el español, seguramente adorarás a Beethoven sin saberlo”
Sentir el delirium tremens de Mussorgsky en lo alto del Monte Pelado debe de ser una de las experiencias más terroríficas y tenebrosas del ánimo, pero nadie podría igualar el tranquilo fluir deslizándose por la corriente del Moldava con Smetana, como si saltaran en la superficie todos los insectos y anfibios de Centroeuropa, pudiera uno llegar a desentrañar los misterios del Elba y, sin necesidad de trasladarse al Rin, experimentar la premonición de muerte de las Valquirias en cabalgata. ¿Y quién no vería florecer el báculo papal en los coros de Tannhauser? ¿O dejaría pasar sin estremecerse la ordalía de Undivé y el aquelarre de la Danza del Fuego? He visto el tropel desbocado del ejército del Príncipe Igor, la tunantería adormecida de Sherazade, las caracolas bailando con olas en las playas malagueñas con Albéniz, el peligro inminente del baile de Romeo y Julieta, con Prokofiev, el júbilo impetuoso de la jota –genuino himno español- de Bretón, el orgullo altanero aunque acogotado de Sibelius y el llanto en un lago por el amor prohibido e imposible de Tchaikosvky.
Nada iluminaría los recovecos de mi pecho mejor que Bellini, ni burbujearía más jubilosa y explosivamente mis brindis que Verdi, ni exaltaría más mi estupor por el absurdo que Bizet, ni convulsionaría más violentamente mi fatalismo que Bernstein, ni rompería más hondo mi corazón que Maurice Jarre entre samovares y girasoles, ni me serviría de espejo multicolor mejor que Ruperto Chapí ni exaltaría mi líbido en Babilonia mejor que Lleó.
Hay que descubrir todo eso dentro de uno pero ayuda mucho hacer lo mismo que cuando se pretende conocer mínimamente una pirámide: buscarse un guía. Yo tuve uno que, de pronto y sin esperarlo, me desveló algo que había presentido siempre. Llorar sin saber por qué escuchando una orquesta es un sentimiento que nadie podría describir ni, mucho menos, razonar.
Cuando uno se ha dejado abducir por los tambores de Barlovento o por las gaitas maracuchas de Venezuela, o por las batucadas de Bahía, o por los “hamelines” con trombón de New Orleans… Cuando uno ha sido transportado a la Pampa o a Corrientes/Jujuy montado a caballo o navegando en jangada, o se ha bañado en merengue por el Caribe cubierta la cabeza de sangre de gallina por un santero ante la Caridad del Cobre… Cuando uno ha bailado por malagueñas con Lecuona o rumba flamenca egipcia con Lolaky… Cuando uno ha sido transportado sin voluntad por un ritmo, una melodía o un solo arpegio y cuando ha llorado copiosamente con Barber, ya no debe forzar más su pobre corazón. Bendita Locura.

viernes, 25 de julio de 2008

XANA DE TARDE EN TARDE

En la revista Integral , una mujer solicitaba "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos. A cambio, ofrezco vivienda, comida y pequeña ayuda económica". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas. Había otros reclamos interesantes, pero ése atrajo su mirada de manera casi subyugante, haciendo que los demás parecieran borrosos.
Damián dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, en medio del desorden monumental de la habitación donde vivía de prestado. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de una agenda donde figurasen los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica para averiguarlo; antes, trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no necesitaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de tener sobre cuarenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, debía meditar si iba a ser capaz de dejar de fumar. De todos modos fumaba cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban noventa euros y no vislumbraba en el futuro inmediato la posibilidad ni siquiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, naturalmente que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había conseguido más que sobrevivir acosado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, tras lo que descubrió con desolación e ira que la Seguridad Social no le reconocía el derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. Y no había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre casi cuarentón; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", exigían casi todos y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Con treinta y nueve, a efectos laborales era un muerto civil. Nadie le iba a emplear y las instituciones le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo o disolverse en la nada.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.

Le gustó la voz de la mujer. Igual que un torrente fresco de montaña, como un surtidor de estrellas. Consideró una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba argentina, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.
Le citó en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino, te liarías y te podrías perder". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un pantalón vaquero.
Era la hora del café de sobremesa cuando llegó al restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno. A lo largo de la barra sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; caduca, algo gorda y muy fofa, el pelo desgreñado y doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina la mitad de su capital tras devolver la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor la vista, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una estilizada figura cercana a lo escultural, una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar. Su edad no superaba los treinta años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad oída en el auricular del teléfono.
-Los últimos kilómetros han sido difíciles. El pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué distorsión extraña arrebataba sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

Tras comprar el juego de cadenas y ajustarlo a las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó- Se llama Somiedu, pero no da miedo sino muchísima alegría. Serás feliz.
Conforme ascendían por el estrecho camino, Damián descubrió que cruzaban incesantemente el umbral de un paraíso que sólo se desvelaba según iba rebasándolo el coche. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y reverberantes en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! Había creído exagerado lo que le decían sobre el paisaje asturiano, y la realidad superaba las descripciones aunque de una manera incomprensible; frente al parabrisas, los brezales parecían mustios, amarronados, como arrasados por el fuego, lo mismo que los extensos matorrales de tojo, en los que sólo apreciaba espinas, pero en cuanto los alcanzaba el coche, descubría que su vista padecía alguna clase de desenfoque, ya que por las ventanillas laterales le deslumbraba un fresco verdor salpicado aquí y allá de hayedos, con brotes de primavera, y robledales cargados de bellotas pero con las hojas verdes de junio. Para un mediterráneo como él, el panorama, que comprendía todos los matices imaginables del verde, parecía sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de un riachuelo oculto por los sotos. Se repitió a sí mismo que ingresaba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?
Procuraba mantener la mirada fija al frente para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy agudo a causa de lo mal que se había alimentado las últimas semanas, y no paraba de sufrir alucinaciones. Ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la exactitud de la observación, resultaban ser unas piernas maravillosamente torneadas, como si viajase Marlene Dietrich en el asiento del copiloto, una diosa con las luces y todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de pequeños edificios.
Se trataba de una casa minúscula pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares. Aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. La contemplación de la casita redobló la esperanza que no había parado de crecer en el pecho de Damián durante el viaje. Una vez estacionado el coche, cuando él fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -protestó Damián, escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes que cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada de un modo que no sólo zanjaba la cuestión, sino que descartaba la discrepancia de manera desdeñosa e imperativa.
Sin explicarse por qué, Damián presintió que no convenía contradecirle. Idea que no le produjo enojo, sino que le hizo sentir feliz.

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio a Damián del perteneciente a Lina. La situación resultaba extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión de que sufría agotamiento muy grave, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; los perfiles era imprecisos, dibujando un paisaje gélido bajo el crepúsculo polar, con árboles fantasmagóricos que llevaban siglos petrificados. Mas la neblinosa mirada se despejó al bajar el último peldaño; de repente, la gran sala-cocina estaba iluminada muy cálidamente por la luz eléctrica y el fogón, y la mesa de maciza madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres. El conjunto parecía un cuadro, un barroco lienzo donde el pintor se hubiera empeñado en reproducir con primor las más apetitosas exquisiteces del mundo, una sinfonía de colores y aromas que saciaba con sólo contemplarla.

Despertó por el ruido que Lina producía trajinando en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No le habían asaltado durante la noche las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso a la gloria, la plenitud de sus facultades viriles ejercitadas hasta el vértigo, el recorrido por senderos orillados de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso, pleno y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, debía de continuar soñando, porque de estar de veras despierto había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuera posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una opacidad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del llar. Lo único que continuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando ella giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará listo en un par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el asturiano. Necesitas más sustancia que por allí abajo, muchas calorías para enfrentarte al clima de las montañas cantábricas.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que le ofrecía el desayuno más opíparo que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voracísimo apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo y decide tú.

Lo que Lina había llamado “campo” era un retazo de huerto que parecía impreso en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos perfectos llenos de yerbaluisa, menta, lavanda, hierbabuena, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, tomando en consideración que se encontraba en la Cordillera Cantábrica, que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de tan floridas, adelfas salpicadas de rojo púrpura, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas, aunque un poco más lejos podía distinguir con nitidez el marrón mustio de los brezales. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado lo que le pareció que estaba maduro como para ser vendido en el mercadillo, hizo manojos pequeños, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Mereces tu suerte.
Damián la observó, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía tras diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, habría estado hablando en voz alta.

Sólo tuvieron que permanecer tres horas y media en el mercadillo, porque la mercancía se agotó. Antes de poner el coche en marcha, Damián extendió el dinero, ordenado sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-Las pesetes no me interesan y ni siquiera tengo idea de su valor. Guarda eso, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero y te ocuparás de que todo funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina le tentaba para comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla. Jamás rozaría ni por asomo el territorio abstracto donde vivieran los enfados y los desagrados de Lina. Ella le miraba con íntima complacencia y Damián sintió la mirada como un flujo que recorría escrutadoramente su alma, un escrutinio que calibraba uno a uno todos sus resortes y que, al final, resultaba satisfactorio para la apreciativa luz azul que refulgía en el fondo de sus pupilas.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó del bolsillo como si se hubiera materializado de la nada, convertido un rayo de sol en jugosa pulpa.
Sin dejar de observar el camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y muy lustrosa, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés o traída a través del tiempo desde el árbol del bien y del mal del edén.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y temía que las ruedas patinasen sobre el terreno helado. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Una singladura por los mares más amenos y lujuriantes de cualquiera de los trópicos. Una travesía por todas las alegrías y todos los placeres. Un viaje a través de la Galaxia. Comió con avidez la totalidad del fruto, como si parar de comer significase el vacío y la soledad. Después de experimentar un placer palatial de intensidad tan extraordinaria, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.
Ella sonreía con placidez, de un modo que le hizo sentir que conocía al detalle y aprobaba cada una de sus sensaciones.
Damián sonrió también con gratitud, con amor, con arrebato. El tormento de diecisiete meses de incertidumbre y desesperación había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de Lina. Quería tocar, pero jamás lo haría sin su consentimiento. La deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada le apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete situado junto al espacio que ocupara el de Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-Por Somiedu dicen que es la última de una estirpe muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital hace nada más que cinco meses.
-Sí, pero con los casi noventa años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer con tantas ganas de vivir como una muchacha. ¿No te has dado cuenta de cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.

jueves, 24 de julio de 2008

¿QUÉ CANTAN LOS ESCRITORES ESPAÑOLES DE AHORA?

En recuerdo de aquel poema de Alberti, es indispensable preguntarse qué escribirán los escritores españoles de ahora.
No me refiero a los “escritores” que plagian libros de novelas rosa norteamericanas, ni a los que narran sus vivencias de gigoló de viejas, ni a los que pergeñan un conjunto de sus crónicas de guerra y las hilvanan malamente, ni a los que destilan el veneno se su venganza de alcoba mancillada, ni a los o las que se aprovechan de haberse pegado el lote en una discoteca con una celebridad, ni a los que especulan sobre el sexo de los obispos, ni a los que se ensañan sobre las debilidades de sus ex compañeros de profesión ni a los que alambican por la noche el anhelo de satisfacer su vanidad publicando un libro, mientras regañan a los escandalosos niños que andan en triciclo por el pasillo.
Tampoco me refiero a los “genios” que buscan afanosamente criminales, planos, mapas o jeroglíficos con los que emular al dichoso Dan Brown, por orden de su editora.
Hablo de los que fabulamos de verdad. Los para contar debemos pasar las de Prometeo. De ellos siento.

martes, 22 de julio de 2008

LOS TRES EXEGETAS DE LA CORTESANA

Exasperantemente, hay quien al no ser capaz de escribir un libro, tener un hijo ni plantar un árbol, para evitar reconocer su falta de talento elige convertirse en untuoso exegeta de alguien. Puede ser cualquiera. Inclusive la ladrona con ínfulas de cortesana tiene los suyos. Hay tres en concreto, que cantan alabanzas a la delincuente ladrona con la esperanza que de que ella, desde su madrinazgo mafioso, les reparta cualquier día “un favor”.
Uno de ellos es un excelso articulista que nadie lee, que también entrevista en una importantísima televisora, donde él usa un rinconcete de la conserjería como plató para grabar sus entrevistas. Desde su mediocridad personal ya crepuscular, ensalza a la ladrona con la aspiración de que un día le dé quién sabe el qué.
Otro, es uno de los que llamamos en Andalucía “graciosillo de barrio”, que hace sus desgraciadas gracias escarneciendo y burlándose cruelmente de los “otros”; le llevó años terminar un libro plagiando las sentencias de un político que a nadie interesa… y se le acabó el gas para toda una generación. Desde su calva mediocridad pretenciosa, lisonjea a la ladrona para que siga regalándole libros robados.
El tercero, y no por ello el último, es un patético anciano aunque cuarentón, alcohólico, que ha convertido en púlpito -desde donde pontificar- un articulillo semanal, para consolarse del libro que aunque le pagaron jamás fue capaz de escribir. Diatriba sus delirios etílicos y paridas luego de atiborrarse de alcohol mirando pornografía pederasta; el púlpito fue siendo retirado hacia lo más umbrío del templo y ahora ya lo han llevado a las catacumbas. Embadurna de babas a la ladrona por una mal entendida solidaridad de identidad sexual.
Tres exegetas para una ladrona que acabará en la cárcel, por la magnitud de sus robos y por el ingente número de víctimas. Tres adoradores del poder (aunque sea espurio) como única verdad, que entre un niño sidoso y agonizante de hambre y el G-8 aplaudirían al G-8.
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sábado, 19 de julio de 2008

ESPAÑA ASESINA A SUS ESCRITORES

ESPAÑA ASESINA A SUS ESCRITORES
Se lo pregunto a mi pariente de La Vanguardia: “Sí, claro, ¿es que no lo sabías? A todos los escritores les defraudan derechos. Pero no vayas a meterte en eso, que no sabes lo que podría pasarte”. Lo que podría pasarme es que me maten y, de todos modos, no puedo vivir tras robármelo todo mi editora y, además, ya me han amenazado de muerte tres veces (anónimamente, por supuesto). Le pregunto a un articulista de El Mundo: “Pero, hombre, ¿en qué país vives, que no te enteras? Yo, en tu lugar, no le hablaría a nadie de eso”. Alude a lo difícil que será para mí volver a publicar si reclamo mis derechos, porque el corporativismo mafioso de las editoriales funciona vetando a los escritores que queramos cobrar lo que nos ganamos. ¿Cómo voy a anhelar seguir publicando gratis, sin cobrar lo que me gano? Me dirijo al ministro de Industria y Comercio a través de su secretaria, y ni me responde. Se lo cuento a dos diputados de mi provincia, y no se han dignado ni a comentar mis escritos. Por ahora, el único que, al menos, se ha interesado por el caso, es el Defensor del Pueblo.
¿Y los periodistas? Ni uno. He sido presidente de una estrafalaria peña (hasta que un infarto me impidió continuar), donde hay un montón de figuras televisivas; ninguno ha dicho ni mú. Total, ¿qué más da que muera un escritor, si nadie lee?
Se lo cuento a personas que publican libros. Algunos me han contado sus propias cuitas sobre los derechos que les han robado también a ellos. Los demás, el silencio acogotado del catedrático o el articulista que teme que no le publiquen más; a éstos, los derechos de autor no les importan, porque escriben libros a ratos perdidos, como hobby, y por no sé qué otro motivo.
Conclusión: ESPAÑA ASESINA A SUS ESCRITORES. La “entente” editorial y la inhibición oficial (a sabiendas) ha clasificado a los que nos dedicamos a escribir como una especie rara que se alimenta del aire. Somos, creo, la segunda nación productora de libros del mundo y el negocio editorial representa el 1,2% del P.I.B (la mayoría, títulos traducidos). Aquí nadie podría escribir Harry Potter o el dichoso código del demonio, porque no nos permiten dedicarnos a crear y se espera que la escritura sea una actividad segundona, de horas robadas al sueño, o una actividad plagiaria de pomposas señoras multioperadas. Escribir en España ya no es llorar, sino morir.
Centradas mayoritariamente en Barcelona, no saben ustedes con qué sintonía de “cosa nostra” funcionan. Prohíben que se hable español, pero hay que ver cómo se lucran con el español y cómo defraudan los derechos de los que escribimos en español.
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viernes, 18 de julio de 2008

LA AMANTE PERVERSA

Parafraseando aquel viejo poema, “no entiendo cómo se aguanta a sí misma esa ignorante perversa” Es defraudadora, ladrona, pretenciosa, ignorante e impertinente pero, sobre todo, es perversa.
Según afirmaba el sabio, se quiere lo que se puede y no lo que uno quisiera querer. ¡Si lo sabré yo! Por mucho que uno se empeñe, no manda en el sentido de su amor. Ni por mucho que se empeñe la sociedad o los metomentodo. Mucho hemos cantado, escrito y luchado para que yo, usted y él hagamos de nuestra capa un sayo y que nadie venga a imponernos con quién compartir el corazón.
La perversión es casarse para cubrir apariencias y pasear hijos adultos, presumiendo de madre ejemplar, cuando el marido es un polichinela que ni pincha ni corta en la cama y el hijo, un disfraz, mientras la amantísima madre y esposa manipula con ellos las exigentes apariencias sociales de su clase, para no reconocer que su amor real es otra mujer y que tanto la maternidad como el casamiento fueron perversos actos de disimulo. Otra mujer, de la que es un poderoso caballero andante y con la que se gasta en dispendios y viajes el dinero que a mí me roba. Mientras, a mí me están desahuciando de mi casa.
Tenemos el derecho de amar lo que nos dé la real gana. Pero usar al marido y los hijos como coartada para esconder lo que, en realidad, avergüenza, es perversión. Una perversa ignorante, que además de despiadada e inculta es defraudadora.

lunes, 14 de julio de 2008

¿POR QUÉ CALLA EL MINISTRIO DE INDUSTRIA, MIGUEL SEBASTIAN, QUE LO SABE TODO? ¿EL SUICIDIO ES MI UNICA SALIDA?

¿las editoriales estafarán por los siglos de siglos? ¿Tengo que suicidarme sin una sola ayuda?

viernes, 11 de julio de 2008

¿SON TODAS LAS EDITORIALES ESTAFADORAS?

Me llegan muchos mensajes de lectores alentándome y solidarizándose conmigo. Le recuerdo, lector, que soy un escritor con once libros editados, que aunque no sea una gran celebridad tengo mi público y que habiendo publicado 15 ediciones de cuatro libros en tres años con la misma editorial, ésta ha pretendido pagarme mis derechos de dos años con un total de 3.400 euros.
Pero además de los mensajes de aliento, y aparte de amenazas de muerte hace dos semanas (ahora, acaban de amenazarme otra vez a través de un medio de Barcelona y un supuesto pariente mío), han empezado a llegarme mensajes de editoriales que justifican a la defraudadora. Pretenden convencerme de que dejar sin derechos a un autor es lo correcto (según afirman ellos, una de las principales industrias editoriales del mundo no puede permitirse pagar derechos de autor, y hasta consiguen embaucar a abogados y jueces) Estas editoras se valen de burdos razonamientos todos semejantes, pero reproduzco el de una de ellas, muy ordenadito:
“1º las librerías compran los libros ( no hay depósitos firmes)
2º Las librerías devuelven los libros no vendidos y reciben su abono por parte de las diistribuidoras
3º la editorial recibe la liquidación de la distribuidora ( intermediario puro, duro, chorizo en la mayoría de los casos
4º La editorial no puede comprobar que la información que le da en la liquidacion la distribuidora es real ( o lo tomas o lo dejas)
5º Si reclamas te conviertes en persona non grata para el resto de distribuidoras( el equivalente es mafia institucionalizada de venta de libros) y te comes los libros sin encontrar un distribuidor
6 Las editoriales pequeñas mueren o mal subsisten ya que invierten mucho en producción e infraestructura mientras que de las ventas la distribuidora se queda con el 60% y además no son ventas reales ( ventas mermadas por la mano que todo lo toma”.
Terrible que esté sucediendo esto en el centro mundial de la edición en idioma español, y con un gobierno que presume de que la edición en español representa el 1,2 de P.I.B.
Pero el quid del asunto es el siguiente:
Nadie puede devolver un libro que haya comprado en una librería. El librero jamás lo aceptaría. Por consiguiente, al autor hay que decirle que se ha vendido ese libro y pagarle sus derechos. Y NO COMO HACE MI EDITORA: tengo cuatro libros en venta con ella y ha pretendido liquidarme la miseria de 2.400 euros (en un año) por uno que, precisamente, está a la venta ahora con un rótulo que dice “best seller”. Con ser esto indignante y alucinante (en cuatro palabras), lo más increíble es la liquidación de otro de mis libros, que habiéndose vendido 6.000 ejemplares, dice la editora que aun le debo yo dinero.
Gracias al delito de esta estafadora, llevo ahora dos días sin comer y no creo que resista más de otros dos o tres días.
TRUCO EDITORIAL PARA ROBAR DERECHOS DE AUTOR: Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decir al autor cuántos ejemplares se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos ejemplares suyos hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos!!!
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jueves, 10 de julio de 2008

BUSCANDO A MECENAS DESESPERADAMENTE

Algunos creadores necesitamos toda una vida para caer en la cuenta de que Mecenas ha muerto. Los que no vivimos desde la cuna en el Parnaso, no tenemos a nadie que venga de parte de César Augusto a comunicarnos que su confidente desapareció.
Pobre, autodidacto y trabajador desde los 13 años, fabulé mucho antes inclusive de aprender a escribir palotes. A partir del momento en que mi propio ambiente se esforzó por desalentarme y disuadirme (en España se maniata a los niños con aptitudes artísticas), comprendí que al no tener formación académica tenía que procurarme los conocimientos que me permitieran relatar de modo eficaz las historias que bullían en mi mente. En tres continentes, superando penalidades que nadie puede imaginar, pasé la vida persiguiendo el sueño y llegó el día en que sentí que ya disponía del método (insólito y muy personal). Entonces, abandoné cuanto de material había conseguido tratando de ser mi propio Mecenas, y volví a España en busca de meter aquellas fabulaciones entre cubiertas de cartoné.
Fui finalista en dos importantes y honestos premios literarios, pero tardé 13 años en ver impreso un libro mío, cuya edición tuve que pagarme yo. Después, procurando atajos, publiqué con dos editoras gay que me trataron peor que a un muñeco de feria. Por último, cuando ya creía que había dilapidado mi vida tras una ilusión vana, llegó un pesebrista báquico a encandilarme con la promesa de disponer de mi mecenas, y me puso en las garras de una soberbia ignorante que se jactaba de patricia y nepotina de la divinidad.
Seguramente absorto en la inesperada fortuna de haber alcanzado por fin la meta cuando la mayor parte de los hombres nos sentamos a esperar la muerte, tardé tres años en darme cuenta de que aquella ignorante no buscaba autores, sino víctimas de desfalco. Su inicialmente amable actitud conmigo se convirtió en seguida en hostilidad muy manifiesta. Ella ha contratado los últimos años un montón de mediocridades con la pretensión de convertirlos en Dan Brown; su hostilidad hacia mí fue creciendo cada vez que me proponía convertirme en émulo del estulto norteamericano y yo me negaba.
Han tenido que transcurrir más de tres años para descubrir EN SUS PROPIOS PAPELES, que la editora me estaba robando los resultados de toda una vida de esfuerzos. Y me he dado cuenta sencillamente cuando ha llegado el momento en que ya no tengo ni para comer mañana. Dado que, al robarme toda posibilidad de supervivencia, no me deja más puerta que la del cementerio, ante esta eventualidad necesita aprontar el odre vacío que tiene en el lugar de la cabeza.
TRUCO EDITORIAL PARA ROBAR DERECHOS DE AUTOR: Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decir al autor cuántos ejemplares se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos ejemplares suyos hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos!!!
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miércoles, 9 de julio de 2008

LA EDITORA. Relato

Durante varios años, se había sentido la reina del cielo; vivió feliz y dominadora en su taifa, no tenía que soportar al marido que le repugnaba y, con el pretexto del trabajo, podía acariciar con disimulo a los verdaderos objetos de su deseo. Pero murió el supremo hacedor y el heredero se dio cuenta con indignación de lo que la editora hacía: traicionaba ostentosamente a su esposo con esposas sáficas y estafaba a los autores en sus derechos de autor. Indignado, el heredero echó a la editora de mala manera, sin darle opción siquiera de entrar en su despacho a recoger las fotografías.
Pero la editora decidió reivindicarse a sí misma y fundó una editorial propia. Se afanó en apresurada búsqueda de muchos autores a los que estafar, y comenzó a lanzar libros como butifarras. Mediante la deshonestidad más desvergonzada, y despiadada con los autores, se costeó durante varios años un oscuro y viscoso sibaritismo, e igual que un jeque de Marbella, se llevaba a las odaliscas en fastuosas travesías de cuento. Desesperado, uno de los autores estafados informó del caso al Ministerio de Industria y Comercio; durante varios días, en el ministerio no hicieron caso, pero una mañana, decidieron estudiar el problema, leyéndose la ley; inmediatamente, el ministro recibió un aluvión de llamadas de editoras, conminándole a que su ministerio siguiera amparando la ilegalidad.
Pero a toda cochina le llega su San Martín. Resulta que no todos los hombres somos cobardes y pasivas crisálidas en fauces de mantis religiosas. Al borde del colapso, aquel autor, decidió también reivindicarse a sí mismo del destino que ésta y otras editoras le imponían rumbo a la miseria, la indigencia, la condición de “homeless” y la muerte. Con los últimos alientos y suspiros, emprendió la desigual guerra. La batalla está siendo épica y ya ha rebasado las fronteras de España.
¿Cómo acabará el cuento? Continuará.
TRUCO EDITORIAL PARA ROBAR DERECHOS DE AUTOR: Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decir al autor cuántos ejemplares se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos ejemplares suyos hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos!!!
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lunes, 7 de julio de 2008

¿POR QUÉ LA EDITORA NO MANDA DETENERME?

Aunque la editora se ha jactado (por sus relaciones familiares) varias veces en mi presencia de que “nadie podría ganarme un juicio en Barcelona”, ella no ha pedido a ningún juez que me detenga, a pesar de que yo escribo estos blogs a diario y mando mensajes con el mismo texto a todos mis relacionados. ¿Por qué no exige detenerme?:
1-Habiéndole exigido mi abogado, por burofax, documentos probatorios, para lo que me
faculta la Ley de Propiedad Intelectual, artículo 64,5 del Real Decreto Legislativo
1/1996 del 12 de abril, ella me ha remitido fotocopias de unos groseros papeles
mecanografiados, sin membrete, sin validez, no probatorios y que serán papel mojado ante cualquier tribunal.
2-No dice cuántos libros míos ha vendido. No puede decirlo porque no podría probar
haberme pagado TODOS mis derechos. Recuerdo que hay QUINCE EDICIONES en tres años de cuatro libros míos.
3-No exhibe ningún documento válido y probatorio que demuestre fehacientemente que me haya pagado TODOS mis derechos de propiedad intelectual. PORQUE NO EXISTE.
TRUCO EDITORIAL PARA ROBAR DERECHOS DE AUTOR: Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decir al autor cuántos ejemplares se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos ejemplares suyos hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos!!!

domingo, 6 de julio de 2008

ESCRITORES: ¡¡podemos!!

A la vista de que a todos (o casi todos) nos defraudan las editoriales nuestros derechos de autor, tenemos una vía infalible para impedirlo a partir de ahora.
A mí me han defraudado en tres años y medio entre 65.000 y 150.000 euros, según el librero o el abogado que lo calcule. Espero recuperarlos y también vosotros podéis recuperar todo lo que os han defraudado los últimos cinco años.
El camino: fundar la sociedad Escritores Asociados Españoles, una especie de SGAE que proteja nuestros derechos de propiedad intelectual.
Súmate escribiéndome a melerovc@yahoo.es
TRUCO EDITORIAL CON QUE ROBAN DERECHOS DE AUTOR: Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decirle al autor cuántos ejemplares se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos ejemplares suyos hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos!!!

viernes, 4 de julio de 2008

LLAMADA A LOS ESCRITORES

Los escritores que acepten la creación de una especie de SGAE en defensa de los escritores, por favor escríbanme a melerovc@yahoo.es

jueves, 3 de julio de 2008

ESCRITORES: podemos recuperar los derechos que nos han defraudado los últimos cinco años

En mi caso, amigos libreros calculan que la apropiación ilegal de mi editora ronda entre 90.000 y 150.000 euros. Un cálculo más conservador, estima que sin duda la estafa es superior a los 65.000 euros. Pero es más que probable que, en total, esta editora sea culpable de la apropiación ilegítima de unos 5.000.000 de euros en el tiempo que lleva funcionando su actual editorial.
Dado el número de mensajes de ánimos que me llegan de escritores que han sido defraudados como yo, da la impresión de que la apropiación está muy generalizada y adquiere un tinte mafioso de delito colegiado. Según me aseguran amigos periodistas de Barcelona, inclusive muchas de las agentes literarias podrían ser cómplices; es decir, estas conchabadas con las editoriales para compartir los beneficios de la estafa.
NECESIDAD DE LA EAE.
Resulta, pues, indispensables que los escritores dispongamos de un instrumento que nos valga tan bien como sirve la SGAE a los músicos. Por nuestros intereses pero, sobre todo, por el porvenir de la literatura en español, es indispensable crear la sociedad Escritores Asociados Españoles. Los escritores muy célebres no querrán en principio apoyar la idea, porque aunque a ellos también les roban, notan menos la estafa por la dimensión de las cantidades recaudadas. Los demás, no tenemos más remedio. Pero tened en cuenta que es indispensable llegar a lo mismo que la SGAE: que no se pueda publicar un libro que no esté visado por la E.A.E.
Imaginad que no sólo consigamos cobrar lo justo y legal a partir de ahora, sino que, como los delitos no prescriben hasta los cinco años, podamos recuperar lo que las editoriales nos han defraudados en ese tiempo. Si queréis empezar a sumaros a la idea, escribidme a melerovc@yahoo.es

¿Es desarrollado un país cuyo gobierno permite que defrauden a los escritores?

La gente común cree que el negocio editorial es una actividad casi clandestina y los escritores, unos locos insensatos.
¡Nociones estupidas!
La industria editorial española es una de las primeras del mundo y representa el 1,2% del P.I.B español. Sin embargo, las editoriales se apropian mayoritariamente de los derechos de los escritores. Y todo el mundo lo sabe, incluidos los estamentos oficiales: comentaristas, articulistas, medios e, inclusive, los propios escritores estafados.
La escritura es la más fascinante de las profesiones; se pueden crear mundos sin salir de una habitación (Verne) o recorrer casi todas las pasiones humanas sin salir de un escenario (Shakespeare o Lope). Uno puede ser una especie de deidad creando seres en un universo paralelo, seres cuyas vidas maneja a voluntad en escenarios que sólo están en su mente. Nadie puede escribir bien a ratos perdidos, después de una jornada de trabajo, robando horas al sueño y compitiendo con el ruido de los niños jugando en el pasillo y la suegra gritando en el salón. La escritura es absorbente y requiere los siete sentidos… o más. Nadie podría ser buen escritor sin profesionalizarse en el desarrollo de las técnicas de fabulación y el uso de la herramienta idiomática.
Pero las editoriales españolas, en su mayoría, pretenden que sus autores escriban sólo como hobby (presentadoras plagiarias y demás), y no aceptan escritores profesionales que necesiten mirar con lupa las cuentas. Porque los escritores no vivimos del aire.
Tenemos una de las primeras industrias editoriales del mundo, pero nunca en la historia hemos pesado literariamente menos en el mundo que ahora. Porque los escritores somos estafados sistemáticamente y no nos dejan sobrevivir con nuestro arte.
Sin ir más lejos, han salido 15 ediciones de cuatro libros míos en los últimos tres años, pero la editora ha pretendido liquidarme dos años completos con un total de 3.000 euros. Calcula. ¿Quién podría sobrevivir con poco más de cien euros al mes?
TRUCO EDITORIAL PARA ROBAR DERECHOS DE AUTOR:
Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decirle al autor cuántos ejemplares se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos ejemplares suyos hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos!!!

miércoles, 2 de julio de 2008

Los complices de las editoriales catalanas defraudadoras

Alguna editora tiene la desfachatez de describir sus métodos de defraudación, con pelos y señales, hasta en blogs y otros medios públicos.
Según dicta la Ley de Propiedad Intelectual, las editoras tienen que decirle al autor cuántos libros se han vendido y pagarle el 10% del importe total. Nada más, salvo que el escritor quiera saber cuántos libros hay en existencia en el almacén y cuántos se han impreso, datos que la editorial tiene que justificar con documentos ORIGINALES. Los libros vendidos son libros vendidos y punto; nadie va a una librería a devolver el libro que compró la tarde anterior. Los libros vendidos son una cifra cerrada que ninguna editora puede alterar a su conveniencia. Toda cuenta presentada al autor complicadamente y restando supuestas “devoluciones” (imposibles), es por fuerza defraudadora. Los libros vendidos son los que usted y yo pagamos en las librerías, libros que jamás aceptarían los libreros que devolvamos. La estafa de las editoriales catalanas defraudadoras consiste en restar los libros en existencia a los vendidos. Con ese truco, se apropian de mis derechos y los de otros autores. Lo espantoso es que las editoriales catalanas defraudadora se sirven de multitud de cómplices:
Periodistas pagados o que, sencillamente, no conocen la ley.
Revistas especializadas que dependen de los anuncios de las editoras.
Emisoras de radio y TV, no informadas en detalle.
Columnistas sarcásticos que se atreven a descarnar a los políticos, fustigándolos (sólo a los del PP), pero no a las editoras cuyos tejemanejes conocen bien.
El Ministerio de Industria (¿no se entera de lo que todo el mundo sabe?)

Hasta los autores son cómplices pasivos. Casi ninguna editorial quiere publicar libros de alguien que sólo escribe. Exclusivamente, publican libros de profesionales de otra cosa, que han escrito alguna vez por “hobby” y no se preocupan de las cuentas, porque se ganan la vida muy bien con otras actividades. Los escritores que no miran con lupa las liquidaciones (casi siempre fraudulentas), son quizá los principales responsables de este estado de cosas.

Claro que… ¿Se puede llamar escritor a un presentador que, ganando millones, tiene la vanidad de publicar un libro y encarga a un “negro” que plagie alguna cosa por ahí?

Así, resulta que teniendo una de las principales industrias editoriales del planeta, no significamos nada en la literatura mundial. Pues los escritores en España, desde Larra, sólo lloramos o nos morimos de hambre, porque somos estafados.

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martes, 1 de julio de 2008

Las editoriales catalanas, ni asesinándome me callarán.

LAS EDITORIALES CATALANAS NI ASESINÁNDOME ME CALLARÁN
Ayer me llegaron tres amenazas de muerte de editoriales catalanas. Han recurrido a la “sutileza” de no emplear mi móvil ni mi teléfono fijo, ni escritos por correos ni mensajes a los e-mail. Se han servido de dos periodistas y un librero, supuesto amigos comunes, para advertirme del peligro que estoy corriendo: “ni te imaginas lo que puede pasarte” “¿no te importa la vida?”
¿Qué podría importarme?
Vivo en peligro de muerte desde el momento en que me defraudaron mis liquidaciones, robándome mi medio de vida. Si no tengo fondos para vivir, difícilmente puedo seguir viviendo. ¿Qué miedo podrían causarme esas amenazas? ¿Pueden disuadirme de seguir contando el caso hasta que alguien decente no me escuche y actúe?
Las editoriales catalanas podrán asesinarme, PERO NO PODRÁN CALLARME.
Los papeles con las liquidaciones fraudulentas no están en mi poder, sino en el de personas que actúan y seguirán actuando. Desde la tumba, seguiría levantando el índice contra esas editoriales catalanas y contra el Ministerio de Industria que transige con las defraudaciones.