martes, 23 de diciembre de 2008

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Os deseo felicidad, mientras yo no puedo ni comer turrón por la estafa de la editorial de ésta y otras tres novelas.


Metidos ya los protagonistas de pleno y con intensidad en su aventura, ésta se copmplica de manera inesperada. En los capítulos 49, 50, 51, 52, 53 y 54
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49
Era el bosque más tenebroso que habían visto jamás y parecía no tener fin. Más de media jornada viajando por él y no se cruzaban con nadie, pero sin embargo presentían cercana la presencia de muchos. Estaban siendo vigilados prácticamente desde el momento en que acamparon a la orilla de la gran espesura al atardecer del día anterior. La lógica les sugería que si querían atacarles, habían tenido ya oportunidades más que sobradas.
Cuando comenzó a pesarles sentirse vigilados, Divea decidió revelar quién era de un modo que pudieran entenderlo desde dondequiera que estuviesen. Pidió a Conall que frenase los bueyes y se situó de pie sobre el pescante al tiempo que extraía de un zurrón el mayor de los objetos de identificación que le había dado Galaaz, una piedra esculpida de un palmo de ancho, con una espiral en el centro y cuatro aspas. La sujetó sobre su pecho con la izquierda, mientras levantaba la mano derecha portando la marca-árbol y repetía tres veces el saludo a Karnun, dios de los bosques.
En seguida se oyó el galope de un caballo que se acercaba.
El jinete vestía la túnica blanca y resultaba visible una lira atada a la grupa. Tenía unos cuarenta años, su pelo completamente amarillo colgaba libre y sus bigotes y su barba eran los más largos que ninguno de ellos hubiera visto nunca.
-¿Quién eres? –preguntó a Divea, sin dirigirse ni mirar a nadie más.
-Este es mi viaje de iniciación para profesar como druidesa. Me llamo Divea y vengo de las clanes galaicos, en Hispania, del lugar que los cristianos llaman Santa Tecla.
-¿Cerca del Camino al Fin de la Tierra? –exclamó más que preguntó el bigotudo.
-Sí –respondió Divea.
-Nos habían dicho que habíais sido exterminados y que en nuestro milenario Camino al Fin de a Tierra campan ahora los peregrinos de la cruz. ¿Traes alguna prueba de que procedes de allí?
-Sí. ¿Puedes llevarme ante tu druida?
-¿Quiénes son estos?
Divea fue señalándolos.
-Conall también busca el saber para profesar de bardo o de íntimo. Alban es nuestro guardián. Dagda y Nuadú son sacerdotisas de los clanes astures. Fomoré es un... –Divea se mordió el labio- digno y destacado miembro de otro clan galaico y, por último, Fergus es uno de los personajes más prodigiosos que habréis tenido oportunidad de conocer. Viene de Galacia, es marino y su clan fue masacrado.
El bigotudo los escrutó un largo rato, durante el que rumió la prolija presentación realizada por Divea.
-Mi nombre es Goiniu. Vosotros, Fergus y Alban, cabalgaréis cerrando el cortejo. En el pescante iréis tú, Divea, junto a Dagda y Nuadú. Fomoré y Conall seguirán el camino a pie, detrás de la carreta. Ahora, esperad un instante.
Goiniu batió las palmas varias veces, de un modo que parecía la secuencia de un mensaje preestablecido. Debía de ser así, porque tras una larga espera, se acercaron dos hombres y dos mujeres a caballo portando grandes ramos de hermosas flores púrpuras de cyclamen y racimos de potentillas fruticosas amarillas. Todo el bosque era una sinfonía de aromas, y a pesar de ello percibieron el de las flores que se les ofrecían, a causa de su abundancia.
-Engalanaos todos la cabeza –el tono de Goinio les pareció demasiado autoritario para tratarse de un bardo-. Pero tú, futura druidesa, debes vestir de blanco. ¿Llevas algo adecuado?
-Tendría que deshacer un hato.
-No podemos retrasarnos más –dijo Goiniu y volvió a batir las palmas.
En seguida se les acercó una amazona portando una hermosa túnica a la grupa, que Divea vistió, sencillamente, encima del ropón oscuro. Se pusieron en marcha.
Poco más adelante, pasaron delante de un monolito parecido a los que habían visto cerca de la playa, pero esculpido profusamente. Presentaba símbolos innumerables y muchos grabados semejantes a los que abundaban en las cercanías de Santa Tecla, pero lo que más destacaba era la figura de un hombre sentado, que portaba un aro en la mano derecha y una serpiente en la izquierda.
Goinio se dio cuenta de la mirada interesada e interrogante de Divea.
-¿Has oído hablar de Vercingetorix?
La muchacha negó con la cabeza. Ya nunca se ruborizaba, pero se sintió en entredicho y no supo por qué.
-Es el mayor héroe de los celtas galos –informó Goinio- y éste es uno de los muchos monumentos que le dedicamos. Hace más de mil años, consiguió vencer muchas veces al César de los romanos, pero no enfrentándose en batallas, sino mermando su fuerzas en escaramuzas por todas partes. Llegó a ser tan temido, que lo sitiaron en el reino de Alesia, de donde somos originarios muchos de nosotros; César cercó la ciudad con doscientos mil hombres, aunque a Vercingetorix sólo lo acompañaban unos tres mil. Después de muchos sufrimientos, y cuando los habitantes de Alesia estaban muriendo de hambre y sed, Vercingetorix cabalgó hasta el campamento de César y rindió sus armas ante él. Fue llevado a Roma, César lo exhibió como trofeo en un desfile y al final lo mandó decapitar.
-¡Cuánto se parece ese héroe a nuestro Viriato de Hispania! –exclamó Dagda.
-También para la memoria y el orgullo de los galos es Viriato un gran héroe –aclaró Goinio.
-Pero la traición cometida con él por los romanos fue más innoble –comentó Divea.
-Así es –dijo Fomoré elevando la voz, pues se encontraba a cierta distancia, un par de pasos tras la carreta-. Sedujeron a dos de sus más íntimos para que lo traicionasen, y después de que lo mataran, cuando fueron a cobrar la recompensa les dijeron los romanos una frase que ha quedado para la más ignominiosa historia de nuestro pueblo: “Roma no paga a traidores”. También en nuestra tierra de Hispania hubo varios castros celtas que resistieron a los romanos con tantos en contra como Alesia. El más dramático fue Numancia.
Sin parar de narrar heroicidades de los celtas antiguos, continuaron camino toda la tarde, hasta el anochecer. Tenían la sensación de transitar por el fondo de un mar vegetal; tan densa, oscura, abundante e interminable era la espesura de ese bosque, el más extenso que cualquiera de los siete hubiera conocido.
Cuando la luz del día comenzó de declinar, Goiniu ordenó detenerse y batió las palmas en una secuencia más prolongada y compleja que las del comienzo del viaje.
Pasados unos momentos, fueron acercándoseles jinetes deslumbrantes por su aspecto. Vestían a medias de pieles blancas y a medias, de metal muy lustroso. Más parecían dioses o héroes de leyenda que hombres. Formaron un gran círculo en torno a los siete forasteros y entonces pudo Conall contarlos. Sumaban cuarenta y nueve, siete veces siete, y no le cupieron dudas de que eran guerreros expertos y seguramente temidos por sus enemigos. También él los halló temibles y no supo por qué, hasta que recordó una frase de Galaaz: debían temer a los dioses guerreros y Conall no fue capaz de imaginar ningún grupo que mereciera más ese calificativo.




50
Los guerreros celebraron una ceremonia sin desmontar, un juego muy vistoso y emocionante en el que los caballos llegaban a saltar y bailar, alzados sobre las patas traseras. El bardo Goiniu observaba de reojo a los siete visitantes, satisfecho por el asombro que mostraban ante las evoluciones equinas. Cruzamientos de dos hileras a un ritmo vertiginoso en los que llegaban a estar a punto de topar entre sí, recogidas de objetos del suelo que otro jinete había lanzado y apeamientos a galope para volver a montar de un salto tras haber puesto un solo pie en tierra. Más que un rito, daba la impresión de ser una demostración de habilidad de equitación que a los cuarenta y nueve guerreros les enorgullecía sobremanera, y que duró hasta que la noche hubo cerrado del todo.
Consideró Conall que lo dieron por finalizado sólo porque la oscuridad impediría contemplar todos los detalles y admirar pericia tan impresionante, a pesar de las antorchas que habían ido encendiendo. Entonces, los guerreros rodearon a los cuatro hombres; apartándolos de las mujeres, los condujeron junto a un arroyo y les obligaron a desnudarse del todo.
Les indicaron que se sumergieran en el agua, en la que tiritaron y le castañetearon los dientes durante un buen rato. Finalizado el baño, desmontó uno y les barrió y sacudió toda la piel con manojos de juncos y flores blancas intensamente aromáticas, recitando una salmodia como si realizara un rito de purificación que ninguno de los cuatro conocía. Una vez enjugados con paños muy suaves y cálidos, les entregaron cortas túnicas blancas y ofrecieron caballos a Conall y Fomoré, los dos que no disponían de montura.
En seguida, guerreros y visitantes emprendieron la marcha al trote para llegar muy pronto al nementone más grande que ninguno había imaginado. Un claro del bosque muy extenso, abarrotado de gente sentada en el suelo, en banquetas y hasta en las ramas de los árboles. La noticia de la llegada de celtas de lugares remotos debía de haber circulado rápidamente por el bosque.
Conall no se podía quitar de la cabeza la pregunta de por qué él, Divea y Alban debían temer a los dioses guerreros. ¿O pensaba Galaaz sólo en uno entre los tres?
Después de desmontar, siguieron a pie entre la multitud con dirección al sagrado círculo de piedra, donde Divea y las dos sacerdotisas se encontraban sentadas ya junto a otras personas, y aunque las expresiones que vislumbraba Conall en los presentes, al pasar, eran cordiales y muchas de ellas sonrientes, no conseguía librarse de un vago temor. Intuía que estaba olvidando algún dato, cualquier anécdota o leyenda que había oído contar y que ahora no conseguía recordar, pero que su espíritu se esforzaba por traerle a la mente como si quisiera prevenirle de algo. ¿Podía ser que sus percepciones se hubieran trastornado por las novedades, que les llegaban en oleadas a cada paso en ese bosque tan magnífico y extraño, donde todo le olía a hechizo?
El druida Partholon casi igualaba la edad de Galaaz, y aunque había más druidas en el bosque de Brocelandia, era el de autoridad superior. Consideraba a la muchacha ansiosa de conocimientos que acababa de acoger en el sagrado círculo, el ser más bello que había visto en su dilatada vida, y había tenido que tratar con beldades famosas en toda la Armórica. Admiraba la armonía perfecta de su rostro, la dulzura de su sonrisa, la cascada dorada de su pelo y la gracia de su figura, pero le complacía más su modestia y el notable esfuerzo de comportarse con humildad. Después de tocar la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el círculo de bronce, y oír recitar con exactitud las tres frases rituales, cuatro o cinco preguntas y un par de gestos le habían bastado para comprender que la muchacha no era ignorante ni podía considerarla una simple aprendiza. Pese a su juventud, apreciaba en ella fuerza, dominio y autoridad. Haría cuanto estuviese en su mano para ayudarla.
-¿Dices que también debes visitar Anglia, Gales e Hibernia? –le preguntó.
-Es lo que me ordenó el gran duida Galaaz.
-Acertada decisión. De ese modo, completarás la más profunda y extensa preparación druídica de que yo tenga noticia. Pero sería conveniente que permanezcas aquí todo el tiempo que puedas, porque es mucho lo que deseamos darte a conocer. Bastará con que llegues a Anglia justo antes del solsticio de verano, que te conviene celebrar en un gran nementone de piedra que existe allí y que es viejo como el tiempo. Previamente, nosotros te instruiremos en cuanto necesites y aún no conozcas.
Divea agradeció la buena disposición con una inclinación de cabeza y una sonrisa que aceleró el corazón del viejo druida. ¡Cuántas leyendas antiguas acudían a su mente con sólo mirarla!
Partholon pidió a Goiniu que interpretara la canción de Tristán e Isolda, y a Conall le ordenó que tomase una lira para acompañar el ritmo. En el instante que el bardo tomó su instrumento y se puso de pie, cesó el murmullo y se hizo un silencio tan completo, que podían oírse los rumores naturales del bosque. Goiniu tenía razones para la arrogancia de su porte y el orgullo que demostraba a cada paso, pues su voz estaba extraordinariamente bien timbrada, los versos fluían de su boca sin vacilación, la melodía era muy hermosa y relataba una historia conmovedora.
Divea no estaba segura de que Galaaz se la hubiese contado, pero le resultó muy familiar el relato de los dos amantes ante quienes la vida había puesto obstáculos insuperables. Marco, el rey de Cornualles, tenía un sobrino muy apuesto llamado Tristán, a quien encargó viajar a Hibernia en busca de la bellísima princesa Isolda, con cuyo padre había pactado tomarla en matrimonio. Cumplido el encargo y ya en el navío que los llevaba de vuelta, Isolda y Tristán bebieron por error un elixir de amor eterno destinado al futuro esposo de la princesa, el rey. Por ello, impensadamente el amor mutuo cayó sobre sus pechos, intenso y arrollador como un terremoto. Un amor imposible, porque el rey Marco se dio cuenta de la traición de su sobrino y mandó matarlo. Desesperada, Isolda se valió de un ardid y logró ser enterrada junto con su amado.
Acabada la canción, muchos de los presentes tenían lágrimas en los ojos y también Alban, que miraba de soslayo a Divea como si encontrase en el relato alguna afinidad con su porvenir y el de la futura druidesa. Como se encontraba en el centro del corro, junto a Goiniu, Conall podía observarlos a todos y además de esa mirada esquinada del gigante, se dio cuenta de que, muy atento al poema, Fomoré presentaba una expresión más sombría que triste. Cuando notó que se levantaba disimuladamente y abandonaba el nementone, dio una disculpa apresurada al bardo y se escabulló tras él a ver si lo que se proponía hacer a escondidas le proporcionaba un argumento con el que obligarlo a abandonar el grupo, apartándolo así de Divea.
Tuvo que seguirlo en una caminata más prolongada de lo que había previsto, por lo que fue dejando señales que le permitieran encontrar el camino de regreso. En cambio, tuvo la impresión de que Fomoré caminase iluminando el sendero con su mirada, porque, además de no dudar, no mostraba signos de desear reencontrar el modo de regresar, puesto que no señalaba árboles o arbustos que le sirvieran de referencias. Tenía que haber indagado en el poco tiempo que llevaban con los galos, para ser capaz de moverse a oscuras con la aparente seguridad con que lo hacía. Cerca de un curso de agua del que se oía el rumor, cogió un manojo de flores abundantes y lo hizo dando la impresión de que murmuraba plegarias antes de arrancar cada una de ellas.
Desde que lo viera por primera vez durante aquel ataque, le había parecido un hombre dinámico, una especie de aventurero experto en la lucha y, por lo tanto, en pendencias de todas clases. Ahora, se comportaba con la devoción de un místico.
Llegó al arroyuelo sin la menor vacilación, como si conociera de antemano su existencia. Recorrió unos pasos por la orilla, arriba y abajo, hasta dar con un lugar que pareció satisfacerle. Entonces, se arrodilló y, tras unos momentos de recogimiento, rozó la arena con la frente convulsionada por el llanto.
La extrañeza de Conall aumentaba por momentos. La Luna en cuarto creciente, junto con el brillo de las estrellas, iluminaba fantasmagóricamente la escena, pero no lo suficiente para apreciar todos los detalles. Además, no podía ver su cara, que en todo momento permaneció vuelta hacia el curso del agua. No obstante, consiguió distinguir que realizaba alguna clase de ritual desconocido, algo que aun guardando cierta similitud con las celebraciones celtas, parecía propio de otras culturas. Permanecía todo el tiempo de rodillas, y extendía el tronco hacia delante y hacia ambos lados de modo rítmico, como si estuviera interpretando una danza al compás de una música que sonase en su cabeza. Eran sus movimientos tan enérgicos y progresivamente rápidos, que Conall consideró que debía estar sudando a chorros. De pronto, se detuvo y de nuevo tocó la arena con la frente. Según las convulsiones de sus hombros, volvía a llorar pero no se oían sus gemidos.
Pasados unos momentos, cogió gran número de guijarros del fondo del arroyo que colocó ordenados en un círculo en la parte seca, y fue clavando ramitas de muérdago entre ellos. Postrado en el centro de esa especie de nementone improvisado, se encogió sobre sí mismo y permaneció completamente inmóvil un largo rato, aunque sus hombros seguían agitados por el llanto. Mucho después, se puso de pie y echó flores en el curso del agua en un tramo de unos cien pasos.
Nada de ello se parecía a cuantos homenajes a la diosa había visto celebrar Conall en su bosque de Santa Tecla.
¿Qué debía temer de ese hombre? ¿Se habría convertido al cristianismo y tenía oscuras intenciones con relación a Divea? ¿Quién era, en realidad, Fomoré?





51
Los días siguientes, Conall no paró de rumiar su pálpito de que Fomoré ocultaba secretos graves; una idea que iba creciendo estimulada más por sus gestos que por sus actos. El joven aspirante a bardo miraba a sus compañeros de viaje para constatar con asombro que él era el único que sospechaba. Pero, a fin de cuentas, ¿por qué se preocupaba? ¿Qué era lo peor que Fomoré podía hacer, matar a la futura druidesa? En este caso, habría solucionado la mayor de sus preocupaciones. Sin embargo, no conseguía librarse de la idea de que tenía que permanecer en guardia ante ese hombre exageradamente reservado que tanto atraía a las mujeres. Entre los cotorreos intrascendentes de las sobremesas, oía más comentarios alabando la donosura de Fomoré que los dedicados a la mismísima Divea, quien, aunque no le gustaba reconocerlo, poseía belleza de diosa.
Pero su atención se desvió de tales conjeturas, atraída por otra cuestión.
Él y los otros seis fueron descubriéndola poco a poco, según entablaban conversación con gente diferente mientras comían o participaban en los ritos. Aunque el caso no se mencionaba apenas, pocos días más tarde comprendieron que no eran los únicos forasteros. Como si el bosque de Brocelandia y toda la Armórica fuesen el refugio más deseado por los celtas supervivientes en Europa, día a día iban conociendo a fugitivos procedentes de los más variados y remotos lugares. Llegados de Helvecia, Dalmacia, Media, Dacia, Valacia, Tracia, Galia Belga y muchos otros lugares, narraban con resignación las persecuciones atroces de las que habían huido. Los incendios de bosques y la quema de mujeres celtas se habían convertido en una epidemia que asolaba el continente de banda a banda.
Los relatos les parecían a los siete compañeros tragedias antiguas, porque sus protagonistas, obligados a recorrer distancias enormes hasta llegar a la seguridad de Brocelandia, habían tenido tiempo de sobra para digerir el dolor y convertirlo en poesía. Aún así, Divea mostraba consternación oyéndolos; Alban giraba habitualmente la cabeza para mirar hacia el vacío, como si no pudiera contener de otro modo su gallardo impulso de correr a luchar contra las injusticias; las dos sacerdotisas habían sido entrenadas para consolar a los dolientes, pero aún así se notaba que tenían que reprimir el llanto; Fergus inclinaba siempre la cabeza, como si necesitase aislarse de cuanto les rodeaba para asimilar las narraciones y no sumarlas al dolor de sus propios recuerdos; Conall afectaba indiferencia sin sentirla de verlas, porque algo se agitaba a su pesar en en su vientre y le retorcía las entrañas. Por su parte, Fomoré siempre estaba al borde del llanto en esas ocasiones, pero sólo Conall lo notaba porque él era el único que jamás dejaba de observarlo. Pese a cuanto reflexionaba sobre la inutilidad de preocuparse por unas intenciones que, de ser perversas, sólo podían beneficiarle, la vigilancia de Fomoré se había convertido en una obsesión.
Constantemente descubría en sus ojos luces alternadas con sombras abismales mientras escuchaba los relatos. Uno en particular le afectó de manera arrolladora, aunque más parecía una leyenda y no tenía nada que ver con el sufrimiento de los fugitivos. Lo relató un hombre muy viejo, cuyo acento, algo difícil de entender, revelaba que su clan había vivido muy aislado en algún lugar remoto. Según pudieron entender, hablaba de cierto anillo forjado con oro robado a la diosa del río, pero que aún así un poderoso druida le había insuflado una facultad maravillosa; quien se lo pusiera, sería el rey del bosque. Por consiguiente, fueron muchos los que lucharon por su posesión en justas y en escaramuzas, a veces muy crueles. Finalmente, lo ganó en buena lid un joven llamado Sigfrido, de quien se había enamorado la muchacha más hermosa del clan, Brunilda. Sigfrido se convirtió en rey, pero cuando se disponía a celebrar los esponsales con Brunilda, la noche anterior lo traicionó el mejor de sus amigos, que le dio a beber un elixir fingiendo que brindaba por el acontecimiento. Profundamente dormido Sigfrido por el efecto de ese licor, el traidor pudo quitarle el anillo y lo mató. Mas el traidor fue sorprendido por la guardia del rey antes de tener tiempo de ajustarse el anillo, que le arrebataron para entregárselo a Brunilda. Ésta, desconsolada por la muerte de su amado, en vez de ponérselo para convertirse en reina, corrió al río de la diosa y lo tiró al agua, donde desapareció para siempre.
Cuando al anciano terminó su narración entre toses y falsetes de la voz, Fomoré lloraba desconsoladamente. Se cubrió el rostro con las manos y echó a correr para escapar de la perplejidad del grupo.
A la memoria de Conall acudió de inmediato la escena que había sorprendido aquella noche bajo la luz difusa de la Luna, junto al arroyo; el extraño rito que terminó con el lanzamiento de flores sobre el curso del agua.





52
El día que Conall descubrió que Divea miraba a Fomoré con ternura, no consiguió dormir en toda la noche, sorprendido de la intensidad de su nerviosismo, porque no le encontraba explicación racional.
Había ocurrido cuando uno de los refugiados de Helvecia contaba su tragedia, culminada con la quema de su casa, mujer e hijos, a excepción de la mayor, llamada Gwynna, que estaba ausente cuando comenzó el ataque. En el centro del círculo de oyentes, se abrazaron padre e hija mientras hacían el recuento de sus pérdidas; sus palabras las trababan los hipidos del llanto. El padre, un hombre muy robusto y velloso con voz atronadora, llamado Arthan, tuvo que beber un elixir que le ofreció el bardo Goiniu, porque estaba a punto de caer fulminado por el dolor. Haciendo un esfuerzo supremo para vencer los ahogos que le dificultaban el habla, pidió a su hija:
-Gwynna, cuéntales lo que viste cuando llegabas a casa.
De unos dieciocho años, la muchacha tenía ojos inmensos del color de las profundidades de un lago. Cuando comenzó el relato, el lago se precipitó por un torrente de llanto, lo que entristeció a cuantos la escuchaban, y muy especialmente a Fomoré y Alban. Éste hizo algo que Conall nunca le había visto hacer antes; apresuradamente, cogió todas las flores que pudo en los matorrales asomados al claro, añadiendo a continuación unas ramas de muérdago, y corrió a depositar el ramo ante los pies de Gwynna con delicadeza impropia de un guerrero. Tan perpleja como todos los presentes por el homenaje, y aunque sin llegar a tranquilizarse del todo, el llanto de la joven se volvió más moderado y su expresión se serenó. Pero las expresiones de los otros seis miembros del grupo eran de asombro, maravillados por un gesto tan insólito y desusado en la conducta habitual del cadete.
-Volvía de recolectar grosellas –narró Gwynna-, y estaba a punto de salir al pequeño claro de mi casa cuando vi delante, en el camino, a un hombre vestido de negro que no era uno de los habitantes del bosque. Se encontraba de espaldas a mí y tenía la mano derecha alzada enarbolando una cruz. Su silueta se recortaba contra el resplandor de un fuego muy grande y comprendí que mi casa estaba ardiendo. Primero, me quedé paralizada de miedo, pero me sacudí a mí misma en seguida, empujada por el temor de lo que estaría ocurriéndoles a mi madre y mis hermanos. Por suerte, ese hombre no se había dado cuenta de mi llegada. Me abrí paso a través de la maleza para poder observar el claro desde otro sitio, escondida a cierta distancia del hombre de la cruz. Lo que vi pudo hacerme gritar, aunque conseguí morderme los labios y cerrarme la boca con las dos manos apretadas. Mi madre estaba desnuda, rodeada por mis cinco hermanos, desnudos también. Alrededor de ellos, unos diez hombres reían a carcajadas mientras los abofeteaban a los seis, que sangraban por la boca, inclusive los dos más pequeños, los gemelos, que sólo tenían cuatro años de edad. Ese carrusel de golpes y risotadas duró mucho. Yo quise salir a suplicarles que dejaran en paz a los míos, pero mis piernas estaban siendo sujetadas por Karnun, porque no podía moverlas. Y en el momento que más me desesperaba por no poder correr hacia ellos, fue cuando lo hicieron...
En este punto, Gwynna volvió a gemir.
-Que la madre Dana me perdone, porque no fui capaz de ver todo lo que les hicieron a mis hermanos; me sentía demasiado horrorizada por lo que hacían a mi madre. Primero, rebanaron sus pechos con un machete muy grande y a continuación, le clavaron ese mismo machete en el sexo, hasta la empuñadura. Sólo pude volver a abrir los ojos después de mucho rato, cuando ya se habían marchado los hombres con sus antorchas. Los cuerpos de mi madre y mis hermanos ardían en una hoguera.
Fijos en padre e hija, los ojos de Fomoré se llenaron de lágrimas, se cubrió la cara con las palmas de las manos y trató de esconder la cabeza entre las piernas cruzadas, como si estuviera avergonzado. Fue entonces cuando Divea lo miró de aquel modo. Era posible que nadie más que Conall lo advirtiera; la futura druidesa fijó un buen rato los ojos en los de Fomoré al tiempo que apretaba los labios reprimiendo un sollozo.
A causa de sucesos parecidos, Conall sentía crecer los obstáculos y las acechanzas, y por ello los monstruos del insomnio le hicieron reparar en detalles a los que de día, y mientras tenían lugar, no les daba importancia. La ansiedad del desvelo le obligó a realizar una especie de balance del tiempo transcurrido desde que llegaran a la Armórica. Le pareció que algo muy importante había ocurrido durante aquel extraño rito celebrado por Divea y Fomoré alrededor del monolito gigante, en el campo de las piedras clavadas en la tierra. Desde aquel día, eran frecuentes las miradas de inteligencia entre ambos, como si se comunicaran arcanos muy herméticos que nadie más debía conocer. ¿Se había enamorado la muchacha de ese hombre que tan graves secretos parecía ocultar?
Una vez que Conall hubo reflexionado, hasta los recuerdos más vagos le sirvieron para reforzar su convicción. Estaba seguro de que durante la gran comida de la mañana, no habían parado de dirigirse las miradas con las que tanto parecían decirse, aunque no pronunciaran ni una palabra.
Y mientras, Alban en la inopia.
Se preguntó Conall si el cadete podía convertirse en su instrumento para empezar a librarse de obstáculos. Alban era demasiado simple, sin dobleces ni prejuicios, un hombre todo fuerza pero sin malicia; tanto, que no había descubierto el entendimiento, que a él le parecía indudable, de la futura druidesa con un hombre que seguramente le doblaba la edad, y ello a pesar de que todos en el grupo estaban convencidos del amor que Alban sentía por ella. ¿O ese amor flaqueaba? Porque el homenaje del cadete a la helvética Gwynna, más que un intento de consolarla, había parecido una ofrenda de amor, sobre todo por el añadido del muérdago.
Podía ser un simple espejismo, pero en cualquier caso, sabía Conall que, continuara o no amando a Divea, lo que no dejaría nunca de hacer Alban sería cumplir con su deber de proteger a la futura druidesa.
Por consiguiente, también querría protegerla del peligro que un hombre tan misterioso como Fomoré podía representar para el buen fin del viaje de iniciación. Conall celebró su propia capacidad de intriga. Bien manejado, Alban iba a ser una herramienta para la realización de sus ambiciones.












53
Las reuniones en torno a los celtas desplazados de todo el continente se convertían al atardecer en una especie de palestra donde daban la impresión de competir con sus nostalgias, el tamaño de sus desventuras y la emoción de sus leyendas.
Siempre que se encontraba presente, Partholon permanecía con los ojos fijos en Divea, observando con atención todas sus reacciones, incluidos los gestos más involuntarios. Ella se daba cuenta del escrutinio y le parecía lógico. El gran druida de la Armórica no podía quedar en entredicho ni exponerse al ridículo dando su inmenso saber a alguien que no lo mereciera. Pero esa mirada ejercía sobre ella un efecto que le causaba mucha incomodidad. Partholon poseía un magnetismo especial, una facultad que jamás había notado en su bisabuelo Galaaz. Seguramente, tenía que ver con el hecho de que no era un simple druida, sino el supremo de un número desconocido de druidas de toda la Armórica. Ignoraba cuántos serían, pero por los comentarios y por las idas y venidas de los “dioses guerreros”, calculaba que lo menos había veinte clanes, lo que significaba que podían ser más de veinte los druidas. Partholon encarnaba, por consiguiente, la cumbre del poder celta de un país muy grande, además de ser el máximo depositario del conocimiento y la autoridad moral.
No tenía nada que temer de él, sino todo lo contrario; por lo que ella había observado, probablemente iba a ser el druida que mayores y más abundantes consejos y conocimientos iba a proporcionarle. No obstante, cuando Partholon se acercaba a las tertulias del anochecer, Divea trataba de estar arropada por los miembros de su grupo, no sabía bien por qué. Solía sentarse entre las sacerdotisas Nuadú y Dagda, teniendo detrás a Conall, Alban, Fergus y Fomoré. Y aún así, había momentos en los que sentía que la mirada del gran druida laceraba su piel.
-En mi tierra, en el reino de Polonia, había un rey extraordinariamente bondadoso a quien un druida le vaticinó que su hijo, el príncipe recién nacido, llamado Segismundo, sería un soberano muy cruel. Por tal razón, lo mandó encerrar en un torreón, para que creciera sin conocer su cuna y nunca ambicionara el trono.
Quien hablaba era una mujer que todos sospechaban que era sacerdotisa en su país y por alguna razón inexplicable se negaba a reconocerlo. Tenía unos veinticinco años, se llamaba Brigit y bajo la holgada túnica se presentía uno de los cuerpos más voluptuosos que Fergus había contemplado nunca. El rostro era atractivo sin que su belleza fuese nada especial, a excepción del pelo de color cobrizo que le llegaba a la cintura. La razón por la que intuían su condición sacerdotal era su fervor en los rituales y la evidencia de que conocía de memoria las principales invocaciones.
Divea se lo repetía a los suyos en innumerables ocasiones, cuando expresaban la extrañeza que Brigit les causaba. Les aseguraba que si no se trataba de una virgen que había profesado, podía hasta haber recibido formación druídica, aunque acaso no hubiera completado su preparación. Era Fergus quien más le preguntaba al respecto, como si Divea pudiera darle respuestas que sólo Brigit poseía.
Hacía dos días que el gálata no paraba de mirarla, y los seis compañeros de su grupo se dieron cuenta de su deslumbramiento. Sin embargo, presintieron que sería mejor no hablar ni bromear, porque consideraban a Fergus capaz de reprimir el impulso y negarse a sí mismo el brote de algún sentimiento, con tal de contradecirles. Sin hablar entre ellos de la estrategia a seguir, decidieron darle alas precisamente fingiendo ignorar sus expresiones de arrobo.
-Un día –continuó Brigit su relato- una dama sufrió un percance cerca de la torre donde Segismundo estaba preso como resultado de la agorera profecía, y al descubrir la luz a lo lejos, corrió en su dirección para pedir refugio. Descubrió al apuesto prisionero encadenado, a quien oyó quejarse de su falta de libertad, en un bosque donde todos eran libres, animales, personas y Naturaleza. Mientras se compadecía de él, la dama fue sorprendida por el guardián del rey, y la hizo prisionera porque sus órdenes eran terminantes: nadie debía conocer la existencia del príncipe. Pero la casualidad juega con los seres humanos y ocurrió algo que ningún adivino había pronosticado: la reina tomó a esa muchacha como doncella, y pocos días más tarde, ésta abogó ante la soberana a favor del prisionero sin sospechar que era su hijo. Oyendo el rey las súplicas de su esposa, decidió hacer una prueba. Mandó dar un elixir a Segismundo para que durmiera profundamente y en tal estado fue llevado al palacio donde, una vez despierto, le convencieron de que era rey. Y así pudo cumplirse la profecía. Segismundo se comportó como el más perverso y cruel de los reyes, ocasionando que su padre ordenase que le dieran un nuevo bebedizo y, bajo sus efectos, volvió a ser encadenado en la torre, ahora dispuesto el rey a que fuera para siempre. Pero entre tanto, el pueblo, que desesperaba porque la corona no tuviera heredero, al enterarse de la existencia del príncipe organizó una revuelta y el rey se vio obligado a liberar a su hijo. Le entregó la corona convencido del trato terrible que daría a la gente que había suplicado por su libertad y le había derrocado a él para aclamarlo como soberano. Pero la madre Dana, el padre Lugh y todos los dioses concedieron su inspiración a Segismundo, que al comprender que su cruel actuación como rey no había sido un sueño, sino desventurada realidad, se avergonzó de sí mismo y, arrepentido, se arrodilló ante su padre para pedirle perdón y devolverle la corona. Y fue desde entonces un príncipe ejemplar. Así, se había cumplido verdaderamente la profecía, pero sólo de manera transitoria.
Todos los presentes permanecieron unos momentos absortos en el rostro de Brigit, esperando que hablase de alguna tragedia personal como culminación del relato, porque era esto lo que muchos de los desplazados hacían, narrar una leyenda para situar a sus oyentes en el clima y en el paisaje de su propia desgracia. Pero no fue lo que hizo Brigit. En su lugar, miró hacia Conall con ojos que éste sintió como cuchillos; el aprendiz de bardo sintió un escalofrío y bajó la cabeza para eludir esa mirada penetrante, que parecía capaz de desentrañar sus anhelos más inconfesables.
Fergus, cuya fascinación había crecido oyendo el relato, preguntó:
-¿Existen en tu país las sibilas?
Brigit palideció y una intensa sombra cruzó por su rostro.
-¿Supones que he contado la historia de Segismundo para predisponeros a mi favor, con el propósito de que no me rechacéis? ¿Crees que tengo el poder de la adivinación y la profecía?
Durante unos momentos, los presentes parecieron esfumarse, como si una intensa luz les otorgara cuerpo y materia solamente a ellos dos.
-¿No lo tienes? –preguntó Fergus a su vez.
Brigit bajó la mirada con los labios apretados. Si no se trataba de que poseía esa facultad tan temida, resultaba evidente, sin embargo, que trataba de callar algo que debía de ser muy grave. Partholon reprochó al gálata:
-No la conturbes si no quiere responderte. Si no es verdad lo que sospechas, porque Brigit tiene derecho a procurar que nadie la tema sin justificación, y si es verdad, porque de todos modos le asiste el derecho a reservárselo. Ser sibila es un don que los dioses otorgan a muy pocas y muy raramente, porque la mujer que lo reciba debe poseer fuerza descomunal, prácticamente sobrenatural, para poder soportar el horror de sus propias predicciones. Pero de todos modos, existe entre nosotros una profecía revelada, que debe de estar a punto de cumplirse: “Surgirá de la oscuridad un héroe que conocerá vuestro porvenir. Ocurrirá después de un rojo atardecer”.
Sólo Fomoré y Divea miraron el pelo cobrizo de Brigit con un sobresalto.
Desde la postura que mantenía, Brigit miró a los ojos del druida de un modo que sólo éste percibió. Partholon asintió imperceptiblemente.
Fergus no había advertido ese cruce de mensajes mudos, porque todo lo que le preocupaba era la respuesta a otra pregunta. ¿Los dioses le habían impuesto el calvario que tanto le avergonzaba y que callaba obstinadamente, aunque su corazón casi lo había superado ya, para premiarle al final del desasosiego con el privilegio de conocer a Brigit? Porque, en efecto, llevaba dos días agradeciendo a todos los dioses que hubiesen puesto a Brigit en su camino.
Quien sí había advertido la comunicación muda entre la joven y el druida era Divea. La sospecha se convirtió para ella en certeza en ese preciso instante, pero impuso silencio a sus labios, aunque sin dejar de repetirse que llegaría el momento en que Brigit y ella tuvieran que hablar. Luego de hacerse varias veces a sí misma esta observación, con objeto de no olvidarla, reparó en que Alban se había ausentado del nementone en compañía de Gwynna, la helvética de los ojos como lagos. En vez de sentir los celos que tal vez habría sentido sólo dos o tres lunas antes, la futura druidesa sonrió con dulzura. Era exigible a todo druida saber, osar y callar, y por lo tanto, no haría ningún comentario ni cometería indiscreciones sobre lo que estaba ocurriendo en el pecho del principal de sus guardianes. Tal vez la madre Dana se había compadecido de su tristeza por el vaticinio que le comunicara en el río astur, y su anuncio de que Alban no continuaría con ella no significaba que iba a morir, sino que decidiría quedarse a mitad de camino, rendido al amor.















54
Iba a cumplirse una luna completa desde la llegada a la Armórica y los siete comenzaban a tener la sensación de haber vivido desde siempre en el bosque de Brocelandia. Era el más extenso y múltiple universo celta que cualquiera de ellos hubiera conocido y todos encontraban allí espacio y facilidades que alentaban sus sueños. Hasta el menos predispuesto, Conall, permitía sin pensarlo que se aflojasen sus resistencias con el adormecimiento momentáneo de sus ambiciones, ante una vida que no dejaba de ser bucólica, como en cualquier bosque, pero que era al mismo tiempo dinámica y colmada de posibilidades. Los innumerables orígenes de los refugiados añadían color y amenidad al conjunto, enriqueciéndolo.
En ese ambiente tan fecundo y favorable para su preparación druídica, Divea llegó al convencimiento de que las siete sesiones a solas con Partholon habían sido las más provechosas desde que comenzara el viaje en el castro de Santa Tecla. Aunque antes de presentarse ante él dominaba la preparación de las tres series de siete elixires, las invocaciones principales y las secundarias, así como muchos arcanos, el druida armórico le enseñó a venerar al dios local Belenus y por su inspiración aprendió a identificar con exactitud y curar los males de salud en el cuerpo humano, nuevos medios para conseguir que las heridas cicatrizaran con rapidez, el modo de entablillar los miembros con huesos fracturados, la lucha contra los malos espíritus que a veces se apoderaban de las mentes, la predicción del clima, los signos para descubrir veneros subterráneos de agua utilizando una delgada rama seca de roble y muchas otras técnicas útiles para la vida cotidiana en los bosques. Tendía, por lo tanto, a creer que ya disponía de la toda preparación necesaria para recibir la consagración de druidesa y no le encontraba sentido a proseguir el azaroso viaje a Anglia e Hibernia. Pero era esta clase de presunciones contra lo que más le prevenía el gran druida:
-Cuando crees que lo sabes todo, demuestras tu ignorancia suprema. Un sabio debe vivir por siempre con la mente abierta a los nuevos conocimientos y las posibilidades desconocidas. Con mucha más razón un druida. Nuestra misión es demasiado complicada, querida niña, y son incalculables nuestras responsabilidades. Es nuestra misión cuidar del espíritu de nuestro pueblo y también de sus cuerpos. Somos jueces, sacerdotes, consejeros y curanderos, y muchas veces nos vemos obligados a actuar también como si fuésemos reyes. Si lo piensas un poco, comprenderás el peso de lo que se te avecina.
Divea asintió con una reverencia, y fue despedida por el druida con un último consejo:
-Deberías comenzar a prepararte para el viaje a Anglia. Falta sólo media luna para el solsticio.
Cuando se dirigía al claro del nementone, donde se reunían a charlar y festejar todas las tardes, Divea vio que Fergus regresaba del dromon. Cada cuatro o cinco días, el gálata iba a caballo a la costa, para revisar el estado del navío y comprobar que nada ni nadie lo perjudicaba. Pero esta vez traía una compañera a la grupa. Tuvo que esperar a verlo pasar para descubrir que se trataba de Brigit que, abrazada a su cintura, sonreía con plenitud mientras, con el trote del caballo, se agitaba el cobre de su melena como una especie de hechizo. En la posición algo forzada a que le obligaba ir sentada de lado mientras giraba la cintura para abrazarse a la de Fomoré, todos los relieves de su cuerpo resaltaban como bendiciones de los dioses, como si Bran hubiera creado un modelo perfecto para que los hombres descubrieran la lujuria.
No podía dudar de que ella y Fomoré se entendían bien, y hacía varios días que lo notaba. Pero hasta ese momento no había caído en la cuenta de que pudiera tratarse de amor. Este pensamiento le causó mucha preocupación. En caso de que así fuera, ¿el enamoramiento del gálata podía afectar al viaje? ¿Trataría Fergus de convencer a Brigit de viajar con el grupo o lo convencería ella para quedarse? Faltaban muy pocos días para emprender la travesía hacia Anglia; necesitaba una respuesta.
Y además, estaba pendiente la conveniencia o, más bien, la necesidad de mantener una conversación con Brigit en privado, porque una druidesa tenía que ser advertida necesariamente si entre la gente que debía gobernar había una sibila. Si en los próximos días los signos y los rumores confirmaban la existencia del romance, pediría a Brigit hablar a solas.
En la tertulia del anochecer, todos escucharon con emoción los relatos de un matrimonio llegado de Hiperbórea, porque esa mujer y ese hombre eran de los pocos que no gemían con el relato de tragedias, ya que su viaje no lo había motivado la destrucción de su clan ni nada parecido.
-Los clanes de Hiperbórea viven pacíficamente y se multiplican. Todos somos felices en los bosques y lagos entre los que moramos. Nosotros hemos parado en este bosque de paso a nuestro destino último, que es el Camino al Fin de la Tierra. Cuando lo culminemos, volveremos al país donde nacimos.
Divea no quiso desalentarlos advirtiéndoles de cuanto ella y sus compañeros habían presenciado en el camino milenario de los celtas. Viajando con los medios que esa pareja llevaba, una carreta tirada por un único animal, tardaría todavía mucho en llegar y a lo mejor la madre Dana permitía que cambiaran las cosas.
Se acomodó como de costumbre, rodeada por los de su grupo, aunque en esos momentos sólo eran cuatro puesto que faltaban Fergus y Alban. Por mucho que lo intentó, no consiguió interesarse por las conversas ni escuchar los relatos de los sucedidos de cada uno. Pensaba en el consejo de Partholon. Tenía que preparar el viaje, pero no se le ocurría que debiera hacer nada distinto de lo habitual. Aunque la conversación con Brigit sí estaría fuera de lo habitual y parecía claro que no podía postergarla. ¿Tenía algo más que resolver con algún otro de los miembros de su grupo? Ninguno de ellos había llegado a expresar de palabra la pregunta que detectó en los labios de todos tras el rito celebrado a medias con Fomoré ante el gran monolito, recién llegados a la Armórica; si era atinada su presunción de que ellos desearon preguntar algo en aquel momento, entre los monolitos, lo habían olvidado.
Conall mostraba un semblante sombrío, ya a todas horas, y Divea se preguntó por qué; como respuesta, recordó el consejo de la diosa, que le había prohibido prescindir de él pero le sugería que lo vigilase. Fergus podía salvarle la vida, pero ¿cómo sería posible que se cumpliera el vaticinio si, por amor a Brigit, decidía permanecer en Brocelandia? De Fomoré esperaba mucho, pero no se sentía capaz de proponerle ni exigirle nada; estaba segura de que él tomaría por su cuenta las iniciativas pertinentes. Las dos sacerdotisas actuaban casi siempre como tales, y tampoco creía que tuviera nada que pedirles. En cuanto a Alban, Divea seguía sin resolver el misterio de lo que la diosa le había comunicado; extrañamente, la madre Dana no le atribuía ninguna misión relacionada con ella, cuando era el que tenía un encargo más concreto desde el comienzo, el deber de protegerla. No lo comprendía, puesto que era su principal guardián y el más fiel, a pesar de que el fornido cadete parecía haberse enamorado de la helvética Gwynna. No pudo evitar sentir un escalofrío, que tampoco consiguió interpretar.






55
Faltaban sólo cinco días hasta la fecha elegida para abandonar Brocelandia y sentían cierta tristeza y algo de vértigo por el temor a lo desconocido, dado que los dos países a los que tenían que dirigirse residían en las brumas de todos los misterios y las leyendas más terroríficas de las tradiciones celtas.
Tras un recuento de la luna y media pasada en ese bosque maravilloso, Conall notaba que no había avanzado gran cosa en la consecución de sus planes, porque la intensa preparación recibida del bardo Goiniu abarcaba sobre todo artes como la poesía y la música, y aspectos formales de los ritos. Poco más. Nada que pudiera servirle de verdad si un día se encontraba ante la oportunidad de ejercer de druida, y por lo tanto continuaba pendiente su propósito de ser capaz de parecer sabio. El de librarse de Alban, ahora le parecía una posibilidad inminente y sin tener que hacer nada. El de prepararse para poder suplantar a Divea llegado el momento, cada vez le parecía más inalcanzable.
Por su parte, Divea había confirmado que Fergus llevaría consigo a Brigit, y todavía no había encontrado la oportunidad de hablar a solas con ella. No podía postergarlo más sin faltar gravemente a sus responsabilidades de futura druidesa, porque no le estaba permitido dudar ni sentir miedo, ni vacilar en la toma de decisiones.
La predicción divina sobre la desaparición de Alban de su vida, no parecía que fuese a cumplirse en el bosque de Brocelandia; por lo tanto debía concentrarse en la resolución de lo relacionado con la enigmática mujer de pelo cobrizo. El problema era que no convenía que ningún miembro del grupo supiera de esa conversación, pero Brigit pasaba todo su tiempo al lado de Fergus, lo que hacia imposible la discreción indispensable si ella deseaba mantener el secreto de su condición.
Tuvo que recurrir a la ayuda de Partholon.
-Señor, ¿me está permitido pediros un favor?
El druida sonrió. ¡Cómo admiraba a esa juiciosa y sabia muchacha, y cuánto iba a sentir su marcha!
-Se te permite.
-No ignoráis que son muchas las voces que murmuran sobre la naturaleza verdadera de Brigit. Hay quien afirma que podría ser una sibila. Sabéis bien, porque forma parte de las enseñanzas que tan generosamente me habéis dado, que yo tendría que conocer esa condición si fuera cierta, a fin de cumplir de la manera más conveniente mis cometidos de druidesa. Dado que se dispone a viajar con mi grupo a Anglia, debería hablar a solas con ella sin conocimiento de quienes viajarán conmigo. ¿Existe alguna posibilidad de que vos me facilitéis que pueda mantener esa entrevista en secreto?
-Sí, hija mía. Existe y así se hará. Ve con el Sol alto a la morada de Goiniu. Él te conducirá a donde Brigit estará esperándote.
Llegada la hora en que el Sol brillaba en el centro de su recorrido diario, de manera que los cuerpos apenas proyectaban sombra, Divea fue a visitar al bardo Goiniu.
-Querida niña, el gran druida me ha dado una orden que ha modificado en parte lo que te había dicho esta mañana. Yo no te conduciré a donde Brigit te espera, porque tú debes descubrir ese lugar usando tus deducciones a partir de tres palabras que yo te diré. Así, desea Partholon comprobar si has aprovechado sus enseñanzas. ¿Estás de acuerdo?
-Debo obedecer, Goiniu. Pero me da miedo decepcionar al gran druida.
-No temas, Divea. No lo harás.
-¿Cuáles son esas tres palabras?
-Agua, roca y amor.
-¡Oh!
El bardo sonrió.
-No te apures, muchacha. No es tan complicado...
-Pero es que en este bosque hay veneros de agua y arroyos por todas partes. He visto peñascos magníficos, muy numerosos, en todos mis desplazamientos en busca de hierbas. Y de amor, alabanzas sean dadas a la madre Dana, sobra en todos los corazones. ¿Cómo voy a encontrar la solución en un momento, si se trata de que Brigit está esperando?
-Sí, está esperándote ya. Y te repito que no te apures. Sólo tienes que pensar en cuanto has visto en Brocelandia. Los dioses te inspirarán la solución. Ahora, ve.
Divea salió de la hermosa cabaña circular del bardo con la mente en blanco. Pocos pasos más adelante, se detuvo. Agua, roca y amor. No eran tres pistas, sino una sola. Tenía que pensar en un punto donde esas tres palabras cobraran sentido al mismo tiempo y no por separado. Y debían referirse a un lugar no lejano ni inaccesible. Sintió algo de vértigo, a causa del esfuerzo de pensar con rapidez y la necesidad de hallar la solución a tiempo de que Brigit no llegase de desesperar. Pocos días antes, habían celebrado un rito de la fertilidad en honor de Ainé, la diosa del amor y la pasión, que no había tenido lugar en el nementone. Lamentablemente, ella no había podido asistir, vetada por sus quince años. Casi estuvo a punto de ruborizarse recordando los comentarios aislados que había escuchado sobre el desarrollo del ritual. ¿Dónde estaba ella cuando partieron hacia el sitio de la celebración? Un pequeño esfuerzo bastó para caer en la cuenta de que no los había visto partir, pero sí recordaba el retorno, aunque dado el estado de euforia ebria de los celebrantes, habían regresado alborotando y desde varios puntos. Pero tenía clara la dirección aproximada de donde procedían todos.
Echó a correr hacia ese punto y muy pronto tuvo que detenerse ante el cauce de un arroyo tumultuoso que descendía veloz entre raudales. Agua y roca, pero todavía no podía combinarlas con amor. Como no podían haber cruzado ese río, dedujo que tenían que proceder de más arriba, siguiendo el torrente.
Encontrar el lugar sólo le costó unos momentos más. Descubrió antes el brillo rojizo del pelo de Brigit que las características que resumían muy obviamente las tres palabras del bardo. El río caía por una pequeña cascada en una poza de belleza deslumbrante, encajada por el fondo entre rocas blanquecinas y por el lado donde Brigit esperaba, bordeada de flores con una abundancia tal, que el verde quedaba oculto por el bordado multicolor, en el que reconoció gran abundancia de camomila, tomillo, hisopo y orégano, que llenaban en aire con un aroma penetrante. Aunque no tan abundantes, vio también flores de lavanda y de salvia, por lo que un hálito de magia hacía que el lugar pareciera irreal. Aislado casi en el centro del manto de flores, había un monolito semejante a los del campo de las piedras clavadas, pero éste era una pulida roca blanca coronada por una imagen muy hermosa de la diosa Ainé.
Brigit no le sonrió, pero no había hostilidad en su expresión.
-Sé lo que quieres, Divea.
-Pues si lo sabes, estás respondiendo afirmativamente mi pregunta.
-Así es.
-¿Te causa dolor?
-Desde que empecé a pensar, Divea, antes de conseguir andar. Pero con el paso de los años, he aprendido a vivir con mi naturaleza.
Divea recordó que en la reunión donde la vio por primera vez Brigit no había contado ninguna desgracia personal, y sólo habló de aquel príncipe encadenado por su padre para que no se convirtiera en un rey perverso. Si había sufrido tanto como decía, ¿por qué no hablaba de ello?
-Porque hay demasiado dolor sangrante entre los refugiados de este bosque –respondió Brigit a la pregunta que Divea sólo había forjado en su pensamiento-. Las que son como yo deben conseguir dureza de acero, para no sumar su dolor al que tanto abunda en el mundo. ¿Guardarás mi secreto o tendré que huir de nuevo?
La pregunta sirvió para que Divea comenzara a sospechar cuál podía haber sido el motivo de que la mujer de pelo rojizo se hubiera refugiado en Broceladia. Notó que Brigit asentía muy levemente, como si confirmase esa sospecha, pero al momento vio que se abatía igual que si recibiera un mazazo en la cabeza.
-Corramos, Divea. Algo tremendo ocurre.
No tardaron mucho en llegar al nementone, donde había mucho movimiento. Alzados como dioses guerreros sobre sus monturas, diez de los cuarenta y nueve que hicieran aquella vistosa exhibición de monta el día de su llegada al bosque, llamaban apresuradamente a los hombres.
-No somos suficientes para frenarlos –gritaban-. Debéis acompañarnos al menos cincuenta a caballo. Daos prisa.
Divea y Brigit supieron en seguida lo que ocurría, gracias a los comentarios de la multitud alborotada que se había reunido en el claro. Un ejército muy bien pertrechado, cubiertos los hombres de armaduras y los caballos de lorigas, avanzaba con dirección al principal poblado del bosque y no lo hacía con buenas intenciones.
En seguida comenzó a oírse desde todas las direcciones el trote de los caballos. Los celtas respondían en masa la llamada de los dioses guerreros y Divea vio con desolación que Alban, Fergus y Fomoré se sumaban al ejército improvisado. ¿Qué iba a pasar con ellos y con la prosecución de su viaje de iniciación?
Sintió que Brigit acercaba los labios a su oído para susurrar:
-Partirás en la fecha prevista, pero con un hombre menos, y los invasores serán derrotados antes de que el Sol despierte de nuevo.
De tal modo comprendió Divea por qué había dicho su bisabuelo que debía temer a los dioses guerreros. Se cubrió el rostro echándose a llorar, convencida de que su fiel escudero Alban no volvería de la expedición.

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