martes, 2 de diciembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, completamente gratis


Publico hoy en todos mis blogs los capítulos XVI y XVII de LOS PERGAMINOS CÁTAROS, que sin duda es mi novela más “negra”. Os emocionará.

Ya tengo preparadas las inserciones de las otras dos novelas editadas por la ladrona queme ha hecho vivir en la miseria durante cinco años que escribía obsesivamente. Hasta que un especialista me avisó de que me había estafado 70.000 euros en ese tiempo.

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LOS PERGAMINOS CÁTAROS

Capítulo XVI
MELÓDICA EMBRIAGUEZ

Pronto iban a anunciarle la comida, pero si aceptaba sentarse a la mesa sin recibir noticias volvería a sufrir indigestión, tal como venía ocurriéndole desde cuatro días atrás. Asomado a la galería del piso alto, Guzmán Domenicci preguntó a los dos que montaban guardia junto al zaguán:
-¿Todavía no?
-No, ilustrísima –respondieron al unísono, poniéndose ruidosamente en posición de firmes.
Tardaba demasiado en recibir respuesta a la encomienda con que había mandado a Jean, su secretario, ante el obispo de Cominmges. Reconocía que no era lo mismo reunir doce hombres, como la primera vez, que reclutar el pequeño ejército que podía parecer a un obispo pusilánime la nueva petición de treinta y seis. Estaba convencido de que el seminario de Cominges debía de ser un vivero inagotable de fieles y dóciles servidores de Roma, entre quienes no podía ser difícil encontrar tres docenas de muchachos aguerridos dispuestos a defender más o menos voluntariamente lo más esencial de la fe católica. Tal vez se retrasaban por la exigencia adicional de que viajasen vestidos de azul con grandes cruces amarillas cosidas en el pecho, motivo que él consideraría intolerable, porque tenía la convicción de que todo el mundo guardaba elegantes trajes de paño azul en sus armarios.
Cuatro días de tardanza eran ya muchos días si se tenía en cuenta lo muy perentoria que había sido su exigencia, según la redacción de la carta que Jean portaba.
-Ilustrísima –le dijo uno de los criados desde los últimos peldaños de la escalera-, ha llegado un emisario del terçon de Cuate Locs, el prefecto de Les, que solicita audiencia.
Una nueva molestia. Esos despreciables y traicioneros araneses no paraban de causarle contratiempos. Pero no iba a recibirlo de inmediato, claro que no. Tenía que hacerle notar que él no era un cualquiera de cuyo tiempo se podía disponer al antojo de cada cual. Por supuesto que no. Que sintiese el peso de la superioridad de quien venía a importunar.
-Dile que espere una hora, porque me encuentro sumamente atareado y estoy a estoy a punto de sentarme a la mesa.
-Pero…
El criado iba a argumentar a favor de un recibimiento inmediato, puesto que el visitante no dejaba de ser una autoridad y le había comunicado que el asunto que deseaba tratar con el enviado del Papa “era de trascendencia suma, que su ilustrísima hallará valiosísimo”. Domenicci calló al criado con la mano alzada moviendo el índice en ademán de advertencia.
Además de no sentir apetito, carecía en realidad de otra cosa que hacer, porque el valle que tanto desprecio le inspiraba poseía alguna clase de sortilegio que inclinaba a los hombres a la molicie y el desapego de las cosas trascendentales. El aseo lo había concluido muy de madrugada y había celebrado misa en seguida, más temprano que de costumbre, porque llevaba cuatro noches desvelado por la impaciencia de que Jean no volviera aún de Cominges. Después, una mañana entera de tediosa inactividad, ya que ni escribir le apetecía de tanto como se había acostumbrado a dictar. Quería creer que su impaciencia se debía a la necesidad de reforzar el equipo, habiendo padecido cuatro bajas, ahora que los franceses habían desertado de sus obligaciones en Aran más por la pereza que el valle insuflaba que por las órdenes recibidas. Naturalmente que la impaciencia tenía que ser por eso, ya que el tiempo jugaba en su contra y facilitaría los movimientos y evasiones de los guerrilleros cátaros, Dios sabía con cuántos documentos que se distanciaban de sus manos cuando ya tendrían que encontrarse en su poder. Se dijo innumerables veces que la zozobra que le quitaba el sueño no tenía nada que ver con la ausencia de Jean y los peligros que el muchacho podía correr por el camino, pero había reforzado tal convencimiento poniéndose de nuevo el cilicio en el muslo. Apenas picoteó con desgana los sosos alimentos dispuestos en la mesa sin arte ni el menor sentido de la estética, lo que le hacía añorar doblemente los manjares, licores, flores, frutos, dulces y demás exquisiteces de su fastuosa mesa romana.
Cuando, dos horas más tarde, mandó que subiese el emisario del terçon de Cuate Locs, el criado le dijo:
-Ilustrísima, también espera el párroco de Salardu, que pidió audiencia hace una hora.
-Bien, entonces recibiré primero a ese párroco, porque las misiones de los servidores de Dios son inaplazables. Di al otro que aguarde.
Cuando entró el cura regordete, con la sotana manchada en el pecho por un rastro de yema de huevo, Domenicci se arrepintió de haberlo antepuesto. Cada día le resultaba más difícil disimular el desprecio que la tosca gente de Aran le inspiraba.
-Señoría serenísima, perdonad que os incomode, pero creo que lo que tengo que comunicaros es de sumísima importancia capital–dijo el supuesto párroco en un latín tan defectuoso, que Domenicci pudo soltar una carcajada.
-¿Tú crees, hijo? –preguntó el romano con tono muy irónico, que el otro percibió.
-Sí, señoría venerable y eminentísima. Ayer, oí en confesión a un hombre que reconoció ser uno de los guerrilleros cátaros.
Domenicci estuvo a punto de dar un salto desde su asiento.
-Como manda la Santa Madre Iglesia –continuó el hombre de sotana mugrienta-, no puedo deciros quién era, pues debo guardar el secreto de confesión, pero sí algo que me dijo que no era exactamente la confesión de sus pecados. Se acusaba de lujuria, pero lo que me confió en descarga de su culpa fue que los guerrilleros cátaros viven amontonados y en promiscuidad animalesca en una granja escondida en un caserío de Montgarri.
-¿Estás seguro de que decía la verdad?
-Sí, gloriosa señoría. Lamento no saber indicaros el lugar con precisión. Sólo puedo deciros que, según el hombre que confesé, el caserío se encuentra muy por encima de Beret, en el último confín de Aran.
-¿Se trata de un pueblo grande?
-No, ilustrísima señoría. Apenas son dos o tres granjas que en invierno quedan abandonadas.
-Entonces, los apóstatas herejes han de ser muy fáciles de encontrar.
El hombre que decía ser cura se encogió de hombros.
-Has prestado un gran servicio a la Iglesia –dijo el romano muy complacido-. Arrodíllate para que te bendiga en nombre de su santidad.
Apenas si esbozó el signo de cruz, ya que le desagradó que en la cabeza de ese miserable cura, donde el pelo comenzaba a clarear, no fuese posible reconocer del todo la tonsura, bien perfilada y nítida. Antes de que se pusiera de pie tras recibir su desganada bendición, Domenicci corrió a la galería y urgió a uno de los guardas para que llamase al comandante del “pelotón del Sur”. Se refería al grupo de cruzados que hasta ese momento se había mostrado más resolutivo, descontados los hombres del comandante francés Bertrand. A la nueva pregunta del guarda sobre si hacía subir al emisario de Cuate Locs, respondió con impaciencia que tenía cosas más urgentes que hacer. En cuanto llegó a su presencia el comandante requerido, le ordenó:
-Sal con tus hombres inmediatamente hacia un lugar llamado Montgarri, que se encuentra en la montaña, más allá de Beret. Los guerrilleros se esconden en una de las tres granjas que allí encontrarás. No sé cuántos hombres son, pero tenemos informes de que no disponen de armas de fuego, sólo usan flechas como los salvajes deshumanizados que son. Tienes todas las ventajas, por lo que espero que no me falles. Lleva el armamento dispuesto, y si tienes que exterminarlos, hazlo; mátalos sin vacilaciones ni compasión, que es el bendito aliento de Su Santidad lo que guía tu mano. Que todos sepan en esta tierra primitiva e ignorante que nadie puede oponerse impunemente a los designios de la Santa Madre Iglesia. Extermínalos y haz que los consuma el fuego, pero antes ten cuidado de localizar y traerme su tesoro, unos rollos de pergaminos muy antiguos que reconocerás con facilidad entre tanta inmundicia.
Cuando Domenicci comprobó que la incursión se ponía en marcha, observando desde el balcón que el grupo de seis caballistas emprendía el galope hacia la parte alta del valle, aceptó recibir al emisario de Cuate Locs. Se trataba de un hombre insignificante que debía de creerse un gran señor, a juzgar por como se había vestido a esa primera hora de la tarde. Sobre su tosco traje de campesino poco informado acerca de los usos modernos, se había puesto una capa de terciopelo negro con la que, seguramente, pretendía embozar la ridiculez del atuendo. Además, llevaba un sombrero de tres picos festoneado de plumas blancas recortadas, que el romano no era capaz de imaginar de dónde habría podido sacarlo. Tuvo que reprimir las ganas de burlarse.
-Dime –exigió con tono áspero en francés, sin responder el lisonjero saludo en la misma lengua.
-Perdonad, señor, que interrumpa vuestras importantes labores, mas considero que lo que voy a comunicaros es de la máxima importancia.
-¿Tú crees? –preguntó Domenicci, de nuevo irónicamente burlón.
-Sí, monseñor. Yo soy el prefecto de Les, pero ayer fue visto y curado en Bossost un hombre que ningún vecino reconoció como natural del lugar ni de los alrededores. Tenía una herida muy importante en el brazo, por la que pudo morir. Dijo haber bajado de prisa desde su refugio por miedo a desangrarse. Fue mi hijo quien detuvo la hemorragia, ya que es el médico de Bossost. Según me contó, ese hombre aseguró haberse herido al partirse un arco que estaba fabricando. Aunque no es raro que acudan a él leñadores de la comarca con heridas igual de graves, mi hijo me relató el suceso por la extrañeza que le causó que mencionase un arco y, además, porque habló de un refugio y porque el tal se expresaba muy mal en aranés. Por la descripción de su corpulencia y todos sus rasgos, sospecho que ese hombre es el párroco apóstata de Tredòs que vos perseguís.
Guzmán Domenicci permaneció unos segundos inmóvil, alelado, con cierto malestar general. ¿Se trataba de una coincidencia, o el cura de Salardu y el prefecto de Les se habían puesto de acuerdo para confundirlo? Preguntó con tono muy severo:
-¿Sabes a lo que te arriesgas si tu información es falsa?
-Sí, monseñor. Seré depuesto de mi cargo, confiscarán mi ganado, sufriré prisión y es muy probable que se me condene a muerte. Por eso, antes de venir a comunicároslo, he tratado durante toda la mañana de asegurarme de que ese hombre es el antiguo mossen. He conseguido hablar en Bossost con todas las personas que lo vieron, que no son muchas, y además de que todas ellas aseguran que tiene que ser él por sus características inconfundibles, una muchacha, cuya prima vive en Vilac, me ha contado que lo vio una vez de cerca en la parroquia de San Felipe, un día que él bajo a confesarse con el arcipreste cuando éste realizaba visita pastoral a Vilac.
La prolijidad de las explicaciones suavizó la incredulidad del romano. Le costaba creer en coincidencias tan coordinadas, y la intuición le exigía mandar detener y torturar al hombre que tenía delante, pero no podía permitirse dejar pasar la menor ocasión de apresar a los guerrilleros cátaros, porque aunque había estado actuando bajo la convicción de que se trataba tan sólo de un grupo, también cabía la posibilidad de que fuesen varios. Le convenció mucho más, sin embargo, una idea en la que hasta ese momento nunca había pensado: que el mossen y su puta peleasen su propia guerra, al margen de los campesinos analfabetos que él se había empeñado en llamar “guerrilleros cátaros”. Con ese apelativo, podía haber estado concediéndoles facultades que esos jayanes despreciables no poseían, cuando los únicos que disponían de suficiente juicio para reconocer el valor de los pergaminos robados de la casa de Joan Pere eran el cura apóstata y su querida. En tal caso, el grupo enviado a Montgarri no recuperaría lo que tanto ansiaba encontrar. Los documentos de valor inapreciable debían estar todavía en poder del cura hereje.
-¿Tienes idea de dónde puede encontrarse ese refugio?
El prefecto de Les sonrió muy levemente y asintió:
-Sí, señoría. Lo sospecho. Hay cerca de Bossost, en la montaña, unas ruinas de un antiguo fortín. Debajo, existe una pequeña cueva donde se refugian los pastores a veces en invierno, pero son muchos en Bossost los que afirman que estos días se ve brillar por allí una fogata de vez en cuando.
El dato acabó de convencer a Domenicci, puesto que había escuchado mencionar una cueva como el refugio de los fugitivos, no una granja. Tras bendecir con prisas al prefecto y despedirlo, ordenó la partida de un pelotón de cruzados con dirección a Bossost. Viéndolos marchar, el romano cruzó los dedos, murmurando una plegaria para que Jean volviese pronto de Cominges con los treinta y seis cruzados nuevos, porque aparte de los seis franceses, que sólo acudían cuando todos ellos tenían libranza, nada más le quedaban ocho hombres en la residencia.




Bartolomèu y los nueve hombres esperaban escondidos en el bosque, a muy pocas varas de distancia de la muralla de la Sainte Croix. Tenían que aguardar con paciencia, tal vez muchas horas, hasta que un pañuelo blanco fuese agitado en una ventana del torreón donde suponían que se encontraban las dependencias privadas de la oficialidad francesa. Con júbilo, entrevieron a lo lejos la partida del primer grupo de cruzados, rumbo a Montgarri. El segundo, en el caso de que tuviesen la fortuna de que el romano no descubriera el doble engaño, no conseguirían verlo marchar porque correría en la dirección contraria. Todos hicieron votos porque a Domenicci le vencieran las ansias ciegas de apoderarse del legado cátaro y no discurriese con finura.
Quienes sí vieron partir a los cruzados que se dirigían a Bossost fueron Laurenç y Miquèu, escondidos junto con Ricar en el mismo punto desde donde ya habían espiado el fuerte el día que encontraron los pergaminos de la cascada de Pish, un bosquete situado entre Casau y Gausac. Protegidos de las miradas entre la maleza y tras los caballos, los tres habían ido cambiándose de ropa por turno.
Pero las que contemplaron con gran complacencia la partida de unos y otros fueron las ocho mujeres y Felip, a quienes la cuñada de Bartolomèu había facilitado la sala que les servía de camerino donde ultimar los retoques para la interpretación de la comedia. La dueña de la casa, una matrona casi anciana, había tenido que chistarles muchas veces, exigiéndoles que redujeran la algarabía de sus voces y risas. La tartana llevaba desde la madrugada oculta en el huerto trasero. Marianna se contempló en el espejo con mirada crítica. Su pelo era castaño oscuro, no negro, lo cual representaba un inconveniente, pero no disponía de tinte para resolver el problema. Dobló con mucho cuidado la cédula que había falsificado y se la dio a Magdalena con las últimas advertencias.




Declinaba la tarde cuando el centinela de la garita que guardaba la entrada principal del fuerte vio llegar con mucha lentitud la tartana, que subía trabajosamente la cuesta. Dudó si dar el alerta, puesto que gracias a que se le había mostrado el vehículo desde todos los ángulos al tomar la última y difícil curva, veía con claridad que dentro de la carreta sólo viajaban cuatro mujeres. En ningún caso podían ser temibles cuatro mujeres, que por no parecer damas tampoco merecían ser anunciadas, pero el tedio de las últimas dos semanas era insoportable. Desde las órdenes de repliegue recibidas del mando, no sucedía nada ni fuera ni dentro, por lo que la aproximación de un pintoresco y emperifollado carro campesino merecía, a pesar de todo, que avisara al oficial de guardia.
Tras dar el alerta y correr un compañero a la sala de guardia, el centinela observó que el teniente De Seine salía al patio de armas recomponiéndose el uniforme. Le habían despertado cuando se encontraba practicando esa golosa costumbre española de la siesta, que los franceses adoptaban con entusiasmo.
De Seine se apresuró pasadizo abajo, hacia la entrada. La tartana se había detenido justo delante, sin la menor consideración de las ordenanzas, que prohibían a los carromatos permanecer en ese punto. Tras asegurar las ruedas de la tartana con piedras para que el caballo no fuese arrastrado pendiente abajo, la mujer que la guiaba se acercó muy sonriente. De Seine estuvo a punto de perder el sentido ante la sensualidad deslumbrante de la mujer que le sonreía con la más cautivadora de las sonrisas. Para colmo de virtudes, ella le habló en un francés muy gracioso, bien construido e inteligible pero con un acento muy extraño que resultaba muy sugestivo:
-Dígame, general, ¿éste es el cuartel de los franceses?
Antes de responder, De Seine no pudo sustraerse a unos segundos de contemplación. La hermosa mujer tenía el pelo suelto en rizos sobre la cara y los hombros desnudos, rozando unos pechos que exigían ser acariciados en seguida, porque su bata leve y ajustada dejaba poco a la imaginación. Tal vez le sobraba maquillaje en los ojos, pero el carmín de sus labios anhelaba imperiosamente comérselo a besos.
-Sí señora, éste es el fuerte de la Sainte Croix, el acuartelamiento de su majestad el Emperador.
-¡Oh, gracias a Dios! Entonces, no nos hemos equivocado subiendo esa cuesta desastrosa y hemos dado por fin con vosotros, como se nos ha mandado.
-¿Quién os manda, señora?
-El general Woïllemont, desde Tarbes.
-Pero vos no sois francesa.
-¡Oh, cuánta perspicacia la vuestra! No soy francesa, pero mi alma lo es, general…
-No soy general, señora. Sólo teniente.
-Pues a mí me parecéis el general más guapo y sensual que he visto nunca y… –en este punto, Marianna tomó la mano izquierda del teniente para examinar la palma- adivino que es vuestro sino que lo seáis pronto. Mi madre, que Dios tenga en su santa gloria, era una gitana granadina, la artista más grande que ha conocido París, y a mí me trajo con ella a Francia cuando yo acababa de nacer. Así que decidme si no he de sentirme francesa por los cuatro costados.
-¿Vos sois hija de Estrella del Sacromonte?
Para darse unos instantes de respiro a fin de estudiar la conveniencia de responder sí o no, porque jamás había oído el nombre, Marianna fingió que la voz se le rompía por el llanto. En el rostro exento de malicia del francés leyó que deseaba recibir una respuesta afirmativa.
-¿Habéis, por ventura, oído hablar de mi madre?
-¿Oído? ¡Tuve el privilegio de verla bailar! Yo era muy joven cuando mi padre me llevó, según dijo, a conocer el arte verdadero de España. Creedme que sentí con el alma que fuese guillotinada por aquella acusación de traición, seguramente injusta, porque estoy convencido de que era la artista más grande de la historia. Ignoraba que tuviese una hija.
-Pues ya veis que sí.
-¿También bailáis?
-No, general… no como ella, yo no tengo la gracia de mi madre. Con mis compañeras, sé llevar el compás y poco más acompañando las coplas de esa muchacha que ahí veis. Su voz sí que es algo grande.
-Más le vale que la voz sea bella, ya que no lo es su apariencia –reprochó De Seine, contemplado de modo esquinado a la mujer grandona y ancha de hombros, exageradamente maquillada, que la gitana había señalado. Tenía algo desagradable en la dureza embozada por los polvos que enmascaraban su rostro y, a diferencia de la gitana y las otras dos, que exhibían la carne con desparpajo, se tapaba profusamente hasta el cuello. Si era cierto que cantaba bien, sería lo único hermoso que poseyese.
-¿Tráeis la cédula del general Woïllemont? –preguntó el teniente.
-Sí, pero no conmigo –dijo Marianna, con sonrisa simuladamente turbada-. Quiero decir que tenemos la cédula que nos dio el general, pero no la traigo ahora. Es que cuatro bailarinas, para quienes faltaban asientos en este carruaje que nos ha prestado un buen hombre, vienen caminando y han de tardar todavía en llegar. Por tal razón, portan la cédula para que vos no desconfiéis de ellas y las dejéis pasar hasta donde nosotras hayamos empezado la fiesta.
De Seine consideró que la gitana era más optimista de la cuenta. Daba por sentado que iba a ser autorizada a llegar a la cantina del fuerte y organizar una fiesta allí. Bien, no era imposible del todo, pero no creía que De Montesquiou lo autorizase sin más.
Pero el comandante del fuerte de la Sainte Croix comenzaba a desesperarse tras dos semanas de repliegue, sintiéndose un prisionero en vez de la máxima autoridad de Aran. El general le había condenado a una paradoja; hombres valientes del ejército más poderoso del mundo se veían obligados a comportarse como si temieran a unos campesinos que a lo largo de su historia habían ganado fama de pacíficos y nada belicosos. Descontado el cura y la meretriz que asesinaron a uno de sus hombres, jamás había encontrado resistencia hasta el día que el cabo Bertrand incurrió en indisciplina y en su falta llevó el castigo, puesto que tres de sus hombres murieron. Pero a continuación, las incursiones habían dejado muy claro quién mandaban en Aran. Y ahora tenía que consentir la desmoralización del ejército. El ligero movimiento que se produjo en el patio con la llamada del centinela hizo que se asomase a la ventana del despacho; se preguntó qué obligaría al teniente De Seine a apresurarse hacia la entrada y como no tenía nada que hacer, decidió bajar a ver de qué se trataba. Llegó a donde tenía lugar el diálogo justo cuando el teniente De Seine iba a proponer a Marianna que ella y las tres mujeres de la tartana aguardasen ante la puerta la llegada de las demás portando la cédula.
Al oír los taconazos de su superior, se volvió a saludarle y le dio cuenta de la novedad. Tras escucharle, el comandante De Montesquiou examinó a la mujer, en quien le pareció advertir algo reconocible, y a continuación se acercó a la tartana, saludó a las tres mujeres y dio una ojeada al carromato en todo su perímetro. Era evidente que no había nada que temer de las cuatro prostitutas pintarrajeadas que simulaban ser artistas, y estaba muy clara para él la razón por la que el general se las había enviado. Invitaría a las mujeres a desgranar sus pretendidas artes, pero al mismo tiempo recomendaría a los hombres asearse de prisa, por turnos, preparándose para lo que vendría a continuación.
-¿Cuánto creéis que tardarán vuestras compañeras? –preguntó a Marianna.
-Ellas partieron caminando hacia acá al mismo tiempo que puse en marcha al caballo. Como no se puede decir que hayamos subido a galope esa cuesta horrorosa, no creo que demoren más de un cuarto de hora.
-Bien. Teniente De Seine, permanece aquí para recibirlas y guarda la cédula que te traerán. En cuanto lleguen, que sean conducidas a la cantina. Y vos, señora, apoyaos en mi brazo, porque también intramuros la cuesta es muy empinada.
-Gracias, coronel.
De Montesquiou sonrió con turbación.
-No soy coronel –dijo volviendo ligeramente la mirada hacia ella, sonriente-… todavía. Encuentro en vos, señora, algo reconocible.
Había conversado mucho rato con él a la luz de los candiles en el jardín de Joan Pere, pero en vez de exteriorizar poquedad o alarma, Marianna trató de componer una expresión de melancolía e hizo esfuerzos porque se le humedieran los ojos y que se le quebrase ligeramente la voz.
-Hablando con este guapo oficial que hemos dejado atrás, he comprendido lo muy célebre y querida que mi madre fue hasta su muerte.
-¿Quién fue ella, señora?
-Estrella del Sacromonte.
-¡Oh!
La exclamación del comandante era sincera, pues le asombraba y casi le abrumaba el privilegio de acompañar a la hija de uno de los grandes mitos de la escena de París. Tanto que había soñado de adolescente con sentarse en un teatro a aplaudir y vitorear a Estrella del Sacromonte, sin haber conseguido materializar nunca el sueño, y ahora daba el brazo a su hija. Confundido por su maquillaje exagerado y la ligereza de su ropa, había tomado por prostitutas a unas mujeres que tal vez eran artistas de verdad. Giró atrás la cabeza para observar a la que portaba una guitarra; una muchacha enorme y hombruna que no tendría ningún éxito como prostituta y sólo le quedaba la posibilidad de ser verdaderamente artista.
-¿Canta bien?
-¿Felipa? Preparaos, coronel, porque será vuestra última oportunidad de escuchar a un portento sin tener que pagar una fortuna para entrar a gozar su arte en los mejores teatros de París.
Felip había recibido la orden de no abrir la boca para hablar pretextando no saber ni una palabra de francés, porque sin música no podía disimular los tonos graves de su masculina voz adolescente que cantando, en cambio, podía llegar a falsetes que pasarían por femeninos.
Comenzó la música en la cantina, mientras la totalidad del acuartelamiento experimentaba una convulsión entre carreras precipitadas, pugnas en los abrevaderos y escupitajos en las botas. Al principio no fue grande el corro que se formó para escuchar las canciones en castellano de Felip, porque todos se afanaron por meter la cabeza en baldes de agua y refrescarse las axilas para cambiar de camisa.
Cuando el teniente De Seine dio la bienvenida a las otras cuatro artistas, el pequeño fuerte era ya un jolgorio rebosante. La única música de baile que Felip conocía era una especie de rigodón, una alegre melodía de la Provenza que se vio obligado a repetir muchas veces. Todas sus demás canciones eran romanzas y baladas propias de juglar, pero parecía inspirado por la insólita circunstancia de que tanta gente le escuchase con atención y tantas muestras de entusiasmo, y consiguió revestir las románticas y melancólicas tonadas de siempre con tonos festivos y hasta sensuales.
Marianna le alentaba con los ojos y con gestos de aprobación. Mientras pudiera seguir cantando, ni él ni las siete mujeres parecía que tuviesen nada que temer, porque el corro creciente le escuchaba absorto.



Laurenç comprobó que las cuatro que habían tenido que llegar andando eran aceptadas en el fuerte, la señal para ponerse en marcha. Mientras él, Miquèu y Ricar fustigaban a los caballos bajando hacia el comienzo del camino, cerca de Vielha, a fin de que el centinela no pudiera verles llegar desde una dirección sospechosa, también Bartolomèu había observado la llegada y dio en seguida a los nueve hombres la orden de prepararse. Los diez se acercaron al muro con mucho sigilo y comprobaron que la voz de Felip no resultaba sonora tan sólo en el Forat de l’Embut; sobrevolaba asimismo las torres y las almenas del fuerte.
La fiesta se había convertido en celebración general cuando el centinela observó que tres cruzados subían el último repecho del camino flameando sus banderines. Se alzó un poco sobre la punta de los pies, a ver si se trataba de una de las visitas intempestivas de Guzmán Domenicci. Cuando comprobó que los tres cruzados no precedían a ningún séquito, sintió alivio. El jolgorio y la música podrían continuar y le daría tiempo a ser relevado de la guardia para disfrutar un poco, aunque portasen noticias que proveniendo de esos hombres nunca eran agradables.
Laurenç trataba de ir medio encogido en su montura, para que no se notase tanto su extraordinaria corpulencia, y Miquèu encabezaba el trío simulando mandarlo, porque de los tres era el que mejor se expresaba en francés.
-Centinela –dijo con altanería-, manda a tu comandante que salga, porque le traigo un recado urgente de su señoría el enviado de Su Santidad el Papa.
-Te confundes, cruzado. Yo no puedo mandar nada a mi comandante. Llamaré a la guardia.
El soldado que fue a avisar al teniente De Seine de que tenían visita se vio obligado a hacer muchos esfuerzos para llamar su atención, tan arrebatado estaba el oficial por la música y las canciones de Felip. Una vez que supo para qué se le requería, bajó la pendiente con desgana porque podía intuir la clase de mensaje que portaban.
-Teniente –dijo Miquèu engolando la voz, para recitar de memoria el texto escrito por Marianna que había leído una infinidad de veces-. Nos manda su ilustrísima, monseñor Guzmán Domenicci, para comunicaros que ha sido informado de la llegada de ocho meretrices andaluzas procedentes de Francia, pues todo Vielha las ha visto bajar de la diligencia esta mañana, y sabe que las habéis acogido en vuestras dependencias. Puesto que él considera indigno y grevemente peligroso que se relajen las costumbres en un momento tan dramático como el que la Iglesia enfrenta en esta tierra, nos manda para que sirvamos de testigos de que nada pecaminoso ocurra mientras esas cortesanas despreciables y perversas permanezcan en vuestro acuartelamiento.
El teniente De Seine frunció los labios con una mueca de profundo desagrado. Estuvo a punto de tomar un mosquete y mandar a los tres hombres dar media vuelta, amenazándoles con dispararles. Pero comprendió que ese acto podía acarrear problemas, tanto a él como a toda la guarnición, de modo que decidió consultar con el comandante.
-Déjalos entrar –le respondió De Montesquiou entre copla y copla-, pero manda que los agasajen y les obliguen a beber con exceso, de modo que sean ellos los primeros en perder la compostura.
El degradado cabo Bertrand miró con mucha concentración a los tres cruzados, y a uno de ellos en particular. Coincidía con casi todos los hombres de Domenicci en el palacio del barón de Les, cuando iba con su pelotón a disfrazarse de cruzado para poner en práctica su excelente entrenamiento militar y no anquilosarse, y conocía de vista a la mayoría. En estos tres que ahora veía encaminarse sobre sus caballos hasta la cantina no reconocía rasgo alguno; sabía que el enviado del Papa había pedido refuerzos a Cominges, pero no tenía noticias de que hubiesen llegado todavía, aunque tal vez podía haber ocurrido en las últimas horas. Pero en uno de los tres, el más corpulento, percibía algo que le resultaba inquietante. Observó que tres soldados, aleccionados por el comandante, se afanaban por agasajar a los tres cruzados ofreciéndoles viandas y tazones de vino. Decidió mezclarse con ellos y simular hacer lo mismo, a fin de examinar a ese hombre de cerca.
Laurenç lo reconoció y detectó el puñal de su mirada, tan hiriente como en aquel soto, junto al rumoroso Garona, cuando creyó haber muerto por el disparo de su mosquete. Iba a identificarlo y desataría la alarma, lo que situaría a todo el grupo ante un pelotón de fusilamiento. Aparte de permanecer en guardia y fingir, como estaba haciendo, un carácter dicharachero y alborotado muy diferente del suyo, ¿a qué más se vería obligado?




En el exterior del fuerte, el bosque comenzaba a llenarse de brumas. El sol se había ocultado tras el Maladeta hacía mucho rato, pero ahora la noche se cerraba ya y los grillos habían comenzado su concierto. Dentro de muy poco, sería imposible ver un pañuelo blanco agitarse por la ventana del torreón, de manera que decidieron dar comienzo al asalto.
Las diez sogas se engancharon en las almenas tras muchos intentos, porque ninguno de ellos había sido entrenado para ejercicios de esa clase. Sólo Marc lo hizo con tino y enganchó la suya la tercera vez que la lanzó. Pero en lo que sí que tenían experiencia era en esforzarse bajo las peores circunstancias. Las cuerdas habían sido salpicadas de nudos en toda su longitud para facilitar la escalada, pero tampoco hubiera resultado difícil sin ese recurso, pues nueve de ellos coronaron con agilidad la muralla en pocos segundos. Únicamente Bartolomèu tuvo grandes dificultades, porque superaba en doce años la edad del mayor de los demás y tenía que cuidar con mimo la talega que había prometido a Marianna llevar siempre consigo y no perder bajo ninguna circunstancia.
-No hay ni un solo guarda en esta parte de la muralla –le informó en murmullos Andrèu, que fue quien le ofreció su fuerte brazo para complementar el esfuerzo de los últimos palmos-. Parece que sólo vigilan la parte delantera, como dijo el mossen.
-Recordad –dijo Bartoloméu muy bajo y haciendo señas para que el mensaje circulara entre los demás- que sólo podemos disparar una flecha cuando estemos completamente seguros de que el blanco caerá y no sobrevivirá para dar la alarma. Cual el tiempo, tal el tiento, ¿está claro?
Todos asintieron.
-Cada uno que caiga –añadio Bartolomèu-, debemos ocultarlo inmediatamente, para que tampoco un compañero suyo se percate de lo que ocurre antes de lo que nos conviene, que para las ocasiones son los doblones. Y cuidad que la ropa no se les manche demasiado, que vamos a necesitarla. ¿Alguien tiene idea de dónde están las caballerizas?
-Allí –señaló Tomèu-. Aquel cobertizo, en línea con la sala de guardia.
-Carajo –murmuró Bartolomèu-. Está demasiado descubierto y visible desde todo el patio como para ir metiendo ahí a los que nos carguemos. Vamos a cambiar un poco el plan, de momento, que rectificar de sabios es. Vosotros dos, Andrèu y Quicó, que sois los más fuertes, os quedaréis en lo alto de la muralla. Cada blanco efectivo que hagamos en esta primera etapa, lo traeremos ahí abajo, y vosotros tendréis preparada la cuerda para izarlos y echarlos al otro lado, al campo, después de desnudarlos y guardar su ropa, ¿habéis entendido?
Los dos hermanos asintieron. Pero Tomèu murmuró una objeción al oído de Bartolomèu:
-Dicen que son unos sesenta los soldados que hay acuartelados aquí. ¿Tenemos que matarlos a todos?
-No, Tomèu. Marianna preferiría que no matemos a ninguno, por miedo a las venganzas que vamos a sufrir desde mañana no sólo nosotros, sino todo Aran, que nadie es adivino del mal que está vecino. Para eso traigo esto –Bartolomèu señaló la talega que llevaba colgada del hombro-, a ver si conseguimos que las represalias no sean ojo por ojo y diente por diente.



La fiesta estaba adquiriendo visos orgiásticos. Los soldados saltaban tras las supuestas bailarinas sin intentar siquiera imitar sus pasos, multiplicaban los brindis como si se hubiera abierto una espita en la contención a que se veían obligados desde que se recibiera la orden de repliegue, y trataban de corear las caciones de Felip, que ya había tenido que repartir infinidad de pellizcos y mohínes a los que pretendían festejar, besar y achuchar a la cantante fingida.
El cabo Bertrand, que se había acercado al trío de cruzados porque encontraba a Laurenç sospechoso, sintió tanta sed mientras lo acechaba que bebió muchos de los tazones que el teniente había ordenado que se les ofrecieran a los hombres de Domenicci para apaciguar su celo religioso. Tal como venía ocurriéndole desde su degradación, y en realidad desde mucho antes a causa de la lejanía de su amor de Tarbes, el cuarto tazón del pesado y áspero vino aragonés que era el único que tenían en el fuerte le produjo la conocida flojedad temperamental, y con el quinto halló que ese hombre que tan familiar le resultaba podía, tal vez, parecerse a aquél que había intentado matarlo cerca de Salardu sin que forzosamente fuese él.
Todo su pasado, su entrenamiento y la razón le decían que estaba obligado a confirmar la sospecha o descartarla, pero lo que sentía ahora era una necesidad inaplazable de participar en la fiesta, danzar, emborracharse, vivirla y gozarla, incitado por las risas y el vocerío de sus compañeros. Entró en la cantina con el propósito de volver a salir dentro de un rato para continuar examinando al hombre atlético como un volatinero de circo, pero la contemplación de la mujer que cantaba con voz tan prodigiosa le produjo un rayo en la mirada y un mazazo en el ánimo.
Era una copia al carbón de su amor de Tarbes. Igual de grande y poderosa, igual de fuerte, maciza y enérgica, pero con las ventajas añadidas de su hermosa voz y su juventud. No había parado de cantar desde hacía más de una hora, y continuaba haciéndolo con el mismo entusiasmo, sin decaimiento. Tenía que abrazarla, se moriría si no lograba poseerla esa misma noche.



Marianna no bajaba la guardia, aunque los agasajos de De Montesquiou consistieran, principalmente, en pretender hacerle tragar groseramente todo el vino posible.
Los ojos del comandante fulguraban de deseo irresoluto, mientras que los suyos buscaban desesperadamente señales de que Bartolomèu y sus compañeros estaban actuando, puesto que los planes y las previsiones habían sido alterados por la realidad. Por lo visto, nadie iba a llevarla, de momento, a una habitación del torreón en cuya ventana pudiera agitar el pañuelo.
Había comprobado ya la presencia de Laurenç, Miquèu y Ricar mediante las preguntas que el teniente De Seine le hiciera a su superior. Antes de dar el paso siguiente tenía que estar segura de que la estrategia se había puesto en marcha en su totalidad, pero ese pegajoso comandante no le consentía el menor movimiento. Igual que el perro del hortelano, la cuidaba y amurallaba frente al deseo de los demás, pero no se decidía al morder el fruto.
-Disculpad, coronel; debo danzar.
De Montequiou fue a protestar, pero Marianna saltó prestamente y fue a situarse junto a las tres que bailaban en esos instantes que, si la vista no le engañaba, no interpretaban ninguna danza andaluza, sino una versión muy personal de las aubades típicas de Vilac. Pero a los soldados no les importaba la reiteración y monotonía de un estribillo que se cantaba para acompañar un juego y no exactamente un baile. Coreaban con palmas y bravos las canciones de Felip, que inspirado por el fervor que le rodeaba estaba improvisando letrillas en castellano con tales barbaridades e insultos, que si los soldados las entendieran le interrumpirían a tiros de mosquete. Todo lo contrario, había uno algo mayor, con pinta de cabo o sargento, que no le quitaba la vista de encima y con sus expresiones y ademanes estaba declarándole clamorosamente su amor. Felip le devolvía algunas sonrisas, porque su actitud le producía temor. ¿Qué podía pasar si el sujeto se propasaba, como estaban haciendo los demás con las mujeres, y descubría el relleno de sus falsos pechos?
Mariana comprobó con júbilo que casi todos empezaban a estar congestionados por la avidez con que bebían, como sedientos que tras la travesía de un desierto encuentran con un fresco arroyuelo. Algunos bebían con tanta compulsión, que para llegar al paraíso de todos los excesos no iban a necesitar la ayuda que pronto les prestarían las artes de Bartolomèu. Se colocó alternativamente entre las tres supuestas artistas y sin parar de gesticular como una consumada bailarina ni de sonreír y agitar los hombros y las caderas, fue transmitiéndoles una orden entrecortadamente:
-Magdalena, hay que comprobar si Ferrán, Bartolomèu y los demás están dentro del fuerte, para que actuemos de una vez, porque Felip va a quedarse afónico dentro de poco. Dile a Isabel que finja un mareo, y salid las dos al patio de armas a ver qué notáis.



Laurenç había permanecido en guardia y algo inhibido acausa de las miradas del cabo que él y Marianna estuvieron a punto de matar. Por suerte, había bebido sin medida, pero ello no le tranquilizaba. En cuanto dispusiera de los recursos de Bartolomèu y pudiera, entonces, librarse de los soldados que fingían camaradería aunque lo que intentaban era emborracharlos a él junto con Ricar y Miquèu, sería el cabo el primero a quien le aplicaría el tratamiento.
En uno de los movimientos de cuello con que fingía vigilar la fiesta mientras atendía la charla de los soldados, notó que Bartoloméu y Tomèu se acercaban cauta y lentamente, vestidos ya con uniformes franceses. ¿Dónde estarían los demás? No podía haber ocurrido nada imprevisto, puesto que el par se acercaba con los cuidados lógicos pero no aparentaban pesadumbre. Bartoloméu hacía esfuerzos por disimular la abultada talega que colgaba de su hombro, echándola hacia atrás con el codo.
Iba a tener que desplazar a su grupo de tres soldados vigilantes, inconvenientemente cercano a la puerta de la cantina, a fin de facilitar a Bartolomèu una entrada discreta, pero en ese momento salieron Magdalena e Isabel, ésta con apariencia de sentirse muy mareada. Se dirigieron hacia los tres cruzados y sus escoltas franceses, e Isabel amagó un vómito, gesto que hizo que los militares, obligados por el reglamento a cuidar el uniforme, se echasen a un lado, pero no era suficiente para despejar el camino a los dos hombres que aunque vistieran de militares franceses, serían reconocidos como impostores por los verdaderos soldados. Dando una ojeada alrededor, Laurenç comprobó que aparte de esos tres, no había a la vista más soldado verdadero que el que vigilaba en lo alto, junto a las almenas. Por desgracia, en vez de guardar hacia fuera, permanecía mirando la cantina con ansia de ser relevado a tiempo de participar en la fiesta. Por su causa, Laurenç no hizo lo que se proponía, dar la señal a Ricar y Miquèu para dejar fuera de combate a los tres. A cambio, dijo al francés que tenía más cerca:
-Soldado, su señoría monseñor Domenicci nos ha ordenado que revisemos vuestros dormitorios en cuantas ocasiones nos parezca conveniente, para asegurarnos de que no se produce comercio carnal en ellos. ¿Puedes indicarme dónde se hallan?
-No puedo dejaros entrar a solas, por muy importante y poderoso que sea vuestro señor. Tendré que acompañaros.
-Bien, que así sea. Pero es que a mí se me ha prohibido terminantemente separarme de mis dos compañeros, y no puedo distanciarme de ellos ni un palmo.
-De acuerdo. Os acompañaremos los tres a dar una ojeada, pero tendréis que ser muy rápidos, porque la fiesta está en su mejor momento y no queremos perdérnosla.
En cuanto se retiraron los seis, Isabel se restableció milagrosamente del mareo y, junto con Magdalena, les hicieron señas a Bartolomèu y Tomèu para que se apresurasen, bajo la convicción de que el centinela no podía darse cuenta desde la altura de su atalaya de que eran impostores. Por encontrarse mejor iluminada la cantina que el exterior, las dos mujeres simularon gran arrebato amoroso para abrazarlos y besuquearlos a fin de que los soldados del interior no se fijasen en los rostros intrusos de los dos guerrilleros. De ese modo fueron acercándose al fondo de la cantina, donde estaban apilados los cinco toneles de vino. Uno de los soldados, un treintañero barrigón y fofo con la nariz congestionada, ejercía de tabernero, siendo el que se ocupaba de llenar las vasijas de madera donde el vino era llevado a las mesas. Magdalena se lanzó hacia él y le dio un largo beso en los labios. En el primer momento, el soldado pareció no creer en su fortuna y se resistió, pero cuando se echó un poco para atrás para contemplar el rostro de la mujer la encontró seductora y sonrió con júbilo; entonces, sin dejar de sonreírle, Magdalena tomó su mano y lo forzó a dirigirse al centro del baile, donde ambos se pusieron a danzar desmadejadamente.
Una vez expedito su camino, Bartolomèu trató de hacer un cálculo razonable; conocía los efectos de los cocimientos de yerbas que la tradición familiar había legado a su saber, pero no tenía claro que tales efectos fuesen los mismos cuando esas yerbas eran reducidas a partículas mediante el majado de las partes más secas. A causa de su incerdumbre, calculó el doble por tonel de la dosis que le dictaba la intuición. Cuando casi había vaciado la talega, le pareció que pudiera estar empezando a combinarse con el vino y le dijo a Isabel en un murmullo:
-Sal a bailar y trata de avisar a las demás de que la mezcla ya está hecha. A Marianna bastará con que le hagas una señal. Avísales de que ellas no tomen ni un sorbo de vino a partir de ahora.
Magdalena volvió colgada del cuello del tabernero, porque le habían reclamado más vino.
Media hora más tarde, todos estaban elogiando con entusiasmo el nuevo aromático sabor que detectaban al beber y lo tragaban golosamente, con sed renovada.




Al antiguo cabo Bertrand le costaba mucho ponerse de pie, por el efecto del vino y porque ardía en deseos de abrazar a la cantante que llamaban Felipa, pero aún así fue capaz de recordar que tenía que seguir vigilando al cruzado de proporciones atléticas. Decidió hacerlo sin más demora, pero decidido a volver en cuanto pudiese para satisfacer el impulso de abrazar a esa mujer poderosa que era igual a la musa de todos sus sueños.
Dio varios traspiés ante de conseguir enderezarse y recuperar el equilibrio, y salió de la cantina. Tenía ganas de vomitar, pero lo primero era orinar, y lo hizo allí mismo, sin procurar la reserva del cobertizo de letrinas. El grupo formado por los tres cruzados y los tres soldados había desaparecido. Por su propia experiencia, conocía la disciplina férrea que Guzmán Domenicci imponía a sus hombres, lo cual desentonaba con el abandono de los tres cruzados. Sintió el impulso de volver atrás para informar al comandante De Montesquiou, pero, a pesar del mareo, un pensamiento más práctico se lo impidió: puesto que había sido degradado con escarnio, necesitaba restablecer su honor y, acaso, ganarse el ascenso a un grado superior.
Dio una ojeada en torno al patio de armas. Podía ser por la borrachera, pero lo que le sugería la soledad de ese espacio era muy preocupante. Casi todos sus compañeros estaban en la fiesta, pero no veía movimiento en la sala de guardia ni por el extremo superior del fuerte. Era muy extraño que los tres cruzados y sus escoltas franceses hubieran desaparecido y no ver al centinela apostado en las almenas de la parte delantera. Quiso comprobar que el guardián de la entrada se encontraba en su puesto, pero para ello tendría que recorrer un pasadizo entre murallas que, en el caso de estar sufriendo un ataque, se convertiría en una trampa mortal donde sería cazado como un conejo.
Cuando estaba a punto de cruzar la puerta de los dormitorios, a ver qué hacían los pocos que no estaban en la fiesta, una flecha le rozó el hombro. Sus sospechas se confirmaron, el fuerte sufría un asalto de los guerrilleros. ¿Sería coincidencia o las artistas eran parte del ataque? Sabía por su propia experiencia que en ninguna contienda se producía esa clase de casualidades. Tenía que avisar en seguida, pero no podía aventurarse de nuevo en el patio donde ahora ya podían acertar a partirle el corazón; su única posibilidad era subir al piso superior, a los cuartos de oficiales, y llevar varias armas cargadas al torreón para dispararlas y alertar de ese modo a los demás.
Iba a subir la escalera de madera cuando escuchó un crujido de los peldaños superiores. Se escondió, pero eran botas y calzas francesas lo que vestía quien bajaba, un compañero por tanto. Bertrand se situó frente a él, para ponerle al corriente de lo que ocurría y decirle que tenían que subir al torreón, pero se encontró con que el uniforme francés cubría al cura que había intentado matarlo. Trató de recular para huir, pero Laurenç saltó desde donde se encontraba, a mitad del tramo de escalera, y cayó sobre el cabo. Viéndolo venir, el francés se apresuró a preparar su machete, pero no tuvo tiempo de apuntar para atravesar el voluminoso cuerpo que le caía encima; apenas le hirió el hombro y sólo de refilón. Un par de minutos más tarde, moría estrangulado por las manos rabiosas del hombre al que había herido por segunda vez en su vida.
-Déjalo, Laurenç –le dijo Miquèu al oído-. Me da que ya ha muerto.
El antiguo cura jadeaba y parecía arrebatado por un trance.
-¿Habrá problemas? –preguntó Ricar-. Felip ha parado de cantar y no se oyen palmas.
-Esperemos que no sea un problema, sino que las mujeres estén actuando ya –afirmó Laurenç.
-Estás sangrando –alertó Miquèu.
-Se me va a manchar el uniforme. Esperad un poco aquí; voy arriba, a ver si me entrara otra de las chaquetas, porque ésta era la más grande que había.
-Antes, deja ver si la herida es grave –solicitó Ricar.
-No tiene importancia. Sólo es un rasguño en el hombro.




Cuando Felip dejó de cantar y cesó el estruendo lejano de las palmas, Marc y los demàs que aguardaban escondidos junto a la muralla, todavía muy cerca del punto por donde habían bajado, comprendieron que tenían que ponerse en movimiento; hasta ese momento, permanecían a la espera de la señal que representaría el silencio. A pesar de la advertencia de Marianna sobre evitar muertes, habían ido amarrando a las cuerdas once cadáveres después de quitarles toda la ropa; los hermanos Quicó y Andréu los izaron hasta las almenas para echarlos al campo.
Marc y otros cinco se vistieron con los uniformes franceses; en cambio, ni Andréu ni Quicó pudieron imitarlos porque eran demasiado anchos y no les entraba ninguna de las chaquetas. Los dos hermanos usaron las cuerdas para bajar al exterior, mientras los seis restantes se encaminaban con paso marcial hacia el patio de armas, tratando de parecer un pelotón del retén de guardia.
Aunque no se cruzaron con ningún francés, desfilaban con los cinco sentidos alertas, porque el silencio, tan repentino, ahora parecía agorero y Marc creyó descubrir reflejos de movimientos de bujías en varias de las ventanas.
Sus pasos resonaban en el empedrado negro como malos presagios. Los seis hombres estaban experimentando las emociones más intensas de sus vidas; las artes militares eran tan ajenas a sus biografías como el disimulo, el sigilo y la contención a que ahora les obligaba el miedo, siendo como eran personas sencillas y primarias, sin entrenamiento en las reglas de la hipocresía. En cualquier recoveco de la irregular y tortuosa construcción podía aguardarles el terror que los soldados de Napoleón habían tenido buen cuidado de diseminar por todo el valle, y por ello temblaban, daban traspiés y no eran capaces de marcar el paso al compás.
Pero al doblar la última esquina, se abrió ante ellos la anchura del patio de armas y vieron con alivio que Marianna les esperaba ante la puerta de la cantina.
-¿Alguna baja?
-No entre nosotros –respondió Marc-. Los que faltan, Quicó y Andréu, uniformes no han encontrado que les valgan. Pero once franceses al otro lado del muro van a pudrirse.
-¡Once muertos! –exclamó Marianna con más pena que enfado-. Once nuevas calamidades que van a caer sobre nuestras cabezas.
-¿Vosotros a ninguno matado habéis? –preguntó Marc.
-Ahí dentro hay treinta y ocho, y todos duermen –respondió Marianna-. Las mujeres, junto con Felip y Tomèu, están completando el efecto de los polvos de Bartolomèu, obligándoles a tragar más vino aunque estén inconscientes, y amarrándolos unos a otros y a las mesas, de manera que cuando despierten tardarán mucho en ponerse en movimiento. También están quitándoles y recolectando las armas que llevan encima. Pero entre los de dentro y los que habéis... matado, son cuarenta y nueve en total. Faltan otros once. Esto no ha quedado resuelto, a ver si nos están preparando una balacera desde cualquiera de esas ventanas de ahí arriba.
En ese momento, salieron de los dormitorios Laurenç, Miquèu y Ricar.
-Estás sangrando... –dijo Marianna.
Laurenç sintió alegría porque su preocupación parecía sincera, pero no permitió que asomara a su boca una sonrisa de gratitud. Había muchas cuentas que saldar.
-Es un rasguño nada más–respondió-. ¿Todo a punto?
-No salen las cuentas –respuso Marianna-. Treinta y ocho duermen y once han sido liquidados por Marc y los demás. De los sesenta franceses, sólo tenemos bajo control a cuarenta y nueve.
-No estás contando a cuatro que éstos y yo hemos liquidado ahí dentro –informó Laurenç.
Marianna cabeceó, comprendiendo lo que significaba “liquidado”. No once, sino quince franceses muertos. La preocupación iba a hacer que se desmoronara. Pero no era momento de reprochar nada a nadie, sino de terminar cuanto antes.
-Entonces, quedan siete por ahí, y cabe la posibilidad de que en estos momentos nos estén apuntando con armas de fuego desde sisete parapetos diferentes. Tenéis que ir por parejas a buscarlos, antes de que se pongan a disparar y además de causarnos las bajas que hasta ahora no hemos sufrido, alerten a todo Vielha, y al romano de paso.
-Sería una pérdida de tiempo excesiva, Marianna –contradijo Laurenç-. Ahora que ya tenemos las manos libres, hay que darse prisa, y este fuerte no es tan grande para que seamos tantos revisándolos. Vosotros, recoged las armas y cargadlas en la tartana, mientras Miquèu y yo miramos por ahí. Miquèu, lleva al hombro un par de mosquetes cargados y yo llevaré otros dos.
En un primer instante, Marianna sintió enojo porque el mossen contradijera su orden. Nunca lo había hecho desde que se refugiaran en el Forat de l’Embut, siempre había mantenido igual disciplina que los demás. Sin embargo, ese destello de rebeldía no le desagradó en el fondo. Compuso una expresión neutra por si alguno estaba observándola y encabezó la carrera hacia el arsenal.
La tartana llegó a estar tan cargada, que debieron engancharle dos caballos para que no se despeñara cuesta abajo. Fueron reuniéndose cerca de la entrada, pero sin salir del fuerte por si alguien pasaba cerca. Marc se apostó a la puerta fingiendo ser el soldado de guardia hablando con dos campesinos de paso, Quicó y Andréu, que no habían podido vestirse de soldados a causa de sus volúmenes pero cargaban armas por un regimiento. Bartolomèu y cuatro más fueron en busca de los caballos. Cuando se aproximaron las siete mujeres, Marianna les sonrió con complacencia, no sólo por lo bien que habían actuado, sino porque todas cargaban mosquetes al hombro y machetes en los refajos.
No tuvieron que esperar mucho rato. Laurenç y Miquèu llegaron corriendo, el mossen con gesto de preocupación mientras el otro sonreía.
-Este hombre es una bendición de Dios –bromeó Miquèu-. Me da que se ha cargado como a cuatro más que se habían escondido en la comandancia; el mossen solo, a cultazos y sin disparar, para no alertar a los demás, si es que queda alguno.
-Entonces, faltan tres más –señaló Marianna.
-Si el total verdadero era de sesenta hombres –afirmó Laurenç-, los tres que faltan no pueden encontrarse en el fuerte, casi con seguridad. Vayámonos tranquilos.
Una vez que todo estuvo dispuesto para el regreso al Forat de l’Embut, abrieron las caballerizas del y soltaron todos los caballos franceses que no iban a llevarse. Con satisfacción, los vieron trotar cuesta abajo, ya que muchos de ellos volverían por su propio instinto a las granjas donde habían sido requisados. Cuando ya habían montado todos y se ponían en marcha, Marianna le dijo a Ricar:
-Ése no es el caballo que montabas al venir.
-Era un jamelgo lleno de mataduras. Lo he cambiado por esta maravilla que parece sacado de un cuadro.
-No era un jamelgo, Ricar –reprochó Marianna-, sino un buen caballo de labor. ¿Dónde has dejado el que traías?
Ricar se ruborizó. Para no retrasar más la partida, no quiso decir que estaba amarrado cerca del muro donde había comenzado el asalto.
-Lo he soltado con los demás.
-Entonces, seguramente volverá al Forat –dijo Bartolomèu-. No te preocupes, Marianna, aunque cada gusto cueste un susto.
En ese momento, dos mosquetes fueron disparados desde el torreón y un guerrillero cayó de su montura. Todos se apartaron precipitadamente del camino y Magdalena, que conducía la tartana, se agachó donde no podía ser alcanzada. Laurenç, sin embargo, y desoyendo las advertencias airadas de Marianna, volvió atrás en busca del caído.
Regresó unos minutos más tarde, arrastrándose por la maleza que crecía a la orilla del camino. A la mirada de interrogación de todos, se pasó la mano de canto por el cuello, indicando que el caído había muerto.
-¿Quién era? –preguntó Marianna, agarrotada por el desánimo que iba a extenderse a todo el grupo y a los que esperaban en el Forat de l’Embut.
-Ton –respondió Laurenç.
-Corramos –urgió Marianna-. Esos que han disparado van a despertar a sus compañeros mucho antes de lo que habíamos previsto.










Capítulo XVII
MORIR O MATAR

Amanecía cuando fueron alcanzando sin novedad el Forat de l’Embut, unos por el valle del Unhola y otros, por el del Varrados.
Según desmontaban, los hombres caían derrengados en el primer jergón que hallaban libre y se dormían al instante. Las mujeres, sin embargo, estaban demasiado exaltadas por su éxito como para sentir ganas de dormir. Poco a poco, se formó un corro en torno a Teresa, a quien hallaron despierta amamantando a su hijo; todas pugnaron por relatarle la comedia de la cantina del fuerte recreándose en los detalles, desde haber conseguido pasar por artistas ante franceses tan refinados, hasta el logro de vencerlos con la argucia del narcótico de Bartolomèu en la bebida... y sin más sangre aranesa que la derramada por Ton, que no tenía ningún pariente que le llorase en el refugio ni lamentase su muerte. Algunas, Magdalena entre ellas, no se desprendían de las armas que habían conseguido quitarles a los hombres que tanto tiempo llevaban sembrando el terror en el valle.
Sin embargo, aparte del abatimiento que la muerte de Ton produciría en cuanto se les pasara a todos la efuria de la victoria, la sangre francesa que sí se había derramado angustiaba a Marianna. Angustia que se convirtió en una punzada en el pecho cuando Bartolomèu llegó desde Arros con la peor de las noticias: al apartarse de la ribera del Garona para emprender el regreso Varrados arriba, vio llegar la nutrida comitiva de nuevos cruzados que procedían de Francia, y a punto estuvo de darse de cara con ellos con su robado y desajustado disfraz de soldado francés.
-¿Cuántos serían?
-Muchos, Marianna. Yo estaba tan impresionado, que creí que podían ser miles y eché a correr sin contarlos, que quien se pone debajo de hoja, dos veces se moja. Pero no creo que fueran tantísimos, no era más que una exageración de mi mente asustada y el sueño que tenía. Supongo que serán unos cien en realidad, pero desfilaban con muchos estandartes y más pompa que el Papa, y quien tiene buen anillo, todo lo señala con el dedillo.
Bartolomèu y su esposa se acostaron sin dejar de hablar sobre lo que podía pasar a continuación, mientras que Marianna intentaba ocultar su conmoción. No sólo por la muerte de Ton que ninguno parecía querer mencionar. La llegada de los nuevos cruzados, cuya única misión era cazarles a ellos, añadía las peores expectativas al previsible agravamiento de la situación por los soldados que habían muerto.
El cansancio venció al jolorio alborotado, las mujeres también acabaron durmiéndose y el silencio dominó el Forat, por lo que a Marianna le sobresaltó la voz de Laurenç:
-No te veo muy contenta.
-Es que, descontando la pérdida de Ton, no creo que hayamos ganado mucho...
-Nos hemos apoderado de más de doscientos mosquetes y trabucos. Eso es ganancia.
-Sí, Laurenç. El problema es que ahora nos veremos obligados a usarlos. Tenemos por un lado el afán de venganza de los soldados de Napoleón, que es lo más lógico que podemos esperar; pero, además, Bartolomèu ha visto llegar un regimiento de cruzados nuevos.
-¿Sabes lo que creo? Que no tendríamos que quedarnos aquí, a la espera de lo que decidan los franceses o Guzmán Domenicci. Lo mejor es tomar la iniciativa cuanto antes... y echar a correr puesto que volver a nuestras casas de Aran es imposible. Podemos emplearnos por ahí, como un ejército bien pertrechado. Hay muchos lugares en España donde le están dando duro a Napoleón, así que cualquiera de esos sitios nos serviría porque nos acogerían como refuerzos providenciales.
-¿Y vamos a abandonar el legado de los cátaros?
-¿De verdad crees que es tan importante?
-Por lo que afirmaba en Zaragoza mi protector mossen Roger, y según lo que leí en muchos de sus libros, podría tratarse de algo cuyo valor no podemos ni imaginar.
-Pero... vamos a ver, Marianna. ¿Se trata de un valor digamos que... doctrinal o estamos hablando de objetos materiales?
-Es algo por lo que todo un país, el Languedoc, fue borrado de la historia, Laurenç, y también la estirpe de los condes de Tolosa. Algo por lo que Inocencio III no tuvo empacho en cometer atrocidades tremendas. Su importancia ha de ser inimaginable. No podemos irnos de Aran sin encontrarlo.
-Pero es que esperando nos arriesgamos a morir.
-Aguantemos un par de días, ¿de acuerdo, Laurenç? Si dedicamos todos los esfuerzos a resolver la última clave, tal vez seamos capaces de encontrar el escondrijo definitivo.
-En todos los hallazgos, hasta ahora, nos topamos con la decepción de emplazarnos hacia otro. ¿Por qué iba a ser diferente en este caso?
-Porque lo que encontraste en Pish no era el relato de una tragedia que les obligara a tratar de salvar la crónica puntual. Esa colección de pergaminos es un archivo completo; si piensas en los medios de la Edad Media, verás que son muchos pergaminos y demasiado trabajo para una simple pista. Lo que trajiste de Pish es, sin duda, el archivo general de los cátaros antes de la cruzada que se desató contra ellos. Y no pierdas de vista que todos los demás escondites estaban en iglesias o lugares consagrados del catolicismo, y éste, por el contrario, era un lugar más inmutable, una roca en un sitio difícil de alcanzar que habría sido imposible de encontrar sin pistas y sin buscarla. Por lo tanto, se da un reencuentro con lo natural que tiene mucho que ver con la idea que los cátaros tenían de sí mismos. La nueva clave, que estoy convencida de que es la última, se refiere también a un escondite en la naturaleza: “Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio”.
-Me suena que pudiera referirse a la Peira de Mijaran.
-También fue lo primero que pensé yo, Laurenç. Pero recuerda que ya descartamos esta posibilidad por obvia.
-¿Y por qué va a ser lo obvio menos válido que lo hermético? Yo votaría por mirar en torno a ese menhir; o debajo, si tuviésemos oportunidad de cavar.
-No querría contradecirte, Laurenç, sobre todo porque tuviste el mérito de encontrar lo de Vilac y lo de Pish. Pero insisto en que algo tan obvio no puede ser...
-Atención, Marianna. Has dicho hace un momento que según avanzábamos en los hallazgos y, por tanto, retrocediendo en la cronología de los cátaros, la identificación con la naturaleza inmutable era mayor. ¿Y qué puede haber más inmutable en el Valle de Aran, aparte de las montañas, que un menhir?
Marianna asintió, pero sin entusiasmo. Laurenç contuvo un bostezo, por lo que anunció que iba a acostarse. Al seguirlo con la mirada, Marianna tuvo la turbadora impresión de ya no era el cura fanático, pusilánime y apesadumbrado que tanto le había hecho perder la paciencia al principio del destierro en el Forat de l’Embut. Como solía hacer últimamente, él se quitó con despreocupación casi toda la ropa para dormir con mayor comodidad, y Marianna no pudo evitar admirar su poderosa anatomía, como aquella tarde, en el huerto de la parroquia, cuando se encaramó en una escala para serrar las ramas de un roble con objeto de satisfacerla. Y como entonces, se encontró contemplando con arrobo la protuberancia de la entrepierna, que tan bien delineaban las calzas, sintiendo ganas de pasar la mano por ella. Desvió los ojos, y se recrimitó a si misma con severidad por ese pensamiento tan inoportuno.
Al apartar la mirada con enojo por su propia complacencia, se fijó en la urna de piedra que Miquèu y Ricar habían sacado de la iglesia de Escunahu. ¿Y si de un modo absurdo tuvieran delante desde varias semanas atrás la solución del problema? Debía pedirles que volvieran a intentar abrirla sin romperla.
Dormitó a ratos sin decidirse a acostarse, porque dado el cansancio general se había visto obligada a aceptar que Manel realizara la guardia esa mañana. Aunque durante la ausencia del grupo hubiera cumplido bien con la función encomendada, que sólo consistía en atender a Teresa y su hijo, continuaba sin poder fiarse de él.

Había tenido que desarrollar su desconfianza y reforzar todas las alertas desde que se frustrara el único enamoramiento juvenil que recordaba.
Le costó meses superar el dolor que le hacían sentir el engaño y la escapada de Alonso y las miradas esquinadas de la madre y los hermanos, cada vez que se cruzaba con ellos a la salida de misa. Creyó superarlo cuando de nuevo hubo un joven rondando su ventana en la mansión del deán. Después de obligarle a aguardar el tiempo que parecían aconsejar el pudor y la decencia, estimulada por doña Agustina concedió a ese joven acompañarle en un paseo por la ribera del río. Pero sólo hubo esa oportunidad. Llegados a un rincón muy recoleto donde los árboles y la maleza aislaban de las miradas, y sólo se escuchaba el rumor del agua, el joven, también hijo de una distinguida familia, íntima del deán, la paralizó con un fuerte abrazo mientras intentaba alzarle las faldas con mucha precipitación. Sintiéndose inmovilizada e incapaz de impedirlo, sólo se le ocurrió echar su peso hacia atrás, de manera que ambos perdieron el equilibrio y cayeron a tierra, donde fingió aceptar las caricias a fin de que él aflojase la presa. Cuando lo hizo, buscó a tientas una piedra, con la que le golpeó en la sien y echó a correr. Creyó que lo había matado, y tembló por ello varias noches que no consiguió apenas dormir, pero unos días más tarde él volvió a rondar bajo su ventana con vendas en la frente y sonrisa maliciosa.
Desde entonces hasta el primer ataque de mossen Roger, fueron multiplicándose los acosos tanto frente a la ventana como en la biblioteca, y también abundaron los consejos y estímulos de doña Agustina. En la biblioteca, aprendió pronto que todos los curas menores de cincuenta años que acudían pretextando la búsqueda de un libro o un documento llegaban, en realidad, dispuestos a proponerle encuentros galantes, a veces sin ningún disimulo. Desde la ventana descubrió con enorme estupor que los rondadores hablaban a veces con doña Agustina ante el portalón entreabierto, y solían entregarle algo que el ama recibía con satisfacción. Necesitó de muchas cavilaciones para comprender que doña Agustina jugaba secretamente a ser algo parecido a una Celestina.
Y lo corroboró cuando mossen Roger parecía estar agonizando en la cama con su primer ataque. Tras marcharse el médico, velaban su agitado sueño Marianna y doña Agustina. Ésta pareció a punto de hablar en muchas ocasiones, pero sólo se decidió cuando ya amanecía:
-Marianna ¿te acuerdas de lo que te dije cuando Alonso te abandonó?
Marianna asintió, mientras se arropaba con el mantón para contrarrestar el escalofrío que la pregunta le había causado.
-Pues han pasado cuatro años más y tú sigues lo mismo. ¿Es que no te das cuenta de que tienes que solucionar tu vida? Y estas alturas, ya vas siendo un poco demasiado mayor…
-¿Mayor para rebajarme a ser la concubina de otro mossen, con menores recursos que éste?
-¡Qué cosas dices, mujer! ¡Concubina!
-¿De qué otro modo hay que llamarlo, doña Agustina?
-Yo nunca he pensado en mí como eso…
La protesta hizo que Marianna comprendiera de repente lo que hasta entonces jamás se le había pasado por la cabeza. Doña Agustina había sido su antecesora en la cama de mossen Roger. Ella era demasiado niña para comprender lo que debió de ocurrir cuando se convirtió en su sustituta. Seguramente, el ama sufriría por ser relegada y disminuida de rango y, muy probablemente, había tenido que hacer grandes esfuerzos para no mostrarse hostil y ser amable con la niña que ella era.
-Usted opina que yo no tengo más salida que ser la mantenida de un cura, ¿verdad?
-Hay otras, pero mucho peores. Tienes que ser realista, Marianna. Jamás conseguirás casarte en Zaragoza con un hombre decente, todos saben cuál es tu posición en esta casa y has brillado demasiado en sociedad como para que quede alguien que no haya oído hablar de ti. A lo más que podrías aspirar a estas alturas de tu vida, con veinticinco años ya, es a trabajar en una mancebía. Si crees que esa posibilidad es buena para ti, conozco una que…
-¡Por Dios, doña Agustina! ¿Habla usted en serio?
Desde aquel día hasta la muerte de mossen Roger, eludió obstinadamente los intentos de doña Agustina de volver a hablarle de su futuro. En lugar de ello, cuando acabó el funeral que el propio arzobispo había oficiado, se acercó a él y le suplicó una audiencia, que le fue concedida para dos días más tarde.
Acudió al palacio episcopal vestida lo más elegantemente que pudo y con un abultado sobre en la mano, que puso en la del arzobispo en cuanto fue autorizada a entrar en su gabinete.
-¿Qué es esto, muchacha?
-Una poema de amor de mossen Roger y cartas de tres canónigos, en las que me pedían relaciones íntimas, monseñor.
El arzobispo apretó los labios y después de una mirada intensa con la que examinó el rostro resuelto y enérgico de la hermosa mujer que tenía enfrente, abrió el sobre y leyó con ojos sombríos los cuatro folios.
-¿Qué quieres, Marianna?
-Decirle que mossen Roger escribió centenares de poemas como ése, algunos mucho más picantes pero me daría vergüenza mostrárselos a su ilustrísima. De cartas como ésas, tenía varios cofres…
-¿Tenías?
-Sí, ilustrísima. Ya no los tengo, porque se los he enviado a mi tía, en el Valle de Aran.
No tenía ninguna tía y los cofres continuaban en su poder. Pero ya no se fiaba de nadie y mucho menos de alguien tan poderoso y tan asustado como en ese instante parecía el arzobispo.
-¿Qué puedo hacer por ti, Marianna? –preguntó éste resignadamente.
-En estas condiciones, no quiero vivir más en Zaragoza, monseñor. Algún día volveré, porque me dejo cuentas pendientes y procuraré darles una lección a todos, pero ahora necesito regresar a la tierra donde nací, el Valle de Aran, para reencontrar cosas de las que me he olvidado. Espero que su ilustrísima me ayude con empeño y resolución a lograr acomodo allí.

-Marianna –era el propio Manel quien le rozaba el hombro y por la intensidad de la luz le pareció que ya fuese mediodía.
-¿Has abandonado la guardia?
-No; me ha relevado Felip, que de todas maneras llevaba más de una hora allí conmigo, hartándose de reír mientras me contaba con pelos y señales su actuación en la cantina de la Sainte Croix. Vengo a avisarte de que se ve movimiento valle abajo.
-¿Cerca?
-Están más allá del Serrat de la Bastida, pero creo que son muchos. Habría que volver a montar las trampas que ya hemos desbaratado un montón de veces, con tanto trajín.
-¿Es mediodía?
-Sí. Bartolomèu está preparando la comida. Pero sigue durmiendo si quieres, aunque mejor sería que fueses al lecho, porque en esa piedra...
-Después. Hay mucho que hacer. Vuelve con Felip a la roca vigía y avísame si hay algo nuevo.
Ayudada por Magdalena, Marianna fue despertándolos a todos y avisándoles de que había que celebrar asamblea al mismo tiempo que comían.
El guiso que Bartolomèu había preparado bajo las directrices de su esposa era el típico civet, para el que alguien se debía de haber empleado esa misma mañana en cazar un rebeco. La salsa, compuesta de la sangre del animal, verduras, vino y especias, tenía un sabor tan exquisito que parecía provenir de la mesa de un cardenal de Roma. Además del placer gustativo, y a despecho de la pérdida de Ton que todos evitaban lamentar e inclusive mencionar, se sentían felices, sobre todo las mujeres, que se jactaban de haber llevado ellas solas la trama principal del asalto, por lo que a Marianna le costó mucho llamar su atención, imponer silencio y convencerles de que no podían aplazar la toma de decisiones.
-Hay movimiento de gente por ahí abajo, más allá del Serrat de la Bastida, lo que sería un suicidio ignorar. Después de lo que hicimos ayer, tenemos a cincuenta franceses con prisas de tomar revancha, y no olvidéis que son soldados profesionales del ejército más poderoso del mundo. Pero esta mañana les ha llegado de Francia un refuerzo muy importante. Bartolomèu calcula que puede tratarse de unos de cien cruzados nuevos, al servicio de Guzmán Domenicci. Contando el pequeño ejército que ya tenía, pueden ser unos doscientos hombres los que recorrerán en estos momentos Aran cometiendo toda clase de tropelías para tratar de encontrarnos.
-Pues los que se ven por el Unhola tienen que ser más de cincuenta –informó Manel.
-¿Han llegado más cerca?
-No.
-¿Se ve humo?
-No parece que hayan incendiado ninguna granja.
-Entonces –aventuró Marianna-, el cambio de estrategia significa que vienen con datos nuevos, con alguna pista. Si no amenazan ni torturan a los granjeros, es que ya tienen idea de dónde encontrarnos. Hace unas horas, uno de vosotros me ha dicho que deberíamos abandonar el valle de prisa y ofrecernos como mercenarios en uno de tantos lugares donde a Napoleón se le han puesto difíciles las cosas; pero está pendiente lo del tesoro de los cátaros, en cuyas pistas hemos llegado muy lejos. Lo que debemos decidir ahora mismo, antes de terminar de comer, es si permanecemos una o dos noches más en el Forat de l’Embut o echamos a correr, atravesamos La Cabaneta, seguimos por Montgarri y escapamos de Aran por La Pallaresa.
Bartolomèu se aclaró la voz antes de decir:
-Yo creo que no hay que precipitarse, sin perder de vista que también pueden haber mandado gente por Montgarri, que es de hombres avisados hacer de un avío dos mandados. Si los que vienen ahí abajo supieran con seguridad dónde encontrarnos, ya habrían llegado, pues no se tarda tanto en subir de Unha hasta aquí; pero todavía así, aún contaríamos con la ventaja de que estarían obligados a conquistar el Forat de l’Embut, y está claro que no les va resultar sencillo. Todos los accesos al Forat son igual de difíciles y empinados, y por lo tanto, fáciles de defender, porque el deseo vence al miedo. Además, nos encontramos con algo que antes nos parecía una tontería, la muralla que construyó el mo...
Launrenç fue a protestar, pero los demás corearon entre risas:
-¡No soy mossen!
-Por lo tanto –continuó Bartolomèu-, yo soy partidario de que tratemos de encontrar el tesoro en pocos días, y resistir hasta conseguirlo, que a la corta o a la larga el galgo a la liebre alcanza. Habiendo perdido mi granja, no me apetece nada de nada empezar una vida nueva, fuera del Valle de Aran, sin contar con fondos y la vida resuelta... Pongámonos de plazo hasta pasado mañana, y si no tenemos suerte, pues... en el peligro no hay cosa como poner pies en polvorosa.
Hubo muchos asentimientos y exclamaciones de apoyo, más que voces discrepantes.
-Miquèu –dijo Marianna- ¿has vuelto a intentar abrir la urna que trajiste de Esconhau?
-Como nos prohibiste que la rompiésemos, sólo lo intenté un par de veces más... y nada. A veces me da que pueda ser un bloque macizo de piedra.
-No, hombre –dijo Laurenç-, pesaría muchísimo más.
-En cuanto terminemos de comer –determinó Marianna-, Marc y Miquèu os dedicaréis a buscar la manera de abrirla. Si no lo conseguís en un par de horas, rompedla.
-Pero en caso de forzarla, deberíamos tratar de que se pudiera restaurar después –sugirió Laurenç.
-“Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio” –recitó Marianna, vocalizando con precisión en aranés para que todos lo entendiesen con claridad-. Es la última clave cátara. ¿Qué os sugiere?
-¿La Peira de Mijaran? –apuntó Ricar.
-Esa posibilidad es tan obvia –dijo Marianna- que contradice el secretismo y la complicación de todas las demás. ¿Alguna otra sugerencia?
-Aquí, donde estamos –propuso Magdalena-. Este lugar tiene rocas encima, las aguas del lago Liat están ahí abajo, y estas piedras están en el medio.
Se produjo un silencio pesado, como si un duende burlón acabara de soltar una carcajada. La lógica de Magdalena era demoledora. En seguida se extendió un murmullo. Unos opinaban que se podía decir lo mismo de casi todos las cumbres de Aran donde abundaban lagos, y otros, que no había nada más inmutable y permanente que una mina que, según se rumoreaba, había sido explotada desde el tiempo de los romanos.
En este punto, se oyó la potente voz de Felip. Sin abandonar la roca vigía, cantaba a voz en grito sin modulación y desentonando mucho, una coplilla del juego de las aubades cuyo texto decía: “Que llego, que voy a llegar, que estoy llegando a tu puerta...” y todos comprendieron que se trataba de un aviso. Manel y Laurenç corrieron a enterarse de lo que ocurría. Volvieron a los pocos minutos.
-Viene un caballo –informó Laurenç.
-¿Qué significa que viene un caballo? –preguntó Marianna- ¿Un jinete en avanzadilla?
-No –respondió Laurenç-. Es un caballo sin aperos ni jinete. Parece que fuera uno de los nuestros.
Callaron todos, sobrecogidos. Estaban al corriente de que Ricar había cambiado su tosca montura aranesa por un corcel francés que probablemente pertenecía a un oficial, por lo que las miradas aviesas y llenas de reproches envolvieron al muchacho, acalorado por el rubor con la cabeza baja, muy avergonzado. Miquèu se alzó lentamente con expresión demudada y abofeteó el rostro que más amaba en el mundo mientras reprochaba una y otra vez con la voz rota por un sollozo:
-¡Frívolo inconsciente!
Laurenç se alzó a su vez, abrazó a Miquel por la espalda para sujetar sus manos, y dijo:
-No es momento de regañar entre nosotros, sino de ponernos en marcha.
A Ricar le ahogaban los hipidos del llanto que agitaba sus hombros. No se atrevía a levantar la cabeza porque temía encontrar una acusación en cada mirada.
-Hay que actuar, no sirve de nada lamentarse –concordó Marianna con Laurenç-. Detrás del caballo vendrá la avanzadilla de los franceses, que lo han usado para averiguar de un modo tan sencillo lo que todo el Valle de Aran les ha estado ocultando con heroísmo durante dos meses. Así de irónica es la vida. Pero debemos afrontarlo. Esta va a ser la batalla definitiva y tenemos que desplegarnos tal como acordamos; las mujeres os dividiréis entre el interior de la mina y el cercado de los caballos, para conseguir que no se desmanden cuando empiece el ruido de las armas francesas; los hombres, todos en batería por las rocas pero sin exponeros, y no disparéis las armas de fuego por ahora. Utilizad tan sólo las flechas, pues como tendrán que ir llegando en fila por la estrechez del pasadizo de la piedra vigía, será sencillo eliminarlos uno a uno. Mantengámonos en silencio a partir de ahora y que en el Forat de l’Embut no se oiga ni un murmullo. ¡Adelante, que después de la oscuridad siempre llega la luz!
Se desplegaron en pocos minutos según las órdenes, pero durante varias horas no ocurrió nada. Bajo la tensión insoportable de la espera, sintieron la tentación de suponer que el caballo de Ricar podía haber encontrado el camino por su cuenta, sin que nadie lo estuviera utilizando como guía, pero Marianna no les permitió bajar la guardia. Nadie alzaba la voz, para no dar pistas a quienes podían acecharles a escondidas, pero no conseguían evitar que los caballos soltaran algún relincho, a pesar de que las mujeres cuidaban de que no les faltase agua ni forraje y que nada les sobresaltase.
-Siento que están cerca –murmuró Bartolomèu al oído de Marianna.
-Yo también. Nos tienen perfectamente localizados, pero deben de estar estudiando cómo vencernos sin pérdidas.
-A ti qué te parece, Marianna, ¿serán los franceses o los hombres del romano?
-Los franceses son militares de verdad, no de teatro como esos cruzados de Domenicci. Vengan juntos o por separado, lo cierto es que todos quieren masacrarnos y por lo tanto, dejarán la dirección del ataque a los que están mejor preparados. Supongo que será el propio comandante De Montesquiou quien les manda. Temo que este silencio y la demora del ataque se deba a que tratan de llegar cerca del Forat con los cañones.
Bartolomèu apretó los labios con un gesto de resolución.
-Pues con el tamaño y el peso de esas máquinas, necesitarán varias bestias y les resultará dificilísimo circular y subir por los estrechos y pedregosos senderos del Unhola; aunque lo consigan, que lo dudo, la cosa puede postergarse lo menos un día más, lo que nos da una tregua para tratar todavía de encontrar el tesoro. ¿Qué te parece si bajo por el Varrados, a explorar la Peira de Mijaran?
-¿Solo?
-Yo soy el único del grupo que no vale gran cosa como guerrero. He sido útil como enfermero, furriel y cocinero, pero a la hora de pelear, me pesan los años, Marianna. Será mejor que trate de encontrar ese tesoro, antes de que lo olvidemos por los problemas de la batalla.
Bartolomèu tenía razón, pero, a pesar de los refranes rebuscados que recitaba a todas horas, Marianna confiaba poco en su perspicacia y temía por su seguridad.
-No puedes ir solo. Será mejor que el mossen te acompañe.
-¿No te fías de mí?
-Me fiaré más si vais juntos, y recuerda que siempre nos hemos desplazado por pares, para que cada uno defienda y proteja al otro. Y en relación con el legado cátaro, cuatro ojos ven siempre más que dos; los tuyos valdrán para la descubrir la lógica natural y telúrica, y los de Laurenç para casar tu lógica con la teoría. Dile al mossen que venga.
Media hora después, cuando ya comenzaba a declinar la tarde, Laurenç y Bartolomèu estaban listos para iniciar el viaje, cubiertos con los ropones negros y con los caballos preparados.
-Evitad los senderos –aconsejó Marianna-, desplazaos por lo más oscuro y espeso de los bosques, no habléis ni permitáis que los caballos hagan mucho ruido, protegeos mutuamente y que no se os olvide la clave de los cátaros: “Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio”.
Los vio partir dando un penoso rodeo para no subir en línea recta los riscos por donde solían cruzar hacia el Varrados, con objeto de no ser vislumbrados por los atacantes en el contraste con la nieve. Sintiendo al contemplarles una emoción que le resultaba incómoda, Marianna notó que alguien se le acercaba. Al volver la cabeza se encontró con la expresión consternada de Miquèu.
-Ricar y yo hemos conseguido abrirla. No te preocupes, sólo hemos roto una esquina de la tapa, que tendría arreglo con un poco de paciencia y arte, pero me da que…
-¿Había algún pergamino?
-No, Marianna. Tengo miedo. Ven a ver tú misma.
Era notable el temblor que estremecía a Miquèu. Mariana se preguntaba qué podía causar su espanto cuando vio a Ricar, arrodillado junto a la urna abierta, con las manos cubriéndose la cara. No hacía mucho rato que le había visto llorar a causa de la reprimenda por lo del caballo, pero su abatimiento de ahora era muy superior. Su actitud no era la de un vigoroso muchacho de diecisiete años que sufriera un disgusto, sino la de alguien prematuramente envejecido por el terror.
-Hala, Ricar –dijo solícitamente Miquèu-. Apártate un poco para que Marianna lo vea.
Los huesos agrisados por el tiempo que reposaban en la urna eran pequeños y finos, como los de un recién nacido. Pero no parecía un niño. Había dos cráneos sujetos a una sola espina, bifurcada en lo que correspondería al cuello y prolongada en el otro extremo más allá de la longitud de las piernas. Marianna sintió un escalofrío, pero no de miedo sino de pena.
-¿Qué clase de monstruo es, Marianna, un dragón? –preguntó Ricar.
-Los dragones sólo existen en las fábulas –respondió Marianna, tratando de modular la voz, porque se le había secado la garganta-. Esto es lo más extraordinario que he visto en toda mi vida. He visitado muchas criptas y tuve que ayudar a trasladar muchos restos de sarcófagos a urnas desde que era casi una niña, y os aseguro que nunca vi nada parecido, ni mutilaciones ni alteraciones físicas tan espantosas, y eso que en la Edad Media había muchas. Pero sí que he escuchado mencionar casos de deformidades parecidas a ésta. Creo que se trata de dos gemelos que no llegaron a formarse del todo en el vientre de la madre. Si nacieron vivos, seguramente sobrevivían muy poco tiempo, acaso unas horas nada más. En los bajorrelieves tiene que haber alguna referencia gráfica que aluda al contenido, porque es evidente que su familia debía ser rica y poderosa para proporcionarle un enterramiento tan lujoso.
Encontraron varios símbolos que podían aludir a la dualidad, pero ninguna representación de algo así como dos niños que fuesen uno a un tiempo. Al preguntarse por alusiones a la dualidad del esqueleto, Marianna recordó la dualidad, que era el principal fundamento doctrinal de los cátaros que les convertía en apóstatas de la iglesia romana. En ese instante, se echó a temblar igual que los dos jóvenes que tenía ante sí, pero no de terror.
-Están bajando en balde a la Peira de Mijaran –murmuró.
-¿Qué? –preguntó Miquèu.
-Allí no hay nada, Miquèu. La solución es esta urna. ¿Crees que podrías alcanzar a Bartoloméu y Laurenç, para que vuelvan?
-Puedo intentarlo, pero ya es casi de noche. Siempre viajamos de modo que no puedan ni sospechar nuestro paso, lo que vale tanto para miradas enemigas como para las nuestras. Pero si quieres, corro.
Con los ojos encendidos, Marianna examinaba los muy profusos grabados de la piedra, que hasta ese momento sólo había mirado desinteresadamente. La intuición le decía que ni la urna ni la iglesia de Escunhau podían guardar lo que buscaban, porque tenía que encontrarse en un escondrijo situado en la naturaleza y en un lugar que no pudiera ser descubierto por azar, pero bien podían haber dejado la pista en esa iglesia. Entonces, ¿cómo encajaba la urna con la clave encontrada en Pish?
-Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio –murmuró.
-¿Voy o no voy, Marianna? –insistió Miquèu.
-No. Tú tienes razón, sería un viaje inútil porque no podrías encontrarlos. Y además, es posible que dentro de unas horas sea necesario que bajes con Ricar al valle. ¿Os atreveríais?
En vez de responder a Marianna, Miquèu le dijo a Ricar:
-Tenlo todo preparado, los caballos y la ropa. Cenaremos en cuanto la mujer de Bartolomèu acabe de cocinar y nos sentaremos a esperar a que Marianna descifre lo de la urna. Porque la clave está ahí, ¿no, Marianna?
-Sí. Ayúdame mientras Ricar lo avía todo. Tenemos que ir buscando las cosas que estén repetidas por pares en las seis caras. ¿Dónde está el pedazo que arrancaste en esa esquina?
-Aquí –respondió Miquèu sacándolo de la faltriquera.
Marianna tomó el fragmento de piedra. Tenía forma casi triangular y en el vértice podía apreciarse, muy pequeño, en un espacio menor que la yema de un dedo, el símbolo del ojo y las tres cruces. Tan pequeño, que sería indetectable y no llamaría jamás la atención de alguien que no supiese de lo que se trataba.
-He sido una estúpida –dijo Marianna-. Desde que trajisteis esto por casualidad, podíamos haber ganado mucho tiempo y quién sabe si no estaríamos ya en algún lugar tranquilo y bonito, disfrutando riquezas inmensas.
-No comprendo –declaró Miquèu.
-Cuando buscábamos romeros tomando agua bendita, que es la clave que guió al mossen hasta Vilac, a ti te pareció que esta escena era una romería, y por eso trajiste la urna. La realidad es que representa la bendición de las palmas del Domingo de Ramos, y eso me desorientó. Pero este objeto es lo que teníamos que encontrar para llegar al legado de los cátaros, Miquèu.
-Sigo sin comprender.
-Examinemos el esqueleto con atención, porque seguramente es una falsificación realizada para que quien lo hallase lo relacionara con la dualidad de los cátaros.
-¿Te da…?
-¡Soy una estúpida! Observa esto. La vértebra donde se bifurca la columna no es un hueso humano. Yo diría que es una rodaja aserrada de la pata de un animal. Y mira esto; la supuesta prolongación en forma de rabo, no es más que un añadido igual de grosero. Es una especie de broma que se permitieron los cátaros, Miquèu, mientras iban dejándonos pistas para un legado que...
-¿Todo es una broma?
-Pudiera ser. Esto, en concreto, es una humorada inmensa, una burla. ¿Sabes que la práctica totalidad de las ermitas, iglesias, basílicas, santuarios y hasta catedrales católicas de la Edad Media nacieron como idea y fueron erigidas a causa del supuesto hallazgo de reliquias? Todas falsificadas, como puedes suponer. Hay reliquias de santos muy venerados que no son ni pueden ser huesos de tales santos, por la improbabilidad de las circunstancias que se cuentan sobre el hallazgo. Inclusive, los hay que perteneciendo según el canon a un santo, son en realidad huesos de mujer o viceversa. Y esas reliquias necrófagas como dedos, brazos, manos, pies o sangre, ¿tú imaginas algo menos devoto que fragmentar el cadáver del santo al que rezas o tener un vaso preparado y pincharle para recoger su sangre antes de morir? Son tantas las reliquias de la cruz de Jesucristo, que si las juntásemos sumarían madera como para el almacén de un gran aserradero. Los cátaros, amantes fervorosos de lo natural y enemigos de las imposturas y de lo artificial, despreciaban estas conductas de la Iglesia oficial, heredera muy fiel de los usos del paganismo romano…
Andrèu interrumpió el discurso:
-Marianna, mi hermano cree que los franceses tratan de tomar posiciones para ir rodeándonos también por lo alto de la mina. Se ha cargado a uno que estaba escalando la ladera del pic de Tartareu.
Marianna asintió. Sentía como si un soplo helado recorriese su espalda. El Forat de l’Embut contaba solamente con un defensor por cada ocho o nueve atacantes. Nadie iba a poder dormir esa noche las horas debidas y tal vez sería una locura prescindir de otros dos hombres para mandarlos al valle en busca de una quimera.
-Andrèu, di a tu hermano y los demás que decidáis turnos para la comida y el descanso. Sea cual sea el despliegue que hagan los franceses y los cruzados si es que vienen juntos, no creo que ataquen hasta mañana, pero habrá que evitar que hagan esas cosas que tan oportunamente ha evitado tu hermano Quicó. No debéis hacer el menor ruido y ni un murmullo debe llegar a oídos de los franceses.
Vio a Andrèu alejarse hacia la oscuridad total de la noche sin luna; sólo campesinos tan avezados como ellos eran capaces de descubrir a ciegas los movimientos enemigos; esa facultad les otorgaba cierta ventaja durante esa noche. Pero si mandaba a Ricar y Miquèu al valle, serían dos defensores menos también al llegar el día, cuando volviesen derrengados y ansiando dormir. Trató de que no se notara demasiado la pesadumbre que tenía cuando le dijo a Miquèu:
-Este cadáver infantil trucado es un juego burlón de los cátaros. No sé si vale la pena seguir.
-¿Entonces, no hay tesoro? –preguntó Miquèu con desolación.
Marianna notó la decepción de los dos jóvenes. Ricar tenía húmeda la mirada y Miquèu parecía buscar un asidero para no tener que renunciar a sus sueños. Decidió que debía seguir adelante, porque ahora sentía seguridad completa de que el legado de los cátaros estaba de verdad al alcance de su mano. Todo era cuestión de aguzar el ingenio.
-El mensaje está en la piedra de esta urna –respondió Marianna-. De lo que consigamos leer sacaremos la conclusión de si la broma era una anécdota que acompañaba su legado o se trataba del objeto único de las claves. Bajaréis sólo si el mensaje que descubrimos en estos bajorrelieves es muy claro y concreto, y no se trata de un nuevo galimatías.
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