sábado, 30 de agosto de 2008

LEA GRATIS MI NOVELA "LA DESBANDÁ"


LEA GRATIS MI NOVELA “LA DESBANDA”
A pesar de que ya he advertido a los libreros de que puede ser ilegal vender mis últimas cuatro novelas, porque la editora sólo me ha pagado una parte mínima de mis derechos de los últimas cuatro años, veo que la siguen vendiendo, inclusive con un rótulo que reza “BEST SELLER”-

Dado que esta editora no me ha pagado más que una miseria de lo que me debe, considero BULKOS TODOSD LOS CONTRATOS firmados con ella y, por consiguiente, he recuperado el dominio total sobre mis obras. Según los certificados de tirada (muy poco fiables, porque dicen que todas la imprentas de Barcelona falsifican los certificados)que me manda la propia editorial, ha dejado de pagarme casi 70.000 euros en estos cuatro años, sin contar las ediciones rústicas. Pero es que, para colmo, jamás me ha informado esta edidtorial de cuántos libros míos ha vendido.

Por consiguiente, OFREZCO GRATIS la lectura de “La desbandá” en mis blogs, a partir de mañana. Cada día, publicaré diez folios (que representan unas 16 páginas del libro impreso), hasta llegar al final.

Quien quiera que se la envíe entera por Internet, puede escribirme a la dirección de mi web.

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viernes, 29 de agosto de 2008

EL PADRE DE LA REINA


EL PADRE DE LA REINA

En este cuento difícilmente clasificable y que no tengo claro todavía en qué colección incluir, describo una escena relacionada con el negocio editorial que es imposible que ocurra en España, donde según aseguran periodistas y libreros, ninguna editorial paga de modo legal los derechos de propiedad intelectual de los autores.

Como mi caso, que llevo cinco meses de agonía, tanto funcional como de salud (varios infartos), a causa de que la editora de mis cuatro últimas novelas no me ha pagado correctamente DURANTE CUATRO AÑOS.

Tras cuatro años de precariedad y cinco meses de agonía indescriptible, ahora estoy lo que se dice en las últimas, y ni por esas. Ella había mandado hace un mes a su abogada a negociar la deuda, pero nunca más se supo. Entre tanto, los procesos siguen en marcha.

En este cuento ocurre algo que se da en las mejores familias, y que muchos "enterados" conocen al dedillo, pero la "discreción" se impone y nadie habla de ello. Reproduzco lo tres primeros folios

EL PADRE DE LA REINA

Yalma Benaroch tiró el libro contra el suelo y lo contempló deseando que ése y todos los ejemplares ardieran espontáneamente, que se convirtieran todos en ceniza y se volatilizaran. Le ahogaba la ira. Tomó el auricular del teléfono.
-Quiero demandar a George Williamson. Hay que conseguir que retiren esta porquería de la circulación.
-Puede costarte una fortuna, Yalma -le advirtió el abogado-. La editorial no le hubiera permitido publicar esas cosas si él careciera de pruebas de lo que afirma. Tanto el autor como la editorial tienen que sentirse muy seguros para haberlo publicado. ¿Por qué no me dejas que te arregle un encuentro con Williamson?. Eres lo bastante astuta para sacar conclusiones. Si después de hablar con él sigues queriendo demandarlo, entonces lo haremos.

Después de interrumpir la comunicación, Yalma recogió el libro del suelo. Volvió a leer el párrafo:
"Todos sabían en París que León Benaroch, el rey del acero, le hacía regalos extravagantes al modelo Dino Correnti. Fue la última de las grandes aventuras de Benaroch antes y después de casarse, pero seguramente fue la más intensa. En los círculos parisinos se comentaba con sorna que Correnti manipulaba a Benaroch como un pelele y hay constancia de que le sacó más de un millón de dólares en regalos. Benaroch se alimentaba sólo de cocaína durante la etapa final de la relación, porque no podía soportar las veleidades y las traiciones de Correnti, que, en esa época de los años cincuenta, era la estrella más fulgurante de los salones de París"

La residencia de George Williamson parecía la de un millonario bohemio reconvertido en hippy. El jardín, abandonado a la arbitrariedad de la naturaleza, presentaba el aspecto de una selva virgen, de tan intrincado y umbrío. La casa estaba pintada de muchos colores, con algunos paneles de fachada cubiertos con murales que reproducían visiones del fondo del mar al estilo pop; anémonas, algas y corales estilizados, atravesados por bandas onduladas de azul y blanco entre las que flotaban burbujas y peces esquemáticos entre numerosas medusas transparentes. El domicilio de alguien muy vicioso que, supuso, pasaría el tiempo bajo los efectos de la droga
Williamson acudió a saludarla en bata. Aunque sabía que tenía más de sesenta años, Yalma admiró su buen estado físico; las piernas desnudas bajo la bata parecían las de un hombre de treinta y su cuello carecía de pliegues; por la humedad de su pelo y las gotas que brillaban en sus tersas mejillas de cuarentañero, supuso Yalma que acababa de salir de la piscina.

-Intuyo la razón de su visita -dijo el escritor.
-Ustedes los escritores sensacionalistas no imaginan el daño que puede causar lo que escriben a familias enteras. Mi madre tiene una crisis, y sabe usted muy bien lo que eso puede representar a los sesenta y cinco años.
-Créame que lo lamento, pero yo suponía que usted estaba al corriente. Su padre jamás se distinguió por su discreción. Este asunto de Correnti fue uno más. Tanto antes como después de casarse con su madre, sus aventuras gays fueron muy notorias.
-¡Calumnias!.
-Lamento que piense así. Como había previsto el objeto de su visita desde que su abogado me propuso el encuentro, le he preparado estas fotocopias. ¿Ve? ¿Reconoce la letra de su padre?
Yalma cogió las fotocopias sujetas con una grapa. En efecto, la letra parecía la de su padre.
-¿Por qué no me consultó?
-¿Avisar a la reina del acero de que iba a publicar confidencias sobre las andanzas de su padre, andanzas que los que lo trataron conocen tan bien? No me parecía ser indiscreto al escribirlo y usted habría tratado de impedirlo.
-Desde luego.
Yalma sorprendió una misteriosa chispa de ironía en los ojos del escritor.
-Lea estas cartas, señora Benaroch.
-¿Quién tiene los originales?
-Están a buen recaudo. Puede imaginarlo.
-Sí, lo imagino. ¿Puedo llevármelas?
-Para eso las he preparado. Léalas, por favor; va a descubrir que más bien he sido muy discreto en mi libro. Demasiado discreto. Aunque lamente que haya sido por esta causa, celebro mucho conocerla; créame si le digo que hacía muchos años que lo deseaba. Es usted tan bella como esperaba.

Sentada ante el escritorio de su despacho, Yalma Benaroch consiguió superar a duras penas el recelo que leer las cartas le producía. Williamson las había dispuesto en orden cronológico:

19 de abril, 1954.
Querido Dino:
Desde que volví de París no puedo dormir. El recuerdo de tus manos en mi cuerpo permanece vivo sobre mi piel, como si todavía estuvieras a mi lado.
Apenas me concentro en el trabajo. Esta mañana, han venido el notario y los abogados para la lectura del testamento de mi padre y casi no me ha impresionado comprender que desde este momento soy el nuevo rey del acero. Lo único que me importa eres tú, tú, tú.
Hace un rato, he ordenado que te entreguen un pequeño obsequio. Cuídalo, porque el diamante pesa kilate y medio y lleva mi sangrante corazón dentro.
Escríbeme en seguida. Quiero saber si he acertado con el calibre de tu dedo anular. Dudo que me haya equivocado Me sé de memoria hasta el último rincón de tu adorada persona.
Te quiere,
Leo

4 de febrero , 1955
Querido Dino:
Mi madre no para de agobiarme con el apremio de que me case.
Imagina. ¿Cómo voy a casarme? ¿Con una mujer, yo? Como no nos pongamos a bordar...
Noto en tu carta cierta frialdad. No pareces el mismo que hace quince días me abrazó por la cintura mientras contemplábamos París desde la torre Eiffel.
¡Qué difícil es conseguir que me escribas! Sólo guardo dos cartas tuyas de estos años y ahora trazas unas pocas palabras sólo para hablar de dificultades. Por favor, escríbeme contándome lo que piensas de nosotros, diciéndome que me quieres: es la única manera de creer que te tengo cerca cuando no puedo volar a tus brazos. En cuanto a esas dificultades, no te preocupes, las resolveré; siempre contarás conmigo, siempre, siempre.
Te llamará mi agente en País el lunes próximo. Le he contado que realizas trabajos de investigación de nuevos mercados para la empresa. Solventará tus problemas.

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jueves, 28 de agosto de 2008

UNA Y MIL NOCHES


Otro de los relatos incluidos en la colección titulada "Cuentos del amor viril", es éste que trata de las relaciones con los inmigrantes.
Un amigo cineasta que lo leyó hace tres años, me propuso que lo versionara para un guión de cine, a ver. Pero mi opinión es que un escritor no está facultado para adaptar a guiones sus propias narraciones impresas; las prioridades argumentales son muy diferentes de las del cine, y siempre me he negado a ello, simplemente, porque estoy seguro de que un guionista cualquiera versionaría para el cine una obra mía mucho mejor que yo.
Estoy convencido de que un escritor jamás versionará bien para el cine una novela suya, por muy buena que sea y por bueno que sea el escritor. Ejemplos hay hasta aburrir. Son lenguajes diferentes.
Yo he trabajado como guinista en televisión,y sin embargo jamás haría un guión de mis narraciones; igual que cualquier otro, supongo. Mi novela Cal Viva, estaba siendo convertida en guión por otra persona, que murió. Yo ni siquiera lo habría intentado, porque la narración abarca noventa y dos años de la vida de una mujer y estoy convencido de que un buen guión se fijaría sólo en un momento específico de la novela o en un tiempo mucho más corto.

Reproduzco las primeras escenas:

UNA Y MIL NOCHES

El recorrido entre el trabajo del campo en Extremadura y el éxito actual del restaurante, en un bello puerto turístico, había durado poco tiempo.
Román acababa de materializar el sueño con que escapaba, sobre el tractor, de la grisitud de su vida de tres años antes, porque casado a los veinte y con dos hijos, uno de nueve y otro de seis años, a los treinta Nela le aburría, jugar con los niños sólo mitigaba un poco el aburrimiento, tedio que se hacía insoportable cada uno de los minutos que transcurrían desde la siembra a la cosecha. Allí, parado encima del tractor junto a la dehesa, miraba con desazón y envidia hacia los jóvenes que acudían a retozar en el chaparral, sentimientos que jamás logró descifrar, porque le dominaba un deseo vehemente de descubrir otras cosas, otros panoramas, huir hacia aventuras y venturas que tenían que ser posibles en otros sitios, lugares donde ocurriesen los prodigios de "Las mil y una noches", y suponía que jamás reuniría el valor de buscarlos.
Aunque la muerte de su padre le entristeció, pasadas cinco semanas se sintió libre de exponerse a los riesgos que él no le había permitido correr. Abrumado y a punto de caer muchas veces en el desánimo por las advertencias de su madre, su hermana y su cuñado, y sobre todo por las airadas protestas de Nela, vendió el tractor, la finca y la casa, y compró el local en Puerto Marina, en Málaga.
Tenía treinta años cuando empezó la obra del restaurante, treinta y uno cuando descubrió lo buen cocinero que era, treinta y dos cuando tuvo que convencer a su madre, hermana y cuñado de que se mudasen con él para ayudarle, y ahora, a los treinta y tres, el dominical del periódico más importante de Madrid acababa de publicar en la sección turística un artículo donde elogiaba y recomendaba el "sorprendente Restaurante Monfragüe, la más sofisticada y deliciosa cocina familiar de caza".
Había llegado a la meta.
Tenía treinta y tres años y nadie le calculaba más de veinticinco. El tono cetrino de su bronceado campero se había vuelto tan rosado y resplandeciente como el de los turistas ricos de Puerto Banús. Comía opíparamente, pero como trabajaba hasta dieciséis horas en el restaurante y aprovechaba todas las pausas para nadar, su fornido cuerpo de trabajador rural mantenía el vientre plano como el de un adolescente y, de hecho, podía vestir con naturalidad como los adolescentes, porque nadie le observaba con ironía al usar la moderna y juvenil ropa que componía su armario; al contrario, descubría al pasar por la calle que le miraba golosamente gente mucho más joven que él. A su lado, cuando iban a misa los domingos agarrados del brazo, Nela comenzaba a parecer su madre y él parecía, cada vez más, el hermano mayor de sus hijos.
El aburrimiento renacía. La alegría por el comentario del periódico fue muy efímera, y otra vez sentía impulsos de correr en busca de un prodigio que debía de esperarle en un quimérico país de "Las mil y una noches".
Tenía que plantearse otras metas, como aventurarse a convertir el Monfragüe en el primero de una cadena de restaurantes con sucursales en las principales capitales de España y el extranjero. Algo así tenía que abordar, a ver si no iba a acabar como parecía muchas veces a punto de terminar en Extremadura, liándose la manta a la cabeza y escapando de Nela, sus parientes y sus hijos para buscar no sabía el qué.


Encontró una válvula de escape con el equipo de fútbol.
A Romy, su hijo mayor, de doce años, le gustaba jugar fútbol y lo hacía durante el verano a todas horas en la playa situada junto al puerto. Un día, pasó por allí el concejal de deportes y les propuso a los chicos formar parte de un equipo infantil representativo del municipio. Romy corrió a contárselo a su padre y éste tuvo que ir a hablar con el concejal, que a los quince minutos de conversación le ofreció la presidencia del equipo.

-Usted se ocuparía de todo, de elegir al entrenador, los ayudantes, la equipación y demás, así como de organizar los viajes. Porque vamos a entrar en una competición provincial.

Román aceptó sin tener claro si disponía de tiempo para ello. Los domingos, los días de partidos, era cuando el restaurante solía estar más lleno y, aunque su madre y su hermana habían aprendido ya a preparar sus platos, todas las manos eran pocas para atender a la clientela los fines de semana. Calculó que tendría que contratar a alguien más, pero iba a organizar el equipo porque el encargo le podía sacar de la rutina.

Y así fue.

Romy conocía a todos los chicos que jugaban al fútbol en la playa. Román se sorprendió por lo numerosas que eran sus amistades. En dos semanas, visitó guiado por su hijo las casas de treinta y cinco muchachos, veintiocho padres de los cuales aceptaron que también sus hijos formasen parte del equipo, a pesar de que tenía que abonar cada uno quince mil pesetas para la ropa. Una vez completada la plantilla de jugadores, necesitaba un cuadro técnico.

-Hay un morito que juega muy bien -le dijo Romy-. Viene siempre por las tardes, a la siete o así, y organiza partidos con sus amigos. Hammou marca siempre más de diez goles. Tienes que verlo. ¡Es un crack!. Él puede ser el entrenador.

Antes de empezar a preparar las cosas en la cocina, esa tarde decidió echar una ojeada. Bajó a la playa con Romy, que le indicó:

-Míralo. Ése es Hammou.

Para ser marroquí, era demasiado moreno. Más bien tenía aspecto de egipcio del sur y sus facciones reforzaban la impresión, porque eran muy semejantes a las de Ramsés tercero que había visto reproducidas en las fotos del tempo de Abu Simbel. Debía de medir entre un metro setenta y cinco y un metro ochenta. Muy robusto, su cintura era sin embargo fina y su agilidad, extraordinaria. Corría sin descanso de un lado a otro, como si no le agotasen las carreras a través del campo de mullida arena. Durante los veinte minutos de que disponía Román, marcó cuatro goles, en los que parecía entregar el alma.

-Dile que venga al restaurante cuando termine el partido -le ordenó a Romy.

No pudo atenderle hasta que el trabajo aflojó. Lo había olvidado. Su hermana le recordó que "ese moro sigue esperándote en la barra". Miró el reloj; la una y media de la madrugada. Se sintió avergonzado.

-¿Ha comido algo? -preguntó a su hermana.

-¡Qué va!. No creo que tenga un duro. Cuando vino, le ofrecí una cerveza, pero no la quiso; sólo quería agua. Se ha bebido tres o cuatro jarras y ha acabado con todos los frutos secos que había en la bandeja de la barra. Lo menos medio kilo. Vaya caradura.

Se acercó al marroquí. Se sintió incapaz de calcular su edad y tampoco hubiera podido reconocerle de no saber que era él, porque mientras que jugando en la playa vestía más o menos como los demás futbolistas, ahora su ropa le hacía parecer casi un mendigo.

-Hola. ¿Te ha contado mi hijo de lo que se trata?

-No le entendí.

Hablaba español razonablemente bien.

-El ayuntamiento quiere formar un equipo de fútbol infantil. Necesitamos un entrenador.

-Yo busco trabajo.

-Pero... en el equipo sólo cobrarías dietas. ¿No trabajas?

-No.

-Como hablas español, creía que ya llevabas mucho tiempo en España.

-No. Hace cuatro meses, na damás.

-¿Y ya has aprendido el idioma?

-Lo hablaba antes de venir. Mi casa está muy cerca de Melilla. He estado más tiempo en Melilla que en Marruecos, ya sabes, buscándome la vida.

Román se dijo que había problemas. Seguramente, Hammou era un inmigrante ilegal. El ayuntamiento no lo aceptaría. Pero jugaba muy bien y era muy popular entre los chicos, según lo que había observado con Romy y sus amigos. Podía liderar el equipo. ¿Cómo lo resolvería?. Decidió preguntar a bocajarro:

-¿No tienes papeles, verdad?

Hammou bajó los ojos.

-¿Has hecho alguna gestión?

-El consulado está en Algeciras. Antes de nada, necesito el pasaporte y no tengo... cómo ir.

-¿Cuántos años tienes?

-Veintidós.

-¿Crees que puedes entrenar el equipo?. ¿Te gustaría?.

-Sí.

-Voy a ver cómo lo puedo arreglar. ¿Dónde vives?
Hammou negó con la cabeza.

-¿Quieres decir que no tienes casa?

-Duermo en la playa.

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miércoles, 27 de agosto de 2008

AMOR MORTAL


AMOR MORTAL

Otro de los libros de relatos en marcha, que versa sobre uno de los grandes males de nuestro tiempo, es el más coherente de todos los que tengo más o menos acabados, porque posee una trama argumental que da continuidad a relatos que, por otra parte son independientes, a la manera de las noches peligrosas y las estratagemas de Sherazade.
Esre libro, que está por redondear a pesar de los cual lo he registrado ya, lo ofrecí muchas veces a gente diversa, incluida la editora que me ha robado mis derechos de propiedad intelectual y que todavía no me ha pagado, aunque aseguró hace un mes que iba a hacerlo “de inmediato”.
Aunque hace muchos años que trabajo intermitentemente en esta historia, no avanzo lo bastante rápido porque me echo a llorar cada vez que añado unas líneas.
Le he atribuido varios títulos provisionales, pero aún no he elegido un título definitivo porque no quiero que sea escatológico en absoluto
Aquí tenéis las dos primeras páginas.

PRIMERA JORNADA.
David alzó un poco la cabeza de la almohada. Estaba amaneciendo y no acababa de decidir si le molestaba más el olor a medicamentos y desinfectantes o el silencio. Sus dos compañeros de habitación dormían profundamente... o lo fingían. No creía que Faly poseyese doblez como para fingir estar dormido, era un gaditano librepensador y divertidísimo, a pesar de ser de los tres el que peor aspecto presentaba y el que más lloraba; Guillermo sí poseía doblez; era uno de los tipos más hoscos que había conocido nunca. Sospechaba los porqués, pero nunca se había sincerado a fondo ninguno de los tres durante las dos semanas transcurridas desde que les obligaran a compartir la habitación.
Todo ese tiempo, a David le rondaba la misma idea; aunque los médicos no se lo hubieran dicho a ninguno de ellos de manera manifiesta, estaba claro que les habían agrupado a los tres en esa habitación para esperar la muerte. Miró con ojos húmedos hacia la claridad, deslumbrante ya, que las cortinas no opacaban; más allá de esos cristales, allá abajo, la vida discurría indiferente al drama que los tres compartían. Si evocaba la belleza de un jardín o el placer de una noche loca, se echaba a llorar, y al parecer era lo mismo que les ocurría a sus compañeros, que también lloraban a todas horas muy copiosamente. Eran tres condenados a muerte porque ninguno de los tres llegó a tiempo a los modernos tratamientos que, según aseguraban,habían convertido el sida de mortal en “enfermedad crónica”. Ellos eran tres condenados a muerte tal como cuando en los años ochenta el mal era una epidemia fatal. Nada podían hacer para salvarse, pero tenían que idear un medio de vivir lo más amenamente posible el tiempo que les quedaba.

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AMOR MORTAL


AMOR MORTAL

Otro de los libros de relatos en marcha, que versa sobre uno de los grandes males de nuestro tiempo, es el más coherente de todos los que tengo más o menos acabados, porque posee una trama argumental que da continuidad a relatos que, por otra parte son independientes, a la manera de las noches peligrosas y las estratagemas de Sherazade.
Esre libro, que está por redondear a pesar de los cual lo he registrado ya, lo ofrecí muchas veces a gente diversa, incluida la editora que me ha robado mis derechos de propiedad intelectual y que todavía no me ha pagado, aunque aseguró hace un mes que iba a hacerlo “de inmediato”.
Aunque hace muchos años que trabajo intermitentemente en esta historia, no avanzo lo bastante rápido porque me echo a llorar cada vez que añado unas líneas.
Le he atribuido varios títulos provisionales, pero aún no he elegido un título definitivo porque no quiero que sea escatológico en absoluto
Aquí tenéis las dos primeras páginas.

PRIMERA JORNADA.
David alzó un poco la cabeza de la almohada. Estaba amaneciendo y no acababa de decidir si le molestaba más el olor a medicamentos y desinfectantes o el silencio. Sus dos compañeros de habitación dormían profundamente... o lo fingían. No creía que Faly poseyese doblez como para fingir estar dormido, era un gaditano librepensador y divertidísimo, a pesar de ser de los tres el que peor aspecto presentaba y el que más lloraba; Guillermo sí poseía doblez; era uno de los tipos más hoscos que había conocido nunca. Sospechaba los porqués, pero nunca se había sincerado a fondo ninguno de los tres durante las dos semanas transcurridas desde que les obligaran a compartir la habitación.
Todo ese tiempo, a David le rondaba la misma idea; aunque los médicos no se lo hubieran dicho a ninguno de ellos de manera manifiesta, estaba claro que les habían agrupado a los tres en esa habitación para esperar la muerte. Miró con ojos húmedos hacia la claridad, deslumbrante ya, que las cortinas no opacaban; más allá de esos cristales, allá abajo, la vida discurría indiferente al drama que los tres compartían. Si evocaba la belleza de un jardín o el placer de una noche loca, se echaba a llorar, y al parecer era lo mismo que les ocurría a sus compañeros, que también lloraban a todas horas muy copiosamente. Eran tres condenados a muerte porque ninguno de los tres llegó a tiempo a los modernos tratamientos que, según aseguraban,habían convertido el sida de mortal en “enfermedad crónica”. Ellos eran tres condenados a muerte tal como cuando en los años ochenta el mal era una epidemia fatal. Nada podían hacer para salvarse, pero tenían que idear un medio de vivir lo más amenamente posible el tiempo que les quedaba.

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martes, 26 de agosto de 2008

CAL VIVA, novela convulsionante



Ya está publicada en Leer-e mi novela Cal viva, que fue primera finalista del Premio Ateneo de Sevilla 1992. Es una novela sorprendente y pasional, que recibió en su momento críticas estusiastas. Edito ahora en Internet, porque la editorial de mis cuatro últimas novelas me ha estado robando mis derechos durante cuatro años.
Reproduzco a continuación el capítulo 11, donde se presenta a la fascinante protagonista del drama.

CAL VIVA capítulo11
Había nacido tan bella como el escandinavo que la engendró. La herencia de él recibida, un pelo rubio casi albino, fue el origen del apodo, ya que el color era igual que el de las hojas de palma usadas en la comarca para trenzar pleitas con las que confeccionaban sombreros, cestos y seretes para los higos.
El sueco, al que llamaron así aunque nadie supo nunca su verdadera procedencia, había escapado de alguna guerra privada saltando de su barco a tierra en Gibraltar, desde donde fue pajareando de aldea en aldea hasta junto a los nidos de águilas de la sierra de Mijas. Su llegada al caserío aferrado a una ladera de caída vertiginosa fue como un estremecimiento supersticioso tan profundo y duradero, que muchos creyeron que su advenimiento se había producido para anunciarles la llegada del cometa Halley cuando éste, quince años más tarde, les mantuvo en vela sobrecogida durante semanas. Incapaz de descifrar sus palabras, se refugió en el pinar, en la oquedad de un repecho junto a la ermita de la Peña. Preñó a doce mocitas en los veintisiete días que ocupó su escondite, y hubiera podido preñar a más porque ninguna mujer creía estar haciendo nada pecaminoso al tomar contacto carnal con él, ya que no podía ser pecado complacer los deseos de un dios cuya belleza hacía doler los ojos al mirarle.
El sueco se esfumó tan súbitamente como llegara. Los doce niños que nacieron a los nueve meses crecieron con el estigma de la deshonra de sus madres, tan irritantes para la conciencia colectiva de la aldea como los apellidos maternos con que los bautizaron. Las doce mujeres se vieron condenadas a la soltería perpetua y la mirada aviesa de los vecinos; huían de ellas como si estuvieran cubiertas de una sustancia viscosa y pestilente, y odiaron a los hijos por ser producto de la más horrible vergüenza que se hubiera abatido nunca sobre ellos.
Igual que sus hermanos de padre, creció la Pleita más alta y esbelta que los de su generación. Con sus ojos azules, su piel nacarada, su risa luminosa, sus cejas apenas insinuadas, su nariz fina y orgullosa y su caudalosa melena rubia, era más hermosa y sensual que la más irresistible de las tentaciones. A los catorce años había sido poseída ya, a cambio de baratijas, por todos los señores bienpensantes del pueblo, que luego, al cruzarse con ella de día y a la luz pública, la zaherían y ha humillaban con toda clase de vejaciones, pues una suerte de acuerdo tácito había impuesto en la aldea tal costumbre como el medio más eficaz de alardear de virtud y ser reconocido como virtuoso.
Un día que la primavera comenzaba a despuntar, tiñendo de un verde brillante el paisaje que se desparramaba en dirección a la ensenada de Fuengirola, la Pleita vio llegar por la calle principal, caminando hacia donde ella se encontraba, al mozo casi adolescente entre cuyos brazos había soñado durante toda la noche anterior bajo el susurro de los pinos bamboleados por la brisa. Lo contempló embelesada. Sintió que su corazón se dilataba, incapaz de abarcar la ternura que le inspiraba la figura elástica del muchacho. Revivió su imaginación cada uno de los segundos vividos en el acoplamiento; sus besos arrebatadores, el repeluzno de sus manos, el cosquilleo sentido en el vientre, la suspensión en el vacío y la lluvia de estrellas de la culminación. Esa noche había conseguido comprender el misterio que hasta entonces se le ocultara; antes, escuchaba a hurtadillas cuando las mujeres mayores describían el delirio del amor, sin comprenderlas; se había preguntado innumerables veces qué había de diferente en su cuerpo, dado que ninguno de sus compañeros de una noche la transportaba a esa delirio. Entre los brazos magros, inexpertos e impacientes del muchacho había comprendido la excitación con que las mayores hablaban de ello, al acompasar sus gemidos con los gemidos del adolescente que ahora caminaba hacia ella. Como los demás, él había pretendido entregarle un regalo que ella se apresuró a rehusar, incapaz de expresar de otro modo la gratitud por su participación en el gran descubrimiento.
Lo vio llegar, aureolado por la luz de la mañana, y le sonrió. Él torció el labio superior con repugnancia; escupió a los pies de la Pleita antes de girar violentamente la cabeza hacia otro lado.
La Pleita no quiso aguardar tiempos más venturosos. Echó a andar por el sendero que conducía bajo el pinar a Benalmádena, y así que se hubo alejado unos centenares de metros, se quitó las alpargatas y sacudió el polvo adherido a la lona y el esparto, batiéndolas una contra la otra. Cepillóse la falda con las palmas de las manos para eliminar cualquier rastro de polvo de su aldea natal y escupió e hizo tres cruces en dirección a Mijas. Miró las reverberantes casas colgadas del precipicio y ansió que su mirada fuera capaz de disolver a la aldea en la nada.
Permaneció ocho días escondida en las cercanías de Benalmádena, alimentándose de raíces, frutos silvestres y la leche que chupaba directamente de las ubres de unas cabras que pastaban libres. El noveno día, la sorprendió el cabrero.
No era joven ni viejo. Su talle se quebraba igual que una caña zarandeada por el viento, con dimensión de adolescente, pero su piel era salobre y la surcaban los arabescos de muchos veranos a la intemperie. No conocía mujer, pues las cabras habían sido dulces compañeras, y cuando tomó posesión de la Pleita bajo la amenaza de entregarla a los civiles, recibió su graduación de amante en los brazos de la mujer-niña. La Pleita le enseñó a no balar mientras realizaba el coito y le instruyó en una serie infinita de variantes a la única postura, de retro y de rodillas, que el cabrero conocía. Lo condujo a los siete niveles del cielo y a todos los abismos del infierno. Él callaba, enmudecido por el estupor, mientras se sobrevolaba a sí mismo sin punto alguno de referencia. Ascendía por la falda de la colina levitando, sin sentir la yerba bajo sus pies, mientras les cantaba a las cabras una malagueña, siempre la misma, que una vez oyera al pasar ante la puerta de la venta que custodiaba la entrada del pueblo.
Cuando se ausentaba, corrió el cerrojo mohoso que había clavado en la cara externa de la puerta. Cuando desandaba el camino al atardecer, sus manos temblaban de ansiedad; alguien podía oír los lamentos de la Pleita; alguien podía descorrer el cerrojo por casualidad; ella podía haber huido. Aprendió a rasurarse con navaja y a bajar cada semana a los manantiales; la primera vez, tuvo que usar lajas de piedra para arrancarse las costras; después ya no era tan difícil asearse y la expresión de la Pleita, aunque persistiera su altivez, dejó de ser de repugnancia horrorizada. Al regresar del baño, irrumpía en la semipenumbra de la choza luchando por esconder al sonreír las mellas de su dentadura y exhibiendo con ingenua desvergüenza una erección que sólo se aplacaba al tercer o cuarto asalto. Tejió para ellas coronas de margaritas y alfombró la choza con pieles de cabra para que ni una mota de polvo mancillara los reflejos nacarinos de los pies de la Pleita.
Una tarde, hasta de llorar y de espiar los rumores del exterior de su prisión, agitada por la náusea que le causaba anticipar la llegada del cabrero, la Pleita comprendió que lo tenía en su poder. Fuera, cantaba la brisa en libertad, la primavera remontaba el calendario y metía por las rendijas aromas de romero. Lo tenía en su poder, él no iba a entregarla a los civiles. El romero derramaba esencias colinas abajo, libre, y ella llevaba un mes prisionera en aquella celda que olía a pieles rancias. El miedo fue sustituido por el tedio. Tenía que escapar.
Un murmullo de voces interrumpió sus cavilaciones. Las voces no se mezclaban con los balidos. No era él. Eran dos hombres o más, arrieros de paso.
-¡Socorro, ayuda! –gritó.
Las voces enmudecieron. Aguzó el oído en busca de ruido de pasos. Nada; iba a perder la ocasión.
-¡Ayuda, por caridad! –vociferó- ¡Por Dios misericordioso, socorredme!
Su corazón galopaba como los caballos de la diligencia que bajaba de Mijas los lunes. Tras unos instantes de silencio, dejó de latir, al tener la certeza de que los hombres se acercaban.
-¡Mira qué tunante, el Pablo! –bromeó uno de ellos cuando la vio salir a la luz del sol poniente con los ojos encogidos.
-¿Qué callado se lo tenía!
Eran dos jayanes de barbas como crin de asno que cruzaron entre sí expresiones lascivas. Por los desgarrones de sus harapos asomaba una naturaleza vigorosa, una potencia agazapada en espera de saltar. La Pleita los escrutó; mucho más jóvenes que el cabrero, no era demasiado probable que fuesen sus amigos íntimos, pero debía adelantarse a cualquier asomo de complicidad, a cualquier impulso de camaradería solidaria con su carcelero.
-El Pablo debe de haber echado el cerrojo sin darse cuenta –dijo mientras desplegaba en su cara toda la capacidad de seducción-. Ayer iba yo andando pa Málaga y se me hizo de noche. Le pedí cobijo al Pablo. Es muy bueno, me dijo que podía darme posada. Pero ahora tendré que ir más deprisa, porque me espera mi tía y estará muy preocupá…
Notó la ironía de sus sonrisas. Los miró de arriba abajo y vio que se sobaban la entrepierna con descaro, donde el ardor inflaba la ropa, al tiempo que parecían dispuestos para la acometida; intuyó que tenía que darles algo para que no se interpusieran en su camino. Un movimiento de cuello le bastó para que ellos trocaran su actitud de amenazante en sometida. Se encerró con los dos; formaron un carrusel en el que los miembros se entrelazaron y se confundieron, y aunque no siempre ella el plato principal del festín, consiguió extraerles todos los sudores y todos los humores y, una vez que hubieron alcanzado el clímax varias veces, exhaustos y felices, esperó que el sopor ablandara los brazos que aferraban su cuerpo por ambos lados. Se escurrió entre los dos y abandonó el camastro por los pies; se volvió a mirarles al tiempo que hacía volar la catarata refulgente de su melena. Hundidos en el duermevela, ellos sonrieron y le tendieron los brazos. La Pleita fingió que aceptaba la invitación, pero lo que hizo en realidad fue acuclillarse para coger la ropa de los tres. Corrió al exterior con el botín y sonrió al confirmar su intuición de que no serían capaces de salir desnudos., mientras oía las maldiciones y las blasfemias que los dos hombres le dedicaban. La obstinación le dio aliento cuando le faltó resuello para continuar corriendo hacia la cañada, donde abandonó las vestiduras masculinas, y unos pasos más allá, al tiempo que atisbaba con la cabeza emergida del tajo tras unas zarzas, fue ajustándose las tres enaguas, el faldón, que le quedaba muy corto y le descubría los tobillos, la camisola y el corpiño de paño negro.
La distancia era considerable, pero pudo oír la reyerta que se organizó al llegar el cabrero. Las voces fueron seguidas inmediatamente por dos alaridos y luego salió el cabrero con las manos, los brazos y el pecho manchados con la sangre de sus rivales. Corrió de un lado a otro con los ojos convertidos en luminarias. El punto de la cañada donde la Pleita se encontraba distaba mucho de la vereda, no tenía la menor intención de andar por ese camino hasta haber puesto una buena legua entre ella y su carcelero. Lo vio desistir de la búsqueda, volver a la choza con pasos trastabillantes y las manos contra las majillas., Echó una ojeada al interior y alzó los brazos al cielo. La Pleita no entendió por qué volvía al redil, por qué se sumergía de nuevo en la barahúnda de balidos del rebaño. Su incomprensión se desvaneció en seguida cuando tuvo que taparse los oídos para no escuchar los estertores. El cabrero degolló a las ochenta cabras y luego se encerró en la choza y prendió fuego a cuanto poseía, incluido él mismo.

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lunes, 25 de agosto de 2008

NASDRAVE



Otro de los libros de relatos registrados que tengo dispuestos para su publicación, trata de conflictos, relaciones y amores entre europeos. Pero como ya comenté el viernes, no pienso publicarlos impresos, sino en un portal de internet. No volveré a edidtar libros impresos hasta que no sea reforzada la Ley de Propiedad Intelectual, de modo que nadie pueda robar derechos a los escritores.
Por cierto que la editora todavía no me ha pagado.
Este cuento, itulado con el brindis eslavo, dice así en sus primeras páginas:

NASDRAVE
A través del pequeño mostrador, durante cuatro horas alcanzaban a Miguel ramalazos de exotismo que le inspiraban sueños embrujados, llenos de magia y misterio, que borraban la nostalgia de los olivares y los azulejos de Arjonilla. Y lo más consolador era que las ensoñaciones saturadas de colores, música, sabores y olores eran como pomadas balsámicas, salidas de un taller de alquimia para aliviar el dolor terrible que llevaba dos meses instalado en su pecho.
Como si les envolviera un sortilegio, como si les acompañaran las hadas, duendes, elfos, magos y hechiceras de todos los bosques encantados de Europa, las oleadas de conjuros llegaban con ellos entre los atuendos ajados y pasados de moda que normalmente les cubrían y a través de las miradas humilladas con que acudían a implorar ayuda.
Seducido por lo que ellos no podían explicarle bien del todo con su español chapurreado, Miguel flotaba en los sueños sin poder evitarlo: música de acordeón, venida de Rumania en los ruegos de un eslavo rubio casi albino que aseguraba ser gitano y que suplicaba llorando que alguien le diera trabajo en una orquesta para mandar dinero a sus hijos, que se morían de hambre en Ploiesti; sabrosas especias que condimentaban los platos que un turco originario de Esmirna aspiraba a cocinar en Madrid; jadeos ciclistas de un polaco que había ganado la vuelta a Cracovia y le rogaba, con impaciencia poco pertinente, que le pusiera en contacto con el entrenador de la Once; primor de los bordados de punto de cruz que un moldavo de Bälti quería que le permitieran vender en un puesto del Rastro.
Rouslan se acercó al mostrador envuelto y precedido por una nube de aromas, cuyo origen no supo Miguel precisar en el primer instante, porque su memoria olfativa le remitía preferentemente a la arcilla que sus paisanos sabían convertir en maravillosa cerámica y a la hierba que orlaba en primavera los arroyos de su pueblo jienense. La fuerte mezcla de perfumes emanaba de un sujeto de tipo caucásico, cuya ropa de buena calidad le distinguía de la gente que solía atender y, al contrario que la mayoría, se aproximó con seguridad, sin pesadumbre, con aires de triunfador y un balanceo jactancioso de los brazos y los hombros, como si esperase que una gran orquesta acompañase su desfile con la marcha triunfal de Aida.
Comentarista cultural de un famoso programa matinal de radio, Miguel llevaba dos meses colaborando desinteresadamente con la ONG de acogida de inmigrantes indocumentados, en un intento de olvidar el último tropiezo sentimental, cosa que creía que ya podía estar comenzando a conseguir.
Al ofrecerse a la ONG, los responsables econocieron su sociabilidad y su gusto y habilidad en el trato con la gente llena de problemas que socorría, así como los buenos resultados que obtenía con su gracejo andaluz; le encargaron atender el mostrador de cinco a nueve las tardes de los lunes, miércoles y viernes. El acuerdo resultó muy útil para ambas partes; Miguel llenó tres de las tardes libres que le dejaba su trabajo en la emisora de radio, que habían venido resultándole insoportables tras ser abandonado, y la ONG descubrió a un colaborador misericordioso, lleno de recursos, serio y eficacísimo. Miguel poseía una infrecuente capacidad natural de envolver con simpatía su compasión y de mostrarse siempre respetuoso fuese cual fuera el aspecto y la condición de quienes acudían en demanda de auxilio.
La tarde que Rouslan llegó al mostrador, estaba siendo muy complicada y agotadora. Una dominicana le pidió consejo y auxilio, porque el español que le había ofrecido matrimonio la abandonó nada más llegar con él a Madrid, desapareciendo con el equipaje de los dos. Un musulmán había querido liarle, afirmando sucesivamente que era palestino, argelino y libio, aunque todas las evidencias indicaban que era marroquí y que ya había tenido encontronazos con la policía. Una ecuatoriana de diecisiete años se acababa de fugar de un burdel de carretera de la provincia de Salamanca, adonde había llegado engañada para trabajar de prostituta en régimen de esclavitud. De acuerdo con las normas, no tuvo más remedio que llamar a la policía, ante la que debió hacer de intermediario, porque la muchacha, aterrorizada, se negó a contar a los uniformados cómo había llegado a España y quién le había quitado el pasaporte. Toda la tarde en ese plan y, cuando ya sólo faltaba media hora para que le relevasen, vio llegar al búlgaro que parecía desfilar en la escena de de los “toreadores” de Carmen, como si acudiese entre clamores y olés esperando que Miguel le hiciera una reverencia.
Rouslan, alto, bello y rubio como la cerveza, igual que en la letra de “Tatuaje”, apoyó sonriente el codo izquierdo en el mostrador, inmerso en la extraña aureola de intenso perfume que Miguel comprendió por fin que era de rosas. Le miró fijamente, como si intentara traspasarle con sus hermosos ojos azules, hermosura de la que sin duda era consciente y de la que se sentía ufano. Sonrió de nuevo tras una pausa en la que pareció ir a hablar, mirándole con intensidad cómplice como si fuese portador de un mensaje que Miguel hubiera estado esperando ansiosamente y, por último, sacó un papel doblado del bolsillo derecho del pantalón y se lo entregó.
Asombrado por lo insólito de su actitud, Miguel sentía ganas de soltar cualquier exabrupto y mandarlo a freír espárragos de aquéllos tan gordos que se criaban en los matorrales de los alrededores de Arjonilla; en lugar de ello, realizó el que consideraba el último esfuerzo de autocontrol de la tarde y desplegó el papel. Leyó: "Me llamo Rouslan, llegado Bulgaria tres días hace, nada habla español, mi amigo Bassili trabaja cafetería aquí cerca, habla bueno español, yo quiere venir tú". Le costó entender lo que se le pedía; una vez que lo tuvo claro, le dijo al búlgaro:
-Imposible. Sólo puedo atenderte aquí.
Rouslan sonrió y le indicó con un movimiento del cuello y la mano que le siguiese. Miguel negó con la cabeza y repitió:
-Imposible.
De nuevo, la expresión de cordialidad confiada. El búlgaro gesticuló con las manos, como si quisiera indicar su incapacidad de entenderle, y dijo:
-Yo no habla español. Yo espera tú.
Su autoconfianza resultaba tan inusual en ese lugar como celebrar una orgía en una maternidad. Solían llegar tristes, llorosos, desesperados, hambrientos, pero nadie acudía como si esperase recibir pleitesía. Y menos, con una altanería tan petulante y enojosa. Miguel alzó las palmas de las manos, las agitó en el aire con ademán de "hasta aquí hemos llegado", movió otra vez la cabeza para negar y volvió a repetir:
-Imposible. Nada que hacer,

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sábado, 23 de agosto de 2008

DE PELÍCULA


Otro de los libros de relatos que tengo organizados y registrados es de THRILLERS, algunos muy sangrientos, pero todos extremadamente pasionales. Versan sobre las miserias humanas, pero sin ser un especialista de la psicología, la criminología o la sociología, es imposible abarcar todas las miserias y mezquindades de aquellos a quienes se les trasmuta el corazón en piedra de asperón, con su oscuro motivacionismo demente para la impiedad, ni me es posible ahondar hasta los niveles de vileza y degradación a que se ve llegar, y por ello me quedo sólo en lo que tiene que ver con las ilusiones vanas del amor.
Esta semana, me han llegado dos ofertas de editoriales catalanas para editar en papel algunas de las cosas que estoy resumiendo aquí; pero yo no pienso publicar impreso por ahora, y de ningún modo antes de asegurarme de que nadie va a volver a robarme mis legítimos derechos de propiedad de autor, para lo que habrá que empezar a reforzar, en septiembre, en el Congreso de los Diputados, los controles y métodos de la Ley de Propiedad Intelectual con el real decreto 1/1996 del 12 de abril. (Ya hay diputados dispuestos)
Por ahora, sólo publicaré libros digitales, con Leer-e. Una de estas novelas, “La dama fingida”, es la más redonda y elaborada que he escrito nunca.

Reproduzco a continuación las primeras páginas del relato titulado “De película”.

DE PELÍCULA
Antes de correr en busca de la mágica ensoñación de casi cada tarde, Soledad Peña giró la llave general del escritorio, comprobó que todos los cajones quedaban bloqueados, cerró también los cuatro armarios de archivo y, por último, encajó la puerta del despacho, probando por tres veces que, así mismo, estaba bloqueada.
Respetaba escrupulosamente las ordenanzas, una de las cuales mandaba proteger la confidencialidad de su trabajo de graduada social, perteneciente al programa puesto en marcha el año anterior por el gobierno regional. Sólo ella podía conocer los dramas personales que contenían los expedientes archivados; lo único que salía de su mesa era la propuesta de aprobación o, en su caso, la de denegación de las ayudas solicitadas. Lo demás, las vidas miserables, torturadas, tenebrosas o trágicas de las personas que acudían en busca de auxilio, no debía trascender.
Siempre le producía incomodidad la mirada del conserje al despedirse, cuando él le deseaba buenas noches y la seguía con los ojos al salir por la puerta giratoria. ¿Qué había en esa mirada, conmiseración, burla, sarcasmo?
Sabía que ya había comenzado su decadencia física de mujer en la cuarentena que no había conocido el amor y sobrevivía en soledad, pero lo suyo no era exactamente descuido, sino indiferencia carente de esperanza. Iba regularmente a la peluquería, usaba de noche algunas cremas para el cutis, pero no le gustaba maquillarse de día aunque vestía con la corrección exigida por su cargo. Aun así, se decía que estaba perdiendo de semana en semana la lozanía y si alguna vez había poseído atractivo, estaba dejando de tenerlo.
Cualquier sala del multicine le valía como escenario de sus audacias. Compró la entrada, respondió con la cabeza el saludo del portero, que la cumplimentaba dos o tres veces por semana como a una vieja amiga, y se sumergió en la confortante penumbra.

Esa noche amó a Kevin Kostner que, por su trabajo de periodista de un importante diario norteamericano, trataba de identificar al autor de varios mensajes de amor encontrados en botellas en distintos lugares de los Estados Unidos. Conversó animadamente con el padre de Kevin, Paul Newman, se descalzó en la arena, fue indiscreta indagadora, visitó los barcos que él reparaba y sintió celos de la muerta a la que Kevin había amado a través de aquellas cartas lanzadas al mar.
Siguió amando a Kostner al salir del cine mientras recorría el corto trayecto hasta su casa, cenó con él el plato recalentado en el microondas y le rogó que se volviera de espaldas mientras se cambiaba la ropa por el camisón de dormir. Ya en la cama, Kevin fue jugador de béisbol, espía ruso infiltrado en el Pentágono, soldado que pretendía ser indio, guardaespaldas y guerrero de ciencia ficción, y siempre, siempre la amaba. Junto a él, fue exuberante luchadora anfibia, cantante famosa, india, prostituta de lujo y ama de casa del medio oeste americano.
-¿Estás seguro de que me amas?
-He seguido un largo sendero hasta llegar a ti.
-¿Sólo me amas a mí?
-Todas las demás fueron sólo experimentos.
-¿Viviremos siempre juntos?
-Mientras el cielo nos lo permita y la Tierra exista.
-¿Nos casaremos?
En este punto, se producía siempre un ruido, una puerta que batía con violencia, el claxonazo de un coche o alguien que gritaba en la calle, y despertaba.

Pero también en la oficina la visitaban a veces Kevin Kostner, Harrison Ford, Antonio Banderas, Robert de Niro, Pierce Brosnan y hasta Brad Pitt. Ocurría fugazmente; estaba mirando atenta a su interlocutor, escuchando con interés sus problemas, con frecuencia insolubles, y de repente, allí estaba uno de ellos, de pie tras su visitante, sonriéndole con intimidad, pidiéndole por señas que tuviera paciencia... con la promesa del gozo del que sería partícipe más tarde.
-Mire usted, señora Peña -decía el hombre sentado al otro lado de la mesa-, la pensión no me llega y la Seguridad Social no quiere pagarme la prótesis del dentista. Comprenderá usted que, así, faltándome los dientes de delante, no puedo ir en busca de trabajo.
Tras él, Harrison Ford sonreía con su espléndida dentadura y le decía por señas que esa noche la iba a llevar a conocer a Obi-Wan Kenobi.
-No creo que podamos ayudarle, las prótesis dentales no figuran entre nuestras previsiones.
El hombre compuso una mueca de desolación. Dijo:
-Entonces, ¿estoy condenado a vivir eternamente de la pensión, por no poder conseguir trabajo?
Harrison Ford se había quitado la chaqueta y abierto tres botones de la camisa, mostrando la viril pelambrera de su pecho. Con sus gestos, le prometía que la noche iba a ser menos tremendista y más satisfactoria que la tarde.
-Vea. Voy a presentar un informe sobre usted, y trataré de que alguien le dé una respuesta que yo no estoy en condiciones de darle.
-¿Y si dijera usted, por ejemplo, que se trata de una enfermedad grave?
Indiana Jones agitaba el látigo, dispuesto a quitarle de enmedio a un sujeto que pretendía que incurriera en falsedad administrativa.
-Eso es imposible. Le prometo que voy a hacer lo que esté en mi mano por ayudarle. Pida cita en recepción para dentro de dos semanas.
Junto a un envejecido Sean Connery, Indiana/Harrison alzó el grial y brindó por ella.

Ahora, en la butaca del cine, se había convertido en una sofisticada investigadora que trabajaba por cuenta de la mayor compañía de seguros del mundo, y trataba de demostrar que Pierce Brosnan era un ladrón aunque figuraba entre los grandes millonarios neoyorkinos y pasaba por ser uno de sus más generosos mecenas.
Pero, qué fastidio, Raquel Cañadas no hacía más que interferir. Que volviera deprisa a la pasarela y la dejara disfrutar con míster Crown aquellas elegantísimas fiestas de la Quinta Avenida.
Bueno, menos mal que al final se iban juntos de viaje a disfrutar los Rolls Royce y las suites más caras de todos los hoteles de Europa, porque, si no, iba a coger a la mocosa alicantina y le iba a cruzar la cara a bofetadas, que buena era ella cuando se trataba de defender lo suyo.

A la mañana siguiente, fue Richard Gere quien se situó a espaldas del visitante. Sólo vestía la mitad inferior del pijama.
-Escuche, señora Peña, no tengo derecho a subsidio de paro, porque los últimos cinco años coticé como autónomo. Tampoco puedo jubilarme todavía, porque sólo tengo cincuenta y un años. ¿Cómo cree usted que voy a sobrevivir?
Richard le estaba diciendo que sí, que iba a comprar los astilleros pero no para venderlos, sino para ponerlos a funcionar.
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viernes, 22 de agosto de 2008

CUENTOS DEL AMOR VIRIL


Hace tiempo que tengo organizado un libro de una colección de relatos, con el título de “Cuentos del amor viril”. Como indica este título, se trata de cuentos donde narro grandes amores entre hombres, pero trato de abordar el asunto con verdadero romanticismo y delicadeza, sin erotismos descarnados a la manera de los sex.shops.
Reproduzco las primeras páginas de uno de ellos.

EL PRODIGIO DE ALÍ

Elías y Juan Manuel habían iniciado a la vez la carrera cinematográfica cuando todavía eran adolescentes. Durante los comienzos de pensiones baratas y bocadillos de salchichón por el centro de Madrid, entre confidencias y sueños compartidos, ambos creían tener una brillante vida de actor por delante, iban a ser famosos con toda seguridad y a lo mejor hasta conseguían que se les abriera un postigo en Hollywood. Pero aparte de los trabajos de extra que lograron juntos los primeros años, sólo Elías llegó a interpretar algunos papeles de cierta relevancia que, con altibajos, le permitieron sobrevivir veinte años, durante los que, entre pocas mieles y muchas hieles, tuvo que ir asumiendo a duras penas que la actuación no era lo suyo.
Entre serios disgustos, algunas evasiones de los caseros y muchos ayunos involuntarios, la frustración y el desánimo le hicieron recordar poco a poco algo muy importante que la ambición que lo conectaba a Juan Manuel le había hecho dejar de lado. Desde sus años escolares, solía emborronar las orillas de los cuadernos con dibujos de todo lo que tenía cerca; condiscípulos, maestros, pupitres y materiales escolares fueron modelos de excelentes ilustraciones a manera de orlas. Y seguía emborronando de adulto los libretos de cine y televisión, como un método para descargar la adrenalina sobrante y la tristeza progresiva por la convicción de que no le esperaba más destino que el de un mediocre actor de reparto, perpetuamente a la espera de lo imposible, siempre postulante y nunca realizado. Comenzó a dibujar retratos de los compañeros de reparto entre elogios inesperadamente entusiastas, y sin pretenderlo comenzó a encontrarse con algún que otro encargo pagado, aunque modestamente. Cuando ya se había convencido de que lo suyo no era ser artista de la escena, los compañeros le hicieron descubrir y le obligaron a reconocer que poseía gran talento como pintor. Artista de todos modos.

Entre tanto, durante esos mismos quince años Juan Manuel amasó una fortuna muy considerable en el negocio de la producción de espectáculos. A diferencia de Elías, carecía de otros recursos artísticos, y por ello tardó mucho menos en comprender que lo que le aguardaba delante de las cámaras no era la prosperidad. De tanto recibir negativas en las agencias, de tanto ser rechazado en los “castings”, fue aprendiendo los intríngulis, las zancadillas y puñaladas, los recursos y vericuetos del negocio, de manera que con un cierto cinismo y mucha rabia por la ilusión juvenil frustrada, supo alentar las ilusiones de los demás y convertirlas en comisiones y ganancias extraordinariamente abultadas.
Tras el matrimonio de Juan Manuel, que fue el punto de inflexión definitivo de su distanciamiento, supieron intermitentemente uno del otro, aunque con el enfriamiento progresivo de la amistad que ambos se habían jurado eterna, un enfriamiento que fue amontonando hielo sobre sus direcciones respectivas y sobre cualquier hilo telefónico que les pudiera comunicar. Juan Manuel opinaba que Elías se había vuelto demasiado arrogante para unos papelitos cinematográficos que no pasaban de mediocres y Elías hallaba que a Juan Manuel y sobre todo a su mujer, les gustaba demasiado ostentar su prosperidad, con un exhibicionismo impropio del modesto origen que ellos dos habían compartido.
Sin perder ni desdeñar jamás la nostalgia de la hermosa amistad juvenil, se detestaron mutuamente durante algunos años, presos ambos de sentimientos contradictorios, puesto que ninguno dejó nunca de interesarse por las peripecias del amigo y cada uno se mantuvo al tanto de lo que el otro hacía. Exceptuando los últimos cuatro años, tiempo en el que Elías se eclipsó completamente para Juan Manuel, quien no paró de preguntarse qué sería de "ése", pronombre pronunciado ante su mujer y los amigos comunes en alta voz con un deje de indiferencia y cierto tono despectivo, que enmascaraba en realidad la ternura preocupada y la emocionada añoranza que contenía la pregunta.
Finalmente, tuvieron una nueva oportunidad en la madurez.

Tras el último papel que había interpretado, razonablemente retribuido, Elías creyó al cobrarlo que podía ser la última oportunidad de salvarse, su trampolín para encontrar su verdadero camino. No compró ropa ni volvió a afanarse en los gimnasios para atar con imperdibles la juventud inmarcesible que se le exigía en los platós; tampoco volvió a afanarse de fiesta en fiesta en busca de contactos profesionales. Pasó tres años encerrado en un almacén que acondicionó como taller, pintando la exposición con la que esperaba alcanzar el triunfo como pintor, tiempo suficiente para que se agotara el saldo de la cuenta del banco. No lo descubrió porque le faltase el dinero para comer, puesto que con frecuencia se olvidaba de hacerlo mientras pintaba como en trance, sino porque el banco devolvió un cheque con el que había pagado los materiales en la tienda de pintura, circunstancia que le comunicaron al acudir en busca de cinco lienzos y una colección de tubos de óleo, que le denegaron.
Como un mazazo despiadado que le devolvió a la realidad, supo Elías de repente que no tenía con qué sobrevivir, porque la Seguridad Social le negó el subsidio de paro a pesar de haber pagado sumas exorbitantes durante diecisiete años, razonando la negativa en el hecho de que hubiera cotizado como autónomo. La cruel indiferencia de la funcionaria que le comunicó que no tenía más salida que la mendicidad por no haber trabajado por cuenta ajena, ni siquiera le causó dolor, sólo estupor, porque no podía creer que vivía en un país cuyos gobernantes condenaban a un hombre a la muerte por haber tenido iniciativa y autonomía y haber sido capaz de sobrevivir durante veinte años a la inseguridad permanente de la profesión de actor.
Durante algunos meses, Elías pudo vivir precariamente malvendiendo algunos de los cuadros acabados, el televisor, el equipo de música, el reloj y casi toda su ropa. Agotado todo lo vendible, volvió a hacer antesala durante dos meses más en las agencias artísticas; la tez que el ayuno y los malratos iba volviendo progresivamente macilenta, dinamitaron toda posibilidad de conseguir un papel
Incapaz de comer en un asilo ni de pedir un préstamo a nadie, Elías se encerró en el taller dispuesto a morir de inanición.

Rosa, la esposa de Juan Manuel, lo llamó a la oficina para darle el recado:
-¿Te acuerdas de aquel Elías?
-Por supuesto.
-Lo acaban de ingresar en el hospital. No ha tenido más ocurrencia que dar tu nombre como pariente más cercano, y nuestra dirección y teléfono.
-¿Que Elías está en el hospital? ¿Qué le pasa?
-Un amago de infarto. Lo descubrió por casualidad el dueño del local que usa como taller, porque ahora se dedica a la pintura. No se ha muerto por poco.
-Salgo para allá.
-Juan Manuel, ¿no estabais enfadados?
-Jamás hubo verdaderamente un enfado, Rosa. Sólo distancia.
-Pero nunca fue muy cordial con nosotros. Quiero decir contigo y conmigo juntos, a dúo. Cuando tomábamos copas los tres, de solteros, siempre me hacía sentir como si yo fuera una intrusa.
-Rosa, Elías es uno de mis mejores amigos. No, no es uno de los mejores, es el que más he querido en toda mi vida. Ahora tiene dificultades, un problema gordísimo. ¿Qué importan esas bobadas de juventud?

-Me voy a sentir un intruso -repitió Elías mientras Juan Manuel conducía el coche- ¿No crees que sea inoportuno?
-Por favor, Elías, no me ofendas. Para eso están los amigos.
-Es que... nunca llegué a intimar con Rosa, no le era simpático. De hecho, si recuerdas bien, siempre me trató como si se sintiera muy celosa, cuando tú la obligabas a que yo saliera con vosotros.
-¡Qué tontería! Ella lo veía completamente al contrario; creía que tú no la aceptabas. Desde luego, hay que ver cómo nos engañamos por no hablar con claridad. ¿Por eso fuiste apartándote de nuestras vidas en cuanto nos casamos?
Elías asintió.
-Pues estabas en un error. En aquellos tiempos, Rosa me decía con frecuencia que le daba alegría de que estuviésemos juntos casi siempre, porque así yo no me colgaría de nuestras compañeras de reparto. Hijo, con razón te fuiste convirtiendo en un muermo taciturno y más huraño que un puerco espín; si hasta daba la impresión de que el celoso fueses tú…
-Pues imagina si eso va a continuar mientras viva con vosotros…
-Rosa está de acuerdo con que te vengas a casa, no te preocupes. Te aconsejo que no te tomes en serio sus rarezas, porque a nadie le parece una persona muy cordial al principio. Pero es muy buena gente, acuérdate; es muy maternal, va a cuidarte muy bien y con nosotros estarás estupendamente, y podrás restablecerte.
Tras aparcar frente el jardín, Juan Manuel no consintió que Elías cargase las maletas.
-Déjalas en la acera. Mi hijo vendrá a recogerlas.
-¿Tu hijo? ¿Tan mayor es ya?
-Coño, Elías, hace más de diecinueve años que me casé. Alí tiene dieciocho años y Estela, casi diecisiete.
-¡Cómo ha pasado el tiempo! No puedo creer que haga más de veinte años que actuamos juntos en aquella mierda de película.
-Sí, chico; el tiempo pasa volando.

La habitación que le habían asignado disponía de una terraza cubierta, una especie de mirador que tal vez podría usar como estudio de pintura.
A la semana, Elías había recuperado las fuerzas, pero no las de antes de la crisis cardiaca, sino las de diez años atrás. La piscina de Juan Manuel, el sol en el jardín, la buena alimentación y la serenidad del ambiente familiar representaron una medicina muy eficaz, de modo que se sintió rejuvenecer; descubrió en el espejo que se había quitado un montón de años de encima sin pretenderlo.
Sin embargo, en medio de la bonanza soplaba en el debilitado corazón de Elías una tempestad, porque había surgido un problema inesperado y muy grave. Una de las razones fundamentales de esa nueva juventud, acaso la que más había influido, era la presencia casi constante de Alí.
Medio en serio, medio en broma, Juan Manuel le confesó que había llamado así a su hijo como un homenaje a su mejor amigo, dado el parecido fonético de Alí con Elías, nombre que Rosa no había aceptado. Al tiempo que preparaba la selectividad, Alí practicaba lanzamiento de jabalina, deporte con el que había ganado varias medallas. Ahora, vivía pendiente de ser seleccionado para las próximas olimpiadas. Juan Manuel había hecho instalar una especie de gimnasio en un ángulo del jardín, en la zona solada junto a la piscina, donde Alí dedicaba al atardecer largas horas a su entrenamiento de fortalecimiento muscular. Durante los frecuentes descansos, hablaba siempre con Elías.
-Mi padre ha traído tres vídeos de películas donde sales tú. ¡Tengo ganas de verte por fin!
-Son una porquería, Alí. Te vas a llevar una decepción.
-No, hombre. Por muy malas que sean, son películas y tú estás en ellas.
Elías apretó los labios. El corazón, su frágil corazón, se le desbocaba cada vez que Alí pronunciaba una de estas frases.
-Tuvo que ser espléndido trabajar en el cine -comentó el joven.
-Pasé muchos malos ratos.
-¿Y en qué trabajo no se pasan malos ratos? Por mal que lo pases, el cine es el cine. Tiene que ser fabuloso que la gente te reconozca.
-A veces, y según dónde, resulta molesto.
-Además, ligarías mogollón. Con tu pinta...
Elías comenzó a plantearse que tenía que abandonar cuanto antes el amigable cobijo de Juan Manuel; de otro modo corría el riesgo de dar alas al sentimiento que se estaba inoculando en su pecho, que invadía sus entrañas, que conquistaba cada día nuevas parcelas de su pensamiento e impregnaba sus cinco sentidos volviéndolos indiferentes e insensibles a otros estímulos. Estaba obligado a distanciarse del dios intocable que inspiraba tales emociones, pero ¿dónde ir? No tenía un euro ni familia a la que acudir.
Descubrió que debía apartar la mirada de Alí mientras realizaba sus ejercicios justo bajo su terraza, porque los ojos se le escapaban hacia las sólidas piernas cubiertas de vello castaño claro; hacia el holgado calzón de punto que, por no apretarle, revelaba más de lo conveniente; hacia el pecho donde en las proporciones juveniles comenzaba a tallarse una musculatura de campeón olímpico; hacia el cuello donde la prominente nuez saltaba en cada una de las profundas inspiraciones; hacia el mentón y los pómulos dibujados por Leonardo; hacia toda la extensión de una piel que era crema de vainilla.
-¿Por qué no entrenas conmigo? ¿No dice el médico que un poco de ejercicio te ayudaría a restablecerte?
Alí estaba en ese momento recostado en el banco de press. Elías tenía que apretar los párpados para no devorar con los ojos el pequeño ombligo recortado por los abdominales, como una rendija que se abriera a un mundo de golosinas de cuento de hadas.
-Te aburrirías, Alí. Yo no podría seguir ni remotamente tu ritmo.
-¡Qué me voy a aburrir! Me lo pasaría mejor. Venga, baja y échate aquí y no te preocupes. Le pondré muy poco peso a la barra.
-No, Alí, discúlpame: estoy un poco cansado. Quizás otro día.

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jueves, 21 de agosto de 2008

NIÑOS AZULES


De nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.
Aunque la altura del monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera; un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.
No se preguntaba por qué elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que alcanzaría en sólo diez o doce minutos más.
Los jaramagos crecían sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en que se alivia pronto el dolor físico.

La piedra sobre la que solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas como el mar añil que contemplaba.
-Hola -dijo el niño azul.
Dany sonrió. Había acudido antes que las demás veces, y solo.
-¿No viene la niña?
-Pronto vendrá. ¿Por qué lloras?
Dany desvió la mirada.
-¿Otra vez tu padre?
Dany asintió con los ojos bajos.
-¿Sabes por qué lo hace?
Dany negó. Se trataba de un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.
-¿Has sido malo?
-No lo sé. Seguramente sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice. Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que yo pueda dejar de hacerlo.
-¿Quieres jugar?
La propuesta paró el torrente que brotaba de los ojos de Dany.
-¿A las adivinazas?
-Todavía no; jugaremos a las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la verdad.
-¿Cómo es?
-Yo te pregunto y tú me preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está permitido mentir en las respuestas.
-¡Qué bien! -celebró Dany-. ¿Quién pregunta primero?
-Empieza tú.
-¿Es tu piel de cristal, como parece?
-No. Ahora pregunto yo. ¿Has faltado al respeto a tu madre?
-No. ¿Sólo hay ese líquido azul en tu interior?
-Hay mucho más. ¿Has faltado al colegio?
-Esta tarde, sí, porque me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de ti, además del líquido azul?
-Pensamientos y sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la hora que tus padres te marcan para volver?
-No tengo amigos en el barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?
-Carezco de la facultad de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?
-No, qué va; ¿para qué voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?
-De ilusiones de niños como tú. ¿Estudias poco en el colegio?
-El maestro me da muchos premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu piel se pueden tocar?
-Mi piel, como la de Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?
-No. Los padres de otros niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con "desaparecería"?
-No volverías a verme. ¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?
-No lo sé. Bueno, a veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas. ¿Por qué no volvería a verte si te tocara?
-Porque soy una realidad intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy buenas notas en el colegio?
-No me acuerdo; me dan buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad intangible"?
-Que no se puede tocar; una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?
-Claro. A mi maestro le gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró general. ¿Qué es la metafísica?
-Las causas primeras del ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser nombrado general en la escuela?
-No lo sé, ahora no puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las causas primeras, del mío?
-¡Has ganado!
Dany había olvidado que alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se plantearía. Por suerte, acudió Celeste.
-Hola, Dany.
Como siempre, Dany halló sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había en aquella fotografía.
-¿Jugamos a las adivinanzas? -le preguntó Dany.
-¿No juegas con tus amigos?
-No tengo amigos. Los niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.
-Azul dice que le has ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las adivinanzas.
Dany no recordaba que Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.
-Todavía me duele mucho el muslo. Por favor.
-Bueno, está bien -concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.
Caminaron en la dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol, todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado.
-¿Quién empieza? -preguntó Celeste.
-Primero tú, por favor -rogó Dany.
-¿Qué es el odio a lo desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?
Dany trató, primero, de decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.
-Lo desconocido deja de serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.
-Es una reflexión muy juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.
-¿Mi padre me conoce pero no me conoce?
-Estupendo -sonrió Celeste-. Vas por buen camino.
-¿El odio a lo desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.
-¡Has ganado! -exclamó Celeste-. Te toca, Azul.
-¿Qué es un reloj que destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba fijamente a los ojos de Dany.
-El reloj es una cosa -afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.
-Piensa un poco más -sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves de la semana pasada.
-¿Lo de los vasos comunicantes?
-No, Dany -respondió Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.
-El jueves... -Dany dudó-, creo que habló de Grecia.
-Exacto -concordó Celeste.
-¿Cronos no es una palabra que significa lo mismo que reloj?
-No, Dany -contradijo Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el tiempo.
-Pero el jueves, el maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos. ¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?
-¡Otra vez has acertado! -alabó Celeste.
-¿Yo soy un relojito? -preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.
-A veces -respondió Celeste.
-Cuando pareces un reloj más grande que tu hora -comentó Azul.
Al pronto, Dany no entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.
-¿Sería mejor que mi padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.
-Eres tú mismo quien debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.
-Ahora tú, Celeste. Di una adivinanza
-Ya has acertado dos -protestó la niña azul-. Di tú una.
Dany reflexionó un buen rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia, la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:
-¿Qué es azul, metafísico e intanjable?
-Intangible -rectificó Azul.
-Eso. ¿Qué es azul, metafísico e intangible?
-¿Un sueño? -preguntó Celeste.
-No vale -protestó Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.
-Alégrate -aconsejó Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy fácil para un sueño adivinar que lo es.
-¿Vosotros sois mi sueño?
-Algo parecido -respondió Azul.
-Ya me duele menos el muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?
-Nuestra casa también es metafísica -se excusó Celeste.
-Nos tenemos que ir -anunció Azul, para desolación de Dany.
-Pero todavía me duele un poco.
-Nunca fuiste un quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.
-¿Vendréis mañana?
-Depende de ti -dijeron los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.
Al instante, Dany palpó la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de participar.

La vez siguiente que subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar.
-Tu nariz es hoy un hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany.
-¿No viene el niño?
-Está recorriendo tu pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta vez?
-La causa es otra.
-¿Cuál?
-Ayer le pedí a mi abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi padre me había dicho que no.
-¿Y tu abuelo se lo comunicó a tu padre?
-Sí. ¿Jugamos?
-¿Crees que puedes? Sólo ves por el ojo derecho.
-¿Y qué?
-Te falta percepción. ¿No prefieres descansar?
-Descanso cuando juego con vosotros.
-Siendo así, jugaremos al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?
Dany asintió y dijo:
-¿Empiezo yo?
-Sí, pero no hagas preguntas que sepas que no puedo responder.
-El otro día, dijisteis que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no existís?
-Existimos. ¿Tu abuelo te dio el dinero?
-No; dijo que se lo pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?
-Somos algo más. Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?
-Creo que tiene miedo. ¿Sois ángeles?
-Tenemos una existencia más material que ellos. ¿Ves mi sombra?
-Sí; es azul.
-Pero ésa no era mi pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?
-Vosotros me hicisteis pensar que no le gusta que yo sea... listo.
-¿No tienes pregunta?
-Creo que existís aquí y ahora porque yo lo deseo.
-Eso no es una pregunta, sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso... Nosotros no sólo existimos por ti.
-Tengo una pregunta. ¿Me dejaréis algún día visitar la cueva?
-Si pudieras entrar, sería una malísima señal.
-¿Como que yo habría muerto?
-Es normal que tu padre odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio un poco en ciertos momentos.
-Mientes.
-Sí.
-Cuando os hago esa clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?
-Existimos para ayudarte a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega Azul.
Éste surgió de la sombra de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más gráciles que los de cualquier otro.
-Necesitas ocho libros y una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-. Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a correr un riesgo gravísimo.
-¿Como saltar este tajo?
-Mayor aún. ¿Tienes coraje?
-¿Ahora?
-¿No te sientes capaz?
-¿Podré ver con los dos ojos?
-Verás con todos los ojos.
-Vamos.
-En ningún momento trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas a intentar.
-Lo prometo.
Dany advirtió que no tenía peso y su sombra se había vuelto azul.
-Abuelo, ¿por qué tuviste que decírselo a mi padre?
El abuelo no respondió. Ni siquiera lo miró.
-Mamá, ¿por qué no me defiendes cuando mi padre... se enfada?
La madre continuó con su tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una lágrima por su mejilla.
-Buenas tardes, doña Piedad.
La vecina del piso de al lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede pasar. Tenemos que presentar la denuncia".
-Papá, ¿me odias?
El padre pestañeó, al tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.
-Papá... no te enfades conmigo. ¿Me odias?
El padre volvió a agitar la mano ante su frente.
-¿Qué supones que le pasa? -preguntó Celeste.
-Algo le molesta en la cabeza.
-Sí -concordó Azul-, pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.
-¿Cómo lo sabes?
-Supones que tu padre es un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.
-No. Yo lo quiero.
-Repítelo -exigió Azul.
-Yo lo quiero.
-¿Aunque te torture? -preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?
-Todos los niños juegan y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo necesito.
-Lo que le molesta a tu padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.
-¿Se arrepiente cuando me pega?
De repente, ya no estaba suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.
-¿Me escucháis? -preguntó Dany.
-Sólo si dices lo que debes decir -respondió Celeste.
-Mi padre se arrepiente cuando me pega.
-Repítelo -pidió Azul.
-He comprendido que mi padre se arrepiente siempre que me pega.
Los niños azules desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la ciudad gris y el mar, azul.

Dany recorrió con dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.
Sintió temor, un miedo cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera. Oyó:
-¿Está su marido, señora?
-¡Juan! -llamó su madre, sin moverse de la puerta.
-¿Sí? -preguntó su padre.
-Tenemos que hacerle unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.
-Yo...
-¿Qué tiene usted que alegar?
-La denuncia es cierta -dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la voz.
-¡Marta!
-Sí, Juan. Esto no puede continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo en que me has convertido a mí.
-¿Desea usted denunciar a su marido, señora?
-¡Marta!
-Si lo convencen ustedes de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo. Seré yo quien lo haga.
-Mire usted, señor Juan Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué tiene usted que decir?
-Les juro por Dios y por mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.
-Informaremos de que nos ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con su hijo?

Dany corrió escaleras abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo que ellos le exigían.
-¿Te has caído? -le preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él cuando intentaba participar en los juegos.
-Sí, por la escalera -respondió Dany sin vacilar.
-Pues te pareces a Frankestein.
Dany sonrió. Intuía que era una broma amable, no un sarcasmo.
-Tengo el ojo a la virulé. No veo ni tres un burro.
Pepe Luis soltó una carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.
-¿Quieres jugar? -preguntó el chico grandón.
-¿A qué?
-Al chiquirindongui. Sólo somos tres: nos falta el cuarto.
-Con este ojo ciego, me las vais a comer todas.
-Por eso te invito -ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.
Dany volvió a intuir que era una broma amable.
Jugó cuatro partidas de parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente dispuestos a permitirle ser su camarada.
Subió las escaleras de su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero, sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes, estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.
-Perdóname hijo -murmuró en su oído.
Absorto en los libros y en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a los niños azules.

martes, 19 de agosto de 2008

ALUBIAS MORENAS


El plan de regadíos era una promesa que nunca se cumpliría, una fábula. Fernando dio una última ojeada al retazo de tierra de color del cuero cubierto de escarcha, lo único que poseían él y siete hermanos más; suspiró, alzó la maleta y se dirigió hacia la linde, arropándose para contrarrestar el escalofrío causado a medias por el cierzo y a medias por el miedo a lo desconocido, sumado al dolor de no haberse despedido de Marisa por no ser capaz de imaginar qué futuro sería honrado pintarle.
Aunque aún estaba lejos, sabía que el renqueante autobús se acercaba ya, porque lo anunciaba la nube de polvo que levantaba más allá de la colina.
"Venezuela -le había dicho el primo Tomás-, allí sí que hay futuro. Para que te hagas una idea, mi cuñado cuenta en las cartas que en Caracas las alubias son morenas y valen como el oro. Las llaman 'porotos' ". Fernando nunca había creído aquéllo de que "en América atan los perros con longaniza", pero ¿qué podía hacer? No había trabajo en un montón de leguas a la redonda y lo de emigrar a Alemania se había puesto muy difícil, prácticamente imposible.
El barco partió de Vigo. Aterrorizado y entre vómitos, Fernando se juró durante los seis días de travesía que no volvería a viajar sobre el mar.
La llegada a La Guaira fue estimulante; brillaba el sol, más vertical que en su tierra leonesa, hacía un calor reconfortante y el aire olía a mango y papaya. En el instante de pisar tierra, añadió un juramento al de no volver a viajar en barco: jamás cruzaría el Atlántico de nuevo si no lo hacía forrado de dólares.

Primero fue el trabajo de camarero, tan duro, que le distraía de la nostalgia insoportable que las cartas de Marisa abonaban. Después, los ahorros le permitieron abrir una pequeña tienda de alimentación, donde consiguió no pensar en Marisa ni en los aromas a campo leonés que se derramaban en la mesa al abrir sus cartas, que se fueron espaciando porque le resultaba difícil encontrar tiempo para responderlas. A los dos años de su llegada, inauguró la segunda tienda, y Marisa se convirtió en una postal por Navidad. Al quinto año, apresuró la inauguración del supermercado, con objeto de sentirse encumbrado en la ciudad antes dcasarse con Katy. A los siete años, sumaban tres los supermercados, dos en Caracas y uno en Maracay, y Marisa sólo era ya un suspiro en el roce de sus ojos con fotografías que procuraba no mirar. Cuando se cumplieron diez años, la cadena de supermercados se extendía desde Maracaibo hasta Cumaná y Maturín, y desde Caracas a Ciudad Bolívar.
Al undécimo año, con motivo de la muerte de Franco, sintió la tentación de volver como turista, a ver cómo cambiaba el país tras un acontecimiento tan trascendental y comprobar de qué manera afectaban los cambios a sus siete hermanos y a Marisa, pero se encontraba abrumado de trabajo a causa del nuevo proyecto, el montaje de una empaquetadora de arroz y una fábrica de productos lácteos, y fue postergando el viaje.
A los dieciséis años, descubrió que tenía ciertas dificultades financieras. La loca década del setenta, durante la que fluía hacia Venezuela el dinero petrolero como la lluvia tropical, había terminado, y con ella, el derroche que practicaban todas las clases sociales, cuando la gente llenaba las neveras de tal modo, que los cubos de basura amanecían en todas las calles repletos de alimentos a punto de caducar. Ahora, los caraqueños comenzaban a dar gracias al cielo por poder comer aunque fuese comida caducada y Fernando se vio en la obligación de cerrar la quinta parte de los supermercados. Al terminar la década del ochenta, le quedaban sólo los dos de Caracas.
Cada año había aplazado el viaje para el siguiente, a la espera de que sus cuentas mejorasen y, en lugar de ello, empeoraron con la llegada la década del noventa, porque Katy le pidió el divorcio y lo echó de casa, enemistándolo con sus dos hijos, Marisa y Fernando. "Mendigo, cobarde y fracasado" fue la frase que Katy pronunció como despedida.

El día que emprendió el viaje a España, ni siquiera era capaz de fijar en el calendario la fecha en que el banco le quitó los dos supermercados. A pesar del juramento de veintiocho años atrás de no volver a cruzar el Atlántico por mar, tuvo que viajar en un modesto barco de carga, cuyo pasaje resultaba bastante más asequible que el avión.
Se trasladó en tren de Cádiz a Madrid, un tedioso recorrido durante el que se preguntó a cada minuto si reuniría valor para tomar el tren que lo llevaría a presentarse ante sus hermanos con las manos vacías; bueno, no tan vacías: llevaba en el bolsillo un puñado de porotos, las alubias oscuras que, tal vez, podría aclimatar en el retazo de heredad familiar que aún le pertenecía. ¿Se operaría el milagro que le permitiera no agachar la cabeza el día que se topara con Marisa por la calle?

-Felicidades -le dijo la dueña del bar.
Fernando se encontraba en ese momento barriendo en el exterior de la barra, terminado el trajín del almuerzo. Miró a la jefa, sin comprender. Notando la perplejidad de su mirada, ésta le preguntó:
-¿Es que te has olvidado de tu cumpleaños?
Sintió que se le humedecían los ojos. Llevaba ocho meses trabajando en el bar-mesón y para lo último que tenía ánimos era para recordar la efemérides.
-¿Cómo lo ha sabido usted?
-¿Es que no me diste la fotocopia de tu documento de identidad? Siempre anoto los cumpleaños de mis empleados en la agenda. Anda, date prisa en terminar, que hoy tenemos comida especial.
Fernando permaneció como ausente durante lo que, mejorando ligeramente el menú que servían en el establecimiento, había sido disfrazado de banquete. Sopló como un sonámbulo sobre las dos velas rojas que, con forma de un cuatro y un nueve, estaban encendidas sobre la pequeña tarta que le presentaron entre aplausos. En el jolgorio de parabienes y palmadas en la espalda, hizo esfuerzos sobrehumanos para no llorar.
Ocho meses había estado retrasando el retorno, refugiado en un barrio del extrarradio industrial de Madrid a la espera de tiempos mejores.
-Tómate la tarde libre -le dijo la dueña, terminada la celebración.
Desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, ese día había trabajado sólo el turno matinal, ocho horas en lugar de las agotadoras quince de costumbre. Sintióse con más vigor y más animoso que otros días.
El autobús lo llevó hasta la boca del metro. Eran las seis y media cuando salió a la superficie en la Puerta del Sol. Sabía que había una casa regional de León en Madrid; de hoy no pasaba: averiguaría dónde estaba la calle del Pez e iría a tomar una caña y, si el hambre se presentaba, intentaría comerse un botillo, recordando el que preparaba la madre de Marisa cuando ambos eran adolescentes. Palpó en el bolsillo el envoltorio de porotos que siempre llevaba consigo; a lo mejor entablaba conversación con alguien en la casa regional y podía hablarle de las alubias morenas.
-Estas son judías pintas, que no tienen demasiada salida -comentó el locuaz anciano jubilado al que se las mostró.
-No son judías pintas -rectificó Fernando-. Son mucho mejores, más sabrosas.
-Pero ya sabes tú que los españoles somos poco dados a los experimentos con alimentos raros. Tenemos la cocina más sana del mundo.
-Estas alubias son ligeras, suaves y muy digestibles.
-Te las cambio por un cupón de ciegos. ¿Ves?, he comprados dos; ambos podemos ser ricos. Si quieres que te diga la verdad, me apetece llevarles estas alubias a mis hijos, como curiosidad.
-¿Trabajan el campo sus hijos?
-Ya no. Nadie trabaja su campo. Están en la hostelería, aquí en Madrid. ¿Hace el cambio?
Fernando aceptó. Total, la fortuna improbable de un cupón de la Once era menos quimérica que la idea de adaptar las alubias tropicales al duro clima de León. En éstas estaba, reflexionando sobre un futuro cada vez más incierto, cuando la vio a través de un espejo. Marisa tenía aires de matrona, porque habían pasado veintinueve años, pero su corazón se desbocó como el de un adolescente. Entró en la sala del brazo de una mujer joven que debía de ser su hija, tomó asiento junto a un grupo de señoras de su edad y la joven se despidió. Al instante, Marisa se convirtió en el centro del grupo. De reojo, la veía gesticular, accionar con las manos y hablar sin parar, probablemente humoradas, porque las otras no pararon de reír durante hora y media, momento en que volvió la joven, Marisa tomó su brazo y salieron. En ningún momento la había saludado hombre alguno. ¿Dónde estaría el marido?
Le fue imposible resistir la tentación de seguir a las dos mujeres. No parecieron disponerse a tomar ningún medio de transporte, de lo que Fernando dedujo que debían de vivir cerca. A mitad de camino por calles secundarias y algo solitarias, entraron en una tienda de horario nocturno, de donde volvieron a salir a los diez minutos, llevando Marisa una bolsa de plástico en la mano. Dos calles más adelante, la joven se despidió y Marisa entró sola en el portal.
¿Cuáles serían sus circunstancias? La joven era lo bastante mayor para estar casada; seguramente existía un acuerdo entre ambas para acompañarla ciertas tardes a causa de las características, aparentemente no muy seguras, del distrito donde vivía. Pero ¿dónde estaría el marido?
Se sintió incapaz de volver al barrio de extrarradio donde residía y trabajaba. Encontró una pensión en las cercanías y proyectó alegar por teléfono algún malestar al día siguiente, para excusarse por no asistir al trabajo. Necesitaba volver a ver a Marisa, encontrar ánimos para hablarle.
Por la mañana, la espió durante su salida al mercado. Parecía ser muy popular. Todas las vendedoras le dedicaban sonrisas y cambiaban frases con ella, y Fernando se encontró preguntándose cómo habría sido la vida a su lado. Conforme pasaron las horas, la pregunta se volvió más apremiante, sobre todo cuando la vio salir a tomar el café de sobremesa en un bar de la esquina, donde una extensa tertulia de personas de su edad la acogieron como a una líder. Continuaba sola, ¿dónde estaría el marido?
Necesitaba averiguarlo, de modo que, cuando la tertulia se deshizo y ella se marchó con dirección a su domicilio, entró a preguntar en la cafetería
-¿Marisa? Es viuda.
-¿Desde cuándo?
El camarero se encogió de hombros y fue a servir a un cliente en el otro extremo de la barra.
¿Cuándo habría enviudado? Sus hermanos le reportaban habitualmente noticias de Marisa en sus cartas, pero hacía más de tres años que no se escribía con ellos, desde que el desmoronamiento de su fortuna caraqueña le había hecho postergar las cartas para no entristecerles con sus desgracias. ¿Marisa, viuda? Ahora que había lugar para él a su lado, resultaba más imposible que nunca acercársele. ¿Qué podía ofrecerle, aparte de su sonrojo?
Volvió a hacer guardia frente al portal, con la esperanza de que saliera de nuevo al atardecer. Con éste, la calle se quedó tan solitaria, que supuso que no saldría, pero de nuevo llegó la mujer joven. Se acercó caminando, como si viniera dando un paseo. Debía de vivir también cerca. A los cinco minutos, salieron las dos. Con el corazón estrujado entre espinas, Fernando las siguió; evidentemente, se dirigían a la casa regional. ¡Ay, si no hubiera sido tan ambicioso de joven!, ¡ay, si no hubiera abarcado tanto!, ¡ay, si hubiera realizado el esfuerzo de quedarse en su reseco terruño leonés a su lado, o llevársela a Caracas antes de aquel vano matrimonio! Ahora, carecía de la posibilidad, siquiera, de acercarse a saludarla, porque se le caería la cara de vergüenza. ¡Pero parecía tan vitalista, tan jovial, tan alegre, tan entera! ¡Oh, si hubiera tenido el buen juicio de no perderla!
La vio acomodarse junto a las mismas damas de la tarde anterior, momento en que la joven se despidió.
Se acercó a la barra, con objeto de seguir espiándola a través del espejo.
-Oye -le dijo el jubilado a quien había regalado los porotos-, vaya potra que hemos tenido, ¿no?
-¿A qué se refiere?
-¡A los cinco millones que nos han tocado a cada uno con el cupón!
Llevaba en el bolsillo un papelón premiado con cinco millones de pesetas, sin saberlo
Al final, las alubias morenas habían rendido el mil por uno y sin necesidad de aclimatación. Se giró en el taburete para mirar a Marisa directamente, sin el subterfugio distanciador del espejo.
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