jueves, 14 de agosto de 2008

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA


LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA
Esta novela, que intenta ser una especie de homenaje paródico a los toreros que se quedan en el camino de las capeas y los apoderaos, la escribí con intención de no parecer un autor monotemático en esa editorial que no me ha pagado durante cuatro años. Paro habiendo pasado lo que ha pasado, para parodias estoy yo... En esencia, la cosa va como sigue:
El Cañita es un jubilado de principio de los noventa, que descubre en un joven labrador hechuras de torero y lo patrocina para que llegue a figura, poniendo todo su dinero, sus amistades y esfuerzos en el empeño. Pero Omar Candela es un chico muy cobarde y tremendamente rijoso, que sólo piensa en el sexo. Su limitado mundo rural gira en torno a sus hormonas adolescentes, y las oportunidades sólo las valora en lo que puedan ayudarle a materializar sus sueños sexuales. Conocedor de su inclinación desaforada, el Cañita, para contrarrestar la cobardía que le causa la rijosidad, le propone como ejemplo a la figura del momento, Jesulín de Ubrique, pero lo Omar sueña es con ser don Juan Tenorio, con una cama interminable.
Novela erótica y humorística, sobre la iniciación y evolución de un adolescente desde la cerrazón al conocimiento. El primer capítulo comienza así:
TERCIO DE SUEÑOS
Don Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama le acusaba de cobarde por perder el resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría, algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes rarezas:
-Escucha, niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y, sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora el tráfico tenía mandanga.
Aunque ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el mogollón de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un morlaco de quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de diferente entre como hablaban los actores del escenario y su modo de expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado por el protagonista, al que le daba igual follarse a una duquesa que a una mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos de cientos de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando con valentía el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni la mitad de fieros que los toros.
A su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo, percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en "invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas sino volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse en seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera, carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A las tías?
-¡A los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones con la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué quieres decir?
-Que si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte? ¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me cobran por dejarte torear?
-¡Es que me dan unos meneos!
El Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio. Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto, Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a encontrar una solución.
-¿No te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te puede pasar con una puta.
-Siempre llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y un montón de cosas más.
-¡Don Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de orejas y rabo.
Condujo el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro barras americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo tanto, debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño corriera a su encuentro.
-¿Me vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo... don Manuel...
El Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las mejillas de Omar.
-Así que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo. ¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está jamón!
-¡A ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja!
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