lunes, 25 de agosto de 2008

NASDRAVE



Otro de los libros de relatos registrados que tengo dispuestos para su publicación, trata de conflictos, relaciones y amores entre europeos. Pero como ya comenté el viernes, no pienso publicarlos impresos, sino en un portal de internet. No volveré a edidtar libros impresos hasta que no sea reforzada la Ley de Propiedad Intelectual, de modo que nadie pueda robar derechos a los escritores.
Por cierto que la editora todavía no me ha pagado.
Este cuento, itulado con el brindis eslavo, dice así en sus primeras páginas:

NASDRAVE
A través del pequeño mostrador, durante cuatro horas alcanzaban a Miguel ramalazos de exotismo que le inspiraban sueños embrujados, llenos de magia y misterio, que borraban la nostalgia de los olivares y los azulejos de Arjonilla. Y lo más consolador era que las ensoñaciones saturadas de colores, música, sabores y olores eran como pomadas balsámicas, salidas de un taller de alquimia para aliviar el dolor terrible que llevaba dos meses instalado en su pecho.
Como si les envolviera un sortilegio, como si les acompañaran las hadas, duendes, elfos, magos y hechiceras de todos los bosques encantados de Europa, las oleadas de conjuros llegaban con ellos entre los atuendos ajados y pasados de moda que normalmente les cubrían y a través de las miradas humilladas con que acudían a implorar ayuda.
Seducido por lo que ellos no podían explicarle bien del todo con su español chapurreado, Miguel flotaba en los sueños sin poder evitarlo: música de acordeón, venida de Rumania en los ruegos de un eslavo rubio casi albino que aseguraba ser gitano y que suplicaba llorando que alguien le diera trabajo en una orquesta para mandar dinero a sus hijos, que se morían de hambre en Ploiesti; sabrosas especias que condimentaban los platos que un turco originario de Esmirna aspiraba a cocinar en Madrid; jadeos ciclistas de un polaco que había ganado la vuelta a Cracovia y le rogaba, con impaciencia poco pertinente, que le pusiera en contacto con el entrenador de la Once; primor de los bordados de punto de cruz que un moldavo de Bälti quería que le permitieran vender en un puesto del Rastro.
Rouslan se acercó al mostrador envuelto y precedido por una nube de aromas, cuyo origen no supo Miguel precisar en el primer instante, porque su memoria olfativa le remitía preferentemente a la arcilla que sus paisanos sabían convertir en maravillosa cerámica y a la hierba que orlaba en primavera los arroyos de su pueblo jienense. La fuerte mezcla de perfumes emanaba de un sujeto de tipo caucásico, cuya ropa de buena calidad le distinguía de la gente que solía atender y, al contrario que la mayoría, se aproximó con seguridad, sin pesadumbre, con aires de triunfador y un balanceo jactancioso de los brazos y los hombros, como si esperase que una gran orquesta acompañase su desfile con la marcha triunfal de Aida.
Comentarista cultural de un famoso programa matinal de radio, Miguel llevaba dos meses colaborando desinteresadamente con la ONG de acogida de inmigrantes indocumentados, en un intento de olvidar el último tropiezo sentimental, cosa que creía que ya podía estar comenzando a conseguir.
Al ofrecerse a la ONG, los responsables econocieron su sociabilidad y su gusto y habilidad en el trato con la gente llena de problemas que socorría, así como los buenos resultados que obtenía con su gracejo andaluz; le encargaron atender el mostrador de cinco a nueve las tardes de los lunes, miércoles y viernes. El acuerdo resultó muy útil para ambas partes; Miguel llenó tres de las tardes libres que le dejaba su trabajo en la emisora de radio, que habían venido resultándole insoportables tras ser abandonado, y la ONG descubrió a un colaborador misericordioso, lleno de recursos, serio y eficacísimo. Miguel poseía una infrecuente capacidad natural de envolver con simpatía su compasión y de mostrarse siempre respetuoso fuese cual fuera el aspecto y la condición de quienes acudían en demanda de auxilio.
La tarde que Rouslan llegó al mostrador, estaba siendo muy complicada y agotadora. Una dominicana le pidió consejo y auxilio, porque el español que le había ofrecido matrimonio la abandonó nada más llegar con él a Madrid, desapareciendo con el equipaje de los dos. Un musulmán había querido liarle, afirmando sucesivamente que era palestino, argelino y libio, aunque todas las evidencias indicaban que era marroquí y que ya había tenido encontronazos con la policía. Una ecuatoriana de diecisiete años se acababa de fugar de un burdel de carretera de la provincia de Salamanca, adonde había llegado engañada para trabajar de prostituta en régimen de esclavitud. De acuerdo con las normas, no tuvo más remedio que llamar a la policía, ante la que debió hacer de intermediario, porque la muchacha, aterrorizada, se negó a contar a los uniformados cómo había llegado a España y quién le había quitado el pasaporte. Toda la tarde en ese plan y, cuando ya sólo faltaba media hora para que le relevasen, vio llegar al búlgaro que parecía desfilar en la escena de de los “toreadores” de Carmen, como si acudiese entre clamores y olés esperando que Miguel le hiciera una reverencia.
Rouslan, alto, bello y rubio como la cerveza, igual que en la letra de “Tatuaje”, apoyó sonriente el codo izquierdo en el mostrador, inmerso en la extraña aureola de intenso perfume que Miguel comprendió por fin que era de rosas. Le miró fijamente, como si intentara traspasarle con sus hermosos ojos azules, hermosura de la que sin duda era consciente y de la que se sentía ufano. Sonrió de nuevo tras una pausa en la que pareció ir a hablar, mirándole con intensidad cómplice como si fuese portador de un mensaje que Miguel hubiera estado esperando ansiosamente y, por último, sacó un papel doblado del bolsillo derecho del pantalón y se lo entregó.
Asombrado por lo insólito de su actitud, Miguel sentía ganas de soltar cualquier exabrupto y mandarlo a freír espárragos de aquéllos tan gordos que se criaban en los matorrales de los alrededores de Arjonilla; en lugar de ello, realizó el que consideraba el último esfuerzo de autocontrol de la tarde y desplegó el papel. Leyó: "Me llamo Rouslan, llegado Bulgaria tres días hace, nada habla español, mi amigo Bassili trabaja cafetería aquí cerca, habla bueno español, yo quiere venir tú". Le costó entender lo que se le pedía; una vez que lo tuvo claro, le dijo al búlgaro:
-Imposible. Sólo puedo atenderte aquí.
Rouslan sonrió y le indicó con un movimiento del cuello y la mano que le siguiese. Miguel negó con la cabeza y repitió:
-Imposible.
De nuevo, la expresión de cordialidad confiada. El búlgaro gesticuló con las manos, como si quisiera indicar su incapacidad de entenderle, y dijo:
-Yo no habla español. Yo espera tú.
Su autoconfianza resultaba tan inusual en ese lugar como celebrar una orgía en una maternidad. Solían llegar tristes, llorosos, desesperados, hambrientos, pero nadie acudía como si esperase recibir pleitesía. Y menos, con una altanería tan petulante y enojosa. Miguel alzó las palmas de las manos, las agitó en el aire con ademán de "hasta aquí hemos llegado", movió otra vez la cabeza para negar y volvió a repetir:
-Imposible. Nada que hacer,

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