sábado, 23 de agosto de 2008

DE PELÍCULA


Otro de los libros de relatos que tengo organizados y registrados es de THRILLERS, algunos muy sangrientos, pero todos extremadamente pasionales. Versan sobre las miserias humanas, pero sin ser un especialista de la psicología, la criminología o la sociología, es imposible abarcar todas las miserias y mezquindades de aquellos a quienes se les trasmuta el corazón en piedra de asperón, con su oscuro motivacionismo demente para la impiedad, ni me es posible ahondar hasta los niveles de vileza y degradación a que se ve llegar, y por ello me quedo sólo en lo que tiene que ver con las ilusiones vanas del amor.
Esta semana, me han llegado dos ofertas de editoriales catalanas para editar en papel algunas de las cosas que estoy resumiendo aquí; pero yo no pienso publicar impreso por ahora, y de ningún modo antes de asegurarme de que nadie va a volver a robarme mis legítimos derechos de propiedad de autor, para lo que habrá que empezar a reforzar, en septiembre, en el Congreso de los Diputados, los controles y métodos de la Ley de Propiedad Intelectual con el real decreto 1/1996 del 12 de abril. (Ya hay diputados dispuestos)
Por ahora, sólo publicaré libros digitales, con Leer-e. Una de estas novelas, “La dama fingida”, es la más redonda y elaborada que he escrito nunca.

Reproduzco a continuación las primeras páginas del relato titulado “De película”.

DE PELÍCULA
Antes de correr en busca de la mágica ensoñación de casi cada tarde, Soledad Peña giró la llave general del escritorio, comprobó que todos los cajones quedaban bloqueados, cerró también los cuatro armarios de archivo y, por último, encajó la puerta del despacho, probando por tres veces que, así mismo, estaba bloqueada.
Respetaba escrupulosamente las ordenanzas, una de las cuales mandaba proteger la confidencialidad de su trabajo de graduada social, perteneciente al programa puesto en marcha el año anterior por el gobierno regional. Sólo ella podía conocer los dramas personales que contenían los expedientes archivados; lo único que salía de su mesa era la propuesta de aprobación o, en su caso, la de denegación de las ayudas solicitadas. Lo demás, las vidas miserables, torturadas, tenebrosas o trágicas de las personas que acudían en busca de auxilio, no debía trascender.
Siempre le producía incomodidad la mirada del conserje al despedirse, cuando él le deseaba buenas noches y la seguía con los ojos al salir por la puerta giratoria. ¿Qué había en esa mirada, conmiseración, burla, sarcasmo?
Sabía que ya había comenzado su decadencia física de mujer en la cuarentena que no había conocido el amor y sobrevivía en soledad, pero lo suyo no era exactamente descuido, sino indiferencia carente de esperanza. Iba regularmente a la peluquería, usaba de noche algunas cremas para el cutis, pero no le gustaba maquillarse de día aunque vestía con la corrección exigida por su cargo. Aun así, se decía que estaba perdiendo de semana en semana la lozanía y si alguna vez había poseído atractivo, estaba dejando de tenerlo.
Cualquier sala del multicine le valía como escenario de sus audacias. Compró la entrada, respondió con la cabeza el saludo del portero, que la cumplimentaba dos o tres veces por semana como a una vieja amiga, y se sumergió en la confortante penumbra.

Esa noche amó a Kevin Kostner que, por su trabajo de periodista de un importante diario norteamericano, trataba de identificar al autor de varios mensajes de amor encontrados en botellas en distintos lugares de los Estados Unidos. Conversó animadamente con el padre de Kevin, Paul Newman, se descalzó en la arena, fue indiscreta indagadora, visitó los barcos que él reparaba y sintió celos de la muerta a la que Kevin había amado a través de aquellas cartas lanzadas al mar.
Siguió amando a Kostner al salir del cine mientras recorría el corto trayecto hasta su casa, cenó con él el plato recalentado en el microondas y le rogó que se volviera de espaldas mientras se cambiaba la ropa por el camisón de dormir. Ya en la cama, Kevin fue jugador de béisbol, espía ruso infiltrado en el Pentágono, soldado que pretendía ser indio, guardaespaldas y guerrero de ciencia ficción, y siempre, siempre la amaba. Junto a él, fue exuberante luchadora anfibia, cantante famosa, india, prostituta de lujo y ama de casa del medio oeste americano.
-¿Estás seguro de que me amas?
-He seguido un largo sendero hasta llegar a ti.
-¿Sólo me amas a mí?
-Todas las demás fueron sólo experimentos.
-¿Viviremos siempre juntos?
-Mientras el cielo nos lo permita y la Tierra exista.
-¿Nos casaremos?
En este punto, se producía siempre un ruido, una puerta que batía con violencia, el claxonazo de un coche o alguien que gritaba en la calle, y despertaba.

Pero también en la oficina la visitaban a veces Kevin Kostner, Harrison Ford, Antonio Banderas, Robert de Niro, Pierce Brosnan y hasta Brad Pitt. Ocurría fugazmente; estaba mirando atenta a su interlocutor, escuchando con interés sus problemas, con frecuencia insolubles, y de repente, allí estaba uno de ellos, de pie tras su visitante, sonriéndole con intimidad, pidiéndole por señas que tuviera paciencia... con la promesa del gozo del que sería partícipe más tarde.
-Mire usted, señora Peña -decía el hombre sentado al otro lado de la mesa-, la pensión no me llega y la Seguridad Social no quiere pagarme la prótesis del dentista. Comprenderá usted que, así, faltándome los dientes de delante, no puedo ir en busca de trabajo.
Tras él, Harrison Ford sonreía con su espléndida dentadura y le decía por señas que esa noche la iba a llevar a conocer a Obi-Wan Kenobi.
-No creo que podamos ayudarle, las prótesis dentales no figuran entre nuestras previsiones.
El hombre compuso una mueca de desolación. Dijo:
-Entonces, ¿estoy condenado a vivir eternamente de la pensión, por no poder conseguir trabajo?
Harrison Ford se había quitado la chaqueta y abierto tres botones de la camisa, mostrando la viril pelambrera de su pecho. Con sus gestos, le prometía que la noche iba a ser menos tremendista y más satisfactoria que la tarde.
-Vea. Voy a presentar un informe sobre usted, y trataré de que alguien le dé una respuesta que yo no estoy en condiciones de darle.
-¿Y si dijera usted, por ejemplo, que se trata de una enfermedad grave?
Indiana Jones agitaba el látigo, dispuesto a quitarle de enmedio a un sujeto que pretendía que incurriera en falsedad administrativa.
-Eso es imposible. Le prometo que voy a hacer lo que esté en mi mano por ayudarle. Pida cita en recepción para dentro de dos semanas.
Junto a un envejecido Sean Connery, Indiana/Harrison alzó el grial y brindó por ella.

Ahora, en la butaca del cine, se había convertido en una sofisticada investigadora que trabajaba por cuenta de la mayor compañía de seguros del mundo, y trataba de demostrar que Pierce Brosnan era un ladrón aunque figuraba entre los grandes millonarios neoyorkinos y pasaba por ser uno de sus más generosos mecenas.
Pero, qué fastidio, Raquel Cañadas no hacía más que interferir. Que volviera deprisa a la pasarela y la dejara disfrutar con míster Crown aquellas elegantísimas fiestas de la Quinta Avenida.
Bueno, menos mal que al final se iban juntos de viaje a disfrutar los Rolls Royce y las suites más caras de todos los hoteles de Europa, porque, si no, iba a coger a la mocosa alicantina y le iba a cruzar la cara a bofetadas, que buena era ella cuando se trataba de defender lo suyo.

A la mañana siguiente, fue Richard Gere quien se situó a espaldas del visitante. Sólo vestía la mitad inferior del pijama.
-Escuche, señora Peña, no tengo derecho a subsidio de paro, porque los últimos cinco años coticé como autónomo. Tampoco puedo jubilarme todavía, porque sólo tengo cincuenta y un años. ¿Cómo cree usted que voy a sobrevivir?
Richard le estaba diciendo que sí, que iba a comprar los astilleros pero no para venderlos, sino para ponerlos a funcionar.
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