domingo, 30 de noviembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS y la estafadora perversa.


Como decía aquel poema, “no entiendo cómo se aguanta a sí misma esa ignorante perversa” Es defraudadora, ladrona, pretenciosa, ignorante e impertinente pero, sobre todo, es perversa.
Su perversión es haberse casado para cubrir apariencias y pasear hijos adultos, presumiendo de madre ejemplar, cuando el marido es un pretencioso que ni pincha ni corta en la cama y el hijo, un disfraz, mientras la “amante” madre y esposa maquilla con ellos las exigentes apariencias sociales de su clase, para no reconocer que su amor real es otra mujer y que tanto la maternidad como el casamiento fueron perversos actos de disimulo. Otra mujer, de la que ella es un batallador caballero andante y con la que se gasta en dispendios y viajes el dinero que a mí me roba. Mientras, a mí me han desahuciado de mi casa y se ha minado definitivamente mi salud.
Tenemos el derecho de amar lo que nos dé la real gana. Pero usar al marido y los hijos como coartada para esconder lo que, en realidad, avergüenza, es perversión. Una perversa ignorante, que además de despiadada e inculta es defraudadora, `porque sus papeles de Hacienda son más falsos que los billetes de tres euros y medio.

Aquí van dos nuevos capítulos de
LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Capítulo XIV
PUNTOS EN LA CRUZ

Al caer Miquèu en el jergón, lo venció el cansancio de la agitada jornada a que le había obligado Laurenç y se durmió al instante. Como Ricar se había desvelado por el nerviosismo de la espera, llegó un momento en que el aburrimiento insomne pudo más que la emoción de la caricia, por lo que apartó el brazo de Miquèu posado sobre su pecho, se levantó del jergón y fue acercándose con sigilo a la entiba donde habían atado a Manel, más al fondo de la mina que el recinto donde algunos dormían aunque eran más los que se entregaban al consuelo mutuo con sus parejas.
Obligados por las condiciones del refugio, por su estrechez y las nulas posibilidades de privacidad, habían ido dando de lado a cuanto exigía socialmente la vida cotidiana de los pueblos en que habían nacido. Allí arriba, en el Forat de l’Embut, donde el mundo ordinario era un lugar demasiado remoto y las reglas sociales parecían el argumento de un discurso dominical, el sentido de la propiedad carecía de lógica cuando lo único que poseían de verdad era sus propios cuerpos, sin más biombo para el recato que la ausencia de luz dentro de la cueva. Gracias al órdago de sinceridad impuesto por Marianna en aquella reunión donde reconocieron lo que sentían, Ricar y Miquèu habían vencido sus inhibiciones, pero eso no tenía punto de comparación con el desparpajo de los demás. Nadie disimulaba las efusiones y no se tomaban la molestian de cubrir su desnudez; ni los hombres ni las mujeres lo hacían, en un clima de virginidad y pureza primigenia, como si la existencia de su grupo fuese anterior al sufrimiento, el dolor y la invención del pecado, por lo que habían alcanzado una especie de sobrenatural estado de gracia donde ninguna convención ni prejuicio ataba los sentidos ni mortificaba las conciencias. Los ayes quedos y los suspiros, los jadeos de las galopadas y los delirios del éxtasis sonaban a música celeste.
En la penumbra, Ricar tenía sólo idea aproximada de donde Manel estaba. No sólo sentía curiosidad por sus peripecias y emociones; le fascinaban las circunstancias de su cautiverio troglodita, donde tal vez acudieran monstruos de las entrañas de la tierra para devorarlo, y le intrigaban los motivos que lo hubieran inclinado a volver a pesar del peligro de que los demás guerrilleros quisieran matarlo y lo muy deshonrosa que había sido su huida. Fue aproximándose con cuidado, porque le pareció oír un murmullo. Escondido en un pilar de la entiba, asomó la cabeza poco a poco, porque la oscuridad era total y desde donde sonaba el rumor él debía de resultar visible al contraluz de la ligerísima luz plateada que brillaba hacia fuera. Aguzó el oído a ver si reconocía las voces. Tuvo un sobresalto. Felip conversaba con Manel, hablándose uno al oído del otro.
La escena solamente le asombró al primer instante, pero a continuación se dijo que a lo mejor los había sorprendido en algo que ellos no querrían que se supiera, y de ahí el cuidado con que se comunicaban. ¿Estarían tramando algo peligroso? ¿Debía despertar a Marianna, para advertirle? Mejor esperaba el amanecer y se lo comentaría a Miquèu, a ver qué opinaba. Se retiró tan cuidadosamente como se había acercado y fue a echarse en el jergón con el convencimiento de que le costaría mucho dormir.
Llegado junto a Manel sólo para ofrecerle agua, Felip se había encontrado con un interrogatorio que nunca se le habría ocurrido que fuese posible.
-¿Cómo es sentir que estás dentro de ella, Felip?
Por un instante, dudó si responder. Aunque ahora sufriera tanto, Manel había hecho una de las cosas más despreciables que un hombre podía hacerle a una mujer.
-Igual que volar entre las nubes –dijo al fin-, como el sueño más increíble.
-¿Y estrujar sus pechos con las manos?
Felip se ruborizó.
-Yo nunca lo hice, Manel, ni lo pensé. Me habría parecido un sacrilegio.
-¿Y cabalgar sobre sus muslos?
-Es un galope que te sube al cielo, Manel, y te hace dueño de las estrellas.
-¡Eres tan romántico, que pareces un trovador! ¿No te volvía loco el placer?
-¿Loco? Lo que yo sentía era felicidad y paz.
-Pues yo sí me volví loco sin ni siquiera haber recibido una caricia suya. Y mira en el lío que me metí.
-¿Es verdad que no llegaste a traicionarnos?
-Te lo juro. Esos hombres del romano causan mucho sufrimiento tonto, Felip, porque como no nos comprenden cuando hablamos, todo lo entienden al revés y confunden el culo con las orejas. Para serte sincero de verdad, sí busqué la traición; tenía los huevos a reventar de la rabia porque Marianna no me hiciera caso, pero es que no me dejaron explicarme. Vamos, es que ni pude abrir los morros. La tunda que me dieron, primero los franceses hijos de puta y luego los cruzados que el diablo se folle, es de las que matan a un mulo. Levanta mi camisa por detrás y verás.
Dada la oscuridad, Felip sólo pudo adivinar la gravedad de las heridas.
-Toca los verdugones –le propuso Manel-, y dime si en tu vida has sabido de nada igual.
Felip se pasó la mano por la pernera del calzón, por si la tuviera demasiado sucia, y tocó con cuidado. Eran de verdad aparatosas las cicatrices a medio curar que le cruzaban la espalda.
-¿Te duele?
-Casi nada.
-Espera un poco, ahora vuelvo. Voy a por el tarro donde Bartolomèu conserva las caléndulas. Creo que eso te ayudará a sanar.
Felip volvió a los pocos minutos. Aunque extendió el emplasto con mucho cuidado y gran delicadeza, de nuevo preguntó si le dolía.
-No te preocupes, Felip –la solicitud del muchacho conmovía a Manel, que tenía ganas de llorar recordando la expresión de su hermana Joanna al echarlo de su casa-. En realidad, esa untura no es muy necesaria. Yo soy un pastor, no te olvides, y estoy acostumbrado a lo más jodido. Pero nunca algo ha sido tan duro para mí como volverme ciego por esta mujer. Es que Marianna no es de este mundo, Felip. Es como si combinaras un ángel muy guapo con el diablo más hijo de puta. No es natural que una mujer sepa tanto, y mucho menos siendo tan guapa. Por tanto como sabe, nadie le ha discutido el puesto de capitana. Pero es que además de saber de todas las cosas de los libros, es como si fuera una bruja de ésas que cuentan que viven en las grutas subterráneas de Escunhau. A ti te tiene hipnotizado, al mossen lo ha enloquecido al punto de que ha querido matarse y a mí, ya ves en la que me he metido. ¿Conoces a alguna que pueda tanto?
Felip no sabía qué decir. Curiosamente, que alguien hablara de lo que había en su pecho como si fuese capaz de verle por dentro, aliviaba su desconsuelo por el distanciamiento de Marianna. Dio por terminada la untura, bajó la camisa de Manel, se enjugó la mano en la pernera y tapó el frasco. Volvió a preguntar si las heridas le dolían.
-Peor que el dolor es el picor; lo que significa que las heridas tienen que estar sanando. Mira a donde me llevó la locura de desear a esa mujer. Era tan terrible lo que me hicieron, que aquella noche creí que moriría. En realidad, quería morir, Felip, deseaba con toda mi alma morir; imagina cuánto, que en los bosques del Pla de Beret me descubrí las heridas para que atrajeran a los lobos. Pero puestos a despreciarme, hasta los lobos pasaron de largo. Por un milagro que no comprendo, las alimañas y todo el bosque me respetaron y cuidaron de mí. Si los cálculos no fallan, creo que estuve allí, medio muerto, cerca de una semana. Marianna no tiene ninguna culpa, porque ella jamás me provocó ni me dio esperanzas, pero ella fue la causa.
-¿Todavía sientes lo mismo?
-Ya no tanto, y no sé por qué. ¿Y tú, Felip?
-No te rías de mí, Manel, pero lloro mucho en la cama, en sueños y despierto. Es que, no sé... Yo no creo posible llegar a querer a ninguna como a ella.
-Ni yo. Para decirte la verdad, aunque tengo diez años más que tú... yo sé menos de esas cosas de lo que tú sabes. Tú has tenido mucha suerte.
-¿Suerte, Manel? Han matado a toda mi familia y me han dejado sin nada.
-He querido decir suerte en el amor –se apresuró a decir Manel.
-Eso sí. Ningún muchacho a mi edad ha vivido lo que yo.
-¿Me das otro poco de agua?
Felip fue a llenar de nuevo la jarra de barro y se la acercó a la boca.
-Eres bueno –dijo Manel lamiéndose los labios-. Tanto, que me atrevería a suplicarte que me sueltes.




Aunque tenían mucho que debatir, el amanecer trajo un aviso precipitado de Jusep, guardián de la peña vigía a esa hora. Entró a saltos en la mina y sacudió al primero que encontró en el jergón, Andrèu, que todavía dormía, diciéndole:
-Corre, ven conmigo, no vaya a perderlos de vista.
-¡Déjame dormir, hombre! ¿De qué hablas?
-Con el contraluz del alba, he visto a cinco o seis jinetes que están bajando muy despacio desde el Serrat de la Bastida.
-A estas horas, eso es una locura.
-¡Y tanto! Sabemos lo infame que es el serrat, así que podría ser que acamparan y pasaran la noche allí por lo mal que conocen Aran. Pero también pudiera ser que sepan dónde tienen que buscarnos por el soplo de Manel, y luego de dormir tiritando de frío, ahora vendrían para acá encorajinados y con más ganas de fastidiar que nunca. Venga, Andréu, levántate de una vez, cojones.
-Espera.
-No quiero que se me despisten, por si torcieran para subir al Forat. Venga, date prisa, que yo corro ahora mismo de vuelta a la piedra.
Cuando Andrèu llegó al puesto de vigilancia varios minutos más tarde, Jusep estaba inmóvil como una fiera al acecho. Sin mover el cuello por temor a dejar de verlos, señaló un punto muy lejano del paisaje, hacia abajo.
-¿Los ves? –dijo hablando bajo, como si creyera que los hombres observados podían oírle-. Han terminado de bajar la cuesta del serrat y de aquí a poco los ocultará el bosque. ¿Te acuerdas de que anoche dijo Manel que él había bajado por la Bastida? Avisa a Marianna, no vayan a ser ésos los cómpices que le han pagado. Corre.
Los guerrilleros fueron despertados a gritos y golpes de perol. En cuanto fue informada por Andréu de lo que ocurría, Marianna se alzó de pie sobre su piedra de la bocamina y apresuró al grupo, que todavía no había podido terminar de vestirse:
-A ver… tú Tomèu, que manejas bien el arco, y tú, Marc, que conoces el bosque mejor que los gatos monteses, cabalgad valle abajo lo más apartados que podáis de los senderos. En el caso de que esos seis hombres vengan subiendo, y si se tratara de cruzados del romano, tenéis que conseguir que no os vean, que ni sospechen vuestra presencia, y situaros más abajo que ellos. ¿Podréis hacerlo?
Marc asintió y Tomèu se encogió de hombros. Marianna prosiguió:
-En cuanto los rebaséis, encended un fuego grande, que se pueda ver bien desde todas las revueltas del camino, y apostaros a esperar, a ver si tuviésemos la suerte de que vayan hacia abajo, a inspeccionar de qué se trata. En cuanto los tengáis a tiro y, repito, en el caso de que sean cruzados, atacadlos pero del modo más discreto posible, que no consigan ni intuir dónde os escondéis ni tengan posibilidad de veros, ni puedan heriros. Tampoco vosotros matéis a ninguno, para no darles a los demás una nueva pista; disparadles a los brazos o los muslos. Tal como están las cosas, ahora no nos conviene que muera ningún cruzado más, pero vosotros no os expongáis lo más mínimo, ¿eh? Si vienen para acá siguiendo la información que Manel les ha vendido, no ganaríamos nada, puesto que en tal caso todos nuestros enemigos saben ya dónde estamos. Pero si se acercan por casualidad, porque estén buscando los cadáveres de los que Manel dice que mató, entonces conviene que piensen en otros lugares y que ningún pálpito ni rastro les conduzca hacia aquí. ¿Habéis comprendido los dos? Sólo se trata de que dejen de pensar en subir para acá y que, al ser atacados en ese punto, crean que habéis llegado de más abajo o del Varrados. ¿Lo tenéis todo claro?
Marc y Tomèu respondieron que sí. Prepararon los aperos y los arcos, con lo que sólo tardaron unos pocos minutos, saltaron sobre sus monturas y las espolearon valle abajo.
Junto con Francesc, Marianna se encaramó a la piedra vigía. Los caballos y los seis hombres ya no resultaban visibles, envueltos por las espesuras del bosque.
-¿No pudiste distinguir su ropa, Jusep, a ver si eran azules?
-No, Marianna. Vi nada más las siluetas, recortadas sobre la nieve y el alba. Sólo los tres primeros iban a caballo; los otros conducían sus monturas descabalgados, con más carga de la cuenta.
Marianna asintió a sus propias cavilaciones y dijo tras una pausa:
-Francesc, encarámate a aquel tajo de la izquierda, donde seguramente habrá una visión un poco diferente de la que tenemos aquí. Y tú, Jusep, sin dejar de vigilar valle abajo, no pierdas en ningún momento el contacto visual con Francesc. Permaneced los dos en alerta máxima no sólo con lo que podáis descubrir en el Unhola, sino también entre vosotros, porque tenéis que avisaros y en seguida advertirnos a nosotros de cualquier movimiento que signfique que esos hombres encuentran el camino del Forat. Ahora tenemos que celebrar la asamblea, pero en cuanto termine os mando el relevo.




Puesto que todos estaban despiertos ya, la asamblea comenzó más temprano de lo habitual. Cuando todavía no habían terminado de acomodarse, entre carreras apresuradas en busca de jarros de café, Felip se acercó a Marianna y le dijo:
-Perdóname. Anoche solté a Manel…
-¡Y ha huido! –exclamó Bartolomèu- y por eso vienen los cruzados.
-No corras tanto –replicó Felip-, Bartolomèu. Está ahí dentro, dormido en un jergón que le preparé anoche allí mismo, porque vi sus heridas y dan grima de lo grandes que son. Venía a pediros permiso para que asista a la reunión.
En lugar de responder, Bartolomèu corrió mina adentro. Volvió pocos minutos después.
-Lo he amarrado de nuevo –dijo-, que perdonar al malo es decirle que siga siéndolo.
-No es necesario, Bartolomèu –dijo suavemente Marianna-. Ha tenido toda la noche para escapar. Si no lo ha hecho aprovechando nuestro sueño, menos lo haría ahora, con esta asamblea interpuesta entre él y el mundo, y recuerda que además de ser informados de lo que hicieron ayer el mossen y Miquèu, debemos juzgarlo. Felip, ve a soltarlo de nuevo y tráelo, pero no hace falta que siga con las manos atadas.
Junto con Miquèu, Laurenç había dispuesto ya la entiba que serviría de mesa presidencial. Encima, en el centro, había colocado de pie el rollo nuevo de pergaminos, de manera que nadie pudiera ignorarlo. Una vez acomodados todos, Bartolomèu preguntó en susurros a Marianna:
-¿Con qué empezamos?
-Nos quitaremos de encima lo de Manel. Decidiremos entre todos, por votación, y luego hay que escuchar a Miquèu y Laurenç. Felip, ayuda a Manel a sentarse ahí en el centro, en esa piedra.
Mujeres y hombres miraron con más curiosidad que antipatía al que ya nadie nombraba en el valle sino por el apodo de “Judas”.
-Manel –dijo Marianna, muy seria-, elige a dos para que te defiendan.
-Ella –respondió Manel, señalando a Magdalena- y Felip.
Hubo una corta pausa, hasta que fue cesando el murmullo y el silencio fue completo.
-Tu traición nos ha puesto en peligro de muerte –acusó Marianna-. Nadie en el Forat de l’Embut te dio motivos para el rencor ni la revancha. Tú elegiste ese mal camino porque te salió de la mala entraña.
-Y fue después de agredir y ofender a esta mujer –añadió Bartolomèu, dándose cuenta de que Marianna no iba a mencionar el intento de violación.
De reojo, ella notó que Laurenç apretaba los labios y parecía a punto de saltar. Lo traspasó con la mirada para que se contuviese.
-Corriste para vendernos a quien sólo desea nuestra muerte –siguió Marianna su discurso, sin deseos de evocar la escena-. Dices que no te permitieron cerrar el negocio, pero has reconocido que tú lo pretendías, que deseabas de verdad vendernos. Que no te escucharan, si es cierto que no lo hicieron, no cambia una iniciativa tuya que pudo acabar con nosotros y, según lo que está ocurriendo en estos momentos ahí abajo, todavía no estamos seguro de que no vayan a exterminarnos por tu culpa. En realidad, no estaremos seguros hasta que no vuelvan Marc y Matèu y nos cuenten lo que hay.
Dándose cuenta de que Marianna no iba a extenderse más en la acusación aunque tuviera motivos sobrados para ello, dijo Bartolomèu:
-¿Qué alegas en tu defensa?
-Nada –respondió Manel.
-¿Qué? –se asombraron todos entre cuchicheos.
-Todo lo que habéis dicho es verdad –dijo Manel-. Yo soy un hijo de puta, que sólo merezco que me arranquen el corazón y me follen...
-Te prohibo ese lenguaje, Manel –protestó Laurenç-. Hay señoras. No estás con tus cabras.
Casi todos sonrieron disimuladamente, porque hallaban anacrónico el empeño de Laurenç de imponerles buenas maneras en las circunstancias que vivían. Manel agachó la cabeza. Pareció que una lágrima rebelde quisiera escapársele mejilla abajo. Alzando la mano, Miquèu pidió la palabra:
-Anoche –dijo cuando Marianna asintió con un gesto-, Ricar sorprendió alguna componenda entre estos dos –señaló a Manel y Felip-, y me da que habría que averiguar si no tenemos la traición entre nosotros, mientras el enemigo nos busca para exterminarnos.
Como si hubiera recibido la descarga de un rayo, Manel saltó de su asiento y se arrodilló diciendo:
-Por Dios os juro que Felip vino a consolarme, nada más, coño, que no podía soportar estar colgado de las manos amarradas, como un esclavo. Alivió mi sed y mis heridas. Si tenéis que joder a alguien, matadme a mí; tiradme desde una peña y que los buitres me devoren, pero a él no le hagáis nada. Él es bueno y puro, por Dios y su Santa Madre os suplico que creáis lo que digo.
Arrodillado, Manel lloró desconsoladamente, envuelto por un silencio que se convirtió en solemne de tanto como su pena y su vehemencia les impresionaban.
-¡Dejadlo tranquilo! –exigió Felip gritando con impaciencia.
-¡Niño, cállate –ordenó Bartolomèu-, que nadie te ha dado la palabra todavía! El llanto, cuando haya un muerto.
-Permítele hablar, Bartolomèu –pidió Magdalena-. Manel me ha elegido a mí también como defensora, pero yo soy muy simple y, para peor, no sabría qué decir porque lo conozco poco, y por eso Felip tiene derecho de hablar por los dos.
Felip se ruborizó. No era lo mismo cantar escudado en la guitarra e inspirado por la música que enfrentarse a un auditorio para hablar cuando todos recelaban. Tragó saliva a ver si así deshacía el nudo de su garganta, y dijo:
-Manel se escapó de aquí, enfurruñado y decidido a vendernos. Antes de irse, había hecho una cosa muy mala a Marianna. Se portó como un loco, como una bestia asquerosa. Todo es verdad y por eso merece castigo. Pero él es quien primero pide que lo castiguemos. Hemos hablado anoche... mucho rato y... ¡Os juro que está arrepentido y que podemos fiarnos de él! Si lo escucháis, veréis que no es el mismo salvaje que se fue hace una semana. Si tú, Magdalena, me dejas, yo suplico en tu nombre y el mío que perdonemos a Manel.
Se hizo un silencio expectante, todos los ojos fijos en Marianna, que meditó unos minutos. Cuando habló, pareció que había tenido que luchar arduamente contra sí misma:
-Para el caso de que cuando vuelvan Tomèu y Marc sus informes nos convenzan de que la traición no llegó a consumarse, propongo que sometamos a prueba a Manel. De momento, hay que dejarlo amarrado donde estaba anoche, y se le soltará cuando regresen esos dos sanos y salvos. En tal caso, permanecerá acompañado a todas horas, bajo vigilancia. Nadie le obsequiará ni lo distinguirá con favores, ni se le permitirá ultrapasar la peña vigía. Nadie hablará con él si no es en presencia de su par, que será, si lo aprobáis, el mismo Felip. Que levanten la mano quienes no estén de acuerdo.
Sólo se alzó a medias la de Bartoloméu, que al comprobar que era el único, la bajó en seguida con expresión de azoramiento.
-Pues queda sentenciado –dictaminó Mariana-. Manel puede permanecer en el Forat, pero no volverá a ser uno de los nuestros hasta que no demuestre que lo merece.
-Si no te importa, Marianna –dijo Manel, sin mirarla a la cara, con los ojos humildemente bajos-, te recuerdo que no habéis desliado lo que traje ayer. Por lo menos, descargar al caballo de su peso, que ya son muchas horas...
-De acuerdo –concedió Marianna-. Andrèu y Quicó, descargad el bulto, pero antes atravesadlo con el machete, por si acaso, y no lo desliéis, que ya habrá tiempo más tarde. Ahora, propongo que escuchemos a Miquèu y al mossen.
Laurenç estuvo a punto de protestar de nuevo por el tratamiento, pero Marianna lo detuvo con los ojos y continuó:
-Como sabéis, este par fue ayer a explorar la cascada de Pish y según vemos –señaló el rollo de pergaminos-, tuvieron fortuna. Pero he sabido que partieron mucho antes del alba, y yo misma vi que volvieron a la segunda hora de la noche. Es demasiado tiempo, y por ello necesitamos una explicación que nos convenza. Habla tú primero, Miquèu.
El aludido sufrió un sobresalto.
-¿Qué quieres que te diga, Marianna?
-Detallar lo que tú y Laurenç hicisteis a lo largo del día y desde tan temprano. Cuenta todos vuestros pasos punto por punto y sin olvidar nada.
Miquèu carraspeó.
-El mo... Laurenç me despertó casi a media noche, diciéndome que teníamos que hacer más cosas que ir al Pish. Y yo, como él es quien es, pues me fié, qué queréis que diga.
La manera de expresarse Miquèu consiguió que todos se pusieran en guardia. Notándolo, Laurenç quiso intervenir, pero Marianna volvió a detenerlo con la mirada. Miquèu continuó:
-Pero tuve miedo cuando me explicó lo que pensaba, porque me daba que nos iría mal. Nos apresuramos por el camino tanto como nos permitió la oscuridad, y llegamos a las cercanías de Casau cuando comenzaba a despuntar el alba. Os extrañará que fuésemos a Casau, tan lejos, cuando donde teníamos que ir era a la cascada de Pish, que está mucho más cerca. Y es que el mossen pretende hacer algo que es una locura, pero a él le da que es la única salida que tenemos. Amarramos los caballos en un bosquete y fuimos caminando, casi agachados, hasta el fuerte de la Sainte Croix.
Hubo una exclamación general. Marianna apretó los labios con mirada evasiva y a Bartolomèu se le ensombreció el rostro. Jàn y Ferran, que todavía no se habían recuperado del todo de sus heridas, sonrieron complacidos, como si vieran llegar algo que ansiaran con pasión. Del resto de los hombres, las expresiones eran de perplejidad. Las mujeres, en cambio, tenían esperanza en las miradas.
-¿Os habéis vuelto loco? –reprochó más que preguntó Bartolomèu.
-Si examinamos las condiciones presentes–atajó Laurenç-, no es ninguna locura. ¿Quieres que sigamos defendiéndonos de lo que se avecina sólo con piedras y flechas que apenas sirven? Debemos asaltar el polvorín de Napoleón para tener con que defendernos en igualdad de condiciones. Necesitamos idear triquiñuelas, pero el fuerte de la Sainte Croix puede ser asaltado, porque no estamos hablando de la Bastilla ni del Escorial. Se trata de un fortín modesto, pensado para amedrentar a campesinos con pocas ambiciones. Por estar colgado de la ladera, que como sabéis es casi vertical, sólo tienen verdadera vigilancia en la garita que mira el camino que sube de Vielha; apenas si guardan sus espaldas, porque como ellos no se atreverían a descolgarse por ese bosque tan escarpado, creerán que los demás tampoco nos atrevemos. Pero nosotros somos araneses, ¿no? Yo no mucho, pero casi todos vosotros estáis acostumbrados a moveros por las montañas compitiendo con los rebecos y las cabras. Además, el fuerte está lleno de hombres acobardados a quienes han mandado replegarse, enclaustrados y enroscados sobre sí mismos como caracoles, y nosotros contamos si no con la ayuda, al menos con la comprensión de todos los habitantes de Aran.
-Te olvidas de los cruzados de Dominecci –advirtió Marianna.
-También ellos podrían ser neutralizados si además ideásemos una o varias estratagemas para alejarlos de Vielha –afirmó Laurenç.
-Antes de seguir con esto –interrumpió Marianna-, y antes de que a nadie se le desmande la imaginación con desatinos, debemos votar si la posibilidad, muy remota y pendiente de averiguaciones, de asaltar el fuerte de la Sainte Croix cuenta con el apoyo de la mayoría.
Bartolomèu repartió un guijarro negro y otro blanco a cada uno y pidió que votasen. Una vez realizado el recuento, casi todos los guijarros eran blancos; sólo había dos votos en contra.
Marianna se ensimismó. Era imposible adivinar si rechazaba o aprobaba la idea, porque sus profundas cavilaciones no se empleaban en cálculos de materia sino en inventario de voluntades. Según demostraba su historia, los araneses eran más acomodaticios que rebeldes. Si fuesen pájaros, volarían siempre a favor del viento. ¿Serían capaces de reunir la dosis indispensable de rabia y arrojo como para llevar adelante un proyecto tan peligroso e incierto como el de Laurenç? Intentando sacudirse la cuestión hasta que pudiese abordarla con mejor ánimo, preguntó:
-¿Y qué hay de la cascada de Pish? ¿Cómo hallasteis estos manuscritos?
Laurenç sonrió triunfal, como quien se prepara para la gloria.
-“Quan serey morto, reboun me oun terra sacrosanta. Nautos bé soun nautos, mes s’abaissaran” –recitó el antiguo mossen mirando a Marianna a los ojos-. Dijiste que significa “cuando me muera, enterradme en tierra sacrosanta. Altos, están muy altos, pero ya bajarán”. Todo mi razonamiento os parecerá una especie de fábula de magos y duendes, pero os recomiendo que no olvidéis la realidad que cuenta: los manuscristos están ahí, sobre la tabla, como podéis ver, y Miquèu puede confirmar cuanto voy a contaros, que lo entenderán mejor aquellos de vosotros que tengan imaginación y no sean como santo Tomás. Por los lugares donde aparecieron los demás manuscritos, todos suponíamos que “tierra sacrosanta” tendría que ser una iglesia o un cementerio consagrado. Desde que volví de Vilac con los pergaminos de los romeros, no he parado de cavilar acerca de esa clave, porque no me cuadraba con un pálpito que tuve en el camino, el cual atribuí en aquel momento al cansancio, que pudo engañarme con un espejismo. Con extraña unanimidad, todos llegamos a columbrar que lo que está muy alto y tiene que bajar sería el agua, todas las aguas de Aran manan altas y bajan sin parar Garona adelante, hasta el océano. Es una realidad demasiado patente y muy presente en todos los rincones del valle. Pero el día que regresaba de Vilac por el Varrados a mí se me había quedado impresa en la memoria una sombra, a la izquierda de la cascada, llena de sugerencias. Como volvía solo y no sabía si deseaba sinceramente llegar aquí de nuevo, me entretuve mucho rato dejando volar la imaginación, pues cuanto más miraba la sombra más me sugestionaba. Ayer, cuando bajamos Miquèu y yo, era demasiado temprano y como estaba muy oscuro no pude ni presentir esa sombra por más que traté de volver a verla. Por suerte, cuando veníamos de vuelta después de espiar el fuerte estaba allí de nuevo, más clara aún que la primera vez que la vi. También Miquèu vio el mismo fantasma que yo veía –buscó con los ojos el asentimiento del aludido, que aprobó con una inclinación de cabeza-, un guerrero medieval en guardia junto a la estela del agua, con su yelmo y su armadura y con el brazo izquierdo flexionado como si sostuviera un arma y un escudo. Visto de la cintura para arriba, como un gigante celta, da la impresión de que ocultase a medias la cabeza entre la fronda que crece arriba, casi escondido, acechante, en guardia, pero a pesar de todo visible. Si vais allí cuando el sol alcanza el mediodía, no tendréis que forzaros mucho para descubrirlo. Habiendo sospechado que la clave se refería a personas cuando aseguraba que “ya bajarán”, busqué alguna senda que condujese hacia la parte alta de la cascada y, por lo tanto, del supuesto guerrero de piedra. Fue Miquèu quien encontró la trocha, una vereda en la roca que más parece una escalera. Subimos por ella y pronto nos dimos cuenta de lo que tenía que haber parecido sacrosanto hace seiscientos años; en el canto de la piedra que semeja un escudo, parecía que hubieran grabado tres cruces de brazos iguales, como los bajorrelieves del cuño negro que hay dentro de ese rollo de pergaminos. Pero en realidad no eran cruces que nadie hubiera grabado; se trataba de un efecto óptico, que dejamos de observar algo más tarde, cuando el sol varió un poco su posición. Entonces, me pregunté si lo que había que esperar que bajase de lo más alto no sería el Sol en lugar del agua. Así que le propuse a Miquéu que aguardásemos allí el anochecer, cuando lo que llega más alto de cuanto vemos, el Sol, bajase al punto de desaparecer. ¡Y ocurrió! Cuando las sombras estaban a punto de caer sobre la cascada, justo en la parte más baja del mayor de los dos saltos, fue apareciendo en el claroscuro, abajo, junto a la poza, el mismo fantasma pero sólo la cabeza, con los ojos cerrados y como si estuviese dormido... o muerto. Le pedí a Miquèu que nos apresurásemos antes de quedarnos sin luz, y escalamos con grandes dificultades hasta el punto donde el guerrero que estuviera alto había bajado. Visto de cerca, donde a nadie se le ocurre llegar, no fue difícil descubrir que había un trazo cuadrado demasiado regular para ser obra de la naturaleza o fruto de la casualidad. Bastó que ambos hiciéramos palanca con nuestros cuchillos en las rendijas para que se desprendiera una losa muy gruesa, tras la cual han permanecido ocultos seiscientos años esos manuscritos que veis sobre la tabla.
Todos tenían expresión de asombro. Marianna acariciaba con la yema de los dedos el rollo de pergaminos, deseándolo pero sin decidirse a desliarlos.
-¿No quieres leerlos? –le preguntó Bartolomèu al oído.
-Son muchos. Prefiero repasarlos luego. Ahora es mejor concluir de una vez la asamblea, porque tenemos demasiado que hacer y mucho que reflexionar. ¿Qué nos queda por tratar?
-¿Ver lo que trajo Manel? –apuntó Bartolomèu.
Marianna asintió.




Cuando descubrieron el contenido del voluminoso envoltorio que había viajado en el caballo conducido por Manel, todos parecieron olvidar las penas, las dificultades y cuanto tenían la necesidad de resolver sin demora. Tres cascos con sus plumas, tres trajes azules de cruzados, tres mosquetes, tres espadas y tres lancetas formaban un botín demasiado valioso que a todos les hizo volar la imaginación y creer en mundos ilimitados de posibilidades. Laurenç contempló con entusiasmo y muestras de asentimiento, lo mismo que Miquèu y Bartolomèu, el amontonamiento coronado por los tres cascos rematados con airones de plumas blancas.
Como si rehusara conceder importancia al regalo de Manel, Marianna se puso a leer los pergaminos con mucha concentración junto a la bocamina y así permaneció muchas horas, mirando a cada instante hacia los riscos que había que atravesar para alcanzar el Varrados y también hacia la piedra vigía. Pasaba el tiempo desesperantemente lento sin que volvieran Marc ni Matèu. Cuando ya se acercaba el atardecer, Laurenç decidió interrumpirla.
-¿No te ha alegrado el regalo de Manel?
-Sí y no -respondió Marianna esquivando los ojos del mossen, actitud a la que él no encontraba explicación-. Sí me alegra, porque es un botín valiosísimo que pudiera ser un buen recurso; pero me apena, porque tal recurso pondrá en peligro a algunos de nosotros, según os proponéis, ¿no es así?
-No soy mossen, Marianna, deja el tratamiento. ¿Crees descabellado el asalto de la Sainte Croix?
-Lo que yo opine no cuenta demasiado, ¿no os parece, mossen?, puesto que todos han aprobado la idea.
-No me llames mossen, Marianna. Parece que te regodeas con hacerlo sabiendo que me incomoda. Estoy seguro de que sigues llamándome así para marcar distancias.
-No imaginaba que vos tuvieseis tanta perspicacia.
-Está bien, búrlate y llámame como prefieras y, si te complace, háblame como si fuera tu padre, pero es indispensable que creas en el proyecto, porque si no, de sobra deberías saber que no habrá posibilidad de llevarlo adelante.
-Es que temo que hacerlo pudiera ser como abrir la caja de Pandora. ¿Y si el asalto saliera mal y todo lo que conseguimos es redoblar las iras de los franceses?
-No es propia de tu arrojo esa idea tan pesimista, Marianna. Sabes muy bien que si a lo largo de la historia los hombres se hubieran dejado amilanar por la premonición de la peor de las alternativas, nunca habrían realizado hazañas. Ni Alejandro habría conquistado Asia ni César la Bretaña, ni Colón América. Lo de la Sainte Croix presenta a primera vista demasiados puntos en contra, pero te recuerdo que los franceses disponen en Aran de muy pocos puntos a favor. Si los sumamos y restamos, a lo mejor nuestra cuenta es más favorable que la de ellos. Y además, el regalo que nos ha traido Manel representa miles de puntos para nosotros; es un don llovido del cielo, Marianna, porque esos trajes y esas armas van a convertirse en nuestro caballo de Troya.
-Tened en cuenta que a lo mejor quienes tenemos un caballo de Troya somos nosotros, con Manel ahí dentro, aunque esté amarrado. Marc y Tomèu tardan más de la cuenta.
-Pero tampoco tenemos noticias inquietantes de los extraños que venían, ¿no?
Marianna asintió. Había leído una parte del relato del pergamino, donde un abad al servicio del Papa insultaba gravemente a las mujeres, durante una asamblea celebrada en Tolosa ante el conde Raimundo. Si Laurenç había llegado al convencimiento de que el asalto tenía posibilidades de salir bien, no iba a ser ella la que se acobardara. Todo lo contrario. Maquinaría modos de facilitar el proyecto de y procedimientos con los que complementar astutamente la estrategia, para que no cupiera ninguna duda de que el asalto resultara un éxito memorable.
Tomèu y Marc volvieron cerca de la medianoche por el repecho que conducía al Varrados. Aunque todos se habían acostado ya, pocos dormían y Marianna continuaba obstinadamente apostada junto a la bocamina, esperándolos:
-Lo hemos conseguido –anunció Marc, muy orgulloso-. Esta mañana, hicimos lo que nos mandaste, y sin ser heridos ni matar a ninguno, logramos que nos persiguieran valle abajo, hacia el Garona. Eran cruzados, tal como sospechábamos, e iban con todos sus arreos. Los despistamos cerca de Unha, pero nos pareció que sería bueno rematar el trabajo. Corrimos a través del bosque en paralelo con el Garona y los volvimos a poner pies en fuga por Casarilh. Desde allí, y aunque fue trabajoso evitar pasar por Vielha, no nos ha resultado difícil seguir hasta Arros a fin de volver por el Varrados. Lo malo es…
-¿Qué? –preguntó Marianna, poniéndose de pie impulsada involuntariamente por la alarma.
-Que he matado a uno –respondió Tomèu-. No lo prentendía, le estaba apuntando al brazo, pero en ese momento su caballo se movió y le di al cruzado de lleno en el corazón. ¿Tú crees que se multiplicarán los incendios de granjas por esa causa?
















Capítulo XV
PIEDRAS Y AGUA
Cuarta semana de Julio de 1811

El regreso de Tomèu y Marc con la noticia de que otro cruzado había muerto causó un ligero alboroto y ya, durante la mayor parte de la noche, abundaron los corrillos tanto dentro como en el exterior de la mina. La desaparición de cuatro de los despiadados hombres de Guzmán Domenicci en un par de días, modificaba sus cálculos y conjeturas. Fueron mayoría los que se desvelaron y se escuchaban por todo el Forat de l’Embut opiniones encontradas. Circularon unas pocas expresiones de temor por el nuevo peligro que podían verse obligados a afrontar, pero muchas más exclamaciones de entusiasmo por la convicción creciente de que la revancha era posible.
La muerte de otro cruzado sólo añadió preocupación a la que ya pesaba en el ánimo de Marianna. Los demás eran demasiado felices anticipando que con el asalto al fuerte de la Sainte Croix podrían resacirse por las granjas que los franceses habían quemado, por los azotes y torturas, por los animales que a todos ellos les habían robado y por los parientes que algunos habían perdido. El dolor no era posible aliviarlo, pero podía ser vengado. La idea de enfrentarse a los soldados de Napoleón en su propio terreno resultaba tan desorbitada, que haber tomado la decisión de llevarla a cabo les inspiraba, sobre todo, excitación e impaciencia.
Las mujeres notaron que Marianna se negaba a depositar toda la responsabilidad en manos de los hombres, pero procurando que ellos no se dieran cuenta, y por tal razón no lo comentaban ni siquiera entre sí. Intuían que ella no quería que el éxito o el fracaso del asalto fuese atribuido completamente a Laurenç, como si existiera una pugna soterrada entre ellos y, al mismo tiempo, el deseo de evitar que se sumaran más pérdidas a las muchas que él había experimentado en los últimos meses. Desde la prebenda de una parroquia vitalicia hasta el título de mossen, lo había perdido todo, y se daba el caso de que, últimamente, en muchos momentos ni siquiera caían en la cuenta de su antigua condición sacerdotal, porque le había crecido el pelo de la coronilla ocultando del todo la tonsura.
Ninguna se extrañó cuando fueron convocadas por la mañana para una reunión de mujeres solas, de la que sólo fue exonerada Teresa, dedicada noche y día al cuidado de su niño.
Para que no hubiera dudas de que lo que hablaran no iba a ser espiado por ningún hombre, Marianna eligió el punto de reunión más visible, el centro de la pequeña meseta desde donde se accedía a la bocamina. Como el corro de las ocho mujeres, formando un círculo, podía vigilar en todas las direcciones para que los hombres no se acercaran a menos de diez varas tal como Marianna había exigido, no era necesario establecer vigilancia ni que ninguna de las ocho dejara de oír una sola de las palabras que iban a pronunciarse. Que fueron muchas. Discutieron poco, puesto que todas aceptaban las opiniones de Marianna como incuestionables, pero preguntaron muchísimo.
En cuanto acabó la reunión, siete casadas exigieron a sus esposos realizar una excursión al valle, sin más explicaciones. Hicieron los preparativos y a media tarde fueron saliendo por parejas con el propósito de llegar a sus destinos de noche y, cuando se aprontaba la última, la formada por Bartolomèu y su mujer, Marianna halló que los nervios iban a poder con ella. Siempre había organizado expediciones con pares que, salvo excepciones puntuales, no eran parientes entre sí para no correr el riesgo de que fuese doble el dolor de ninguna familia si eran apresados, y ahora había tenido que consentirlo con todos los pares.
Los siete matrimonios tendrían que exponerse a peligros mayores de lo habitual para conseguir cuanto iban a necesitar y hacer las visitas indicadas, y en las circunstancias presentes la muerte o el apresamiento de una de las parejas significaría, además de un nuevo dolor, un jarro de agua helada sobre las renovadas esperanzas. Buscó el monedero que le había quitado al francés que mató el día que comenzó su vida de fugitiva; conservaba las cinco monedas de oro y la cédula, una recomendación personal firmada por un tal general Woïllemont. Le dio las monedas a Bartolomèu para las compras, y le pidió que le trajese de Vielha papel y recado de escribir. Probaría a ver si era capaz de falsificar una cédula francesa.
Cuando perdió de vista el último caballo, distribuyó las labores que habrían de realizar al día siguiente quienes quedaban en el Forat y asignó tareas nuevas, algunas insólitas y sorprendentes, ante las que hubo algún conato de protesta que ella abortó con una de sus miradas de hierro.
Más por serenarse, y aguantar con calma la larga noche de espera, que por proseguir las averiguaciones sobre el tesoro de los cátaros, se sentó en la piedra de costumbre y extendió los pergaminos.
Eran múltiples las formas de expresarse y se notaba que habían sido redactados en épocas diferentes. Según conseguía deducir, y si estaba interpretando correctamente los textos caligrafiados por varias manos, estos escritos no habían sido escondidos como resultado de una atrocidad sufrida por los cátaros, lo que había sido el móvil de todos los ya descubiertos. Más parecía que el ocultarlos en esta ocasión se debiera a la cautela ante un peligro presentido, como quien pone a salvo un archivo patrimonial sumamente importante al sospechar que se avecina una batalla en la que podría perderse.
Narraba el primer pergamino una escena que le gustaría que el mossen estuviese leyendo con ella, para que aprendiera. Una tal Blanche de Laurac redactaba la crónica de una reunión mantenida entre católicos y cátaros, en circunstancias que no incluían todavía matanzas ni torturas.

“Yo, Blanche de Laurac, señora de Roquefort, doy fe de que nosotros, los puros, no aspiramos a nada que no sea la Verdad. Los enviados de Roma, esa Babilonia madre de la fornicación y la abominación, nos retaron a los revestidos para un debate donde ellos esperaban demostrar nuestro error y confirmar su supuesta verdad superior. El debate se prolongó varios días bajo un sol inclemente, y nuestras voces suplantaron en patios de armas, claustros e iglesias los cantos de los trovadores y la música de los laúdes. Nominadas las personas que debatirían en cada lugar, fueron abiertas las puertas de las ciudades y de todos los rincones del Languedoc llegaron laicos y jayanes a escucharnos y determinar con sus asentimientos quiénes éramos bendecidos por la Luz y quiénes se habían aliado con las penumbras del Mal.
Contra la prohibición oscurantista de la Babilonia romana, nosotros, los puros, leemos habitualmente el Nuevo Testamento en nuestra propia lengua, y de ahí extraemos para aplicarlo a nuestras vidas el ejemplo de la sencillez y la abnegación, porque a nuestro entender la única fe verdadera es la que emana de la santidad sencilla y sin boato de los apóstoles de Nuestro Señor. La Babilonia fornicadora de los romanos pretende usurpar, apoderarse y corromper un mensaje honrado, lo que es prueba de que ellos están bajo el poder del Maligno. Por ello, prohiben a la gente común leer los Evangelios en la lengua en que pueden entenderlos, para que el pueblo no les acuse de ladrones, avaros y adoradores de becerros de oro. Son esos eclesiásticos oscurantistas, los que escamotean al pueblo el conocimiento directo y personal de la Verdad, quienes ahora nos desafían a contrastar nuestros respectivos entendimientos de la Revelación.
Ellos dicen ser responsables y guardianes de la cultura europea. Pero nosotros afirmamos que la cultura europea ha asimilado en buena medida el mensaje de Jesús a pesar de ellos, a pesar de la orgía de oro, cicuta y sangre de la Babilonia romana.
El tirano de esa Babilonia dice ser el vicario personal de Jesús, y nosotros consideramos su afirmación una blasfemia. Creer que Jesús bendice y aprueba que el tirano de Roma permita, consienta y aliente tantas matanzas y traiciones, tantas profanaciones y violaciones, tanto sufrimiento, tanta sangre derramada en la conquista de los bienes terrenales es en nuestra opinión la peor de las perversidades. Jesús es la Luz y la Verdad y lo único que el tirano de Roma representa es la oscuridad cenagosa del Mal.
Creemos en la Verdad revelada. Dios no puede amparar el Mal, que no es su obra, sino la del Maligno. Nos ampara la Luz que hemos de alcanzar, y por tal razón hemos dejado de escondernos y disimular. Ya nadie esconde su fe en el Languedoc. De Tolosa a Carcasona, de Montsegur a Beziers, todos hemos desdeñado las simulaciones para reconocer públicamente nuestra fe; así, tanto mi esposo, el señor de Roquefort, como el conde de Tolosa, el vizconde de Trencavel, el conde de Foix y hasta el rey de Aragón hemos desnudado nuestros corazones para abrazar la fe verdadera y no corrompida de Jesús.
Por ello, porque temen la multiplicación de los puros, la pérdida de su poder de extorsión oscurantista en los palacios y la extensión a toda Europa de la verdad sencilla, luminosa y pura de Jesús, nos retan ahora los esbirros de la Babilonia romana.
Nos desafían a medir la virtud de nuestras creencias, como si ellos conservaran alguna virtud. Nos retan a contrastar la grandeza de nuestra Verdad, como si la suya alcanzara el tamaño, siquiera, de una moneda del oro que tanto adoran. Nos desafían en pública exhibición de nuestro testimonio, como si el suyo fuese algo más que ambición desmedida de los bienes terrenales.
Hace muchos años, varias generaciones ya, que todos los puros vivimos de acuerdo con los hechos de los apóstoles. Nadie entre nosotros podría ser acusado de haber envidiado jamás las posesiones de otro. Nadie entre nosotros podría ser acusado de ostentación de bienes. Nadie entre nosotros vive de modo que no observe a cada paso y en cada hora los mandatos de Jesús.
En el debate celebrado esta mañana ante un público más numeroso que nunca, me alcé para proclamar esas verdades que nadie puede negar. Un insolente y perverso eclesiástico, de quien he sabido que oculta hijos bastardos de distintas meretrices en siete parroquias romanas, se levantó iracundo, indignado porque una mujer osara debatir con él. Con voz de hiena y baba de hiel, me dijo: “Volved a vuestra rueca, señora, que son las labores del hogar vuestro mandato cristiano y vuestra obligación. Vuestro lugar no está en una reunión profunda e inteligente como ésta”.

Marianna sonrió con menos amargura que ironía. Le apasionaba la personalidad de esa tal Blanche de Laurac y deseaba continuar leyendo, pero apenas quedaba luz y admitió por fin que estaba cansada y necesitaba acostarse. Ella no se dio cuenta, pero sí Teresa, a quien su hijo despertaba puntualmente cada dos horas para tomar el pecho: el sueño de Marianna fue muy agitado toda la noche, como si soñase con calamidades.
En cuanto aclaró el día, anticipando la luz del sol los destellos de los picos nevados, Marianna volvió a sentarse en su piedra para tratar de abstraerse con la lectura del relato de la señora de Roquefort. De acuerdo con lo acordado, los siete matrimonios tenían que empezar a regresar sin tardar mucho, par a par y procedentes de toda la longitud del valle.
Jàn, Ricar y Miquèu desayunaron de prisa y se pusieron a restaurar y acondicionar la ropa de los cruzados. Laurenç, Francesc, Marc, Jusep y Ton encendieron una hoguera grande sobre la que situaron las piedras más planas que hallaron en los alrededores, y a continuación fueron al bosque, a recolectar varas para elaborar nuevos arcos y aumentar las reservas de flechas.
Marianna buscó con la mirada a Felip, a quien había encomendado la tarde anterior, para esa mañana, la tarea de reparar y adornar la tartana de la parroquia de Tredòs, donde ella había trasladado a un Laurenç casi moribundo. El muchacho parecía remolonear en su lecho, pero como si fuese un pájaro que cantara al amanecer, dentro de la cueva comenzó a sonar su voz, tal como solía hacer todo el día. Ahora entonaba un canto muy alegre, supuso Marianna que para distraer al hijo de Jàn y Teresa y consolar el ostracismo en que la totalidad del grupo había exiliado a Manel. La música del muchacho había llegado a ser tan cotidiana, que en el momento que calló pareció que el aire se hubiera detenido. Mariana notó de reojo que se le acercaba y se ponía casi en cuclillas para decirle muy bajo.
-Discúlpame, Marianna. Yo soy muy burro y no voy a saber reformar la tartana solo; eso es demasiado difícil para mí. ¿No podría ayudarme Manel?
Alzó la mirada de los manuscritos para observar la cara de Felip. Habiendo sido uno de los que peor había encajado la agresión que ella sufriera por la pasión de Manel, ahora resultaba paradójico que se hubiera convertido en su principal valedor. Manel permanecía bajo sospecha, sometido a vigilancia por los guerrilleros, convencidos de que en el momento más imprevisto podía volver a tener uno de sus peligrosos arranques. Recelaban de la aparación de ese estallido en las circunstancias más inconvenientes, pero en los ojos inocentes de Felip sólo había ternura.
-Antes de que empieces el arreglo de la tartana, quiero hacerte una proposición.
Radiante por el convencimiento de que la frase, por sí misma, indicaba un grado especial de intimidad, Felip sonrió a los ojos de Marianna y asintió. Ella le indicó que se acercase más y le habló largamente al oído, atenta a que nadie sospechase lo que le decía. En los primeros momentos, Felip compuso expresiones muy sombrías y mohínes parecidos a un puchero infantil; pero Marianna insistió en la propuesta y se extendió muy prolijamente en los argumentos. Él alternaba risitas nerviosas con conatos de llanto, pero ella permanecía seria, muy concentrada para encontrar argumentos convincentes que vencieran la resistencia contra los convencionalismos y las inseguridades adolescentes. Poco a poco, el joven trovador fue aflojando sus negativas y apeándose del rechazo inicial.
Cuando le pareció que estaba a punto de aceptar, Marianna le echó el brazo por los hombros, lo atrajo aún más cerca, le dio un beso en la mejilla y continuó hablándole un par de minutos más. Por último, con la cara encendida de rubor, Felip pronunció un sonoro “sí”.
-Pero no se lo digas a nadie –le advirtió Marianna-. Sólo pueden enterarse en el último momento, cuando les daremos la sorpresa. ¿De acuerdo?
-Sí, Marianna. Ahora, ¿puedo decirle a Manel que venga conmigo a preparar la tartana?
-¿Me prometes que no vas a perderlo de vista?
-Te lo prometo.
-Pues adelante. Pero no le consientas ni una sombra de cosas extrañas.
Sin esperar más, Felip volvió al interior de la cueva y resurgió al instante, acompañado de Manel, que con semblante muy serio y pálido saludó a Marianna sólo con una inclinación de cabeza. Renqueaba un poco, pero parecía casi restablecido. Con algo de ironía, Marianna se preguntó si el modo forzado de cerrar la boca con un rictus de seriedad se debería a su nueva timidez o a la vergüenza de exhibir las melladuras que le habían causado en Vielha. Él y Felip se dirigieron al recoveco donde la tartana había permanecido dos meses; engancharon uno de los caballos, un fuerte percherón aranés, y la llevaron junto al lago, en un punto donde Marianna los perdió de vista. Volvió a bajar los ojos al manuscrito.

Además del relato del encuentro donde fuera insultada, Blanche de Laurac no había escrito más que unas anotaciones al margen de listas muy extensas de nombres de mujer. Se trataba de varios grupos escolares, organizados por distintas perfectas revestidas para la formación de aspirantes femeninas. Junto a cada nombre había anotaciones, algunas de ellas con la misma letra picuda que caracterizaba los textos de Blanche, de lo que dedujo Marianna que debió de tratarse de una mujer influyente entre los cátaros. Una de las anotaciones señaba un nombre y decía “Quiere imitar a los hombres y salir con otra perfecta a los campos, a dar testimonio; mas el principal testimonio que debemos dar las puras y perfectas puede ofrecerse en el ámbito doméstico”.
Otro documento que llamó la atención de Marianna era un informe redactado por una perfecta llamada Anna de Castres, precedido de lo que parecía una declaración de principios.
“El Dios que los puros reconocemos es Luz y gobierna en el mundo invisible y espiritual. Dios, tal como los puros lo reconocemos, no tiene interés alguno en lo material, no le preocupa con quién se practica el sexo, hombre o mujer, esposo o juglar, y no ha establecido jamás, por consiguiente, ningún sacramento llamado “matrimonio”. El sexo, como toda la materia, vive en las sombras creadas por el Maligno, igual que estos cuerpos desventurados obligados a penar hasta que la muerte los conduzca a la Luz. Corresponde a cada individuo, mujer u hombre, la decisión de renunciar a lo material y abrazar la abnegación y la generosidad como modo de vida, abnegación y generosidad que abarca a todas las posesiones materiales incluido el propio cuerpo, cuya existencia es efímera. Ningún órgano de ese cuerpo es nada más que materia, por lo que debe ser compartido, ofrecido, gozado y sufrido en comunidad. En el único lugar del cuerpo mortal donde la Luz divina confluye tratando de penetrar las sombras es el corazón. En el corazon espiritual, no en el material, se encuentran el Bien y el Mal en lucha permanente. A través del corazón podemos los hombres y mujeres sentir el destello angelical de cuando nuestros espíritus nacieron en el bien, antes de la perversión de la materia, y es en él donde esperamos la liberación de la carne mortal, para el viaje último y definitivo hacia la Luz.
Marianna tragó saliva, porque el texto podría haber sido redactado por uno de los refugiados del Forat de l’Embut, transformado en un religioso medieval capaz de volar a través del tiempo… si supiera escribir; el mismo entendimiento de la carne y el sexo libre de pecado, la misma veneración por lo que de veras importaba, los sentimientos.
Dio una ojeada alrededor. Iban pasando las horas y los siete pares no llegaban. Trató de aliviar su nerviosismo y sonrió mientras revivía en su mente lo que había ido ocurriendo desde el “rapto de las sabinas”. Los primeros dos días tras la llegada de las mujeres, y a pesar de la ansiedad con que se reencontraron las parejas, todos fueron tan discretos como se lo permitían la estrechez y el hacinamiento de la cueva. Pero a partir del tercero, ninguno se recataba lo más mínimo ni contenía la voz cuando el delirio, el júbilo y el placer le impulsaban a gritar.
No sabía de ninguno, hombre o mujer, que se hubiera “compartido” con los demás, pero el hecho en sí no era relevante. Habían vencido el más perverso de los convencionalismos sociales, la hipocresía, retornando a la pureza de los Primeros Padres antes de morder el fruto prohibido; ni en el interior de la mina ni fuera quedaban rastros de fariseismo social; ninguno fingía ni blasonaba del recato que imponía la sociedad como condición para la convivencia. Tras la leve y corta conmoción del primer momentol, nadie recriminaba ya con un gesto o una mirada aviesa el amor de Ricar y Miquèu.
Si salían con bien, si encontraban el tesoro cátaro y tenían futuro, estaba convencida de que no podrían separarse jamás. Ninguno traicionaría el grupo ni le daría de lado, porque no conseguiría encontrar en ningún lugar otra gente con la que pudiera sentirse en comunión tan perfecta.
El informe de Anna de Castres relataba unos hechos que, según se desprendía del texto, le habían sido confiados por alguien del “bando contrario”, aunque no se extendía en ello ni citaba nombre. Un católico, probablemente un eclesiástico, le hablaba de cartas firmadas por Inocencio III, varios años antes de ordenar las matanzas. En esas cartas, el Papa de Roma prometía al rey franco, Felipe, todo el Languedoc a cambio de que reclutase un gran ejército para arrasar el país de los cátaros. Felipe había rechazado el ofrecimiento en varias ocasiones, porque se encontraba en guerra casi permanente con Inglaterra pero, además, parecía que al rey de los francos le molestaba sobremanera recibir las arrogantes órdenes papales. Tras resumir el contenido de algunas de esas cartas, que parecía haber podido examinar personalmente, Anna escribía de su cosecha:
“Creo que los puros deberíamos recordar a todas horas que tenemos enemigos demasiado poderosos, que desean afanosa y tesoneramente nuestra desaparición. Aunque no forma parte de nuestras costumbres ni de nuestras creencias defender, anhelar ni proteger lo material, debemos estar alertas para que no arrasen nuestra fe.
Como resultado de la lectura de los resúmenes de esas cartas en su conjunto, Marianna comprendió que sin el exterminio ordenado años más tarde por Inocencio III, el mapa de Europa podía ser muy diferente. Sin apoderarse del Languedoc, que era un feudo amistoso y consentido del reino de Aragón, Francia nunca habría existido, porque los libérrimos tolosanos detestaban la férrea y despiadada manera que tenían los francos de gobernar e imponer su lengua y sus costumbres; el Languedoc compartía cultura, sentimientos y lengua con sus parientes del sur de los Pirineos y no creía tener nada en común con el pueblo surgido como una tormenta en la Isla de Francia. Marianna se convenció de que los cátaros habían sido exterminados por intereses políticos más que por cuestiones religiosas.

Iba a llegar el mediodía y ninguno de los siete matrimonios había regresado. Marianna sentía la espalda agarrotada por la tensión. Con que sólo uno de los pares fuese apresado por los cruzados, toda la trama se les vendría abajo, porque no era lo mismo para un hombre resistir la tortura solo que aguantar el dolor y la sangre viendo a su esposa mancillada, que era lo que murmuraban que los cruzados hacían en las granjas para forzar las confesiones. Si un matrimonio era apresado, tendrían que desechar el proyecto de asalto. Murmuró una oración, invocando la vuelta de las siete parejas sanas y salvas.
En torno al fuego, que para la elaboración de flechas había quedado reducido a un montón de rescoldos, el grupo formado por Ton, Francesc, Marc, Jusep y Laurenç trabajaba entre la algarabía continua de sus voces y risotadas.
-¡Joder, Francesc, no te rasques tanto los sobacos y trabaja, cojones!
Aunque estaba segura de que se trataba de su voz, Marianna tuvo que alzar la mirada para comprobar con perplejidad que era Laurenç quien había exclamado esa frase. Tanto como había reprochado a Manel y los demás su lenguaje, y ahora él se expresaba prácticamente igual. ¿Se trataba de un esfuerzo por situarse al nivel de los otros?
-Suficientes flechas tenemos –dijo Marc.
-Nunca serán suficientes, Marc –replicó Laurenç-. Esos hijos de puta tienen armas de fuego y nosotros, agallas nada más. Hay que juntar el armamento más abundante posible.
Desde que volviera de Vilac con el primer rollo de pergaminos de los dos que había descubierto por su cuenta, Mariana había comenzado a preguntarse si Laurenç estaba experimentando una metamorfosis. Podía haberse mostrado jactancioso por su tino, y más después de haber encontado el segundo escondrijo, y no lo hizo. Su antiguo aire de arrogancia y autoridad se había esfumado, y ya nunca usaba con los guerrilleros el tono de quien habla desde un púlpito.
Pero no era igual a ellos; su cultura era incomparablemente mayor y también lo era la elegancia de sus maneras habituales. Ahora, sin embargo, se complacía en imitar los gestos y expresiones de los demás.
-A ganarles vamos –afirmó Marc-, ¿verdad, mossen?
-Soy tu amigo, Marc. No soy un mossen. Soy un aranés como tú, orgulloso de serlo y dispuesto a seguir siéndolo. Como tenemos más huevos que ellos, a los franceses los vamos a joder a fondo.
Su lenguaje y su actitud resultaban tan sorprendentes, que la única explicación que se le ocurría a Marianna era que Laurenç necesitaba que todos creyeran en su amistad, porque de otro modo no le secundarían en el asalto a la Sainte Croix con el entusiasmo debido.
Poco a poco, se acercaron los ecos melodiosos de la voz de Felip. Como de costumbre, llegaba cantando a pleno pulmón a pesar de que era empinada la cuesta de subida desde el lago. Cuando él y Manel alcanzaron el llano halando del caballo que arrastraba la tartana, se produjo un murmullo de asombro. El modesto carruaje rural se había convertido en lo más parecido a un coche señorial en día de fiesta, un coche campesino de lujo muy pintoresco. El pobre toldo de paño había sido recubierto de pieles de rebeco, con orlas de pieles de lobo en el arco anterior y el trasero. Tanto los varales como las ruedas las habían pintado con brea. Más tarde, ese mismo día o el siguiente por la mañana, una vez que la brea hubiera secado del todo, completarían el exorno con las cintas de colores que Marianna había pedido a la esposa de Bartolomèu que trajese del valle.
Cuando notó que Manel iba a entrar en la mina para volver a su retiro lo llamó junto con Felip.
-Os felicito –dijo.
Felip sonrió con júbilo y las mejillas encendidas.
-¿Te gusta de verdad? –preguntó.
-Claro que sí. Tratándose de uno de los principales recursos del asalto, ¿tú crees que te felicitaría si el resultado no fuera bueno?
-¿Y a Manel?
-¿Qué quieres decir, Felip?
-¿A él no lo felicitas?
-He dicho para empezar que os felicito a los dos.
-Gracias –dijo Manel, muy bajo, con tono gutural.
Marianna mantuvo fijo los ojos en ambos durante una larga pausa. Estaba sopesando los pros y contras de una idea. Por fin, dijo:
-Felip, vete adentro a hablar con Magdalena, y mientras conversas, no dejes de pensar en lo que hemos acordado, para que te vayas fijando.
El muchacho comprendió que deseaba que la dejase a solas con Manel, y se retiró. Marianna observó el rostro de Manel; según iba bajando la inflamación de las múltiples contusiones, reaparecía un semblante donde se habían producido algunos cambios. No era un hombre feo a pesar de la pátina de animalidad que le envolvía; nunca lo había sido. Dos días antes, el entumecimiento de los pómulos y la quijada y la inflamación de la nariz reforzaban esa animalidad, pero ahora, cincelado el rostro por la fría brisa de la montaña y los destellos del sol, las facciones recuperaban sus volúmenes naturales. Aunque reconocerlo le iba a costar una reprimenda de su propia conciencia, Manel poseía cierto atractivo.
-¿Por qué lo hiciste, Manel?
-¿Huir y tratar de venderos?
Marianna asintió.
-He vivido casi toda mi vida en el monte y el bosque. No me siento seguro más que con mi rebaño; la gente me da miedo. Por eso…
-¿Qué?
Manel negó con la cabeza, mientras el rubor vencía a las escoriaciones en sus mejillas. Marianna comprendió a lo que se refería, porque era de conocimiento general en el refugio. Aunque le daba vergüenza reconocerlo, Manuel aludía a su nula experiencia con mujeres.
-No tienes por qué sentirte así, Manel. Eres un hombre que puede resultar atractivo y estoy segura de que encontrarás pronto una muchacha que te hará feliz.
Él volvió a negar con la cabeza, porque eso le parecía inalcanzable.
-No seas cabezón. Va a suceder, ya lo verás.
-Tú me rechazaste. Y sin embargo, consuelas al mossen y a Felip.
-Consolaba, Manel. Ahora, ni Laurenç ni Felip tienen mis favores. Y a ti no te rechacé, no en un sentido estricto. No eras el único que lo deseabas; fueron varios los que me pidieron el mismo consuelo. Pero ninguno trató de obligarme, ¿comprendes? Lo malo contigo fue el uso de la fuerza. Si me lo hubieras pedido de la manera debida, quién sabe si no te hubiera dicho que sí.
Manel sonrió como si despertase.
-¿Y me dirías que sí ahora?
-No, Manel. Ahora necesitamos todas las energías y todo el afán para los preparativos del asalto. Si tu petición se repitiera después, digamos dentro de un par de semanas, y si para entonces tenemos el convencimiento absoluto de que eres un hombre cabal que no va a traicionarnos ni en las peores circunstancias, podríamos conversar sobre ello… y discutir.
El diálogo fue interrumpido por los saludos alegres de Tomèu, que llegaba de vuelta del valle con su mujer a la grupa. Marianna sonrió a causa del júbilo por la llegada, pero también al comprobar en la expresión de Manel la aparición del efecto que había pretendido con su promesa.
Al par formado por Tomèu y su esposa fueron siguiendo todos los demás y antes del anochecer habían regresado las siete parejas. Marianna reunió a los catorce para revisar cuanto habían acarreado desde el valle, antes de recibir los informes, que esperaba con desconfianza.
Para los trajes y vestidos, fueron disponiendo tendederos donde colgarlos de entiba a entiba a lo largo de la mina. Las flechas y arcos elaborados durante el día se encontraban alineados a la entrada, como si se tratase de un arsenal. La tartana, cuyo nuevo aspecto elogiaron con calor los recién llegados, fue terminada de decorar con infinidad de cintas de colores anudadas a los radios de las ruedas, los varales y los aperos del caballo.
Por separado, Tomèu y Bartolomèu informaron a Marianna de las gestiones realizadas en Salardu y en Les. Salardu, cerca de la confluencia del Unhola con el Garona, era la última población grande antes de ascender hacia las alturas nevadas donde nacía el gran río; Les, en cambio, en el otro confín del valle, era la última antes de entrar en territorio francés. Constituían, por lo tanto, los dos extremos más destacados de las poblaciones que jalonaban en curso del río Garona.
Las respuestas que habían recibido Bartolomèu y Tomèu diferían un poco. Mientras que los contactos de Les iban a actuar con entusiasmo, los de Sarlardu habían mostrado resistencia, aduciendo el sufrimiento que ya habían soportado muchos vecinos. Ni Tomèu ni Bartolomèu habían hablado con la población en masa; se trataba de acuerdos alcanzados con las principales personalidades de los dos pueblos, la gente que podía movilizar a los demás. De cualquier modo, tanto de Les como de Salardu serían enviados a Vielha los recados al amanecer de dos días más tarde.



Una vez que todo parecía dispuesto, Marianna volvió a extender los manuscritos cátaros. A diferencia de los hallados con anterioridad, la heterogeneidad de los documentos le estaba dificultando identificar la que pudiera ser la clave siguiente. Suponía que no podía haber más que otro escondite, el definitivo, porque todo lo que tenía ahora en las manos parecía un legado doctrinal, complementario del legado esencial que aún tenía que encontrar.
De hecho, el conjunto más numeroso formaba una unidad titulada “El libro de los dos principios”. Trató de leerlo superficialmente, pero se trataba de un texto demasiado hermético para su imaginación, que vagaba en aquellos instantes por varios focos de atención: por un lado, los pergaminos mismos; por otro, los comentarios y bromas de quienes daban con mucho entusiasmo los últimos toques a los preparativos del asalto; y por último, la tensión que le causaba la incertidumbre sobre lo que podían esperar tras algo tan descabellado y tan desesperado como asaltar el principal centro del poder napoleónico en Aran.
Le llamó la atención uno de los pergaminos por dos razones: tenía una anotación al pie que era claramente distinta del resto. Esa anotación había sido escrita por otra mano y con tinta de otro color. Mientras que la mayor parte de la escritura estaba bastante borrosa, la frase del pie era muy clara. A todo ello se añadía el hecho de que fuese el pergamino de aspecto más viejo y ajado.
Consiguió entender el relato tras grandes esfuerzos, intuyendo su importancia. Quien hubiera ordenado esconder los documentos, concedía enorme trascendencia a lo que narraba ese pergamino, como preámbulo y origen de todo lo sucedido posteriormente a los fieles cátaros. Según el cronista, Inocencio III acababa de ser elegido Papa y una de sus primeras iniciativas había consistido en nombrar a dos inquisidores episcopales para el Languedoc. Eran dos cistercienses llamados Gui y Reynier, pero el redactor del texto los denominaba “embajadores del emperador del lupanar romano”. Reseñaba el cronista que el Languedoc había sido desde el origen del tiempo tierra amable y acogedora, donde todos los ensayos doctrinales de aplicar el cristianismo a la vida cotidiana habían tenido oportunidades, siendo bien acogidos intentos como el arrianismo. El ingenio, la sensualidad y el carácter del pueblo occitano no podía mostrarse dócil ni pasivo ante una iglesia que tratara de imponerle un dogma rígido que no permitía ni la duda ni el análisis. Por este carácter, el dualismo bogomilo había sido recibido con gran entusiasmo en el país desde que unos treinta años antes de ser escrita la crónica, celebrase en el Languedoc un concilio un obispo búlgaro llamado Nikita. La fe que predicaba liberaba a los occitanos de su principal reserva ante la imagen que Roma predicaba de su Dios; el dualismo bogomilo excluía a Dios de la creación del mal y por ello, reservaba para la deidad suprema el reino exclusivo de la Luz y la verdad. Esta salvedad, al propugnar la existencia de un mal opuesto a Luz y enfrentado al Dios de bondad, convertía a los hombres en batalladores perpetuos en busca de perfección, en busca de una finalidad en proporción con sus merecimientos y no otorgados gratuitamente por la deidad. Esa visión de la revelación encajaba mucho mejor con la generosa y brillante cultura occitana que el cristianismo vengativo de Roma.
Pero el nombramientio de los dos cistercienses, Gui y Reynir, convenció a los puros del Languedoc, en el momento de la redacción del pergamino, de que llegaban tiempos de venganzas romanas y que sufrirían tremendos castigos y penalidades. Una pregunta, a final del texto, resumía su preocupación: “¿Vamos a inclinarnos y someternos a los verdugos y matarifes que riegan sangre en nombre de Jesús, mientras roban, asuelan y exterminan, o permaneceremos fieles a la fe de la bondad y la generosidad?”
Marianna se cubrió los ojos con la palma de su mano izquierda. Tal vez la humanidad no había respondido todavía esa pregunta. Miró con cierto deslumbramiento la frase escrita debajo, que no había sido redactada en occitano, sino en latín:
“Rocas arriba, aguas abajo, piedra en el medio”.




Sería al siguiente amanecer cuando pondrían en marcha el proyecto, saliendo por tandas y por caminos diferentes. Marianna convocó una asamblea para ultimar los detalles, reunión de la que excluyó a Manel diciéndole:
-No es necesario que asistas, porque en nuestra ausencia tú tienes que permanecer en la mina, acompañando a Magdalena y su hijo y protegiéndoles. Por ello, quedas libre de fatigarte con las discusiones que vamos a tener ahora, puesto que todavía no estás recuperado del todo de tus heridas y necesitas descanso.
Notando que iba a protestar, le lanzó uno de los temibles dardos de sus ojos. Manel agachó un poco la cabeza y entró en la mina. Marianna no consiguió detectar si había más enojo que decepción en la seriedad de su rostro. Se sacudió la pregunta sobre si había algo que temer de él, sin conseguir desecharla del todo, y dio comienzo a la reunión. Empezó preguntando a Tomèu y Bartolomèu:
-¿Estáis seguros de que los de Les y Salardu harán lo que les pedisteis?
Bartolomèu asintió con la cabeza; en cambio, Tomèu dijo:
-Como ya te dije ayer, el párroco no quiso ni oírme cuando se olió que yo era un guerrillero. Por suerte, no le expliqué lo que pretendía. Así que tuve que recurrir al antiguo sacristán, Ton el de la tahona. Creo que hará bien su papel y, además, chapurrea el latín.
-En el caso de ser descubierta su impostura –preguntó Marianna-, ¿tú crees que nos vendería?
-Estoy seguro de que no, Marianna. Él es de la familia de los Palop, los de la granja que robaron e incendiaron los franceses y donde torturaron a Jàn y Ferran. El tahonero sueña con que Aran se vea libre de los soldados de Napoleón.
-Bien. Entonces, si vamos a quitarnos unos cuantos enemigos de en medio, ¿se facilita la puesta en marcha de vuestra estrategia, mossen?
-No me…
-¡No me llames mossen! –gritaron todos al unísono, entre risas.
Marianna también sonrió. Y Laurenç, que sintió ganas de reír, puso cara de circunstancias.
-Facilitar, no lo sé –respondió-, porque no es sencillo lo que vamos a hacer. Pero si lo de la gente de Les y Salardu saliera bien, tenemos, al menos, la garantía de que no tropezaremos con un nuevo obstáculo si todo rodase como está previsto.
Procurando no desagradarle, Marianna tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para tutearle:
-¿Estás seguro de que con tu estrategia saldréis todos sanos y salvos, sin ninguna baja y con tantos mosquetes como necesitamos?
-Nada es seguro, tú lo sabes bien…
-De acuerdo entonces. Nombra a los que bajarán del bosque y los que tienen que llegar en tu compañía por la entrada.
Laurenç se puso de pie. No comenzó a hablar hasta que no hubo terminado el examen. Tras una pausa muy larga, dijo:
-Para la entrada, he pensado en Ricar y Miquèu a quienes yo, como bien sabes, sólo puedo acompañar como cortejo mudo. Para bajar con Bartolomèu desde el bosque, elijo a Andrèu, Quicó, Marc, Felip, Tomèu, Hugo, Amiel, Jan y Ferran.
-Diez en total –dijo Marianna-. ¿Crees que serán suficientes?
-En el caso de que Ricar, Miquèu y yo consigamos que se traguen la estratagema de la entrada, seremos suficientes si actuamos con la rapidez necesaria.
-¿Y si a esa estratagema de la entrada nos anticipamos las mujeres, para facilitarla? –dijo Marianna, cruzando con todas ellas miradas de entendimiento.
-¿Qué dices?
-Digo lo que he dicho, mo… Laurenç, pero Felip vendrá conmigo. He ideado una comedia que seremos mujeres quienes la realicemos, pero con Felip entre nosotras. Ya la tenemos más que preparada y ensayada. Y con con esta comedia, todo resultara más sencillo tanto en la puerta como en la muralla que da al bosque. Te prometo que todo va a ser mucho más fácil de lo que temías.
-¿Y Felip, a quien tantos conocen en Aran por sus canciones, no será descubierto en la entrada?
-Te aseguro que no, Laurenç. Nadie lo reconocerá, ya verás.

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