sábado, 22 de noviembre de 2008

LA DESBANDÁ acaba mañana. El lunes, LOS PERGAMINOS CÁTAROS



Ofrezco hoy la lectura gratis de 12 folios de La DESBANDÁ. Mañana, domingo, ofreceré los últimas 14, con lo que llegaremos al final de la novela.

No os perdáis LOS PERGAMINOS CÁTAROS a partir del lunes. Una fábula sobre una mujer prodigiosa durante la Guerra de la Independencia contra Napoleón, en un paraje increíble: el Valle de Arán. La búsqueda de un tesoro mítico en circunstancias insólitas.

Próximamente, podréis leer todas mis novelas y cuentos inéditos, más algunas sorpresas, en mi página web:

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LA DESBANDÁ, continuación.

-Sigue corriendo -dijo Mani en un susurro, porque notó que algunos de los hombres del equipo de vigilancia iban tras ellos-, pero no sólo hasta el vestíbulo, sino hasta la calle y te subes en el camión que nos espera.
De medio perfil por detrás, Mani se dio cuenta de que Antonio sonreía levemente; durante la corta carrera que siguió hasta verlo abrazar a Ana y saltar luego sin remilgos ni protestas dentro de la caja del camión, consiguió descifrar la sonrisa con la conclusión de que el mayor de sus hermanos sentía más ganas de escapar de las que las circunstancias le permitían reconocer ante sus camaradas.
Tuvieron que abrirse paso a bocinazos y gritos a través de la gente, calle Ollerías abajo. El cielo comenzaba a desteñir vistiéndose de gris ceniciento, confundidas nubes y columnas de humo en un toldo lleno de malos presagios. La ciudad era una hoguera general, una pira humeante sobre rescoldos nauseabundos, una hoguera inmensa en la que podían arder todos los júas de su historia, todos sus odios y frustraciones, todas las penas y resquemores, porque a los innumerables fuegos del bombardeo de toda la tarde se estaban sumando los de algunos fugitivos que incendiaban sus viviendas para que los rebeldes no conquistasen más que tierra quemada. La gente componía ya una procesión que ocupaba de banda a banda las calles practicables, a excepción de las muchas que estaban bloqueadas por los escombros y las llamas; algunos parecían pertrechados tras larga preparación, pero otros muchos daban la impresión de haber echado a correr de improviso, aguijoneados por la alarma galopante que ya restallaba por toda Málaga y que sonaba en alaridos entre la multitud:
-Queipo de Llano ha prometío que no molesterá a los que huyamos por la carretera de Almería.
-Pero va a ser una ratonera, por la riá.
-¿Y a qué otro sitio podemos irnos, si los fascistas bajan por toas partes?
-Aprende a nadar, gachó, porque como no sea mar adentro...
Tras atravesar calle de Carretería, el camión tuvo que avanzar al paso de la gente, porque ni los gritos ni los bocinazos insistentes del Templao conseguían ya que se apartaran. Tampoco lo consiguieron varios disparos al aire de la pistola de Antonio. Cuando pudieron llegar a la puerta de la Jefatura Provincial de Abastos, ya era completamente de día. Antonio saltó del camión como si se dispusiera a tomar el mando, pero Paula lo llamó imperativamente desde la cabina.
-Antonio, ven a tranquilizar a tu mujer, que está mu nerviosa, no sea que se nos desgracie la criatura. Deja a tu hermano Mani, que él sabe lo que tiene que hacer.
-Pero, mamá... -protestó Antonio.
-Ni mamá ni santa María -replicó enérgicamente Paula-. Métete aquí en la cabina, en mi sitio, y consuela a la Ana, mientras yo hago un par de cosillas.
Ella misma empujó a su primogénito, que al ser forzado a encaramarse en el asiento, miró con enorme sorpresa a sor Rosario. Paula sonrió mientras le decía:
-Ya ves, hijo; dice que quiere al Paco. A este paso, hasta el Mani va a salir de Málaga emparejao.
La expresión del Templao fue como si hubiera recibido un latigazo en los ojos con la imagen de Inma. Mani trató de encontrar la mirada de su madre para advertirle de las sombras que pasaban por la mente de su amigo, pero Paula se encontraba arrebatada de impaciencia a causa de lo que estaba viendo por las calles:
-Vamos, hijo. Salvemos al Paco y a correr, que Málaga es peor que el hocico de un lobo rabioso pa nosotros.
No había milicianos delante de la Jefatura Provincial de Abastos. Ni personal en la recepción. Sólo quedaban tres oficinistas en la lóbrega habitación que albergaba la oficina. Con inmensa consternación, Paco hacía anotaciones en un enorme dietario abierto ante él; sentado a su lado, rozando con su codo izquierdo el derecho de Paco, el ruso tenía adelantada la mano sobre la mesa, sujetando una pistola. Al descubrirlo, Mani ralentizó la marcha y dio un manotazo en la nalga de su madre, para que también ella se contuviese. Paco levantó hacia ellos una mirada nublada por las lágrimas.
-No tengo suministros pa Málaga -se lamentó.
-Tampoco hay a quien suministrar, Paco -dijo Paula con dulzura, como quien consuela a un bebé-. La gente se está yendo en desbandá. Y ese tío descolorío -añadió señalando con el mentón al ruso-, ¿por qué no se va también?
-Esperaba un barco -informó Paco- que tenía que venir esta madrugá a llevárselo a él, al Kremen y tós sus paisanos -Paco evitaba decir "rusos", única palabra que el sujeto daba muestras de entender-, pero no ha podío atracar, porque parece que los fascistas han cercao ya el puerto. Ahora, el gachó está amargao además de desesperao, y lleva toa la mañana amenazándome con la pistola y diciendo cosas que no entiendo. Está la mar de cabreado, pero es que además de que no ha venido más que uno de los camiones, no hay ná que cargar en ninguna parte.
-Prepárate pa echar a correr -dijo Mani.
-Niño, déjate de valentonás -dijo despectivamente Paco-. Este tío está completamente trastornao y es capaz de cualquier disparate; pero, además, yo no soy una rata pa saltar del barco cuando corre riesgo de hundirse.
-No corre riesgo, Paco -casi gritó Mani-, es que ya está hundiéndose, joé. Si vieras lo que corre por las calles... No pierdas de vista la mano y la pistola de ese andoba, y prepárate a saltar cuando yo llegue a un paso de la mesa. Atención, Paco, yo te diré "salta" cuándo vea que puedes echarte encima de él.
Con expresión casual y casi sonriente, Mani fue acercándose a la mesa con la mano derecha sobre los riñones, junto a la pistola que llevaba sujeta por detrás en la cintura. Una vez que estuvo a la distancia indicada, aferró el arma y adelantó de súbito la mano hasta apuntar al ruso entre los ojos, al tiempo que gritaba a su hermano:
-¡Salta!
Paco lo hizo, pero no con la suficiente rapidez. El ruso accionó el gatillo y una bala pasó rozando la cabeza de Paula. De reojo, Mani vio que su madre se quedaba paralizada un instante, pero no parecía que por el miedo, sino por la indignación. Tras esos segundos de estupor iracundo, fue Paula la que saltó hacia la mesa, sobre la que literalmente se echó, y comenzó a abofetear al ruso como un aluvión. Éste soltó una carcajada, como quien desprecia más de lo que teme, y volvió a disparar. Pero Mani se encontraba en un estado de alerta extrema, que no aminoraba el hecho de llevar más de veinticuatro horas despierto, y como si estuviese poseído de un grado de clarividencia sobrenatural, fue capaz de ver la bala en su trayectoria por encima de la mesa hasta golpear en un legajo, como si la mirase con una cámara lenta de cine; comprendió que ese hombre frío, distante y profundamente desagradable, que jamás en los cinco meses que llevaba cruzándose con él le había dedicado ni el más leve gesto de amabilidad, había intentado matar a su madre, por lo que ya no pudo pensar más. Disparó y, como el día que mató al comandante de la rebelión en la Cortina del Muelle, vió abrirse el cráter, esta vez en la frente, y brotar en círculo la ola de sangre, pero en ese momento no disponía de tiempo para conturbarse como entonces. Movió la pistola, ahora apuntando a Paco, y dijo con apremio:
-Andando, aquí hemos terminao ya.
Cuando Paco, cuya expresión se había vuelto mucho más distendida en los pocos instantes transcurridos desde que su madre y su hermano irrumpieran en el despacho, se alzó dispuesto a obedecer la orden de su hermano menor, Mani notó que los tres oficinistas estaban completamente paralizados, lívidos, convertidos en estatuas de sal por el pavor. Evidentemente, él era el causante de su miedo. Les sonrió para tranquilizarles y dijo:
-Tenéis mucho más que temer si os quedáis ahí, quietos como pazguatos. Echar a correr, porque Málaga es un polvorín a punto de saltar por los aires.
Sor Rosario les sonrió con mirada implorante desde la cabina, y Paco no mostró rechazo ni sorpresa, limitándose a devolverle la sonrisa, al parecer muy complacido. Eran casi las diez de la mañana en el momento que Mani y él saltaron dentro de la caja del camión, mientras Paula se acomodaba en la cabina; poco después, y accionadas por alguien que no podían imaginar quien sería, puesto que parecía correr ante ellos la totalidad del mundo, comenzaron a sonar las sirenas y, al instante siguiente, vieron que los aviones bombardeaban con insistencia por la zona de la vía del tren de Vélez y más allá, en la playa de la Caleta.
-Tratan de que la gente no huya -dijo Paco-, ¿veis? Bombardean por la salida hacia Almería, con el propósito de cortarnos la retirada. Es una locura seguir.
-¿Y entonces? -preguntó Mani.
-Tenemos que esperar a que oscurezca -Paco golpeó el techo de la cabina y gritó: -¡Guaqui, para el camión! Tenemos que cambiar de ruta y esperar.
Al detenerse el vehículo, Paula sacó medio cuerpo por la ventanilla de la derecha.
-¿Qué pasa, Paco?
-Están bombardeando a mansalva por la Caleta y el Palo, mamá. Quieren impedir que la gente huya. No hay más remedio que esperar a la tarde. Guaqui, llévanos a la comandancia del puerto. Allí al lado hay un sitio donde podemos esconder el camión.
-¿No vas a jugárnosla? -preguntó Mani con recelo.
-No, niño, de verdad que no.
Como si estuviera echando cuentas, preguntó Miguel:
-Pero, ¿tú crees que a la noche no habrán entrao ya los nacio... los rebeldes?
-A los que están más cerca, les ha amanecío al lao de Colmenar. Eso quiere decir que, con tó lo que traen encima, no podrán llegar lo menos hasta mañana por la mañana. Son italianos.
-Ya lo sabemos -dijo Mani.
-¿Cómo os habéis enterao?
-El barbero -dijo Mani-, estaba escondío en la Goleta, con toa su familia.
Miguel le resumió lo que habían visto en el escondite del convento, jactándose de que Mani hubiera inutilizado la radio. Acabaron el relato mientras guardaban el camión en el almacén indicado por Paco, una cochera grande donde solían encerrar los vehículos de los principales funcionarios que trabajaban en el puerto, pero ahora estaba vacía. También lo estaban las oficinas, donde los hermanos más pequeños del Templao se echaron a dormir inmediatamente y todos los adultos se acomodaron con alivio en los sillones y sofás, derrengados.
-Guaqui -dijo Paco-, ¿vienes conmigo en busca de comida?, porque lo que hay en el camión debemos guardarlo pal viaje.
-Nanay de la China -atajó Mani-. Guaqui se queda aquí, al cuidao de la familia, y contigo voy yo.
-Después de lo que le has hecho al ruso -dijo Paco con cierta ironía-, ¿tú crees que yo iba a escaparme pa volver a mi puesto?
-No lo sé, pero tampoco quiero averiguarlo. No pienso darte ninguna oportunidad de que nos des esquinazo, porque, conociendo como conoces a mamá, eso significaría que tós tendríamos que quedarnos.
Paco frunció los labios a la manera de Paula, con una ademán que Mani no fue capaz de descifrar. Podía significar que trataría de escabullirse a la primera ocasión o que no tenía la menor intención de hacerlo dadas las circunstancias. Por ello, Mani realizó un inventario urgente, porque sabía que en cuanto pudiera sentarse iba a quedarse dormido sin remedio. Antonio no podía ser un buen aliado a causa de sus razonamientos e iniciativas disparatadas, aunque ahora resultaba evidente que tenía más ganas de escapar de Málaga que nadie; Ricardo era del todo imprevisible y él mismo había anunciado la intención de volver al convento a la primera ocasión. Descartado Paco, sólo quedaban Miguel y el Templao, ambos decididos a alejarse de la ciudad tanto como pudieran. Serían, pues, ellos los únicos en los que confiaría entre los hombres; en cuanto a las mujeres, ni Ana ni Angustias por sus embarazos, ni Carmela, atenta a sus hijos, servirían de mucho. A Paula no quería forzarla a imponerse a sus hijos por la fuerza. Quedaban solamente sor Rosario y la mayor de las hermanas del Templao descontada Inma: Viky. Una ex monja, una adolescente y un chico ensimismado por la concupiscencia como Miguel, para controlar y guiar a un grupo de veintiuna personas. Mani sonrió con algo de desaliento; en realidad, sólo era capaz de confiar en el Templao y él mismo. Acompañó a Paco a la casilla de los guardeses del edificio de salvamento de náufragos; como si el matrimonio no supiera nada de la tragedia que se abatía sobre la ciudad, y creyeran vivir en un paraíso aislado entre el mar y la tierra, se encontraban plácidamente dedicados él a entresacar ramas secas de una esparraguera que trepaba por todo el interior de una ventana y ella, a limpiar una pescada enorme. Tras contarles Paco una cautelosa historia sobre un grupo de milicianos a los que no tenía nada que dar de comer, la mujer entró en la cocina y volvió a salir con un cesto cuyo contenido maravilló a Mani: cinco pescadas tan grandes como la que limpiaba, cuatro huevos, varias patatas medianas, una garrafa pequeña de aceite y un enorme pan redondo.
Paula comentó mientras Paco le mostraba el cesto:
-Prepararía un gazpachuelo si tuviera un perol grande.
-¿No te serviría un balde? -preguntó Paco.
-Depende de pa qué lo hayan usao.
-Tiene que haber alguno nuevo -señaló Paco, y comprendiendo que Mani no iba a permitirle salir solo de la habitación, añadió: -Arriba hay un almacén junto al rellano de la escalera; tienen allí complementos de barco, pa surtir las lanchas de la comandancia; seguramente habrá algún balde y platos de peltre.
Mani, que hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse, le dijo a Miguel:
-Ve tú, Migue, y a ver si también hubiera cucharas o algo con lo que podamos comer.
Confió su arma al Templao y se dejó vencer por el sueño. Despertó una hora más tarde, aguijoneado por el aroma de la deliciosa sopa de pescado y mayonesa que llamaban gazpachuelo, un plato nacido como recurso precario de la marinería en altamar que había ganado hasta las mesas más lujosas de la ciudad. Dependiendo de que llevara o no langostinos, calamares y almejas, lo llamaban "de rico" o "de pobre", pero el que Paula cocinaba hubiera sido siempre digno de las cocinas más selectas, fueran sus ingredientes los que fuesen. Ella y Carmela habían encendido el fuego con tablas de un mueble viejo desarmado, en el balcón que daba hacia la trasera. El cubo lleno de caldo, trozos de patatas y tajadas de pescada habia sido apartado ya del fuego y ahora Carmela sujetaba el tazón donde había preparado la mayonesa, mientras Paula iba disolviendo la salsa, cucharada a cucharada, en el caldo humeante. Tras ensopar grandes tajadas de pan, invitaron a los adultos a que fueran acercándose, puesto que sólo disponían de seis platos, donde sirvieron a los niños más pequeños.
Durante lo que demoraron en comer, pareció que no estuviera pasándoles lo que les pasaba. No recordaban que se encontraban en una oficina, no en sus casas; ni que podían oír por las ventanas el clamor desesperado de quienes huían; ni que ignoraban dónde verían el próximo amanecer; ni que podían morir dentro de unas horas bajo el estruendo de las bombas que llovían en todo el este de la ciudad o por las armas de los rebeldes. El caldo vivificante del gazpachuelo les estaba proporcionando energía para afrontar el vértigo del futuro sin porvenir. Mani sintió una inesperada lágrima rodar por su mejilla, porque el sabor de la sopa le había causado nostalgia irresistible del Chafarino. Paco, que no había parado de mirarle fija y escrutadoramente desde que le disparara al ruso, se preguntó el porqué de la lágrima, pero no hizo ningún comentario, como si hubiera desistido de hacerse preguntas sobre ese hermano repentinamente desconocido. En lugar de ello, comentó:
-Febrero es un mes nefasto pa Málaga. Han pasao en nuestra historia un montón de calamidades en febrero, y precisamente anteayer se cumplieron ciento veintisiete años de la noche de Napoleón.
-El ciego de playa hablaba mucho de eso -apuntó el Templao.
Mani reprimió un lamento.
-Fue una de las peores tragedias de Málaga -continuó Paco-, que ha sufrido muchas: peste, asaltos piratas, plagas... Lo de Napoleón, aquella noche de 1810, marcó en lo sucesivo el urbanismo y la sociología de Málaga. La ciudad, que había sido mitificada por su belleza durante quinientos años, fue quemada en su totalidad y murió más de la cuarta parte de la población. Los franceses saquearon, violaron y arramblaron con tó lo que había de valor, tanto en las casas como en las iglesias. Las mayores riquezas históricas de Málaga están ahora en algunos de los museos de Francia. Febrero es un mes mu desgraciao pa Málaga, y ojalá que lo que nos pase no lo confirme y podamos llegar mañana a Almería pa descansar de esta tortura diaria del bombardeo, la inseguridad y el desbarajuste.
Remolonearon toda la tarde, demasiado cansados hasta para sostener una tertulia. A juzgar por sus comentarios, Paco parecía haberse resignado a huir y los demás, Ricardo inclusive, hablaban sólo de las alternativas posibles para la ruta y especulaban sobre cómo podrían ganarse la vida en Almería. Mani notaba que Paco reprimía una objeción y sólo al dormirse, y como efecto del sueño intranquilo, dedujo cuál podía ser: Málaga era mucho mayor que Almería y, para colmo, la población se había duplicado con los fugitivos llegados de los pueblos tomados por el ejército de Marruecos; en esos momentos podían estar escapando de Málaga cuatro o cinco veces la población de Almería, ¿cómo iban a sobrevivir allí? No recordaba al despertar lo que había sido un pesadilla causada por el atracón de gazpachuelo. Hizo recuento de una ojeada y vio que tal como Paula había exigido, la familia iba a salir de Málaga con todos sus miembros.
Dada la estrechez de la cabina, sor Rosario fue exiliada a la caja, y junto al Templao volvieron a ir las mismas tres mujeres del principio: Ana y Angustias, por su embarazo, y Paula. Los diecisiete restantes se acomodaron en la caja entre los líos de ropa, mantas y comida, y una vez que todos estuvieron preparados, Mani abrió el portón de la cochera. Instantáneamente, tuvo que saltar para encaramarse en lo alto de la cabina para refugiarse, porque una turba impetuosa se lanzó sobre él como si hubiera estado esperando la apertura; no era así; sencillamente, la desbandada se había convertido en una avalancha incontenible y sólo algunos de los que vieron por casualidad un camión habían creído toparse con el cielo. Aterrorizados por la oleada que parecía a punto de arrebatarles no sólo el camión, sino sus vidas, los cinco hermanos adelantaron las armas y comenzaron a disparar al aire. No sirvió de nada hasta que Mani comprendió que aquella avalancha sólo la detendría la sangre. Disparó contra dos y se acabó el asalto. Al producirse la estampida, el Templao arremetió contra la muchedumbre pasando por encima de los caídos, mientras Mani se preguntaba si le importaba la sangre inocente que su mano acababa de derramar. No sabía responderse y ello le causaba un ácido sentimiento de desconcierto, al tiempo que el vehículo saltaba sobre obstáculos que no sabía si eran cuerpos u objetos, y emprendían una loca carrera a bocinazos y maldiciones hacia el paseo de Reding.
-Ahora, oscureciendo como está, será tó más fácil -aseguró Paco-. Ya veréis. Llegaremos a Almería antes del amanecer.
Pero según avanzaban por el paseo, la multitud se hacía más compacta. Todas las plantas ornamentales y los arbustos habían sido arrasados, y también muchos árboles, porque algunos, en la desesperación de la huida, encontraban que la ciudad no había sido destruida suficientemente, que aún quedaban edificios bellos en pie, de manera que buscaban en los incendios la catarsis de su rabia, sin comprender que esos fuegos se convertían en linternas trazadoras para los bombarderos. Hasta entre los ennegrecidos escombros viejos de La Caleta ardían incendios nuevos, como si todavía no se hubieran convertido en humo todos los júas de sus resentimientos, como si las más espléndidas construcciones que Mani había contemplado de cerca albergasen aún a los odiados "chupasangres" sin rostro. Algunas voces anónimas que Mani apenas podía distinguir entre el clamor, explicaban con sencillez el sentido profundo de sus actos: "Ya no nos queda ná, ¿de qué vamos a vivir?" Llegados al Morlaco, un punto donde el paseo se asomaba al mar, confluían dos riadas humanas, la que les rodeaba y la que circulaba por las vías del tren. De nuevo tuvieron que emplearse a fondo con las armas, porque muchos se colgaban de la batiente trasera de la caja con intención de saltar dentro. Pasados los Baños del Carmen, resultaba imposible avanzar a mayor velocidad que los viandantes, tan compacta era la multitud. El griterío era ensordecedor y cada vez eran más numerosos los que trataban de subir a la caja sin miedo a las armas que les encañonaban, con expresiones desencajadas de desesperación irracional. Mani recordó las monedas de plata que aún llevaba en los bolsillos y también se lo recordó al Templao a voces, bajando la cabeza hacia la ventanilla del conductor:
-¿Te quedan muchas monedas de aquéllas?
-¿Es que hemos tenío en qué gastarlas?; me quedan todas las que me guardé.
El alegre tintineo de dos puñados lanzados sobre los adoquines originó un tumulto que desvió momentáneamente el acoso del camión; como movidos por un barrunto compartido, y como si se tratase de un organismo único, los fugitivos se arremolinaron en los puntos donde las monedas habían sonado. A Mani le pareció que entre los gritos de júbilo y los jadeos de pugna, sonaban estertores y alaridos de agonizantes, lo que pudo confirmar en pocos minutos cuando quedaron visibles los muertos por aplastamiento, pero salvo los gemidos y oraciones musitadas por sor Rosario, nadie lo lamentó en el camión, que pudo avanzar unos centenares de metros con cierta facilidad. No mucho más allá, ante la taberna llamada "Quitapenas", Mani temió que no pudieran conservar el camión mucho más tiempo. La turba se había recompuesto tras ellos y saltaba en oleadas impetuosas, con los brazos levantados y gritando como un coro infinito de furias, tratando de aferrar el borde de la caja para subirse. Entre el bosque de brazos alzados, vio un rostro que le produjo una conmoción y al instante dejó de verlo, por lo que consideró que se había tratado de una alucinación; una Inma mucho más madura de lo que recordaba y de expresión completamente distinta, había intentado también encaramarse encima del vehículo; si un delirio absurdo no le había confundido, iba vestida de gitana, un traje rojo, desharrapado y sucio, con los volantes descosidos en gran parte. No, no podía ser Inma; era demasiado improbable que apareciera justo en ese momento, ¿o no lo era, puesto que casi todos huían de la ciudad?; pese a su escepticismo no consiguió reprimir un "¡Inma!" desgarrador.
-¿Qué estás diciendo? -aulló el Templao desde la cabina, sacando medio cuerpo por la ventanilla.
Mani se mordió el labio.
-Ná, que de pronto me ha dao mucho coraje que no esté con nosotros.
Notó la expresión de recelo que su evasiva había ocasionado
-Yo la he visto también -dijo Vicky, la que, en edad, seguía a Inma entre sus hermanos -Iba vestía de gitana.
-¿Qué majaretá estás diciendo, niña? -preguntó Carmela, con expresión descompuesta.
-¿La has visto o no, cojones? -bramó el Templao. La pregunta iba dirigida a Mani.
Éste sentía deseos casi incontralables de saltar entre la multitud y correr hacia donde la había visto perderse, pero comprendió que tenía que ignorar al Templao, su búsqueda y todo cuanto no fuese la conservación del camión. Negó con la cabeza ante las insistentes preguntas de su amigo e hizo balance de las balas que le quedaban, sólo dos docenas y media. Del recuento general, resultó que todos tendrían que disparar con tino y sin despilfarro. Paco aseguraba que la clave estaba en el barrio marinero que llamaban El Palo, a cinco kilómetros del centro y para el que ya apenas les faltaban dos; si podían sobrepasarlo, a partir de allí la marcha se haría más fluida, porque saldrían al despoblado litoral, donde la multitud reaccionaría a los bocinazos apartándose, porque tenía donde hacerlo, aunque se tratase de repechos a veces casi verticales, y no como ahora, que la calle les encajonaba a presión.
Los incendios eran la única fuente de luz. Bajo el resplandor rojizo, danzante e intermitente, la muchedumbre desbocada y vociferante escenificaba los más espantosos cuadros del apocalipsis que Mani había contemplado o imaginado, tanto los plásticos como los literarios. Lo peor era los gritos ululantes e inconsolables de los niños. Mirándoles desde arriba, comenzó a sentir que algo se estaba desmoronando dentro de su pecho; el acero que habían ido templando en su espíritu las agresiones de Serafín, el tóxico de las palabras del barbero, las estancias en el hospital y las heridas y el sufrimiento de toda su familia durante los últimos tres años, se estaba derritiendo a causa del río de desesperación que les envolvía. No había más acero dentro de sí, sólo una madeja de congoja que crecía sin parar hasta casi ahogarle; no lo podía consentir, tenía un encargo de Paula que cumplimentar: Cuando todos estuvieran a salvo y lejos de las deflagraciones, podría llorar. Dio una ojeada a todos los ocupantes de la caja del camión. Carmela estaba tan atareada en consolar y entretener a los más pequeños de sus hijos, que no parecía percibir la magnitud de lo que estaba ocurriendo; sor Rosario, en cambio, demostraba sufrir por todos, puesto que había pasado la mayor parte del recorrido arrodillada y con la cabeza apoyada en la batiente, como si tuviera demasiado que hacerse perdonar. Sus cuatro hermanos se habían transfigurado: Antonio mostraba la expresión más alerta y menos anestesiada que recordaba, porque tal vez no había tenido jamás oportunidad de verlo llevando tantas horas sin beber; los ojos de Paco parecían a punto de saltar fuera de sus órbitas, como si la imposibilidad de poner orden en la tumultuosa desbandada rompiera todos sus esquemas; la actitud de Ricardo resultaba algo cómica, ya que se había disuelto el barniz de su mojigatería y ahora le escuchaba proferir las expresiones más cruelmente amenazadoras que sonaban sobre el camión; Miguel, incapaz de evolución alguna, viajaba con medio cuerpo echado sobre la cabina como si así quisiera proteger a la Angustias embarazada que iba junto al conductor; sin embargo, ahora no lloraba como lo hacía casi siempre, sino que tenía dardos en la mirada con que acechaba a la multitud por entre la que avanzaban a duras penas.
Faltaba poco para alcanzar el lugar llamado "Las Cuatro Esquinas", el único cruce de calles que podía llamarse así en la desordenada aldea marinera que era el barrio de El Palo. Sabía que el descampado comenzaba unos metros más allá, pero aún faltando poco para llegar parecía que fuese necesaria una eternidad para conseguirlo.
-Ahí va la Inma -dijo uno de los hermanos medianos del Templao.
-¿Dónde, dónde? -casi aulló Carmela.
-Va pal carnaval, con un vestío de gitana -insistió el niño.
-¡Cállate, Josemari! -ordenó Antonio-, que si te escucha tu hermano Guaqui, se acabó el viaje.
El runrún de los aviones había dejado de oírse, pero nadie podía asegurar que hubieran abandonado su empeño de torturar a los fugitivos, porque no cesaba el estruendo de las explosiones y crecía el clamor de la gente. Mani consideró que Paco se había equivocado obligándoles a esperar el atardecer para huir, ya que los vehículos habrían estado saliendo durante todo el día; ahora, no conseguía ver otro coche ni camión en lo que abarcaba su mirada hacia atrás y hacia delante. El vehículo que habían elegido para salvarse iba a convertirse en su perdición, porque era un objeto demasiado valioso y ansiado, demasiado envidiado. Comprendió que iba a ser muy difícil llegar a campo abierto sobre ruedas.
Ocurrió cuando menos podían preverlo. Unos metros antes de Las Cuatro Esquinas, el raudal de gente parecía haber alcanzado un remanso, como si la cuádruple perspectiva del cruce dotara también de perspectivas a la incierta huida. Por alguna razón, los gritos parecían menos estentóreos, tal vez porque no había paredes que sirvieran de caja de resonancia. Pero Mani vio en seguida que no podían bajar la guardia, sino todo lo contrario; en ese punto, había suficiente espacio como para que la altura del camión lo convirtiera en un botín apetecible para el cuádruple de gente, y los ojos que conseguía ver refulgir desde la altura de la caja contenían todos el mismo propósito, la misma resolución. Intuyó que iban a perder del vehículo en seguida y decidió que tenía que evitarlo como fuese. Se sentó encima de la cabina y al tiempo que le gritaba al Templao "¡acelera, Guaqui, corre, por lo que más quiera!" comenzó a disparar hacia quienes obstaculizaban la marcha. Oía por debajo los lamentos de Ana y Angustias y las jaculatorias de Paula, y detrás, las oraciones de sor Rosario y las voces de Paco mandando a Antonio y Ricardo que disparasen también hacia delante. Avanzaron entre quienes, salidos de estampía, se apartaban tanto como podían para eludir el nuevo terror que la familia Robles del Altozano representaba, pero no podían, por su densidad, apartarse lo bastante y el camión fue corriendo sobre los rebotes de los cuerpos caídos que atropellaba. A los ochenta o cien metros, la gente que iba detrás de ellos ya no huía, porque en lugar de ello les perseguía; rostros demudados por el dolor de alguien recién muerto corrían tras el camión y ahora no para apoderarse de él. Blandían antorchas innumerables que pronto comenzaron a caer dentro de la caja en gran cantidad. El griterío de los hermanos del Templao le sirvió a éste de estímulo, de manera que sus acelerones obligaron al vehículo a emprender una carrera loca, dejando una estela de cadáveres en el pavimento y un pasillo de maldiciones y rencores nuevos. Como si el reflejo de eludirles les precediera, la gente se apartaba ahora mucho antes de ser atropellada, de manera que el camión alcanzó una velocidad considerable durante varios kilómetros, pero en una curva muy cerrada tras la cual se abría una pequeña cala llamada La Araña, el Templao perdió el control al frenar de golpe; el camión derrapó y fue a empotrarse contra una pared vertical de roca.
-¡Echar a correr! -fue lo único que Mani consiguió gritar al resbalarse desde el techo de la cabina contra la roca, por el impacto.
Magullado por el golpe, Antonio lo rescató cargándolo sobre sus hombros, mientras todos se alejaban presurosamente y el camión se incendiaba con su propia gasolina. Habían perdido todos los enseres y toda la comida, salvo un envoltorio de tocino y un saco de patatas que Carmela cargaba obstinadamente a pesar de que casi abultaba más que ella. El Templao se lo quitó, echándoselo al hombro.
-¡Qué hemos hecho! -clamó Ana, llorando- Nos van a masacrar nuestros propios compañeros de desbandá.
-No te preocupes, niña -la consoló Paula-. Lo único que conocen de nosotros es el camión y míralo, ardiendo como el carbón. Ahora parecemos tós iguales y no se darán cuenta de que somos quienes han cometío esos estropicios. Os prohibo a todos que hablemos en el resto de nuestras vidas de lo que ha pasao durante las últimas tres horas... por lo menos hasta dentro de una semana, ¿está claro? Ahora, lo que importa es que nos salvemos los veintiuno y los dos que tú y la Angustias lleváis dentro.
Echaron a andar, consiguieron confundirse con la multitud anestesiada que les había precedido y pasada la medianoche, rebasaron la última punta de la bahía, desde donde la silueta de la ciudad, con la catedral enmedio, se recortaba en negro pez contra el telón escarlata de los incendios. El mar repicaba lamiendo el acantilado sobre el que la carretera estaba suspendida y era posible oír el repique a pesar de la multitud, que ahora, en campo abierto, era menos compacta y parecía ya demasiado exhausta para romperse la garganta con alaridos. Sólo se oían lamentos quedos, amortiguados por los rumores de los pies arrastrados y los hipidos del llanto infantil.
-Me duelen las piernas -se quejó Angustias.
-Ven, te llevaré en cuestas -dijo Miguel.
-¡Estás loco! -rió nerviosamente Angustias.
-¿Cuándo vamos a parar? -preguntó Paula.
-¿Parar? -preguntó sarcásticamente Paco-. Esto no ha hecho más que empezar.
-Tenemos que buscar donde cobijarnos cada dos horas -sentenció Paula-. Estas niñas están embarazás y los hombres no tenéis ni idea de lo que es eso.
-Mamá -el tono de Paco era muy impaciente-: si paramos ahora, sería como habernos quedao en calle Rosal Blanco. Los rebeldes están bajando también por la línea de Zafarraya; hasta que no pasemos Torre del Mar, no podemos confiarnos... y ni siquiera entonces.
-¿Cuánto falta?
-¿Pa la Torre?, unos veinte kilómetros.
Angustias no pudo reprimir un quejido.
-Tu hermano Pipe, ¿dónde está? -gritó Carmela al Templao.
Éste dio un respingo y se puso a vociferar como un poseso, pronunciando el nombre del más pequeño de sus hermanos. Sor Rosario, que se movía en la oscuridad con la seguridad de un gato, lo encontró al instante. Tras ofrecerlo a la mano de su madre y sin añadir palabra, la ex monja devanó un cordel que nadie vio de dónde había salido, y atándolos por la cintura, enlazó con él a los cuatro niños más pequeños y entregó el cabo a Carmela
-Sujete el cordel. Así no volverán a distraerse -dijo sor Rosario- ni los perderemos de vista.
-Parece que he dao con una bendición de mujer, en tós los sentíos -bromeó Paco.
Mani sentía tantos deseos de llorar, llenaban su pecho tantas emociones revueltas, que halló en la oportunidad de hablar con la ex monja la espita para no explotar.
-Sor Rosario -dijo-, ¿se acuerda usted de la noche que bajé a la galería desde el tejao de la Goldeta?
-Me llamo Rosalía, Mani, y ahora soy tu cuñada. Y tampoco me hables de usted. Claro que me acuerdo de aquella noche; me porté como una histérica, como si no tuviera la menor idea del mundo. De no ser por la guerra, hubiera pasado toda mi vida en el convento, consumiéndome.
-¿Por qué te metiste a monja? -preguntó Paco.
-Fue de lo más natural. En mi pueblo leonés había un convento muy hermoso; oíamos los himnos y la música del órgano, que nos extasiaba; las monjas parecían tan felices, tan libres de las penas mundanas, que casi todas las niñas suspirábamos por vestir los hábitos. Mis padres alentaron mi vocación y no tenía más que dieciséis años cuando ingresé de novicia.
-¿Y no tenías dudas? -preguntó Mani.
-Naturalmente, nadie puede vivir sin el consuelo del amor -Rosalía rozó con su mejilla la de Paco, que la abrazaba por la cintura.
-¿Qué serán aquellas luces, Paco? -Mani señaló varios puntos brillantes, en el invisible horizonte del mar.
-Barcos -replicó Paco-, ¿qué van a ser, si no?
-Da la impresión de que navegaran a nuestro paso -comentó Mani-: siempre los veo ahí, como si nos siguieran.
-No seas imbécil, Mani -reprochó Paco-. Lo que hemos andao es insignificante. Te da esa impresión porque están lejos de la orilla; no los perderemos de vista hasta que no hayamos andao treinta o cuarenta kilómetros.
-Vienen siguiéndonos -insistió Mani.
-No te emperres con esa tontería, Mani. Desde donde están no pueden distinguir la carretera.
Según pasaban las horas, la muchedumbre iba adquiriendo visos de sonambulismo. Apenas sonaban voces que se alzaran sobre el rumor de los pasos y la música de las olas. La barahúnda de La Caleta y El Palo se había transfigurado en un murmullo acompasado de procesión de penitentes. Por eso, el grito de la madre del Templao sonó estruendoso.
-¡Inma!
-¿Qué dices? -preguntó el Templao con la voz rajada.
-La he visto pasar por allí -afirmó Carmela-, corriendo como si volviera pa Málaga; lleva un vestío de gitana colorao, esa pobre hija mía tan...
-No digas tonterías, Carmela -reconvino Paula-. No hay luz pa distinguir en ese gentío una cara que se conozca bien y puedes imaginar lo que tu niña tiene que haber cambiao en este tiempo.
-¡He visto a mi Inma! -afirmó con terquedad Carmela, llorando a raudales -Buscar a una con un vestío colorao largo, con los volantes destrozaos y colgando.
-Vamos a dar una ojeada -determinó Paco.
-Sí, vamos a mirar un momento -concordó Mani, ahora convencido de que, en efecto, podía tratarse de Inma y seguro de que el Templao no daría un paso más sin comprobarlo -. Mamá, meterse tós en esa playa a descansar mientras damos una visuá.
-Tú, Guaqui, te vienes conmigo -dijo Paco-; iremos por este lao de la carretera. Ustedes, Mani y Miguel, mirar por el otro lao, a ver si somos capaces entre los cuatro de encontrar ese vestido de gitana, se trate de Inma o no.
Resultaba muy difícil andar contracorriente de la riada humana. Paco se desplazaba dando saltos, tratando de ver el vestido rojo entre la muchedumbre, mientras el Templao no paraba de gritar "Inma" a la multitud; la gente más cercana movía la cabeza en ademanes de negación, como si quisieran indicarles que toda búsqueda era inútil. Miguel y Mani traspusieron el promontorio que abrazaba la curva del camino, donde se pararon para decidir si seguir o no por la carretera, porque por los huertos aledaños también se desplazaba mucha gente, aunque la desbandada avanzaba con mayor mororsidad campo a través que por el asfalto, arrasando todo aquello que podía ser comido. Mani reparó en que Rosalía les había seguido.
-Tengo buena vista -respondió a su interrogación muda.
-Pero usted no la conoce -contradijo Miguel- y está más oscuro que una tumba.
-Sí la conocía -replicó la ex monja-. Asistió algunas veces a mi clase y tengo clavada en la cabeza su imagen desde que se supo en el convento lo le habían hecho.
-Si fuera ella de verdad -afirmó Miguel-, sería demasiá suerte encontrarla.
-Por lo menos -dijo Mani-, tenemos que intentar conformar al Templao, pa no atrasarnos más.
-¡Mirad! -casi gritó Rosalía, señalando un jirón de tejido rojo prendido a un zarzal a varios metros del arcén, a la mitad de un repecho.
Lo escalaron con cierta dificultad para alcanzar el huerto y, en efecto, el trozo de tela roja, estampada con lunares blancos muy pequeños, parecía un fragmento rizado de faralá.
-Vamos a buscarla entre los árboles -propuso Mani.
-¿No podemos preparar una antorcha? -sugirió Rosalía.
-¡Ni se le ocurra! -exclamó Miguel-. Cualquier luz ofrecería un blanco perfecto a los barcos que nos acechan ahí enfrente, pa cañonearnos.
-¿También te has dao cuenta? -preguntó Mani-. El Paco jura y perjura que están paraos.
-Lo habrá dicho pa no sobresaltarnos -comentó Rosalía-, pero iba a todo el rato mirando hacia el mar con muchísima preocupación.
En la penumbra, ni siquiera distinguían los arbustos ni las personas que osbtaculizaban su desplazamiento, pero la mayor dificultad era lo escarpado del terreno, por el que la ex monja se movía con agilidad sorprendente. Iban gritando el nombre de Inma a pesar de que Mani temía que pudiera haber olvidado cómo se llamaba. Voceaban su nombre, preguntaban por un vestido rojo a quienes se cruzaban y hacían sonar las palmas sin saber muy bien por qué, hasta que Rosalía murmuró:
-Callad. He oído algo por ahí, detrás de esas pencas. Era un gemido de mujer.
Al prestar atención, también Mani lo oyó.
-¡Inma! -gritó Miguel, sin obtener respuesta.
Mani les pidió silencio chistando quedo. Por alguna razón que no supo explicarse, les indicó a los dos que se acercaran sigilosamente. Rodearon la enorme mata de higos chumbos por la parte superior de la pendiente, a fin de que la escasa claridad del incendio reflejado por el mar les ayudara a ver a contraluz a la gente que estuviera escondida tras las pencas. La precaución resultó acertada. Una Inma con la edad duplicada, pero inconfundible, porque lo que estaban haciéndole relajaba los rasgos de su rostro hasta remedar el sereno aire de madonna renacentista de sus catorce años, aunque ya tenía casi diecisiete, yacía echada de espaldas sobre el limo y la tierra; un hombre la penetraba, otros dos lamían y mordían afanosamente sus pechos y otros dos aguardaban turno con los pantalones bajados mientras se acariciaban el pene. A Mani se le reventó el llanto, disparado por la consternación, porque Inma no sólo no ofrecía resistencia, sino que sus manos buscaban con impaciencia crispada aferrar los cuatro miembros, aparte del que tenía dentro de sí.
-Es ella -murmuró Rosalía con la voz quebrada por un sollozo-. No tengo la menor duda.
-Son cinco tíos berrendos -dijo Miguel-. No podemos hacer ná; hay que avisar al Paco y los otros.
-Podríamos perderla -objetó Rosalía.
-¿Y qué hacemos? -se lamentó Miguel-. No vamos a enfrentarnos con ellos, esa atontoliná lo está pasando demasiao bien.
-Contamos con la sorpresa -indicó Mani-. Con lo que están haciendo, lo menos que les apetecerá a esos fulanos es pelear, y mirad que los cinco tienen los pantalones bajaos y no pueden echar a correr. Podemos coger ramas gordas de tantas que hay de los limoneros destrozaos, y acercarnos cá uno por un lao. Si chillamos mucho al acercarnos, a lo mejor piensan que somos más de tres.
Cayeron sobre el grupo según esa estrategia, cada uno desde un punto distinto y dando alaridos mientras blandían las trancas. Afortunadamente, los cinco cayeron de rodillas, vencidos como conejos, y ni intentaron resistirse.
-¡Hijos de puta! -les insultó Inma, y ahora Mani dejó, definitivamente, de dudar, porque era sin duda su voz, aunque barnizada por la demencia y el exilio de sí misma-. ¡Suéltame! -exigía a Miguel-, maricón, guarro, borracho de mierda, ahora que me lo estaba pasando tan divinamente... Soltarme, coño, que esta noche me faltan tavía más de veinte polvos.
Se debatía como un toro abanderilleado, con tanta energía, que los dos hermanos temieron que pudiera escapar, hasta que Rosalía le puso la mano en el cuello, apretando de un modo que obligó a la muchacha a permanecer quieta, aunque amenazó:
-¡Os voy a rajar la cara, hijos de puta!
Sin soltar la presa en su cuello, Rosalía le dio dos bofetadas que lograron el silencio y la rendición.
-No le contéis al Templao ni una palabra de lo que hemos visto -rogó Mani a Miguel y Rosalía.

Mañna terminaará LA DESBANDÁ.

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