LA DESBANDÁ. Terminando. Pronto,
LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Ya falta poco para que los fragmentos que publico aquí de LA DESBANDÁ lleguen al final de la novela, puesto que en esta entrega se agota el quinto capítulo. La próxima entrega será el comienzo del capítulo final.
En cuanto acabe, comenzaré a publicar LOS PERGAMINOS CÁTAROS por capítulos completos.
Pronto, será posible leer todas mis mejores obras y numerosos cuentos inéditos en mis web.
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LA DESBANDÁ. Continuación
Cuando llegaron los rusos y comenzaron a tomar posiciones por todos lados, tratando de imponer la rigidez eslava a la manera mediterránea de entender la vida, Paco, que en el primer momento pareció contento de tener siempre al lado a un "asesor" camarada de la madre Rusia, comenzó poco después a mostrar ante sus mandos signos de impaciencia novedosos por completo para su hermano menor, que le consideraba la persona más disciplinada del mundo.
Pero no era ésta la única preocupación de Mani. Como el humor del Templao empeoraba cada día, llegó un momento en que supo que tenía que actuar, pero no se le ocurría cómo ni el Chafarino le daba pistas, y no valía de nada rogarle a Paco que acelerase las averiguaciones sobre Inma bajo la mirada helada del ruso que apenas hablaba dos palabras de español y que, por ello, examinaba con alarmante suspicacia cada uno de los gestos y determinaciones del Jefe Provincial de Abastos, traspasándole con sus ojos helados que eran iguales que punzantes hojas de albaceteñas. Donde no había un ruso, había un comisario político que parecía haber sido elegido, como todos los de su rango, entre la gente que por ser completamente incapaz de hacer nada útil, se encargaba de la fiscalización de los que sí eran capaces. De ese modo comenzó el cambio profundo que Paco fue experimentando.
El día que Largo Caballero alcanzó la presidencia del consejo de ministros, tal como ansiaban Paco y Antonio, aunque Mani no conseguía deducir por qué, Paula le exigió que volviese a La Goleta en cuanto terminase el reparto.
-El padre de Angustias está metiendo la pata, Mani -le dijo al regresar, en un aparte antes de la cena-. Por lo visto, lo de Largo Caballero ha colmao su vaso, se ha puesto como un brazo de mar y ha estao tó el día diciendo burrás... que si ese delincuente... que si merece el garrote... Como no consigamos convencerlo de que cierre la boca, tus hermanos van a perder los nervios y se va armar un cisco.
-¿Qué puedo hacer yo, mamá?
-Conseguir que el Serafín baje de la azotea y coma con nosotros en la mesa, a ver si su presencia le recuerda al barbero lo que puede pasar si no se muerde los labios. Ahora es como si Serafín no existiera, como si Gustavo se hubiera acostrumbrao a su ausencia y como si Bernarda se hubiera resignao. Necesitan recordar que su hijo corre peligro.
-No creo que pueda convencerlo, porque ha jurao doscientas mil veces que en cuanto se dé de cara con Antonio, lo matará; así que, como sabe que no le daríamos pie pa cumplir el juramento... Mamá, es que yo creo que tós están un poco pallá.
-Cosas del sufrimiento, hijo. El sufrimiento puede llegar a ser tan insoportable, que nos hace enloquecer.
-Más hemos sufrío nosotros por culpa de ellos.
-No estoy mu segura de que tengas razón, Mani. Sé por experiencia que la intensidad del sufrimiento no depende tanto del motivo, como de nuestra capacidad de soportarlo. Ni Gustavo ni los suyos parecen tener cuero pa aguantar.
-Po la Angustias...
-Ella es cosa aparte. Ella sí tiene cuero... y más clase que los tres juntos. Con tó el dolor de mi corazón, me huelo que vamos a tener que acostumbrarnos a la idea de que ella no forma parte de esa familia; pero, primero, tratemos de arreglar las cosas, ¿eh? Ve a la azotea y convéncelo de bajar pal almuerzo de mañana.
Decidió hacerlo sin falta esa noche, después de cenar.
Al subir las escaleras que le llevarían a la azotea, Mani se encontró con la mirada penetrante de uno de los muchos refugiados llegados al convento últimamente. Estaba sentado en el primer peldaño tras el descansillo y se trataba de un hombre bajo, menudo y parcialmente desdentado, por lo que la sonrisa tímida que le dedicaba parecía esbozada sólo con la comisura derecha de la boca, como si tratara de no mostrar las melladuras de la izquierda. Ese sujeto se comportaba de un modo extraño, porque nunca lo veía ni en el refectorio ni en la capilla, ni en el más público y transitado de los patios, el de la Milagrosa; desde que estaba en el convento haría unos diez días, sólo había reparado en él en circunstancias como la presente, estando solo, y como si el hombre le suplicara algo con la mirada. Le devolvió una leve sonrisa de circunstancias, se encogió de hombros y desapareció en el recodo por donde se subía a la azotea. Permaneció conversando con Elena hasta medianoche. Cuando iba a llegar esa hora, y para evitar que el rumor de voces disuadiera a Serafín de salir a realizar su ronda alucinada, se despidió de la anciana y bajó a la galería, a vigilar la aparición desde abajo, puesto que no tenía ni idea de dónde dormía; subiría a sorprenderlo sin darle tiempo de escapar. Se acodó en la baranda cercana al coro de la capilla, a esperar. A causa de la oscuridad absoluta, el cielo refulgía más esplendoroso que nunca. Era incapaz de identificar las constelaciones, pero sí lo era de admirar su belleza misteriosa e insinuante, como si el titilar de las estrellas contuviese mensajes indescifrables. Se preguntó qué interpretaciones sacaría el Chafarino de esos fulgores intermitentes cuando todavía no era ciego, durante su niñez en la isla de Congreso; suponía que historias absurdas, llenas de dioses mitológicos. Observó que el firmamento no era un toldo plano como parecía de día, sino vertiginosamente profundo. Gracias a la prohibición de encender ni una vela para no dar pistas a los bombarderos, el cielo era de noche un espectáculo prodigioso. Tuvo un sobresalto al notar que se aproximaba alguien.
-¿Qué haces aquí, a esas horas? -le preguntó sor Rosario.
-Pensar.
-A mí también me gusta meditar contemplando el cielo. Es maravilloso, ¿verdad?: brilla igual que los ojos de tu hermano Paco.
-¡Qué!
-¿Se ha ido ya?
-¿Quien?
-Paco.
-Creo que sí. Siempre se va antes de que piten las sirenas. Ya sabe usted que tiene que levantarse a las cuatro de la mañana, pa el recuento de lo que llega al mercao de abastos.
-¡Qué pena! Tenía ganas de charlar con él -A Mani le asombró el comentario-. Y tú, Manuel, ¿no tienes también que levantarte de madrugada?
-A las seis, pero me apaño con dormir cinco horas, porque echo muchas cabezás en el camión.
Mientras la monja se retiraba, una estrella fugaz dibujó un trazo luminoso encima del cuartito donde dormía doña Elena. ¡Cuántas cosas bellas habían dejado de rodear a su vieja amiga!; las miniaturas de barcos, las porcelanas, la platería, las alfombras donde se hundían los pies, todo se había volatilizado en humo. El extraño espejo de marco sinuoso donde una vez vio reflejado el espectro de Paula vestida de reina cinematográfica, ya no existía. Ningún cambio era tan ominoso como el de Elena; ahora se retorcía comida por la sarna y minada su arrogancia por el terror y la alucinación; nada quedaba de su picardía bienhumorada, y sus manos, desprovistas de la delicadeza de antaño, se movían compulsivamente en persecución de los bichos microscópicos que laceraban su piel. Recordó que también el mundo de los Robles del Altozano había experimentado cambios profundos, aunque positivos, pero la exaltación de las primeras semanas se estaba desvaneciendo. Por espantoso que pareciera, el horror se convertía en rutinario y el fulgurante relieve social de su familia ya sólo le causaba amargura, porque ese poder no alcanzaba para mitigar tanto sufrimiento: El periodista ametrallado en el vestíbulo del hospital, los refugiados durmiendo amontonados en las aceras con expesiones de derrota, la escasez que comenzaba a hacer estragos también en el convento. ¿Cómo podía refulgir el cielo con aquella indiferencia? Convencido de que nunca había hecho nada que pudiera ofender a Jesucristo, ¿por qué el cielo se negaba a indicarle dónde tenía que buscar a Inma, cómo aliviar la pena del Templao, de qué manera establecer la paz entre las dos ramas familiares de Angustias y cómo realizar el milagro de que las cosas discurrieran como Paula quería?
Aunque apenas perceptible, notó un ligerísimo cambio a la derecha de la parte superior del patio. El "fantasma" había salido a realizar su ronda con la vela encendida. Subió sigilosamente y asomó la cabeza desde la escalera. Serafín se hallaba sentado con las piernas cruzadas en el murillo de la azotea que miraba al sur; indiferente a la prohibición de encender luces, mantenía el cabo de vela ardiendo y derramando la cera sobre la mampostería del murillo.
Antes de dar un paso en la azotea, Mani se descalzó y desenfundó la pistola. Logró llegar hasta Serafín y tocarle con el cañón del arma antes de que le descubriera. Serafín alzó las manos hasta la altura de los hombros.
-Venga, enano rojo, dispara y acaba de una vez.
-Namás quiero que me escuches.
-Yo no tengo ná que escucharte.
-Eso vamos a tener que verlo. Mira, sólo quiero decirte que tu padre puede buscarse una ruina con mis hermanos y que mi madre piensa que si tú bajaras a comer con nosotros, tu padre sabría contenerse. Namás que eso, Serafín. Y, pa que veas, a mí me importa poquísimo que mañana mismo le meta mi Antonio a tu padre veinte tiros entre ceja y ceja, pero también está tu madre, que lo está pasando fatal, y la Angustias... que creo que está embarazá. Así, que tú verás.
-¿Que mi hermana está embarazada? Po que reviente de una vez, pa que no haya más rojos en el mundo.
-Eres un miserable y no sé cómo no acabo contigo ahora mismo. Pensándolo mejor, creo que te voy a liquidar ahora... Sí, voy a acabar contigo en este momento, si no me dices de una puñetera vez a dónde coño os llevasteis a la Inma.
-¡Esa puta!
Indignado por el insulto, Mani cargó el gatillo, cuyo clic sonó nítidamente.
-Venga, dispara, maricón rojillo de mierda. Aunque hayas asesinao a ese honrao militar, a mí no me acojonas.
-Sí, voy a dispararte Serafín. Te juro que voy a matarte o dejarte lisiao pa los restos -le golpeó la cadera con el cañón de la pistola-. La diferencia entre la muerte y quedarte cojo namás, está en que me digas dónde buscar a la Inma.
El frío contacto del acero actuó como un contundente medio de persuasión, al parecer inesperado, ya que por el desagradable hedor que se expandió de pronto, comprendió Mani que el vientre de Serafín había descargado en sus pantalones. A pesar de ello, su voz sonó todavía altiva y casi firme mientras decía:
-Se la vendimos a unos tratantes de blancas que mandan putas a los cabarés de Beirut. Allí está ahora, disfrutando como la guarra puta que es.
Dadas las circunstancias y el tono tremendamente cínico y revanchista, a Mani le pareció que decía la verdad. Sintió el sollozo que ascendía por su esófago y para evitar que sonase con el consecuente regodeo de Serafín, se apartó y corrió escaleras abajo.
Día a día, y por imposición del ruso, Paco iba aumentando las funciones de los repartidores, incluyendo el camión de Mani. Éste notaba el hundimiento del humor de su hermano, pero trataba de ignorarlo porque le abrumaba. Ahora, además de surtir de alimentos a La Goleta y el hospital, tenían que dedicar las horas sobrantes al transporte de toda clase de bultos, de acuerdo con las crecientes necesidades de las oleadas incesantes de refugiados que llegaban a Málaga de la costa occidental, la Serranía de Ronda, los Montes y las provincias de Córdoba y Granada.
Cada vez que el camión recorría el paseo del Parque, Mani no podía evitar revivir la escena del disparo al cabecilla rebelde. Esa tarde sintió un escalofrío, que justificó con el clima otoñal que ya reflejaban las ramas casi desnudas de los plátanos de sombra.
El lujoso hotel Miramar se llamaba ahora "Gran Hospital de Evacuación". Los suntuosos salones de estilo morisco habían sido convertidos en salas hospitalarias, que a pesar de su provisionalidad resultaban mucho más acogedoras que las del Hospital Civil. El miliciano de la puerta sonrió a Mani y se levantó del escalón donde estaba sentado para cuadrarse y alzar la mano hacia la visera de la gorra.
-Salud, camarada.
-Traemos mantas de La Goleta. Son doscientas cincuenta. Firma aquí.
-Dile a tu hermano que todavía no hace tanto frío y que son más urgentes las sábanas y los orinales. Y que les diga a las monjas que preparen vendas.
-Allí no hay monjas.
-¿Ah, no?
-No. Solamente hay camaradas enfermeras del Socorro Rojo.
El miliciano se encogió de hombros y fue a ayudar al Templao y los otros dos.
Volvían de vacío, por lo que el Templao, tal como solicitaba constantemente, propuso indagar en busca de Inma.
-A una tía mía que vive en el barrio de la Trinidad, le han dicho que la vieron hace un mes bailando malagueñas en el Mesón de la Victoria.
Mani contempló largamente a su amigo. Cada vez que mencionaba a Inma, sentía una punzada en el pecho y la náusea le agitaba el vientre. Había decidido no revelarle el lugar remoto y espantoso donde estaba su hermana, pero a veces le resultaba insoportable el peso del secreto, sobre todo cuando leía en los ojos del Templao la esperanza que cada nueva pista encendía. Arguyó:
-Eso está en el pasillo de Santa Isabel.
-Pero el que la vio es vecino de mi tía.
Tras una breve protesta, alegando que llevaban nueve horas trabajando sin parar, el chofer aceptó las órdenes de Mani. Permitieron que los otros dos milicianos se fueran y enfilaron Alameda adelante.
-Mira ése -le dijo el Templao a Mani, señalando a un miliciano que pasaba junto al camión-. Fíjate cómo reluce su anillo. ¿Sabes de quién era? De un tío mu importante que se llamaba Carlos Pareja. Ese miliciano le pidió ná menos que mil pesetas por borrar a un amigo suyo de la lista de sospechosos de complicidad con los rebeldes, pero cuando el tal Pareja volvió pa darle el dinero, éste se lo llevó con engaños a la parcela de Martiricos y se lo cargó. Tuvo que cortarle el dedo pa quitarle el anillo.
-Guaqui, ¿a ti qué te parecen esas cosas?
-¿Quieres que te diga la verdad de la chachi?
-Sí.
-¿Puedo fiarme de ti, Mani, siendo quien eres y siendo hermano de quien eres hermano?
-Me voy a cabrear.
El Templao sonrió.
-Po si quieres que te diga la verdad, tó lo que pasa ahora en Málaga me recuerda demasiao lo que los rifeños hacían en la provincia de Cádiz. No sé, Mani; estoy más liao que un kilo de estopa, porque no sé qué diferencia hay entre uno de aquellos salvajes y estos catetos enloquecíos que se han soltao el pelo por Málaga. Y... mira, Mani, fíjate en eso de ahí.
Un grupo de milicianos llevaba a un hombre con los brazos fuertemente amarrados al tronco, pero a rastras, como si se tratara de un bulto, tirando dos de ellos de sendos cabos de cuerdas. Otros dos o tres no paraban de dar patadas al bulto informe que las amarras componían, mientras que dos más le disparaban sin parar pero como si tratasen de eludir los órganos vitales; muchos disparos habían hecho blanco en las piernas y brazos a juzgar por las manchas de sangre. Los alaridos del prisionero les causaron espanto. Mani sacó el torso por la ventanilla y preguntó a uno:
-¿A dónde lo lleváis?
-A la Casa del Pueblo del Perchel. Ven si quieres una mijilla de cachondeo.
-Síguelos -ordenó Mani al chófer.
-No podemos meternos, Mani -adujo el Templao.
-Ésta no es la idea que tiene mi madre de lo que está bien, ni siquiera es lo que quiere el Paco. Y a mí, me entra descomposición. No te preocupes, Guaqui, que todavía me queda ese rollo de "vengador de los pobres". No tengas miedo.
La comitiva de milicianos arrastrando al hombre y el grupo que les seguía jaleándolos, iba creciendo. No paraban de dar patadas ni de disparar al cuerpo envuelto en sogas a lo largo de la Alameda y mientras cruzaban el puente de Tetúan. Al final del puente, se sumaron dos muchachos provistos de agujas colchoneras; entre carcajadas y aclamaciones del grupo, se pusieron a pinchar reiteradamente el cuerpo arrastrado que, incomprensiblemente, continuaba consciente. Mientras bajaban la rampa que conducía hacia Santo Domingo, el hombre suplicaba con gritos desgarrados que lo matasen de un vez.
-¡Ahora mismito! -dijo entre carcajadas uno de los milicianos armados.
Volvieron a dispararle en un brazo y en una mano. Más chorros de sangre y más alaridos que sólo provocaban risas. Llegados ante la Casa del Pueblo del Perchel, se acercó un niño de unos diez años y le dio una bofetada, diciéndole:
-Traidor de mierda, voy a quitarte el reloj, porque, total, van a birlártelo de toas toas en cuanto la palmes...
Los dos milicianos que jalaban de las sogas, lo arrastraron hasta el escalón del portal de la Casa del Pueblo. Una vez medio sentado, dispararon con ametralladora a sus piernas. Dos muchachas aplaudían en balcones del otro lado de la calle, pero se asomó tras ellas una mujer mayor gritando:
-Sois unos salvajes, lo que hacéis es inhumano; matarlo de una vez, cojones.
Notando que el atado se había desvanecido, dijo Mani:
-Vamos Guaqui, a lo mejor estamos a tiempo todavía.
Se bajó del camión y, seguido del Templao, se plantó frente a los milicianos. Dos de ellos lo reconocieron en seguida.
-Salud, camarada Manuel -dijo-. ¿Podemos ayudarte en algo?
-Me voy a llevar este fiambre. Al pasar con el camión, he visto que ibais a necesitarme y por eso he esperao que lo matéis, porque dice mi hermano Paco que hay que tener mucho cuidaíto con la higiene y las epidemias.
-Pero podemos reírnos un rato más... no se ha muerto todavía
-Yo creo que sí, camarada. Deja que me lo lleve, si no quieres meterte en un lío.
Todos se encogieron de hombros. Mani apremió al Templao con un gesto y entre los dos cargaron el cuerpo en la caja del camión.
-Corre pal Hospital Civil -ordenó Mani al chófer.
Antonio se había marchado ya con destino a La Goleta, pero la monja portera, que ahora era enfermera del Socorro Rojo, aceptó que lo internasen:
-Vive todavía, aunque creo que no le quedan ni diez minutos de vida -dijo-. Iros y no le digáis a tu hermano ni mú, a ver si no le salvamos hoy la vida a este pobre hombre para que lo fusilen mañana.
-Ya has cumplío con ése Mani. -dijo el Templao-. Ahora, por lo que más quieras, cumple conmigo. Vamos a casa de mi tía.
Estacionaron el camión en la Calzada de la Trinidad y corrieron calle Trinidad abajo. La tía del Templao estaba asomada al balcón, cotorreando a voces con una vecina asomada al balcón de enfrente, y les dijo que habían mandado al frente al hombre que decía haber visto a Inma hacía un mes.
Regresaban malhumorados hacia el camión cuando alertó Mani:
-¿Oyes?
Llegaban los aviones a una hora poco usual, casi al anochecer.
-Ahora que Málaga es la base de la Armada de la República, los cañones de los barcos lo ahuyentarán -dijo el Templao.
-No creo que puedan -contradijo Mani-. No van a apuntar tierra adentro, contra la población.
-¡Niños, meteros en un refugio! -gritó el Templao a un grupo de chiquillos que saltaban en cadena unos sobre otros, en un juego que llamaban "agachaílla"; todos ellos miraron insolente y burlonamente a los dos amigos y continuaron el juego.
La primera explosión sonó a escasa distancia. Las fachadas oscilaron, los cristales estallaron, los niños pararon el juego mirando hacia el cielo con estupor y muchas macetas perdieron su precario equilibrio en los balcones.
-Corre -urgió el Templao a Mani-, que nos vamos a quedar sin cabeza.
Le precedió hasta el portal más cercano. Cerró precipitadamente la puerta, echó los cerrojos y empujó a su amigo hacia el interior, obligándolo a pegarse a una pared que parecía firme. Permanecieron todo el bombardeo junto a ese muro.
-Como caiga una bomba en el patio -murmuró el Templao- estaríamos aviaos, porque no hay pantalla que nos proteja de la metralla ni de la onda expansiva. Aquí estamos a salvo de lo que caiga en la calle, pero si cayera en el patio...
Los estallidos tronaban tan cerca, que el suelo crepitaba bajo sus pies como si estuvieran en una barca sobre la marejada, y la pared maciza cuya protección procuraban parecía ahora una frágil y ondulante empalizada de cañas a punto de desplomarse sobre ellos. Mani descubrió con perplejidad que no sentía miedo, sino una irritante mezcla de rabia y nostalgia; rabia porque la muerte le llegase a cambio de nada, estando inactivo e inmóvil, y nostalgia del amor de Paula y sus hermanos así como del tiempo que no había tenido de aclarar los misterios que ella y ellos parecían empeñados en impedirle resolver. Pasado un tiempo que pareció la eternidad, el fragor del bombaredo fue sustituido por el estrépito de los lamentos. Salieron cautelosamente a la calle cegados por las brumas, protegiéndose los ojos con las manos contra el humo y el polvo. Había cuerpos despanzurrados por doquier, pero lo que les horrorizó fue descubrir que los niños que jugaban a la "agachaílla" no habían tenido tiempo de correr y ni siquiera de comprender la magnitud del peligro; todos ellos se habían convertido en un montón desordenado de miembros y torsos amputados. Los trozos de carne ensangrentada emergían entre los escombros y los cascotes como rosas monstruosas florecidas en un escorial. El Templao se arrodilló con los puños alzados.
-Me cago en la madre que os parió, hijos de puta.
Por una dolorosa asociación de ideas, Mani consideró que había llegado la hora de que el Templao supiese que la búsqueda de Inma era inútil. Pero no iba a ser él quien se lo dijera; tenía que oírlo de los propios labios de Serafín y que de ese modo se produjera de una vez la catarsis que no tenía más remedio que llegar algún día, porque había demasiadas tensiones en la familia, tensiones que comenzaban a resultar insoportables, y creyó que sería bueno que alguno de los temores se concretase por fin; prefería que no fuese ninguno de los que afectaban directamente a los miembros de su familia. Era mucho peor la presión permanente de la cercanía eclipsada de Serafín, que actuaba como la carcoma en el ánimo de todos, que el disgusto por lo que el Templao le hiciera, que no podría ser peor que lo ocurría a todas horas por todas partes en toda la ciudad. Propuso a su amigo:
-Me tienen mosqueao las cosas del Serafín. ¿Vienes conmigo esta noche a la azotea, a ver si conseguimos encontrar el sitio donde duerme?
Subieron cerca de la medianoche. Saludaron brevemente a Elena desoyendo sus desvaríos y cuando volvieron al aire libre, dijo el Templao:
-Escucha, Mani; aunque seas más listo que el hambre, te falta entrenamiento pa algunas cosas. Quédate ahí dentro, con la de los barcos; a mí me enseñaron en Tetuán a moverme como una sombra y si el Serafín tiene su escondite en la azotea, lo encontraré sin que él ni siquiera sospeche que lo he visto. ¿Vale?
Comprendiendo que tenía razón, Mani asintió. Elena se rascaba desesperada y convulsamente, pero dejó de hacerlo al verlo entrar de nuevo y solo.
-Doña Elena... tengo una pregunta que lleva más de un año calentándome la cabeza. ¿Hay algo raro entre usted y mi madre?
-¿Ya te lo ha contado tu padre?
-¿Qué dice usted? Mi padre murió hace como diez años.
Elena se mordió el labio de un modo que profundizó el recelo de Mani.
-No hay ningún misterio, Mani. Tu abuelo fue mi esposo.
-¡Qué!
-Yo soy la viuda de (Manuel) Robles del Altozano, que murió justo dos años después de casarnos. Siendo como eres, me extraña que no te hayas enteao antes.
-Y entonces... ¿mi abuela?
Por los ojos de Elena cruzó una ráfaga de lucidez. Había jurado a Paula hacía mucho tiempo que no sería ella quien revelase a Mani el meollo del caso; la fiebre y el nerviosismo causados por la sarna habían debilitado su determinación.
Mani sentía la garganta agarrotada, imposibilitado de reanudar el interrogatorio, cuando se entreabrió la puerta y el Templao le chistó desde fuera.
-Parece que fueras brujo, Mani -le dijo al oído, tras alejarse de Elena-, con la ocurrencia de que espiáramos a ese fascista de mierda. Ya lo verás, vas a conseguir que te saquen otra vez en el periódico.
Le pidió silencio poniéndose el índice sobre los labios y le empujó hacia el extremo contrario de la azotea, tras un intrincado recorrido entre chimenas, cuartillos como garitas y huecos de patios. Junto al murillo que daba a la esquina de calle Curadero, le ordenó por señas que no hiciera ruido. El escondite de Serafín era tan estrecho, que Mani no comprendió cómo podía dormir allí, pero el misterio se aclaró cuando se subió al murillo y miró por la tronera que el Templao le indicó. No había cama ni nada parecido; a la luz de una vela, Serafín manipulaba un complicado aparato.
-Es una radio de campaña -murmuró el Templao a su oído-. Mira aquéllo que parece una caja con una manivela; es el generador portátil. Solamente lo había visto pintao en un papel, porque ni siquiera la Legión tenía uno tan moderno cuando yo estaba en el cuartel. Prepárate, que voy a tumbar la puerta.
Inesperadamente, el angosto portillo cedió sin esfuerzo, porque no tenía echado el cerrojo; tan grande había llegado a ser la confianza del hijo del barbero en la seguridad de su escondrijo. Serafín se puso de pie de un salto y se volvió hacia ellos con expresión descompuesta. El Templao se echó encima de él, aferrándole los brazos y el cuello.
-¡Soc...! -fue a gritar Serafín, pero Mani le dio una bofetada y le tapó la boca.
-Así que tú eres el que avisa pa que los aviones puedan venir a masacrarnos incluso después de anochecío -acusó el Templao con fiereza.
-Estás equivocao... -protestó desesperadamente Serafín.
-Te vamos a fusilar ahora mismo -amenazó Mani.
-Pero... -intervino el Templao- podrías evitarlo si me dices dónde está mi hermana.
-Yo...
-Venga, ten agallas pa decirle dónde está -incitó Mani.
-¡No lo sé! -aseguró Serafín con un sollozo-. Yo no tuve ná que ver con su desaparición.
-Embustero de mierda -dijo Mani al tiempo que lo abofeteaba.
-Te conté lo que te conté pa encorajinarte -dijo el hijo del barbero mientras mojaba visiblemente el pantalón-, pero te juro por mi madre que no lo sé.
-No insistas, Mani -dijo el Templao-. A éste lo vamos a fusilar, pero antes lo llevaremos a la checa de Carretería, pa sacarle a hostias el paradero de la Inma. Iremos a despertar a tu Paco, pa que vea el percal y dé las órdenes de requisación de la radio. Venga, vamos a amarrarlo y amordazarlo, y a correr.
Volvieron a la azotea quince minutos más tarde, con Paco todavía desperezándose. Encontraron el cuartillo vacío y sin trazas de haber contenido el valioso aparato ni el mueble que lo sustentara; limpio y lleno de canastos de ropa preparada para ser planchada. Pacó miró severamente a su hermano y al Templao.
-¿Qué pasa, estáis de cachondeo?
Que Serafín se esfumara contribuyó a enfriar los ánimos de la familia, aunque a Mani le hervían las entrañas de furor no sólo por no haber sido astuto y cauto para eliminar, antes de ir en busca de Paco, la traición diaria de una radio que a saber dónde la habrían instalado ahora, sino porque se sentía ridículo ante su hermano. Serafín podía estar riéndose de su ingenuidad y la del Templao al dejarlo solo por muy maniatado que estuviese, sin importarle la inquietud que su marcha causaba a sus padres; reiría a carcajadas junto a la radio, emitiendo mensajes fratricidas al enemigo, o apostado de guardia en cualquier trinchera de los rebeldes. De todos modos, celebraba la momentánea disminución de las disputas familiares, mientras meditaba sentado en la azotea y sin acabar de decidirse a entrar de nuevo en el dormitorio de Elena, para que no le desconcertase más aún con cuentos delirantes sobre su familia ni con sus visiones febriles, ya que a pesar de la desaparición del hijo del barbero continuaba insistiendo en que veía todas las noches a un fantasma recorriendo la azotea con una vela en la mano. Había subido para convencerla de que se trataba de un sueño, y hacía guardia sentado en el suelo, junto a la puerta de la anciana, tosiendo de vez en cuando para que ella supiera que continuaba la guardia. No era capaz de discernir si Serafín habría dicho la verdad cuando habló de Beirut o cuando tenía el brazo del Templao a punto de estrangularle. Inma podía estar en ese instante no muy lejos, contemplando el firmamento como él y ansió que sus miradas convergieran en una misma estrella, para que así le transmitiera telepáticamente un mensaje comunicándole dónde estaba y que se sentía bien.
El fantasma no apareció y el alba encontró a Mani dormitando en las toscas baldosas mazaríes de la azotea.
Pocos días más tarde, cuando el frío comenzaba a intensificarse y discurría ya un arroyuelo por el centro del lecho del Guadalmedina, dio un salto en su asiento del camión. Por suerte, el Templao iba detrás, en la caja vacía, con los otros dos milicianos, y ello le libraba de responder la pregunta que sin duda le habría hecho al notar su agitación. Mientras recorrían el puente, el camión se cruzó con las dos carretas de una tribu de gitanos que solían acampar en el soto de eucaliptos que llamaban Martiricos. Mani volvió la cabeza, a punto de dar un alarido. Asomada a la trasera de la segunda carreta, iba una gitana rubia abrazada a un hombre mayor. Bajo el exagerado adorno de colorete y abalorios, los ojos chispeantes le convencieron de que se trataba de Inma y fue a dar la orden al conductor de que volviera atrás para ir tras las carretas. Una segunda mirada le obligó a desistir. No podía tratarse de Inma, era su ansia la que le hacía creer que lo era, y sería descabellado dar la orden de virar porque al averiguar el motivo, el Templao se lanzaría hacia las carretas como un suicida, para enfrantarse por lo menos con dos docenas de gitanos. Organizaría una reyerta en la que podía morir o, por lo menos, que ocasionaría el retraso del reparto, el regaño de Paco, el furor del ruso y un montón de heridos para que, al final, pudiera tratarse de una equivocación. Decidió aguardar a la noche y acercarse él solo al campamento de Martiricos, para comprobar si se trataba o no de Inma.
Tuvieron un día muy ajetreado, porque el ruso, complacido con la eficacia con que cumplían sus cometidos, ordenaba a Paco que les premiase encomendándoles más y más misiones. Mani llegó a la mesa familiar, en el refectorio de la Goleta, cuando ya todos ellos habían cenado. Volvían a discutir.
-Va a tener que alistarse -decía Paco en el momento que Mani se sentó.
-¿Quién, yo? -protestó Gustavo el barbero-. ¡Vamos, anda!
Mani trató de no escuchar la discusión que se prolongó durante todo lo que tardó en cenar. El barbero respondía cada vez con mayor insolencia a Paco y Antonio, cualquiera de los cuales tenía suficiente poder para obligarle no sólo a alistarle, sino a apresarle y fusilarle. Notoriamente, el barbero se escudaba en la determinación de Paula de que tal cosa no ocurriera jamás, pero también a ella conseguía exasperarla cuando respondía a los ruegos de Angustias con insultos al hijo que crecía en su vientre, lo que desveló a Mani un embarazo del que no había tenido noticias, ni había sido capaz de imaginarlo puesto que Miguel batallaba en el frente de Loja. Paco alegaba el enfado de las vecinas por el privilegio concedido a un hombre como Gustavo que sólo tenía cuarenta y dos años, el único de sus condiciones que permanecía inactivo mientras cada día llegaban los comunicados de muertos nuevos; Antonio reprochaba su cobardía, retándolo a ir al frente aunque sólo fuese para desertar y unirse a los rebeldes; Paula no paraba de pedir calma, mientras trataba de consolar a Angustias, situada entre las dos trincheras y desesperada por su consciencia de la imposibilidad de fundirlas en una. Escudado en la inmunidad que Paula le proporcionaba, Gustavo acrecentaba a cada nueva frase la gravedad de sus insultos. Las monjas mantenían las acostumbradas expresiones hieráticas, con pretensión de equidistancia.
-Por lo menos -dijo Paco a Gustavo, como si quisiera contemporizar-, ofrézcase usted para formar parte del grupo que da instrucciones a los vecinos sobre cómo protegerse de los bombardeos y cómo organizar la evacuación, si llegara el caso...
-¿Qué significa eso, Paco? -preguntó Paula-. ¿Es que vamos a tener que huir...?
Paco la interrumpió:
-Hay que preparse para cualquier cosa, mamá.
-¿Prepararnos para morir como ratas en una alcantarilla o para huir como conejos? -el tono de Paula era de indignación- ¿Ésta es la guerra que ibais a ganar en dos días?
Paco carraspeó.
-Nos encontramos entre dos fuegos, mamá; el gobierno conserva toda su fuerza, pero Málaga está en el peor lugar. Con la ayuda de Italia y Alemania, los rebeldes son ahora más fuertes que nosotros en el mar y, por tierra, los tenemos rodeando casi toda la provincia, que forma una bolsa que se adentra en territorio enemigo por tres lados. Dentro de ná, vamos a ser mu castigaos por la artillería... pero ya verás que el gobierno...
Antonio le interrumpió:
-A esos monigotes almidonaos del gobierno les importamos una leche frita. Como en Málaga ha triunfao de veras la revolución libertaria, tú verás que nos dejan a merced de los rebeldes pa que ellos hagan el trabajo sucio de exterminarnos...
-Antonio! -exclamó Paco-. No te consiento...
-¡No me consientes!..., ¿pero qué te has creío? ¿Es que no te das cuenta, Paco? Pa ayudarnos a defendernos tienen que aprovisionar un frente extra de más de doscientos kilómetros. Hasta un ciego vería que pal gobierno de la república somos un incordio mu caro. Dejando a Málaga en manos de los rebeldes, se reduciría la línea de fuego y podrían reforzar otros frentes. Nos van a sacrificar, ya lo verás.
-Y en Málaga habrá, por fin, orden y decencia -murmuró el barbero.
Antonio desenfundó el arma y, a punto de alzarse del asiento, fue obligado a sentarse de nuevo por Ana y Paco.
-Málaga es una de las ciudades más importantes de España -arguyó Paula-. No creo que al gobierno le convenga perderla.
-No dices más que barbaridades, Antonio -opuso Paco, en cuyo tono detectó Mani vacilación y cierto abatimiento-. Lo mismo que se alarga el frente republicano por la defensa de Málaga, se alarga también pa los fascistas. Aunque le costemos caro al gobierno, más caros somos pa los rebeldes.
Esquivando los ojos de su madre, Antonio apuntó el arma en dirección a Gustavo.
-Mira, granaíno de mierda, como no te alistes mañana, date por muerto.
La discusión continuaba cuando Mani consiguió escabullirse con dirección a Martiricos. Se sentía muy triste mascullando las tres novedades: el embarazo de Angustias, el derrumbe de Paco y su temor de que podían estar a punto de caer en manos del enemigo. Las calles se encontraban completamente a oscuras. Habían cortado el gas del alumbrado público y las pocas lámparas eléctricas permanecían apagadas, para no dar pistas a los bombarderos. Sin embargo, había una fogata en el campamento gitano, que refulgía como el sol entre tanta oscuridad. Se acercó con mucha cautela, pues no estaban las cosas en la ciudad como para aproximarse furtiva y sospechosamente a un grupo de nómadas curtidos por siglos de peregrinación. Recordó el relato del Templao sobre su huída del frente rebelde, y se arrastró los últimos trescientos metros. A la luz naranja de la hoguera, todas las gitanas parecían rubias. No reconoció en ninguno de sus rostros repintados los rasgos de Inma, pero se mantuvo mucho rato al acecho. Permaneció tendido y oculto tras un eucalipto durante más de una hora, hasta que llegaron los guardias; alguien habría observado el resplandor y les había avisado. Apagaron el fuego a patadas, amenazaron con acritud a todos los hombres de la tribu, con un lenguaje lleno de maldiciones, y requisaron más de veinte facas. Cuando Mani se alejó, estaban levantando el campamento apresuradamente.
Dos días después del ultimatum de Antonio para que se alistase, Gustavo el Granaíno desapareció de la Goleta junto con su mujer. A nadie asombró que a partir de entonces Angustias se mostrara algo más animada pese a la ausencia de Miguel.
Pero Mani pasó muchos días en un estado progresivo de autopunición, porque habiendo cometido la imprudencia de dejar escapar a Serafín con su valioso aparato de radio, le desesperaba creerse obligado a mitigar el dolor que apreciaba alrededor y sentíase incapaz de lograrlo. Paula lo miraba como si reprimiera el impulso de abrazarlo para consolarle, sabedora de que él no quería sentirse un niño desvalido. Mientras, el Templao parecía no darse cuenta de su angustia, ya que el ansia de encontrar a Inma se había convertido en una obsesión obnubiladora que le dotaba de un desagradable brillo de locura en los ojos.
El Chafarino le aconsejaba librarse de tanta carga:
-A tu generación la han estafado robándole la niñez, Mani. Te oigo hablar como si fueras un hombre de mediana edad, un hombre muy defraudado, y me dan ganas de rebelarme contra los dioses y maldecir al mundo por lo que te han hecho y por lo que te exigen cuando todavía no has cumplido los catorce. Ni tu cuñada embarazada ni su padre, ni su hermano con su espionaje traidor, ni la depresión de tu hermano Paco, ni el misterio de la relación de tu madre con esa señora, ni la hermana del Templao... nada de eso puedes resolverlo tú, porque son cosas que no dependen de tu voluntad ni son de tu responsabilidad. Esta vida vuelta del revés no es vida, pero los que somos capaces de comprenderlo deberíamos resguardarnos de los zarpazos que nos da. Te escucho hablar sin que un gemido te rompa la voz, como si ya te hubieras insensibilizado a tu propio dolor, pero tu dolor existe, Mani, y se puede convertir en un quiste que afecte a toda tu vida futura. Juega de vez en cuando, hombre; enciérrate con esa vecina tuya, la Chata, a follar, o sal por ahí a retozar y reír. Trabajas... ¿cuántas horas?, unas diez, ¿no?; nadie va a reprocharte que te tomes un respiro.
La picazón había descompuesto ya definitivamente el humor de Elena. Sus antebrazos estaban llenos de las heridas que ella misma se provocaba al rascarse. Era difícil mantener una conversación con ella, pues a cada instante se quejaba del picor y escondía la mano para rascarse hasta sangrar. Paula le cortaba las uñas de raíz, pero ello no impedía que las heridas se multiplicaran.
-Me da escalofríos, Manuel. De noche, veo pasar por aquella galería del primer piso a gente que viene y va con velas en las manos. Es como una procesión de fantasmas. Ay, Virgen de Zamarrilla, este picor no me deja vivir.
Cuando pasaba más de cinco minutos en el cuartillo, Mani llegaba a sentir deseos de rascarse también.
-No tiene ná de raro, doña Elena. Serán las monjas cuando van a rezar a la capilla.
Ella estaba retorciéndose, como si intentara alcanzarse la espalda para rascarse.
-¡Qué va! Ay, por Dios, parece que me recorrieran alacranes por tó el cuerpo. Después de cenar, las monjas ya no vuelven a la capilla hasta las maitines. Los que recorren la galería con velas no son monjas; causan espanto. Ya casi no consigo dormir -se metió la mano por debajo del embozo y se rascó rabiosamente el muslo-. Dios debería mandarme la muerte. Si tu abuelo viviera...
El Templao actuaba como un autómata. Mani renunció a viajar en la cabina del camión, para ir con él en la caja, porque había dejado de intuir sus reacciones y ya no se sentía capaz de impedirlas. En las calles se apilaban los destrozos de los bombardeos recientes, revueltos con los escombros antiguos de todos los bombardeos, que ya nadie se preocupaba de retirar. La ciudad se dejaba ganar por el desánimo mientras los refugiados de otras provincias arrastraban los pies, en busca de huecos donde recostarse en las aceras a esperar nada. Formaban procesiones sonámbulas que parecían salidas del purgatorio.
-¿Qué comerá esa gente? -dijo Mani, por sacar al Templao de su melancolía.
-Tó los días hay reparto...
-¡Qué va, Guaqui! Hace cerca de dos semanas que sólo les dan pan, aceita y sal.
El Templao volvió a sumergirse en su mutismo. Esa mañana consiguieron muy pocos víveres y terminaron de disbribuirlos a mediodía, a pesar de que tenían que abastecer el hospital, la Goleta y cinco asilos. Resignadamente, Mani abandonó el camión para seguir al Templao en su peregrinaje de casi todos los días, con escepticismo y sin convicción. No conseguía optar entre las dos afirmaciones de Serafín; Inma podía haber muerto ya, corroída por la sífilis en un hospital de Beirut, como podía vagar por las carreteras malagueñas sin saber quién era. La calle Camas era un reducto canallesco de lo que antaño fuera una calle portuaria. Ahora, tras los rellenos de varios siglos, el mar se encontraba casi a un kilómetro de distancia, pero la estrecha calleja presentaba la misma truhanería marinera y seguía siendo el escaparate patético de la prostitución más decadente. Sorprendentemente, cuando menos hombres en pleno vigor quedaban en la ciudad, metidos todos en una guerra interminable, más busconas competían a tarascadas en busca de un mendrugo que llevar a sus casas. Desgreñadas y macilentas, ¿a quién podían seducir? El Templao fue preguntándoles por Inma, describiéndola como si pudiera conservar el brillo de sus ojos, el lustroso pelo dorado, la dulzura de su sonrisa y su ingenuidad, como si el año y medio transcurrido desde su desaparición no le hubiera causado mella. Algunas prostituras hablaron desganadamente de que ayer, o anteayer, o la semana anterior, o no sabían cuándo, habían visto a una muchacha de esas características, mientras el Templao lloraba desconsoladamente.
Paula no estaba en la cocina, preparando la cena familiar como cada día a esas horas. La monja encargada, sólo nominalmente pues quien mandaba allí de verdad era Paula, le dijo a Mani que su madre estaba en el patio de Lourdes. Fue en su busca, pero se detuvo antes de que ella se diera cuenta de su aproximación, porque hablaba con el hombre pequeño, enjuto y desdentado que a veces le causaba desazón con su mirada intensa y pretendidamente cómplice.
-Pero fuiste tú quien se marchó -oyó decir a su madre.
-Mira, Paula, tienes que comprender que aquello fue cosa de juventud.
-¿De juventud? ¡Tenías treinta y cuatro años y cinco hijos!
-Ha pasao mucho tiempo, Paula. Ahora soy más maduro. Entonces, no era capaz de soportar tu altanería y tus delirios de grandeza...
Mani echó a correr hacia la azotea, dispuesto a huir del universo que se desplomaba sobre su cabeza. ¿Quiénes eran sus hermanos, que le habían mentido toda la vida? ¿Quién era su madre?, ¿cuántas cosas le ocultaba, además de la existencia de su padre?
Aterido, tendido en el duro suelo de la azotea, fue Ricardo quien le despertó.
-¡Mani!, ¿qué haces aquí? El camión te espera hace media hora y mamá ha pasao la noche buscándote como loca.
Echó a correr. Antes de llegar a la puerta lateral, detuvo con un gesto al Templao, que parecía a punto de reprocharle el retraso, porque escuchó que Paula hablaba con Antonio, en la cocina, mientras preparaba el café:
-No debiste permitirle a mi padre que se quedara en la Goleta -dijo Antonio.
-Seguro que el niño nos escuchó hablar en el patio de Lourdes, pero tuve la mala pata de no darme cuenta de que estaba por allí hasta que echó a correr.
-No te preocupes, mamá. El niño tienes más huevos que nosotros y sabe cuidar mu bien de sí mismo. Tú, haz como si no supieras que te escuchó. Pero a mi pa... a ese hijo de puta, hay que decirle que se vaya de la Goleta antes de que el niño se tropiece de nuevo con él.
-No podemos echarlo, Antonio. La casa donde vivía la tiró una bomba hace tres meses y él, tú sabes de sobra cómo es. No tiene donde caerse muerto.
Mani salió en silencio, con el dedo en los labios para que el Templao no hablase hasta haberse alejado del convento. Cuando volvió del reparto, la mesa del almuerzo parecía más desolada que otros días. Mani comprobó que todos interrumpián la conversación al verle llegar. Ahora, a causa de la escasez, Paco y Antonio comían a diario en el convento, donde tanto las monjas como Paula conseguían cocinar milagros a base de productos casi inexistentes. Paula abrazó a Mani, sin preguntarle nada y como si no hubiera pasado la noche en vela buscándolo. Intentando borrar de la mente de todos los comensales el tema de la conversación interrumpida, Antonio dijo:
-Vaya porquería de pan. Si no conseguimos romper el cerco, pasaremos más hambre que el perro del afilador.
-Los pueblos progresistas del mundo no nos abandonarán -dijo Paco, aunque ya con menos rotundidad que meses atrás.
-¿Tú crees? -replicó Antonio-. ¿A dónde vas a mandar en busca de municiones? El día menos pensao, los milicianos tendrán que tirar piedras en vez de disparar.
-El Comité de No Intervención tiene maniatados a los países amigos -arguyó Paco-, pero tarde o temprano vendrán en nuestro auxilio. La mar está cada dia más peligrosa, los rebeldes nos han hundido demasiados barcos, sin contar que nuestra única comunicación con la zona republicana está siendo más hostigada que nunca. La escasez es momentánea, ya verás.
-¡Hay que hacer milagros en la cocina! -exclamó Paula.
-Tu madre inventa tós los días platos nuevos, con los poquísimos avíos que hay -dijo Angustias, sonriendo como si se tratase de un juego y con la mano en el vientre,
-Po a mí se me ha desaparecío el paladar -dijo Ana, señalando su barriga.
-Ten en cuenta -Paco hablaba a Antonio- que la población de Málaga se ha duplicao con los refugiaos que llegan huyendo de las barbaridades de los rifeños. Con tantos gaditanos, sevillanos, cordobeses y granaínos, no hay cuentas que salgan.
-La Hoya de Málaga da de tó -proclamó orgullosamente Antonio-, desde papas a trigo, desde aceitunas a cañaduces, desde tomates a naranjas... Lo que de verdad produce la escasez es la sucia burocracia y... esos rusos tuyos, que no hacen más que meterse en lo que no tienen ni idea. El pueblo llano se organizaría mejor.
-Sin disciplina... -fue a decir Paco.
Paula le interrumpió:
-Todos somos conscientes de que estamos en guerra y hay que aguantarse.
-Esos es, estamos en guerra -proclamó Paco-. Hasta los meones saben que la guerra obliga a sacrificarse. En cuanto el gobierno pueda...
-¡El gobierno! -ironizó Antonio-. ¡Me río yo de esos cobardes encorbataos! Dejarán a Málaga en la cuneta, y si no, tiempo al tiempo. Nos entregarán a los rebeldes a cambio de un refuerzo de los frentes que de verdad les interesa, que no son los nuestros, y consentirán que los moros acaben con los libertarios malagueños que tantos quebraderos de cabeza les hemos dao. Tenemos que declararnos independientes...
-¡Tú estás loco de remate!
-Paco, no insultes a tu hermano -reconvino Paula.
-¿Sabes si el Migue vendrá pronto de permiso? -preguntó Angustias.
-Las cosas no están en el frente pa dar permisos como en la escuela -respondió agriamente Paco.
-¿Por qué no hablas con alguien? -rogó Angustias mientras se tocaba el vientre-. Tengo unas ganas de decírselo...
Paula le acarició la mejilla. Mani advirtió de reojo que llegaba el hombrecillo enjuto y desdentado, y al instante abandonaba apresuradamente el comedor, empujado por una mirada acerada de Paula.
Acudió el Templao con la cara congestionada, hablando de una nueva pista sobre el paradero de Inma, pero Mani se excusó y huyó hacia la playa.
-Deberías haberlo supuesto -dijo el Chafarino-. ¿Habías visto a tu madre alguna vez llevar flores a su tumba un primero de noviembre? No, ¿verdad? ¿Ha habido en tu casa una mariposa encendida ante su retrato? -Mani negó con la cabeza-. Si no lo has sabido antes, es porque no has querido.
-Ella me ha mentido toa mi vida.
-No es un engaño lo que se hace por el bien de un hijo.
-Pero anoche, le hablaba con tanta frialdad...
-Es natural, Mani. No sientas rencor hacia tu madre y trata de ponerte en su lugar. Imagina, una mujer joven, guapa y con cinco hijos, abandonada por su marido...
-Por lo que hablaban, creo que ella le hacía sentirse inferior...
-Pero tu madre no tiene la culpa. Tú mismo, ¿no me has dicho siempre que te parecía muy distinta de las vecinas y que todos hablaban reverencialmente de ella? Nadie puede renunciar a su personalidad, ni siquiera por amor. Me parece que aún no sabes toda la historia. ¿Has conseguido que la de los barcos te explique el misterio de su relación con tu madre?
-¡Dice que mi abuelo fue su marido! A mí me parece que desvaría, por la sarna...
-A lo mejor es cierto. Ese apellido tuyo no lo lleva nadie más, ¿verdad?
Mani pasó desvelado casi toda la noche, rumiando la conversación con el Chafarino. Paco escuchaba una radio de galena y no se daba cuenta de que su hermano menor estaba despierto. En cuanto amaneció, golpeó ruidosamente la puerta de Antonio y salieron cogidos del brazo a festejar la esperada y sensacional noticia: Rusia, cansada de tolerar que Italia y Alemania se burlasen del Comité de No Intervención, había decidido ayudar a la república con armas y alimento, además de mandar todavía más asesores.
Desde lo alto de la caja del camión, la ciudad parecía esa mañana más optimista. Como si se tratase de un ensalmo, la noticia afectó también a los suministros, pues sin que Mani pudiera imaginar de dónde habían salido, hallaron mayor abundancia y variedad de alimentos. El reparto les tomó más tiempo que los últimos días y librado momentáneamente de su angustia, se sintió con ánimos para acompañar al Templao en el seguimiento de otra pista falsa de Inma, sin resultado, como siempre. Volvió a la Goleta cuando ya anochecía.
-¿Has visto a tu hermano Paco? -le preguntó afanosamente sor Rosario.
-No tengo ni idea.
-Cuando lo veas, dile que tengo que contarle una cosa sin falta.
Mani se encogió de hombros. Pasó unos instantes en el cuartillo de la azotea, soportando los ayes, las rascaduras y los desvaríos de Elena, y cuando volvió al patio, el corazón le dio un brinco. Más allá del vestíbulo, vio que Miguel subía la escalinata de la entrada principal, cargado con un bulto muy voluminoso. Corrió a abrazarlo.
Por obra de Paco, Miguel volvía tras meses de ausencia. El simulacro de uniforme era un montón de harapos que descubrían generosamente su piel magullada; sus ojos parecían mirar desde otro mundo; tenía sucios esparadrapos en la mejilla izquierda, en una cara ennegrecida por el sol y el espanto. Había cumplido veinte años hacía poco, pero ya tenía profundas arrugas alrededor de los ojos. Angustias se desmayó; Paula contuvo el salto que había iniciado para abrazar a su hijo con objeto de socorrer a su nuera. Miguel se desplomó en el banco de madera de la entrada, soltó el artefacto que portaba y se pasó la mano por los labios resecos. Mani corrió en busca de una jarra de agua, que su hermano bebió de un sorbo.
Acudieron muchas monjas, así como la superiora, y pugnaron entre sí en una impaciente retahila de preguntas. ¿Resiste la república? ¿Avanzan los nacionales? Miguel las ignoró y, una vez recuperado el aliento y tras un beso fugaz a Paula, se abrazó con avidez al cuerpo de Angustias. Se miraron a los ojos como si estuvieran solos y sin comprender cómo, Mani se sintió conectado al universo particular a donde habían huído. Todo se desvaneció y sólo existía la perdida inocencia de la expresión de su madre, que ahora le parecía tan culpable, y la felicidad de Miguel y Angustias.
Luego de festejar con grandes aspavientos la noticia del embarazo, Miguel respondió la pregunta de la superiora sobre el voluminoso objeto que portaba.
-Se lo quité a los rebeldes, en una incursión que hicimos dos compañeros y yo cuando veníamos pacá esta mañana. Viajábamos los tres en un carro, y los vimos en lo alto de una loma, por el Trabuco. Eran cinco, una avanzadilla de inspección. Rodeamos la colina y caimos por sorpresa sobre ellos. Los pobrecillos, no tuvieron ni tiempo de reaccionar. Esto, me lo he traido yo por no volver al frente, no me fueran a anular el permiso.
-Parece importante -opinió la superior-. Deberías entregárselo a las autoridades.
-Paco sabrá que hacer -dijo sor Rosario.
De reojo, Mani notó que el hombrecillo desdentado parecía ansioso de entrar y decir algo; Paula volvió a expulsarlo con la mirada. Cuando llegó Paco, examinó el objeto con expresión complacida. Después del examen y tras cavilar un rato, dijo a Miguel.
-Ve a entregarlo tú personalmente. Tengo planes -miró alrededor y viendo que no había quien pudiera reprochárselo, añadió-: Prefiero que no vuelvas al frente, Migue, y este cacharro puede ayudarnos a conseguirlo. Mañana, te vas en el camión con el Mani y lo primero que haréis después de cargar y antes del reparto, será llevarlo a la Diputación.
Paula improvisó una fiesta de bienvenida. La presencia del desdentado en el fondo del comedor y su persistente mirada no permitían a Mani olvidar el escozor que sentía. Le consolaban las efusiones que intercambiaban Miguel y Angustias. Tal como venía haciendo últimamente, sor Rosario se acercó a la mesa a los postres, y se sentó cerca de Paco, aunque fingiendo desear hablar con Ana.
El Templao y Mani fueron a la Diputación con Miguel. Les recibió un funcionario con expresión suspicaz que sólo desapareció al reconocer a Mani, ante quien se cuadró, llamádolo lisonjeramente "vengador del pueblo". Era un hombre mayor, un funcionario antiguo que parecía no haber digerido aún la invasión de milicianos ociosos que haraganeaban por todo el edificio. Cuando abrió la funda, se desvaneció su recelo, mostrándose de repente muy agitado, y les hizo pasar a un despacho, a donde acudieron otros cuatro funcionarios que parecían más importantes. Todo comenzaron a dar palmadas jubilosas a Miguel.
Dos días más tarde, el menguadísimo y censurado periódico traía una fotografía de Miguel que reproducía el momento, centenares de veces repetido ante el fotógrafo, en que hacía entrega de un "telescopio prismático de cuarenta y dos aumentos, arrebatado por este bizarro miliciano a las hordas fascistas", según rezaba el pie de foto.
Llegó la Navidad y pasó sin pena ni gloria. El hombrecillo desdentado vagaba por la Goleta mirándolo de lejos, y Mani sentía crecer su confusión. Parecía haberse establecido un acuerdo tácito entre todos; sabía que todos sabían que él sabía, pero todos fingían ignorancia, como si la realidad fuese más llevadera así. Elena, que en otros tiempos hubiera sido de gran ayuda, ahora estaba sumida en un eclipse tempestuoso, ocupada nada más que en rascarse los brazos sanguinolentos, y ya sólo de vez en cuando preguntaba sobre la suerte de su familia. No recordaba que habían transcurrido casi cinco meses desde la noche fatídica. Paula mantenía la comedia: no dirigía la palabra al que fuera su marido y sólo Ricardo hablaba a veces con él, aunque dejaba de hacerlo y se retiraba bruscamente cuando Mani aparecía.
Las monjas estaban al corriente, pues Mani comprobó que distinguían al hombrecillo con un trato algo más considerado que al resto de asilados.
Aunque la comunidad continuara comportándose con la sumisión de siempre, Mani comenzó a observar cambios sutiles. Cuando subía a la azotea a visitar a Elena, era frecuente oír el receptor de radio de las monjas sintonizado con Radio Sevilla. La voz aguardientosa de Queipo de Llano, que al principio de la pesadilla había escandalizado muchísimo a las monjas con sus maldiciones, exabruptos y palabrotas, ya no les turbaba. Colaboraban con naturalidad en las inciativas benéficas que Paula lideraba, y hasta confeccionaron, dirigidas por ella, prendas de abrigo para la centuria malagueña "En defensa de Madrid", que la ciudad reunió para enviarla a la capital republicana. Hasta llegaron a consolar con ternura a Antonio, que lloró como un niño cuando anunciaron la muerte del líder anarquista Buenaventura Durruti. Respaldaron la declaración de Antonio sobre que Málaga lo había hecho primero, cuando la radio dijo que estaban colectivizando las industrias de Cataluña. Aunque Paco era la autoridad suprema y las monjas no contradecían sus órdenes jamás, comenzaron a respaldar a quienes discutían con él.
El cambio no era clamoroso. Continuaban siendo igual de suaves y delicadas. Mani admiraba su destreza, sus habilidades primorosas. Apenas se notaba la escasez de trigo; el pan costaba ya nada menos que sesenta y cinco céntimos el kilo, pero en el convento seguían consumiéndolo en las cantidades habituales. El día que Antonio le dijo a Paco con gritos desaforados que Málaga debía dejar de organizar tantas colectas para mandar víveres a Madrid, ellas le dieron la razón.
La mutación de sor Rosario era más desconcertante. Un domingo, durante el almuerzo, leyó el voz alta el recorte de una revista ilustrada que publicaba la noticia del casamiento de Eduardo VIII de Inglaterra con una norteamericana divorciada, por lo cual había renunciado al trono. Al terminar, la monja guapa miró furtivamente a Paco y dijo que todavía existían en el mundo amores tan grandes, que podían impulsar a un rey a abdicar de su reino.
Pero en general, el desprendimiento y generosidad de la comunidad religiosa era igual que siempre, aunque las abrumadoras solicitudes de Paco, y sólo las suyas, encontraban progresiva resistencia. Cuando les pidió que colaborasen en la colecta de juguetes para los hijos de los milicianos muertos, la superiora le respondió con un sarcasmo:
-¿No habéis prohibido las fiestas religiosas? Regalar juguetes el seis de enero conmemora la ofrenda de los Reyes Magos al Niño Jesús.
-Los huérfanos son sagraos -replicó Paco-. No se puede barrer de la noche a la mañana lo que la sociedad les ha inculcao. ¿Quiere usted que ignoremos las ilusiones de unos pobres huérfanos de guerra?
-No, claro que no -respondió la superiora, sonriendo triunfalmente.
Una mañana, el Templao dijo al llegar con el camión que tenía una pista más segura que nunca. Su tía estaba convencida de haber visto a Inma entrando en la catedral, aunque después no había sido capaz de encontrarla dentro. La catedral era uno de los mayores refugios de fugitivos y sería como buscar una moneda enterrada en la playa. Miguel no había vuelto al frente, porque los cuatro meses de embarazo habían abultado perceptiblemente el vientre de Angustias y Paco le hizo remolonear aduciendo que en la provincia de Granada estaba todo casi perdido. Sabiendo que en cualquier momento los rebeldes intentarían cruzar la línea de Zafarraya, Paco obtuvo para Miguel el brazalete del Socorro Rojo a fin de que no tuviera que permanecer escondido en La Goleta, ya que nadie podía circular por Málaga sin llevar prendida a la ropa una insignia cualquiera de los incontables comités, asociaciones, sindicatos o partidos, pues no lucir ninguna convertía a cualquier sujeto en sospechoso de tración si era joven y sano. Fue destinado por Paco al camión que Mani comandaba.
Pese a que lo llevaban siempre medio vacío, el recorrido del reparto era cada vez más amplio y el trabajo más penoso.
-Esta porquería no hay criatura que se la pueda comer -protestó el Templao escupiendo la pulpa que había intentado masticar.
Recolectaban naranjas cachorreñas de los árboles de los jardines públicos.
-Po tienen más vitaminas que las naranjas chinas -aseguró Miguel.
-Tendrán muchas vitaminas, pero es como si hubieran puesto alquitrán en las raíces.
La presencia de Miguel, con sus bufonadas y alegría de vivir, había mejorado el ánimo del Templao, de modo que Mani aceptó acompañarle para buscar en la catedral. Cuando subían la amplia escalinata semejante a un decorado de película, dijo Mani:
-Encontrarla ahí dentro sería un milagro, Guaqui. Creo que hay miles y miles...
Las oleadas de fugitivos llenaban inmediatamente cuantos locales mandaban las autoridades acondicionar. Las amplias naves del primer templo habían tenido que abrirse al éxodo incesante que convergía en Málaga, procedente de toda Andalucía. La catedral no figuraba entre los refugios que ellos debían surtir, porque su camión habría sido ridículamente insuficiente.
-Va a ser como buscar una aguja en un pajar -insistió Mani.
-Sí está, yo daré con ella -se jactó el Templao.
-Pero no es lógico, Guaqui. ¿Por qué iba a dormir en la catedral, pudiendo ir a tu casa?
-¿Te crees que ella es capaz de hacer algo lógico?
Mani se mordió el labio. Trataba de distraer a su amigo con argumentos y hacerle desistir, convencido de que la búsqueda era inútil.
- Tu hermano Paco -dijo ásperamente el Templao- tiene poder como para hacer las averiguaciones que le salgan de los cojones. ¿No sabrás algo malo y estarás dejándome hacer el majara, buscando pa ná?
-Seguro que no, Guaqui. Ahora, sé tanto como sabes tú.
-A lo mejor, hasta sabes dónde está el Serafín y que se ha llevao a mi Inma con él.
-¡Tú no estás bien de la cabeza!
Mani le dio la espalda al Templao, pero notó que le seguía, mirándolo como si quisiera atravesarle la piel. Al cruzar la puerta de dimensiones colosales, el hedor que les golpeó en la cara tenía la consistencia de algo sólido. En el aire enrarecido se entremezclaban el humo de las hogueras, el aroma de guisos indescriptibles y el tufo rancio de la mugre, el sudor y los excrementos. Mani no recordaba haber estado en la catedral desdel el día que fuera a suplicar la ayuda divina para salvar al Templao. Las doradas naves que aquel día le habían invitado a la paz contemplativa y a la fe, se habían convertido en lóbregas galerías del infierno. La distancia gigantesca entre sus cabezas y las remotas piedras labradas del techo neoclásico estaba ocupada por un monstruo viscoso, casi corpóreo, al acecho, como si estuviera a punto de precipitarse para aniquilar a la ensimismada multitud que se amontonaba sobre el frío mármol. Fuera resplandecía el sol líquido de enero, pero las vidrieras multicolores no brillaban igual que aquel día. La luz mortecina y sucia que transparentaban parecía la de un crepúsculo infernal.
-Ve por este lao -la voz del Templao sobresaltó a Mani-. Yo iré por la otra nave.
Los cuerpos inmóviles se arracimaban unos contra otros para darse calor, desfallecidos sobre la inmensa superficie del damero de mármol blanco y rojo. Mani halló que lo peor de todo era saber que no estaban muertos, que bajo los sucios harapos de momias viejas palpitaba una ilusión de vida, que tras sus ojos opacados por el estupor había biografías felices en pueblos iluminados por la cal. Eran muchos, varios millares, pero solamente se oía un rumor apagado, los ayes y gemidos se emitían con sordina, como si les faltara fuerza hasta para lamentarse. Ninguno de aquellos rostros abofeteados por el terror podía ser el de Inma, por muy mal que la vida la hubiera tratado. Las miradas se perdían en un infinito sin horizonte, nadie bajaba los ojos como Inma, por causa del rubor enamorado. Apenas unas pocas mujeres parecían libres de las amarras invisibles que paralizaban a los demás, unas pocas mujeres con expresiones ensimismadas, que removían el aguado potaje en las grandes latas de conserva que usaban como ollas. Mani se detuvo ante una mujer joven que en el mundo de los vivos no debía de pasar de los veinte años; en aquel limbo de tragedia licuada y torrencial, su edad podía ser de siglos; apretaba contra sus pechos fláccidos a un niño blanco como la cera, un recién nacido cuya cabeza bañaba con sus lágrimas.
-¿Has visto algo? -preguntó el Templao a través de un sollozo y los ojos congelados, como si no fuera a su hermana a quien buscaban-. Voy a mirar por esta nave un poco más. Espera aquí, Mani. No te muevas. No te escapes. Espérame.
Las paredes ciclópeas presentaban enormes manchas de hollín. Protegidos por los ángulos de las capillas y las basas de las columnas, algunos hombres formaban corros en torno a diminutas hogueras encendidas con cartones, papel y viruta. No hablaban. Todos fijaban la mirada en la llamita vacilante, abismados en su vértigo, como si aguardasen la llegada de un técnico que arreglase la avería de sus vidas.
Mani corrió rabiosamente tras el Templao y jaló de su brazo.
-Vámonos, Guaqui. Ella no está y aquí no tenemos ná que hacer.
Mañana continuará
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