viernes, 28 de noviembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, en mis blogs. La editora ladrona, disfrutando sus últimos delitos.

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, en mis blogs.
La editora ladrona, disfrutando sus últimos delitos.

Podéis leer hoy en mis blogs los capítulos X y XI de LOS PERGAMINOS CÁTAROS,
Una de las novelas más emocionantes y sorprendentes que nunca he escrito. Crfeo que la difrutaréis mucho.

Or otro lado, preparo las inserciones de las otras dos novelas editadas por la ladrona que me ha estafado 70.000 euros en cinco años.

Si os gustan mi escritura, hay seis libros míos inéditos en
leer-e.com

Pasados unos veinte días, podréis leer prácticamente toda mi producción inédita de novelas, ensayos, cuentos, fábulas, poemas, coplas obras de teatro y demás en
www.luismelero.com

LOS PERGAMINOS CÁTAROS

Capítulo X
PARATJE Y LAS SABINAS
Julio de 1811

La mañana siguiente a la asamblea Marianna despertó abrazada por Felip, que dormía feliz y profundamente luego de cuatro acometidas a lo largo de la noche. Con los ojos cerrados y el ánimo cada vez más sombrío, Marianna volvió a hacerse las mismas preguntas del día anterior: ¿sufría una tara insuperable que anestesiaba sus sentidos? ¿Estaba incapacitada como mujer? No quería dejarse vencer por la amargura; le convenía afrontar los tiras y aflojas del día para que el movimiento y los afanes la rescatasen de preguntas que le causaban tal desconcierto. Para ver cuáles podían ser las tareas a emprender, alzó la cabeza sin levantarse del jergón. De igual modo que la mañana precedente, varios de los refugiados les contemplaban a ella y el muchacho, pero en estos momentos Marianna sintió inquietud más que pudor o enfado, porque sus expresiones ya no le parecían irónicas ni sarcásticas, sino presagiadoras de tormenta.
Bartoloméu eludió mirarla directamente a los ojos al informarle:
-Mossen Laurenç nos ha dejado y no han regresado Hugo ni Amiel.
-¿Mossen Laurenç se ha ido?
-Eso creo. Como ayer dormí un par de horas por la tarde, anoche me desvelé mucho rato y fui el último en acostarme, sin contar a mossen Laurenç; él seguía reforzando su muralla a la luz del fuego como un maniático poseído de todos los diablos. Me sentí tan preocupado por su actitud y el peligro que tiene para todos, que en seguida que desperté he tratado de averiguar lo que estuviera haciendo, porque ya no estaba en su jergón y yo sé de sobra que no hay mayor mal que el descontento de cada cual. Poco después, descubrí que falta un caballo, así que nos ha abandonado.
-No le encuentro sentido, Bartolomèu. Si pensaba irse, ¿a qué venía tanto afán con esa muralla?
-A lo mejor era un legado que quería dejarnos…
-¿Tú crees que, como consecuencia de su enfado por… lo de Felip, pudiera traicionarnos?
-¿Temes que pueda vendernos? No sé qué pensar, Marianna, pero está claro que el envidioso enflaquece de lo que a los demás engorda.
-En todo caso, no puede vendernos personalmente, porque es él a quien con más empeño tratan los franceses de encarcelar y es a él a quien el romano le complacería muchísimo torturar para conseguir información sobre el tesoro de los cátaros. Pero a lo mejor a mossen Laurenç le da por valerse del arcipreste…
-No, Marianna. Recuerda lo que os conté ayer sobre los acuerdos de mossen Pèir con el síndico y las disposiciones del Conselh Generau.
En otras circunstancias, la desaparición de mossen Laurenç habría sido un alivio. Pero en el momento presente temían malas consecuencias; porque nadie ponía en duda que se trataba de una huida voluntaria. A ninguno se le ocurría la posibilidad de que alguien hubiera decidido hacerle desaparecer.
Más alarmante era que un par no hubiera vuelto.
-¿Cómo podemos averiguar si Hugo y Amiel están presos? –preguntó Marianna.
-No me entra en la cabeza, Marianna; nunca digas que llueve hasta que truene. Por lo que me dijo el arcipreste y lo que comentan de la apurada situación de los franceses, no me parece posible que los hayan apresado.
-Pero si hubieran decidido volver a sus casas, nos habríamos enterado ya, ¿no?
Bartoloméo asintió con expresión triste.




A causa de las novedades, esa noche decidieron celebrar asamblea. Curiosamente, el día que, según mossen Pèir, se reducían las amenazas en el valle, era cuando más necesitaban debatir en busca de soluciones, porque las ausencias presagiaban peligro. Que no hubieran regresado Amiel ni Hugo y la huida de mossen Laurenç eran asuntos que les obligaba a replantearse las estrategias.
Dedicaron mucho rato a discutir sobre el par, quiénes querrían haberles hecho desaparecer o lo que podía rondarles por la cabeza a cada uno. Aunque la suerte de mossen Laurenç fuese la que menos les importaba, era del que más quebraderos de cabeza temían. Pero lo de Hugo y Amiel les dolía porque les querían y porque podían estar torturandolos como a Jàn y Ferran, lo que haría vuelnerable al refugio. Cuanto más se empeñaban en encontrar respuestas, más confundidos se sentían. Según avanzaba la reunión, Marianna notó que varios tocaban el hombro de Miquèu o le hacían señas, como tratando de recordarle algo que hubieran convenido de antemano.
-Marianna –dijo Miquèu después de carraspear para aclararse la voz-, estos me han encargado que hable por ellos. Como les da que yo no pretendo yacer contigo, piensan que soy el más indicado para expresar sus inquietudes. Llevas dos meses hablándonos del paratje y la igualdad absoluta, de los derechos compartidos sin exclusión y todo eso. Si por igualdad entiendes un privilegio del que no se puede excluir a nadie ni considerarlo de menos, entonces creen ellos y yo también que o bien te prestas a consolarles a todos o no deberías consolar a ninguno. El muchacho cantarín ha superado ya el dolor por la muerte de los suyos, ¿no, Felip?
En vez de responder, Felip bajó la cabeza, ruborizado.
-Pero el reconocimiento de la igualdad –respondió Marianna- no recorta los derechos de nadie. Somos iguales, y en este refugio donde nos escondemos en circunstancias tan adversas tenemos los mismos derechos, pero yo y todos nosotros tenemos también el derecho de yacer con quien nos apetezca o con quien encontremos que es necesario. ¿Alguien te ha recriminado o te ha reprochado a causa de tu amor por Ricar?
Ahora fue Miquèu quien se ruborizó. De repente, el silencio era tan pesado y frío como un témpano. Nadie miraba a Miquèu, sino hacia algún punto al frente de cada cual, con los cuellos rígidos en posturas muy forzadas. Mirando alrededor, Miquèu no descubrió expresiones condenatorias ni sonrisas sarcásticas, pero se olió la incomodidad y los deseos urgentes de vadear el atolladero. Le extrañaba que Marianna hubiera visto tan dentro de su corazón, pero más le admiraba que ninguno de sus amigos y vecinos se expresara con sarcasmos sobre unos sentimientos que, al parecer, todos sospechaban. Y para su completo asombro, Ricar no se había ruborizado ni mostraba bochorno; resplandeciente y recrecida su belleza por el júbilo, le miraba a los ojos con una sonrisa de complicidad que era, sin ninguna duda, una proposición para esa noche.
-Recuerda el consolament de los cátaros –continuó Marianna-. Elevaron el consuelo de la alegría, las caricias, los besos y el amor a la categoría de sacramento. En mi opinión, que tú desees con toda tu alma yacer con Ricar y no te lo permitas ni te atrevas, no es heroísmo, sino pecado contra ti mismo, contra tu corazón y tu espíritu, y también contra el corazón y los sentimientos de Ricar. En el consuelo que le doy a Felip no hay desdén ni menosprecio de los demás; sólo hay el bálsamo que creo que él necesita en sus circunstancias. Os aseguro que si yo viera que uno de vosotros se hunde tan profundamente en la tristeza, también le proporcionaría el consuelo si me lo solicitase. Pero mi cuerpo no es un plato de comida que podáis compartir con la invocación de la igualdad de derechos. Yo decido a quién entregar mi consuelo, como todos vosotros podéis decidir a quién entregar el vuestro.
-Tenemos que encontrar de inmediato una solución –dijo Bartoloméu.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Miquèu.
-Quiere decir –respondió Marianna, sonriendo con picardía, mientras asentía a los ojos de Bartolomèu para confirmar la estrategia que habían debatido horas antes entre los dos- que todos necesitáis disponer de consuelo al acance de vuestra mano cuando la angustia os atormente.
-No comprendo –dijo Manel.
-¿Quiénes de vosotros tenéis esposa o novia? –preguntó Marianna.
Ocho alzaron sus manos derechas, incluidos Jan y Ferran, que seguían la reunión desde los jergones donde convalecían.
-Ya lo ves –dijo Bartolomèu a Marianna-, somos los ocho que te había dicho. No es mal número si tenemos en cuenta que, descontando a Hugo, Amiel, mossen Laurenç y Felip, totalizamos quince hombres en la cueva. Descartando también a Miquèu y Ricar, que si es verdad lo que has dicho no necesitan mujer, no somos más que trece. Así que solamente cinco quedarían desparejados y de cintura para arriba, todos somos buenos.
-¿De qué estáis hablando? –preguntó Manel, muy seco.
-De que traigamos a nuestras mujeres –respondió Bartolomèu-, porque quien tiene mujer, tiene lo que ha menester. Según van las cosas, no puede quedarnos demasiado tiempo que seguir aquí, y es mejor que lo pasemos con ellas puesto que estas incomodidades van a ser pasajeras y, de todos modos, entre dos que bien se quieren, con uno que coma basta.
-Pero yo no tengo mujer ni novia –proclamó Manel, alzando la voz en un lamento.
-¿No conoces a una muchacha que pudieras convencer? –preguntó Marianna con preocupación.
-No –respondió secamente Manel.
-Nosotros no podemos ni movernos –adujo Jàn, gritando desde el jergón tanto como se lo permitía el dolor de su espalda-. No puedo ser yo quien vaya a convencer a mi mujer de que suba aquí y, además, está embarazada de ocho meses.
-La mía no está embarazada, pero tampoco yo puedo bajar –dijo Ferran.
-En relación con vosotros –dijo Marianna-, tendremos que hacer un esfuerzo un poco especial.
-¡Insisto! –dijo Manel muy alto, en dirección a Marianna-. Yo no tengo mujer que traerme para que me saque las reservas de leche que me pesan en los cojones como piedras. Y de cualquier manera, con esta polla que todas las noches me duele de ponerse tan dura, yo creo que merezco que tú me des tu consuelo.
Marianna apretó los labios con la mirada al frente, perdida en las profundidas oscuras e inexploradas de la mina. Viendo que se avecinaba una tormenta muy inoportuna dado lo mucho que les quedaba por debatir, Miquèu preguntó:
-Y teniendo que ocuparnos de convencer a las mujeres, lo que me da que puede traernos más problemas, ¿hay que dar de lado a la búsqueda del tesoro de los cátaros? ¿Qué pasos tendríamos que dar a continuación, si la urna que trajimos Ricar y yo no es la respuesta?
-¿Estás seguro de que lo que te rondaba la cabeza hace tantos días era el bajorrelieve de ese osario? –preguntó Marianna.
-No lo sé –el tono de Miquèu era vacilante-. Cuando lo vi, me dio de pronto que era la respuesta, porque recordé que lo había mirado muchas veces de niño. Ahora, ya no lo tengo tan claro.
-Entonces –dijo Marianna-, habrá que hacer un esfuerzo por recordar con todos los detalles las romerías que cada uno de vosotros conozca mejor. Pensar en qué romería, que se celebre desde la Edad Media, los romeros están obligados a pasar cerca o junto a una pila de agua bendita que sea muy especial y que también existiera entonces.
-Pero yo no tengo mujer… -se quejó de nuevo Manel.
Todos afectaron no haberle oído.





Formando par con Jusep, Manel partió varias horas antes que los demás. Aparte de indagar muy discretamente sobre Hugo y Amiel, tenían el encargo de tratar de averiguar lo que se cocía en el palacio del barón de Les, en Vielha, a ver si ahora que los franceses habían suspendido las atrocidades, Guzmán Domenicci tomaba iniciativas que pudieran amenazarles. Marianna les había dicho que la manera más fácil de saberlo era sonsacando a las criadas y daba la casualidad de que Jusep tenía una prima hermana entre la servidumbre habitual del palacio. Pero sobre todo, y con la advertencia de no separarse en ningún momento, debían tratar de descubrir lo que parecía más difícil, el paradero de mossen Laurenç, que como cura que era creían que sería más astuto que nadie a la hora de esconderse.
A Manel nada de ello le parecía cuestión de vida o muerte, teniendo en cuenta que habían bajado cinco pares en total, lo que era más que suficiente para llevar las pesquisas adelante. Sospechaba que el encargo era una excusa de Marianna y Bartolomèu para quitárselo de encima en el momento en que iban a salir en busca de ocho mujeres. No lo querían en la expedición ni de retén en el refugio, porque les preocupaba su deseo confeso de mantener relaciones sexuales con Marianna. Se decía a sí mismo, con cierto orgullo, que su franqueza era más honesta que la hipocresía de los demás, que deseaban lo mismo pero se lo callaban.
Marianna era la mujer más seductora que había visto desde que tenía memoria. Más fascinante que ninguna que pudiera recordar o imaginar. Aunque su vida retraída de pastor le había privado hasta ahora de entrar en intimidades con mujeres, había contemplado a muchas en la distancia. Para ser sincero, había espiado y contemplado de lejos a todas las mujeres del valle con afanoso deseo insatisfecho.
Marianna tenía el defecto de pensar y razonar como un hombre, como un cura en realidad, con mayores conocimientos que nadie que él conociera; pero a pesar de esa horrorosa tara para una mujer, ninguna como ella, cuya donosura superaba la de todas las demás. Era arrebatadoramente hermosa de una manera desconocida para él, distinta a las referencias con que contaban en Aran; no se parecía a la belleza primorosa de una imagen o un cuadro de la Virgen ni a los grabados de princesas y magas de algún libro que había caído en sus manos en la parroquia. No tenía las redondeces mórbidas de las campesinas del valle ni su exuberancia carnal. Marianna tenía un talle finísimo para una mujer de su edad y una muy firme delgadez de adolescente, a pesar de lo cual sus pechos eran los que más locamente había soñado con estrujar en toda su vida. Y los ojos…; eran capaces de decir tanto esos ojos profundos y misteriosos, sabios para reír, reprender o causar temor aunque no moviera ni un músculo de la cara ni se abriera su boca. Boca que era más apetitosa que todos los manjares que podía soñar. Iba a volverse loco si no lograba gozar con ella.
-Nadie ha visto a Hugo ni a Amiel –dijo Jusep con gran fastidio al oído de Manel, en el escondite que ocupaban ambos mientras acechaban la residencia de Domenicci-. Es un misterio que no me entra en la cabeza. ¿Tú crees que se habrán ido a Zaragoza, en busca de trabajo?
-De Hugo, puedo creérmelo –repuso Manel-, pero ya sabes que la granja de la familia de Amiel es una de las más grandes de Aran y de las que tiene cabaña más numerosa y rendidora.
-Entonces, esto no tiene sentido, Manel. Nadie sabe nada de ellos y este valle no es lugar donde se pueda ni se quiera guardar secretos. No lo comprendo.
-Suponte tú que se hubieran despeñado por algún barranco del Varradós. En tal caso, pasarían años hasta que nos enteremos.
-Sí, eso tendría más lógica, Manel. Lo que ya no me parecería tan lógico es que se hubieran caído los dos al mismo tiempo y en el mismo barranco…
-Mira, ahí llega tu prima. Escucha, Jusep, por si las moscas, no le digas que ando por aquí cerca. En realidad, ni me nombres.
-¿De qué tienes miedo, Manel; por qué huyes de mi prima?
-Yo me entiendo –respondió Manel y fue a esconderse tras un denso matorral.
No podía provocar las iras de Jusep contándole que en una ocasión había tratado de tocarle el pecho a esa joven. Esperó un buen rato, hasta comprobar que regresaba de nuevo al palacio del barón de Les.
-¿Qué te ha dicho, Jusep?
-Una cosa muy rara.
-¿Cómo de rara?
-Dice que esta madrugada han llegado doce hombres que venían de Seo de Urgel y que ayer por la tarde habían llegado otros doce de Cominges y Tolosa. Si eso ya es raro de por sí, puesto que el romano disponía ya de seis criados privados, lo que mi prima encuentra más extraño son sus ropas y sus pertrechos. Visten de azul oscuro, con capas, y llevan una cruz amarilla muy grande en el pecho, que las criadas han tenido que coserles de prisa esta mañana. Además, todos portan espada y mosquete.
-Me suena fatal –dijo Manel.
-Y para acabar de rematar el misterio, resulta que hace un rato, el romano los ha reunido en el patio formados como si fueran soldados, les ha dado una arenga en latín que mi prima no ha entendido y los ha dividido en cuatro grupos de seis, al frente de cada cual ha nombrado un capitán.
-Huy, huy… -Manel se rascó la cabeza, como si ello le ayudase a pensar-. Creo que tenemos problemas.
-¿Más todavía? –ironizó Jusep-. Tratemos de averiguar deprisa algo sobre mossen Laurenç y volvamos cuanto antes al Forat del’Embut, para contarles la novedad, si es que no se han enterado mientras raptan a las sabinas.
-¿Qué? –preguntó Manel con expresión perpleja.
-Un cuento antiguo. Yo me entiendo.
Por apartados senderos que Manel conocía muy bien gracias a la trashumancia, recorrieron todo el curso del Garona y fueron a preguntar a la gente que alguno de los dos conocía en los pueblos grandes. Desde Tredòs hasta Les obtuvieron la misma respuesta: mossen Laurenç y su sobrina, la zaragozana, habían muerto. No hubo manera de contrarrestar el efecto de la orden emitida por el Conselh Generau. Oficialmente, la única información sobre la pareja era que habían muerto.
-¿Por qué será que todos nos llaman “guerrilleros cátaros”? –preguntó Manel con extrañeza, cuando empredienron el regreso hacia el refugio.
-No sé de dónde habrá salido el nombrecito. Pero todo Aran sabe que el cura de Tredòs y su supuesta sobrina andaban tras el tesoro de los cátaros. Será por eso, digo yo.




En cierta medida, Teresa, la mujer de Jàn, tuvo que ser obligada por Marianna y Felip a partir para reunirse con su marido. Felip la atrajo fuera de la casa de sus padres mediante señas que le hizo por la ventana, pero ya tras el matorral que eligieron para mantener la conversación fue Marianna quien argumentó a favor de la escapada. Teresa adujo lo avanzado del embarazo de ocho meses, que era un impedimento poderoso para resistirse a emprender una cabalgada tan incómoda y peligrosa. A este argumento tan indiscutible, Marianna opuso el beneficio también indudable de la felicidad compartida. Él estaba sufriendo mucho a causa de su espalda desollada, pero el mayor dolor era no poder bajar al valle sólo por acariciarla y, entre mimos y carantoñas, palpar su barriga para sentir el progreso del hijo que iba a llegar. Jàn era un buen hombre, devoto en el amor y completamente leal, que en ningún caso desaprovecharía la menor oportunidad de abrazarla. Y ahora estaba impedido para hacerlo hacía varios días y lloraba continuamente por no saber cuándo estaría en condiciones de bajar al valle en busca del calor de sus brazos. Ella no tenía derecho a ser esquiva ni ingrata ante tanto amor, tanta veneración.
-Pero si decidieras venir –le advirtió-, no debes decirles a tus padres ni una palabra. Tu embarazo haría que, sobre todo tu madre, quisiera conocer con exactitud el lugar donde nos escondemos, y eso no lo podemos revelar.
Teresa se resistió un buen rato entre lágrimas, porque temía con razón que sus padres iban a llevarse un disgusto. Sobre todo su madre, a quien el próximo nacimiento ilusionaba y emocionaba mucho más que a ella misma. Pero, finalmente, aceptó huir con ellos cuando Marianna le dijo:
-Es que esas terribles heridas que le hizo el romano pueden estar infectándose, y parece a punto de morir.
Magdalena, la mujer de Ferran, también fue convencida de huir sin avisar a los suyos, puesto que ambas familias vivian pared con pared y estaban muy unidas.
Partieron, pues, hacia el Forat de l’Embut llevando Marianna a Teresa a la grupa y Felip, a Magdalena.
Poco a poco, en los puntos convenidos esa misma mañana antes de salir, fueron encontrándose con cinco que volvían con sus esposas, cuya manifiesta felicidad justificaba del todo la iniciativa. No obstante, la preocupación de Marianna fue creciendo según ascendían rumbo al refugio, porque las otras mujeres preguntaban a Teresa al pasar:
-¿Cómo ha consentido tu madre en dejarte subir, con ese barrigón?
Teresa se encogía de hombros, pero cada vez que se lo preguntaban aumentaba el pesimismo de Marianna. ¿Reaccionarían de modo inconveniente las familias de Magdalena y Teresa?




La conmoción era como una declaración de guerra. El diácono corría de un lado para otro, tratando de serenar los ánimos de los visitantes y negándose con grandes apuros a franquear la entrada a los cruzados de Domenicci y, mucho menos, al vociferante y detestable cabo francés.
Mossen Pèir pasó unos minutos arrodillado en el oratorio antes de atender al párroco de Betrén, que según el aviso del diácono acudía acompañado de los padres de Teresa y Magdalena, las mujeres de Jàn y Ferran, y se desgañitaban con llanto, gritos, reclamaciones y súplicas.
Con profundo recogimiento, oró:
-Señor, ten compasión de mí. Yo no tengo el carácter ni los recursos para encarar ni resolver estos problemas tan enrevesados. Esos que el romano se empeña en llamar “guerrilleros cátaros” son vecinos míos; a muchos de ellos los he bautizado yo. Sé que no soy el mejor cura del mundo y que tengo muchos defectos, pero mi corazón está lleno de amor por todos ellos en tu nombre. Bueno, sí… reconozco que a Laurenç y a esa mujer que le convencí de acoger en mala hora, no les profeso el mismo sentimiento, pero seguramente Tú, en tu infinita grandeza, también querrás ampararlos. Ese soldado francés lisiado, que se desplaza sujeto al caballo con ligaduras para que sus quebrantos no le hagan caer, y que está en la puerta invocando el servicio a Domenicci y profiriendo bravuconadas en nombre de Dios y su cruzada, me dicen que es un sujeto siniestro, a quien complace torturar y matar. Aseguran que fue el responsable de lo que pasó en la granja de Felip Servet. Por tu misericordia, no puedo colaborar con sus apetitos malsanos, pero ¿cómo conseguiría conformar a esos padres y tranquilizarlos? ¿Cómo puedo convencerles de que se serenen y vuelvan a sus casas?
Cuando reunió ánimos para encararse con los visitantes tenía claro el discurso y, por ello, no les dio tiempo a que se lamentaran ni jurasen, ni se deshicieran en llanto. Entró resueltamente en la sala y dijo sin saludarles previamente:
-Teresa está embarazada, de acuerdo. Magdalena es muy joven, de acuerdo. Pero ¿os habéis planteado la posibilidad de que ellas deseen encontrarse con sus esposos, a los que llevan semanas sin ver? Yo no creo que sea verdad esa barbaridad que andan propalando del “rapto de las sabinas” y tonterías de esa naturaleza. ¿Por qué no pensar que sus maridos les han mandado recado para que reunan con ellos? Que no os hayan dicho nada puede deberse a que ello comportaría que vosotros os enteraseis de dónde están, lo que, como sabemos, llevan dos meses ocultando muy bien. Dejémosles que mantengan su discreción y sus reservas. Tranquilizaos, porque estoy convencido de que Dios os mandará una señal muy pronto. Muy pronto. Creo que va a ser en seguida, cuando os enteréis de que están bien, felices y contentas, y satisfechas de estar donde Dios les manda que estén, junto a sus esposos.




La degradación ante sus propios hombres era la humillación más insoportable que el antiguo cabo Bertrand había tenido que afrontar en su vida. Por ello, le causaba un extraño cosquilleo y un vivificante placer que su eminencia, el enviado del Papa, le llamase “comandante”.
-¿No se ha producido la conmoción prevista?
-Sospecho que el arcipreste anda poniendo paños calientes, señoría. Los padres de esas dos mujeres llegaron a la vicaría muy nerviosos y pidiendo revancha, pero salieron dos horas más tarde calmados y en mansedumbre.
-Entonces, comandante Bertrand, es vuestro trabajo procurar que esa calma y esa mansedumbre se conviertan de nuevo en ira y, a continuación, se transfiguren en furor popular clamando venganza. No quiero que mis hombres se ocupen de ello, porque han sido educados en el servicio de Dios y tienen, por ese motivo, demasiados escrúpulos, así que deben ocuparse los vuestros.
En realidad, esa cuestión, el mando de “sus” hombres, era la más peliaguda. Vistas las noticias que llegaban de los frentes de toda Europa, lo que al principio había sido una discreta orden de repliegue dentro del fuerte de la Sainte Croix se había convertido, prácticamente, en aislamiento de sitiados. Pero él estaba convencido de que el comandante De Montesquiou era un pusilánime sin arrestos. Según lo que había visto en todos los frentes de batalla al servicio del Emperador, sabía que si se comportaban como débiles serían vencidos, pero si actuaban demostrando poderío, recuperarían ventaja. Pero este argumento no acababa de convencer a su antiguo pelotón, que aunque seguían reconociéndole la jerarquía de la que había sido desposeído, no le reconocían el mando. Sólo disponía de un recurso, y lo utilizó.
Los citó en la única taberna de Vielha que no frecuentaban los soldados, y se reunieron discretamente en el cobertizo de la trasera, donde Bertrand les dijo:
-Juntos, hemos ganado mil batallas. Nos hemos emborrachado juntos y hasta hemos copulado con la misma mujer muchas veces. Tenéis, por tanto, razones para confiar en mí. Yo no os engañaría jamás, porque sois como hermanos o hijos míos. Os doy mi palabra de honor de que va a ser sólo cosa de una semana. En una semana, podéis tener la certeza de que venceremos en esta guerra, una guerra en la que sólo nosotros seis vamos a ganar… ¿Sabéis qué? La fortuna más grandiosa que consigáis imaginar. No es un mito ni una quimera. Ese tesoro existe y está aquí, al alcance de nuestras manos. No tenéis que traicionar ni desobedecer a nadie. Sólo tendréis que cambiar con vuestros compañeros los servicios que os asignen y en vez de ociar en el fuerte, salir en busca de vuestra fortuna. Y no os preocupe que vuestros actos puedan llegar a oídos del comandante De Montesquiou, porque nadie os reconocerá como soldados franceses. Vestiréis las galas de los nuevos cruzados de Su Santidad.
Tras la arenga y después de razonar aparte con cada uno de ellos, Bertrand mandó un recado a Domenicci. Dos horas más tarde, llegaron dos de los nuevos cruzados con los ampulosos ropajes que cubrirían los uniformes de los soldados de Napoleón para embozar su condición.
Al amanecer del día siguiente, la convulsión alcanzó simultáneamente a cinco parroquias, más tarde a otras cinco y otras cinco más, extendiéndose a lo largo de la mañana a la totalidad del valle. En todos los casos actuaron de semejante manera; dos se apostaban junto a la entrada, otros dos, recorrían los laterales arriba y abajo, mirando amenazadoramente a los pocos feligreses que había en los reclinatorios; los dos últimos, subían al altar mayor y mientras uno se situaba al lado del sacerdote para disuadirle de cualquier iniciativa, el otro se alzaba en el púlpito para leer con acento horrible un papel escrito en un aranés muy malo:
-Os hablamos en nombre de Su Santidad el Papa, por necesidad y mandato de su enviado personal, monseñor Guzmán Domenicci. Los guerrilleros cátaros son apóstatas que ofenden a Dios Nuestro Señor y a su Santísima Madre. Los guerrilleros cátaros son ladrones de honra y hacienda. Los guerrilleros cátaros han manchado la virtud de vuestras hijas, de vuestras hermanas. Violan y ofenden y por ello deben ser detenidos de inmediato y castigados. Disponeos a ayudarnos con cuantos datos poseáis sobre el paradero de la pareja diabólica y sus guerrilleros cátaros; disponeos a colaborar voluntariamente en la búsqueda de su madriguera. Dios os lo premiará. ¡Pero ay de aquél que sabiendo, calle! ¡Ay de aquél que pudiendo servir a Dios elija el servicio a la perversión del Diablo! Quienes no colaboren, quienes persistan en ayudarles a esconderse y sobrevivir, conocerán lo que es el crujir de dientes.
En todas las parroquias se repitieron escenas parecidas, excepto en las que el asalto corrió a cargo de Bertrand y su pelotón. La actuación de los soldados franceses disfrazados fue igual que la de los cruzados de Domenicci, salvo al final. Terminada la lectura, imponían abruptamente el fin de la misa y mandaban a empujones salir a todos los feligreses para agruparlos ante la puerta; entonces, elegían un hombre al azar para interrogarle. A la primera respuesta negativa, ese hombre recibía una bofetada que casi siempre le hacía sangrar con los dientes desencajados; a la segunda, varias bofetadas más y golpes en espaldas y piernas; a la tercera, le mandaban descubrirse el pecho y arrodillarse para recibir castigo de azotes.





Esa mañana, el ambiente en el Forat de l’Embut era de fiesta. Siete refugiados recuperaron las caricias y mimos que habían echado de menos, por lo que les dispensaron de las tareas habituales. Marianna se dispuso a pasar la mayor parte del día en el exterior, no tan cerca de la bocamina como solía, repasando los manuscritos de Les a ver si se le ocurría una solución de la clave.
Dentro de la cueva resonaban progresivamente los jadeos, a excepción de los jergones donde aún se recuperaban de sus heridas Jàn y Ferran, ahora mimados y reconfortados por sus esposas. Ansiosos de recuperar el tiempo perdido, los matrimonios desecharon de inmediato sus inhibiciones y dejaron de mostrar pudor entre sí. Los gemidos y exclamaciones se convirtieron en un clamor que los que no tenían mujer sentían reparo en presenciar, por lo que ningún soltero permaneció ese día en el interior. Con sonrisas solidarias, Miquèu y Ricar dispensaron a todos, no sólo a los casados, de las guardias, comprometiéndose a alternarse sólo ellos dos. Así, Marianna no podía conjeturar sobre la clave con Miquèu, que era entre los diecinueve el que más sabía de los cátaros; tampoco podía conversar con Bartolomèu, el más juicioso, porque había bajado al valle en busca de su esposa.
Ella no recordaba con datelle las costumbres ni los rincones de Aran. Ni siquiera había conocido en su infancia, aparte de Les, más que los territorios centrales del valle, cuestión de la que no estaba segura porque todo se difuminaba hasta opacarse en sus recuerdos de niña apartada de su tierra a los nueve años. Romerías había muchas, pero no creía que la clave se refiriera a una costumbre, que podía cambiar con los años, y no conocía más que unos pocos templos superficialmente.
Supuso que con la llegada de las mujeres iban a suavizarse las tensiones y podía dedicar todas sus energías a resolver el enigma, solución que corría mucha prisa, pues según lo que le había dicho mossen Pèir a Bartolomèu, muy pronto podían comenzar las deserciones. Y cuanto menos fuesen en el refugio, más difícil sería defenderlo. Antes de disolverse el grupo, debía hallar el secreto supremo de los cátaros para compartir no sólo riquezas, sino, sobre todo, la complicidad. Necesitaba ayuda. A lo largo de la mañana, lamentó en algunos momentos la desaparición de mossen Laurenç, puesto que, a pesar de su hostilidad hacia los cátaros, él era una persona culta capaz de elaborar hipótesis que, aunque no resolvieran la clave, le ayudarían a pensar.
Estaba sentada en una piedra en la zona más alta del espacio que abarcaba la muralla de mossen Laurenç, cuyo centro era la bocamina. Sin levantar los ojos de los manuscritos, notó que alguien oteaba escondido al otro lado de la muralla y más tarde notó la aproximación de Manel en varias ocasiones. Se ponía frente a ella sobándose el calzón sin disimulo, y en seguida se apartaba un rato y regresaba a apostarse tras la muralla para volver a acercarse un poco más tarde. Sin querer reconocerlo, Marianna sentía aprensión. No tendría excesivos reparos en mantener un encuentro sexual con Manel, puesto que ni su cuerpo ni su espíritu sufrirían menoscabo alguno, él no era del todo repugnante y ella no concedía importancia al decoro ni creía que eso que llamaban “virtud” tuviese el menor sentido, pero se trataba de una cuestión de principios. Él había manifestado su deseo de manera burda y amenazaba con forzarla. Nunca se entregaría a Manel, y para evitarlo ocultaba en el refajo un puñal grande.
A primeras horas de la tarde, hubo noticias cuando Bartoloméu regresó. Su mujer, montada a la grupa, tenía las mejillas sonrosadas a pesar de su edad, entusiasmada como un niño cuando lo llevan al circo. No así Bartolomèu, que dijo a Marianna muy bajo:
-Las cosas han empeorado de repente.
-¿De nuevo los franceses?
-No, Marianna. Es mucho peor.
-¿Han matado a Hugo y Amiel?
-No.
-¿A… mossen Laurenç?
-Nadie que nos importe ha muerto, Marianna. Hay gente nueva en Aran, gente de la que tenemos mucho que temer.
-¿Esos hombres que dijo la prima de Tomèu que han llegado de Seo de Urgel y Cominges?
-Sí, ellos son. El romano ha traído un ejército particular, que ha lanzado esta mañana por todo Aran para amenazar a los araneses represalias horrorosas si no nos delatan. Son cinco grupos, y uno se ha dedicado toda la mañana a torturar a varios hombres delante de sus vecinos, para dar ejemplo. Tenemos que apresurarnos, porque los araneses no tenemos madera de héroes, y muy pronto alguien va a derrumbarse, que todos sabemos dónde nos aprieta el zapato. No tardarán en entregarnos. No por mala fe, Marianna, entiéndelo; es que somos pobres campesinos, sin fortuna ni tierra. Aunque nadie sepa con exactitud dónde nos escondemos, algunos pensarán que como éste es el mejor refugio de Aran, lo más probable es que estemos aquí.
-Yo no tengo a donde ir, Bartolomèu. Carezco de familia, de dinero, de casa y de marido. ¿Tú crees que voy a abandonar la búsqueda del tesoro de los cátaros? Ten la seguridad de que no. Aunque me dejéis sola aquí arriba y aunque tenga que resistir las nieves del invierno, me quedaré hasta que lo encuentre, porque sé que lo tenemos al alcance de la mano.
-Pues vamos a tener que dedicarnos a ello con ganas, Marianna, porque ahí abajo no creo que sean capaces de resistir más penas, y el que mucho llora su mal empeora. Y ahora es muy urgente poner un paño caliente. Esos hombres soliviantan en las iglesias con el supuesto rapto de dos mujeres, porque de las demás todo el valle sabe muy bien que han venido porque les da la gana. Pero con Teresa y Magdalena las cosas no están claras para ellos, y sus padres, mal aconsejados, fueron esta madrugada a buscar ayuda en el Conselh Generau y en la vicaría, así que hay que tomar medidas.
-De acuerdo. Llama a Magdalena, que me da reparos entrar en la cueva con lo que hay.
Unos minutos más tarde, la mujer de Ferran se acercó a Marianna. Ésta, mirándola con mejor luz que la noche anterior, se preguntó si habría cumplido los veinte años.
-¿Conoces bien a los padres de Teresa?
-Claro. Son como si fueran mis tíos.
-¿Ellos confían en ti?
-Creo que sí.
-Entonces, vas a bajar acompañada de… ¡Miquèu!, ¿estás atareado?
-Sí. Me toca la guardia; voy a relevar a Ricar.
-Bartolomèu, por favor, busca quien le sustituya y tú, Miquèu, vas a salir ahora mismo hacia Betrén en compañía de Magdalena. Hay que convencer a sus padres y a los de Teresa de que han venido por su voluntad, sin que nadie las haya forzado, y que se sienten contentas y a gusto.





Tras la partida de Miquèu y Magdalena, se extendió por el Forat de l’Embut un desacostumbrado manto de silencio, porque durante los últimos dos meses lo habitual era el trasiego permanente, los bulliciosos corros de trabajo, las conversas y las bromas. Dentro de la mina, aunque decrecientes, continuaban los jadeos, como si los unos se dieran fuerzas a los otros en un juego de emulaciones que redoblaba las energías y multiplicaba el afán.
El turno de guardia de Miquèu le fue asignado a Francesc y los demás bajaron al bosque cercano en busca de provisiones de varas para la elaboración de arcos y flechas. Fuera de la mina quedaron tan sólo Ricar, que no podía alejarse mucho al tener que aguardar el cambio de turno para sustituir a Francesc, y Marianna. Ésta hizo recuento de los que había visto bajar hacia el bosque, cayendo en la cuenta de que Manel no iba con ellos. Se preguntó con inquietud dónde estaría. Casi como un acto reflejo, se acarició el costado donde guardaba el puñal.
-Tengo que subir a la nieve a hacer mis necesidades, Marianna –dijo Ricar-; ¿te importa que te deje sola un rato?
Marianna sonrió con mucha ternura. La belleza efébica de ese muchacho, complementada con sus dulces maneras y su gentileza, conseguía que todos sintieran afecto por él.
-¿Qué crees tú que tendría que temer?
Ricar sonrió sin añadir nada y echó a correr. Pero a pesar de su escéptica pregunta, Mariana no las tenía todas consigo. Mientras el muchacho se perdía tras el risco situado cerca del lago Eliat donde los hombres se desahogaban, en dos ocasiones se puso de pie para tratar de mirar más allá de la muralla, a ver si alguien rondaba detrás. No apreció movimiento alguno y el silencio era tan completo, que los ayes gozosos de dentro de la cueva resultaban audibles desde su asiento.
Sin conseguir sacudirse del todo el alerta, desenrolló de nuevo los pergaminos.
“Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado”. Una romería y una pila de agua bendita, tales eran las esencias de la clave. Una iglesia grande parroquial de la que dependiera una ermita que convocara peregrinaciones desde el siglo XII, aunque en la actualidad pudieran no celebrarse ya romerías; y esa iglesia grande debía contar desde entonces con una pila de agua bendita muy especial en un valle donde todas las iglesias albergaban cosas raras y, en particular, muchas pilas con tallas incomprensibles. Y en el caso de dar con una parroquia en la que se dieran todas esas circunstancias, ¿dónde tendría que buscar los pergaminos que le encaminarían hasta el tesoro? ¿En la iglesia principal, en la ermita, junto a la pila o en el camino? Tal vez valdría la pena desbaratar el razonamiento, y en vez de analizar los sustantivos de la frase pensar en los verbos. “Pasar” y “prender” podían ser los elementos importantes, en vez de la romería y el agua bendita. ¿Se trataría de algún templo que tuviera una pequeña pila de agua bendita en el exterior, en un punto por donde hubiera que pasar obligatoriamente para encaminarse a la ermita? Ella no sabía de ninguno, pero tenía que pregúntarselo a Bartolomèu y a Miquèu.
La meditación en busca de una respuesta había hecho que se abstrajese completamente, de manera que cuando sintió que un cuerpo caía sobre ella desde atrás, más que sorpresa fue una conmoción. El macizo cuerpo de Manel había llegado hasta el suyo con la inercia del descenso desde el peñasco situado a sus espaldas, de manera que no sólo no pudo verlo llegar, sino que tampoco tuvo tiempo de reaccionar. Manel la tumbó boca abajo, abarcando la firme delgadez femenina con la rotundidad de sus brazos de pastor capaz de cargar reses jóvenes. Marianna se negó a gritar, porque hacerlo sería una señal de sometimiento y reconocimiento de la superioridad y el dominio de un hombre, a quien la rendición que representaría admitir su poder le produciría aún mayor placer. No estaba dispuesta a colaborar en la satisfacción de sus instintos. Gritar o quejarse serían concesiones que ella no iba a hacerle en ningún caso. Lo que necesitaba era liberar la mano derecha, aprisionada bajo su propio peso y el de Manel, para aferrar el puñal.
Sintió que él alzaba sus faldas por detrás y trataba torpemente de atinar con el pene erecto, un pene pequeño, en busca de una entrada que, evidentemente, no sabía con exactitud dónde se encontraba. Gruñía como gruñen los animales en la cópula y de pronto sintió Marianna más ganas de reír que ira, al recordar que Manel no había tenido todavía tratos con mujer y que todos sus desahogos habían sido con animales.
Notó que él estaba equivocando el camino y en ese instante sintió las primeras náuseas; no como resultado de una invasión que nunca había experimentado, sino por la rabia inmensa de encontrarse inmovilizada e indefensa en poder de un hombre tan cerril. Tenía que liberarse; aferraría el puñal y le abriría el estómago; después, iba a sentir inmenso placer cercenando el minúsculo objeto que trataba de ofenderla.
Fue en el momento que ese pensamiento le otorgaba cierta capacidad de espera cuando notó que Manel aflojaba la presa y se convulsionaba. En el primer instante, creyó que se trataba del orgasmo, y se preparó para la náusea suprema que iba a representar sentir sus emanaciones.
Pero oyó la exclamación:
-¡Hijo de puta, te voy a matar! –se trataba de la voz de Ricar.
Ahora pudo Marianna apartar con el codo el cuerpo de Manel, girar en el suelo y echar mano del puñal, todo al mismo tiempo. Ante los dos se alzaba la delicada humanidad de Ricar transfigurada en ángel vengador; sujetaba una piedra que no parecía capaz de cargar y mientras daba puntapiés a Manel en los costados y los muslos, parecía tratar de encontrar la ocasión de romperle la cabeza sin que Marianna corriera peligro de que también se la rompiera a ella.
El grito de Ricar había sonado en medio de un silencio tan completo, que lo oyeron dentro de la mina. Curiosamente, fue el herido Ferran quien salió. Marianna, que asistía a la escena como si no fuera ella la protagonista principal, recordó que el pobre Ferran, con sus vendas, sus heridas y su dolor, era el único en el interior de la cueva que estaba desparejado, puesto que Magdalena había bajado al valle. Por ello fue el primero en sospechar que algo malo estaba ocurriendo; a pesar de su torpeza por el impedimento de las vendas, enarbolaba una pesada tranca, con la que se lanzó hacia Manel.
-¡Miserable hijo de puta, ponte de rodillas! –le gritó.
Acobardado por la piedra con que Ricar amenazaba su cabeza, Manel obedeció.
-Pídele perdón a Marianna, boñiga de vaca.
Manel sentía pavor. Miró el rostro iracundo de Marianna mientras se levantaba del suelo, y notó que había sacado un puñal no imaginaba de dónde. Comprendió que su estancia en el Forat de l’Embut había llegado al final. En vez de obedecer la orden de Ferran, se arrastró ágilmente unos metros por la tierra, se alzó, saltó sobre un caballo y echó a correr hacia el valle del Unhola, mientras casi todos los que habían permanecido dentro de la mina salían a ver qué ocurría.





Tenía el pecho y las piernas llenos de dolorosos moretones producidos por las patadas de Ricar. Vaya con el muchado, tan frágil y delicado como parecía. Quién hubiera podido imaginarlo si más que un hombre verdadero se tenía en cuenta que era la mujer de Miquèu.
Pero los moretones no le dolían tanto a Manel como la humillación. A cualquiera de los dos, Ricar y Ferran, habría podido partirles el cuello con las manos sin ayuda de tranca ni de piedra. Ellos habían abusado de la superioridad de ser dos y servirse de herramientas que él no necesitaría. Pero eso no iba a quedar así. Iban a ver. Todos iban a ver.
No había tenido oportunidad de cubrirse con el ropón negro, puesto que saltó encima del caballo sin reflexionar y ni siquiera lo había aperado. Sin miedo a mostrarse, pasó indiferentemente por los campos labrados de Unha y, después, por el centro de Escunhau, donde los vecinos lo vieron pasar reconociéndolo, pero sin saludarle, como temiendo el estallido de un volcán. Siguió Mijaran abajo, atravesó Vielha como un sonámulo alucinado y, tras subir la empinada cuesta, como si el caballo fuese guiado por sus rencores más que por sus indicaciones, se detuvo ante el centinela del fuerte de la Sainte Croix.
-Soldado, avisa a tu capitán de que tengo algo que decirle.
Había hablado en aranés, por lo que el centinela no lo entendió.
-Tengo una información importantísima para tu capitán –insistió Manel-. Dile que si me recibe y me da la recompensa prometida, va a solucionar todos sus problemas.
El soldado napoleónico se mantuvo firme, inmóvil.
-¡Merde! –exclamó Manel, pronunciando la única palabra que conocía en francés, y sin transición, continuó en aranés: -Hijo de puta asqueroso, llama a tu oficial.
No sabía si le habría entendido, pero lo que ocurrió a continuación fue que el soldado vociferó algo y, en seguida, vio que dos soldados corrían hacia ellos. Se echaron sobre Manel y mientras uno lo sujetaba, el otro le preguntó en castellano:
-¿Qué vendes, mierda de oso?
-Vas a tragarte esa palabra, cadete. En cuanto hable con tu capitán, ya verás.
Sin responderle, ambos soldados lo empujaron hasta el patio de armas. El día anterior les habían prohibido frecuentar las tabernas de Vielha, por lo que los militares se encontraban desparramados por la desigual superficie del patio. Los que le sujetaban, llamaron a los demás y les dijeron algo en francés. A continuación, formaron una larga fila y mientras los dos primeros lo inmovilizaran, fueron llegando por turno hasta Manel y cada uno le daba una fuerte bofetada entre carcajadas e insultos. Pocomás tarde, se le habían aflojado varios dientes y estaba sangrando por la boca.
Era tan ruidoso el jolgorio, que pronto acudió el comandante De Montesquiou a enterarse de lo que ocurría. En ese momento, habían suspendido a Manel sobre el brocal del pozo entre cuatro soldados, y se disponían a tirarlo al fondo. Tras recibir los primeros informes a voces, el comandante mandó depositarlo en el suelo y le preguntó en castellano:
-¿Cómo tienes el descaro de venir al fuerte a provocarnos?
Manel no entendió lo que significaba la pregunta. Repuso:
-Señor capitán, sé algo que a vos os gustaría saber.
-¿El domicilio de tu puta madre? –preguntó De Montesquiou.
A la pregunta siguió un coro de carcajadas de los que entendían el castellano. De Montesquiou dio unas órdenes en francés y, a continuación, el soldado que lo había llamado “mierda de oso” se quitó la casaca y la camisa y, con el torso desnudo, cogió el látigo que le ofrecía un compañero. En seguida, Manel fue desnudado del todo y atado por los brazos a una columna de la arcada. Recibió catorce latigazos “en memoria de nuestra revolución” y luego fue desatado, lo empujaron hacia la entrada, lo hicieron rodar en el camino y le arrojaron el lío de su ropa.
Manel lloraba. Los franceses se habían dado por vencidos y él les había servido, solamente, de diversión por un rato. Pues ya tenía otra venganza que tomarse.
Le costó grandes dolores vestirse, porque estaba sangrando por la boca y los catorce latigazos. Ni siquiera pudo sentarse sobre el lomo del caballo; tuvo que coger las riendas y conducirlo con mucho esfuerzo, porque más bien tenía que frenarlo pendiente abajo.
Bartolomèu había mencionado un ejército propio que se había traído el romano. A ellos era, pues, a quienes tenía que venderles la traición. Pero debía recomponer su apariencia. En esos instantes, debía de presentar aspecto lastimoso, mucho peor que el que tenía al llegar a la garita y que había ocasionado que no le hicieran caso. Tenía que vestir de un modo más distinguido que un pobre pastor. ¿A quién podía pedir prestadas unas galas de esa clase? Nunca había tenido buenas relaciones con su hermana Joanna. Tampoco era del todo su hermana, pues sólo tenían el padre el común, nacidos de distintas madres. El bastardo era él y como tal le había tratado siempre su cuñado. Un presuntuoso que se las daba de gran señor, cuando lo único que tenía eran seis vacas y cincuenta cabras. No esperaba un gran recibimiento en esa granja, pero ¿tenía algo que perder?
Si Ton Pere, su cuñado, lo echaba con cajas destempladas y se negaba a hacerle el favor, siempre podía asaltar la casa del tabernero de Betrén, que tenía unos volúmenes parecidos a los suyos y gustaba de vestir de manera atildada.












Capítulo XI
TRAICIONES
15 de julio de 1811

Regresó la expedición de Betrén, los recién reencontrados con sus esposas aliviaron sus urgencias y de nuevo fueron capaces de cavilar sobre sus circunstancias. Junto con la incertidumbre que les inspiraba la desaparición de Hugo, Amiel y mossen Laurenc, el temor por lo que estaría maquinando Manel les agarrotó.
En cambio, Mariana no creía que la posible traición añadiese demasiada leña al fuego, porque siempre que permanecieran todos en el refugio y no hubiera deserciones, el Forat de l’Embut podía ser defendido de un ejército cinco o seis veces más numeroso, ya que todos los accesos discurrían por repechos fáciles de fortificar y muy difíciles de conquistar. Pero aunque les explicó con un plano trazado en el suelo lo sencilla que podía ser la estrategia, se desvelaron por la expetativa de una traición inminente.
Educadas para ser buenas y previsoras amas de casa, las mujeres habían traído gran variedad de manjares de los que no abundaban en la cueva y que todos añoraban; carne de cerdo adobada, jamón curado, embutido de jabalí, tomates, patatas, chocolate, galletas y fruta. Y Bartolomèu regresó con un barrilete de buen vino. Por consiguiente, el insomnio se convirtió en una fiesta con opíparo banquete y prolongada sobremesa.
Pero tampoco tras el generoso trasiego de vino sintieron ganas de dormir. El más preocupado era Miquèu, que tan disimuladamente como acostumbraba, trataba de mantener la mano de Ricar entre las suyas como si con ello le comunicase coraje. Se acercaba el amanecer cuando dijo:
-Me da que deberíamos bajar al valle y tratar de encontrarlo antes de que haga de las suyas.
-Sería un error, Miquèu –replicó Marianna-. Nada ciega más que el deseo incontrolado de venganza. Temamos su ceguera pero no consintamos la nuestra. Si vamos en su busca y tenemos el tino de encontrarlo, él tratará de huir y una persecución nos perjudicaría más a nosotros que a él.
-Cuando trate de vendernos, ¿a quién lo hará? –preguntó Quicó, tensando el fuerte brazo como si quisiera machacar con él a Manel.
-Con cualquiera que lo intente –repuso Bartolomèu-, creo que estaría perdido, porque el abismo llama al abismo. Los franceses tienen orden de no meterse en berenjenales y ni el Conselh Generau ni la vicaría nos quieren mal. El único que queda es Guzmán Domenicci, pero sus soldados no saben aranés ni castellano apenas, y lo matarían antes de darle tiempo de que se explique, en cuanto nombre a los “guerrilleros cátaros” y diga que él ha sido de los nuestros, porque a quien miedo ha, lo suyo le dan. Yo no me procuparía demasiado.
-¿Estás seguro, Bartolomèu? –preguntó Marianna.
-¿Se te ocurren pegas?
-Sí, Bartolomèu, dos pegas. La primera, que Manel puede ser lo bastante listo como para anticipar lo que dices y en lugar de ir él personalmente a vendernos al romano, mandar a un familiar. Para la segunda pega necesitaría ser todavía más listo, pues bastaría con encender una cadena de fuegos Unhola arriba como para llamar la atención de todo el valle hacia nosotros.
-Tienes razón Marianna –dijo Miquèu-, pero por suerte, me da que Manel no es tan listo.
-Claro que no –dijo Bartolomèu-. Y, además, en esos casos no recibiría él recompensa, y yo estoy convencido de que además de traicionarnos, querrá sacar algo a cambio, que poquito a poquito crece el apetito.
-De cualquier modo –dijo Marianna-, el Forat es defendible de un ejército muy superior a nosotros… si contamos con la complicidad y cierta ayuda de la gente de Aran. ¿A vosotros qué os parece?
-Ayuda la vamos a tener –afirmó Francesc.
-Y complicidad la tenemos ya –aseguró Magdalena-. ¿No, Bartolomèu?
-Sí, tienes razón –repuso Bartolomèu-. La excursión a Betrén ha sido un paseo entre saludos y sonrisas, que más fácil es alcanzar que merecer, y hasta nos agasajaron con este barrilete de vino.
-Entonces –Marianna eligió cuidadosamente sus palabras-, si tuviéramos que resistir aquí para no perder la honra y el tiempo suficiente para poder encontrar las maravillas cátaras que estamos a punto de conseguir… ¿estariais todos dispuestos?
Durante unos momentos, pareció que necesitaban digerir las implicaciones de la pregunta. Viendo la vacilación general y la profundidad de sus cálculos, Ricar se levantó poco a poco, soltó la mano de Miquèu, le acarició levemente el mentón sin disimulo, se aclaró la voz para que no se le rompiera en un sollozo y dijo:
-Para mí, esta mina es un santuario. Y me parece que también para vosotros. Aquí he descubierto que mi amor no es culpable, sino una bendición. Aquí hemos roto todas nuestras prevenciones y hemos comprendido la importancia verdadera de las cosas, libres de esas cadenas que los prejuicios sociales nos ponen. Somos como hermanos nacidos en el paraíso. Hermanos naturales y hermanos de la naturaleza. En mi corazón, todos sois carne de mi carne. Y por todos y por cada uno de vosotros yo derramaría mi sangre y daría la vida. Marianna, tú has vivido muchos años en Zaragoza, y a lo mejor te has olvidado de cómo somos los araneses. No es que seamos muy listos ni más valientes que nadie. Pero en cuanto a querer a los nuestros, queremos como quien más quiera en el mundo. Si vosotros sentís lo que siento yo, entonces sois mi familia y nada me hará abandonaros nunca ni olvidar mis deberes con vosotros.
Marianna sonreía, deslumbrada, cuando todos prorrumpieron en aplausos.





El mes de julio cumplía su segunda semana, por lo que el panorama río Unhola abajo era como un edén vislumbrado en un espejimo, visto desde el alto peñasco donde vigilaba permanentemente el centinela con la misión de guardar al mismo tiempo los tres puntos por donde se accedía al pequeño llano situado ante la mina. Los tonos de verde se alternaban en una gama infinita del turquesa al esmeralda, componiendo un cuadro muy hermoso que alegraba los ánimos y enfocaba la imaginación hacia horizontes idílicos.
Magdalena, la valerosa mujer de Ferran, se había atrevido a subir a lo alto de la roca por la sencilla y peligrosa escala, que no era más que un tronco delgado al que habían clavado unos cuantos tacos. Acompañaba a Ricar en el puesto de vigilancia, dándole conversación para que no se aburriera:
-Llevamos ya tres días aquí y como esto siga, vamos a tener que poner una escuela, porque al ritmo que vamos nacerán niños como conejos.
Ricar rió a carcajadas.
-¿También lleva ese ritmo tu marido? –preguntó el muchacho.
-¡Qué va! El pobre mío todavía no puede ni soñar en hacer lo que hacía y que tanto le gusta, porque el más leve movimiento le da dolor. Yo he tenido que… bueno, tú me entiendes.
-Lo quieres muchísimo, ¿no?
-Más que a mi vida. Por eso me da tanto miedo que ese hombre tan malo, Manel, nos la juegue. Ferrán, el pobre mío, no está para echar a correr.
-¡Es increíble! Nadie ha vuelto a saber nada de Manel.
-Oye, Ricar, ¿tú crees que va a traicionarnos?
-Por lo que Miquèu y Bartoloméu dicen, en ese caso él perdería más que nadie.
Ricar notó que Magdalena dudaba y se ruborizaba un poco al preguntar:
-¿Estás seguro de que quieres a Miquèu tanto como yo a Ferran?
-¿Cuál crees tú que tendría que ser la diferencia?
-No sé. Vosotros no podéis tener hijos.
-¿Querrías tú menos a Ferran si supieras que no puede darte hijos?
-No.
-¡Entonces, tú misma te respondes! Mira, alguien viene.
Ricar encogió los párpados y forzó la vista cuanto pudo. La figura del jinete que ascendía Unhola arriba le resultaba familiar, pero a la distancia que todavía se encontraba no conseguía reconocerlo. El hecho de que cabalgase sin compañía era tranquilizador, lo mismo que su actitud, porque volvía constantemente la cabeza, como mirando a ver si le seguían.
-¿Será uno de esos malditos del romano?
-Creo que no, Magdalena. Cuentan que los vaticanistas exhiben muchos lujos en las ropas y los aperos, para embobar a la gente sencilla del valle, y ése que viene, míralo, viste un sayón negro como los nuestros. Tiene que ser… ¡Oh, no! Por su tamaño y la manera de montar el caballo, creo que es mossen Laurenç. Por favor, ve a la cueva deprisa y avísales.
Como cuando la vio subir, a Ricar le impresionó el valor y la agilidad de Magdalena al bajar por la tosca e insegura escala.
El anuncio de quien llegaba produjo una conmoción. Con cara de profundo cansancio y muy ojeroso, el mossen llegó a la explanada con un zurrón que abultaba mucho y una expresión enigmática, aunque triste. Marianna, Bartolomèu y todos los que no tenían ocupaciones urgentes, lo esperaban de pie ante la cueva. Mossen Laurenç examinó la muralla, y sonrió al comprobar que la obra continuaba intacta. Tras descabalgar y asegurar el caballo, se acercó a Marianna y sacando un envoltorio del zurrón, se lo entregó.
-¿Qué es esto? –preguntó Marianna, perpleja.
-Deslíalo, mujer –respondió secamente el mossen y se dirigió en silencio hacia la nieve.
Marianna desató el lío temblando, porque presintió su importancia. Se trataba de un rollo de pergaminos semejante a los dos que ya habían encontrado y descifrado, aunque más voluminoso. También, un cuño de piedra negra con el símbolo cátaro.
-¿Dónde habéis descubierto esto, mossen? –gritó Marianna en dirección al hombre que se alejaba como alguien que no tuviera ligaduras ni compromisos con quienes dejaba atrás.
Mossen Laurenç no respondió. Se encogió de hombros y continuó caminando a zancadas. Parecía que necesitase reanudar un diálogo interrumpido con la gélida extensión blanca, añorada en el paisaje estival del valle.
-¿Por qué no queréis hablar? –gritó todavía Marianna.
-Es un caso de locura total –murmuró Bartolomèu a su lado-. Pescador que pesca un pez, pescador es.
-No, Bartolomèu –replicó Marianna-. Lo suyo es revancha. El mossen ha querido darnos una lección y en cuanto descubramos sus razones, tendremos que ver si lo ha conseguido o no.
No quería que Bartolomèu se contagiara del pálpito que le rondaba la cabeza y que llegaba a causarle cierto malestar físico. Mossen Laurenç había descifrado la clave de la pila de agua bendita y encontrado el nuevo escondrijo de los cátaros, para demostrarles que era más listo y capaz que ellos. Ahora, lo que le corroía podía inspirarle ideas destructivas.
-Por favor, Bartolomèu. Ve tras él, dale conversación acerca de este hallazgo y donde haya podido descubrir los pergaminos, y consigue que vuelva a la cueva, sin forzarlo. Interésalo por lo que puedan decir los textos, que me pondré a leer en cuanto volváis.
-¿Qué te preocupa, Marianna?
-Temo que pudiera...
-¿Suicidarse?
Sin añadir nada más, Bartoloméu echó a correr hacia el risco tras el cual habían perdido de vista a mossen Laurenç. Cuando, traspuesto ese risco, descubrió su silueta a lo lejos, le costó gran esfuerzo llegar a su altura, porque el sacerdote se movía con facilidad pendiente arriba, con zancadas elásticas y como si anduviese por terreno llano. En seguida que pudo ponerse a su lado y en cuanto consiguió recuperar el resuello, dijo Bartolomèu:
-Todos sentimos interés por saber cómo habéis encontrado los objetos que habéis traído.
-¿Vienes por tu voluntad o te manda ella?
-Yo…
-¿Te manda ella?
Por lo que vio en sus ojos y en el aleteo de su nariz, Bartolomèu halló que debía responder afirmativamente, y asintió.
-Pérfida mujer –dijo el mossen.
-Sois injusto, mossen. Sin ella, no sabríamos organizarnos. No es pérfida, sino sabia.
-Demasiado para una mujer. Mejor me hubiera ido si no lo fuera tanto.
-Yo creo que… cualquiera en vuestro caso…
Era evidente que Bartolomèu no se atrevía a decir lo que estaba pensando.
-No tengas reparos, Bartolomèu. En lo alto de la montaña, como en el Sinaí, están permitidas todas las sinceridades.
-Pues… moseen, es que yo creo que deberíais sentiros orgulloso de ella.
Mossen Laurenç se detuvo. Miró hacia la superficie blanca donde habían quedado impresas sus zancadas. Todo en su interior le impulsaba a volver y… no sabía lo que sus impulsos le mandaban que hiciera si volvía. Sentía angustia y dolor. Y el orgullo hecho trizas. No era capaz de reconocerse a sí mismo. Tenía que dejar de hablar de ella.
-Me he cruzado con Manel. Sólo lo he visto de lejos, pero su aspecto y su conducta me parecieron muy extraños. ¿Sabes por qué?
-Sí lo sé, mossen –Bartolomèu decidió que no era conveniente hablarle de lo que hizo a Marianna-. Tuvo un percance aquí arriba y nos ha dejado. ¿Dónde lo habéis visto?
-Un poco más acá de Vielha. Se encontraba parado, de pie junto al caballo, contemplando una granja próxima a Casarilh. Cuando lo vi, no conseguí imaginar lo que pudiera estar haciendo.
-La hermana de Manel tiene una granja cerca de Casarilh.
-Entonces, estaría dudando si entrar a visitarla. Pero me pareció extraña su manera de estar de pie. Parecía que algo le doliera mucho, como si tuviera un cólico. No me acerqué a él porque para ello habría tenido que salir a campo abierto y mostrarme a la vista de todos.
-Mossen… ¿queréis hablar de cómo habéis descubierto el nuevo escondrijo cátaro?
Laurenç sonrió tristemente.
-Te lo voy a contar, Bartolomèu, si me prometes no contárselo a ella.
Aunque Bartolomèu no entendió el motivo de la petición, comprometió su silencio.
-Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado. Según Marianna, en occitano significa “Que todos los romeros que pasen cojan agua bendita”. Bien. Ella sabe lenguas y habla muchas, pero yo soy hombre de iglesia. En toda mi vida no he hecho más que tratar de servir a Dios lo mejor que he sabido, y por lo visto no lo he hecho bien. Distraídos por el significado literal de la frase, hemos pensado en romerías y pilas de agua bendita. En concreto, en una pila de agua bendita que fuera muy especial y a cuyo lado hubiera que pasar para emprender una romería. Pero como yo no hablo occitano, me quedé en el verbo “prender”, y pensé que no es lo mismo que coger o tomar agua bendita. Ello me llevó a pensar en un hisopo, que hay que agarrarlo con toda la mano. Pero, claro, en un hisopo no podía haber nada oculto. Tenía que tratarse de un hisopo portado por un romero en una representación de piedra, y que estuviese cerca de una pila de agua bendita especial. Entonces, recordé una, en concreto, que me ha venido obsesionando desde que llegué a Aran. Se trata de la de Vilac.
-La recuerdo perfectamente –dijo Bartolomèu-. ¡Ese monstruo!
-Exacto. A mí, ese dragón que rodea toda la pila, por encima de una figura desnuda, me produjo consternación cuando lo vi por primera vez. En realidad, nunca he conseguido mirar esas tallas sin sentir turbación.
Oyéndole hablar, se dijo Bartolomèu que habían estado muy poco atinados al creer que había enloquecido o su locura no incluía la pérdida de la capacidad de razonar.
-Cuando Miquèu nos trajo el osario de Escunhau –prosiguió Laurenç-, y vi el bajorrelieve, fue cuando pensé en el hisopo, porque allí se representaba uno, aunque en una circunstancia no exactamente de romería. Lo siguiente fue atar esos dos cabos, la pila de Vilac, donde todos los años se celebra una romería muy célebre, y el osario de Escunhau. Yo mencioné varias veces la pila de Vilac y ninguno de vosotros me hizo caso. En realidad, fue ella la que ni siquiera prestó atención a mis palabras, como si cualquier cosa que yo dijese fuera una idiotez. De modo que hace tres días, me dije que tenía que investigar yo solo, por mi cuenta. Esos tres días me han servido de mucho, Bartolomèu, porque ¿sabes lo que andan haciendo los hombres del romano?
Bartolomèu asintió.
-Este valle es un universo extraño –continuó el mossen-. Parece inmenso, pero todo él es como el claustro de un convento, donde nada se oye pero todo se sabe. Si había descontento con los soldados de Napoleón, lo que ahora recorre el valle es indignación. Ese romano no es un hombre normal.
-¿Le atribuís dones sobrenaturales?
Mossen Laurenç sonrió.
-No, Bartolomèu. Nada más lejos de mi consideración. Digo que Domenicci no es normal por sus perversiones, y el poder en manos de alguien así crea historias como la de Calígula. Debemos disponernos a afrontar perversidades increíbles. Pero, en fin, acabo con el escondrijo de los cátaros. Cuando bajé, lo primero fue tratar de acercarme a la pila de Vilac, pero no podía hacerlo estando el párroco presente. No olvides que yo soy un proscrito a quien mis compañeros consideran un asesino. Así que aguardé la ocasión de dar una ojeada sin que él estuviese. Tuve que acechar todo un día y entrar mientras celebraba misa, evitando que pudiera verme ni siquiera de reojo. Cuando terminó, fui esquivándolo conforme él se movía por el templo y, por último, pude esconderme bajo el altar de San Felipe. Imagina, Bartolomèu; permanecí todo el día hecho un ovillo, hasta que el párroco echó los cerrojos por la noche. Iluminado sólo con la bujía del Santísimo, pude a duras penas examinar cuanto hay alrededor de esa pila del monstruo. ¿Y qué crees que encontré? Rematando una corta columna que enmarcaba por la izquierda una hornacina situada frente a la pila, descubrí un capitel que representaba a un obispo con un hisopo, en actitud de rociar agua bendita. Me faltaban los romeros, pero estaban allí, en una procesión en la basa de la misma columna; en la del otro lado de la hornacina, todos los adornos eran vegetales. Parecía claro que el escondrijo tenía que ver con la columna izquierda, pero no conseguía imaginar cómo. Entonces, se me ocurrió que el verbo “prender” no era casual ni se refería al agua bendita ni al hisopo. Tenía que aferrar algo. ¿Y qué podía ser ese algo sino la propia columna? En resumidas cuentas, estuve a punto de romperme la espalda tirando de un cilindro de mármol que medía más de tres palmos y de unos dos de circunferencia. El esfuerzo dio resultado, pues se desprendió cayendo al suelo junto con el capitel y la basa, y todo se hizo añicos. ¿Y qué crees que apareció al romperse? Sí, exactamente; el envoltorio que he traido se encontraba dentro de una pequeña columna de mármol hueca. Temí que el ruido hubiera llegado hasta la casa cural, pero tuve suerte y nadie acudió. Mas como no conseguí abrir el portalón, amontoné los trozos de mármol lo mejor que pude bajo un altar y cogí un florero del altar mayor para disimular en la hornacina la falta de la columna. Pese a mi cansancio, conseguí permanecer alerta toda la noche, hasta que se abrió la puerta; en cuanto comenzaron a entrar los feligreses, eché a correr hacia acá. Lamentablemente, ayer tarde me quedé dormido, rendido por las dos noches sin dormir, junto al rumor maravilloso del Unhola. Yo creo que alguna bruja se ha compadecido de mí, porque he dormido sin contratiempos hasta esta madrugada, sin que me molestase ninguna alimaña.
-¿Por qué no queréis contarle todo eso a Marianna? Yo lo encuentro admirable.
-Por eso precisamente.



Manel tuvo que pensárselo durante todo el día, pero consiguió por fin reunir ánimos para entrar en casa de a su hermana. Aunque todo le dolía, afectó una seguridad que no sentía y disimuló cuanto pudo la incomodidad insoportable de estar sentado. Gracias a un esfuerzo supremo de autocontrol, resistió los sarcasmos de su cuñado sin perder la calma y como resultado de su buena interpretación, y habiendo mentido sobre por qué quería parecer más elegante, se dirigía ahora hacia el palacio del barón de Les vestido de un modo decoroso.
Oscurecía, pero no había sonado la hora de la cena; el romano no se quejaría por la inoportunidad de la visita. Pediría audiencia manifestando la importancia crucial de la información que portaba, por lo que el poderoso enviado del Papa consentiría en recibirle inmediatamente. Iba a sentirse redimido de las afrentas que los refugiados del Forat le habían infligido mandándoles rayos y centelas, y sería feliz disfrutando la recompensa con la satisfacción de la revancha.
Pero no tuvo ocasión de llamar a la puerta del palacio del barón de Les. Al llegar renqueando a la plazuela que se abría ante el zaguán, se topó con un grupo armado. Sin poder evitarlo, afloró a su rostro una expresión que reflejaba más miedo que resolución, lo que junto a la lentitud de sus movimientos doloridos le hacía parecer sospechoso. Aunque lo había oído describir, le impresionó su aspecto; aquellos hombres tan arrogantes imponían respeto sin necesidad de exhibir el abundante armamento, gracias a los brillantes cascos con airones de plumas, los severos trajes azul oscuro, las capas de terciopelo y las cruces amarillas en el pecho. Todos portaban espada al cinto, mosquete al hombro y enarbolaban lanzas. A pesar de la gravedad de lo que le había ocurrido en el fuerte de la Sainte Croix, consideró que nunca había tenido que vérselas con un grupo que le inspirase tanta sumisión ni impulsos tan fuertes de arrodillarse y pedir clemencia.
Se postró frente a sus miradas de acero por si eran quienes tenían que conducirle ante el romano, pero, viéndolos tan próximos, se quedó paralizado, perdida la facultad de hablar y con la boca seca. Tras un primer ademán de recelo, los seis hombres rompieron a reír por su expresión alelada. Las carcajadas y las frases cruzadas en francés, que apenas entendía, echaron sobre los hombros de Manel el peso del terror. Supo que esos hombres no sólo no le escucharían, sino que iban a hacer lo que se rumoreaba que hacían por todo Aran, dar a una lección a su costa, y por ello gritó con todas sus fuerzas:
-Sé dónde encontraréis a los guerrilleros cátaros; yo soy guerrillero también –se señalaba el pecho con muchos aspavientos-, por favor, llevadme ante su poderosa santidad el monseñor para que le diga dónde se refugian.
Comprendió que no entendían lo que decía, pues sólo las palabras “guerrilleros cátaros” ocasionaban que le mirasen a la cara. Dos cruzados lo agarraron cada uno de un brazo. Creyó que iba a tener una última oportunidad y que lo llevarían al interior del palacio, y allí podría gritar “guerrilleros cátaros, sé dónde están” y puesto que el edificio no era muy grande, seguramente el romano le oiría y bajaría presuroso a interrogarle. Pero no fue al palacio donde le condujeron; lo llevaron a empujones y a rastras hacia la plaza que se abría ante la iglesia de San Miguel, entre risotadas, dando grandes voces y golpeando con las lanzas las puertas para convocar al vecindario. En pocos minutos, numerosos vecinos salieron a ver qué ocurría y a todas las ventanas se asomaron espectadores.
Cuando los cruzados de Dominecci comprobaron que el auditorio comenzaba a ser una multitud, ataron las manos de Manel a las cadenas que, de jamba a jamba, protegía el acceso a San Miguel. Ante su consternación le hicieron jirones la ropa que había prometido a su cuñado devolverle impoluta. Al quedar expuesta su carne, las ensangrentadas señales de los latigazos convencieron a los cruzados de que, más que un pobre idiota, se las veían con un sujeto peligroso, que ya había gritado dos veces “guerrilleros cátaros” mientras lo arrastraban, lo cual era una confesión en toda regla. Los latigazos demostraban con claridad que era un reo de la justicia. Notó con cuanta saña le golpeaban con las culatas de los mosquetes justo en los verdugones frescos de los azotes, moviéndose los seis a su alrededor en un carrusel burlón. Cuando ese juego dejó de divertirles, los seis cruzados se alinearon con aire marcial frente a la creciente muchedumbre. Por turno, el primero de la fila iba al punto donde Manel estaba amarrado y le propinaba dos sonoras bofetadas; a continuación, volvía a la formación y se situaba el último de la fila. El que había quedado primero repetía la acción y así continuaron durante una hora.
Considerando que la lección había sido escenificada con suficiente contundencia, los seis cruzados formaron dos filas de tres enarbolando las lanzas, y a la orden del primero de la derecha, a quien los demás llamaban “comandante Bertrand”, emprendieron el regreso al palacio.
Manel quedó colgando de las muñecas atadas a las cadenas, sin fuerzas para sostenerse de pie. Sangraba por la boca y dos de sus dientes resaltaban sobre el empedrado negro del suelo. Una vez que los vecinos se aseguraron de que los cruzados se habían alejado, acudieron a soltarle las manos para socorrerlo. Le dieron agua y trataron de enjugar la sangre. Con voz apenas audible, Manel suplicó:
-Por Dios, llevadme a la casa de mi hermana Joanna, en Casarilh.


.

Hasta que no vio reaparecer a mossen Laurenç junto a Bartolomèu, Marianna sintió un desasosiego que no era capaz de explicarse. Felip se encontraba al otro lado de la muralla, siguiendo su mirada con preocupación. Se preguntó si el nerviosismo que sentía era producto del temor por el nuevo conflicto que estaba gestándose. No, no había conflicto en ciernes ni lo permitiría. Ella no debía explicaciones ni lealtades a nadie. Cuando constató que el mossen y Bartolomèu volvían, llamó a voces a todos los refugiados pidiéndoles que se reunieran porque iba a leer los pergaminos.
Felip se aupó sobre la muralla y allí sentado se puso a tocar la guitarra, como si interpretase el preludio de una obra teatral. Magdalena ayudó a Ferran a acudir, pero fue el maltrecho Jàn quien tuvo que ayudar a Teresa, cuya barriga parecía que la hiciera crecer su felicidad, pues abultaba mucho más que dos días antes. Miquèu se sentó muy cerca de la piedra donde estaba acomodada Marianna y le hizo una señal a Ricar para que se le acercara, pues había decidido la noche anterior que nunca más iba a esconder sus efusiones. Andrèu y Quicó, los dos hermanos, abrazaban a sus mujeres, orondos y ufanos, como si la satisfacción que ellas exteriorizaban después de dos días de recuperación del tiempo perdido mereciera un aplauso. Francesc estaba de guardia, pero Jusep y Ton, los dos únicos desparejados restantes, se situaron de pie junto a Felip, como si quisieran servirle de comparsas, dispuestos a aplaudir, porque ambos eran de los admiradores más fieles que tenía la música del joven huérfano. Tomèu abrazaba a su mujer con arrobo pero con mucha fuerza, como si temiera que se la robasen. Bartolomèu indicó al mossen un puesto cercano la piedra que servía de asiento a Marianna y se acercó a su esposa. Marianna repasó los pergaminos, apartó los que sólo eran listas e inventarios y puso encima los que contenían el relato, que eran cinco. La escritura era de una pulcritud llena de delicadeza en algunos párrafos, que se alternaban con otros trazados con apresuramiento.

En Beziers, en el año del Señor de 1209, a veintitrés de julio.
Soy la única superviviente en esta ciudad ensangrentada y no sé si realmente he sobrevivido, porque vivir para ver lo que he visto y todavía veo dentro de mí es horrísono como la peor pesadilla, el Señor misericordioso se apiade de mí y me conduzca a salvo hasta la Luz. Los otros tres que tenían la misma encomienda que yo han perecido y por ello obligada soy a romper sus precintos para descubrir sus destinos, y ello me exigirá el esfuerzo cuádruple de trasladar las cuatro copias a los sagrados lugares elegidos para ponerlas a salvo.
El año pasado se desató la furia del tirano de Roma, tras la escenificación de una comedia urdida por sus propios senescales. Mandó el tirano un legado, llamado Pedro de Castelnau, a negociar con nuestro señor el Conde de Tolosa la entrega de los puros o nuestra condena a muerte. Dicho legado recibió la respuesta que merecía, la negativa solemne de Raimundo, que jamás aceptará el sacrificio de uno solo de sus súbditos ni se doblegará a la voluntad de un soberano extranjero. Inocencio III es el soberano de un país extranjero, obsesionado por apropiarse de las riquezas y prerrogativas de los demás monarcas europeos. Ha urdido tramas sangrientas de asaltos al poder en Bulgaria como en Alemania, en Dinamarca como en Portugal, alentando el parricidio, el fratricidio y todas las pasiones más monstruosas.
Su obsesión por dominar y apropiarse de todo alcanzó en 1208 a nuestro tranquilo y pacífico condado de Tolosa, donde gobierna con infinita bondad Raimundo VI, y por ello le envió al dicho Pedro de Castelnau, quien fue despachado por el conde con su negativa. Desgraciadamente, las mesnadas del tirano de Roma tenían órdenes oscuras para el caso de que fracasara la entrevista, como así fue. No muy lejos del palacio del conde, Pedro de Castelnau fue asesinado, y afirmo ante el rostro infinitamete bondadoso del Señor que no fueron manos tolosanas las que lo hicieron.
Sin embargo, la muerte de Castelnau fue la coartada que el tirano de Roma necesitaba para conseguir sus fines. Nuestro señor Raimundo VI ha venido siendo sometido desde entonces a toda clase de vejaciones y humillaciones por un falsario vicario de Aquel cuyo reino no es de este mundo, a pesar de lo cual el tirano pretende resucitar bajo su manto en Europa el Imperio Romano, que sí sería de este mundo, con mayor poder y superiores riquezas de las que nunca los césares poseyeron.

Marianna notó que mossen Laurenc se rebullía sin descruzar las piernas. No sabía por qué evitaba mirarlo a la cara; ella no tenía nada que temer y él no había dejado de ser el cuerpo inmensamente poderoso, más vigoroso que nadie que conociera, pero incapaz de conducirla a las puertas del cielo. Curiosamente, no abría la boca para las acusaciones de anatema y pecado que había proferido mientras ella leía los pergaminos de ocasiones anteriores. Ahora, mantenía los labios apretados y la mirada baja, con aire sombrío. Concluyendo con alivio que aunque se revolvía no iba a decir nada, continuó:

Digo y afirmo ante la Luz y que la verdad no sea ofuscada por las sombras del mal, que tras la muerte de Pedro de Castelnau y la insumisión de Raimundo VI, el tirano se quitó la careta para admitir con los hechos que la pretensión de exterminarnos a los puros no era su verdadero objetivo, sino el de conquistar Tolosa como hace por toda Europa. De tal modo, el abad Arnau Amalric negó al señor de Beziers, el vizconde de Trencavel, toda posibilidad de mediar ante el tirano cuando éste convocó una cruzada contra Tolosa en general y nuestra ciudad en concreto.
El tirano de Roma no aceptaba más que la rendición total y la entrega de los doscientos veintidós puros que él creía que sumábamos, cuando la realidad era bastante superior. Mas la ciudad de Beziers dio una respuesta unánime y valiente; los católicos y los puros, unidos por el mismo rechazo a sufrir la deshonra, nos preparamos para defender el Paratje y el honor contra los apetitos insanos de Roma. Frente a la abnegada y apasionada defensa de nuestra dignidad y nuestra honra que hicimos los vecinos de Beziers, el rey de los franceses convocó a sus vasallos y caballeros para enrolarse en la cruzada contra nosotros y, en realidad, contra toda Tolosa. Al mismo tiempo, el tirano de Roma, queriendo forzar sibilinamente las voluntades, proclamó que las tierras y los bienes de los puros que tales cruzados matasen serán botines de guerra que ganarán para sí. Además, otorga por adelantado indulgencia plenaria a todos ellos, hagan lo que hagan y sea cual sea la magnitud, la crueldad y el espanto del torrente de sangre inocente que viertan sus manos.
De tal modo, conjuntamente el abad Arnau Amalric, el duque de Borgoña, el conde de Nevers, el senescal de Anjou y el conde de Champaña consiguieron reunir el más formidable ejército que recuerda la historia. En formación y exhibiendo los brillos y fulgores de sus galas, llegaron ante nuestras murallas veinte mil caballeros y cien mil villanos. Pronto se les unió el propio rey de los franceses, encabezando un inmenso ejército de ribaldos desde un trono portado por doce hombres robustos, trono que representaba en sus tallas doradas las obscenidades más pecaminosas y perversas que han visto los hombres desde Sodoma y Gomorra.
Desplegados todos al pie de nuestras defensas, el rey francés, el abad Amalric y sus secuaces enviaron un correo al obispo católico de Beziers, Reginal de Montpeyroux, conminándole bajo pena de excomunión a entregarles a todos nosotros los puros junto con nuestros bienes y los títulos de todas nuestras propiedades. Al mismo tiempo, varios heraldos recorrieron el perímetro de las murallas para tratar de persuadirnos a los puros y revestidos de que nos entregásemos voluntariamente para no causar la ruina y el sufrimiento de nuestros vecinos católicos.
Mas en esta ciudad bendita todos éramos una familia y todos nos amábamos en paz y alegría. Con unanimidad, los católicos de Beziers se negaron a entregarnos y, contrariamente, se unieron con mayor calor y solidez en nuestra defensa. Entonces vimos a través de las murallas la agitación, el desconcierto y la ira del ejército sitiador. Las cabalgadas y reuniones de tienda en tienda eran prueba de cuán grande era su preocupación y cuánto cavilaban y discutían el modo de resolver su dilema, puesto que la inmensa mayoría de los vecinos de Beziers reconocían ser devotos católicos fieles a Roma; el problema insoluble para los sitiadores era que los católicos de Beziers guardaban también su lealtad para nosotros los puros.
Menudearon las escaramuzas entre nosotros y los sitiadores, porque ellos se apostaban bajo las murallas a proferir insultos y bravatas, lo que hacía que nuestros jóvenes más valientes y ardorosos, perdida la paciencia, quisieran castigar sus ofensas. Salieron algunos de nuestros hermanos a tomar justa revancha y ocasionaron graves daños entre los sitiadores más cercanos, que se encontraban desnudos bañándose, chapoteando y retozando en el río; murieron varios de ellos, pero cuando nuestros amados vecinos de Beziers se dispusierona volver al abrigo de las defensas, los ribaldos y patanes franceses y los romanos, indignados por haber sido cándidamente sorprendidos, se agruparon y soliviantaron a las huestes lejos de sus propios mandos, caballeros y nobles y persiguieron a los jóvenes de Beziers al grito colectivo de “A las armas”. Doscientas mil voces lo gritaban. A oír tal estrépito, los cruzados acudieron presurosos y se lanzaron a una batalla total. Pudimos resistir poco tiempo más y fueron cediendo algunas de nuestras defensas, por donde los cruzados irrumpieron y asaltaron nuestra amada ciudad, atravesando con sus armas el pecho de cuantos encontraron en su avance. Comprendimos que estábamos perdidos, de manera que al amparo del obispo católico nos refugiamos todos, católicos y puros, en las iglesias, creyendo, pobre de nosotros, que la inmunidad de los templos romanos iba a salvarnos. La catedral de San Nazario fue ocupada enteramente por los vecinos, puesto que los propios canónigos católicos de la catedral nos ofrecían su protección mientras hacían redoblar las campanas para suplicar la compasión de los cruzados, los romanos y los franceses. Todos los templos católicos de Beziers estaban atestados de católicos dispuestos a defendernos a los pocos puros de la ciudad, Dios premie su heroísmo y su amor.
Nada era capaz ya de detener el brazo ejecutor de los doscientos mil hombres enloquecidos que asaltaron Beziers. Yo escuché la ofensa suprema, Dios me libre del horror perpetuo que me estruja el pecho por su monstruosidad.
A los cuatro puros que debíamos transmitir a la eternidad este mensaje, nos habían ordenado que nos refugiásemos en el coro de la catedral, indicándonos un pasadizo por donde escapar con todas las garantías. Cuando los cruzados se disponían a entrar a saco en el templo desoyendo a los canónigos que les suplicaban piedad, llegó ante la escalinata el abad Amalric a dar su bendición a los asaltantes. Entonces, uno de los nobles, de quien no reconocí el rostro, preguntó al abad: “¿Cómo podremos distinguir a los fieles católicos de los malditos herejes?”, a lo que el abad respondió: “¡Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos!”.
A continuación, fueron abatidas las grandes puertas de la catedral y aquí como en todas las iglesias de Beziers manó ayer la sangre en caudalosos ríos que discurrieron impetuosos no sólo por los templos, sino por todas las calles y plazas. Mis tres compañeros, horrorizados por la matanza que veían cometer abajo, rehusaron las órdenes que nos obligaban y corrieron a luchar junto a quienes tantos amábamos. Yo permanecí en mi escondite tal como se me había ordenado, porque mis fuerzas son escasas aunque sea tan inmenso mi dolor.
Los veinticinco mil vecinos de Beziers, casi todos católicos, fueron asesinados ayer ante mis ojos en nombre de la fe de Roma.
Cuanto escribo es verdad y la Luz me ilumina fulgiente.
Joanna de Beziers
“Nautos, be soun nautos mes s’abaissaran. Quan serey morto, reboun me”.

Marianna trató de ver lo que pudieran reflejar los ojos de Laurenç, porque temía que brotara de sus labios una nueva mordacidad crispada. No fue así. El mossen tenía la cabeza agachada y parecía que le pesara demasiado el horror del relato como para protestar en defensa de su ministerio y sus convicciones.
-Me da que la última frase es otra clave –dijo Miquèu.
-Sí –respondió lacónicamente Marianna.
-¿Vos qué opináis, mossen? –preguntó Bartoloméu.
Laurenç se preguntó si le pedía una opinión sobre el relato, en su conjunto, o concretamente sobre esa frase que parecía una nueva clave, como si los pérfidos herejes hubieran ideado una interminable y burlona carrera imposible, tan irresoluble como el laberinto del Minotauro.
-No me llames mossen, Bartolomèu. No creo que merezca el nombre y de todos modos, aquí yo soy uno más. Opino que esa clave es la más hermética de las que hemos tenido que resolver hasta ahora. Si las anteriores exigieron grandes esfuerzos para descifrarlas, ésta me parece prácticamente imposible, porque no menciona objetos ni alude a lugares y parece un epitafio que en Aran podría estar en treinta y dos lugares diferentes.
-Pero me da que se refiere a una tumba, ¿no? –apuntó Miquèu.
-Parece que así fuera –respondió Marianna-, pero a estas alturas sabemos de sobra que estas claves no son nunca lo primero que nos parece.
-La Peira de Mijaran –dijo Felip alzando la voz un poco más de lo necesario- dicen que tiene debajo un montón de muertos.
-¡Imbécil! –exclamó Laurenç con desprecio-. La piedra de Mijaran no es una tumba. Se trata de un…
-Mira, Felip –atajó Marianna con voz muy dulce mientras dirigía una mirada acerada al mossen, que se había permitido la crueldad de insultar al muchacho y humillarlo-. Esa piedra es un menhir levantado en la prehistoria, hace millares de años. Por el contrario, los cátaros vivieron hace tan sólo seiscientos.
-¡Cuánto sabes! –exclamó Ferran con arrobo.
Laurenç carraspeó. Lamentaba haberse dejado llevar por el impulso de insultar al joven trovador y ahora sintió que tampoco podía refrenar el anhelo de desautorizar a Marianna:
-La sabiduría en la mujer no siempre es un don, Ferran. Estoy convencido de que un grado superior de inteligencia en ellas nos conduciría a aceptar su infidelidad cuando las amamos. Porque si nos situamos en la especulación científica pura, querer acaparar un ser, paralizar su fantasía, sujetar su voluntad y limitar sus placeres es una pretensión insensata, y por lo tanto consentiríamos compartir con otros hombres sus gracias y favores. Pero si tan sabios y complacientes fuéramos, sólo amaríamos con cálculo; es decir, no amaríamos.
Todos exteriorizaban en sus rostros perplejos incomprensión absoluta, mientras que para su sorpresa, Marianna, a quien había pretendido vejar, sonreía levemente como si guardase un secreto, y en vez de comentar el razonamiento, dijo:
-Señoras, ahora somos nueve mujeres en este refugio. Tenemos muchas cosas que hacer y decidir. Los hombres, dedicaos a lo que tengáis que hacer, que las damas necesitamos hablar a solas. Haremos como hacían las perfectas cátaras, escalar las alturas que algunos insensatos –en este punto, miró a Laurenç de reojo- creen que están reservadas sólo a los hombres.



www.luismelero.com
http://opinindeluismelero.blogspot.com/
http://luismeleroopina.blogspot.com/
http://penarluismelero.blogspot.com/

No hay comentarios: