jueves, 13 de noviembre de 2008

LA DESBANDÁ. Disfrútala gratis. LA CÍNICA EDITORA SE ENROCA


En el colmo del cinismo más desvergonzado, la editora se ha enrocado y ni menciona la posibilidad de pagarme lo que me ha defraudado durante cinco años, a pesar de la comisión parlamentaria que se ha puesto en marcha para reformar la Ley de Propiedad Intelectual e impedir abusos como el suyo.
Ahora, en vez de pagar sólo los 70.000 euros que me adeuda, tendrá que pagar los millones que no les ha pagado a todos sus autores.

Aquí tenéis un nuevo episodio de La Desbandá para seguir disfrutándola.

LA DESBANDÁ. Continuación
V- La Goleta
Cuatro días llevaba solicitando hablar con Cayetano Bolívar, sin conseguirlo. La sede del Partido Comunista era un agitado y presuroso ir y venir continuo, donde tratar de ser recibido por el diputado era tarea mucho más desesperante que pedir audiencia al Papa. Elena había encerrado a Miguel bajo llave, porque no halló otro medio de evitar males mayores. El poco tiempo que Mani permanecía con Paula, ella lo traspasaba constantemente con la mirada, con resentimiento, porque él no consentía en decirle ni una palabra sobre la visita a Elena ni lo que ocurría.
Para no traicionarse ante su madre, pasaba muchas horas en la playa charlando con el Chafarino y, a ratos, durante las pausas del asedio a Cayetano Bolívar, se sentaba en los norayes del puerto, a ver si la caricia del sol ahogaba sus quejidos de impotencia rabiosa, porque la fatalidad había alzado barreras infranqueables entre él y la necesidad de encontrar a Paco o la urgencia de rescatar a Angustias, barreras que también le aislaban del dolor de Miguel y el magisterio de Paula, como si la vida le exigiera ser un extranjero de sí mismo. A la noche, los adolescentes del barrio iban a celebrar una fiesta en el patio del corralón de las Dos Puertas; había ayudado esa mañana a apartar los enormes lebrillos para despejar lo que iba a ser la pista de baile, amenizado por una orquestina de tres músicos, porque esperaba de su primer baile estival de 1936 alivio para lo que le abrasaba el pecho y derretía su entendimiento.
El trajín era los sábados mayor que otros días en el puerto, una ínsula donde la actividad febril era productiva y no como en el resto de la ciudad, donde el movimiento incesante de las riadas de gente parecía no tener más fin que el jaleo por el jaleo, sin propósito ni metas, como si nadie fuese ya capaz de creer que el gobierno instaurado dos meses antes fuera diferente de sus predecesores. Tampoco Azaña iba a sacarles de la miseria y, como de costumbre, los castigos se les imponían a machamartillo a quienes no tenían donde escapar por no tener donde caerse muertos; a esas alturas, comprendía que los poderosos seguían siendo bienaventurados, porque si sentían miedo, el dinero les permitía instalarse en cualquier otro lugar, ya que quienes poseían grandes fortunas no necesitaban patria y estaban por encima de las patrias; como siempre, sufrían los de siempre las mismas penas de siempre. En el puerto, en cambio, todo palpitaba cual saludable sangre promisora; el fuerte olor a salitre y pescado descompuesto, que sin embargo a Mani le sabía a bocanadas de vida, y la calima del polvo de cereal, al velar el paisaje, hacían que todo pareciera muy hermoso revestido de la pátina dorada del sol. Debido al descanso dominical, los arrumbadores tenían que multiplicarse en sábado para descargar de los barcos toda la mercancía perecedera y se apresuraban de los buques a los almacenes sudando copiosamente bajo los sacos de harpillera con que se protegían la espalda y la cabeza a modo de capucha; sus torsos eran mazacotes de nudosos músculos inflamados por el esfuerzo. El Templao decía en la carta recibida el día anterior que había adelgazado más aún; pensó con gran melancolía que si permaneciera en Málaga, si no se hubiera alistado a la Legión, Guaqui sería uno más de los arrumbadores que ahora observaba encorvados bajo el peso de los bultos, optimistas a pesar de la dureza del trabajo. Tras ellos, los ratas pugnaban entre sí, como de costumbre, tras los regueros de legumbres que escapaban de los sacos rotos.
-¡Eh, Rubio!, ¿eres tú, de verdad?
-¡Quini!
El que había sido lugarteniente del Templao en sus postreros juegos infantiles, aparentaba diez años más que el día que Mani lo viera por última vez, cuando Serafín le disparó en calle Nueva.
-Si no fuera por el color de tu pelo, tan cantoso, y por no sé qué más... no te habría conocío -dijo Quini, mientra jalaba de Mani para que se pusiera de pie-. Joder, si estás más grande que yo.
-Creía que te habías muerto.
-¡No jodas, Rubio! Lagarto, lagarto. Me tiré más de un año en la trena.
La cabeza rapada y los tatuajes de las manos hacían innecesaria la aclaración.
-Entonces, ya no tienes que esconderte.
-¡Digo! Por lo que me pillaron, pagué, y por lo que nunca me pillaron, ya se han olvidao... Ahora, voy de cabal por la vida. Vengo de aquel barco de allí, de hablar con el capataz de los estibaores. El lunes empiezo, y a partir de ahora, a currelar lo mismo que un gachó fetén. Y a ti, ¿qué tal te va? ¿Hiciste aquel trabajillo de La Virreina?
-No. Un poco después, las cosas empezaron a irnos mejor en mi casa.
-Pero tu Antonio está en chirona...
-Has tardao mu poco en enterarte.
-He pasao mucho tiempo encerrao, Rubio, y salgo con unas ganas locas de saber si al mundo no lo han movío del sitio. Si no tienes ná que hacer aquí ¿por qué no te vienes pal barrio conmigo, y así me vas contando?
Hablaron de la cárcel y sus miserias, de las penas eternas y las alegrías olvidadas del barrio, del Templao y su exilio en Marruecos español, de la tragedia de Inma y el matrimonio de Antonio, pero Mani logró eludir la mención de Miguel y Angustias y recalcó, sin embargo, la dificultad de encontrar a Paco.
-Voy a tratar de hablar con don Cayetano Bolívar, ¿vienes?
-¿Tú crees que un señorón como ése va a darte audiencia? ¡Estás majara!
-Tengo que conseguirlo hoy mismo, Quini, y de todas las maneras, su secretario me ha dicho que estoy en la lista pa el lunes o el martes... ¿A dónde irán ésos?
Señaló un nutrido grupo de soldados que bajaban de un cuartel situado a pocos centenares de metros, un antiguo convento de los monjes capuchinos. Con las cartucheras evidentemente repletas y las armas al hombro, desfilaban hacia el centro.
-¿A dónde vais? -preguntó Quini.
-Yo qué sé -exclamó un soldado tan joven como él.
-¿Qué vais a hacer? -dijo Mani.
-Corrernos una juerga, ¿no te jodes?
-¿Hay rebelión? -preguntó Quini.
-A mí, que me registren.
-Oye, Rubio -dijo Quini-, ese tío, el diputao, no va a querer recibirte a estas alturas del sábado. ¿Vamos a ver a dónde van éstos?
Mani asintió y se pusieron en marcha tras el desfile. La gente estaba echándose a la calle. Antes de llegar a la Alameda, acompañaba y envolvía a los soldados una ingente multitud. Muchos iban a medio vestir y las matronas lucían todas las trazas de haber abandonado sus guisos y tareas. Era una muchedumbre compacta, más festiva que exaltada, más dicharachera que crispada. Gritaban consignas, pero con tonos bienhumorados y un lenguaje plagado de tacos injuriosos que no parecían injuriar a causa de las expresiones chistosas. Llenaban las calles de banda a banda, de modo que Quini y Mani perdieron de vista a los uniformados y únicamente consiguieron volver a verlos después de que la multitud se desbocara en carreras y se rompieran las voces en algarabías de lamentos, vivas y mueras, y muchos minutos más tarde del momento en que comenzaron a sonar los disparos. Superada a duras penas la marea de carreras, empujones, tropezones y codazos, Mani aferró el brazo de Quini para detenerlo, porque no podía creer lo que estaba viendo. Los guardias de Asalto se encontraban enzarzados en otro enfrentamiento, pero en vez de cruzar tiros con los huelguistas, los anarquistas, los asaltantes de tiendas o los alborotadores de todas las noches, o con los borrachos que se reunían a diario a las puertas de las iglesias para cantar coplas blasfemas, estaban disparando contra una compañía de soldados del ejército. Un espectáculo que a Mani le parecía tan extravagante como si fueran jesuítas y monjas de la caridad enfrentados en una reyerta de taberna.
-¿Qué pasa? -preguntó Quini a un hombre cincuentón que juntaba las piernas tratando de disimular que había evacuando involuntariamente dentro de sus pantalones.
-Los soldaos querían apoderarse del ayuntamiento -respondió el sujeto con voz entrecortada-, y también del gobierno civil y el edificio de teléfonos. Pero ya ves tú, la gente echa pelillos a la mar de tantísimas putadas como los guardias les han hecho, y han salío a ayudarles a impedir que el ejército haga lo que le han mandao hacer, o sea, aplastar la república.
-Van a la Aduana, Quini -empujó Mani-. Vamos pallá.
La gente no paraba de abandonar sus casas en avalancha, cantando entre jadeos jubilosos el himno de Riego, la Internacional y la Madelón. Cuando Quini y Mani llegaron cerca del ciclópeo edificio de piedra gris sombreado por palmeras tropicales, una antigua aduana que ahora era sede del gobierno local, la aglomeración formaba una barrera tras la cual sonaban los disparos como una atronadora guerra de película. Como no podía ver a quienes disparaban, Mani se encaramó a un árbol.
-Rubio, baja de ahí -gritó Quini-; te van a coser a balazos.
-Tan jodío es enero como febrero, Quini, ¿o te crees que ahí abajo estás a salvo? Sube aquí, que verás qué cosa más resalá.
El expresidiario exhibió buen estado de preparación para sus antiguas actividades de quinqui, pues se encaramó junto a Mani con sólo un par de cabriolas.
-¡Digo, será posible! Esto va a durar menos que ná.
-Fíjate, Quini. La gente llega en masa a tirarles a los soldados piedras por la espalda. ¡Mira aquel cachondo de allí, está tirándoles chumbos y pencas, con espinas y tó! Los militares van a aguantar menos que un muelle de guitas...
-Esos quintos son muchachos del campo y obreros, Mani. Enseguía van a convencerse de que apuntan en la dirección equivocá.
-¡Ya lo están viendo! -exclamó Mani-. Mira, mira por allí, por la boca de calle Alcazabilla. Están desertando y ya mismo se van a disolver.
-Po fíjate aquel teniente con los dos pistolones. Está amenazándolos pa que no deserten.
-¡Será hijo de puta! Y los pobres desgraciaos, entre dos fuegos... pero mira, Quini.
Observaron que llegaban dos hombres por detrás del teniente sujetando entre ambos una tranca, casi un tronco de árbol, que usaron como ariete para tumbar al oficial, que cayó violentamente de bruces para comenzar inmediatamente a recibir en el suelo una lluvia de puntapiés y pisotones. Los soldados habían iniciado ya la desbandada y desoían las imprecaciones, juramentos e insultos de sus sargentos y oficiales, y hasta tenían que sortear sus disparos. Se alejaban con cuidado, mirando atrás y adelante, y en cuanto se suponían a salvo de sus propios mandos, entregaban las armas a los civiles que les rodeaban masivamente, los cuales respondían con vivas a cada nueva arma que recibían. Muchos de los soldados con aspecto de más veteranos prometían a la turba guiarla hasta los polvorines del ejército.
-Mira aquel tío, Mani.
Quini señalaba con ampulosos movimientos de la mano al militar que más dorados exhibía en la guerrera. Lo vieron recular cautelosamente hacia el árbol donde ellos estaban, Cortina del Muelle abajo, como si quisiera huir hacia la Acera de la Marina. Mirando en todas las direcciones, calibraba con los ojos desorbitados sus posibilidades de escape, haciendo balance de su situación con expresión descompuesta. Quizá porque se movía con pericia de estratega o porque la masa se hallaba demasiado ebria de júbilo por la inmediatez de su victoria, el oficial consiguió escabullirse, entró en un portal a escasos diez metros del árbol y pocos segundos más tarde volvió a salir despojado de la guerrera, condecoraciones y entorchados, en mangas de camisa, tras abandonar la pistola, la espada y el fusil, y trató de confundirse con la multitud.
Mani se esforzó luego, durante semanas, por entender su reacción, convencido de que en aquel instante actuó igual que un autómata desprovisto por completo de discernimiento. Algo le impulsó por encima de su voluntad, pero nunca pudo determinar si había sido un soplo de Inma con su falda hecha jirones y enrojecida por su propia sangre de violada, la acidez de la ausencia del Templao, la huella de los cuatro meses perdidos durmiendo una parte irrecuperable de su vida en el hospital, el desconcierto por la desaparición de Angustias que no se atrevía a confesar a Paula, las heridas de Miguel y Antonio o la ignorancia de si Paco vivía o no. Ni siquiera en aquel momento, cuando saltó del árbol como si volase, era capaz de reconocerse. La inercia del salto le situó entre el oficial y el portal donde acabada de abandonar todos los signos de su grado; corrió adentro, tomó la pistola con la seguridad de que estaba cargada y se lanzó en pos del militar, un hombre de unos cuarenta años cuya figura, al despojarse de la guerrera con hombreras recamadas y todos los símbolos de su poder, había perdido cualquier atisbo de marcialidad. Ahora, con los hombros hundidos y la cabeza agitada como una veleta, se había convertido en una comadreja acogotada por los ladridos de una jauría de perros rabiosos. Mani sentía un furioso deseo de castigarle y hacerle pagar el precio de todas sus cuitas, aunque no lo supiera en aquellos instantes; le dominaba un rencor a cuya intensidad no era capaz de sustraerse. Casi rozándole el omoplato izquierdo con el cañón, dijo:
-Quedas detenido.
El hombre se paró, alzó las manos hasta la altura de los hombros en ademán de rendición y se giró lentamente hacia él, para encararse con el flaco adolescente de mirada primaveral en un rostro de ángel enmarcado por rizos rubios; no había nada tétrico en la hermosa cara juvenil ni en su figura, ni en sus ademanes aristocráticos ni en su voz bien modulada, nada que inspirarse terror; ni siquiera una sombra de miedo. Sonrió con ironía y suficiencia, convencido de que no tenía nada que temer, y fue a adelantar la mano para arrebatarle el arma.
Mientras, Quini había saltado también del árbol, en pos de Mani. A espaldas de éste, gritó al oficial:
-¡Cabrón, hijo de puta! ¿Querías robarle el poder al pueblo?
La voz de Quini fue un reclamo que actuó de llamada para algunos de los que se agitaban cerca. En pocos segundos, casi instantáneamente, se formó un nutridísimo corro en torno al trío. En el centro, con su comprometedora apariencia de hijo de familia rica, Mani, apuntando con el arma a uno de los principales cabecillas de la rebelión; a un lado, éste, cuya sonrisa helada trataba al mismo tiempo de disuadir al joven y convencer a los espectadores de que la acusación y la amenaza eran infundadas; al otro lado, Quini, con su inconfundible figura de plebeyo y su patibularia voz aguardientosa de excarcelario. Había cierta perplejidad entre el público y algunas dudas, que el oficial, evidentemente ducho en peores contiendas, trató de acrecentar.
-¡Este chavea está loco! -dijo lo bastante alto para que todos le oyeran, pero sin descomponer la voz-, ¿no lo veis? Yo soy un pobre obrero y él se ve claro que tiene que ser uno de esos fascistas que quieren acabar con nosotros los pobres.
Desgraciadamente para él, su dicción carecía de sintonía alguna con la clase a la que decía pertenecer y, para colmo, Quini, con su aspecto de proletario genuíno, gritó:
-Mirad las botas de ese cabrón embustero. Mirad sus pantalones de caballista de pega. Mirad su camisa, caqui pero más planchá que el sombrero de una monja. Es el comandante de tos esos pobres soldaos que han traío engañaos al mataero pa enfrentarse con sus hermanos de clase...
Viendo que las miradas se estaban convirtiendo en dardos, el oficial, que había permanecido con la mano en el aire a pocos centímetros de la pistola que Mani blandía, trató de arrebatársela. Pero le faltaron unas décimas de segundos, porque Mani continuaba todavía en el mismo arrebato con que había descendido del árbol, con los cinco sentidos alertas y sin cabida en su mente para el razonamiento. Disparó sin premeditación, sin haber tomado la decisión de hacerlo. Igual que en la íntima soledad de una butaca de cine, vio que el estallido abría una brecha en el pecho del hombre y que brotaban surtidores de sangre en círculo, con la misma teatralidad y exageración e idéntica aparatosidad que si se tratara de una película muda. A continuación, y antes de que el cuerpo se derrumbase del todo en el suelo, el rugido de la multitud y los vivas con que alzaron a Mani a hombros lo sumergiero en el estupor.
Mani no compartía el júbilo de quienes le portaban. La detonación de la pistola que aún aferraba le había golpeado en el meollo de sus trece años y el seismo de la onda expansiva le traqueteaba las sienes, la nuca y la espalda, como si un ciclón le hubiera secuestrado de su biografía y acabara de reencarnarlo en un desconocido. Giró la cabeza. El oficial, un amasijo sangrante, estaba en el suelo como un muñeco descoyuntado, como un polichinela de trapo carente de esqueleto, muerto, reventado por las patadas furiosas y los puntapiés y pisotones de la turba más que por el disparo.
-¡Dejadme bajar! -gritó Mani a quienes le vitoreaban-. Dejadme, coño, que tengo cosas que hacer. ¡Quini, cojones, ayúdame a bajar!
No se lo permitían. La multitud había encontrado un totem del que se negaba a prescindir, y le portaron a hombros entre vivas y olés, aclamándole como un torero frente a los flashes de los periodistas, hacia la plaza del Siglo, la plaza del Carbón y más allá, en una procesión triunfal donde los que abrían la marcha les contaban a cuantos se cruzaban la hazaña a gritos, con gestos ampulosos y absurdas exageraciones. Al pasar ante la sede del Partido Comunista, varios de los que se hallaban en la entrada exclamaron: "¡pero si es el hermanillo del camarada don Francisco!", lo que ocasionó que Mani se sintiera insoportablemente incómodo, mientras descubría con horror que circulaban en la dirección contraria oleadas de hombres gritando:
-Hay que acabar con los ricos y los curas. ¡Que arda La Caleta!
Ya en el colmo de la impaciencia, y temiendo perder de vista a Quini, amenazó con la pistola a los que tenía más cerca y, a continuación, disparó al aire.
-Bueno, joé, si querías que te bajáramos, tampoco tenías que ponerte así -dijo festivamente uno de los que lo cargaban.
Mani se apresuró hacia Quini.
-Tienes que venir conmi go. El Migue está refugiao en una de esas casas que quieren quemar.
-¿Y la fiesta de esta noche en tu corralón?
-Joé, Quini, ¿tú crees que va a haber baile, con este panorama? No hay fox-trot que sea capaz de tapar el guiragay que habrá en el barrio. Ven conmigo, por favor; necesito tu ayuda.
-Tú ya no eres tú -dijo enigmáticamente Quini.
-¡Viva la revolución! -gritó un muchacho, mientras les palmeaba la espalda a ambos.
-Viva -respondieron al unísono, porque no compartir el júbilo les convertiría en sospechosos.
-¡Tenemos que masacrar a los ricos! -gritó otro joven.
Se trataba de un grupo que a Mani le hizo recordar el relato del Templao sobre la noche de la quema de iglesias de 1931. Jóvenes casi todos imberbes, pavoneándose al exhibir con orgullo sus relucientes pistolas y fusiles, cogidos en algún arsenal militar recién asaltado.
Ya no se veían militares ni se escuchaban más que vivas a la república y la revolución. Ninguna discrepancia ni más disparos que los de celebración. Una marea desbocada, jubilosa, feliz, entre centenares de coches cubiertos de banderas, más rojas que tricolores. Mani no imaginaba que hubiera tantos coches en Málaga. Circulaban haciendo sonar las bocinas mientras los hombres encaramados encima disparaban al aire y gritaban vivas y mueras.
-¡La tortilla se ha vuelto! ¡Mueran los fascistas, los ricos al paredón!
Mani trató de apresurarse y empujó a Quini contracorriente. El otrora seguro refugio de Miguel se había convertido de repente en el más peligroso de los sitios donde permanecer. Tenía que rescatarlo, pero el tropel no se lo permitía. Ardía el Café París que, inaugurado hacía poco, era el orgullo de la Málaga burguesa porque los periodistas decían que superaba a los cafés con el mismo nombre que había en Londres y Berlín. La calle de Larios, que ahora denominaban "14 de Abril", era un río tempestuoso, donde las llamaradas del ardor colectivo parecían más volcánicas aún que las de los inmuebles que ardían. También habían incendiado el Círculo Mercantil y la Casa Massó, de cuyas cristaleras rotas surgían grandes lenguas de fuego. El río humano les empujaba en la dirección opuesta a su camino y los dos tenían que abrirse paso a codazos y empujones. Sobre sus cabezas volaban enseres de las casas elegantes del centro, que estaban siendo asaltadas, y también de algunos balcones brotaban llamas. El antiguo Banco de España, en la Alameda, se había convertido en una hoguera y cuando lograron salir de la marea y atravesar el Boquete del Muelle, al llegar de nuevo junto a la Aduana vieron arder también la famosa Casa Fornos. El fuego jalonaba todo el camino y Mani comenzó a temer que llegarían tarde.
-Corre, Quini, por Dios.
-Joé, a ése, ni lo nombres, no nos vayan a fusilar.
Mani aceleró la marcha y dejó de gritar para economizar aliento, porque sentía una punzada muy aguda junto a la costilla fracturada. A lo largo del Paseo del Parque les adelantaban coches de cuyas ventanillas emergían brazos enarbolando antorchas encendidas. Otros iban en bicicleta, con compadres de pie en la parrilla agitando las teas ardientes. Mani y Quini consiguieron adelantarse a todos los que corrían a pie, pero conforme se aproximaban a la mansión de Elena Viana-Cárdenas James-Grey el ánimo de Mani fue volviéndose más pesimista. Entre muchos edificios bellos, y junto a exóticos árboles convertidos en piras gigantescas, ardían Villa Antonia, la mansión que decían que era la más suntuosa de Málaga, y dos de los palacetes que más había admirado durante las frecuentes visitas a la casa de su vieja amiga, Villa Eloísa y Villa Trini; en el primero, una construcción fantástica que parecía salida de un cuento de hadas, las cristaleras y cortinajes habían sido sustituídos ya en todos los ventanales por las brillantes llamaradas, y sobre las dos fastuosas escalinatas semicirculares de Villa Trini caían las cascadas de leños encendidos de la techumbre. La noche recién comenzada era serena, había paz en el cielo estrellado, por encima les cubría un toldo azul prusia bellamente enjoyado de rojo en la línea del horizonte y por abajo les arrastraba el raudal del resplandor cuyo humo ascendía cansinamente, pues no soplaba ni la más suave brisa.
Corrieron Limonar arriba, hacia la recoleta calle donde se alzaba la mansión de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, a quien todos en la ciudad motejaban "la de los barcos". Nada parecía alterado allí, salvo que no brillaba ninguna luz en el exterior ni en las ventanas, cerradas a pesar de la calidez de la noche. Mani agitó insistentemente el llamador de la reja, porque la cancela de hierro estaba asegurada con los candados echados y no podía, como había hecho siempre, cruzar el jardín y tocar el timbre de la puerta. Seguía pertinaz el silencio y crecía su impaciencia, porque intuía que había más de un par de ojos atisbando por las ventanas sin reconocerle a causa de la oscuridad. Volvió a tirar del cordón sin resultado. Ansió que Miguel hubiera visto venir el peligro. Tal vez había vuelto al barrio y quién sabía si Elena y los suyos no se habrían exiliado de urgencia a Suiza o Gibraltar, tal como llevaba dos meses proponiendo el yerno, Alonso Betancur. Pero la casa parecía una fortaleza preparada para la defensa y no un palacio abandonado.
-Ayúdame a subir, Quini.
-Joé, Mani. Que ya se oyen chillíos por allí abajo. A ver si nos van a siquitrillar, creyendo que somos potentaos.
-Ayúdame, joé, que así me reconocerán y dejarán de callar por susto.
Encaramado en lo alto de una de las jambas del portón, un monolito coronado por un ancla de bronce, gritó con voz contenida:
-Doña Elena, soy yo, el Mani. Abra, por favor. ¡Miguel, sal, cojones, que tienes que ponerte a salvo! ¡Le están pegando fuego a toa La Caleta, venga, sal, joé...
Oyó descorrerse un pestillo y el chirrido de una bisagra.
-¡Schssss! -le acalló la voz de Miguel, procedente del lateral donde se abría la puerta de servicio.
Mani le ayudó a auparse, operación en la que ambos sufrieron un crujido de sus huesos mal soldados. Quini escaló la verja de un salto para ayudarles, y en pocos segundos se reunieron en una piña de abrazos junto a los gruesos barrotes de hierro, creyéndose a salvo. Se detuvieron con objeto de inventariar la situación, porque el resplandor de las antorchas iluminaba ya la revuelta de la esquina, a poco más de cien metros.
-Vienen pacá -gimió Mani.
-Vámonos corriendo -apremió Miguel-; esto se pone mu feo.
Mani le aferro el brazo.
-¿Doña Elena está dentro de la casa?
-Natural.
-¿Y su familia?
-¡Digo! -exclamó Miguel-. Don Alonso Betancur, el yerno, pasó toa la mañana brindando con champán francés por el levantamiento. Pero luego, visto lo visto, se le indigestó la borrachera y anda por ahí dentro con la vomitaera, corriendo del sillón al retretete y del retrete al sillón, con la radio a toa pastilla. Sólo quedan los de la familia, Rafael el chófer y una criada, porque las demás han salío de estampía.
-Tenemos que salvar a doña Elena, Migue.
-Tú has perdío la cabeza -intervino Quini-. Míralos, ahí llegan. ¿Qué crees que podríamos hacer nosotros tres contra España entera?
Para que la multitud que se acercaba no sospechase de ellos, Quini y Miguel se sentaron en un bordillo bajo una mata de jazmín que surgía profusamente a través de los barrotes de hierro del jardín del caserón situado al otro lado de la calle. Mani, en cambio, se quedó parado en mitad de la calzada, acariciando la pistola sujeta en su cinturón mientras veía llegar la turba y preguntándose cómo era posible que, en tales circunstancias, los jazminez inundaran el aire con tanto perfume.
-¡Venga, Mani! -le urgió Miguel casi en un susurro.
-Doña Elena es como nuestra familia, Migue. Tenemos que hablar con ésos.
-No van a hacerle ná, ya verás. Venga, vámonos.
-¡Me cago en la virgen! -se impacientó Quini-. Vámonos de una vez, Mani.
Mani volvió la mirada hacia las relucientes anclas de los dos monolitos que formaban las jambas del portón. Dio un salto hasta el murillo de la cerca, escaló la verja sin necesitar esta vez la ayuda de Quini y se encaramó de nuevo, aferrado al ancla. Los primeros hombres del tumulto habían comenzado a zarandear la cancela.
-Ahí no hay nadie -gritó Mani.
-¿Qué dice ese muchacho? -preguntó uno.
-Por el color del pelo, tié que ser de la casa.
-¡Qué va!, ¿no ves su ropa? Será el hijo de una criada.
-Po si es hijo de una criada, será un bastardo del señorito. ¿No ves su cara de rico?
El portón cedió a la marejada humana.
-¡Quedaos quietos! -aulló Mani-. La gente que vive ahí es buena.
-¡Mira el majareta, será cretino...
-¡Como esclavos nos trataba a los marineros el yerno de Elena la de los barcos.
-El rubio ése tiene que ser un cachorro fascista.
-Vamos a caldearle la espalda.
Una mano aferró un tobillo de Mani y éste iba a sacar la pistola cuando sonó el primer disparo. La bala, procedente de la casa, pasó muy cerca de su cabeza; dio un repullo que le hizo perder el equilibro y estuvo a punto de caer, pero se abrazó al ancla y se quedó con los pies colgando en el vacío.
-Suéltalo -oyó Mani que alguien le decía al que le aferraba el tobillo-. Si no me engaña la vista, este chavea es el hermano del Paco que se ha cargao al comandante.
Mani consideró prudente no moverse y en la postura que estaba, colgado del ancla, lo presenció todo. No tardaron en cesar los disparos provenientes de la casa. Los asaltantes se pusieron en seguida a apedrear las ventanas; muchos encendían más antorchas en las que ya ardían, mientras que otros se emplearon concienzudamente en echar abajo el hermoso invernadero del otro extremo del jardín; como si fuera un cañizo aún más precario que el del Chafarino, la construcción acristalada y pintada de blanco se vino abajo y muchos de los hombres, aplastando los arriates en sus carreras, se pusieron a golpear con estrépito a puerta de madera que había sustituído la de cristales emplomados, así como las cristaleras de todas las ventanas. La puerta nueva de la mansión, aún sin lacar, resultó ser muy resistente, por lo que uno sugirió usar como ariete el pilar central del invernadero, un tronco de árbol apenas desbastado. La puerta cayó al fin y entraron en masa. En medio del estruendo de voces, ayes y alaridos, empezaron a caer objetos de todas las ventanas. Volaban las porcelanas, las bandejas de plata y las miniaturas de barcos, los hermosos cuadros en cuyos marcos había chapas de bronce con nombres grabados, los cojines y lámparas, las alfombras, ropas, sombreros y zapatos. Mani no conseguía ver a Elena ni oírla, por más que forzaba la vista y el oído. Sólo consiguió reconocer a Alonso Betancur, que era bajado por la escalera de mármol, debatiéndose mientras anclaba sus manos en el pelo de los que lo arrastraban. Dejó de mirarlo porque escuchó la voz cupletera de Rafael, proveniente del lateral izquierdo de la mansión.
-Coged a esa puta guarra, que es la señoritinga más rica y más abusona de Málaga y se quiere escapar disfrazá de proletaria -el chófer señalaba a Rita, la hija de Elena, que había conseguido cruzar el jardín vestida como una campesina, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza.
Fue rodeada al instante. Ella se hincó de rodillas con las manos juntas, como si rezara. Imploró, gimió, lloró y, finalmente, insultó de modo desencajado aunque Mani no conseguía escuchar sus palabras. Calculó las posibilidades de acudir a rescatarla y, soltando una mano del ancla, fue a acariciar la pistola prendida en su cintura, para toparse con la mano de Miguel, que anticipándose a su gesto, se la estaba arrebatando.
-Mani, baja y vámonos, hombre, no seas niño.
-Migue, parece mentira. No eres mi hermano ni ná de ná. ¿Es que ya no te acuerdas de lo que esa gente ha hecho por ti?
-Se lo agradeceré toa mi vida, te lo juro por lo más sagrao. Pero es que no podemos hacer ná; Mani, venga ya, vámonos.
-¡Violadla! -gritaba Rafael en ese momento, señalando de nuevo a Rita con el brazo extendido y el índice rígido, como un vengador de teatro-. Es una coneja asquerosa e indecente, que le ha puesto los cuernos al señor más veces que pelos tiene en la cabeza. Abridla en canal y veréis que tiene el coño como un bebedero de patos...
Muchos hombres acarreaban palos del invernado derrumbado y los apilaban bajo las ventanas para alimentar el incendio. Uno de ellos se acercó al grupo que rodeaba a Rita, blandiendo una gruesa tranca que presentaba la punta afilada del engarce con que había estado ensamblada en la viga. El mayordomo-chófer se la arrebató.
-Vamos a ver si también te cabe esto, so putón -dijo-. Seguramente tienes dentro quintales de pus de la gonorrea más podrida y asquerosa del mundo.
Mani tuvo que cerrar los ojos mientras le daba una patada a Miguel, que trataba de obligarle a bajar del monolito. No oyó los alaridos de Rita a causa de sus propios gritos, aunque en aquel momento no supo que estaba gritando. Logró abrir los ojos cuando el tumulto comenzó a abandonar la mansión. La casa ardía completamente. El resplandor iluminaba el cuerpo ensartado de la hija de Elena; la tranca desaparecía entre las piernas y volvía a surgir de su pecho reventado cerca del cuello.
Tuvo un sobresalto cuando Miguel volvió a tirarle de la pierna.
-Vámonos Mani. Tó ha acabao ya.
-¿Y doña Elena?
-Tiene que haber muerto, Mani, ¿no ves cómo arde la casa? Vámonos, hombre.
Paula dio un brinco al ver llegar a Mani y Miguel. Deshizo el abrazo de Ana y los abrazó a los dos a la vez.
-Mi hermanillo es un héroe, mamá -afirmó Miguel-. Si no fuera por él...
-¿Y Angustias? -preguntó Paula al tiempo que miraba hacia la puerta como si esperase verla aparecer.
Miguel se puso a lloriquear mientras relataba entre gemidos el secuestro, abrazado por su madre y Ana.
-Mani, tienes mala cara. ¿Te sientes mal, hijo ? -preguntó Paula.
Mani no podía articular la voz. Tenía aún los ojos desorbitados, con la imagen empalada de Rita impresa en la retina.
-Tranquilízate de una vez, joé, Mani -dijo Miguel emergiendo del lago de sus lágrimas. Sabía lo que producía la alucinación de Mani-. Nadie en la casa la quería. Trataba mu mal a la servidumbre y se pasaba el día insultando a tó quisque, sobre tó al mayordomo. No puedo creer lo hipócrita que es ese hijoputa. A toas horas andaba diciéndole pelotillerías a doña Rita; que si qué bonito es el sombrero, que si usted está la mar de joven, que hay que ver lo guapísima que es usted... ¿Cómo podía estar siempre con tantas zalamerías, si la odiaba tanto?
-¿De qué hablas? -preguntó Ana.
Miguel relató el suceso.
-¡Dios mío! -exclamó Paula-. Si estos se ponen a hacer cosas tan horrorosas, vamos a acabar mu mal.
-Hay que averiguar lo que le ha pasao a doña Elena -balbuceó Mani.
-Olvídala, Mani -dijo Miguel, echándole el brazo por los hombros para darle un beso en la sien-. Has visto cómo ardía la casa. Ya no hay ná que tú ni nadie podamos hacer. Van por ahí como si se hubieran escapao del manicomio y han vuelto a emprenderla con las iglesias. He escuchao por el camino que en estos momentos están ardiendo más de treinta.
-¡Por los clavos de Cristo! -exclamó Paula-. ¡¡Ricardo!!
La mención del hermano fraile sacó a Mani de su estupor.
-Me parece que él pensaba que pasaría esto... -dijo.
-Hay que sacarlo de allí -determinó Paula.
-¿Ahora? Mamá, son las tres de la mañana -protestó Miguel.
-¿Y qué? -retó Paula-. ¿Esperamos a que nos lo traigan con los pies por delante? Acuéstate, Ana. Mani, hijo, ¿te has respuesto ya?
-Sí mamá.
-Venga, andando.
-Somos tres namás, mamá. Déjame que vaya en busca del Quini.
Volvió en seguida, porque Quini había permanecido a la puerta de su casa, cantando con alabanzas y exagerando hasta el delirio las hazañas de Mani. Partieron Paula, Miguel, Mani y Quini simulando que iban también de fiesta. La calle se encontraba tan animada como si fueran las diez de la noche; por todas partes comentaban con excitación los acontecimientos del día, haciendo balance.
-Esos generalitos se creían que el pueblo iba a quedarse cruzao de brazos... ¡vamos, anda, ni que hubiéramos nacío ayer!.
-Con los proletarios no hay quien pueda.
-¡Viva la revolución!
Paula respondió con expresión neutra al que había alzado el puño ante su cara. Mani se esforzaba por no pensar en dormir, ya que las tensiones interminables del día habían dado paso a un cansancio insoportable; los párpados se le rebelaban y apenas podía mantenerlos abiertos mientras corría arrastrado por la mano de su madre.
Llegados frente al convento, Paula les dijo a los tres que esperasen en un portal, desde donde podían ver la gran puerta cenobial sin ser vistos ni causar temor. Ella aporreó el portón durante un buen rato, mientras decía a media voz que no tuvieran miedo, que sólo quería hablar con su hijo, hasta que, por fin, la rendija inferior se iluminó muy levemente por una luz trémula. Abrieron la mirilla y Paula metió la mano para que no pudieran cerrarla, y habló con quien había dentro. Tras unos diez minutos de argumentación le franquearon la entrada, abriendo el portillo lo indispensable para que entrase precipitadamente. Poco después, salió con Ricardo y cruzaron la calle a saltos. Miguel, Quini y Mani cayeron sobre él para despojarle en seguida del hábito. A Mani le sorprendió que su hermano no llevase pantalones debajo.
-¿Qué hacéis? -protestó el fraile- ¿Dónde está el Antonio?
-Perdona, hijo -dijo Paula-, he tenido que engañarte pa que consintieras en salir.
-Soltadme. Me vuelvo al convento.
-Ni hablar del peluquín -ordenó Paula-. Tú te vienes a la casa.
-Yo me quedo. Compartiré con mis hermanos lo que Dios nos depare.
Paula echó chispas encendidas por los ojos y apretó las comisuras de los labios.
-Escucha -dijo-, tonto de la perinola. En el momento más inesperao, llegarán pa meterle fuego a tu convento. ¿Tú crees que los que están ahí dentro van a a esperar, tranquilamente, que vengan a matarlos? Ahora mismo, el que más y el que menos estará cavilando cómo echar a correr con garantías. Tus hermanos son estos dos y los otros dos... Su destino es el que tienes que compartir.
-Mamá, tú no me comprendes.
-¿Quién te comprende entonces? -estalló Paula-, ¿el fariseo de tu superior, que no sabe más que decir buenas palabritas mientras engorda y se da la buena vida? ¡Mucha comedia de santidad y poquísima caridad!
-Paco y Antonio te han hecho cambiar, mamá. También tú ofendes a Dios Nuestro Señor.
En el silencio inquietante de la madrugada, la bofetada que lanzó Paula restalló como un látigo. Con una dureza en el rostro que Mani le había visto muy pocas veces, Miguel sujetó a Ricardo por detrás, pasándole los brazos bajo las axilas y alzándolo del suelo mientras decía:
-Mani y Quini, pillarlo por los pies. Venga, andando y se acabó la historia.
Lo cargaron entre los tres, ayudados por Pauala, unos centenares de metros. Ricardo cedió por fin y dejó de debatirse.
-Bueno, ya está bien, soltadme. Os prometo que voy con ustedes, pero no dejéis el hábito tirao.
Mani retrocedió para recuperarlo y cuando alcanzó el grupo de nuevo, ver a su hermano fraile andando en calzoncillos por la calle le hizo reír, y rió a carcajadas por primera vez ese turbulento 18 de julio del primer verano de su adolescencia

Continuará
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