viernes, 28 de noviembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS gratis. Mientras, la estafadora tan campante.


Hoy ofrezco los capítulos VIII y XIX de LOS PERGAMINOS CÁTAROS, un thriller sorprendente en un escenario insólito y con circunstancias desusadas. Os apasionará y emocionaará a todos.

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Mientras, la editora estafadora sigue tan campante y cínica, disfrutando deprisa el dinero que ha robado a sus autores, antes de que el CONGRESO DE LOS DIPUTADOS la obligue a cumplir sus contratos y dejar de estafar.

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LOS PERGAMINOS CÁTAROS

Capítulo VIII
MANIOBRAS
1º de julio de 1811

Aunque el verano era un fulgor exuberante en todo el valle, en las alturas del Pla de Beret hacía frío. Un frío que les helaba aún más los ánimos porque no podían estar del todo seguros de que los franceses hubieran perdido su pista, tras varias cabalgadas angustiosas y múltiples maniobras de despiste. Por precaución, eludieron guiar los caballos por las lindes de Salardú y, más arriba, dieron un rodeo para no ser vistos al pasar cerca de Tredòs, pero los torrentes discurrían muy crecidos por Beret y debieron sujetar las bridas refrenando las monturas para vadearlos y, más allá, poder cruzar silenciosamente junto a las casas de la pequeña aldea, cuyas chimeneas humeantes denotaban que los escasos pobladores se encontraban desayunando ya, para emprender sus tareas.
Pareció que lograban que nadie les viera pasar, y entonces volvieron a espolear los caballos. Necesitaban no tardar en llegar a Forat de l’Embut, para curar las heridas de Jàn y Ferran antes de que se infectasen, pero ninguno de los quince tenía idea clara del mejor camino a seguir, pues todos eran difíciles por escarpados y resbaladizos. Llegó un momento en que tuvieron que aventurarse por extensiones nevadas donde los robustos y tercos caballos araneses comenzaron a rehusar las órdenes, y entonces aflojaron la marcha.
La travesía de la blanquísima extensión nevada transcurrió como un sueño, un paseo silencioso y sonámbulo con el miedo agarrotando sus miembros. Marianna aparentaba calma, pero llevaba dentro un torbellino. Continuaba sintiendo en los costados y el pecho el rastro de las manos blandas y sudorosas del francés Antoine y la erección impaciente de Marcel. Y la puñalada frustrada, aunque había lanzado toda su alma tras el pequeño puñal. Y el ahogo del estrangulamiento. Y el horror de la sangre de la cabeza abierta salpicando sobre sus ojos.

No era la primera vez que le había cegado la sangre vertida por la cabeza rota de un hombre.
El día que cumplió veintiún años, mossen Roger organizó una fiesta a la que asistieron más de cincuenta invitados. Las principales figuras de la aristocracia zaragozana estaban presentes pero había también religiosos; todos los que residían en la mansión donde el deán reinaba y algunos de los que la frecuentaban.
-Vas haciéndote mayor, Marianna. El deán dejará de sentir tanto miedo.
Quien acababa de pronunciar una frase tan sorprendente era un cura en la treintena, mossen Antonio, cuyas miradas inquisitivas hacía tiempo que la turbaban.
-¿Por qué siente miedo mossen Roger? –preguntó Marianna.
-¿No lo imaginas?
Marianna negó y se apartó bruscamente del cura cuya expresión estaba desconcertándole tanto, porque sintió inquietud. Se acercó a un grupo, cuyos integrantes eran casi todos miembros de la misma familia, una de las más ilustres de Zaragoza. Les atendió distraídamente mientras la felicitaban y festejaban la riqueza y brillantez del vestido estrenado para la ocasión, pero no podía dejar de pensar en las palabras de mossen Antonio.
Ocurrió cuando ya comenzaban a dar por terminada la fiesta.
Mossen Antonio solicitó su ayuda para encontrar cierto volumen sobre marinería en la inmensa biblioteca del deán, puesto que todos sabían en la diócesis que era ella quien mejor conocía los libros entre los que pasaba la mayor parte del tiempo y la consideraban oficiosamente bibliotecaria y archivera. Aceptó de mala gana ayudarle y le precedió hasta el salón contiguo, ocupado por dos pisos de librerías. Cuando comenzaba a subir la escalera de caracol que la conduciría a los estantes superiores, mossen Antonio la apresó fuertemente por la cintura para llevarla en volandas hasta uno de los grandes bancos, donde la situó bocabajo, colocándose él encima, sobre su espalda.
-Yo soy mucho más joven y no tengo miedo, Marianna. Vas a comprobar que conmigo es mucho mejor que con él.
-Soltadme, os lo suplico.
-Hace mucho que todo el clero de Zaragoza sueña contigo, Marianna. Eres nuestra perdición. Y puesto que peco mortalmente con el pensamiento, da igual que también peque con mi cuerpo. Voy a hacerte muy feliz, ya verás.
Marianna trató de rebullirse y mordió de perfil la boca que se le ofrecía por encima de su hombro aprisionado. Mossen Antonio gritó y en el mismo instante sintió que se esfumaba la fuerza que había estado inmovilizándola, mientras algo cálido se deslizaba hacia su ojo izquierdo y su mejilla. Cuando pudo girarse y apartar el cuerpo laxo del sacerdote, vio al ama, doña Agustina, que blandía un rodillo ensangrentado.
-Corre, Marianna. Límpiate la cara y vuelve al salón como si nada hubiera ocurrido.
-¿Ha muerto?
-No. No te preocupes. Vuelve rápido al salón mientras la servidumbre resuelve esto.

Marianna sintió un fuerte estremecimiento y sabía que no era a causa de la gélida nieve sobre la que circulaba el caballo. A pesar del tranquilizante “no” de doña Agustina, nunca había vuelto a saber de mossen Antonio, de quien le dijeron que había sido trasladado a otra diócesis. Debía reponerse de tales emociones, porque había cosas urgentes que hacer y necesitaba hacerlas bien.
-No paro de darle vueltas a la frase “Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado” –dijo Miquéu emparejando su caballo con el de Marianna-. Me da que es un recuerdo de cuando era niño.
Ella se sobresaltó, tan ensimismada iba. El caballo resbaló en la nieve, pero pudo recuperar su dominio. Observó que Miquèu se había distanciado un poco de su par, el joven y hermoso Ricar, de quien creía que no se separaba jamás.
-Gracias a Dios que alguien tiene cabeza para algo más que el miedo a los franceses –comentó Marianna con una sonrisa.
-Me da que ya les hemos dado esquinazo.
-¿Podrías asegurarlo, Miquèu?
-¿Quién puede estar seguro de nada en este valle, donde las rocas hablan, los torrentes gritan y los bosques callan? Pero tú misma dices que el miedo nos incapacita, así que es mejor pensar en otras cosas que en esos franceses que vienen pisándonos los talones, y yo no paro de darle vueltas a la frase del pergamino cátaro porque me da que es uno de esos recuerdos que no llegas a atrapar.
-Si, recuerdo que lo dijiste cuando lo leímos la primera vez. En esta semana que ha pasado, ¿no has conseguido revivir ese recuerdo?
-No. Pero me da que está ahí, a punto de aparecer ante mis ojos.
-Para mí esa frase es una tontería de mierda –dijo Manel, que cabalgaba a escasa distancia-. Todos los romeros toman agua bendita cuando llegan a las ermitas, ¿no? Pues vaya gilipollez. ¿Quién iba a poder encontrar una pila de agua bendita tan especial?
Con algo parecido a la turbación, preguntó Marianna alzando un poco la voz:
-¿Qué has dicho, Manel?
Éste calló y compuso una mueca de escepticismo sarcástico. En su lugar, habló Miquèu:
-Ha dicho que nadie podría encontrar una pila de agua bendita especial.
-Pero en Aran hay varias pilas de agua bendita especiales –afirmó Marianna-. Algunas, muy insólitas.
-A eso me refiero, joder –dijo Manel con impaciencia-. Es que en este valle, las pilas de agua bendita raras abundan más que los pedos del Tomèu.
-Pues en cuanto lleguemos a Forat de l’Embut hay que preguntar al mossen –determinó Marianna.
-¿Ese lunático? –Manel usó un todo muy despectivo-. Ni siquiera habla bien el aranés y no puede comunicarse con nadie, ¿cómo va a saber de todas las pilas raras de agua bendita de Aran? Mejor será que le preguntes a Bartolomèu, que es el archivo andante del valle.




La madrugada del día en que Jàn y Ferran fueron liberados, espiraba el plazo que el comandante De Montesquiou diera al cabo Bertrand para evitar que le degradase. Al ser informado de su ínfimo rango militar, el corregidor de les lo había desterrado de la habitación profusamente adornada donde le acomodara el primer día, y ahora reposaba en un camastro plagado de chinches en un cuartillo separado de la casa, en pleno huerto, una especie de choza maloliente por la vecindad de la letrina.
Iba a tener que permanecer en ese lugar infecto hasta que consiguiera valerse por sí mismo, porque era impensable que le enviasen un carruaje desde la guarnición. Si el hueso de su muslo iba a tardar en soldar, ¿cómo evitaría la degradación y de qué manera podría salir cuanto antes de tan desagradable alojamiento?
Ninguno de sus dos hombres de confianza había averiguado el menor indicio sobre el paradero de esa pareja tan esquiva y osada. Menos mal que esos mismos hombres de su equipo habían sido capaces de entregar, al menos, a los dos campesinos que actuaron de cómplices de la pareja durante las fiestas de San Juan, el día que él sufrió el incidente que ahora le mantenía paralizado. Para su suerte, el comandante había permanecido demasiado ocupado con las cada vez más complicadas requisas de provisiones y, sobre todo, con el interrogatorio de los dos campesinos. Para su desgracia, tales campesinos habían conseguido la proeza impensable de escapar de las disciplinadas tropas de Napoleón gracias a la audacia de sus cómplices, lo que iba a hacer que el comandante, frustrado, volviera a pensar en su caso.
No pudiendo entregarle al mossen ni la ramera, ¿tenía alguna posibilidad de conseguir, al menos, realizar una hazaña hoy mismo que deslumbrara a De Montesquiou para convencerle de que le diera más tiempo?
Porque necesitaba adelantarse a la carrera que iba a ponerse en marcha entre todos los hombres de la guarnición; con esa promesa de un tesoro que el comandante había hecho a varios de los oficiales y sargentos, no llegaría a tiempo de ser él quien entregara a los fugitivos para ahorrarse la afrenta de la degradación ante sus propios hombres.
¿Dónde podía haber lugareños que tuvieran conocimiento efectivo del emplazamiento del refugio? Desde luego, no en los pueblos ni aldeas. De necesitar equipo y provisiones, el cura y su puta sólo podían atreverse a pedirlos a los granjeros, pastores y labradores aislados, los que vivían y trabajaban en parajes solitarios de las laderas vertiginosas de ese traicionero e incómodo desfiladero que era el Valle de Aran. Sólo en lugares casi incomunicados tendría posibilidad de encontrar a los fugitivos.




-Ahí abajo arde una granja –comentó Miquèu volviendo la cabeza hacia Marianna, pero sin dejar de vigilar la pendiente nevada que recorrían a duras penas, pues los caballos podían despeñarse.
Habían empleado toda la mañana y parte de la tarde en el ascenso desde el Pla de Beret y la travesía del Serrat de la Bastida, y el sol comenzaba a declinar dándoles completamente de cara. Marianna entrecerró los párpados para ver con mayor nitidez la escena que se desarrollaba bastante por debajo de los riscos de donde comenzaban a bajar.
-Apeaos de los caballos –pidió, conteniendo la voz.
Desmontaron con sigilo. Por señas, Marianna fue indicándoles que reunieran las monturas donde no pudieran ser vistas desde abajo y las tranquilizaran para que no relinchasen. A continuación, ella, Miquèu y Ricar descendieron hacia la granja incendiada, agazapados y en silencio.
El humo hedía a estiércol y a carne chamuscada. La tosca construcción de tablones ardía sólo parcialmente, sobre todo en la parte dedicada a vivienda, pues los corrales permanecían casi intactos, aunque la algarabía que armaban los animales revelaba que el fuego había llegado lo bastante cerca como para aterrorizarlos. Las despóticas e impacientes órdenes en francés eran devueltas en ecos por las montañas, confundidos con el llanto de una mujer de mediana edad y una muchacha que debía de ser su hija, y los aspavientos de protestas del granjero. Podían ver de espaldas, delante de ellos y a cierta distancia de la granja, a un muchacho escondido tras unos matorrales, en un punto donde no iba a ser descubierto por los asaltantes; les maravilló que portase una guitarra, que aferraba como si fuera un arma. Como eran sólo seis soldados, Marianna se planteó si podían combatirlos.
-¿Los atacamos? –le preguntó Ricar, como si hubiera escuchado su pensamiento.
-No sé si nos conviene ni si sería prudente. ¿A ti qué te parece, Miquèu?
-Allá abajo, asoma la torre de la iglesia de Salardu.
-Y sólo tenemos machetes, arcos y flechas –se lamentó Marianna-. ¡Santísima Virgen del Pilar! Aunque seamos más del doble que ellos, no podemos enfrentarlos, porque dispararían los mosquetes. Muchos podríamos morir y las detonaciones alertarían a todo el ejército. Los soldados de los que hemos escapado tendrían claro por dónde volver a perseguirnos. Si no han encontrado nuestro rastro por el Pla de Beret y se han dado la vuelta, andarán ahora por los contornos de Salardu.
-No podemos atacarlos cara a cara, Marianna –dijo Ricar con sus hermosos ojos ensombrecidos por la pena-. Pero algo podríamos hacer con disimulo para ayudar a esa familia, sin que los franceses nos descubran.
Marianna reflexionó unos minutos, asintiendo en silencio a sus propios cálculos, mientras le estremecía la crueldad que se desplomaba sobre los granjeros. Finalmente, dijo:
-Tienes razón, Ricar. Sube hasta los demás y diles que bajen... sí, que bajen Manel y Tomèu, que son nuestros mejores arqueros. Que traigan todas las provisiones de flechas.
Mientras esperaban el regreso de Ricar, ella y Miquèu observaron con pasmo el horror del ataque. El granjero no se quejaba por su sufrimiento ni por lo que hacían a los suyos, sólo hacía esfuerzos desesperados para justificar el silencio aduciendo su ignorancia. Repetía una y otra vez que no conocía el escondite “del mossen y la puta”.
Una vez que Ricar volvió con los otros dos, Marianna les indicó lo que tenían que hacer por turno y en cadencia, aconsejándoles cautela y contundencia; sobre todo, tenían que evitar que dispararan los mosquetes. Mientras los cuatro hombres bajaban reptando hacia la granja, ella fue acercándose al muchacho de la guitarra con cuidado, hasta que pudo hacerse ver por él estando ya a su lado, sin sobresaltarlo.
Lloraba con desconsuelo, murmurando como una letanía “soy un cobarde, soy un bicho asqueroso...” Era un adolescente que no superaba los dieciséis o diecisiete años, aunque con la reciedumbre física propia de quien ha trabajado desde la niñez en una granja. La voz de sus lamentos sonaba con algunos falsetes, reminiscencia de la cercana infancia, y la mano con que aferraba el árbol de la guitarra era delicada y casi infantil, aunque llena de arañazos y señales del laboreo. El pelo de color panocha muy mal cortado, una boca y una nariz correctas y los grandes ojos verdes componían un rostro agradable que, al madurar, podía llegar a ser muy atractivo. Marianna notó su perplejidad mientras lo rodeaba con los brazos. No pareció asustado, más bien alelado, pues creía que era víctima de una alucinación.
-Cálmate, muchacho –le dijo, acariciándole las mejillas para borrar su llanto.
-Tengo que bajar ahí, a luchar por los míos. He huido como un cobarde.
-Has hecho muy bien en huir. No tienes ninguna posibilidad de luchar, ni tampoco tu padre; ya ves el salvajismo de esos soldados. No te preocupes, mis hombres están tratando de salvar a los tuyos.
-¿Tus hombres? ¿Quién eres, la puta por la que van a matar a mi familia?
Marianna comprendió que no podía reconocer que era la fugitiva que los franceses buscaban, porque ello haría que el muchacho la empujase, saltando para correr a delatarla. Lo que ya no salvaría a su familia, porque habían llegado muy lejos en la crueldad y no iban a volverse atrás, y era sabido en el valle que los soldados de Napolerón remataban todas sus faenas como el peor terremoto.
-Espera unos momentos –dijo Marianna, sin aflojar el abrazo.
-Pero...
Marianna comenzó a besarlo en la frente y los ojos, sin dejar de observar lo que ocurría ladera abajo, atenta a que Miquèu y los demás empezaran a actuar. Notó que el muchacho se abandonaba a las caricias, quizá reconociéndose incapaz de emprender lo que él consideraba que debía hacer.
El soldado que acababa de tumbar a la muchacha en el suelo y forcejeaba pretendiendo alzarle la falda para violarla, recibió una flecha que le atravesó el cuello. Quedó fulminado al instante, rígido como un leño. Debajo, ella gritaba con aullidos de terror, sin fuerzas para quitárselo de encima. Oyéndola, su padre empujó al que le interrogaba a golpes y se lanzó hacia ella, con el desesperado anhelo de consolarla ayudándole a librarse del peso del terror; pero al segundo siguiente recibió un bayonetazo en la espalda, y cayó también sobre su hija, encima del soldado de la flecha en el cuello. El que enarbolaba la bayoneta, fue alcanzado casi en el mismo instante por una flecha en la frente que le hizo caer fulminado de espaldas sobre el fuego, sin ademán alguno.
-Sólo quedan cuatro –murmuró Marianna al oído del asombrado muchacho, cuyos hipidos de llanto iban volviéndose más y más desconsolados.
-A mi padre lo van a matar y… ¡mi hermana se está asfixiando!
-Vas a ver que no. Paciencia.
El corpulento soldado que abofeteaba a la madre, un individuo patibulario que muy bien pudo haber trabajado de descargador en el puerto de Marsella antes de que lo reclutaran, fue alcanzado por una flecha en el hombro izquierdo. Giró hasta el impacto su rostro enfurecido, con los ojos desorbitados como si no pudiera creer que él fuese vulnerable; trató de arrancarse el venablo y al no conseguirlo, lo partió dejándose clavada la punta y, como si le acabaran de poseer todas las furias, disparó el mosquete en la frente de la granjera, que se abrió en un estallido bermejo como una rosa monstruosa. Marianna tuvo que tapar con la mano la boca del muchacho. Sin tiempo de recargar el arma, el forzudo saltó hacia el granjero y le clavó la bayoneta en la espalda; en el mismo instante, fue alcanzado por otras tres flechas, en la cadera izquierda, el hombro derecho y el muslo del mismo lado; furioso como un jabalí acosado, se agitó un momento pero rugió igual que una manada de toros y, sin fuerzas para seguir de pie, fue a caer sobre el hombre a quien acababa de matar por la espalda; se debatió unos instantes, pero en seguida dejó de hacerlo cuando le atravesó el cuello otra flecha. Debajo de él, la muchacha no paraba de gritar, sepultada ya por tres pesados cuerpos y aplastada por el terror pintado en su rostro, que era lo único visible bajo los tres cadáveres. Su voz era como una tormenta que agitó el pecho de su hermano. Para impedir que también él gritase, Marianna apretó aún más fuerte el abrazo y volvió a besarlo. Corría llanto abundante por sus mejillas y estaba a punto de condensar su dolor en un grito, lo que les descubriría a los dos para los disparos de las armas de fuego. Sin tener a mano otro medio, Marianna selló con sus labios la boca del joven, cuyos ojos se desorbitaron.
El soldado que ejercía de jefe del pelotón mandó a sus tres compañeros agacharse, a fin de no ofrecerse más como blancos para quienes disparaban las flechas, y a continuación se arrastró hacia donde la muchacha continuaba inmovilizada por el peso de los tres cuerpos; de manera muy ostentosa alzó y movió el mosquete como una bandera, de manera que lo que iba a hacer fuese advertido por los arqueros; cuando calculó que había conseguido la atención que pretendía, apoyó el cañón del arma contra la sien de la joven y gritó en francés y, en seguida, repitió en castellano:
-Entregaos, o la mato.
Siguió un silencio tenso y saturado de malos augurios. Sólo se oía el crepitar del fuego y la algarabía menguante de los animales, cuyos corrales ardían todos ya. Marianna mantenía el brazo fuertemente aferrado al cuello del muchacho, con la boca de él pegada a su garganta para impedirle gritar. Manel y los otros tres hombres habían dejado de disparar flechas. Todo parecía en suspenso, salvo la agonía de los animales y los hipidos del adolescente, y por ello tuvo Marianna un ligero sobresalto cuando una mano se posó en su hombro.
-Que la mate no podemos consentir –susurró en su oído la voz de Marc.
-¿Han bajado más contigo? –preguntó Marianna con el mismo tono.
-No. Apenas conseguimos calmar a los caballos entre todos. Pero es que desde allí arriba, hemos visto que ni Miquèu ni Ricar, ni Manel ni Tomèu están situados de manera que puedan disparar con tino una flecha al soldado, para matar a la muchacha impedirle. Por eso me han elegido a mí…
-Pero tú no eres buen tirador, Marc.
-Ya lo sé. Sólo tengo que acercarme y a Manel decirle dónde tendría que trasladarse, para la flecha lanzar desde donde alcanzar a ese soldado en el cuello, que es la única manera de que el mosquete no llegue a disparar. Y yo sí que puedo sin descubrirme avisarle y sin que ninguno de esos soldados asesinos se dé cuenta.
Era verdad. Ya lo había visto en Les trepar y moverse entre las ramas de los árboles con la levedad y la destreza de un pájaro. Seguramente, se deslizaría como un lagarto entre la maleza.
-Apresúrate, Marc, por favor.
Mientras el leñador se alejaba hacia el punto donde Manel se encontrara apostado, lugar que ella no era capaz de ver desde su puesto de observación, Marianna notó la intensidad esperanzada con que el muchacho lo seguía con los ojos. Tenía que hacerle hablar para que se fuera serenando y evitar que saltase en pos de Marc.
-¿Cómo te llamas?
-Felip. ¿Tú eres la…
-¿La que llaman la puta del mossen?
-Iba a decir “la zaragozana”.
-Sí, yo soy. Pero ni antes habrías impedido la muerte de tus padres delatándome, ni ahora conseguirías salvar a tu hermana si lo haces. Esos hombres se comportan como fieras en guardia permanente, temerosos de que los araneses decidamos echarlos del valle a patadas, así que te habrían disparado en cuanto te pusieras de pie y les gritases; te matarían sin darte tiempo de explicarles tus intenciones.
-Ese hombre va a salvar a mi hermana, ¿verdad?
-Sí, Felip. Confiemos en que quien puede salvarla, lo consiga.
-¡Ahora voy a disparar si no os rendís! –farfulló el francés en castellano.
Había que hacer algo para dar tiempo a Marc y Manel. Marianna rogó al muchacho que no se moviera ni hablase y se incorporó un poco, lo suficiente para que los cuatro soldados pudieran ver su frente y su pelo, para lo que se desató el pañolón con que lo cubría. Veía a los cuatro, pero ninguno de ellos la miraba. Entonces, se puso a cantar en francés con dulzura extraordinaria y una voz cuya tesitura se enriquecía con los ecos que las empinadas laderas devolvían en matices múltiples. La letra de la canción era el triste lamento de una dama que por miedo a su familia, tenía que callar el amor que sentía por un trovador. Alerta a los gestos de los soldados por si tenía que agacharse de súbito para eludir un disparo, Marianna notó que los cuatro miraban absortos en su dirección, con mayor perplejidad que recelo.
Ocurrió cuando estaba a punto de terminar el canto.
La flecha disparada por Manel acertó al que amenzaba a la muchacha, pero no en el cuello, sino en la quijada. No murió del modo fulminante que convenía y, tal vez, ni siquiera tomó la decisión de disparar, pero su mano crispada por el dolor lo hizo. Con horror, Mariana vio cómo el joven y hermoso rostro de la hermana de Felip se convertía en una vasija hueca de carne abrasada y sangre.
Simultáneamente, las flechas comenzaron a rozar de modo incesante a los tres soldados que permanecían de pie. Viéndose cercados, ellos se pusieron a disparar los mosquetes a ciegas, hacia donde creían que podían estar los arqueros, y comenzaron a recular. Dispararon un par de veces, por turno y recargando escalonadamente las armas, antes de echar a correr hacia donde tenían los caballos amarrados, que montaron a saltos y pusieron en seguida a galope.
Ya sin ninguna cautela, Marianna se puso de pie y gritó:
-¡Todos arriba, ya, ahora mismo, sin pérdida de tiempo! ¡Corred, por favor, antes de que venga a apresarnos el ejército de Napoleón en pleno!
Tuvo que tirar del brazo de Felip, que lloraba desconsoladamente, y correr arrastrándolo montaña arriba. Cuando consiguió llegar al punto donde los caballos estaban agrupados, ya estaban todos los hombres.
-Han oído los disparos salen a galope desde Salardu –le dijo Miquèu, muy agitado-, aunque todavía no saben para qué, porque mira a los tres que han escapado de nosotros en la granja; me da que les falta un trecho para encontrarse con los que vienen a ayudarlos.
Marianna inspiró hondo, para aliviar el sofoco de la subida.
-No podemos volver directamente a Forat de l’Embut –dictaminó-. No tenemos otra salida que cabalgar en dos direcciones diferentes, y hacerles creer que huimos hacia un punto que ni siquiera se aproxime a nuestro refugio. Sólo reemprenderemos el regreso directo a la cueva cuando estemos completamente seguros de haberlos despistado.
Indicó cómo dividirse y asignó la dirección del otro grupo a Miquèu. Cuando ya estaban a punto de partir llamó a Felip, que continuaba llorando aferrado a su guitarra, sentado sobre la nieve, y le dijo:
-Tú te vienes conmigo. Sube a la grupa de mi caballo.




-Comentan que los franceses han asaltado una granja por el río Unhola –dijo el síndico Raimundo Tinel.
-Así es –afirmó mossen Pèir-. Además de incendiar la granja y acabar con todos los animales, han torturado y matado a toda la familia de Felip Servet
-Esto comienza a ser excesivo, arcipreste. ¿Qué podemos hacer?
-Las cosas se complican demasiado, y es para sentirse muy intranquilo. Aunque me trata con un desdén insultante, De Montesquiou me ha asegurado que él no ha dado la orden de ese ataque.
-¿Miente?
-No lo creo. De Montesquiou me ha dicho que su general ha dado recientemente orden de no soliviantar demasiado a “los naturales”. Según deduzco, ello significa que ahora temen a los araneses un poco más que hace unos meses, porque tienen problemas no sólo en España, sino en su propio país, con los ataques constantes de los ingleses.
-Entonces, si no han sido los franceses, ¿quién podrá ser?
-¡Claro que han sido los franceses, don Raimundo! Se trata de un asalto que lleva el sello de cuantos han realizado hasta hace poco los soldados de Napoleón, un asalto donde han derrochado crueldad hasta unos límites que producen náuseas además de desconsuelo. Han exterminado a toda una familia y lo que me cuentan los vecinos de los alrededores causa escalofríos. La promesa del tesoro de los cátaros está surtiendo el efecto previsible. En la granja de Felip Servet han sido disparados muchas veces una cantidad grande de mosquetes. ¿Sabemos de algún granjero o algún aranés que disponga de varios mosquetes?
-Entonces, han soltado un monstruo que ya no pueden controlar.
-Así es. Es posible que lo de la granja de Felip Servet lo haya organizado cualquier soldado tras una noche de borrachera o cualquier suboficial con mucha soberbia y muy pocas luces, que sienta que puede abusar de sus prerrogativas. O varios soldados que hayan cruzado una apuesta entre ellos durante una de sus noches de desenfreno. Puede ser cualquier barbaridad, don Raimundo. No creo que ni el romano ni De Montesquiou contaran con estas tropelías cuando prometieron parte de un fabuloso tesoro a quienes le entregasen a mossen Laurenç y la zaragozana, pero el hecho cierto es que la ambición se ha desatado por Aran y ahora nadie va a poder fiarse ya de nadie.




No fue sino al amanecer del día siguiente cuando consiguieron llegar a Forat de l’Embut, tras una noche de zozobra e incertidumbre, como una pesadilla que les impulsara a gritar teniendo que mortificarse con sus propias palmadas y pellizcos para no hacerlo y para no acabar despeñados al quedarse dormidos sobre las monturas. Creyeron haber esquivado a los franceses poco después de alejarse de la granja de Felip Servet, pero las negras montañas de Aran eran como cíclopes crueles y burlones, decididos a engañarles con las infinitas resonancias de sus ecos. Interrumpieron muchas veces la marcha como reacción ante voces y sonidos de galopes procedentes de puntos que, tras una parada cautelosa y acechante, demostraban no ser donde tales ruidos habían tenido lugar. Los espejismos de su percepción les obligaron a cambiar muchas veces de ruta en la oscuridad, guiados tan sólo por el reflejo de las estrellas. Retrocesos y reemprendimientos del camino en completo silencio y procurando que no relinchasen los caballos. Una odisea de toda una noche para lo que en circunstancias normales hubiera sido un viaje de dos horas.
Durante el laberíntico recorrido, Marianna no había parado de consolar a Felip, cuyos lamentos y quejidos habían resonado tan estridentes por el atajo que ella había elegido, el Llac de Montoliu, como para sentir el impulso de echarlo al agua gélida, a ver si de ese modo lograba serenarse, y a punto estuvo de hacerlo. Al mismo tiempo, tenía que luchar contra su propio reconcomio; temía por la vida de Jàn y Ferran, en un estado febril que les hacía arder a pesar del frío de las cumbres, un temor que le causaba angustia sobre todo por la mujer de Jàn, que estaba a punto de parir, pero también porque, si morían, con la pesadumbre y el desánimo serían todos mucho más vulnerables.
El grupo comandado por Miquèu debía de haber llegado hacía rato, porque sus monturas estaban recogidas en el cercado y ya sin aperos. Cuando la boca de la cueva se hizo visible como una cálida bienvenida, descubrió que mossen Laurenç se encontraba un poco más arriba, cargando impetuosamente y cambiando de lugar piedras que parecían demasiado pesadas como para que las levantase un hombre solo. Tenía el torso desnudo, sin dar importancia a la cercanía de la nieve. Conociendo tan bien como conocía ese cuerpo pletórico, que de lejos poseía la apariencia de un titán, Marianna supuso que estaría sudando a chorros aunque a la distancia que se encontraba no pudiera asegurarlo.
-¿Qué hace el mossen? –preguntó muy bajo a Bartolomèu, que acudió a recibirla.
-Tras oír lo que Miquèu ha contado, dice que hay que preparar las defensas sin demora –respondió Bartoloméu con una sonrisa sardónica-. Cree que tarde o temprano subirán los franceses y hay que construir un parapeto. Nadie le ha hecho caso, pero él, erre que erre. ¿Ferrán y Jàn van a sobrivivir?
-Dios lo permita.
-Ya lo tengo todo preparado para las curas y les he asignado los jergones más limpios.
-Muy bien, Bartolomèu. Gracias.
-Ahora, descansa, Marianna, que llevas dos noches sin dormir. Todo está bajo control y Miquèu y los que venían con él duermen como leños. Pero antes de caer fulminados en los jergones, me han contado con todos los detalles el espanto de esa granja. ¿Este joven es el único superviviente?
Marianna asintió con tristeza.
-Pobre –dijo Bertolomèu-. Ven conmigo, muchacho.
Fue a ayudarlo a bajar de la grupa del caballo de Marianna, pero Felip se negó con un quejido de horror, aferrándose a ella. No pudieron convencerlo de apartarse. Marianna tuvo que aceptar su contacto permanente inclusive cuando se desplomó en el jergón sin romper el muchacho el abrazo.
Despertó tres horas más tarde.
Felip continuaba tercamente abrazado a su cintura. Varios de los hombres habían despertado ya y se dedicaban a reponer las provisiones de flechas. Las excepciones eran Bartolomèu y mossen Laurenç. Éste continuaba construyendo el parapeto y Bartoloméu cocinaba muy cerca de la bocamina. Los del grupo de las flechas conversaban a media voz, pero ella pudo oír de lo que hablaban. Consideraban un problema que Felip hubiera llegado al refugio, por su desesperación y su juventud. Tenía que impedir que esa convicción se extendiera. Empujó a Felip y puso entre sus brazos el hato que le servía de almohada, para que creyese que mantenía el abrazo; cuando comprobó que tras agitarse un instante volvía a dormir, se alzó, se alisó la saya y el pelo y salió hacia el fuego de los que elaboraban flechas.
-Buenos días, Marianna –saludó Bartoloméu al pasar junto a él-. ¿Quieres un café?
-Sí, gracias. ¿Cómo están Jàn y Ferran?
-Sufren mucho, pero no veo heridas mortales. Les he dado una tisana que les ayudará a dormir y eso será lo que seguiremos haciendo, obligarles a dormir hasta que baje la inflamación y las heridas se alivien. Mira al mossen; parece que hubiera perdido la cabeza. De seguir con esos ímpetus, habrá construido la gran pirámide antes de acabar el día.
Marianna sonrió. Lo que tres horas antes era una hilera de grandes piedras en el suelo, comenzaba a ganar altura y ya se había convertido en un murete bajo.
-Buenos días –saludó a Manel y a los que pulimentaban varas en un corro.
-Marianna, no podemos apencar con otro problema –espetó Manel-. Ese muchacho es demasiado joven para la dureza de la vida que llevamos, y no podemos dedicar tiempo a protegerlo.
-Acaba de perder a sus padres y su hermana, y según me ha contado no tiene más familia, porque también sus tíos y primos, que tenían una granja por Mijarán, han sido exterminados. De momento, no tenemos más salida que ampararlo.
-Podemos darle unas monedas –opuso Manel- de las reservas que tenemos, un pedazo de tocino y un zurrón, y mandarle ir Unhola abajo, que ya encontraría cobijo con alguna familia granjera o, en última instancia, con el clero de Vielha.
-Lo que propones es como esas limosnas que damos para quitarnos de encima la molestia de un pedigüeño que nos corta el paso -dijo Marianna, muy severa-. Pero dar limosna no es caridad, es humillación; lo verdaderamente cristiano es procurar que nadie haya de pedir limosna. Escúchame, Manel; para proteger a Felip de sus disparatados y suicidas deseos de venganza, no vamos a despacharlo, ¿está claro?
-Por las riberas del Unhola –dijo Manel- ha circulado siempre el rumor de que la polla de los Servet es descomunal. Si este muchacho ha heredado las dotes de sus antepasados, lo suyo debe de ser digno de verse. ¿Te has enamorado de él y vas a follártelo?
Marianna apretó los labios. Los otros cuatro hombres disimulaban la ironía, que asomaba como un débil brillo a sus ojos. No podía consentir que se contagiasen de las actitudes de Manel. Dijo con tono contenido, pero con mirada tan lacerante como un cuchillo:
-Hay palabras que conmocionan como bombas, levantan murallas de acero y no dejan ni una tronera para reconstruir lo que arrasan. Tus groserías prefiero fingir que no las oigo, pero preguntar si me he enamorado es un asalto a mi privacidad y a mi libertad. Todos tenéis claro que en la cueva donde nos hacinamos no hay lugar para la indiscreción, pues todo está a la vista, inclusive nuestras intimidades físicas. Sólo nos quedan los sentimientos como reductos donde cada uno es de verdad propietario absoluto. No debéis rebasar ni el menor límite en el respeto de esa propiedad privada, ¿lo entendéis?
Todos bajaron la mirada, turbados, excepto Manel, que queriendo hacerle pensar en otra cosa dijo:
-Hay varias iglesias en el valle donde hacen romerías muy concurridas. Una de ellas tiene que ser la del pergamino de los cátaros.
Marianna apretó los labios. Aceptaría el forzado cambio de argumento, pero no olvidaría las impertinencias de Manel. Sin dejar de cargar y transportar piedras, mossen Laureç dijo al pasar junto a ellos:
-La pila de agua bendita más rara de todas es la de Vilac.
Ninguno dijo nada, ostentando desdén. Tampoco habló Marianna, aunque no pretendiera humillar al mossen. Haber llegado a la solución de la clave anterior descubriendo que “almendra” y “flores” eran metáforas capaces de confundir a cualquiera, le hacía suponer que la clave de los romeros y el agua bendita debía ser igual de metafórica. Tomèu dijo:
-Yo no recuerdo ninguna romería en la que sea obligatorio coger agua bendita al pasar.
Marianna comentó:
-No deberíamos olvidar que se trata de un pergamino escrito hace seiscientos años. No creo que se refiera a una costumbre, porque aunque sea con mucha lentitud, las costumbres van modificándose y después de seis siglos no pueden ser exactamente las mismas. Tiene que tratarse de un grabado en una piedra, lo que sería lo más obvio, o de algo simbólico, lo que me parece bastante más probable. Me imagino que ha de ser tan claro como lo de la ermita de Les, pero sólo nos parecerá claro cuando lo descubramos.
-¿Y si resulta que no encontramos nada más que otro jodido rollo de pergaminos –preguntó Manel-, en vez de riquezas para vivir como obispos?
-¡No digas más groserías delante de una dama! –ordenó mossen Laurenc, alzado junto a Manel con una piedra enorme en el hombro que parecía a punto de dejar caer sobre su cabeza.
Sin brusquedad para no provocarle, Marianna se alzó poco a poco y fue a situarse entre la trayectoria posible de la piedra y la cabeza amenazada. Como si no estuviera a punto de producirse un suceso tan grave, dijo con tono neutro:
-Sabemos que sólo encontraremos pergaminos. El texto de los de Les así lo anuncia. El tesoro lo encontraremos a continuación, con una clave que nos proporcionará el del agua bendita.
La conversación fue interrumpida por el rasgueo de una guitarra. Todos giraron la cabeza; sentado en una piedra junto al fuego donde cocinaba Bartolomèu, Felip parecía disponerse a cantar. Pero estaba llorando de modo incontenible y los hipidos se lo impedían. Repetía una y otra vez el mismo rasgueo, como si iniciara la canción, pero su garganta se negaba a entregarse a la música. Marianna se le acercó por detrás y también Bartolomèu; cada uno apoyó una mano en un hombro del muchacho, que de ese modo pareció consolarse y una vez serenadas sus convulsiones, comenzó a cantar.
Su voz comenzaba a ser abaritonada, como la de un adolescente, pero no se le rompía en los gallos propios del paso de la niñez a la juventud. La guitarra no sonaba con afinación total, pero sus cuerdas vocales sí. Muy bajo al principio, la canción fue ganando volumen tan armónica y seductora, que en seguida se formó un corro alrededor de él; en unos momentos, se sumaron todos los hombres, hasta los que habían estado durmiendo, pero excluyendo a mossen Laurenç, Jàn y Ferran.
La canción elogiaba a la madre y el amparo de la familia, añoranzas de un aventurero lanzado hacia lo desconocido en busca de una princesa a quien conquistar. Cada vez que la letra nombraba a la princesa, giraba la cabeza para sonreír tristemente a Marianna, que sentía preocupación creciente por las miradas aviesas que mossen Laurenç lanzaba de soslayo a Felip sin parar de amontonar pedruscos.


Capítulo IX
EL TROVADOR Y EL CONSUELO
Julio de 1811

¿Se había vuelto loco mossen Laurenç? Esta pregunta se convirtió en cotidiana, más convincente a cada momento. Trataban de no reír cuando se ponía a rezar entre aspavientos y persignaciones, arrodillado en el jergón con el rostro entre las manos, o cuando increpaba a Manel por la procacidad de su lenguaje. Fingían sordera si expresaba temores sobre la condenación colectiva de quienes vivían en la cueva o apuntaba la conveniencia de bajar al valle a pedir perdón o, en caso contrario, la obligación que tenían de construir defensas muy sólidas. La fortificación en torno a la mina carecía de sentido, pero Marianna comprendía que su ardorosa naturaleza necesitase esos desahogos. Siempre lo había visto realizar descomunales esfuerzos físicos para aliviar sus tensiones y no podía olvidarse que pocas semanas atrás era el párroco de una aldea, no muy querido pero, al menos, respetado, y de la noche a la mañana había perdido sus prerrogativas y todas sus coordenadas. Nada de cuanto poseyera a lo largo de su vida continuaba en su poder, sus convicciones más íntimas se encontraban en entredicho y había perdido toda ascendencia sobre sus semejantes. Hasta la personalidad más fuerte podía derrumbarse ante tantas adversidades; la cuestión a dilucidar era si su vesania sería peligrosa para el grupo.
Ahora, desde la cabecera de la reunión, Marianna lo veía de reojo en su destierro voluntario, siempre aparte de los demás y huidizo para no sentirse humillado por las chanzas, día a día más ensimismado y menos participativo.
-¿Nos está mirando el mossen? –preguntó en susurros Marianna a Bartolomèu, que se había acomodado a su lado, frente a todos los demás.
-No. Sigue con la construcción de sus murallas de Jericó, que el mossen, de parar, ni para descansar. La locura no tiene cura, y si la tiene, poco dura. No creo que pueda oírnos.
Descontados Jàn y Ferran, que llevaban dos días sedados en sus jergones gracias a los cocimientos de Bartolomèu, y tras la incorporación de Felip, eran diecisiete quienes mantenían la reunión.
-El arcipreste mossen Pèir es un hombre de quien no he recibido más que afrentas –dijo Marianna-. No tengo atisbos de su bondad, si es que la posee, ni de su caridad cristiana. Pero es un eclesiástico y parece un aranés orgulloso de serlo. Sospecho que no pueden dejarle indiferente las tropelías que cometen los franceses ni la brutalidad fanática del romano. Necesitaríamos conocer su opinión e indagar si se ha sometido a los franceses. En el caso de que mantuviera intacta su lealtad con el Valle de Aran, nos convendría averiguar si querría acoger a mossen Laurenç y si no pudiera, que nos dijese cómo debemos tratarlo. ¿Os parece que sería conveniente ir a hablar con él?
-¿Tú? –preguntó Miquèu con sorpresa. A su lado, el hermoso Ricar sonrió con displicencia, como si la idea le pareciera descabellada.
-No –respondió Marianna-. Me echaría con cajas destempladas y llamaría a los soldados para entregarme sin darme tiempo a hacerle ni una pregunta. Propongo que vaya Bartolomèu.
-Buena idea –dijo el aludido y a continuación señaló su pelo gris-, pero con estos rizos nevados, voy a ser reconocido hasta de lejos por la calle, que donde menos se piensa salta la liebre.
-Te pintaremos de negro el pelo con carbón y no irás por la calle. Entrarás en la vicaría por la ventana del huerto. Te acompañarán Tomèu y esos dos.
Marianna señaló a los hermanos Quicó y Andrèu, voluminosos y fortísimos leñadores naturales de Arties.
-Y además –continuó Marianna- será de noche cuando vayáis. Andrèu y Quicó os ayudarán a subir y entraréis por la ventana tú y Tomèu. Seréis dos pares. Llevad en todo momento las túnicas negras y no os mostréis ni a la luz de la luna. En caso de que mossen Pèir amague el más leve gesto de hostilidad, escaparéis al instante por la ventana, donde estos dos estarán alerta para ayudaros a bajar. ¿Se va a celebrar alguna romería estos días?
-Mañana toca la de Escunhau, la romería al Santito –respondió Quicó.
-¿Hay alguna pila de agua bendita especial?
-No estoy seguro –respondió de nuevo Quicó-, pero en Escunhau viven los hermanos de mi padre y desde que me acuerdo siempre he pasado temporadas allí, jugando con mis primos; la pila bautismal de San Pedro me ha llamado la atención desde que era niño, porque tiene grabado un hombre con un martillo y un hacha. Vamos, es que parece mi retrato antes de talar un árbol.
Todos rieron.
-Y como todos sabemos –añadió Andrèu-, Escunhau tiene fama de ser refugio de brujas y una entrada a las profundidades donde viven los demonios; lo murmuran desde el tiempo de Maricastaña. Sant Pèir está algo apartado, en la parte alta del pueblo, y a mí, al contrario que a éste –señaló a su hermano Quicó-, siempre me daba escalofríos, me fijara o no en el leñador de la pila; vamos, es que me daban ganas de mear y echaba a correr si tenía que pasar solo por allí cuando subía al bosque. Y fijaos: además de la torre principal, hay otra que parece una casa endemoniada, y es que esa iglesia está repleta de cosas extrañas. Tiene muchas piedras formando como si fueran cuadrículas de ajedrez y un crucifijo muy desproporcionado encima de la entrada…
-¿Cómo de desproporcionado? –preguntó Marianna, recordando las cruces de los cuños cátaros-. ¿Con las cuatro puntas iguales?
-Me parece que sí –respondió Andrèu-. Pero, además, es que hay una columna con tres rostros en el capitel, mirando cada uno para un lado, y otra con un árbol más raro que la nieve de agosto, y luego, un pedestal con bichos con picos como elefantes, imaginaos, elefantes aquí, en el Valle de Arán. Pero lo que dice mi hermano de la pila bautismal es de verdad como si nos hubieran pintado.
-Bien. Entonces, Miquèu, Ricar, Marc y Jusep bajaréis esta noche a Escunhau. Si encontráis cerrado San Pedro, no forcéis la puerta; esperad el amanecer. Ni se os ocurra entrar hasta que la iglesia no se haya llenado de romeros. Debéis mirar bien la pila bautismal y teniendo en cuenta la frase del pergamino, tú, Miquèu, que sabes más que nadie de los cátaros, te fijarás en los detalles de alrededor, a ver si algo te hace recordar eso que dices que está rondándote la cabeza o por si cualquier detalle te pareciera que guarda relación con la frase “Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado”.
-Has nombrado a ocho de nosotros Marianna –dijo Hugo-. ¿Es que los demás vamos a quedarnos aquí, esperando, rascándonos los sobacos?
-No. Tenemos que rematar el despiste de la madrugada de ayer. Por si a los franceses les hubiera quedado la menor sospecha de por dónde pudiéramos estar, es necesario que los volvamos a desconcertar, pero también es necesario para facilitar las acciones de Bartoloméu y los suyos y el grupo de Miquèu. Así que un par subirá por Casàu al Serrat de la Fumarola y otro, al Pic de Sacauba; estarán formados uno por Manel y Jon y el otro, por Hugo y Amiel. Los dos pares encenderán grandes fogatas, asegurándose de no perjudicar los bosques, que no hagamos tierra quemada como cuentan que hace Napoleón por toda España. Pero las fogatas tienen que ser muy humeantes, y dejad rastros de comilonas salvajes propias de los fugitivos asilvestrados que somos, de manera que el asesino ése que reina en el fuerte de la Sainte Croix envíe soldados a inspeccionar, lo que no sólo les desorientará más sobre nuestro paradero, sino que les distraerá de las acciones de los otro cuatro pares. Dormid y descansad hasta la noche para ir despejados, con mente clara, y una vez que aperéis los caballos, cubríos con los hábitos negros, sed discretos y sigilosos como serpientes, comportaos con modestia y caridad, proteged cada uno la vida de vuestro par como la vuestra propia y volved sanos y salvos.




Marianna pasó la tarde aprendiendo a preparar los cocimientos de hierbas para hacerse cargo del cuidado de Jàn y Ferran; poseía nociones teóricas sobre el valor curativo de ciertas hierbas, tomadas de libros de la biblioteca zaragozana de mossen Roger, pero le asombraban los resultados de la sabiduría telúrica del campesino sencillo, sentencioso pero poco letrado, que era Bartolomèu, ya que la fiebre de los dos jóvenes torturados estaba bajando con una celeridad increíble. Y además, ahora dormían con mayor placidez gracias a las canciones de Felip, aunque todas eran conmovedoras; los sones de la guitarra llegaban a ser melodiosos en algunos compases a pesar del desafinamiento de las cuerdas, y su voz era dulcísima.
El muchacho tenía los ojos enrojecidos y la nariz inflamada. Marianna había podido zafarse de su empecinamiento en permanecer constantemente agarrado a ella. Perdida toda su familia, había elegido como asidero el primer rostro amigo y el único abrazo que había tratado de aliviar su dolor. Viendo de lejos su desesperación, Marianna temía la llegada de la noche, por si insistía en el empeño a la hora de dormir. Quería evitar que una situación tan insólita diera lugar a habladurías que desbarataran los frágiles equilibrios que gobernaban el refugio. Nunca, ni en Aran ni en Zaragoza, había temido la maledicencia más que por lo que pudiera afectar a quienes estuviesen a su lado, pero en el Forat de l’Embut los chismes representarían un obstáculo para la solidaridad. Sobre todo, le inquietaba la convicción de que no debía provocar los celos de mossen Laurenç.
Los seis pares partieron al anochecer después de ajustar los horarios en que cada uno debía actuar, basándose en observaciones del firmamento y, llegado el amanecer, del sol. Marianna repitió las recomendaciones habituales, que estaban adquiriendo tono ritual, y los vio partir con el corazón encogido. Las espaldas desolladas de Ferran y Jàn eran prueba de que no podían arriesgarse a ser capturados; tenían que ser cautelosos como zorros.
Después de cenar y mientras los dos heridos continuaban en su sueño reparador, Marianna se sentó en una piedra fuera de la mina tratando de rezar, pero no recordaba una oración que valiera para la protección que deseaba implorar en beneficio de los seis pares. Laurenç, exhausto tras haber construido buena parte de su muralla, cayó en el jergón como si una de las pesadas piedras que había amontonado le cayera encima. Los otros tres, campesinos algo obtusos a los que nunca se decidía Marianna a encomendarles trabajos ni misiones, también se durmieron al instante. Felip continuaba rasgueando la guitarra y llorando, con la voz rota de tanto rajarla en quejidos y suspirando en las pausas.
Para que no se diera cuenta de que iba a acostarse, Marianna trató de levitar al acercarse al jergón, pero Felip permanecía alerta. Estaba convencida de no haber hecho el más leve ruido pero el muchacho se volvió hacia el interior de la mina en penumbras, miró directamente hacia ella a pesar de que estaría deslumbrado por la pequeña hoguera, rasguéo la guitarra, la apoyó en un pilar de la entiba y se apresuró a echarse a su lado.
Ella fingió dormir, aunque intuía que no sería fácil engañarle. A despecho de su condición de granjero, había demostrado sensibilidad no sólo con la música; la misma intensidad de su desconsuelo la confimaba. Él sabía que ella permanecería alerta por si los heridos necesitaban cuidado y después de dos días observándolo no lo consideraba capaz de pasarlo por alto. En cuanto se acostó, el muchacho alargó un brazo hacia su cintura y se puso a llorar. Lo hacía muy cerca de su oído, para que ella no pudiera fingir que lo ignorababa.
Pero Marianna trató de ser una estatua fría como el mármol, sobre todo cuando él, sin disimulo, pegaba todo el cuerpo al de ella, que se iba apartando con suavidad frente a cada acercamiento. Llegó un momento en que ya era imposible fingir, puesto que los dos sabían que el otro sabía lo que estaba pasando.
Poco a poco, una luz brilló en la memoria de Marianna, una luz antigua encendida por la dura protuberancia que Felip se esforzaba porque ella notase impulsando una y otra vez la pelvis hacia su cadera. Había un renglón en el que cuanto decían los manuales sobre moral dejaba de tener sentido. Felip tenía dieciséis años, pero su cuerpo era definitivamente el de un hombre vigoroso, pletórico de ardor debutante pero maduro, como el fruto que se elige en el árbol entre los demás. Y ella llevaba dos meses sin una caricia; en realidad, sin apetencia de recibirla. Pero no era la mujer pusilánime que retrataban los manuales como arquetipo de virtud, no aceptaba someterse ni admitía ataduras con normas ideadas por los que siempre, desde los once años, habían deseado su cuerpo. A ninguno les guardaba rencor; sin ellos, a pesar de lo que otros llamarían abuso, no habría pasado de ser una atrasada granjera de una aldea perdida de Aran; con ellos y los medios que pusieron a su alcance, había escalado cotas de conocimiento reservadas a hombres eminentes. Ella era igual que cualquiera de los redactores de tales normas; en realidad, sabía que era muy superior a muchos de ellos. Por lo tanto, ninguna de esas normas, ningún manual ni prejuicio podía determinar el comportamiento que debía mantener ahora, cuando sentía en sus mejillas el aliento fresco y juvenil que había dejado de ser un quejido para convertirse en un anhelo impostergable.
Fue, por consiguiente, un acto indisimulado y franco el de tomar la mano de Felip para conducirla a su pecho. El muchacho se echó a llorar, y Marianna sabía que no era tristeza, sino júbilo, y aunque en esos momentos ya no había lugar para el desconsuelo, pasó toda la noche consolándolo.
¿Pero quién la consolaba a ella? Tuvo un lamento en la garganta desde que Felip se desatara en convulsiones la primera vez, porque si tampoco alguien tan dulce e inocente, tan incansable, afanoso y entregado podía elevarla al paraíso donde decían todas las novelas picarescas que debía subir, ¿quién podría lograrlo? ¿Padecía ella una tara que la condenaba para siempre al amor anestesiado, a la indiferencia?
Pasó todas las pausas entre las acometidas de Felip en ese angustioso limbo sin respuestas, con los ojos cerrados y los párpados apretados anhelando no tener que abrirlos nunca más, para no encontrarse con la imagen de su propio fracaso como ser humano. Cuando los abrió ya de día, fue para sufrir un sobresalto al toparse con un problema muy previsible y del que se había olvidado temerariamente; mossen Laurenç se encontraba de pie al borde del jergón, con los labios fruncidos en una mueca atroz, contemplándoles como si se hubiera abatido el universo sobre su cabeza. Sentados en sus jergones, los demás también les miraban fijamente, con los ojos desorbitados.




Varios soldados franceses y muchos vecinos de Vielha observaban con preocupación las dos grandes humaredas, tratando de decidir si sería necesario organizar equipos que subieran en monturas con capazos y cántaros para extinguir los fuegos, porque tales lugares eran inaccesibles con carretas. A punto de sonar las campanadas del ángelus, con el sol en su cénit, el humo era excesivamente intenso para haber sido causados por fogatas de paseantes, pero, al mismo tiempo, ambos parecían de lejos demasiado localizados como para tratarse de incendios fortuitos del bosque.
El arcipreste miró con desinterés a quienes discutían acerca de las resoluciones a adoptar, porque tenía otra preocupación más urgente. Sabía por qué le había mandado llamar Guzmán Domenicci, y mientras se dirigía hacia su residencia de la casona del barón de Les, cavilaba sobre si debía o no reconocer que lo sabía, porque ello implicaría tener que revelar que gracias a los correos montados del Consejo General, recibía a primera hora de la mañana confidencias desde todas las parroquias sobre cualquier novedad que se hubiera producido la noche y el día anterior. Horas antes, al llegar el informe de Escunhau, le pareció que la inesperada y extraña visita que había irrumpido en su cuarto a las dos de la madrugada cobraba mucho mayor sentido. A punto de llamar a la puerta, decidió que le convenía callar y simular ignorancia. Elaboraría una expresión pétrea para cuando el romano le gritase desaforadamente preguntándole sobre el robo.
El enviado del Papa bajó las escaleras igual que una tromba, seguido de su secretario.
-¡Ya lo han encontrado! –gritó.
-¿Quién y el qué?
-¡El tesoro cátaro, estúpido! Ese cura apóstata y su ramera han conseguido por fin lo que llevan meses buscando. Ahora, disponen ya de unas riquezas que les otorgan un poder que tú, desgraciado, ni puedes imaginar, porque tu vida miserable de cura rural te impide tener sentido de la grandeza del mundo. Esos dos han conseguido una caja de Pandora.
-¿Estáis seguro, monseñor?
-¡Claro que sí, maldito traidor hipócrita! Estoy completamente seguro como lo estás tú; porque tú lo sabías, ¿verdad?
-No consigo llegar a ninguna conclusión sobre a qué os podéis referir, ilustrísima.
Domenicci se lanzó a abofetear al arcipreste, pero éste, que por un momento sintió la tentación de aferrar esa mano y retorcerla, sencillamente reculó unos pasos hacia atrás para eludir los golpes.
Jean, el amanuense, se encontraba un poco detrás del romano, con ademanes que denotaban sus apurados esfuerzos de contención. Su expresión iba de la perplejidad al espanto. El conato de agresión al arcipreste que, según los escritos que el monseñor le dictaba, era la máxima autoridad religiosa del valle, le había parecido una monstruosidad de difícil encaje en su visión del mundo. Por ello, a ver si podía evitar un nuevo ataque a mossen Pèir, se acercó a Dominecci murmurando suavemente:
-Monseñor, por favor; os ruego, monseñor…
Con expresión desencajada, Domenicci se giró hacia él con la mano alzada. Vaciló un instante, como si el rostro diáfano y la mirada azul del muchacho ejercieran un influjo inconveniente en su pecho, pero en seguida liberó esa mano y lo abofeteó con violencia, reiteradamente, con saña que parecía el desfogue no sólo de la ira del momento, sino de insoportables frustraciones viejas. Mossen Pèir saltó hacia él, aferró y detuvo el brazo convertido en un arma desatada, momento en el que Domenicci gritó fuera de sí:
-¡A mí la guardia!
Acudieron los dos criados que en esos momentos portaban petos y armas de escolta, y se detuvieron junto a la entrada con indeterminación. No comprendían el porqué de una llamada que había sido gritada como si el enviado del Papa se encontrase en peligro de muerte. Siendo quienes eran los que estaban con él, les parecía que no tenían nada que hacer. Tal vacilación de la guardia sirvió para que Domenicci, tras inspirar profundamente, recapacitara y decidiera cambiar el sentido de la llamada:
-Preparad los caballos, que hemos de subir al fuerte de la Sainte Croix. Y tú, arcipreste, irás conmigo. Te lo ordeno.
Subieron lo más rápido que permitía la empinada cuesta, sin el boato que Domenicci solía desplegar en todas sus visitas a la guarnición francesa. De cualquier modo, el centinela lo reconoció y avisó al oficial de guardia y éste, al comandante De Montesquiou, que acudió a recibir al enviado del Papa sin prisas, remoloneando de manera ostensible.
La expresión de Domenicci al responder su saludo contenía furias desatadas, a pesar de que la frase que dijo fue:
-Buenos días, comandante. Hemos de conferenciar.
-¿Conferenciar, monseñor? Olvidáis que os encontráis en una guarnición militar, donde la disciplina y las misiones son las que establecen el orden del día –De Montesquiou desplegó una hoja de papel, que fingió repasar-. Según veo, en mi orden del día no figura ninguna conferencia para esta mañana.
Las venas y tendones del cuello de Domenicci parecían que iban a estallar y sus ojos fulguraban desorbitados cuando repuso:
-Te recuerdo quién soy y a quién represento.
De Montesquiou compuso la expresión más neutra que pudo, aunque lo que le apetecía era mandar detener y encerrar en un calabozo a ese impertinente. El insolente romano no parecía estar bien informado. Las cosas no marchaban militarmente bien en Francia y el día anterior había recibido orden de permanecer en su puesto y defender el fuerte, pero sin ostentaciones, con discreción para no provocar las iras de la población aranesa ni un levantamiento popular. Por ello, y pese a que el cabo Bertrand permanecía postrado en un lecho cochambroso, sin restablecerse aún de sus heridas, lo había degradado de manera fulminante al ser informado de lo que habían hecho sus hombres en la granja de Felip Servet. Teniendo en cuenta todos los datos que conocía, lo más peligroso que podía hacer en las circunstancias presentes era posicionarse públicamente al servicio de alguien a quien no importaba las consecuencias de soliviantar los ánimos del valle con maltratos indiscriminados.
-Vuestro reino, monseñor, no es de este mundo, y por consiguiente no necesita recurrir a un ejército. Os recuerdo que la Revolución Francesa fundó el estado laico moderno, por lo que ni nuestro ejército ni nuestras leyes aceptan la sumisión a otros poderes, sobre todo si son extraterrenales. El del Emperador es el único poder que cuenta.
Guzmán Domenicci pareció a punto de reventar. De debajo del brazo que aún llevaba sujeto con un pañuelo al cuello, extrajo con la mano derecha un azote corto y lo hizo restallar ante el rostro demudado del comandante De Montesquiou, mientras gritaba:
-¡Miserable! Ya te enseñaré yo lo muy de este mundo que es el Reino de Dios. Te ordeno que lances a tu ejército en persecución y saqueo por todo el valle, sin importar los estragos que hayan de causar. Que hieran y derramen la sangre indiscriminadamente, porque todos en este valle infame son cómplices de esos pecadores demoníacos. Tienes que conseguir que estos campesinos animalescos y canallas ansíen con toda su alma entregar a la pareja de apóstatas.
Firme, con simulada expresión serena a pesar del ardor de sus ojos, De Montesquiou contuvo con un gesto a varios de sus hombres que se disponían a caer sobre el enviado de Roma. Se limitó a decir:
-Por vuestra seguridad, monseñor, os demando abandonar el fuerte inmediatamente.
Como si se hubiera hecho la luz en su entendimiento, Domenicci dio media vuelta sin decir nada más, se dejó ayudar torpemente por Jean para montar de nuevo el caballo y lo espoleó a galope montaña abajo. Mossen Pèir fue tras él con una mezcla muy indigesta de sentimientos, pues su caridad cristiana le inspiraba preocupación por la integridad física del romano pero, al mismo tiempo, sus sentimientos más sinceros le hacian anhelar que se descalabrara. Llegados todos a la plaza de Vielha, donde había varios vecinos tomando el sol, el enviado del Papa frenó la montura y se situó de cara a Jean, mossen Pèir y los dos guardias. Tras una pausa durante la que echaba llamaradas por los ojos, aulló con una especie de alarido que hizo que los vecinos que remoloneaban al sol se pusieran de pie:
-Arcipreste, vuelve a la vicaría y permanece en recogimiento penitencial hasta que recibas mi dispensa. Jean, disponte a escribir dos despachos inmediatamente. Vosotros dos –se dirigía a los criados armados-, procurad todo lo necesario para emprender en seguida una larga cabalgada.
Una hora más tarde, partió un correo para el obispo de Seo de Urgel y otro, para el de Cominges. Las órdenes que portaban los criados armados debían ser cumplimentadas por los dos obispos en el plazo de un día, con la obligación perentoria de que fueran satisfechas todas y cada una de las exigencias.






Jusep, a quien le tocaba esa mañana la guardia, corrió a comunicarle que varios de los pares llegaban de regreso río Unhola arriba, pero Marianna apenas alzó la mirada de la lectura, a pesar de lo muy intensamente que anhelaba escuchar los informes que trajeran. Permaneció sentada, casi encogida, con un sentimiento parecido al miedo escénico que no había experimentado jamás hasta ese día. Más que rubor o bochorno, sentía vértigo y un desagradable cosquilleo en el estómago. Con la cabeza inmóvil mientras releía sin concentración los manuscritos encontrados en Les, y el cuello como un pilar de piedra, se negaba a mirar siquiera de reojo hacia donde dormía a pierna suelta Felip, porque aunque se alegraba por él, le turbaba la plenitud gozoza de su expresión, producida sin duda por sueños muy salaces a juzgar por la protuberancia de su calzón.
Ahora, a punto de volver los seis pares, no conseguía anticipar lo que podía ocurrir. Por más que calculaba las implicaciones y consecuencias de lo que iba a ser a partir de ese día la comidilla a sus espaldas, ningún cálculo le parecía razonable.
Mossen Laurenç aparentaba indiferencia mientras llevaba adelante la construcción de la muralla, pero estaba convencida de que había en su cabeza un volcán de erupción inminente. Lo miraba de reojo cargar las piedras descomunales con expresión ida, descargarlas sin pedir ayuda, ajustarlas al muro y volver en busca de otra piedra como si no quisiera descansar para no darse oportunidad de pensar. La fogosidad que desplegaba parecía suficiente como para superar la altura del vecino Tuc de Mauberme, con ese disparate que había elegido como obra de su vida, una muralla para defender nada. Marianna temía el estallido que no podía tardar mucho.
Curtidos como estaban en herirse en el penoso trabajo desde la niñez, tanto Jàn como Ferran se encontraban despiertos, aunque echados de lado en sus jergones. El dolor de sus espaldas desolladas debía de ser fuerte todavía, pero se trataba de una medida del dolor que ellos estaban acostumbrados a soportar, sobre todo el vigoroso Jàn, aunque Ferran, de constitución física más vulnerable, trataba de mostrarse tan animoso como su compañero. Gracias a eso, conversaban muy bajo con los campesinos que no habían bajado al valle. Marianna sabía que murmuraban sobre ella y Felip.
Miquèu fue el primero de los ausentes en llegar junto a la bocana de la cueva. Frenó el caballo mientras gritaba jubilosamente “¡lo tengo, lo tengo!”. Envuelto en una casulla muy deteriorada, que parecía el desecho de una parroquia pobre, portaba a la grupa un paquete que parecía muy pesado, puesto que tuvo que acudir Ricar a ayudarle a descargarlo y lo hizo de manera entregada, sonriendo con complicidad a los ojos triunfantes de Miquèu. En la contemplación de la camaradería incondicional entre los dos, que le arrancó una sonrisa conmovida, encontró Marianna consuelo para su propia desazón.
-¿Qué traéis ahí? –preguntó.
-¡El tesoro de los cátaros! –exclamó Miquèu muy ufano-. Llevaba desde que aparecieron los pergaminos de Les con la cabeza caliente por un recuerdo que no conseguía pillar. Eso de “Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado”, me tenía sin dormir, porque me daba pensar en algo que no sabía qué era. Pero en cuanto he visto esto lo he sabido.
-¿De qué se trata? –preguntó Marianna.
Otros dos pares habían llegado y en cuanto descabalgaron, se formó un corro en torno a Miquèu y Marianna; también los que permanecían en el refugio se aproximaron. Sólo se mantuvieron aparte los heridos y mossen Laurenç, que había parado de trasladar piedas pero seguía en el punto donde estaba a punto de cargar una, a una distancia de unos treinta metros, vuelto hacia el grupo y mirándolos fijamente.
En respuesta a la pregunta de Marianna, Miquèu, ayudado por Ricar, depositó el envoltorio en el suelo y retiró la casulla vieja. Apareció una urna de piedra de algo más de dos palmos de largo, profusamente decorada de bajorrelieves en sus seis caras.
-¡Mirad! –dijo Miquèu con orgullo.
Señalaba uno de los lados de la urna. Representaba un grupo de personas con ramas en las manos, que parecían desfilar en romería; frente a ellos, otra figura con ornamentos sacerdotales alzaba un pequeño hisopo, como si les bendijese con agua bendita.
-¡Aquí está la respuesta! Esto es lo que recordaba a todas horas, porque yo soy de Betrén, que está a un paso de Escunhau, y con tantas historias que corren sobre las brujas y demonios de ese pueblo, cuando era niño nos gustaba a mí y a mis amigos ir a husmear por allí. Quicó y Andrèu tienen razón; la iglesia de Sant Pèir es más rara que la nieve de agosto.
-Pero esta urna… -Marianna se mostraba muy seria.
-¿Qué? –preguntaron Ricar y Miquèu al unísono.
-¡Imbéciles ignorantes! –gritó mossen Laurenç de lejos, demostrando haber permanecido muy atento a lo que hablaban -¿No veis que es un osario?
Miquèu giró la cabeza hacia el cura con expresión contrariada. Sopesaba responder con una puya o un sarcasmo. Marianna abortó la posibilidad de que lo hiciera, diciendo muy bajo:
-Mossen Laurenç tiene razón, Miquèu. Esto es un osario, y por su tamaño debe de ser la sepultura de un niño. Este grabado que a ti te parece una romería bendecida por el párroco no es más que la bendición del olivo del Domingo de Ramos. Ni son romeros ni cogen agua bendita con sus propias manos.
-Entonces, ¿no vamos a abrirla? –preguntó Ricar.
El bello muchacho sentía más pena por la decepción de Miquèu que por la suya.
-Abridla si queréis –dijo Marianna- en el caso de que podáis hacerlo sin romperla. Porque además de la falta de respeto a un muerto que sería profanar su sepultura, nadie nos ha concedido bula para destrozar el patrimonio artístico de Aran.
No se atrevieron a romper la piedra, y ningún esfuerzo bastó para desencajar la tapa. Miquèu y Ricar la depositaron en el interior de la mina. Mientras la trasladaban, preguntó el joven:
-¿Nos vamos a quedar sin saber lo que contiene, Miquèu?
-Ya has oído…
-Sí. Ellos dicen que es un osario. Pero ¿y si no lo es? Deberíamos tratar de averiguar lo que hay dentro.
-Está bien. Cuando nadie nos vea, mañana o pasado o cuando sea, buscaremos rendijas que nos permitan levantar la tapa.




Bartoloméu llegó con su grupo pocas horas más tarde. Su expresión era muy jubilosa.
-Estaba preocupada por tu tardanza –dijo Marianna.
-¿Cómo están Jàn y Ferran?
-Mejoran. ¿Por qué has llegado tan tarde?; el acuerdo era que visitaras al arcipreste de madrugada.
-Marianna, por favor. Recuerda que todos tenemos familia.
-Eso es una locura.
-No te preocupes, hemos ido a verlos por separado y con disimulo. No nos ha visto nadie que no convenga que nos vea. Pero se trataba de una necesidad que no podíamos aplazar más, porque la sangre tira y quien de los suyos se separa, Dios lo desampara. Además, las visitas han sido muy provechosas, porque hemos sabido cosas que nos importan.
-¿Buenas?
-En general, sí. Pero empecemos por el principio. El arcipreste se llevó un susto de muerte cuando asaltamos su habitación a las dos de la mañana, porque no se puede hacer tortilla sin romper huevos; pero luego fue amable y comprensivo. ¿Imaginas por qué? –Marianna negó con la cabeza-. ¡No somos proscritos!
-¿Qué dices?
-El síndico, los seis bayles y el Consejo General en pleno no nos consideran criminales ni ninguna de esas cosas tremendas que nos llaman los franceses y el fulano ése de Roma. Mossen Pèir jura que los bayles y todos los párrocos han recibido la consigna de no ayudar a nadie a localizarnos. A la gente se le dice que calle, que se encojan de hombros y que nieguen saber nada de nosotros, por el dicho aquél de cállate y callemos, que sendas no tenemos. A nuestras familias les han mandado que digan que estamos unos en Barcelona y otros, en Zaragoza, porque la necesidad hace a la payesa trotar y al gotoso saltar. En cuanto a ti y el mossen, todos deben decir que habéis muerto.
-Entonces, podéis volver a vuestras casas…
-No, Marianna. Dice mossen Pèir que hasta que no echemos al chismoso del Papa y se vayan los franceses, nadie puede sentirse seguro. Nos aconseja permanecer aquí hasta que podamos volver a la normalidad sin miedo y cantando, que quien canta sus males espanta. Y una hermana de Tomèu que trabaja de cocinera de oficiales en la Sainte Croix, le ha contado que los franceses tienen problemas muy gordos, que les va fatal en la guerra que tienen por todas partes, y el comandante de la guarnición tiene orden de no soliviantarnos a los araneses. Contando con la peligrosa presencia del romano y sin olvidar cómo se las gastan los franceses, hay que ser prudentes como las serpientes. Así que la partida tiene que seguir aquí, hasta que escampe. Porque, además, ahora que tantas cosas han cambiado en nuestras vidas, es más importante que nunca encontrar el tesoro de los cátaros, porque la buena ventura de los unos ayuda a los veintiuno. No tenemos más remedio que permanecer juntos hasta que lo consigamos.
-Faltan Hugo y Amiel –dijo Marianna paseando la mirada alrededor.
-Habrán ido a visitar a sus familias, como hemos hecho los demás. No te preocupes.





La tarde transcurrió de un modo extraño y diferente de lo habitual; nadie encendió hoguera para el endurecimiento y elaboración de arcos y flechas ni se aventuraron mina adentro para explorarla, cosa que necesitaban hacer en busca de espacio para dormir menos hacinados, porque ya no se trataba sólo de que nadie pudiera reservar su desnudez, sino que el hedor comenzaba a ser muy espeso.
Como los que habían presenciado lo sucedido entre Marianna y Felip eran sólo tres más los dos heridos y mossen Laurenç, no paró el trasiego de los recién llegados de conversación en conversación, sin echarse a dormir aunque habían pasado la noche en blanco. Formaban capillitas entre cuchicheos. Felip ya no lloraba tanto como el día anterior, pero continuaba cantando y rasgueando su guitarra sin auditorio, como si ahora presentase un estigma; entonaba con dulzura romances sobre amores y desamores en un punto situado a cuatro pasos fuera la bocamina, sin hablar con nadie y sin que nadie trabase conversación con él, como si ya no fuera un muchacho necesitado de consuelo.
Hacia el oscurecer, Marianna decidió parar la avalancha; lo mejor era abordar la cuestión de frente. Los convocó a voces para reunirse ante la bocamina y cuando formaron un corro que les englobaba a todos salvo mossen Laurenç, dijo sin preámbulos:
-Felip es casi un niño, que ha quedado solo en este mundo. Presenció hace dos días el cruel asesinato de toda su familia. En esas circunstancias, lo normal sería enloquecer de dolor. Necesitaba consuelo para soportar su tragedia y yo he tratado de consolarlo.
-Pues aquí somos muchos los que también necesitamos tu consuelo –dijo Manel.
Volvió el rostro sonriente hacia los demás, pero ninguno secundó el sarcasmo.
-Pensad y haced lo que queráis –prosiguió Marianna, ignorando el exabrupto de Manel-. Pero recordad que la carne es carne y el espíritu, espíritu. Este cuerpo es materia y nada de lo que haga o sienta repercutirá en la pureza de lo que de verdad importa, el espíritu. Yo no concedo a esas cosas tanta trascendencia como vosotros, no me importaría hacerlo de nuevo si fuese necesario, pero nadie tiene derecho a violentar el libre albedrío de otro; somos personas adultas y somos libres, todos con iguales derechos, pero nadie puede forzar ni obligar a nadie a hacer lo que no desee hacer.
-Te repito, Marianna –proclamó Manel-, que necesito también tu consuelo, y debes proporcionármelo.
-¿También han asesinado a toda tu familia ante tus ojos? –ironizó Marianna.
-No. Pero yo también me siento triste, una tristeza enorme y amarga como la hiel de tantos días desterrado en estas frías soledades, y aunque no disponga de un pollón tan espectacular como el de Felip, cargo reservas de leche como para preñar a media España, porque soy virgen a pesar de mis veintisiete años. Si es que uno sigue virgen después de follarse a todas las mulas del pueblo.
Todos rieron aunque no a carcajadas, pero Marianna se puso de pie con expresión severa y dijo con voz rajada:
-¡No te consiento ese lenguaje!
-¿Cómo vas a impedírmelo?
-Existen muchos medios…
Manel alzó los hombros resaltando su superioridad física, y tensó el bíceps antes de replicar:
-Tú no podrías resistirte si yo lo intentara… y seguramente lo intentaré si me obligas a ello.
Marianna repuso con tono suave, pero sumamente grave:
-Te recuerdo que no me importó matar cuando me vi en la necesidad de hacerlo para sobrevivir. Si tengo que hacerlo de nuevo para no sentirme sucia por el contacto de tu cuerpo, no tendré reparo.
Un silencio solemne siguió a esta frase, dicha con contundencia y una severidad que, hasta ese momento, ninguno de los presentes había visto en el rostro, la voz ni los ademanes de Marianna. Mossen Laurenç permanecía junto a su muralla, atento al desarrollo de la asamblea; estaba rellenando con guijarros los huecos entre las piedras apiladas, para proporcionar a la construcción mayor solidez y estabilidad. Al oír la amenaza, se acercó de pocas zancadas al corro y dijo muy alto en dirección a Marianna:
-Aunque este sinvergüenza asqueroso merece que lo castren, estás abusando de nuestra consideración y respeto. No te comportas como una mujer dulce y decente, sino como un bronco y autoritario teniente de caballería.
Marianna examinó el rostro del mossen durante unos segundos. ¿Cómo podía describir la pasión que fulguraba en sus pupilas? Trató de convencerse a sí misma de que sólo era despecho y nada más, pero decidió permanecer alerta porque había mucho que temer de ese hombre, cuyos parámetros se habían trastornado tanto. La desesperación lo arrastraba sin darse cuenta. Se encogió un poco de hombros y respondió, sin dirigirse a él en concreto, sino a todo el grupo:
-El mossen vivió demasiado tiempo en Barcelona y Seo de Urgel, lo que le ha hecho olvidar los matices de las costumbres aranesas. ¿No es verdad que en esta tierra es tradición que no se hagan distingos entre hombres y mujeres a la hora de atribuir mandos y honores?
Como esta pregunta les brindaba la ocasión de despejar la tensión del diálogo entre ella y Manel, todos asintieron, tanto con ademanes como de viva voz.
-Aquí permanecemos fieles a nuestro pasado –continuó Marianna con tono didáctico, mirando fijo a los ojos de Laurenç-. Y hablo del pasado más remoto, no sólo anterior al cristianismo, sino mucho antes de los romanos también, aquel tiempo en que las mujeres, las madres, eran las verdaderas señoras...
-¡Bah! –exclamó el mossen con desprecio-. Hablas de las diosas madre y del matriarcado idólatra...
-No del todo. A punto de comenzar lo que llamamos historia, todo el Mediterráneo vivió una especie de Arcadia feliz, donde los hombres y las mujeres eran tomados en cuenta y respetados por sus méritos y no por su sexo. Pero también hablo de no hace muchos siglos; concretamente, del Medioevo europeo. Hablo de un estilo de vida que feneció cuando a un fanático de Roma se le ocurrió la idea de las Cruzadas y la perversión de las guerras santas, porque de creer en la divinidad y el amor no hay nada menos santo que una guerra. Cuando se organizó la primera Cruzada, que no fue para conquistar Tierra Santa en realidad, sino para lanzar a los europeos al fratricidio, forzándolos a exterminar a los cátaros, que también eran europeos y cristianos, ese día firmaron el acta de defunción de un estilo de vida en el que la mujer tenía un papel mucho más revelante y digno que el de ser una prisionera, con cinturones de castidad y almenas inalcanzables, bajo el dominio absolutista de maridos obsesos, fanáticos, insensatos y muy inseguros, y de virilidad bastante discutible. Hasta entonces, hubo muchos lugares durante la Edad Media en que las mujeres tenían igual relevancia, autoridad y libre albedrío que los hombres. Fue así en toda Europa, inclusive en los reinos de León y de Castilla, que más tarde nos parecieron tan misóginos, pero donde en el Medioevo hubo grandes y poderosísimas reinas. Antes de que el fanatismo obsesivo e hipócrita de Roma impusiera otros tribunales mucho más espantosos, como el de la Inquisición, la expresión más clara del poder de las mujeres fue la invención de una institución, las Cortes del Amor, nacida por iniciativa femenina para suavizar y endulzar los usos cortesanos con conceptos como la fidelidad, la lealtad o la amabilidad. Y fijaos que en esas Cortes del Amor, organizadas como una especie de tribunal, la única pena que se imponía era la de quedar en evidencia, sacarle los colores al infractor. Pero, en general, la actuación de aquellas mujeres no era un “quítate tú para ponerme yo”; o sea, que no por tener poder humillaban las mujeres a los hombres ni les disputaban sus rangos ni prerrogativas. Era costumbre que las damas fuesen asistidas por un caballero en las Cortes del Amor, que podía ser cualquiera menos su marido. Un caballero que tenía casi siempre mayor intimidad con la señora que la de un simple procurador de un tribunal. Porque ésta es otra cuestión a tener muy en cuenta. A ver, ¿cómo os lo explicaría yo? ¡Ah, sí! Hay una leyenda que dice que un caballero bretón encontró la sepultura del legendario rey Arturo, cubierta por una losa cuya inscripción rezaba: “Un hombre puede ser amado por dos mujeres o una mujer por dos hombres, y ello no será ilícito ni causará escándalo”.
-¡Eso es libertinaje, fornicación diabólica y perversión! –proclamó mossen Laurenç con expresión desencajada.
Marianna sonrió y movió la cabeza como si asintiera, de modo que el grupo no supo dilucidar si estaría apoyando la exclamación del cura o burlándose.
-No estoy de acuerdo con el mossen –dijo Miquèu sin mirar hacia el sacerdote-. Me da que el mensaje de esa lápida podría ser la confirmación más clara de la igualdad que certificaría más tarde el paratje de los cátaros. Lo mismo que era la tabla rendonda, un símbolo de la igualdad total en la que el rey era sólo “primo inter pares”, el primero entre iguales. La igualdad entre el hombre y la mujer, entre siervos y señores, entre reyes y vasallos y entre las diferentes maneras de amar… que luego fue precisamente la Iglesia de Roma la que más se empeñó en perseguir.
-Otra leyenda –continuó Marianna, después de asentir a las palabras de Miquèu- cuenta que una dama exigió a su amante, un bellísimo trovador, como condición para seguir amándolo, que nunca la elogiara ante los demás ni la defendiera. Él dio su acuerdo, pero un día rompió la promesa, porque oyó que calumniaban intolerablemente a su dama, y salió en su defensa. Al enterarse, ella lo desterró de su lado, pero en sabiéndolo sus amigas y conociendo lo muy feliz que le había hecho el joven durante algún tiempo, convocaron la Corte del Amor, donde asistió hasta el propio marido, quien también votó a favor del dictamen final: el trovador no debía ser desterrado ni despreciado, porque había seguido el más lógico de los impulsos de un enamorado, defender el buen nombre, la dignidad y la fama de su dama.
Marianna notó el fuego de la mirada con que mossen Laurenç traspasó a Felip. Era tan venenoso su encono, que decidió establecer vigilancia para impedir que causara daño al muchacho. En cuanto a Manel, ahora daba la impresión de que tratara de eclilpsarse, como si quisiera que los demás olvidasen sus bravuconadas.
Acercándose a Marianna lo suficiente para hablarle al oído sin que los demás pudieran escucharle, dijo Bartolomèu:
-Tendríamos que organizar un tribunal de honor para disuadir a mossen Laurenç y a Manel de sus cosas, que en nuestras penosas circunstancias es sedición. Hay que pensar despacio y obrar aprisa.

Mañana, dos nuevos capítulos
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