martes, 25 de noviembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS,gratis


Recibí ayer en mi web un buen número de mails elogiando que no me haya parado en LA DESBANDÁ y siga publicando LOS PERGAMINOS CÁTAROS en todos mis blogs.

Pues tengo que decirles que también publicará EL OCASO DE LOS DRUIDAS y ORO ENTRE BRUMAS, con lo que completaré las cuatro novelas por las que la editorial no me ha pagado más que una minucia de mis derechos contractuales.

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, dos capítulos más.

Capítulo II
SUPLICIO DE AMOR
Marzo de 1811

Mossen Laurenç no conseguía resolver sus dudas. Con el calendario empezando a desterrar los mayores rigores de las nevadas, las vacilaciones eran un tormento insoportable. Durante el invierno, la construcción del cuarto adosado a la casa cural le había servido de desahogo, pero ya a punto de comenzar la primavera, el verdor renovado del valle inflaba sus venas de nuevas pero igual de pecaminosas pasiones y el desasosiego amenazaba con hacerle reventar.
Tenía que contener el impulso de demoler la habitación destinada a esa Marianna que, cual nueva Jezabel, estaba a punto de irrumpir en su vida para trastornarla y perder su alma. En otras circunstancias y si tuviera distinta finalidad, la construcción le enorgullecería. Se trataba de una habitación más holgada que la suya, caldeada por el contiguo lar de la cocina. Había enlucido por dentro las paredes con argamasa, alisándolas cuidadosamente para, al final, pintarlas de blanco. Lo más parecido a un palacio que sus medios y fuerzas le permitían. Y tanto cuidado, ¿para albergar el objeto de su condenación eterna?
A pesar de todo, el día anunciado para la llegada mossen Laurenç hervía de impaciencia bajo la coraza con que trataba de encorsetar sus ansias. Se había despertado a media noche a causa de una polución; tuvo que saltar de la cama para buscar el otro calzón y limpiarse la entrepierna con un trapo húmedo. Pero hacia las cinco de la madrugada, el sueño perverso volvió a apoderarse de sus sentidos y de nuevo humedeció el calzón. Como ya no disponía de otro, debió soportar el emplastamiento de semen y la humedad pegajosa.
Mientras acechaba el camino con ojos ávidos y un puñal de remordimientos clavado en la conciencia, le turbaba la sequedad rígida en toda la zona de los genitales preguntándose si algo en sus movimientos delataría la incomodidad que sentía.
Por fin, cuando el vértigo de la anticipación era ya agonía, el corazón saltó en su pecho al divisar el simón del arcipreste, que subía desde Vielha. El último resuello de los caballos resonó en ecos junto con el látigo que los arreaba para subir el repecho, antes de parar frente a la pequeña iglesia.




Mossen Laurenç estaba paralizado ante la puerta de la casa cural; una mezcla de terror, angustia y júbilo se había solidificado sobre sus miembros convirtiéndolo en un tullido. El simón se había detenido a unos seis pasos de distancia y la mujer que transportaba parecía viajar sola; consideró afortunado que el arcipreste no la hubiera acompañado, así se ahorraba un rubor más. El cochero saltó del pescante, pero no para ayudar a Marianna, sino para aflojar las correas que sujetaban el voluminoso equipaje. Dentro, ella parecía aguardar a que Laurenç acudiese galantemente a auxiliarla, pero éste no se movió; no podía. Las cadenas que iban a torturar a su alma por toda la eternidad paralizaban sus piernas y su entendimiento.
Cuando más incapaz, despreciable y estúpido se sentía, la vio asomar la cabeza por la portezuela que ella misma había abierto. Marianna sonrió del modo que sólo puede hacerlo quien se siente seguro y libre de temores. Una risa luminosa en un rostro franco donde los ojos brillaban con una comprensión infinita de todas las cosas y del mundo entero. No era bonita como las musas de los poetas ni angelical como los grabados de los libros. Su rostro presentaba firmes angulosidades de determinación, huellas de batallas ganadas y sombras del conocimiento de secretos antiguos. En medio de un rostro cuyo misterio mossen Laurenç no se sentía capaz de describir, el brillo de la sonrisa era un aleluya.
Pudo, en efecto, gritar “aleluya” porque, de repente, ni su voz ni su cuerpo le pertenecían. Ese cuerpo, ajeno a su control, se libró de la coraza, olvidó la molestia almidonada del calzón y se sintió levitar hasta el peldaño plegable del simón, que desplazó a fin de que ella pudiera bajar cómodamente.
La contempló sin atreverse a mirarla con franqueza. Iba a resultar muy complicado convencer al vecindario de que sólo era una criada, porque se movía como una reina. Tanto, que de nuevo el sacerdote se sintió intimidado.
-¿Dónde debo acomodarme, mossen?
-Ésta primera es vuestra habitación.
Marianna sonrió y el sacerdote detectó en sus ojos una chispa de picardía.
-¿Así de ceremonioso va a ser vuestro trato, mossen?
Laurenç enrojeció. Sintió el ardor hasta en las orejas.
-¿Cómo preferís que lo haga?
-Creo que vuestra feligresía hallaría más a tono que me tuteéis y no me deis demasiadas consideraciones, al menos públicamente.
El sacerdote frunció los labios. Ante la indicación de la necesidad de discreción hipócrita, volvía el sentimiento de encontrarse al borde del abismo, deslizándose hacia el averno. Además, tratándose de una simple mujer y no siendo más que una barragana, ¿quién diantres se creía Marianna que era, para osar establecer las normas?




El amanecer lo pilló despierto pero en un estado semejante a la catalepsia. Lo que había pasado durante la noche no podía ser verdad. Tales cosas sucedían sólo en los sueños. Tenía que celebrar la misa, pero no sentía la menor inclinación y temía no ser ya merecedor del privilegio. Se alzó de la cama perezosamente, experimentando un sosiego que no recordaba que fuera posible sentir, una flojedad en los miembros por fin libres de los alfileres con que la sangre alborotada los había estado lacerando todo el invierno. La mujer trasteaba en la cocina; mossen Laurenç se asombró por su diligencia, ya que había temido que como consecuencia de sus actos durante toda la noche, ella no sólo se sintiera dominadora y dispuesta a recibir pleitesía, sino resuelta a haraganear como dueña y señora. En lugar de ello, había recompuesto y ordenado del tal modo la cocina, que no la reconoció. De repente, a una hora increíble de la madrugada y en un santiamén, Marianna había convertido la estancia en un hogar verdadero.
Marianna oyó que el mossen despertaba, de manera que rozó de nuevo la piedra que se había guardado en el bolsillo del mandil, con las mismas preguntas que llevaba casi una hora haciéndose. ¿Cómo habría llegado a sus manos un objeto tan enigmático y, seguramente, tan valioso? ¿Sospecharía el sacerdote el significado que ella intuía que podía tener? Suponía que no; de otro modo, él no lo habría dejado tan descuidadamente en la repisa de la chimenea del lar, junto al almirez de bronce y el molinillo. Esperaría a que terminase la misa, porque si le preguntaba antes de la celebración lo distraería y le haría llegar tarde. Sonrió para sí. Ese hombre era un zoquete al que iba a tener que pulir mucho para no sentirse desgraciada en su compañía.
Tal vez no había sido buena idea aceptar el refugio en Aran. Muerto mossen Roger, tendría que haber buscado acomodo en la misma Zaragoza, donde, aunque de un modo tan poco convencional, había reinado como una de las damas principales. ¿Cómo iba a sobrevivir aquí, sin un salón donde recibir para las famosas meriendas que había presidido en la gran ciudad aragonesa? ¿Podía vivir sin música? ¿Cómo serían sus días sin los diez mil libros de la biblioteca de mossen Roger, que había leído en gran número a escondidas por temor a sufrir anatema?
Al menos, existía la esperanza providencial que abría la piedra que guardaba en el delantal. Por otro lado, Laurenç en la cama era una erupción de lava incandescente y su cuerpo era el más vigoroso que jamás había imaginado que pudiera existir, porque en su vida sólo había visto desnudo a mossen Roger, que cuando la rescató de su orfandad desamparada del valle ya era cincuentón. Hasta esa noche, ignoraba que el órgano de un hombre llegase a alcanzar la dureza del metal y que tal estado pudiera repetirse cuatro veces en tan pocas horas. Lo de mossen Roger había sido un juego adormecido frente al torbellino que iba a ser lo de Laurenç… si lograba permanecer y el aburrimiento y la falta de estímulos del apartado Tredòs no la obligaban a escapar en el caso de la que la piedra no condujese a nada.
Además, ni siquiera con esa especie de semental salvaje había sentido lo que, hacía tanto tiempo, descubriera en los libros que debería sentir, tras llevar desde los once años sirviendo a mossen Roger de consuelo en la cama sin recibir ella a cambio consuelo alguno. De todos modos, tal falta carecía de importancia, puesto que su deber consistía en hacerle feliz a él. Aunque, para ser sincera consigo misma, había pasado la noche esperando que, puesto que Laurenç era tan diferente de Roger, la transportara por fin a ese delirio presentido pero nunca experimentado. Daba igual, tendría que conformarse y hacer lo que siempre había hecho, no parar, desahogar sus ansias en el afanoso trabajo cotidiano y en la continua busca del conocimiento.
Oyó que el sacerdote volvía tras acabar la misa. Aguardó a que se hubiera despojado de los ornamentos sagrados.




-¿Quién os ha dado esto? –preguntó Marianna cuando mossen Laurenç volvió a la cocina.
El sacerdote miró la pequeña piedra cúbica como si la hubiera olvidado.
-¿Sabes lo que es?
-Creo que sí –respondió Marianna afectando modestia, pues estaba completamente segura de lo que era-. Me parece que es una piedra labrada como cuño, para autentificar escritos de tenían que parecer oficiales.
-¿Estás segura?
-¿De dónde ha salido, mossen?
-La encontré en un pequeño nicho excavado en un sillar del muro, cuando emprendí la construcción de tu cuarto.
-¿Sólo apareció la piedra?
-Estaba envuelta en un trozo de pergamino. Tenía algo escrito…
-¿Lo conserváis?
-Creo que sí. Espera.
Marianna lo oyó rebuscar en varios cajones de la sacristía. Unos veinte minutos más tarde, el sacerdote volvió con expresión triunfal, exhibiendo el pequeño fragmento de pergamino.
-Lo guardé cuando lo hallé, a la espera de estar mejor relacionado en el valle, a ver si algún párroco podía explicarme el sentido del dibujo y la inscripción, porque el arcipreste… No sé.
Mariana examinó el pergamino. El dibujo era evidentemente un plano, aunque algo borroso y muy poco reconocible. La inscripción rezaba: “Al pus founs de la cabo, metme los pes a la pared” y bajo el dibujo, añadía: “Trobar clus”
-Esta lengua se parece mucho al aranés –afirmó Marianna.
-Yo casi lo he olvidado. ¿Qué significa?
-Tiene que estar escrito en occitano, que es el tronco de donde se deriva el aranés. La frase está indicando algo en relación con el plano. Algo que podría ser una llave o algún objeto con esa utilidad, que debe de encontrarse oculto en un punto de una pared señalado por el pie de alguna figura situada cerca.
-¿Y quién lo habría escondido?
-Los cátaros.
-¡Esos apóstatas! -exclamó mossen Laurenç con desdén -. Malditos herejes que Nuestro Señor mantenga en los infiernos.
Marianna estuvo a punto de contradecirle, porque no era ésa su opinión de los cátaros tras la lectura de numerosos libros de la biblioteca de mossen Roger; pero contuvo la lengua. No podía permitirse provocar tan pronto las iras del sacerdote. En lugar de ello, dijo con tono neutro:
-Mi protector en Zaragoza, mossen Roger, mencionó en muchas ocasiones un misterioso tesoro escondido por los cátaros cuando Inocencio III proclamó la primera Cruzada contra ellos. Recuerdo haberle escuchado narrar, en muchas de sus reuniones, que la Santa Madre Iglesia lleva más de seiscientos años indagando en busca de algo valiosísimo que los cátaros consiguieron ocultar nadie sabe dónde.
-Esas leyendas son siempre bulos con los que los enemigos de la Iglesia tratan de enlodazarla.
-No, mossen. Desde el mismo comienzo de la persecución contra la herejía, se ha sabido que los cátaros ocultaban algo tremendamente importante que a la Iglesia le convenía poseer. Lo reconocen hasta las propias actas eclesiásticas.
El sacerdote miró a Marianna con expresión indescifrable, como si no quisiera contradecirle demasiado ácidamente ni opinar nada que pudiera herirle.
Marianna sonrió para sí. Se daba cuenta de que la prudencia reservada del mossen se debía más que nada a su miedo a perderla y no a cualquier conjetura intelectual, de lo que le suponía incapaz. Aguardaría.




Mossen Laurenç estaba convencido de que en el instante más inesperado llegaría Satanás para llevárselo al infierno, porque no era lícito que ningún hombre sintiera tanta felicidad, y mucho menos un servidor del Señor que había hecho voto de castidad. Y esa noche, por fin había ocurrido lo que llevaba dos semanas esforzándose porque ocurriera. Desde su llegada, ella había estado fingiendo el gozo, estaba convencido. Algo en su cuerpo o en su pasado se lo había estado vedando. Pero podía afirmar con total seguridad que anoche no había fingido.
Viendo la luz de sus ojos, Marianna desechó el temor de que él hubiera descubierto la impostura, la simulación de haber experimentado por fin el placer. Durante toda la noche se había sentido una actriz consumada, porque notando que no llegaba lo que presentía que debía llegar consiguió, sin embargo, hacerle creer a él que sí alcanzaba el clímax.

Había aprendido a fingir mucho antes de comprender por qué lo hacía. Tenía once años, era una niña mimada y festejada en los mejores salones de Zaragoza, una princesita feliz, adornada por sus cortesanos de largas sotanas negras con lindos vestidos y obsequiada generosamente con juguetes, que a pesar de tales maravillas recordaba con espanto cómo había sido su vida entre los siete y los nueve años.
Desde que viera morir a sus padres casi al mismo tiempo en la masía de Les, en un paisaje que se desdibujaba en su memoria, durante dos años había peregrinado de masía en masía, amparada por parientes muy lejanos que le hacían pagar caro el amparo, de Les a Salardu, de Beret a Vilac. A los siete años, tuvo que aprender a limpiar los restos de comida del solado de las cocinas de sus hospederos sin que se lo ordenaran, para que no le pegasen con varas por su descuido, y a ordeñar cabras y transportar las pequeñas barricas sin derramar ni una gota de leche, para que no volvieran a aflojarle los dientes a bofetadas.
La llegada de mossen Roger en su busca, aquella tarde de verano en la casa de su último hospedero, el párroco de Bossost, fue como si un ángel bajara del cielo a salvarla de las tinieblas para conducirla a la luz. De los nueve a los once años, en contraste con los dos años anteriores, su vida había sido un paseo por un jardín celestial, sintiéndose como una joya valiosa protegida entre algodones perfumados.
Mossen Roger la invitaba con frecuencia a compartir su lecho para que no sintiera miedo. Cualquier pretexto le valía a la mimada princesita para pedir cobijo entra las cálidas cobijas del mossen, los truenos de una tormenta, el frío o los cuentos de brujas y gigantes que todos en la casa se recreaban contándole. Pero una noche, mossen Roger no se limitó a darle la infinidad de besos húmedos y los abrazos con que a veces llegaba casi a ahogarla; esa noche, además, introdujo la mano bajo su camisón y permaneció más de una hora explorando con sus dedos para hacerle sentir a continuación el avance de otro dedo mucho más grueso aunque menos rígido. Al final, cuando el mossen se agitó y gritó como si estuviera muriéndose, ella sólo sentía estupor y un miedo irracional a perder el cuento de hadas de los dos últimos años.
La escena se repitió durante meses, seguida de un examen de mossen Roger que observaba su cara con expresión que no sabía si era de preocupación, miedo o reproche. Esas miradas y lo que presentía que había en el fondo de los ojos del mossen, le asustaban muchísimo. Una noche, bajo el peso de uno de tales escrutinios, sin saber por qué se le ocurrió imitar lo que él acababa de escenificar, las convulsiones, los estertores, los gritos. Pareció que el cielo se hubiera abierto después de la tempestad, porque en seguida él rió gozosamente, le dijo tiernas palabras de amor y la besó inagotablemente con inmensa ternura y gestos de felicidad.
A partir de entonces, Marianna permanecía en la cama, a su lado o bajo su cuerpo, atenta a la llegada del momento en que debía volver a interpretar lo que tan buenos réditos le había producido.

Ahora, mirando la expresión confiada de mossen Laurenç, se preguntó por qué tampoco había sentido nada habiendo estado mejor dispuesta que nunca. Recordaba con nitidez cuanto había ocurrido desde varias horas antes, pues se esforzaba por revivirlo con minuciosidad a fin de encontrar sentido a la intensidad de su anhelo y sus deseos en el momento de tenderse en la cama.
El día había transcurrido como todos los demás. Primero, el aseo y exorno de la iglesia. Luego, nuevos esfuerzos por conseguir que la pequeña vivienda se convirtiera en un hogar digno y presentable. Más tarde, la compra de comida como pretexto para intimar con las vecinas, que había escuchado que le apodaban “la zaragozana” y “la maña”, lo que no sabía si sería una ventaja o un inconveniente para ganar su amistad. Después, el almuerzo y, a continuación, las tareas de remendar la muy descuidada ropa del sacerdote. Lo único diferente ocurrió a media tarde. Deseando confeccionar cortinas para las tres ventanas de la vivienda, había pedido al mossen que encontrase tiempo para conseguir varas de donde colgarlas. Como si hubiera sido una petición perentoria, Laurenç salió en seguida al huerto. No halló entre la abundante leña cortada nada que se ajustara a las exigencias de Marianna y entró en el granero en busca de la escala de madera, que adosó al roble más corpulento. Con objeto de trepar con mayor comodidad, se despojó de la sotana para quedar cubierto sólo por el calzón y la camiseta, confiando en la soledad desértica donde se alzaba la vivienda, en el lado opuesto de la aldea que se descolgaba ladera abajo, oculta por el templo de la Mara de Deu. Mariana sintió un sobresalto cuando lo vio encaramado en el último travesaño de la escala, estirando el cuerpo para alcanzar una rama recta muy ajustada a su petición. Temió que pudiera caerse, pero vio con cuánta seguridad se movía; como un volatinero de circo ambulante, y con un aspecto más poderoso que el de un trapecista, Laurenç alargaba el tronco hacia donde realizaba el corte, exhibiendo involuntariamente el poderío físico que tan poco solía mostrar y que más bien procuraba recatar. No sentía ni el más leve rencor hacia aquel mossen Roger casi anciano que, aunque la forzara a los once años, le había dado mucho más de lo que le quitara y le había proporcionado los medios para convertirse en una clase de persona que jamás habría podido ser, de haber crecido en las mismas circunstancias en que transcurrió su niñez. La naturaleza había dotado a mossen Laureç con un cuerpo tan poderoso y macizo, que a su lado aquel canónigo de Zaragoza hubiera parecido un fantoche. Consideró que podría ser el modelo perfecto para un pintor que quisiera representar al Sansón de la Biblia, viéndole tensar los brazos surcados de venas poderosas y músculos abombados que veía moverse y contraerse claramente bajo la piel. Pero con su forzada postura también exhibía el calzón la protuberancia de la entrepierna como algo golosamente vivo y cálido.
En aquel momento, Marianna suspiró y apartó la mirada, porque sintió el impulso de correr al pie de la escala y acariciar esa redondez.
¿Qué estupidez le inspiraba tal idea en un lugar tan circunspecto como el vecindario de Tredòs? Si obedecía ese impulso, se acercaba a acariciarle y alguien les veía, ambos serían expulsados al instante del templo como pecadores infames y, probablemente, encarcelados si el valle no se encontrara en poder de la soldadesca de Napoleón, que eran quienes de verdad gobernaban e impartían las leyes.
Abandonó la ventana para ir a hacer de nuevo lo que al principio le había entretenido, pero ya empezaba a aburrirle: revisar los detalles decorativos de la iglesia, más los externos que los interiores, porque sospechaba claves misteriosas en muchas de las representaciones, volutas y tallas que decoraban la obra románica, principalmente el crismón situado sobre la entrada principal de Nuestra Señora, que parecía proceder de otro templo más antiguo o de una realidad religiosa y paisajística muy diferente.




El amanecer les sorprendió a ambos despiertos y con el pensamiento lleno de preguntas. Por primera vez desde la llegada de Marianna, mossen Laurenç no sintió que debiera apartarse al instante del concupiscente cuerpo desnudo. Giró la cabeza hacia ella y la contempló largo rato.
-Mossen, me hacéis ruborizar– protestó ella, con los ojos cerrados.
-Te contemplo para conservar tu imagen en todos los recovecos de mi mente, porque temo que un día huyas de mí y de este lugar tan poco estimulante… Reconozco que tendrías todo el derecho.
Marianna sonrió afectando humildad y un sonrojo que no sentía. Tras una larga pausa, y como si dudara, dijo suavemente:
-Vos podríais hacer algo para que este lugar sea más ameno para mí.
El sacerdote se dijo que debía haberlo previsto. A ella no le había bastado el esfuerzo, que tan caro le había salido, de convocar en pequeños grupos a los vecinos más sobresalientes de la parte alta del valle, invitándoles a modestísimas meriendas en la casa cural con objeto de que ella no se sintiera aislada y pudiera comenzar a hacer amistades. No. En algún momento tenían que empezar sus exigencias, y elegía precisamente el de su placer correspondido.
-¿Qué es lo que yo puedo hacer, Marianna?
-Prestarme vuestro caballo y permitirme que explore por el valle, para ver si doy con algo que explique el dibujo y el enigma del pergamino de los cátaros.
-¿Crees que de verdad hay en ese dibujo y en el sentido de la frase un enigma que resolver?
-Estoy convencida, mossen. Sé que es una clave.
-¿Y consideras que dispones de... conocimientos suficientes para resolverla?
-Con toda seguridad, mossen. Hubo una etapa de mi adolescencia en que la epopeya de los cátaros llegó a apasionarme tanto, que no sólo leí cuantos libros la mencionaban, sino que investigué cuanto pude en los archivos antiguos del obispado a los que tuve acceso.
Mossen Laurenç cabeceó reprobadoramente para que ella comprendiera que a él no le estaba permitido sentir indulgencia hacia aquellos herejes ni podía concordar con su definición de “epopeya”. Pero en seguida dulcificó la expresión, para que ella no encontrase en él ninguna clase de reproche.
-¿Sabes montar?
-Oh, desde luego.
-Pues nada más hay que decir. Pero lleva siempre el trabuco a mano y dispuesto, porque de los soldados franceses se puede temer todo, siendo como eres una mujer… y hermosa.




El Valle de Arán olía mejor que todos los paisajes que Marianna había recorrido desde que lo abandonara, tal vez porque los aromas que ahora inflaban golosamente su pecho eran los de su infancia. Abundaban las aldeas minúsculas, recortadas en los perfiles de las colinas y laderas como ilustraciones de libros para niños; cada una era un prodigio estético, una especie de escenario de Belén como los que representaban el nacimiento de Jesucristo por Navidad. Las iglesias eran pequeñas, como ermitas que pretendieran ser algo más; torres no demasiado altas, ábsides algo imperfectos, muros no del todo simétricos, estilos amontonados unos encima de los otros por curas nada respetuosos… pero el conjunto, casi siempre románico en las bases, resultaba armónico y perfectamente integrado en el panorama cambiante, donde cada rincón poseía características propias, como si la luz encajonada entre las montañas surtiera de destellos particulares a cada collado y a cada quebrada.
El caballo era un pobre jamelgo que merecía la jubilación, pero a pesar de ello estaba resultándole muy útil para recuperar la memoria de su tierra natal. Los picachos, los bosques silenciosos, el canto trepidante del río, los muros de piedra cubiertos de musgo, los tejados de pizarra y las torres como centinelas le hacían evocar momentos olvidados, embellecidos por el paso del tiempo, pues tenía la certeza de que no podían haber sido tan felices cuando ocurrieron, sobre todo después de morir sus padres.
Pero no conseguía dar con algo que resolviera el enigma de la piedra cátara.
Extrañamente, siempre que examinaba el dibujo del pergamino resurgía un vago recuerdo infantil que no conseguía aprehender del todo, una imagen imprecisa asociada a un juego de niños. Tras el desconsuelo del momento en que supo que era una huérfana desamparada, en la amargura que siguió sólo conservaba, como breves fogonazos, la memoria de algunos instantes placenteros, los de ciertos juegos llenos en su recuerdo de voces de niños, pero que no tenía ni idea de dónde habían tenido lugar.
Cada vez que se cruzaba con una patrulla de soldados napoleónicos, se colgaba el trabuco al hombro, procurando que resultase muy visible. Tras doce días recorriendo el valle a fondo, había visto a esos soldados cometer tantas tropelías, que le sacaba de quicio la mansedumbre de sus paisanos. Se decía a sí misma que a lo mejor no era mansedumbre exactamente, sino la prudencia sabia de quien se reconoce inerme, pero aún así se le revolvían las tripas ante tantos corrales asaltados, tantos campesinos desesperados, tantos graneros incendiados y tantas mujeres desconsoladas.
Y el décimo tercer día lo vio. En seguida tuvo la seguridad de que se trataba justo del lugar representado en el plano.
Igual que un destello, recordó de repente con toda fidelidad tal como era cuando ella contaba ocho años. Un torreón y un pequeño claustro incompleto, en ruinas, que eran lo único que sobrevivía del antiquísimo convento románico del que habían formado parte. Ahora el claustro no resultaba visible, oculto por una edificación mucho más moderna, un caserón que parecía la residencia de alguien que tenía que ser muy poderoso, pero el torreón continuaba exactamente igual de cómo lo recordaba, muy reconocible en la esquina derecha de la fachada principal. ¿Tendría la fortuna de que hubieran conservado el claustro?
Era indispensable tratar de comprobarlo.
Cuando averiguó a quién pertenecía esa especie de pequeño palacio rural, el sujeto que más le había desagradado durante las visitas de cortesía que Mossen Laurenç había convocado en su honor, comprendió que no sería fácil buscar el tesoro de los cátaros.


Capítulo III
CAMP DELS CREMATS

En cuanto le autorizaron a entrar en la sala de oficiales de la guarnición napoleónica de Vielha, en el fuerte de la Sainte Croix, Joan Pere confirmó que eran los arrogantes militares franceses quienes gobernaban de hecho en Arán, a juzgar por los numerosos prohombres del valle que esperaban audiencia. Estaban la mayoría de los más ricos y resultaba desolador su aire de abatimiento y nerviosismo, como si todas las conjeturas que se les ocurrían tuviesen los visos más pesimistas sobre catástrofes personales y familiares.
Volvió a angustiarle la idea de que peligraran sus prerrogativas de rico ganadero y la influencia con que su familia había señoreado durante generaciones en la comarca. Él era el único aranés que podía, en justicia, ser denominado potentado por el gran número de animales que poseía, dado que todo Aran se regía por insólitas reglas ancestrales gracias a las cuales la propiedad de la tierra era comunitaria. Debido a la dimensión de su cabaña ganadera, él era uno de los pocos que podían pagar a otras aldeas vecinas por el uso de los prados
Empujado por sus miedos y las puyas de su esposa, había maquinado durante semanas un método para sortear el peligro de que la trashumancia de su ganado pudiera verse obstaculizada por la codicia del ejército francés. Ahora trataba de ponerlo en práctica, ya que las nieves estaban desapareciendo de las tierras bajas y la primavera despuntaba, lo que le permitiría celebrar una fiesta en el jardín, ya que el salón de su casa era demasiado exiguo y modesto como para albergar celebraciones pomposas.
-¿Qué buscas, ciudadano? –le preguntó un capitán en francés de modo huraño.
Tras recitar una retahíla de sus títulos y propiedades, Joan Pere informó también en francés:
-Vengo a pediros a vos y a vuestros heroicos compañeros y preclaros jefes y oficiales que honréis mi casa. He dispuesto un agasajo para esta noche, donde quisiera saber si puedo aspirar a disfrutar el inmenso e indescriptible honor de recibiros.
El oficial sonrió socarronamente, tensando con la quijada el rico barbuquejo de su gorro emplumado. El campesino que tenía delante era tan despreciable como todos los araneses, esa raza de híbridos que nadie sabía si eran franceses pervertidos o españoles que pretendieran escapar a la bajeza de su condición. Lo examinó con curiosidad a ver si, como se decía de los naturales de Arán Garona abajo, también caminaba torcido, pero no apreció esa tara. Lo que sí advirtió fue la untuosidad de la actitud y las expresiones serviles de Joan Pere, lo que le inspiró desprecio.
-Aguarda mientras pregunto al comandante.
Joan Pere tuvo que esperar cinco horas, pero abandonó la guarnición exultante, ya que la invitación había sido aceptada.




Marianna llevaba cuatro días rondando la casona del torreón y siguiendo de lejos las andanzas de Joan Pere cuando la abandonaba. Con chismes inventados y chácharas de mercado, había conseguido relacionarse con varios de los sirvientes de la casa, y así obtuvo dos informaciones valiosas: que el claustro de sus juegos infantiles continuaba existiendo y lo que Joan Pere pretendía con sus visitas a la guarnición francesa. Sentía expectación ante lo imprevisible de la respuesta; todos aquellos a quienes preguntaba le respondían lo mismo: los franceses hacían muy pocas visitas de cortesía.
Tenían razones para no aceptar invitaciones que podían convertirse en trampas; sabían que les odiaban en todos los rincones del valle aunque fuesen lisonjeras las expresiones con que trataban de desconcertarles, pero no consumarían la anexión del territorio a Francia si no llegaban a entenderse con los araneses, salvo que los exterminasen. Los indispensables asaltos a granjas y los apresamientos de granjeros que se negaban a entregarles alimentos obstruían el propósito.
Cuando Marianna vio que Joan Pere salía de la guarnición con expresión de júbilo y montaba el caballo con mayor prestancia de lo habitual, comprendió que lo había conseguido. Iba a celebrarse la fiesta que podía facilitarle a ella la ocasión. Una vez que averiguó que sería esa misma noche, fustigó el caballo valle arriba, porque tenía que prepararse.
-¿No será arriesgado? –preguntó mossen Laurenç.
-De riesgos está lleno el camino de la gloria, mossen. Pero no temáis. Hablo perfectamente francés, sin el menor acento si quiero, y voy a engalanarme de manera que será difícil reconocerme.
-Pero, ¿y si alguien lo consiguiera?
-No os preocupéis tanto, mossen. Podré comprobar si es ése el lugar señalado en el plano y cuidaré de mí misma. Tengo recursos.
Mossen Laurenç asintió en silencio. Efectivamente, le sobraban los recursos; pero le angustiaba que ella sufriera un percance y que fuese apresada por los franceses. Si tal cosa ocurriera, estaría perdido, porque no soportaría imaginar que era forzada y violentada por otros hombres, como se rumoreaba que hacían los militares galos con sus prisioneras. Si Marianna cayese presa, él tendría que jugarse el ministerio y la vida para salvarla.
Mientras tales ideas pasaban como nubarrones por su mente, ella le observaba tal como venía haciendo últimamente, con la pregunta de si sentiría con el tiempo inclinación a corresponder tanto amor como él le demostraba. No sabía responderse y ello le causaba sentimientos de culpa.
Marianna se encerró en su cuarto durante unas tres horas. Cuando abrió la puerta, mossen Laurenç entendió que ya no podía dudar más: ella tenía alguna clase de pacto con el diablo, porque la mujer que ahora contemplaba parecía provenir de otro mundo. A pesar de lo que sentía por ella, no la habría reconocido si no acabara de salir de su habitación.




Por su flaqueza y la modestia de los arreos, el caballo desentonaba como un clamor de la amazona, fastuosamente ataviada según cánones cortesanos, y por ello Marianna desmontó y lo amarró a más de cien metros de la puerta de Joan Pere.
Al acercarse a la concurrida entrada, sonrió complacida cuando notó con cuántas consideraciones acudían dos criados en su ayuda, uno de los cuales era el que le había confiado la información sobre las pretensiones de su amo, que dijo muy obsequiosamente:
-Señora, apoyaos en nuestros brazos y permitid que os alcemos en volandas, para que vuestros pies no se manchen de barro.
Mientras lo agradecía porque más que barro era un montón de boñigas de los recios percherones araneses, Mariana miró de reojo al criado, a ver si algo en sus gestos denotaba que la había reconocido pero deslumbraba demasiado la ropa como para fijarse en la cara. Confiaba en que tal efecto se mantuviera durante toda la velada y nadie la identificase.
Supuso que todos los invitados franceses habían llegado ya, por la profusión de airones de plumas que sobresalían entre los grupos que ocupaban la ancha extensión del jardín, cuya modestia lo hacia parecer un huerto. Para compensar la carencia de fuentes, setos o arriates floridos, habían colgado cadenetas de papel de colores y luminarias que no eran más que candiles colgados en las ramas de los árboles; cualquier verbena pueblerina era mucho más brillante.
Cuando descubrió las miradas, Marianna se preguntó si se habría excedido con sus galas, lo que podía ser un inconveniente para la busca. Le abrieron un pasillo los sonrientes oficiales franceses, que inclinaban levemente la cabeza a su paso; abriéndose paso a través corro, acudió a saludarla Joan Pere con grandes aspavientos, sin ningún signo de reconocerla y con patente curiosidad en los ojos. Aunque él se expresó en aranés, ella respondió el saludo en francés, para reforzar el efecto del atavío:
-Disculpad que no os haya avisado, señor, y que acuda a vuestra fiesta sin haber sido invitada. Estoy de paso en el valle y no he dado a conocer mi presencia para no turbar la vida cotidiana ni las labores de la buena gente de estos parajes.
Mientras la conducía hacia el punto central de la fiesta, un pequeño claro donde dos músicos interpretaban un anticuado y desafinado rigodón, Joan Pere giró la cabeza hacia ella con expresión deslumbrada y, al tiempo, asintiendo como si estuviera informado de su nombre y su altísima alcurnia, aunque evidentemente no tenía ni idea de quién se apoyaba en su brazo. Respondió:
-Vos, señora, no necesitáis invitación alguna, pues toda la Tierra os pertenece.
Ella sonrió con la certeza de que su acompañante había aprendido esa frase en algún libro.
Durante las siguientes dos horas, Marianna temió no poder escabullirse en busca de la pared y el pie que debía señalar un punto concreto o un sillar de piedra, porque el asedio militar a que fue sometida parecía un afanoso intento de asalto para conquistar la fortaleza más imbatible. Volvió a recriminarse a sí misma por el exceso de cuidado en el atavío. Repartió sonrisas e ingeniosas frases en francés sin dejar de acechar su ocasión, aunque se distrajo en varias ocasiones porque le divertía al tiempo que le repugnaba el juego de Joan Pere en procura del favor del ejército de Napoleón.
Junto con los reproches por su severidad extrema con los sirvientes, lo que más se comentaba en el valle era la frustración por no haber tenido un hijo varón que le heredase. Tenía cuatro hijas que no destacaban por su belleza, las cuales se habían emperifollado como coliflores cubiertas de alhajas de oropel. Mientras el padre repartía reverencias entre los emplumados oficiales e insistía con untuosidad en servirles más copas de vino o nuevas viandas, las hijas se insinuaban de manera nada pudorosa al comandante y a los dos capitanes, que eran muy jóvenes para su rango y no iban acompañados de sus esposas, o tal vez ni siquiera estaban casados. Éstos, por sus expresiones, se daban cuenta del juego, pero las muchachas insistían con tesón sin comprender que estaban poniéndose en evidencia. Tampoco Joan Pere lo advertía. Todo lo contrario; exhibían sus ademanes el convencimiento de ser el hombre más astuto del mundo, mientras contemplaba con orgullo y arrobo la actuación de sus cuatro hijas como si estuvieran llevando a cabo un plan maquiavélico.
Marianna comenzó a desesperar cerca de la medianoche, faltando poco para que dieran por acabada la fiesta. Tres de los militares se empeñaban en turnarse a su lado sin parar de traerle bebidas y platillos, mientras Joan Pere no la perdía de vista con la pretensión de solicitarle que mediase a su favor ante los franceses. ¿Cómo iba a deslizarse hacia el interior de la casa en busca del claustro?
Halló la solución por accidente. Dada la pugna que los tres militares mantenían para ver quién la obsequiaba más y mejor, uno de ellos, intentando acercarse más, apartó con fuerza el ramaje del peral bajo el que se sentaba. Al hacerlo, se derramó el aceite ardiente del candil colgado en el centro de la copa del arbolito y en seguida comenzaron a arder varias ramas. Unas gotas de aceite habían salpicado sobre la rica falda de brocado, por lo que Marianna fingió consternación y alegó necesitar ir a la cocina para limpiar las manchas, mientras sus tres pretendientes se apresuraban a apagar el fuego.
Cuando corría hacia el interior de la casa, no advirtió que Joan Pere la observaba con atención, pues empezaba a preguntarse dónde había visto él esa cara con anterioridad.
Mariana reconoció al instante lo que restaba del claustro, integrado en un hermoso patio interior lleno de flores y plantas poco frecuentes en Arán y que debían de haber sido traídas de la más cálida Barcelona. Le pareció sorprendente el resultado, que parecía obra de alguien con mucho mejor gusto que Joan Pere; en vez de tratar de complementar las florituras del claustro original, el resto de la galería cuadrangular era austero, y las piedras esculpidas resaltaban con toda su ingenua magnificencia casi milenaria.
Encontró una figura tal como había imaginado desde el principio que debía ser la que el pergamino indicaba. En el capitel de una de las columnas falsas, adosada a la pared muy cerca del único rincón intacto del edificio original, una Magdalena arrodillada enjugaba con su cabello los pies de Jesucristo. La postura de ella era muy forzada, lo cual no la hacía muy diferente de todas las esculturas románicas, pero destacaba como un grito el pie derecho; en vez de comprimirse contra el inexistente suelo del capitel, estaba extendido de manera muy poco natural, imitando la punta de una flecha.
Sólo un sillar del otro lado del rincón era señalado claramente por ese pie. Como se encontraba muy alto, empujó uno de los pesados bancos que orlaban el patio. Encima, alcanzaba lo indispensable extendiendo los brazos, pero la piedra era muy lisa, enrasada con las demás y encajada sin que nada la distinguiese.
Tenía que darse prisa o la iban a sorprender, pero nada sugería un resorte ni un resquicio en la piedra, ni había un desajuste que resaltara. Se empinó sobre las puntas de los pies para contemplar el sillar más de cerca, sin descubrir ningún detalle; se agachó varias veces para mirar la pared en perspectiva, y no vio nada fuera de plomada; golpeó con el puño en las piedras contiguas, y nada.
Muy impaciente y nerviosa, con los oídos alerta en acecho de los rumores que indicasen la aproximación de alguien, murmuró la frase del pergamino tal como había sido escrita, literalmente:
“Al pus founs de la cabo, metme los pes a la pared” “Trobar clus”.
Había descuidado un detalle primordial: el plural. ¡Eran más de uno los pies que tenía que observar!
La “llave” que necesitaba descifrar debía estar señalada por más de uno, al menos los dos de la propia Magdalena. Giró la cabeza hacia el capitel y trazó mentalmente una línea desde la punta del pie izquierdo hacia la pared, una piedra situada dos hileras más abajo de la que señalaba el derecho.
Marianna reflexionó. Quienquiera que hubiera dibujado el pergamino e imaginado el escondite, lo hizo en el siglo XII o XIII. No creía que hubiera elaborado alguna clase de resorte ni los mecanismos que sólo proliferaron a partir del Renacimiento. Tenía que tratarse de algo muy simple desde el punto de vista mecánico. La piedra que señalaba el pie izquierdo de la figura se encontraba exactamente, sin la menor variación, en la vertical de la otra, la más importante. En medio de las dos, la junta de la hilera intermedia en el centro del espacio comprendido entre ambas. Los demás sillares, tallados por un cantero muy cuidadoso, no se alineaban con tanta exactitud.
Empujó el sillar más bajo, sin ningún resultado. Tampoco lo había obtenido empujando ni golpeando el superior. Quiso probar a presionar los dos a un tiempo con fuerza, pero para ello necesitaba suplementar la altura del banco, para auparse un poco más. No había a la vista un escabel o una banqueta. Las voces que llegaban del jardín estaban menguando, lo que significaba que los invitados a la fiesta comenzaban a marcharse; tenía que apresurarse.
Entró en la habitación más cercana, un cuarto de austeridad espartana. Todos los muebles eran muy oscuros y sin brillo, y olía a rancio. Sobre un estante, había una arqueta claveteada que le pareció sólida; vertió el contenido, papeles doblados que parecían cartas o documentos, y salió de nuevo al claustro. Colocó sobre el banco la arqueta de costado, por el lado más alto. Antes de subirse encima, probó la resistencia calculando si aguantaría; se recogió la ampulosa falda, subió en el banco y, aupada con cuidado en la arqueta, se encontró por fin con la cabeza al mismo nivel del más alto de los dos sillares.
Después, al recordarlo días más tarde, aquel instante le pareció mágico, como si algo sobrenatural guiase su cuerpo y su raciocinio. Puso la palma de las manos en cada uno de los bloques de piedra y en seguida escuchó un chasquido dentro de la pared. El sillar más alto, que parecía una piedra maciza, no era más que una losa a punto de caer al suelo, con el consiguiente estrépito que haría que la sorprendiesen Joan Pere o su servidumbre. Tuvo la agilidad de evitarlo, lo que le produjo un pequeño corte en el índice derecho al apresar la losa. Empujada por un resorte, un simple hierro doblado que había estado sujeto por la otra piedra, la losa dejó al descubierto un pequeño nicho practicado en el sillar. Había un voluminoso rollo de pergaminos, que Marianna se guardó en el refajo, y una piedra-cuño, semejante a la que había encontrado mossen Laurenç, pero más tosca. El extraño mineral era el mismo, y también era igual la imagen grabada, un ojo con tres cruces, pero la talla había sido realizada por un artesano menos habilidoso.
Iba a guardarse en el refajo también la piedra, cuando oyó un nuevo chasquido y, antes de poder reaccionar, la arqueta se desguazó y ella cayó al suelo sobre sus posaderas, al tiempo que la losa se rompía produciendo tal estrépito, que en seguida vio con espanto que acudían varias personas, sirvientes sobre todo. Estaba incorporándose para coger la piedra tallada y guardarla antes de que la vieran, pero en ese momento notó que tras los recién llegados acudía Joan Pere, que en vez de observarla a ella examinaba con mirada penetrante el hueco aparecido en la pared y la losa rota en el suelo.
Marianna comprendió que no podía quedarse a dar explicaciones.
Echó a correr hacia la salida, empujando a los oficiales franceses que acudían presurosos a renovar el asedio; ya no eran tantos, porque muchos se habían marchado, pero sí los suficientes como para estorbar sin pretenderlo la carrera de Joan Pere y sus criados, que trataban de atraparla y en dos ocasiones estuvieron a punto de conseguirlo.
Una vez en el exterior de la casa, Marianna se recogió la falda y más que correr, voló. Llegó hasta el caballo a zancadas agónicas y lo puso inmediatamente a galope con la esperanza de que nadie la hubiera reconocido, pero lamentando haber tenido que abandonar el segundo cuño de los cátaros.




Joan Pere examinó la enigmática piedra con un escalofrío. Era un objeto muy raro que parecía valioso. Y la muy perra debía de haberse llevado más cosas, como oro y gemas. Por las tres cruces grabadas y por el origen de la pared donde había estado oculta, perteneciente a un viejísimo convento, consideró que debía mostrársela al arcipreste sin demora. Con muchas cautelas para no incomodar a ningún francés, abrevió la fiesta ya languideciente y mandó con discreción ensillar su caballo; en cuanto consiguió librarse del último invitado, cabalgó con dirección a Vielha.
Mossen Peir oyó los golpes desaforados en el portón cuando se disponía a acostarse.
-No se preocupe, Mossen –le dijo desde la puerta entreabierta de la habitación la sobrina llegada recientemente para sustituir a la anterior, que ya resultaba demasiado mayor para los gustos del arcipreste-; yo abriré.
Mossen Peir volvió a abrocharse la sotana antes de acudir al encuentro del visitante, lo que le dio tiempo de contener el malhumor por lo intempestivo de la visita.
-¿A qué tanta urgencia?-preguntó sin disimular el desagrado-. ¿No veis que éstas no son horas?
-Disculpe, mossen Peir, pero temo que me han robado un tesoro valiosísimo.
-¿Quién?
-Una mujer cuyo nombre desconozco. Una dama francesa que se encuentra de visita en el valle.
-Nadie me ha informado de tal visita. ¿Qué os ha robado?
-Lo ignoro. Valiéndose de alguna clase de conocimiento, acaso brujeril, ha conseguido abrir un nicho oculto en el interior de un sillar del antiguo claustro que, como bien sabéis, alberga mi casa. No he podido ver las riquezas que haya sacado del escondite, porque ha huido con presteza, pero en el momento de escapar se le ha caído esto.
Joan Pere exhibió la piedra en la palma de la mano, ligeramente temblorosa por su indignación. En el primer instante, Mossen Peir creyó que era la misma que ya le enseñara mossen Laurenç cinco meses antes, pero al cogerla notó que el tallado era menos delicado y el acabado, más áspero.
-¿Estáis seguro de no haber reconocido a… la dama?
-Sí, mossen, estoy seguro. Jamás la había visto en toda mi vida.
Mossen Peir sonrió. El presuntuoso campesino que tenía delante no sobresalía por su agudeza. Como estaba al corriente de cuanto ocurría en el valle hasta en sus detalles más nimios, tenía conocimiento de los convites que mossen Laurenç había estado haciendo para que su barragana se integrase con rapidez en los ambientes araneses, y el poderoso Joan Pere había sido el primer invitado, seguramente porque Laurenç temía la influencia que pudiera desplegar en la zona de Cap d’Aran en contra de Marianna, a quien todos apodaban “la zaragozana”.
No era conveniente decir a Joan Pere quién creía él que era esa mujer, porque habría disputas y demandas que podían complicar la investigación del hombre del Vaticano que, según le escribiera el obispo, pronto llegaría al valle. La visita iba a producirse como consecuencia de la carta que él le había enviado reproduciendo de memoria el dibujo de la piedra que mossen Laurenç le mostrara. ¿Qué significaría que el obispo se apresurara tanto con ese asunto? Desde que recibiera su carta, llevaba quince días en un estado de ansiosa expectación desconocido para él, que ya creía estar de vuelta de la inmensa mayoría de las contingencias que podían producirse en sus relaciones con la jerarquía de la Iglesia. ¿Qué habría de relevante en su mal trazado dibujo como para que llegase con tanta premura, sólo cinco meses después de haber informado sobre la piedra, un enviado del mismísimo Vaticano? Debía de tratarse de algo tremendo. ¿Un objeto de sobra conocido por la Curia y cuyo paradero se ignoraba? ¿Un secreto que debía seguir siendo secreto? ¿Un tesoro? ¿Alguna clase de clave antigua? Por temor a lo que se pudiera derivar de la inspección que el enviado realizaría, había tomado ciertas previsiones de discreción y disimulo, tanto en las parroquias aranesas y en el arciprestazgo como en su propia vida privada.
En todo caso, no podía obstaculizar lo que pretendiera hacer el enviado del Papa, permitiendo que alguien con tan poco tacto como Joan Pere le importunara.
-Descuidad, Joan Pere. Yo, personalmente, me encargaré de averiguar cuanto os conviene.
-¿Y recuperaré lo mío?
-¿Lo vuestro? Recordad que si algo ha sido robado lo han sacado de la pared de un convento, y pertenece por tanto a la Iglesia.
-Pero esa pared se encuentra en mi casa.
Mossen Peir suspiró profundamente, conteniendo su impaciencia antes de decir:
-Bien, no os preocupéis. Veremos qué resulta de mis investigaciones. Ahora, id a dormir y ya hablaremos.




Mossen Laurenç oyó con alivio el trote y los resuellos del caballo. Gracias a Dios, Marianna regresaba sana y salva. Abrió la puerta con el corazón a galope y una alegría que no era capaz de disimular.
Marianna notó los signos de su agitación detectando de nuevo en su mirada el inmenso amor que él sentía y, tal como venía ocurriéndole, se sintió culpable, porque jamás conseguiría corresponderle con igual intensidad. Sonrió levemente para rebajar la tensión que iba a causarle.
-Mossen, he tenido un tropiezo.
-¿Grave?
-Lo ignoro. Joan Pere me ha sorprendido cuando ya había descubierto el escondrijo y el contenido. Pero no os preocupéis; estoy segura de que no me ha reconocido.
-Tal escondrijo ¿se trataba de un nicho pequeño, en un sillar? –preguntó Mossen Laurenç.
Marianna asintió.
-¿Había algo en el interior?
-Una piedra igual que la del primer nicho y estos pergaminos –Marianna extrajo el rollo que guardaba en el refajo.
El sacerdote contó diez pergaminos de excelente elaboración y no muy dañados por el tiempo. Dio una ojeada al texto, pero no consiguió entender ni una palabra.
-Parece que se trata de la misma lengua del primero. ¿Podrás descifrar un texto tan largo?
-Sí, mossen. Voy a traducíroslo.

“En Montsegur, en el año del Señor de 1243.
En la cima de esta montaña sacrosanta, nosotros, que totalizábamos cuatrocientos ochenta y ocho en el momento en que elegimos reunirnos aquí, en este castillo que desde antiguo es una intersección entre la vileza y la Luz, un punto de comunicación entre la Divinidad y sus criaturas. Nos refugiamos con la resolución de custodiar y proteger el precioso legado recibido en herencia durante muchas generaciones de hombres buenos. No todos los cuatrocientos ochenta y ocho eran revestidos, pero todos han resistido como si lo fueran, conduciéndose siempre con la modestia, generosidad, honradez y valentía propias de los mejores hombres buenos.
El señor de Montesegur, Ramón de Perella, es nuestro supremo jefe terrenal, que señorea el castillo junto con Doña Corba, su esposa, y Esclaramonda, su hija. Manda las acciones militares del castillo el señor de Mirepoix, Don Pedro Roger, al frente de cien caballeros de armas, también buenos hombres aunque muchos no hayan sido revestidos ni hayan recibido el consolament.
Conocen desde el primer día el valor supremo que para la Verdad y la Luz representan sesenta de los perfectos aquí refugiados, pues ellos son los sesenta hombres y mujeres más sabios del orbe entre los revestidos del presente.
Por las penalidades, por las enfermedades que el funesto Mal extiende sobre esta imperfecta Tierra de pecado y por el hambre, han muerto ya más de trescientos, trescientos afortunados que ahora viven y glorifican a Dios en la Luz perfecta.
Los demás, sin apenas alimentos, sin techo para cobijarnos de la niebla, la lluvia, el frío y la humedad pertinaz, mujeres, hombres y niños dormimos y agonizamos sobre hojas secas y paja, al aire libre, sin que ninguno pueda ocultar ni velar sus miserias de todos los demás. Nadie se ha quejado por ello, porque todos reconocemos que la posesión de bienes terrenales corrompe el alma.
Ha ya muchos meses que permanecemos en profundo recogimiento y el silencio nos acompaña. Es un silencio cuya sugestión nos inclina a añorar y procurar con pasión santa la paz del luminoso más allá, donde la carne no sienta el dolor ni el Mal se manifieste por todos los entresijos, muros y tinieblas de esta vida imperfecta que no es sino la antesala oscura de la promesa dual suprema y pura del Bien. Todos los aquí refugiados anhelamos gozar por fin del Bien sin mezcla de Mal alguno. Todos hacemos guardia permanente, postrados, pero no por miedo a un asalto que ya se ha demostrado imposible por lo inexpugnable de este castillo, sino atentos a las señales que, sin duda, han de producirse cuando la hora sea llegada.
Mas de repente, un amanecer de mayo pasado, el perfecto que permanecía de guardia en la más alta almena, Guillaume Claret, avistó la llegada del ejército del rey de Francia. Hugo de Arcis, senescal del malhadado socio del tirano de Roma, Luis IX, avanzaba hacia esta montaña entre muy estridentes y agoreros cantos de un Tedeum. Le acompañaban con gran despliegue de símbolos y banderías de las tiranías romana y francesa numerosos y crueles señores, especialistas en la creación pérfida de las más horribles máquinas de guerra y asalto. Tras todos ellos, llegaron en formación más de diez mil hombres de armas.
Nada de ello les ha servido para ascender hasta nosotros y asaltar este castillo bendecido por Dios, pero el cerco ha sido tan férreo e irrompible, que pocos alimentos han podido llegar a nosotros desde entonces.
Al principio, conseguimos que se alejasen del pie de la montaña, para alzar su campamento blasfemo bastante más lejos de nosotros. Pero han ido armando y reforzando en torno a la montaña un cerco de acero. A través de él, hombres buenos que merecerían ser revestidos, campesinos sencillos, han ido pasando con generosidad y coraje algunas viandas para nuestro sustento a través de las anfractuosidades de las peñas y rocas y caminos secretos, varios de ellos subterráneos, que lo sitiadores no habían conseguido descubrir hasta ha poco. Mas han ido desplegando tanta crueldad en los castigos a esos campesinos, que ya nada asciende la montaña para alimentar estos cuerpos imperfectos. La Luz viene acercándose con el final de nuestro aliento.
Quien poseía bienes, los ha compartido con sus hermanos y con quienes sin sentir nuestra fe ni haber recibido el consolament nos ayudan en este trance; quienes disponían de víveres, los han compartido con todos y ahora, alcanzada la plenitud luminosa del vacío, nuestros cuerpos se disponen a recibir el consuelo supremo. Nos sabemos preparados con gozo y confianza en la paz eterna.
El cuño sagrado y sus tres copias, junto con nuestras posesiones más valiosas y cuatro ejemplares de este documento, serán evacuados por cuatro revestidos –dos hombres y dos mujeres- que han sido elegidos por la tradición y herencia.
El cuño bendito de nuestros mayores utilizado desde la matanza de Carcasona, deberá ser oculto entre piedras de templos, cenobios o ermitas, piedras consagradas y ofrecidas al Señor antes de ser profanadas por la ofensa monstruosa a Dios que representan los vicios del tirano de Roma.
Se nos ha ofrecido vivir y dejarnos marchar tras estos diez meses de espantoso asedio si abjuramos de nuestra fe. Roger de Belissen y Ramón de Perella partieron ha tres semanas para oír la propuesta. Cuando hoy han reingresado entre nosotros para detallarnos las condiciones, el grito de los puros y los revestidos aquí refugiados ha surgido unánime y desgarrado: ¡Puslèu cremar que renunciar! Así es, renunciar sería para nosotros peor que morir, de modo que hemos elegido la hoguera que ya nos están preparando ahí abajo. Noche y día suenan las sierras y los martillos, y los pájaros gimen sin ramas donde posarse, porque grandes extensiones del bosque han sido asoladas para nuestra cremación.
Los obispos Ramón Agulher y Bertrán Martí permanecemos todo el día en oración, con devoto recogimiento en el ansia de ser acogidos en el seno del Señor y declaramos estar dispuestos, pues todos los revestidos y todos los perfectos y todos cuantos se han compadecido de nosotros nos hallamos preparados.

Encabezaba el escrito el dibujo, muy trabajado, de una paloma.
Bajo la firma de los dos obispos, el sello con la imagen del ojo y las tres cruces, evidentemente impreso con la piedra labrada, y parecía que la tinta utilizada fuera sangre. También había dibujados otros muchos signos, como cruces de brazos iguales, estrellas de cinco puntas, pentagramas y trazos que pretendían representar una cruz antropomórfica. Tras la lectura y considerando las disposiciones que dictaba para protegerla, daba la impresión de que la piedra fuese, por sí misma, algo de extraordinario valor, bien fuera por razones materiales, por significados espirituales o por alguna clase de simbolismo ancestral.
Marianna advirtió que el rostro del mossen se ensombrecía por el recelo y el rechazo.
-¿Queréis que continúe? –preguntó.
Sin ánimo de contrariarla, pero con emociones muy contradictorias, mossen Laurenç respondió con tono metálico, entre dientes, como si quisiera a pesar de preferir no querer:
-Sigue, Marianna. Me maravilla la prontitud con que descifras esa lengua extraña.
Sin agradecer el elogio, Marianna extendió otro de los pergaminos, escrito con caligrafía muy diferente del anterior y adornado con menos florituras. Leyó:

En Montsegur, el año del Señor de 1244.
Ha dos meses, en plenas celebraciones de la Natividad de Nuestro Señor, el caballero de Belcaire consiguió prodigiosamente cruzar el cerco infame que ahoga este castillo. Se nos presentó con un rehén, un enemigo que dijo haber apresado en el camino de llegada, lo que no fuimos capaces de comprender dado que son más de diez mil los que ahí abajo nos asedian.
Tras arrodillarse ante los dos patriarcas que cuidan nuestros espíritus y recibir su bendición, Belcaire se postró ante mí y me entregó una misiva firmada por mi hermano Ramón. Un hermano que fue revestido en su día, y sufrió por ello cautiverio, pero que, sin embargo, incomprensiblemente ha sido liberado por los tiranos de Francia y Roma y hasta ha recuperado sus haciendas. Pido al Señor de la Luz y la Verdad que ello no haya sido en pago de traicionar a su propio hermano.
Avisóme Belcaire de que en pocos días recibiríamos un aviso, confirmando que las actuaciones de Raimundo, el conde de Tolosa, marchaban bien, lo que sería señal de que podía ser vencido el asedio de los dos tiranos e íbamos a ser liberados. La señal sería una gran hoguera en la cima del monte Bidorta que desde Monstsegur se divisa con claridad.
Despedí a Belcaire con una recompensa acaso desmesurada, pero los bienes materiales han dejado de tener para nosotros valor alguno.
Tal como nos anunció, doce noches más tarde ardió una vistosa hoguera en la cima del Bidorta, y de tal modo renació la esperanza de que el destino de cuantos nos hacinamos en Montsegur fuese menos cruel.
Pero el tiempo ha transcurrido, el cerco continúa y día a día nos volvemos menos crédulos con los emisarios numerosos que nos llegan, sin ser ni detenidos ni obstaculizados por los sitiadores.
He tomado, por lo tanto, la determinación de que sean preparados los cuatro revestidos cuya misión será distinta y al margen de la de todos nosotros.
Ramón de Perella, señor de Montsegur.

Seguía en los pergaminos posteriores una lista prolija de los nombres y parentelas de quienes se refugiaban en la fortaleza, un balance minucioso y de todo lo acaecido durante el largo y doloroso encierro, una descripción sorprendentemente bien informada de la composición del ejército que les cercaba, un balance de los víveres, que en el renglón final se quedaba en cero, y una descripción junto con un croquis de la pira inmensa que los sitiadores habían tardado semanas en preparar, ya que se trataba de una construcción para la que habían talado centenares de árboles.
Más por el recuento que por los relatos, Mariana tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas que, de una parte, entristecieron a mossen Laurenç, que ya no podía experimentar la menor indiferencia por cuanto le concerniese a ella, y de otra, lo exasperaron, pues sabía que las producían un sentimiento de solidaridad y empatía muy profunda con los herejes del relato. Esa mujer no sólo le había hundido en el pecado, sino que ahora podía hacerle incurrir también en piedad por una de las herejías más nocivas que la Iglesia había tenido que enfrentar.
Tras carraspear para aclararse la voz y librarse del sollozo, Marianna comenzó la lectura de un pergamino con apariencia un poco diferente, que tenía continuación correlativa en otros dos:

Yo, Esclaramunda Bonnet, esposa de Berenguer, madre de Pèir, Sarah, Rosaura y Guillermina, doncella de Rosemunda, señora de Montsegur, para la posteridad imperfecta de la carne y el mundo.
Digo que:
Fui designada para la misión de salvar una de las cuatro copias de estas crónicas y balances junto con uno de los cuatro sellos que nuestros obispos custodiaban de dos en dos. Los revestidos con quienes abandoné Montsegur por el pasadizo secreto que unas buenas almas nos habían desvelado tiempo ha, fueron Amiel Aicar, Hue Poteiví y Arsendis Domergue, quienes, igual que yo, portan copias de los pergaminos y sellos para guardarlos en otros tres valles tan remotos como éste donde me encuentro, tal como hemos hecho siempre que nos sentíamos tan cerca como ahora de nuestro exterminio a manos del tirano de Roma.
Sabemos de antiguo que el Languedoc es una geografía sacrosanta, con relaciones privilegiadas con los mundos invisibles. Existen configuraciones telúricas que propician los favores del otro mundo, el de la Luz y la Verdad.
Y por ello, es el lugar donde elegimos vivir la existencia imperfecta de la carne hasta que podamos trasmigrar o alcanzar la Luz definitiva. Nosotros abandonamos ahora su centro más telúrico con profundo pesar, alejándonos hacia confines ignotos y desapacibles que cubren las brumas y el espanto, y con el desconsuelo de alejarnos sin retorno de esta tierra amada y amable.
Ninguno de los cuatro conoce el destino de los otros tres, para que no podamos traicionarnos si cualquiera de nosotros fuese capturado por los perros romanos o por los chacales franceses y sufriera tormento. Los cuatro, y sólo nosotros, contamos en nuestros ancestros con antepasados que, muchos años ha, recibieron la misma orden y cada uno de nosotros debe encaminarse al mismo lugar donde se encaminó su antecesor.
El último exterminio despiadado e infame se produjo el pasado 16 de marzo.
Y como me ha sido encomendado, estoy obligada a relatar que:
Hace dos días, el 14 de marzo, celebramos la Bema en el equinoccio de primavera, anticipado este año milagrosamente a la fecha en que se conmemora la conversión del rey Shappur bajo la iluminación de Manés. Llegada la Bema, ya estamos todos dispuestos.
La madrugada del día en que Montsegur habría de convertirse en nuestro Gólgota, salí con los otros tres revestidos portando cada uno de nosotros su copia de este secreto, que sólo otro puro merecerá descubrir y que él se convierta en testigo y guardián como nostros lo hemos sido.
Pude ver la pira dispuesta allí abajo, al pie de la peña, mientras, dificultada por mi condición de mujer, me descolgaba a duras penas de los roquedales de Montsegur. Era inmensa, con las proporciones de una catedral. Aunque fuimos cuatrocientos ochenta y ocho, ahora sólo éramos doscientos diecinueve en Montsegur, pero la pira podía servir para el martirio de más de mil, tan formidable era. De no ser por el desconsuelo y la congoja insoportable de conocer su finalidad, habríamos llorado también por el crimen cometido por Hugo de Arcis talando tan ingente cantidad de árboles centenarios, agostando la vida de un bosque entero. Teníamos que partir, pero la fascinación y el dolor, y la consternación, nos mantenían prendidos a nuestro punto de observación, donde no era posible que nos descubrieran. En torno a la formidable pira, se encontraban nuestros sitiadores en formación. En el frontal, aguardaban tres obispos lacayos del tirano de Roma, con sus anillos de oro y piedras preciosas en los dedos, cosas que Cristo jamás les ordenó que ostentasen, y junto a ellos, una formación inmisericorde de clérigos portando innumerables legajos de acusaciones falsas, donde se relacionaban nuestros supuestos pecados pero donde, sin duda, no se menciona el pecado de codicia fratricida que a ellos les anima.
Los cuatro aguardamos la consumición de nuestros hermanos, apesadumbrados por no encontrarnos entre ellos. Los doscientos quince bajaron de Montsegur cogidos de la mano y cantando nuestros himnos. Subieron a la pira colosal sin dejar de cantar, sonriendo y glorificando al Señor que pronto les acogería en su Luz eterna. Todos aguantaron sin lamentos, sólo era dado oír los murmullos de sus oraciones, pero cuando las llamas se extendieron por el gigantesco estrado, los horrorosos gritos de dolor, involuntarios por incontenibles, fueron como el tronar de una tormenta, como el aullido de un vendaval que conmovía hasta lo más recóndito de las entrañas, que zarandeaba la capacidad de creer en el género humano, que destrozaba la idea de que los hombres podremos algún día entendernos y convivir en armonía en este reino del Mal donde el Bien brilla únicamente en brevísimos destellos. Nadie podría asistir a una escena tan espantosa sin sentir que todas sus creencias zozobraban.
Mirándoles, nosotros cuatro sólo podíamos hallar consuelo con el pensamiento de que nuestros doscientos quince hermanos revestidos, tras ese inconcebible sacrificio en la hoguera, han alcanzado la luz eterna y contemplan ahora el Bien en la Gloria del Señor.
Lo que nunca podré olvidar, ni cuando me cubran las cenizas del tiempo, es el olor terrible a carne quemada, el hedor insufrible de la carne sacrificada, la pestilencia de quienes dejaban aquí su carne para alcanzar la Luz, glorificado sea el Señor.
Ardieron y lograron su tránsito Berenguela y sus hijas, Marianna del Giscar y sus hijas y todas las revestidas que recibieron el consolament el día que yo lo recibí. Las vi consumirse sin pavor ni rencores, iluminadas por la esperanza divina del puro amor cristiano.
Mi copioso llanto, mi dolor y mis lamentos no son por ellas, que ahora gozan y brillan en la Luz eterna, sino por mí, por estar privada de momento del gozo de su compañía.
Juro por el Bien que todo cuanto aquí se relata es verdad.
Prosigo once días más tarde, cuando estoy a punto de llegar a mi objetivo último, glorificada sea la Luz del Señor, y ya siento que el pulso se me escapa.
Ahora, bendita sea la bondad y misericordia de Dios, me encuentro a punto de alcanzar, por fin, la paz que me negué junto con mis hermanos en la pira de Montsegur sólo para cumplir este cometido.
Para que en la batalla eterna prevalezca el bien sobre el mal, quien lea este pergamino vendrá obligado, por la pureza de su espíritu, a darlo a conocer.
Que sea hallado junto con los otros y el cuño, es cuanto ruego en nombre del Bien.
Cumplo el mandato de guardar estos valiosos testimonios y las claves para hallar el anterior, en uno de los muchos receptáculos disimulados en templos católicos romanos por algunos de sus constructores, fieles puros revestidos en su mayoría, porque en reductos del tirano de Roma es donde más difícil resultará descubrirlos ni imaginar que en ellos los ocultamos. “El uel de la blossa esclaric el camp dels cremats”
Tras las llamas de la pira de Montsegur del 16 de marzo, en Aran a 27 de marzo de 1244.
Déjoust ma finestra
i a un amelhié
que fa de flous blancos
coumo de papié.

En ese instante, Mossen Laurenç no era capaz de encontrar un adjetivo para sus sentimientos. Marianna tenía húmedos los ojos y ello le producía congoja, pero el relato también se la causaba muy a su pesar. Tenía que impedir que en su corazón anidase compasión hacia aquellos herejes que la Santa Madre Iglesia había tenido que exterminar.
-Creo que la canción del final es una nueva clave –dijo Marianna-, porque no tiene nada que ver con lo que viene antes y, además, parece como si lo hubieran escrito después.
Mossen Laurenç se sentía demasiado conmocionado para pensar en ello, pero, efectivamente, esa frase sin sentido no encajaba en el relato. Era un añadido con un significado distinto.
-¿Dónde está la piedra nueva que encontraste? A lo mejor nos da una pista…
-Cayó al suelo –informó Marianna- y no tuve tiempo de recogerla cuando escapé. No podía. Estaba rodeada de gente dispuesta a atraparme.
-¡Oh, Dios mío!
-¿Por qué la alarma? ¿Qué os preocupa, mossen?
-Me parece que tú conoces mejor que yo este valle, aunque hayas vivido tantos años fuera. Todo el mundo lo sabe todo de los demás y el arcipreste es una especie de ojo que todo lo ve, pues nadie quiere ocultarle nada por temor a que se entere por conductos ajenos. Aun en el caso de que no te hayan reconocido en casa de Joan Pere, mossen Peir va a deducir en seguida que eras tú, porque alguien le enseñará esa piedra y él ya vio hace tiempo la que guardamos aquí. Corres un peligro inmenso, Marianna, peligro de que sufras y de que yo tenga que perderme para salvarte. Si el arcipreste sospecha que había en ese escondrijo cosas de mayor valor que la piedra, va a mandar prenderte.

Mañana, dos nuevos capítulos
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