viernes, 14 de noviembre de 2008

LAS EDITORIALES SE LANZAN RABIOSAMENTE CONTRA LOS DIPUTADOS


Ahora que se ha creado en el CONGRESO DE LOS DIPUTADOS una comisión para reformar la Ley de Propiedad Intelectual, a fin de evitar que sigan produciéndose casos como la estafa que yo he padecido por parte de la editora de mis cuatro últimas novelas, me cuentan los periodistas de Barcelona que no paran de producirse grandes presiones sobre los diputados, a fin de que disuelvan dicha comisión o desvirtuar sus propósitos.

Ante la imposibilidad de que los escritores se subleven (como he hecho yo y algunos pocos más), sería necesario que el gran público tomara conciencia de que se está condenando, a cualquiera que en España quiera ser escrito, a una vida de privaciones y miseria. Que aquí nunca podrían producirse fenómenos como Harry Potter o El señor de los anillos, porque los la mayoría de los editores se apropian del dinero ganado por sus autores.

Como yo considero nulos los contratos firmados con la editorial de La Desbandá, sigo ofreciéndola GRATIS aquí en otros tres blogs.

LA DESBANDÁ, continuación

Llevaba muchos meses sin que le visitasen sus demonios, pero esa madrugada celebraron un aquelarre incesante entre fogaradas pestilentes y ríos escarlatas. Mani despertaba a medias constantemente; en el duermevela, le sorprendía encontrarse arrebujado junto a Ricardo que, según parecía, no llegó a dormirse en ningún momento y no paraba de musitar oraciones. Miguel dormía en la otra colchoneta, despatarrado, acariciándose en sueños la erección y con un visible rastro en las mejillas del torrente de lágrimas por la ausencia de Angustias. Los demonios se ensañaban con los dolores viejos y nuevos de Mani, le mostraban a una Imperio Argentina leprosa que, de repente, adquiría el rostro de Inma convertida en un monstruo, a un Paco paralizado por los grilletes en un oscuro calabozo donde las ratas le roían los pies, a un Antonio reventado por la putrefacción de sus heridas, a una Angustias arrastrada de los pelos por las monjas a lo largo de una capilla conventual, vestida de novicia, y a un Guaqui cosido a bayonetazos en medio de un ruedo de cabileños vociferantes. Luego, le agitaba la pregunta de cómo había podido saltar del árbol aquél de la Cortina del Muelle y tomar la decisión que tomó y hacer lo que hizo, pero no había respuesta, sólo un vacío aterrador en un silencio hostil. Despertó del todo a las dos de la tarde y ahora se encontraba solo en la habitación. En la sala contigua sonaban varias voces, entre las que indentificó la del mayor de sus hermanos, por lo que se levantó de un salto.
Antonio presentaba todavía vendajes sucios en medio cuerpo y sus mejillas hundidas y macilentas moldeaban con nitidez la calavera. Miró a Mani con los ojos iluminados por el resplandor de cuanto acababan de contarle, y le abrió los brazos. Lo besó repetidamente hasta que Mani se apartó, ruborizado e incómodo y con la mejilla derecha cubierta de babas.
-No paras de crecer, joé, Mani, que nos va a pasar a tos antes de un suspiro.
Mani escrutó con la mirada a los presentes. Su impulso más apremiante era pedir explicaciones a Antonio, enterarse de una vez de lo que había ocurrido verdaderamente en el enfrentamiento del descampado que llamaban El Ejido, si habían sido o no Serafín y sus camaradas los agresores, pero vio en las expresiones de Paula, Ricardo, Ana y Miguel que tal asunto no había sido abordado y que todos deseaban aplazar las preguntas para después de las alegrías del reencuentro. Por eso, reprimió su necesidad de saber lo esencial y preguntó por lo circunstancial:
-¿Te has escapao de la cárcel?
-¡Qué va! Me han dejao salir. Esta madrugá, a la vista de los acontecimientos, y como tos estábamos impacientes por defender la revolución, nos dijeron que esperásemos la instrucciones que llegaran de Madrid... ¡Mentiras y embustes de mierda! Los guardias no intentataron ni pudieron contenernos con la promesa de un indulto, que a ver cuánto tiempo iban a pensárselo esos fulanos almidonaos. Hemos salío casi tós, menos treinta o cuarenta que han preferío quedarse encerraos y esperar, los mu imbéciles. La revolución ha sonao, por fin.
-¿Qué revolución ni ocho cuartos? -protestó Paula con aspereza-. Lo que hay es que poner orden enseguida, porque en este plan no podemos trabajar ni vivir. Si no os organizáis y no dejáis de hacer barbaridades y monstruosidades como las de La Caleta, no tendréis ná que hacer con los rebeldes.
-¿Los rebeldes? -ironizó Antonio-. Ésos son cuatro pelagatos a los que el pueblo aplastará en pocas horas. ¿No os habéis enterao de lo del destructor Sánchez Barcáiztegui?; ha llegao al puerto esta mañana, con la tripulación amotiná y los mandos fascistas hechos prisioneros, que los marineros han entregao a las autoridades republicanas de Málaga. Esto va a correr como el rayo. Triunfará la república libertaria y el pueblo autogestionario impedirá que nadie usurpe nunca más sus derechos.
-¡Déjate de utopías, Antonio! -rogó Miguel-, y escucha a mamá, que tiene toa la razón del mundo. Anoche han ardío casi tós los edificios malagueños que tenían algún valor y ná menos que treinta y ocho iglesias, peor todavía que lo del 31. ¿Tú te crees que esto es plan, tú te crees que éste es el modo de modernizar España? Acuérdate de que el Paco opina que así no vamos a ninguna parte.
-Eso es, Antonio -concordó Paula-, así no vamos a ninguna parte. Precisamente, lo primero que tenemos que hacer es encontrar al Paco y la Angustias. Cuando tos estemos juntos de nuevo, habrá tiempo de pensar en esas cosas.
La mención de Angustias hizo que Miguel rompiera a llorar. Ana lo atrajo hacia sí para echarle el brazo por los hombros y acariciarle el pelo.
-La clarividencia del pueblo... -Antonio alzó la voz, como si declamara.
Paula le interrumpió:
-Déjate de chuminás; sigue el ejemplo del Mani, que lo primero que pensó en medio del lío de ayer fue en salvar al Migue, y recuerda cuál es tu primera obligación. Comamos en paz, ¿de acuerdo? Hay sardinas amoragás con tomate, gazpacho y ternera con adobillo de almendras. He traído vino, porque hay que brindar por tu libertad. Pero tenemos que guardar un poco y que no pase de esta misma noche que brindemos también por el regreso de Paco y Angustias.
-Y doña Elena... -apuntó Mani.
Paula lo miró como si entre ella y el menor de sus hijos hubiera una conexión más íntima que con los demás. Asintió levemente con los ojos, pero dijo:
-En ese asunto, nosotros no tenemos ná que hacer, Mani. No, mientras no encontremos a tu hermano y tu cuñá.
Todavía trató Antonio en un par de ocasiones de recitar sus proclamas, pero todos le interrumpieron sin consentírselo. En cambio, hablaron con cierta calma de cómo podían afectarles los acontecimientos, y Mani reconoció en las pupilas de Paula su inquietud por la pérdida de la ayuda de Elena; pero se hallaba prisionera de su propio secretismo; nunca había confesado de donde salía el dinero para llevar adelante a la familia y tampoco podía confesar ahora que la fuente se había secado y que, en cuanto gastase lo que había dentro de la caja de hojalata, no tendrían medios para subsistir. Tranquilizaba a Mani saber que el contenido sumaba más de dos mil quinientas pesetas y que su madre se administraba muy bien, pero no por ello dejó de preguntarse en qué podría trabajar ese verano para no dar lugar a que los ahorros se agotasen. Pero si hacía una semana costaba una odisea conseguir empleo, ahora, con lo que había en la calle, sería un milagro. Planeó intentar a partir del lunes la escasas posibilidades que se le ocurrían: Bolichear con los pescadores de la playa del Chafarino, tratar de engordar un poco por si le dejaban hacer de arrumbador con Quini en el puerto o forzar la imaginación a ver si encontraba cualquier cosa que vender por las calles, como los ramilletes que tanto le habían reportado aquel carnaval inolvidable del 35, junto a Inma y el Templao. Las sardinas asadas y cubiertas de tomate, con su deliciosa mezcla de especias, sabían como una colina a la orilla del mar; notó que su madre sonreía complacida por su voraz apetito y al observarla comprendió que había un mensaje pendiente en su mirada, una orden postergada pero no olvidada, por la que tendría que preguntarle en cuanto pudiera hablar a solas con ella.
Remolonearon en una larguísima sobremesa, con los platos sin lavar y la mesa sin desmontar. Aunque no se le ocurría un pretexto creíble dados los alborotos que había por doquier, Mani deseaba echar a correr porque ya no era capaz de controlar la impaciencia por el llanto de Miguel. Se preguntaba cómo podía permanecer su hermano achantado en una silla, llorando sin cesar, en vez de recorrer la ciudad a saltos y volverla del revés en busca de Angustias. Además, acababa de descubrir que se le había agotado el escaso respeto que sintiera en el pasado por Antonio, lo que era una novedad que necesitaba asimilar. Ana, en cambio, rebosaba sentido común, como si el año largo de chácharas interminables con Paula le hubiera aprovechado. Ricardo, por el momento, tenía el buen gusto de no abrir la boca. Dio un rodillazo a Miguel a ver si la sacudida le hacía reaccionar y paraba de llorar, pero le sonrió tras el velo de lágrimas y recrudeció su llanto. Mani sabía que si no paraba, llegaría el momento en que sería incapaz de contenerse más y se encararía con él para recriminarle su pasividad y su falta de iniciativa. No podía hacerlo; de un lado, porque Paula estaba presente y era a ella a quien correspondía una recriminación de tal naturaleza y de otro lado, porque, si lo hacía, sólo conseguiría que el llanto se tornara más copioso aún.
-Voy a la esquina.
-¿A qué? -preguntó Paula, muy severa.
-A tomarme una gaseosa.
-El ultramarino de calle Huerto de Monjas cierra los domingos por la tarde, lo sabes demasiao bien -arguyó Paula-. Y aparte de que en la taberna te darían sifón en vez de gaseosa, no me gusta ni una mijilla la idea de que entres allí.
Mani la miró a los ojos, suplicante, por lo que ella comprendió que sentía necesidad impostergable de salir, y asintió.
No sabía por qué, mas la realidad era que los jóvenes vociferantes y jubilosos con los que se cruzaba no le inspiraban simpatía alguna. Lo que peor le parecía en cualquier persona, no sólo en Miguel, era la pérdida del control sin contrapartida de acción ni beneficio, el desbocamiento estéril y sin propósito, y todos en la calle, jóvenes y viejos, corrían, gritaban y gesticulaban desmandados, sin metas reconocibles. Iban y venían como si no supieran donde ir; en sólo dos centenares de metros, vio a dos parejas distintas de jóvenes rebasarle, correr luego de contra y rebasarle de nuevo, tres cruzamientos con la misma gente en doscientos metros, lo que consideraba un despilfarro de energías inaceptablemente estúpido. Muchos de los gritos eran negativos, antitéticos, de las frases aprendidas de tanto oírlas a las monjas de los cinco conventos que había en el barrio, un distrito que no llegaba a medir un kilómetro cuadrado: "somos guapos por ser rojos", "es pecado no hacerlo", "barriga llena, corazón contento, y los curas, al tormento". La calle Carmelitas venía a ser como una prolongación de Rosal Blanco tras cruzar Huerto de Monjas, pero sólo había viviendas a la izquierda, porque toda la fachada de la derecha era el irregular muro del convento de las carmelitas; al final, la calle se abría a un llano pequeño, frente al que se alzaba la capilla carmelitana con un pequeño atrio. Había mucha gente delante, sobre todo los que empezaban a llamarse a sí mismos "milicianos", retorcidos por las carcajadas con sus simulacros de uniformes. Mani apresuró el paso con sumo desagrado cuando descubrió el objeto de las burlas, la momia de una monja que acababan de sacar del sepulcro, expuesta de pie en el atrio, cara a la calle, sujeta por dos cajas de pescado rotas, una encima de la otra. Habían prendido a la esquelética mano una bandera roja, amarrada con un cordel corredizo del que no paraban de tirar, para que pareciera que la momia agitaba la bandera.
Al apretar el paso, Mani chocó contra un hombre que corría hacia él, vestido, a pesar del calor, con traje campesino color de caramelo. Iba a pedirle disculpas cuando se encontró con la risa radiante de su hermano Paco. Sólo le dio un beso de los dos preceptivos, ya que parecía tener mucha prisa por preguntarle:
-¿Es verdad lo que me han contao?
-¿Qué te han contao, Paco?
-Que ayer te cargaste al comandante de la rebelión.
-La gente es mu exagerá. ¿Dónde estabas? Vamos corriendo pa la casa, joé, que mamá está que se muere por no saber de ti. ¿Estabas preso?
-No, Mani. Escondío.
-¿Por qué?
-Me enteré de lo que había pasao con el Antonio y organicé un grupo pa...
-Lo sé. Yo te seguí.
-¡No me digas!
Paco amagó un puñetazo en el mentón de Mani, lo que en realidad era una caricia de reconocimiento.
-¿Hasta dónde me seguiste?
-Hasta el Hospital Civil. Os vi entrar a ti y a tus camaradas y, al rato, a los guardias. Pensar que estabas preso era de cajón, ¿no?
-Sí, pero cuando llegaron los guardias yo ya no estaba en el hospital.
-¿Entonces?
-Escucha, te lo voy a contar, porque hace ya varios meses que me di cuenta de que a ti hay que echarte de comer aparte, pero tienes que jurarme que no se lo vas a decir ni a mamá ni al majareta del Ricardo.
Mani asintió.
-Unos compañeros me informaron de que al Antonio lo habían recosío de tantísimas operaciones y que ya estaba fuera de peligro, pero vigilao y rodeao de guardias hasta pa cagar. Por si no os lo ha dicho, organizó un grupo de anarquistas con idea de ir a tomar Radio Málaga y proclamar la República Libertaria Malagueña, pero, por lo visto, el Serafín, que iba siguiéndolo, se dio cuenta del percal y llamó a los suyos, de manera que armaron un tiroteo que ni el dos de mayo. Fíjate que cosa más tonta, que no tenemos una república independiente en Málaga, como Antonio y sus locos atontaos pretendían, porque el papafrita del hijo del barbero quería joderlo como a toa nuestra familia. La cuestión es que esa noche se dispararon un montón de armas y como los policías tenían orden de requisar las que estuvieran en manos, precisamente, de gente tan descerebrá como el Serafín y el Antonio, pues que no lo dejaban en paz de tantos interrogatorios sobre los poseedores de pistolas y le amenazaban con encerrarlo con una condena de veinte años. Como me contaron que ya comenzaban a cicatrizar sus heridas y estaba consciente, organicé el rescate, porque ya sabes tú cómo es mamá; consideré preferible que el Antonio se exiliara de Málaga con la Ana, en vez de caer preso. Pero... Mani, recuerda que me has jurao no decírselo a mamá... -Mani asintió-; pues resulta que tuve malísima pata y en vez de salir las cosas como había programao, que era que inmovilizáramos a los guardias por sorpresa y ná más, en un forcejeo en el que me enfrasqué con uno se le disparó el fusil y... Mani, maté a un hombre que era un obrero como nosotros y no tenía culpa de ná. Al final, descubrí que el camarada Bolívar había ordenao a algunos de los hombres que venían conmigo que me vigilaran y protegieran y cuando pasó lo que pasó, viendo al guardia muerto en el suelo, ellos me sacaron en volandas del hospital por la misma puertecilla por donde evacuamos al Migue aquella noche, ¿te acuerdas?, y me llevaron inmediatamente a esconderme en una cortijá de Archidona. No me he movío de allí en tó este tiempo, atiborrao de espárragos, brevas, perillas, nísperos y uvas de Málaga. Mira cómo estoy de gordo, por la vagancia. Tenían prohibío dejarme salir y tampoco permitían que os escribiera, porque está claro que los guardias han tenío que estar vigilándoos tó este tiempo. Suponte tú, con el corporativismo que hay en la policía...
-¿Y ahora?
-Con lo que está pasando, el camarada Bolívar cree que ya no hay ná que temer. Me acaban de traer en un coche desde Archidona, y hace cinco minutos que me han dejao ahí, en la esquina del pasillo de la Cárcel, pero con la advertencia de que tengo que presentarme en el partido antes de que cierre la noche. Sólo me han dao un rato pa estar con la familia, porque tenemos muchas cosas urgentes que hacer.
-¡Y un jamón con chorreras! -exclamó Mani-. Mamá no va a consentir que te vayas tan pronto, con lo que lleva padecío.
Paco sonrió y le echó el brazo por los hombros.
-Vamos a la casa Mani... ¿o tengo que llamarte don Manuel?
-Hay una cosa que no sabes, Paco. El Serafín ha secuestrao a la Angustias y ya no tenemos ni puta idea de dónde buscarla más, que es como si se la hubiera tragao la Tierra. Doña Elena, la de los barcos, me dijo la semana pasá que creía que no pueden habérsela llevao de Málaga, porque ya antes de este follón había mucha vigilancia de gente de tu partido por toas partes, hasta dentro de sus barcos. Piensa antes de llegar a la casa si el Partido Comunista podrá hacer alguna gestión, porque es de lo primero que va a hablarte mamá en cuanto pare de abrazarte, porque el Migue está en un plan que no hay quien lo aguante, y porque... bueno, tú sabes mu bien lo que siempre dice mamá de que estemos tós juntos, pase lo que pase.
-Si no la han sacao de Málaga, encontraremos a la Angustias mañana mismo.
Tras el tumulto de besos y abrazos que se organizó en torno a la mesa aún sin desarmar, Paco, mirando fijamente a los ojos de Antonio, improvisó una mentira clamorosa sobre una misión que le habían mandado realizar en el sur de Francia y se negó a dar más explicaciones, proclamando que se trataba de "secreto de estado". Paula asintió con los labios apretados, aunque la incredulidad bailaba nítidamente en su mirada, pero los demás le creyeron o fingieron creerle. Tras la petición general de que se ocupase en seguida de encontrar a Angustias, siguió un corto diálogo en el que hicieron balance sobre los sucesos de las últimas cuarenta horas.
-Estos trastornaos han vuelto a confundir revolución con revuelta -Paco hablaba con indignación-. Otras vez se ponen a quemar iglesias, en vez de gastar las energías en cosas útiles y constructivas, y la guarrería que han armao ahí abajo, delante de las carmelitas, es pa matarlos.
Mani describió la escena de la momia con la bandera.
-¡Dios mío! -murmuró Paula-. Ahora, echarán a correr pa La Goleta.
-En las sacristías es donde está el apoyo fundamental de la rebelión -recitó Antonio, ya un poco ebrio, como si reprodujera las palabras de alguien.
-¡A ver si tu cabeza de chorlito consigue entenderlo! -se indignó Paco-. Quemando santos y matando curas no vamos a concitar la solidaridad que necesitamos. Hay todavía mucha gente engañá por esas supersticiones, aunque pertenezcan al pueblo llano como nosotros; sus sentimientos religiosos pueden inclinarles hacia el otro bando si seguimos en el plan de anoche. Antonio, la unidad es indispensable pa vencer al verdadero enemigo, que es el ejército de Marruecos, y no unos cuantos curas cagaos de miedo. Está bien registrar las iglesias a ver si esconden armas, pero namás... No hay que liarse a tiros ni incendiar, que ya viste lo que pasó en el 31.
-Van a venir pa La Goleta -repitió Paula-. Paco, tienes que evitar que la quemen.
Se produjo un corto silencio. Por turno, los cinco hermanos habían aprendido letras y números en el convento vecino. Hasta Paco mantenía hacia las monjas un residuo de la reverencia sentida durante la infancia, tal como Mani había comprobado, por su tono comedido en la mesa electoral, cuando la monja guapa, sor Rosario, había tratado de votar por tercera vez.
-Deberíamos hacer algo -dijo Paco tras un instante de reflexión.
-¿Hacer algo por las monjas de La Goleta? -ironizó Antonio-. Que las violen, así se convertirán en mujeres de verdad.
-¡Antonio! -amonestó Paula, dándole un coscorrón en la cabeza.
-Somos namás que cinco -dijo Paco-, y yo tengo que irme pal partido. No creo que encontremos a ningún vecino que quiera ayudarnos. Va a ser completamenter imposible impedir que asalten La Goleta.
Notaron que Antonio tenía que luchar contra su propia repugnancia para decir:
-Las monjas de La Goleta pertenecen a una orden francesa, ¿no?
-Sí -respondió Mani-. Son Hijas de la Caridad de San Vicente de Paul. O sea, que...
-¡Claro! -exclamó Paco-. Su casa matriz está en Francia...
-Podemos poner una bandera francesa -dijo Mani.
-¡Eso es! -concordó Paco al tiempo que lanzaba cariñosamente el puño hacia el mentón de Mani-. Vamos a tener que ascender al niño... Mamá, ¿tienes tela blanca, roja y azul pa hacer una bandera francesa mu grande? Convertiremos La Goleta en una legación extranjera.
-Sí tengo roja y azul. Pa la blanca, habrá que coger una sábana.
-En marcha, mamá -dijo Paco-, trata de darte toa la prisa que puedas. Mani, toma esta insignia de la hoz y el martillo y echa a correr pal Partido Comunista. Consigue que te reciba el camarada Bolívar y dile que llegaré antes de medianoche, pero que no puedo ir tan pronto como se me ordenó. ¿De acuerdo?
Paula había recogido precipitadamente los cacharros sucios de la mesa para echarlos en el lebrillo que usaba para lavarlos. A continuación, extendió la tela y Ana y ella se dieron a la tarea de confeccionar la bandera.
Mani no tenía la menor intención de perderse el acto siguiente, de manera que corrió hacia la sede partidaria, ignoró con un empujón insolente al miliciano de guarda en la entrada e irrumpió en la secretaría con la insignia de Paco exhibida ostentosamente en la mano adelantada. La puerta del despacho de Cayetano Bolívar estaba abierta. Mani notó que el diputado le reconocía y le saludaba con la mano; a continuación, se disculpó ante el grupo con el que hablaba y acudió hacia él.
-¡Camarada!¿Ya te has enterao de por qué no podía contarte lo de tu hermano? -Mani asintió-. En cuanto a ti, Manuel, el Partido Comunista de España te acogerá con todos los honores en cuanto tú quieras adherirte a nosotros. ¿Sabes que esa gente -señaló a los visitantes que le esperaban- pide que se le ponga tu nombre a una calle?
Mani sintió ganas apremiantes de reír. O el diputado le confundía con otro, o lo que había hecho el día anterior estaba siendo exagerado hasta límites ridículos.
-Po que esperen un poquitillo a que me muera -respondió-. Mire usted... camarada, que dice mi Paco que no puede venir hasta mañana, porque mi madre está mu, pero que mu estropeá. Salud.
Alzó el puño y echó a correr sin esperar respuesta ni dar pie a que el diputado le diera ninguna orden. Regresó de nuevo a la casa cuando Paula alzaba orgullosamente la bandera, ya terminada.
-Mamá, reconvino Mani-; la franja azul tenía que ir a la izquierda y la roja, a la derecha.
-¿De verdad? -Paula buscó con los ojos la aprobación de Paco, que asintió, corroborando la observación de su hermano menor-. ¿Y no es lo mismo? Está bien, en un momentillo le cambio las presillas y la vuelvo del revés.
-¿Has podido ver al camarada Bolívar, Mani? -preguntó Paco.
-Sí, y me ha dicho que no hace ninguna falta que vayas esta noche, porque quería que fueras sólo por saludarte y darte un abrazo. Dice que vayas mañana, sin falta.
Por su expresión, Paco no parecía muy dispuesto a creerle, de manera que Mani trató de despejar sus dudas murmurándole al oído, sin que Paula le oyera:
-¿Sabes lo que me ha dicho ese señor? Que hay gente pidiendo por ahí que me dediquen una calle. Po no faltaba más.
Paco le acarició el mentón.
-Una plaza, y grande, es lo que te has ganao. Venga, vámonos pa La Goleta.
-Espera, Paco. Voy en busca del Quini.
-No. Ése es capaz de levantar la liebre y podrían salir los vecinos a estorbarnos. Vamos los cinco y que sea lo...
-...que Dios quiera -remachó Paula, viendo que Paco se recriminaba a sí mismo su debilidad al caer por reflejo condicionado en el tópico religioso.
-Mamá, que Dios no existe ya -protestó Antonio.
Paula desdeñó con un gesto el archisabido soniquete y urgió:
-Venga, echad a correr.
Oscurecía cuando salieron los cinco hermanos fingiendo despreocupación. Nadie quería parar el jolgorio callejero con que celebraban la victoria contra la rebelión; formaban animadas tertulias, tanto en el patio como en la calle Curadero. En el patio, festejaban a Concha la Chata, que bailaba casi despechugada en el centro de un corro, que le cantaba coplas obscenas. En la calle Curadero, junto a una de las puertas laterales del convento, había un grupo con zambombas y sonajas, cantando desaforadamente coplas llenas de palabras soeces y blasfemias.
-No creo que las monjas nos abran -dijo Ricardo-: no se atreverán porque, seguramente, van a creer que queremos asaltar el convento.
Paco se detuvo para cavilar un momento.
-Hay que echarle huevos -dijo al fin-. Mani, ¿es verdad lo que me han dicho de que tienes un arma?
Mani respondió afirmativamente mientras le recriminaba a Miguel con los ojos el levantamiento del secreto.
-Po ve con el Ricardo arriba -continuó Paco-, que se ponga el hábito y volved los dos pacá cuanto antes, pero tú lleva la pistola cargá y tratando de que tó el mundo vea que la llevas. ¿Entendido?
-Cuando vean al Ricardo vestío de fraile -protestó Miguel-, pueden caer sobre nosotros como un tren.
-Al que lo intente, lo mato -aseguró Antonio.
Muy pocos minutos más tarde, volvieron Mani y Ricardo. Por precaución, Mani le había recogido el faldón, sujetándoselo en la cintura con el cíngulo.
Para llegar a la puerta principal del convento tenían que recorrer casi toda la calle Curadero, salir al Molinillo y, después de un tramo de unos trescientos metros, descender unas escalinatas que salvaban el desnivel entre la calle principal del barrio y una plaza recoleta, donde se abría la fachada noble del edificio. Se cruzaron con muchos grupos de vecinos que circulaban animadamente. Cargaban objetos inverosímiles, algunos medio chamuscados, muebles y enseres rescatados de los incendios, baúles, aparatos de radio, sillas, orzas de lomo en manteca, estantes, cuadros, gramolas, relojes de péndulo y hasta había dos que sudaban copiosamente bajo un aparador inmenso. Cuatro muchachos, que circulaban enlazados con los brazos sobre los hombros, interrumpieron sus cantos y vivas y miraron a los cinco hermanos con sorna. Como trataban de ocultar a Ricardo y su hábito, la piña que formaban, al desplazarse a pasitos cortos, resultaba algo cómica. Los cuatro se pararon ante ellos, pero se apartaron en seguida porque Mani cargó el gatillo del arma al tiempo que adelantaba la mano hacia sus cabezas; se apartaron en seguida y continuaron la canción: "Hay una lumbre en Asturias, que calienta a España entera...".
-Nosotros esperaremos aquí -ordenó Paco al pie de la escalinata-. Tú, Ricardo, llama a la puerta. No mires atrás ni demuestres de manera ninguna que vienes con compaña. En cuanto abran, pon el pie entre la puerta y el quicio, de manera que no puedan cerrar, y correremos los cuatro deprisa, antes de que tengan tiempo de reaccionar. ¿Entendido?
Todos asintieron. Ricardo se soltó el faldón. Atravesó pausadamente y con ademán devoto el empedrado artístico que le separaba de la escalinata y subió majestuosamente los escalones. Golpeó la puerta un par de veces antes de reparar en la cadena de la campana. Sus insistentes llamadas no obtuvieron respuesta.
-Estas monjas no van a abrir así como así -comentó Paco-. Si normalmente son descofiás, imaginad ahora.
Esperaron diez minutos más. Antonio perdía la paciencia, mientras Paco cavilaba.
-El niño... -dijo por fin, y giró la cabeza hacia Mani.
-¿Qué?
-Por lo que me han contao, los árboles se te dan fenomenal. Así que seguramente serás capaz de subir por ahí, ¿no?
Señaló hacia del lateral derecho, donde las ventanas presentaban, a la altura del primer piso, un saliente en cornisa que discurría a lo largo de toda la construcción, y había tres pilares de ladrillos vistos por donde no sería difícil trepar. Mani calculó que apoyándose en el sardinel del arco central de las ventanas de la planta baja, podría alcanzar la estrecha cornisa, pero no conseguiría pasar de ahí, porque las ventanas del primer piso no eran tan altas y sus sardineles quedaban muy distantes del tejado.
-No pretenderás que Mani suba al tejao -protestó Miguel.
-No necesito abogao, Migue, cállate.
-No hace falta que llegues al tejao -afirmó Paco-, Mani. Ahora, de lo que se trata es de que las monjas se den cuenta de nuestra buena voluntad, así que coge la cuerda, amárratela a la cintura y trata de escalar por la ventana hasta la cornisa, pero no intentes llegar al tejao por aquí. Ve hacia el rincón, ¿te das cuenta?
Mani comprendió. La pared junto a la que se encontraban pertenecía al cuerpo izquierdo de los dos que formaban la fachada principal; entre esos cuerpos, la fachada se retranqueaba unos doce metros, donde ascendía la escalinata hacia una especie de porche cuyo tejado era más bajo que el de los cuerpos laterales.
-Mani, circula con muchísimo cuidao por la cornisa -continuó Paco-. Lo más difícil será doblar la esquina; no tengas miedo, estaremos debajo por lo que pueda pasar. Trata de llegar allí -indicó el punto donde el ala izquierda se unía en ángulo con el porche-. Con que saltes la mitad de bien que saltaste ayer, llegarás a aquel tejaíllo sin problema. Sólo tendrás que echarnos el cabo de la cuerda y jalar enseguía, después de que nosotros hayamos amarrao la bandera. Ahí colgando sobre la entrada, servirá tanto para disuadir a los asaltantes como pa que las monjas comprendan lo que estamos haciendo.
No tuvo dificultades Mani para alcanzar la cornisa. Poco a poco, fue desplazándose hacia la esquina, que traspuso a duras penas. No era excesivamente peligroso, pero los cuatro hermanos aferraban debajo de él, atirantada, la bandera como si fueran bomberos sujetando un paracaídas, moviéndose tal como él se movía. Una vez salvada la esquina, ya todo fue más fácil, pero hubo un momento en que Mani estuvo a punto de caer; al pasar ante una ventana, se topó tras el cristal con la cara cercana y extremadamente pálida de una monja que le miraba aterrorizada desde dentro. Gritaron los dos. Tras reponerse del susto, en pocos minutos más llegó al rincón, donde dobló la pierna derecha para darse impulso con el pie contra la pared y saltó sobre el tejado del porche. Lanzó el extremo del cordel atado a su cintura, pero los otros no lo alcanzaban a pesar de que Mani se echó de bruces sobre el tejado, de modo que tuvo que quitarse la camisa y el cinturón para suplementar la cuerda con ellos. Paco ató en seguida la bandera.
-Venga, Mani, colócala. Después, ten cuidao de no caerte y ve hacia el patio principal; si convencieras a una monja de ayudarte, podrás bajar por los canalones de la galería con mucha mayor seguridad que por aquí, que te puedes despeñar. Si no consigues convencer a ninguna monja, vuelve pacá y pensaremos qué hacer.
En cuanto Mani logró situar la bandera de manera que colgase airosa, se volvió a poner la camisa y anduvo cautelosamente por la escorrentía del tejado que vertía hacia el patio. Había muchas monjas arrodilladas ante la imagen de la Virgen Milagrosa que lo presidía bajo un cenador cubierto de enredaderas de rosas y jazmines. Las llamó, pero ellas se limitaron a alzar los brazos como en una plegaria de mártires del Coliseo de Roma. Impaciente, Mani calculó las posibilidades que tenía de bajar sin auxilio de nadie. El desagüe del canalón era bastante ancho; tendido sobre las tejas, lo empujó con la mano para probar su resitencia. Le pareció firme. Gateó hasta lograr aferrarse con las dos manos al borde exterior del canalón de cerámica vidriada de verde, invocó mentalmente la ayuda de la Virgen a la que las monjas estaban rezando y se dejó caer. Se balanceó, suspendido en el aire unos segundos, durante los que el canalón crujió a punto de desprenderse, pero Mani no esperó más y se lanzó de un salto hacia la galería. Al caer de pie, se encontró frente a sor Rosario, que blandía el crucifijo ante sus ojos.
-Tranquila, hermana -dijo-. ¿No se acuerda usted de mí? Soy yo, Manuel Rodríguez Robles del Altozano. Los que están a la puerta son mis cuatro hermanos y venimos a protegerlas.
-¡Vade retro, Satanás! -chilló sor Rosario, demudada.
-Soy yo, Mani. El que se equivocaba tanto con los ríos y las capitales de Europa. Ni yo ni mis hermanos vamos a hacerles daño, venimos a impedir que se lo hagan.
Sor Rosario continuó mucho rato murmurando letanías sin bajar el crucifijo que casi rozaba la nariz de Mani. Por fin, la superiora apareció tras ella.
-Cálmese, hermana -dijo, sujetando el brazo de la monja guapa-. ¿No ve usted que es el pequeño de los Robles del Altozano?
-Viene a martirizarnos. ¡Es un sacrílego!
-¡Basta! -alzó la superiora autoritariamente la voz-. Tú no quieres perjudicarnos, ¿verdad, hijo?
-No, madre. He colgao la bandera de Francia ahí fuera. En cuanto le abran ustedes, mi hermano Paco va a proclamar que La Goleta es, desde esta noche, una legación extranjera.
La superiora sonrió sin apenas tensar los labios.
-Así que eso es lo que os proponiais. ¿Cuál de vosotros es Paco, aquél que nos echó para atrás el día de la votación? -Mani asintió-. Ya vio usted, sor Rosario, lo listo que es y que no es temible ni por asomo. Somos muy afortunadas, gracias a Dios y bendita sea su Santa Madre, que ha escuchado nuestras plegarias. Ande, sor Rosario, vaya a abrir la puerta.
El ardid funcionó desde el primer momento, ya que no mucho más tarde llegó un grupo de incendiarios ante la puerta y al ver la bandera francesa, y tras una corta discusión entre ellos, se marcharon agitando con decepción y desánimo las antorchas. A lo largo de la noche, los cinco hermanos complementaron el efecto de la bandera pintando en todas las puertas y muchas ventanas el símbolo de la Cruz Roja.

Continuará
Dentro de poco, comenzaré a publicar
LOS PERGAMINOS CÁTAROS


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