miércoles, 26 de noviembre de 2008
LOS PERGAMINOSCÁTAROS, una novela fascinante, gratis.
Hoy publico los capítulos VI y V de esta emocionante novela, que terminaré de sacar en todos mis blogs el día 14 de diciembre. El 15 de diciembre, comenzaré a publicar EL OCASO DE LOS DRUIDAS, fábula sobre una población celta residual. Después de ésta, saldrá ORO ENTRE BRUMAS, basada en el suceso histórico que inició la decadencia del Imperio Español.
Como todos sabéis, estas cuatro novelas se han liberado de los contratos con la editorial, puesto que ésta ha incumplido los contratos al no pagarme mis derechos de autor.
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LOS PERGAMINOS CÁTAROS.
Capítulo IV.
EL INQUISIDOR
Abril de 1811
Transcurrió una semana entera sin que nada alarmante ocurriese.
Pero el arcipreste subió una soleada tarde a Tredòs para visitar a mossen Laurenç, cosa muy poco usual, aunque adujo una razón que parecía convincente: iban a casarse en fecha próxima dos parejas de los alrededores, lo que tampoco era habitual. Durante el largo rato que mossen Pèir empleó en beberse el tazón de chocolate y engullir hasta nueve de las exquisitas tortas que Marianna elaboraba, sin parar de exclamar alabanzas por su sabor y delicadeza, hizo varias preguntas que por su tono pretendían parecer casuales:
-¿Halla la zaragozana cómoda su vida aquí? –se dirigía a mossen Laurenç a pesar de que ella se encontraba sólo a unos pasos, trajinando en el fogón.
Aunque molesto porque hubiera empleado el apodo en vez del nombre propio, el sacerdote asintió, pero pocos minutos más tarde, también mirándolo a él para hacer ostentación de su desdén hacia la mujer, añadió el arcipreste:
-Me han dicho que la tal Marianna alcanzó en Zaragoza notables conocimientos y una afición por la lectura altamente censurable en una dama…
Mossen Laurenç carraspeó. Temía que las opiniones del arcipreste, tan desfavorables para quien tanto amaba, le impulsaran a reaccionar de modo intempestivo. No tenía otro remedio que contenerse y aguantar. Desentonaría de modo peligrosísimo contradecir con acidez a su superior para proteger el honor de quien, a los ojos de la Iglesia, era una simple barragana, pecadora e inductora del pecado. Mariannna conocía ya a Laurenç lo suficiente como para detectar sus estados de ánimos a través de las inflexiones de su voz. Percibió su indignación y, de nuevo, se sintió culpable, porque en todo y a todas horas él demostraba la solidez de un sentimiento que ella no conseguiría nunca corresponder. Pero a pesar de sus simulaciones en la cama y el hielo que no lograba desterrar de su corazón, le preocupaba el derrotero que estaban tomando los acontecimientos y lamentaba que él se expusiera más de lo que ella merecía.
-¿No echará de menos la zaragozana las galas que podía lucir en Zaragoza? ¿Acaso no siente la tentación de ponérselas y exhibirlas, de incógnito? ¿Tal vez le gustaría disponer de medios muy superiores a los que esta modesta parroquia puede ofrecerle?
El arcipreste vislumbró en los ojos de Laurenç el exabrupto que rondaba por su cabeza, y a partir de ese momento suavizó el tono de los comentarios. Cuando dio por terminada la visita, miró aceradamente hacia ella, que se encontraba de espaldas junto al fogón y fingía con descaro que no se había dado cuenta de que se marchaba.
Se despidió con un saludo dirigido exclusivamente al párroco.
-¡Vaya con el arcipreste que Dios condene!-maldijo Marianna en cuanto la puerta se cerró.
-¡Shsss! Ten cuidado, Mariana, que puede oírte todavía.
-Tendría que ocuparse más del bienestar de los araneses, en vez de meterse a indagar como un repugnante y ridículo inquisidor de pacotilla. Ayer, vi lo que hicieron los franceses en una granja de Salardu. Vos tendríais que…
-Marianna, ya te he dicho que, a solas, debes apearte del tratamiento.
-¿Para correr el riesgo de equivocarme en público? No, mossen; mejor dejemos las cosas como están, que ya damos pábulo suficiente a las habladurías. Los soldados se comportaron en esa granja de Salardu como forajidos. Tendríais que haberlo visto. Arrasaron con todo, azotaron con saña al granjero y a sus dos hijos y abofetearon y se burlaron con enorme crueldad de la mujer cuando ella intentó defender a los niños. Sabéis que esas cosas pasan con frecuencia, y que este arcipreste sibarita y orondo se muestra complaciente y condescendiente con los invasores y no dice una palabra para defender a las ovejas de su rebaño… ni siquiera en su dominio supremo, el púlpito. A mí me conmueve las entrañas ver el dolor de estos campesinos y, al mismo tiempo, me solivianta que no reaccionen; me apena su mansedumbre, su pasividad. Alguien tendría que alentar sus esperanzas, y ese alguien debería ser el arcipreste.
-¿Crees que todo eso no me entristece?
-Conozco vuestra tristeza, veo vuestras lágrimas mientras celebráis misa…
-No siempre mis lágrimas son por ellos, Marianna. Lloro y rezo también por ti, porque todavía no estás… ni estamos a salvo de las consecuencias que pueda acarrear lo ocurrido en casa de Joan Pere.
Sin embargo, durante los días siguientes no advirtieron nuevos signos que significasen que Joan Pere les había denunciado. Al menos, no llegó a la puerta de la casa cural ningún soldado de la guarnición napoleónica a detenerles ni a hacer averiguaciones.
A pesar de todo, Mossen Laurenç no bajaba la guardia.
A Guzmán Domenicci le agraviaba la modestia del carruaje que le habían asignado en Seo de Ugel; más que una carroza era una carreta campesina de toscos asientos tapizados con piel de ínfima calidad, que debía de ser cabra local mal curtida. Al sentarse la primera vez, había descubierto un agujero en el borde y saltó hacia el otro asiento, obligando a Piero a cedérselo y cambiarlo por el suyo, porque temía que salieran chinches de la borra del relleno.
Era un vehículo impropio de su rango y miserable si se lo comparaba con los tres que guardaba la cochera de su casa romana, pero le habían asegurado que era el mejor que existía en la diócesis, lo que sólo le inspiraba sarcasmos.
Para colmo, las casas de postas donde se habían hospedado en las tres jornadas que llevaban de viaje eran auténticos antros, más propios de fugitivos de la justicia y de gañanes. Comenzaba a sentir arrepentimiento por haber aceptado con tanto júbilo la misión, pues estaba seguro de que si no se había contaminado ya de cualquier enfermedad mortal en este país tan primitivo, muy pronto le iba a ocurrir; tan abundante era el desaseo de las posadas como el primitivismo del camino y la inclemencia insoportable del clima.
Dio una nueva ojeada por la ventanilla, con el mismo pánico de las pocas veces que lo había hecho, a causa del vértigo que le producían los precipicios por cuyos bordes habían transitado. Ahora atravesaban un páramo helado, en lo que daba la impresión de ser un paso en la cumbre más alta de la montaña. Acercó la cara al frío vidrio cubierto de vaho. En efecto, le pareció que un poco más adelante el camino comenzara a descender por fin, tras una escalada interminable entre helores y celliscas primaverales, que más parecían invernales, y protestas renuentes de los caballos. El limbo debía de ser así, frío y silencioso. Gris. Un espectro de ultratumba en comparación con la bendita Roma.
Habituados a la abigarrada belleza multicolor de la Ciudad Santa, sus ojos no encontraban hermosura alguna en cuanto contemplaban ahora: enormes peñas graníticas, negras como el pecado, alternadas con masas de hielo y nieve de refulgente blancura. Un paisaje hostil, de durísimos contrastes, donde ninguna forma resultaba amable ni acogedora. El despecho y la amargura debían de tener ese aspecto.
-Ya frío mucho –dijo Piero con su extraña dicción.
Domenicci asintió sin asomo de cordialidad, mientras fruncía los labios con un rictus de desagrado. No le gustaba que alguien de tan baja estofa como su criado se permitiera hacer notar su presencia con comentarios que rompían la línea de sus meditaciones. Ese criado enorme y alucinado que tan útil y conveniente le resultaba a veces, que tan fiel le era pero que tan desagradable le resultaba sentirlo tan cerca, pues hasta llegaban a rozarse sus piernas en muchos de los vaivenes del carromato a causa de la estrechez de la cabina.
-Cochero dice hoy llegamos.
El asentimiento de Domenicci fue ahora algo menos airado. Era evidente que comenzaba el descenso, pues los caballos resollaban y bufaban quejándose por la fuerza con que el cochero frenaba las bridas.
La incomodidad del coche se volvió mucho mayor a causa de la pronunciada pendiente y a cada giro chirriante de las ruedas sobre el camino embarrado y lleno de guijarros, sentía la tentación de abofetear el rostro perpetuamente sonriente de Piero, sin que éste tuviera ninguna culpa y sin que la bobalicona expresión de su ayudante y los chirridos tuvieran nada que ver entre sí. Pocas veces había podido reprimir del todo esa tentación recurrente, pero alguna extraña fuerza se lo impedía ahora, durante este viaje que tan desagradable estaba resultando. No comprendía cómo podía contenerse, porque la verdad era que siempre que abofeteaba o azotaba a Piero, se sentía luego sereno y casi capaz de experimentar empatía y un tibio sentimiento de ternura hacia él.
Si resistía el impulso ahora debía de ser por temor a empezar con mal pie, en los últimos estertores del viaje, la importantísima misión que en Roma le habían encomendado, misión que si acababa bien, le reportaría fortuna, el reconocimiento de la Curia, la felicitación del Papa Pío VII y, acaso, el cardenalato.
Hizo balance de los propósitos que había elaborado en el viaje en barco desde Roma a Barcelona. Bonaparte había sido reconocido por Pío VII al aceptar coronarle emperador, de modo que tenía que aprovechar el efecto que la relación entre los dos hombres más poderosos de Europa debía de haber producido entre los militares franceses.
Sonrió sin permitir, por ello, que se desterraran las sombras de su expresión.
Con seguridad, estaba a punto de encontrar lo que la Iglesia llevaba casi ochocientos años buscando. El Santo Padre le había dado bula, autorizándolo personalmente para utilizar sin trabas cualquier procedimiento que hallara necesario, lo que le causaba júbilo y hacía que su piel se erizara de anticipación por el inmenso placer que iba a experimentar con el uso de alguno de los medios que imaginaba.
Cuando el coche se aproximaba a Vielha, Guzmán Domenicci se sintió redimido de las incomodidades del viaje, por la alegría de descubrir izada la bandera francesa en lo que parecía un fortín que ya podía ver con claridad sobre la población, a la izquierda, en la ladera de la boscosa montaña. Gracias fueran dadas a la Santísima Virgen, iba a tener que confraternizar poco con los redomados españoles, tan imprevisibles y poco de fiar, puesto que serían los más exquisitos franceses a quienes tendría que movilizar en beneficio de su misión.
Inesperadamente, el coche se detuvo, lo que de nuevo causó enojo al enviado vaticano, puesto que se hallaban todavía en medio del campo, sin que hubiera a la vista ningún edificio junto al camino.
-Piero, pregunta al cochero qué ocurre –ordenó.
El criado abrió la portezuela, pero no se apeó. Alzado en el pescante, escuchó lo que el cochero le comentaba mientras estiraba el cuello para mirar en la dirección que le indicaba. En seguida, reculó y volvió a sentarse.
-Señoría, homenaje espera.
-¿Qué?
-Soldados, formación, banderas.
Domenicci sintió intensa alegría. Por fortuna, la noticia de su llegada le había precedido.
-Di al cochero que desenganche la valija pequeña y me la dé. Y tú, apéate, adelántate y dile en francés a quien esté al mando de los militares que “su señoría pasará revista dentro de un cuarto de hora”. Me enfadaré mucho si dices otras palabras. Repítemelo exactamente como te lo he dicho.
-Su señoría pasará revista dentro de un cuarto de hora –recitó Piero.
-Muy bien. Ahora, corre.
Al liberarse el coche del peso del voluminoso criado, los flejes de la amortiguación crujieron con alivio. Una vez que el cochero le entregó la valija, Domenicci corrió las cortinillas y se dispuso a corresponder con su vestimenta la solemnidad del recibimiento que le habían preparado.
Fue muy agradable recorrer el pasillo abierto por la formación militar, las armas presentadas y el flamear de los pendones franceses y vaticanos. Del discurso pronunciado por el desaliñado hombrecillo que dijo ser “el síndico del Conselho dera Vall d’Aran” no entendió ni una palabra. Tampoco entendió apenas al exaltado y gesticulante sujeto que dijo llamarse Joan Pere. Al arcipreste, en cambio, a pesar de su latín imperfecto, sí pudo entenderle casi todo.
-Soy mossen Peir.
-Se me notificó tu nombre cuando fui informado del contenido de tu carta. ¿Estás seguro de haber reproducido fielmente en ella lo que había grabado en la piedra?
-Sí, lo estoy. Tengo en la faltriquera otra piedra casi gemela, que ha sido hallada hace muy poco, como habéis oído hace un momento. En cuanto nos quedemos a solas, os la entregaré.
Domenicci compuso una expresión radiante, lo que alegró y tranquilizó a mossen Peir, que durante los primeros minutos se había sentido muy intimidado. Por ello, se atrevió a decir:
-Eminencia, conozco muy bien a mis paisanos y creo que debéis conduciros con actitud de alerta permanente.
-No temo a nada. Observa a mi criado.
Mossen Peir miró de reojo a Piero. Con certeza, era un escudero imponente.
-Sí, eminencia. Pero no estoy hablando de peligro físico alguno que debáis arrostrar, sino de las preguntas que hagáis, porque presiento que nadie va a responderos con la claridad que esperáis. Es posible que hasta traten de enredaros y confundiros, porque los araneses somos algo recelosos con quienes vienen de lejos. Si necesitáis avanzar en vuestras pesquisas, mejor será que me digáis a mí lo que queráis saber, y yo lo preguntaré.
Domenicci miró fijamente al arcipreste, sin simpatía alguna y con suspicacia. ¿Qué se proponía ese miserable curita rural, subírsele a las barbas?
-¿Dónde fue hallada la nueva piedra?
-Os lo acaba de explicar aquel hombre –mossen Peir señaló a Joan Pere.
-¡Ah! –exclamó Domenicci—Temo que no he entendido nada de su enrevesado discurso. ¿Puedes repetírmelo?
-Sí, eminencia. Hace poco, durante una fiesta celebrada en su casa, una mujer asaltó un nicho secreto e ignorado por él en un sillar del muro de un antiguo convento que forma parte de su casa. Al ser sorprendida, la mujer huyó y al hacerlo, se le cayó esta piedra, igual a la otra que reproduje en mi carta al señor obispo, pero ese hombre, Joan Pere, está convencido de que la mujer robó cosas muy valiosas.
-¿Quién es la mujer?
-Él no la reconoció, porque acudió a su fiesta ataviada como una dama parisién. Pero yo tengo el convencimiento de que es la… criada del cura que encontró la primera piedra.
-¿Tienes el convencimiento, o la seguridad?
Mossen Peir carraspeó.
-Estoy seguro, eminencia.
-Bien. Como comprenderás, yo no puedo rebajarme a interrogar a una mujer que, además, es una criada y que tiene que haber sido un simple instrumento, porque las mujeres carecen de entendimiento e iniciativa. ¿Consideras que fue ese cura el inductor del robo y de la simulación de su sirvienta, o acaso otro personaje?
-No se me ocurre ninguna otra posibilidad, eminencia. Él fue quien encontró la primera piedra y puede que también diera con alguna clave que, acaso, pudiera haberle conducido a la segunda, quién sabe.
Domenicci sonrió enigmáticamente. El arcipreste se expresaba mal, pero él lo había entendido todo y disponía de información suficiente.
Durante la celebración de la misa, mossen Laurenç observó que había dos hombres desconocidos en el fondo de la iglesia. No eran vecinos del valle, estaba completamente seguro. El más viejo, una persona de gran alcurnia según su vestimenta y seguramente un eclesiástico de alta jerarquía, le miraba a él muy fijamente, con expresión adusta; el otro, un gigante de mirada extraviada, contemplaba los frescos de las paredes con embobamiento. Sólo había cuatro personas más, dos ancianas que nunca habían dejado de asistir a misa a diario y dos mujeres algo más jóvenes, que recientemente se habían hecho amigas de Marianna, cuya capacidad de encantar y seducir a la gente le sorprendía cada día más.
Estaba despojándose de la casulla cuando Guzmán Domenicci irrumpió en la sacristía y, golpeándole el pecho con ambas manos, le urgió en latín:
-Confiesa ahora mismo dónde escondes lo que robaste en casa de Joan Pere.
-¡Qué! ¿Quién sois?
-Sabes perfectamente quién soy y por lo que te pregunto.
Como si se hubiera desmoronado algo que le había costado mucho edificar dentro de sí mismo, Laurenç hundió la cabeza en su pecho. Había oído hablar de la llegada de un enviado vaticano y desde el primer momento sospechaba el motivo de su presencia en el valle, lo que le causaba miedo y zozobra, más por Marianna que por él. Ahora, sin embargo, casi veinte años de rigor y disciplina borraron en un segundo la relajación en que había incurrido durante el tiempo que ella llevaba en Trèdos, un soplo en comparación con toda una vida de respeto escrupuloso de las reglas. Su estatura superaba con creces la del siniestro hombre de expresión adusta y mirada como puñaladas, brillantemente ataviado pero no por ello elegante, que había empezado a golpear su pecho con saña. Mossen Laurenç encogió los hombros y humilló la cabeza de manera que el sometimiento resultaba muy patente y hubiera sido conmovedor para un espectador que no fuera el glacial enviado del Papa.
-Responde, miserable –insistió Domenicci con severidad-. ¿Dónde está lo que robó tu criada en esa casa?
Con igual mansedumbre, Laurenç indicó con el mentón uno de los numerosos cajones de la sacristía.
-Entrégamelo.
Laurenç obedeció. Dado que presentía que ello iba a causar el enojo de Marianna, y como cada día le repugnaba más la idea de contrariarla, abrió con pesar el cajón donde guardaba el rollo de pergaminos con el relato sobre el espanto de Montsegur, y se los entregó al hombre de Roma. Éste los desplegó para examinarlos con ojos muy ávidos y los labios apretados como si quisiera enmudecer un grito de júbilo que recorría su garganta. Mossen Laurenç advirtió que las manos de ese personaje arrogante y autoritario temblaban ligeramente mientras sujetaban los pergaminos para que permaneciesen extendidos sobre el amplio mueble de la sacristía, como si a pesar de su impavidez de roca fuese capaz de alguna clase de emoción. Pero sintió consternación cuando notó que Domenicci, sin apartar la mirada de la afiligranada escritura, movía repetidamente la cabeza en muy contrariados ademanes de negación, conforme iba dando una ojeada rápida a cada una de las hojas. Tras el repaso del último pergamino, miró al mossen con furor y le espetó:
-¿Dónde ocultas lo demás?
-No hay nada más, eminencia.
-¡¡Mentira!! –tronó Domenicci-. Es indudable que el nicho contenía más cosas, que tú me ocultas porque conoces su importancia.
-Perdonad, padre. Sólo había, además, una piedra…
-¿Como la que hallaste en esta iglesia? Ya lo sé. Se encuentra en mi poder. Dame aquella primera piedra y póstrate aquí, ante mí, para la penitencia y los correctivos, si es que sigues negándote a confesar dónde ocultas todo lo demás y no consientes en entregármelo.
Cabizbajo, Laurenç entregó el pequeño sello de mineral negro y se arrodilló frente a Domenicci.
-Juro por Dios que no había nada más, padre.
El enviado de Roma extrajo un aparatoso azote de la pequeña valija que portaba, al tiempo que gritaba:
-¡No invoques el nombre de Dios en vano, pecador miserable!
Y a continuación abofeteó el rostro de Laurenç, que se encogió aún más hasta quedar sentado sobre sus talones, con la cabeza agachada al nivel de los muslos de quien se disponía a castigarle, los brazos entrelazados para sofocar sus reacciones instintivas ante el dolor que estaba a punto de sufrir y los hombros humillados.
Mientras, Marianna había tratado de sonsacar al gigante, pero desistió pronto, ya que su torpe forma de expresarse resultaba una muralla infranqueable en la protección de los propósitos que albergase “su señoría”, como él se complacía en llamar al eclesiástico.
Escuchaba el rumor indistinto del interrogatorio en latín de Domenicci, así como el restallar de los latigazos que estaba propinando a Laurenç. Pero por más que se esforzaba, no conseguía oír ninguna protesta de éste, lo que le exasperó. Más que tristeza, su pasividad le causaba desconcierto y le atascaba el pecho con una masa amarga de hiel y desasosiego, porque un hombre de sus características se sometiera de tal modo a las injusticias de otro. El destino la había situado junto a un cura físicamente muy forzudo y superdotado, pero carente de fuerza de carácter. El volcán de la carne de Laurenç contrastaba de manera decepcionante con la tibieza de su espíritu. Si no lo impedía, él iba a seguir humillándose hasta el punto de perderla a ella, a causa de la impaciencia que le causaba su pusilanimidad, e inclusive podía llegar a inmolarse, perdiendo la vida del modo más absurdo. Tenía que hacer algo.
El gigante se había adueñado de la puerta que comunicaba la vivienda con la sacristía y dar un rodeo para intentar entrar a través de la iglesia resultó en vano; Domenicci había tenido la precaución de cerrar la puerta principal y atrancarla con los cerrojos.
Se preguntó qué hacer. Gracias a los muchos años vividos en un palco privilegiado de Zaragoza, conocía de sobra la morosidad de los interrogatorios disciplinarios de las jerarquías eclesiásticas. Su eternización como consecuencia del tesón y la paciencia con que la expectativa de eternidad dotaba a los creyentes dotados de poder. Sabía mejor que nadie que Laurenç no tenía mucho que decir, lo que según su experiencia provocaría la exasperación y la ira del hombre de Roma y su determinación de no cejar. Comprendió por ello que lo peor del interrogatorio estaba por producirse y conocía de sobra lo muy lejos que podían llegar los castigos que conllevaba, lo que le causaba algo semejante a la náusea.
Tenía que encontrar con urgencia un atajo.
Sonrió al gigante con expresión muy afable, como si en su mente no se estuviera desatando una tormenta, y le propuso prepararle un refresco, para ver si podía ganarse su confianza. Piero no respondió, ni aceptó ni agradeció la invitación, pero Marianna la dio por consentida y, moviéndose cauta y graciosamente para no despertar recelo, estrujó dos limones, cuyo jugo batió con miel añadiéndole agua fresca. Piero se tomó la jara completa de un trago y compuso lo que parecía vagamente el remedo de una sonrisa.
-Supongo que tú y su eminencia querréis almorzar con nosotros.
Piero permaneció en silencio. Marianna detectó en sus ojos el apetito o, más bien, el ansia voraz de comer y el temor a comprometerse con un asentimiento que pudiera acarrearle una reprimenda.
-No tengo viandas suficientes, así que debo bajar a la plaza de Tredòs.
El hombre no se movió ni pestañeó, pero Marianna se dio por autorizada a salir y, echándose una toquilla sobre los hombros, abandonó la estancia con estudiada y precavida lentitud. Notó que el gigante componía un ademán de alarma y que, al mismo tiempo, se contenía de actuar como si se reprimiera para no incomodar ni estorbar con sus llamadas lo que hacía su amo.
Fuera de la vivienda, Marianna se aupó sobre las puntas de los pies, bajo el ventanuco de la sacristía, para tratar de escuchar. Domenicci repetía en latín una y otra vez lo mismo, “reponde, miserable”; aparte del soniquete de esa voz, creyó distinguir algún gemido muy quedo y contenido de Laurenç. No lo amaba, pero no podía consentir que ese hombre detestable consumara lo que estaba comenzando a hacerle.
Ya tenía varias amigas en la aldea, si podía considerar amigas a unas personas cuyo único tema de conversación era cómo cocinar mejor el civet o la olla aranesa. A pesar de ello, sabía que podía contar con ellas porque notaba cuánto les deslumbraban sus relatos sobre la vida en la gran ciudad zaragozana, pero no creía que pudiera pedirles ayuda ahora. Era inimaginable que esas aldeanas actuasen contra una jerarquía de la Iglesia.
¿Qué podía hacer ella sola?
Recurrir a la fuerza sería un error. El gigante era como una roca, pesada y torpe pero roca. El otro, con sus galas recamadas, podía ser puesto fuera de combate con facilidad a causa de su atildamiento, que entorpecería sus movimientos. Pero para llegar a él necesitaba librarse del tal Piero. Éste se había tomado la jarra de refresco como sorbería un vaso pequeño una persona normal y hasta pareció esperar que le preparase en seguida una jarra igual. Esa iba a ser la vía.
Compró al cabrero un chivo que mandó matar y desollar en el mismo momento. En el huerto de la señora Lucía eligió dos tomates, dos cebollas y seis patatas. En la tahona, escogió el pan mayor y de aspecto más goloso. Del resto de los ingredientes disponía de reservas en la cocina cural. Por último, fue a la casa de una anciana a quien, por las murmuraciones, suponía que podía pedirle lo que necesitaba.
Cuando Marianna volvió a la casa, daba la impresión de que el gigante no se hubiera movido del punto donde lo viera más de una hora antes. Hasta creyó que ni siquiera había pestañeado. A pesar de su enormidad, y si no tuviera razones para angustiarse por lo que estaba ocurriendo tras la puerta que guardaba, componía una figura risible, ya que su rigidez y la expresión bobalicona del rostro no causaban la misma impresión imponente que los colosales volúmenes de su cuerpo desgarbado.
Se dio a preparar el guiso con gran despliegue de actividad, pues necesitaba disimular la elaboración de lo que esperaba que fuese la solución. No paraba de mirar al gigante de soslayo, para ver si él, a su vez, la miraba a ella. Efectivamente era así, pero sabía que no se trataba de deseo erótico el interés que fulguraba en sus ojos, sino ansia de devorar cualquier cosa; por ello, puso a calentar el perol con la manteca y vertió poco después la cebolla y el tomate picados, que era lo que antes extendería por toda la casa un intenso olor que excitaría la voraz glotonería del guardián. Y así fue. Cuando los aromas flotaron en la estancia como una nube de promesas gustativas, Marianna advirtió de reojo que se agitaba como si estuviera conteniendo con mucha dificultad el impulso de lanzarse hacia el fogón y conformarse con untar el crujiente y dorado pan con la fritura inacabada.
Ahora tenía que ser. Dando la espalda al gigante hipnotizado por lo que bullía en el perol, vertió en el almirez el triple de la dosis del preparado que la anciana le había indicado; lo majó con cuidado de que quedase reducido a polvo y lo echó en el fondo de la jarra. En seguida, estrujó dos limones directamente encima y añadió una taza de miel; cuando ya estaba vertiendo agua fresca y comenzaba a batirlo, se dirigió a Piero:
-Veo que tu apetito se impacienta. No te preocupes, el guiso estará listo antes de media hora y vas a chuparte los dedos, te lo aseguro. Pero como te gusta tanto la limonada y seguramente tendrás más sed, aquí tienes, te he preparado otra jarra, lo que te ayudará a soportar la espera.
El gigante dudó, como si alejarse tres metros de la puerta constituyese una deserción, por lo que ella se aproximó a él con la suavidad y simpatía que llevaba fingiendo tanto rato y la sonrisa más seductora que pudo dibujar sobre la máscara de su preocupación por lo que estaba padeciendo Laurenç.
Tras una corta vacilación, Piero sorbió el contenido completo de la jarra, también en esta ocasión de un trago. Pero no ocurrió nada. Permaneció en su rígida afectación de guardia sin que se produjera lo que la anciana había asegurado que iba a suceder en pocos segundos con una dosis tres veces menor.
Marianna continuó con los preparativos del guiso, al tiempo que cavilaba en busca de una alternativa, convencida de que el derrumbe de Laurenç era inminente, al que con toda probabilidad seguiría el suyo, porque si él llegaba a una confesión falsa para librarse de la tortura como habían hecho tantos otros bajo los tormentos de la Inquisición, le atribuiría a ella culpas inventadas y su torturador no iba a dejarla salir indemne. Añadió al perol las patatas peladas y cortadas en gajos grandes y, tras remover enérgicamente la mezcla, vertió caldo hasta cubrir el refrito y, en seguida, puso las tajadas de carne salpimentada. ¿Qué iba a hacer?, se preguntó con el pensamiento torturado por los gritos que sonaban en la sacristía, sólo de Domenicci, pues el mossen había enmudecido; la voz del romano había pasado de ser un alarido rajado por la histeria, a convertirse en una especie de bramido animal. Sonaban frases guturales con ecos que causaban escalofríos, como si surgieran del infierno. Temió lo peor, ya que por más que afinaba el oído no escuchaba quejas ni lamentos de Laurenç. Cuando añadió las especias al perol, de nuevo emergió una golosa tormenta de olores y miró de reojo al guardián, asombrada de que no le ocurriese nada.
Pero entonces fue cuando sucedió. Con la misma rigidez en que había permanecido casi dos horas, cayó de bruces como si fuese un árbol talado. Fue a dar sobre dos banquetas y la esquina de la mesa antes de derrumbarse en las lajas de piedra del suelo, lo que causó gran estrépito que, al instante, fue seguido por el cese de la voz del romano. Marianna comprendió que Domenicci había adivinado que algo grave estaba ocurriendo frente a la puerta y, antes de que ésta se abriera, tomó apresuradamente de la pared el machete de más de medio metro que mossen Laurenç llevaba cuando salía de caza.
De repente, el enviado vaticano se encontraba petrificado bajo el dintel de la puerta, con los ojos desorbitados fijos en el cuerpo caído de su criado. No podía concebir que el colosal Piero hubiera sido vencido por el sueño ni, mucho menos, por el ataque de una mujer. Tenía el rollo de pergaminos aferrados con la mano izquierda y sujetaba con la derecha un azote con tormentos de acero en las puntas, que rezumaban gotas de sangre. A pesar de la tensión extrema, Marianna observó dos detalles con estupor; el clérigo se había desprovisto de las galas de brocados con que había llegado, seguramente para que no se le mancharan de sangre y, estando cubierto sólo por una especie de camisón blanco algo sucio, se notaba claramente el estado de erección de su órgano viril. Esto desató su furia.
Ante la mirada incrédula del romano, arremetió contra él enarbolando el machete. Domenicci levantó la mano con que sujetaba el azote para defenderse y contraatacar, pero Marianna fue más rápida y le asestó una sarta de machetazos en la cabeza y el brazo alzado. No intentaba matarlo, sólo le propinaba golpes planos con la hoja, no con el filo. En un instante, el clérigo se derrumbó sobre el cuerpo de su sirviente con la parte superior del camisón manchado profusamente de sangre.
Marianna saltó sobre los dos cuerpos con aprensión por si un movimiento le indicara que no podía confiarse, y corrió a auxiliar a Laurenç. El párroco de Tredòs continuaba arrodillado, como si fuera incapaz de moverse a pesar del alboroto.
-Mossen, ¿me oís?
Laurenç asintió con un levísimo movimiento de cabeza y permaneció con la inmovilidad de una imagen del Cristo de la Humillación. Marianna dio una vuelta a su alrededor. Tenía la camisa hecha jirones y caída sobre el cinturón, por lo que su poderoso torso aparecía desnudo y vencido. Presentaba tantos jirones de piel como de tela ensangrentada descolgados por la espalda, los hombros y el pecho, todo sobre una horrenda pulpa rosa de carne desollada.
-Que Dios lo confunda, maldito sea, y que se lo lleve el Diablo –maldijo Marianna.
-No digas esas cosas –murmuró Laurenç con un quejumbroso hilo de voz-, que son pecado.
-¿Pecado, mossen? ¿Hay un pecado mayor de lo que él ha hecho con vos? Lo suyo sí es pecado, un pecado repugnante que ofende gravemente al Señor. Sabed que disfrutaba tanto con vuestro tormento, que cuando ha salido a atacarme tenía enhiesto el miembro viril, Virgen misericordiosa. ¡Sentía placer sexual torturándoos, recreándose con la vista de vuestra sangre y vuestro sometimiento! Que el Demonio se complazca de igual modo torturándolo a él.
-Por Dios, Marianna –sollozó Laurenç.
-Callad, mossen. Y ayudadme a curaros antes de que se os gangrene medio cuerpo, podrido por estas heridas tremendas.
Mientras le ayudaba a incorporarse, lo forzaba a sentarse y le aplicaba ungüentos de caléndula para curarle las heridas innumerables, el sacerdote miraba sombríamente los dos cuerpos. ¿Qué iban a hacer con ellos? Tenían que hacerlos desaparecer, pero ¿iban a ser capaces de idear un subterfugio que justificase su desaparición, cuando tanto el arcipreste como los jefes de la guarnición debían de estar al tanto de la visita? Aunque estas preguntas le ayudaban a evadirse del dolor que el cuidado de Marianna le causaba, todo lo que el mossen conseguía imaginar le producía sufrimiento, porque ningún destino que pudiera concebir les hacía aparecer juntos a los dos en lo sucesivo. Una vez que Marianna dio por terminada la cura, y con los brazos, el pecho y la espalda llenos de vendajes, dijo el mossen:
-¿Qué hacemos con los cadáveres, Marianna? No podemos dejarlos aquí, y un enterramiento reciente en el cementerio parroquial sería tanto como una confesión de culpabilidad.
Como si la pregunta fuese un recordatorio, ella saltó hacia Domenicci y su criado, los tocó para comprobar que estaban muertos y sólo entonces se atrevió a soltar la presa con que el clérigo aferraba el rollo de pergaminos, y de nuevo, como en casa de Joan Pere, se los guardó en el refajo. Tras reflexionar unos minutos, respondió a Laurenç:
-Mediada la tarde, hay muy poca gente por los campos. Cuando hayáis descansado y consigamos con cocimientos que se os calme el dolor, engancharé el caballo y traeré la tartana junto a la puerta. Ojalá que entre los dos seamos capaces de cargar los cuerpos para llevarlos donde nadie los pueda encontrar.
A modo de mortaja, ataron y envolvieron el cuerpo semidesnudo de Domenicci con sus propias galas y a Piero, con un lienzo de harpillera. A continuación, Marianna terminó el guiso y obligó a Laurenç a comer para reconfortarse.
El arcipreste mossen Pèir comenzó a preocuparse por la tardanza de Guzmán Domenicci cuando se hizo evidente el retraso respecto de la hora señalada para el banquete con que le iba a agasajar. Dado que el romano le había respondido con satisfacción que sí asistiría, sentía turbación ante las miradas benevolentes y escépticas de los principales párrocos del valle, sentados todos en torno a la mesa hacía ya mucho rato.
Sabía lo que pasaba por sus cabezas. Todos eran araneses como mandaba la Querimonia; casi todos curas viejos y más que curados de espanto, no eran crédulos en absoluto. Anteponían el escepticismo a cualquier otra actitud en el enjuiciamiento y consideración de todas las cosas. Adivinaba que estaban pensando que él se había precipitado, convencido de que el enviado romano iba a rebajarse a comer una pobre pitanza junto a tan modestos curas rurales. Lo más probable era que Domenicci prefiriese el refinado almuerzo de los oficiales y jefes de la guarnición de la Sainte Croix, saboreando una comida que sería mucho más delicada que la de la vicaría.
Cuando fue demasiado tarde para seguir esperando, comieron en silencio, mientras mossen Pèir acechaba los ruidos por si, finalmente, y aunque al deshoras, el romano se dignaba acercarse a su casa. Viendo que acababa la comida y la llegada seguía sin producirse, mandó a un criado a preguntar en el fuerte la hora en que su señoría iba a dignarse volver al arciprestazgo.
Cuando el criado volvió con la información de que Domenicci no se encontraba en el Fuerte de la Sainte Croix, el arcipreste dio rienda suelta a sus alarmas.
Un vecino podía sorprenderles cuando mayor fuera su convicción de haberse salvado. Aparte del encogimiento por el dolor de sus heridas, Mariana notaba el agarrotamiento de las manos de Laurenç sujetando las bridas para refrenar al caballo pendiente abajo, y la expresión de su rostro, más sombría y agorera de cuanto creía que él fuese capaz de sentir, peor inclusive que cuando lo había obligado a enderezarse tras el tormento inhumano que había sufrido.
El camino descendía entre arbustos de retama y monte bajo hacia el llano que presidía Salardú, donde el bosque era más espeso que en Tredòs, pero cerca del pueblo no podían ni intentar deshacerse de los dos cadáveres, ya que los vecinos eran más encontradizos por los desplazamientos que les exigían las tareas de sus campos, no tan escarpados como el repecho donde se alzaba Nuestra Señora de Cap d’Aran. Tenían que encontrar un lugar discreto y recoleto, donde no fuera habitual el paso de gente pero donde el Garona fuese lo bastante hondo.
-En Unha hay un buen tajo desde donde arrojarlos –dijo Laurenç.
-Pero es seguro que caerían sobre el prado y los encontrarían en pocas horas- opuso Marianna.
-¡Dios mío! Nos hemos ganado todos los castigos en éste y el otro mundo…
-No os lamentéis tanto, mossen, que la desesperación no es buena para actuar con serenidad y sangre fría.
-¿Aún me llamas “mossen”? Ya no lo merezco.
-Callad, por Dios.
-También debes tutearme, porque descontado lo que nos une soy el más indigno y despreciable de los mortales.
Mariana giró el cuello hacia él con expresión muy severa y, ante los ojos desorbitados del cura, le dio una bofetada.
-Callad de una vez, mossen, que tendríais tiempo de sobra para gemir y llorar si por vuestra irresolución diésemos lugar a que nos encierren. Ahora, tenemos que actuar con rapidez, con la cabeza fría.
Laurenç se mordió los labios. Durante unos minutos, prevaleció en su ánimo la perplejidad que le había causado la bofetada, lo que amainó el vendaval de su conciencia, al tiempo que crecía un torbellino de dudas sobre si debía o no castigar a Marianna por su insolencia.
-Mossen, ved aquel soto a la vera del Garona. Detrás, parece que corre el río ya caudaloso tras haber desembocado el Unhola; si pudiésemos meter el carromato entre los árboles y hubiera un terraplén, es el lugar perfecto.
Llegados junto al bosquete, vieron que la carreta no pasaría. Marianna sacó el machete y se lo entregó a Laurenç, a quien empujó para que saltara a tierra.
-Id desbrozando con la energía que os dará pensar que si nos cogen, seremos ejecutados.
Pareció que, en efecto, la advertencia impulsara su fuerza a pesar del dolor y los vendajes. Con expresión de rabia y como si no tuviera medio cuerpo convertido en una llaga, Laurenç se puso a golpear furiosamente contra las ramas bajas de los abetos y las hayas que formaban el soto. Tenía la ropa empapada de sudor sonrosado por la sangre cuando, media hora más tarde, dio paso a Marianna, que arreó al caballo hasta situar la tartana cerca del tajo. Sin mediar palabra, ella se volvió en el pescante hacia los cadáveres y comenzó a empujar el de Piero con los pies hacia atrás, hasta que, sobresaliendo por el borde del carromato, Laurenç consiguió poner al gigante casi vertical en el suelo, con la espalda apoyada en la tartana; sin soltarlo, abrazado a él por la cintura, se agachó para coger varias piedras, que fue introduciendo en sus bolsillos. A continuación, lo dejó caer hacia el río. En el momento de hacerlo, tuvo un sobresalto; de reojo vio que el cadáver de Domenicci había movido levemente un brazo. Cayó sobre él, creyendo que fingía el desmayo, pero el cuerpo estaba completamente laxo. Debía de haber sido una alucinación producto de su consternación.
Tomó el cadáver en brazos, ya que le resultaba lo bastante ligero para cargarlo, y dio un paso hacia el tajo, momento en que le alarmó un rumor; pero al girar la cabeza hacia el pescante de la tartana, Marianna no se encontraba allí, por lo que supuso que había bajado para desahogar sus necesidades y de ahí el ruido. Iba a lanzar el cadáver cuando escuchó una voz que le preguntaba en francés:
-Eh tú, ¿qué estás haciendo?
Junto con la frase, se escuchó el chasquido de un arma que era preparada para el disparo. Soltó el cuerpo de Domenicci hacia el río antes de volverse hacia la voz, con objeto de que no se notara la importancia del muerto ni su identidad, si el intruso estaba lo bastante cerca para comprobar que se trataba de una persona. El cadáver cayó al agua en un punto que parecía profundo, aunque sin las piedras que lo hubieran llevado al fondo al instante y que no había tenido tiempo de meter en sus bolsillos. Al girarse muy lentamente, exhibiendo las palmas de las manos para demostrar que estaba desarmado, sintió un pellizco en el corazón. Una pareja de soldados franceses le apuntaban con sus mosquetes.
-He venido a tirar un cerdo que se me ha muerto –dijo Laurenç con el raciocinio bloqueado.
-¿Tan lejos de su parroquia, mossen? –ironizó el soldado de mayor graduación, un cabo tal vez.
Laurenç se estremeció. Le habían reconocido.
-No parecía un cerdo, mossen –dijo con tono sarcástico el soldado joven-. Tenía ropa.
-Es un envoltorio que le he puesto, porque comenzaba a heder.
El sacerdote vio la incredulidad en las expresiones irónicas de ambos militares, dispuestos a llegar al fondo de la cuestión y no dejarse engañar por argucias. Examinaban con interés las manchas de sangre de su camisa y el abultamiento de los vendajes. Sus miradas eran de acero y el alerta con que los militares franceses se comportaban a todas horas en el valle por sentirse amenazados, era en estos momentos una especie de toque a rebato en la rigidez de sus ademanes. Comprendió que él y Marianna tenían pocas probabilidades de salir del atolladero, y lamentó que en su biografía no hubiera más transgresiones que las relacionadas con su sexualidad. Sus treinta y dos años habían transcurrido con excesiva placidez y sin sobresaltos, por lo que carecía de la astucia de quienes se ven obligados desde niños a superar barreras.
-Era un envoltorio demasiado lujoso para un cerdo –comentó acusadoramente el cabo-, con tan brillante brocado y tantas preseas.
A punto de iniciar una nueva argumentación tan poco convincente como las demás, Laurenç vio que Marianna se acercaba cautelosamente por detrás de los dos uniformados. Comprendió que debía de haberlos oído llegar y abandonado por ello la tartana; habría permanecido escondida donde observar a los intrusos, para evaluar la situación y poder sorprenderlos. Laurenç temió que de nuevo se arriesgara con otra temeridad, como cuando atacó a Domenicci, y sintió el impulso de hacerle desistir con un gesto; lo reprimió a tiempo, al caer en la cuenta de que el gesto sería notado también por los militares, lo que la delataría y sería su perdición.
-Hay que bajar al río, a ver qué había envuelto en esas ropas de aristócrata… -dijo el cabo.
Con fascinación, Laurenç advirtió que Marianna alzaba el machete que había mantenido escondido en su costado. ¿Qué se proponía? No podía matar a los dos hombres a tiempo de impedir que uno de ellos le disparase. El debía vencer los escrúpulos y el miedo, impropios de un hombre de sus facultades físicas, olvidar el dolor de sus heridas, superar su carencia de recursos y prepararse para actuar.
En cuanto la vio saltar y arremeter contra el que se encontraba a su izquierda, que era el más joven, él se lanzó contra el cabo y consiguió derribarlo antes de escuchar su disparo, como un trueno cuyo mortífero rayo le quemó el pecho.
Furiosa y con un fuerte amargor en la boca seca, Marianna extrajo el machete del vientre reventado del joven soldado y se lanzó contra el cabo, que acababa de abatir a Laurenç de un disparo que debía de haberle partido el corazón.
Pero se trataba de un soldado curtido en azarosas batallas. La acometida del mossen lo había dejado tumbado con su peso encima y, en medio, el mosquete ya disparado. Se dio cuenta de que la enloquecida mujer iba a caer sobre él para hundirle el machete en el pecho. Tomó aire y con un estallido de toda la fuerza que le quedaba, movió el cuerpo que le aprisionaba a fin de que le sirviera de barrera contra el golpe que estaba a punto de recibir. Ese movimiento inesperado hizo que Marianna contuviera su ímpetu, desolada por la pena de acuchillar al hombre que tanto la había querido, aunque estuviese muerto.
Ese instante de vacilación bastó para que el veterano militar encontrase la oportunidad; su arma ya había sido disparada y la mujer obstaculizaría el intento de coger la de su compañero, que no había tenido ocasión de usarla y, por consiguiente, continuaba cargada. Según la furia loca con que actuaba, ella no vacilaría en rebanarle el cuello, así que hizo lo único que podía hacer, apresurarse a escapar. Rodó por el suelo hasta un punto donde ponerse de pie antes de que ella tuviese tiempo de arremeter contra él y, desde allí, echó a correr. Unos instantes más tarde, Marianna oyó el trote de un caballo que debía de haber permanecido amarrado no muy lejos.
Capítulo V
ENIGMÁTICA CLAVE
Mayo de 1811
Era mucho mayor su rabia que su tristeza, muy superior el ansia de reprochar a los hados y al destino su arbitrariedad que el abatimiento que sentía ante las consecuencias de esa arbitrariedad. Arrodillada junto al cuerpo inmóvil de Laurenç, Marianna se preguntó qué hacer. El cabo francés que había huido no tardaría en regresar. Cabalgaría hasta el fuerte de la Sainte Croix, daría a sus oficiales parte de lo ocurrido y volvería con un destacamento en busca del soldado muerto, con orden de apresarla.
Tenía que huir y no podía volver a la parroquia, lo que sería como echarse a sí misma la soga al cuello, porque estaba claro que los soldados habían reconocido al sacerdote.
Acercó el oído al pecho de Laurenç con la respiración en suspenso, en busca de un signo de vida. No le encontraba explicación a la angustia que sentía y en ese momento cayó en cuenta de lo muy numerosos que eran los sonidos del bosque, como si todo él fuese un ser vivo y los rumores representaran las palpitaciones de su corazón de piedra. Escuchó lo que parecía el canto de un urogallo acompasado extrañamente con el croar de las ranas; zumbidos de insectos, abejorros tal vez; el murmullo del aleteo de los pájaros se mezclaba con las carreras de las martas y los saltos de las ardillas.
-Mossen, responded, por lo que más queráis.
Había mucha sangre nueva en su pecho, que ya no era sólo la que rezumaba de los latigazos, pero daba la impresión de que continuara fluyendo, lo que significaría que aún restaba un soplo de vida. Notó una levísima sacudida, como un espasmo que acaso fuera el último de una vida que abandonaba de prisa el cálido cuerpo. Volvió a acercar el oído al corazón, en la parte del pecho más ensangrentada entre las vendas de la cura. Aunque muy débilmente, el corazón latía. Sin comprender por qué, esa constatación le produjo tanto júbilo que rozó la frente del mossen con los labios.
Puesto que él había arruinado su vida y renunciado a cuanto poseía por su causa, debía hacer cuanto estuviera en sus manos para que sobreviviese. Mas el tiempo apremiaba. ¿Cuánto podía tardar el militar en cabalgar las dos leguas que mediaban hasta el acuartelamiento? ¿Cuánto totalizaría la ida y el regreso, junto con el informe que presentaría a sus superiores? ¿Una hora? Ése era el tiempo de que dispondría para contener la hemorragia, hacerle una primera cura, auparlo a la tartana y desaparecer.
Rasgó un festón de su enagua, con el que compuso una compresa que presionó sobre la herida. Vio con pena que se volvía roja al instante, lo mismo que las vendas de la cura que le había hecho en la cocina, pero ello le dio aliento, porque mientras sangrara estaba vivo. Puso una piedra grande encima de la compresa, para así contener la hemorragia, y corrió por entre los árboles con los ojos como luminarias, a ver si reconocía lo que tanto había contemplado y estudiado en los libros. Encontró pronto la planta que en la comarca llamaban “farigola”, pero que ella había conocido en Zaragoza como tomillo y que estaba segura de que constituiría un buen antiséptico; se sirvió de una laja de piedra para descortezar un tronco de saúco, cuyas flores también recogió; finalmente, en la linde del bosque con el prado, dio con unas cuantas malvas, aunque tan raquíticas que no podía asegurar que fueran realmente malvas. Corrió de nuevo junto a Laurenç y usó dos piedras más o menos planas a modo de mortero. Macerando todo ello, preparó un emplasto, que colocó sobre la herida como una cataplasma; arrancó un nuevo jirón de su enagua para disponer de vendas y cuando le pareció que la sangre comenzaba a coagularse, realizó un vendaje muy aparatoso y apretado abarcando el pecho, el hombro y la parte superior del brazo izquierdo del mossen. Volvió a posar el oído para ver si el corazón continuaba latiendo, y tuvo la sensación de que el pulso era un poco más vigoroso.
Se había recreado muchas veces admirando la exuberancia corporal de Laurenç, pero ahora lamentó que no fuera menos pesado, porque a causa de los grandes pedruscos negros que orlaban el tajo sólo pudo acercar la tartana a tres metros del herido. Tenía que reprimir las prisas de escapar cuanto antes, porque sabía que un movimiento brusco haría que se rompiera el frágil hilo que ligaba a Laurenç con la vida.
Cuando, tras muchos intentos inútiles, comenzaba a creer que no podría alzarlo sobre el carromato, y que, por lo tanto, no iba a poder salvarlo, recordó cómo habían llegado hasta ese punto atravesando el soto. El sendero que el párroco había abierto estaba orlado de ramas recién cortadas, algunas de considerable tamaño. Mientras las recogía y las limpiaba con el machete, a Marianna le asombró que a él le hubiera resultado tan fácil podar con tanta rapidez algunas de las mayores, que presentaban un grosor notable. Alzó con cuidado el costado derecho de Laurenç y colocó una tranca debajo del hombro y la cadera; hizo lo mismo bajo el costado izquierdo, y en ese momento oyó un debilísimo gemido. Bien; si le dolía, era porque estaba vivo, maldita fuera la mano del francés y bendita su falta de tino. Desgarró un nuevo jirón de su enagua, con el que lió el cuerpo del mossen abarcando firmemente las dos trancas. Poco a poco, y algo más confiada puesto que el herido estaba inmovilizado por una especie de arnés, fue jalando de él hacia la tartana. Llegada junto a ella, desató el caballo y permitió que el carromato se inclinara hacia atrás sobre el eje de su único par de ruedas; así, le resultó menos arduo empujar al herido hacia el interior, demasiado corto para un hombre de su tamaño que, además, permanecía rígido sobre trancas. Cuando comprobó que la mayor parte de su peso descansaba sobre la plataforma de madera, volvió a atar el caballo y consiguió que nivelara de nuevo la tartana.
En cuanto creyó que Laureç reposaba con seguridad sobre el vehículo, desnudó el cadáver del francés para ver si con su ropa podía simular que el mossen era un soldado. Pero le había abierto el vientre y el uniforme estaba manchado profusamente de sangre; mas llevaba un voluminoso monedero cogado del cinto donde encontró con júbilo un papel que parecía un salvoconducto y cinco monedas de oro. Corrió con el botín hacia la tartana y arreó el caballo para salir con cautela del soto. Antes de mostrarse en campo abierto, miró ansiosamente en todas las direcciones hasta asegurarse de que nadie cabalgaba ni en su dirección ni por los alrededores.
Ahora se le planteaba un nuevo problema. ¿Dónde ir? No podía dudar mucho tiempo, porque los soldados franceses estarían a punto de alcanzarla. Nunca había subido por las alturas de Forat de l’Embut, que pasaban la mayor parte del año cubiertas de nieve, pero había oído mencionar unas cuevas que había al lado de la linde de Francia. No sabía si eran naturales o producto de un abandonado intento minero en un lugar imposible, pero sí había escuchado a las viejas, de niña, hablar en susurros -entre temerosos y admirados- de que esas minas servían de refugio a los bandoleros que contrabandeaban con el país del norte. Ahora, ya no había razón para el contrabando, puesto que el ejército de Napoleón se había apoderado del valle, y supuso que los refugios habrían sido abandonados por los contrabandistas. Esperaba que cerca, un poco más arriba, hubiera agua disponible, porque también mencionaban una laguna en la montaña que nunca se congelaba del todo. Dispondría de agua y teniendo dos mosquetes, la caza no podía faltar, hasta que ocurriera un milagro y Laurenç se curase. Después… ignoraba lo que podían hacer después. Sólo de una cosa estaba segura: la vida no les había creado para permanecer juntos hasta la vejez, por lo que cuando él se restableciese si no moría, ella buscaría nuevo acomodo.
Hizo votos para que no quedase mucha nieve allí arriba y arreó al caballo hacia la cabecera del estrecho valle del río Unhola, que por ser perpendicular al del Garona y tan inhóspito, consideró que a los franceses no se les ocurriría que hubieran huido hacia tales alturas.
Faltaba poco para anochecer cuando avistó las cuevas. Tiritaba de frío y el herido presentaba una lividez cadavérica. En Trèdos, había que usar ropa cálida inclusive en primavera, pero en esos picos necesitaban mucho abrigo, que no tenían. En vez de morir sólo Laurenç, iban a morir los dos, congelados. Pasado un tiempo, años quizá, alguien descubriría sus cadáveres y el misterioso rollo de pergaminos continuaría intacto, tal como seiscientos años antes, junto a la cintura del esqueleto. Si era listo y perspicaz, ese alguien reemprendería la búsqueda del tesoro de los cátaros y seguramente viviría feliz el resto de su existencia, entre riquezas y títulos nobiliarios recién comprados. Esta idea le produjo amargura, lo que fue un nuevo estímulo para su temperamento. Con los labios apretados y el puño derecho levantado hacia el horizonte opalino, se hizo a sí misma una promesa. Tenía que salvar a Laurenç y salvarse ella misma, pesara a quien pesase y aunque todas las inclemencias del universo se le opusieran. Iba a sobrevivir y lograría que el mossen sobreviviese.
Por lo pendiente y pedregoso del terreno cubierto de escarcha resbaladiza, la tartana no podía llegar hasta la boca de la cueva que le pareció más acogedora. Afortunadamente, las dos trancas que formaban la parihuela eran más largas que el cuerpo de Laurenç; una vez desenganchado de la tartana, el caballo pudo arrastrarlo hasta el interior.
Marianna descubrió con alegría que los contrabandistas habían abandonado sus enseres, entre los que abundaban las mantas, con una de las cuales cubrió a Laurenç en seguida y con otra se arropó ella porque le castañeteaban los dientes. Pero había muchas más cosas. Cajas cerradas que al día siguiente revisaría a ver qué guardaban, jergones, ropa maloliente, paja abundante y… ¡embutidos colgados de los entibados!; los gruesos puntales y travesaños de madera de haya que sostenían la mina estaban llenos de colgajos de tripas rellenas, muy irregulares y elaboradas con tosquedad. Hizo cuentas del tiempo que llevaban los franceses en el valle y cuánto había podido transcurrir desde que los contrabandistas dieran por fenecido su negocio y abandonaran el refugio; era demasiado para que los salchichones y tasajos de carne salada permanecieran tan frescos. ¿O era a causa del frío permanente de esas alturas? En realidad, no le importaba resolver el enigma sino sobrevivir.
Sirviéndose de las parihuelas, dirigió el caballo hasta que pudo acostar a Laurenç en un jergón, y a renglón seguido lo desató de las dos ramas y lo cubrió con tres mantas más. Tenía fiebre, pero no parecía mortal; tocó el hombro a ver si la inflamación era alarmante, momento en que él ronroneó. A Marianna le hizo sonreír ese pasional signo de recuperación, pero al instante siguiente renació la pregunta que le había estado alejando más y más del sacerdote: la sensualidad exacerbada de ese hombre era lo que la mujer más fogosa podía soñar; ¿por qué a ella no le conmovía, por qué con él no alcanzaba el placer con el que soñaba desde las primeras lecturas a escondidas?
Se libró del rollo de pergaminos porque le incomodaba dentro del refajo, lo colocó junto al jergón, cerca de su cabeza, y se echó junto a Laurenç, a fin de despertar si él se quejaba. Se sentía tan cansada, que los ojos se le cerraban a pesar de los esfuerzos por mantenerlos abiertos. ¿Podía hacer algo más para asegurarse de que Laurenç sobreviviera? Con esa pregunta consiguió mantenerse en vela unas dos horas, pero estaba exhausta y en un lugar tan frío era muy agradable arrebujarse junto al ardiente cuerpo masculino.
Algo, no sabía qué, interrumpía su sueño. En el duermevela, creyó que se trataba de la mano de Laurenç que apretaba la suya, una mano más cálida de lo habitual a causa de la fiebre.
Con desasosiego porque él persistiera en su enamoramiento aun en estado de delirio, y con fastidio porque los remordimientos pudieran desvelarla, Marianna se desasió del apretón, dio media vuelta y trató de acurrucarse para dormir un poco más, pero escuchó que alguien hablaba en murmullos. Abrió los ojos con un sobresalto que, como si la impulsara un resorte, le obligó a incorporarse hasta quedar sentada; había siete hombres alrededor de los jergones que ocupaba con Laurenç.
Una vez que su mirada adormilada consiguió enfocar las ropas que vestían, comprobó que no eran soldados franceses. Se sintió menos intranquila, pero tenía que calcular el riesgo de haberse colado en la guarida de los bandoleros. Éstos no mostraban hostilidad, puesto que habían hablado en susurros para no despertarlos en vez de reprenderles por la intrusión. Pero ello no era garantía para el porvenir, porque no tenía otro refugio que consiguiera imaginar y a Laurenç no podía ni plantearse la posibilidad de moverlo si les exigían abandonar la mina. Una voz acabó con sus conjeturas:
-¿Sois el párroco de Tredòs y su… sobrina, la zaragozana?
Mariana comprendió que la noticia de lo ocurrido el día anterior recorría el Valle de Aran.
-¿Y qué, si somos quienes decís?
-¡Habéis acuchillado a un francés!
No era una pregunta, sino una exclamación, y parecía teñida de asombro.
-¿Quiénes sois vosotros?
El de la exclamación se golpeó el pecho diciendo:
-Yo me llamo Miquèu –y a continuación fue señalando a los demás-: Y éste es Bartolomèu, y éste, Ferran. Aquellos cuatro que están a vuestra izquierda son Francesc, Jan, Jusep y Tòn.
Mariana consideró que si iban a perjudicarles, no tenían sentido las presentaciones. Sus nombres no le aclaraban el porqué de esconderse en un lugar tan inhóspito. ¿Eran o no bandoleros?
-¿De dónde habéis sacado esto?
Marianna vio con alarma que el tal Miquèu blandía el rollo de pergaminos como si fuera una tranca amenazadora. Por lo que recordaba, muy poca gente en el valle sabía leer, y supuso que el gañán que le preguntaba no podía intuir lo que esos documentos significaban. ¿O sí? La expresión radiante de Miquèu parecía la de quien cree haberse topado con el “ábrete sésamo” de la cueva de Alí Babá.
-¿De dónde supones tú que lo he sacado?
-Esto tiene que ver con los cátaros; me da que lo has desenterrado de algún lugar secreto, una tumba de Trèdos tal vez.
-¿Por qué afirmas que tiene que ver con los cátaros?
-Porque acabo de leer todos los pergaminos. Bueno, todos menos los que son cuentas.
-¿Sabes leer la lengua de oc? –Marianna sentía asombro.
-¡Así que es eso! Hasta ahora mismo, no me daba que yo pudiera leer esa lengua que dices. ¡Pero es que parece aranés antiguo mezclado con castellano!
Mientras hablaba con Miquèu, y tensa por la pregunta de si esos siete hombres serían temibles, Marianna trataba de evaluar el estado de Laurenç. Daba la impresión de dormir profundamente, aunque su inmovilidad podía significar también un agravamiento. Notó que el hombre llamado Bartolomèu, con aspecto de campesino padre de familia más que de bandolero, seguía la dirección de su mirada con preocupación.
-¿Está herido el mossen? –preguntó.
Mariana asintió al tiempo que buscaba el pulso en la muñeca derecha de Laurenç.
-¿Es grave? –la mirada de Bartoloméu fue del mossen hacia una entiba llena de frascos.
-Mucho –respondió Marianna-. Estuvo a punto de morir de un disparo de ese francés que anda contando que matamos a su compañero. Pero os aseguro que fue en defensa propia…
-Y aunque no fuera en defensa propia –afirmó aprobadoramente Miquèu –quien mata a un francés, merece el agradecimiento de los araneses.
Mariana sonrió. Al menos, en ese aspecto no tenían nada que temer. Pero ¿y en los demás?
-¿Quiénes sois vosotros –preguntó –y por qué vivís aquí?
-¿No te han dicho lo que hacen con nuestras cosas y nuestras familias? –preguntó Bartolomèu con amargura-. Los franceses nos quitan el ganado sólo a los campesinos pobres, a los que no podemos resistirnos. Estábamos tan desesperados, que les hicimos frente y luchamos para que no dejaran sin pan a los nuestros, y a alguno le hemos dado su merecido. Pero ya sabes cómo se las gastan. Yo me eché al monte para evitar penas a mi mujer y mis hijos.
Laurenç gimió como si le faltase el aire o sufriera un estertor de agonía. Dominada por la angustia, Marianna levantó con aturullamiento la manta; la sangre que manchaba la venda estaba seca, pero toda la carne alrededor de la herida aparecía muy inflamada y la temperatura de su frente era alta. Bartolomèu entregó un cazo a Marianna, diciendo:
-Ten, haz que se tome esta leche caliente con miel. Tal como se ve la inflamación, no podemos hacer más que esperar a ver si sale adelante y, entre tanto, hay que alimentarlo lo mejor que podamos, porque el mossen es un hombre más fuerte de lo normal que necesita más forraje que un mulo.
-¿No vais a echarnos de aquí? –preguntó Marianna, que no conseguía calcular cuáles podían ser el talante ni las intenciones de los siete hombres.
Ninguno respondió, pero Miquèu devolvió el rollo de pergaminos a sus manos, mientras la miraba a los ojos con expresión enigmática, como si quedase una cuenta pendiente que les concerniera únicamente a ellos dos.
El capitán De Montesquiou sentía impulsos incontrolables de abofetear al cabo Bertrand y aplicarle el riguroso sentido de la disciplina que predicaba el Emperador, y que todos en el ejército se exigían a sí mismos y a sus subordinados. Se contuvo según la orden del general, que se estaba impacientando por el comportamiento sibilino de los araneses, quienes ostentaban frente a ellos mansedumbre y asentimiento, con buenos gestos y palabras, pero luego parecían burlarse de sus mandatos e ignoraban con indolencia los esfuerzos que el ejército de Napoleón hacía por civilizarlos. Dado que en este valle miserable y burlón las paredes parecían oír, refrenó el impulso de castigar físicamente al cabo mientras miraba de nuevo el rostro lleno de sombras de mentiras. Jamás en su vida había escuchado un discurso más incoherente y menos admisible por embustero. Nunca había tenido que soportar que un subordinado pretendiera engañarlo con nada igual, tan absurdo que rayaba en el delirio:
Una mujer, una vulgar criada a quien en el valle se le atribuía una condición que en París se entendería como “ramera” ¿había matado al otro soldado, al cabo le había obligado a huir y luego, sin ayuda más que de un caballo renqueante y medio moribundo, había conseguido escapar y desaparecer llevándose a un hombre muerto o agonizante? Una mujer, no un hombre, una sencilla y probablemente analfabeta mujer ¿había sido lo bastante astuta como para lograr esfumarse en un valle donde el ejército de Napoleón disponía de ojos muy bien pagados en todos los rincones?
El cabo mentía o estaba borracho. Lo examinó de nuevo, y otra vez debió contenerse. ¿Qué ocultaba ese hombre? ¿Qué podía haber pasado, tan extraordinario, como para que se le ocurriese la febril idea de mitificar sobre una mujer imposible, con capacidades superiores a las de muchos hombres?
-¿Estás seguro de que no había nadie más? ¿En el carro, tal vez?
-Sí, mi comandante. Estoy seguro. Ella quedó sola y el cura había recibido en el pecho un disparo de mi mosquete, que tiene que haberlo matado. Pero cuando regresamos no había carro ni mujer, ni cura.
-¿Habrá podido convencer a la gente de Salardu para que le ayude?
-Podéis estar seguro de que no. Nuestros informantes ni siquiera han oído hablar de la cuestión y aseguran que nadie en el pueblo ha tenido noticia del suceso. Que sólo habían escuchado con gran sobresalto el eco lejano del disparo de un arma; es evidente que se refieren al disparo de mi mosquete.
-¿Lo has recuperado?
El cabo agachó la cabeza mientras negaba. Otra vez con los puños apretados para no lanzarlos contra el rostro del que consideraba un cretino, el comandante De Montesquiou resolvió:
-Di al teniente De Seine que mande formar a toda la guarnición, porque tengo que hablarles. Organizaremos batidas por todo el valle hasta que encontremos a esa bruja.
Marianna y Laurenç llevaban cinco días en la cueva.
Conforme avanzaba la primavera hacia el verano, día a día la escarcha era menos abundante. Valle abajo, el Unhola se despeñaba con los últimos torrentes del deshielo y el aire elevaba hacia la cueva aromas de genista, espliego y lavanda.
Laurenç empezaba a tener momentos de consciencia, como relámpagos que brillaban fugazmente en su silencio. Pero al atardecer, cuando subía la fiebre, se sumergía en un sueño agitado por el delirio que parecía la antesala de la muerte. Era entonces cuando crecía la aprensión de Marianna. No sólo porque la inflamación continuaba, como si los cocimientos que le hacía tomar Bartolomèu y los emplastos que ella le aplicaba hora tras hora no obrasen, sino por tener que permanecer a solas con siete hombres privados de sus mujeres, que dormían a muy escasa distancia y cuyos suspiros de añoranza la desvelaban a cada rato. A causa del apremio de la carne, más de uno debía de haber sentido ya la tentación de lanzarse sobre su jergón. A uno solo, no le temería en ninguna circunstancia. Disponía de recursos para eludir los acosos de un hombre, tanto físicos como psicológicos, descontando el machete que siempre tenía a mano. Pero siete eran demasiados.
-Esta mañana he oído que disparabais vuestros trabucos en ese bosque de ahí abajo –dijo Marianna, cuando tomaban el sol tras el almuerzo, fuera de la cueva.
-No hay más arreglo –respondió Jusep, un jayán menor de treinta años, que parecía el más cerril del grupo-. Necesitamos carne, porque hay pocas provisiones y ahora somos nueve. Por desgracia, el gamo escapó. Mañana, no lo conseguirá.
-¿Pero no comprendéis que disparar armas en estas cumbres es como indicarles a los franceses dónde tienen que buscaros? No es lo mismo un disparo aislado que esa monumental traca de carnaval que habéis organizado esta mañana. Y ahora, con mossen Laurenç y yo fugitivos habiendo matado a uno de ellos, tienen que estar vigilando y buscando por todo el valle. Seguro que tanto en Salardu por el sur, como en Les y Bossost por el oeste, se oyen los ecos de vuestras balaceras.
-¿Y qué te da a ti que podemos hacer? –preguntó Miquèu.
-Cazar con flechas –afirmó tajantemente Marianna.
-¡Con flechas! –la exclamación fue general, acompañada de algunas risitas.
-¿Preferís que nos manden de Sainte Croix un destacamento a masacrarnos? –reprochó Marianna.
-Yo no me arreglo para fabricar un arco ni sé cómo se dispara una flecha –dijo Jusep.
-Ni yo –apoyaron los demás a coro.
-Puedo enseñaros –dijo Marianna con expresión radiante, aunque no las tenía todas consigo porque carecía de experiencia y sólo disponía de conocimientos teóricos aprendidos en los libros.
-¡Tú! –el tono de Miquèu rezumaba escepticismo.
-¿Qué esperáis del futuro aquí arriba? –preguntó Marianna con expresión severa y paseando la mirada alrededor, de rostro en rostro.
Todos se encogieron de hombros.
-Habéis huido de los soldados de Napoleón para no jugaros la vida y para no arruinar la de vuestras mujeres e hijos. Pero os escondéis aquí, ¿en espera de qué? ¿Creéis que los franceses van a irse del valle voluntariamente, ahora que han conseguido apoderarse de nuestra tierra? ¿Creéis que vais a recuperar lo vuestro? ¡Qué va!, de aquí a una generación, habremos olvidado nuestra lengua y nos obligarán a hablar sólo en francés, como han hecho a lo largo de la historia en todas las tierras que fueron conquistando.
Miquèu asintió, murmurando:
-A los cátaros los masacraron porque sus diferencias les hacían inconquistables y me da que las defendían con fervor.
Tras un nuevo cruce de miradas con ese joven que parecía saber más que sus compañeros y más de lo que a ella le convenía, Mariana prosiguió:
-¿Y los privilegios araneses, suponéis que van a mantenerlos? De ningún modo. Los anularán en cuanto se sientan seguros del terreno que pisan. Y entre tanto, vosotros seguiréis aquí, escondidos, viendo de lejos crecer a vuestros hijos mientras se convierten en algo muy distinto a lo que siempre habéis sido vosotros. ¿Es que vais a consentir que eso ocurra?
Los siete tenían la mirada perdida entre el suelo y sus botas. Sonrojados porque una mujer les reprochase su pasividad.
-No sólo debéis esconderos de esos soldados ladrones, que tantos cerdos, cabras, gallinas y maíz os han robado –continuó Marianna-. Deberíais tener el coraje de poner remedio al problema luchando para echarlos de nuestra tierra.
Bartoloméu, un cuarentón canoso que era el más viejo de los siete, movió la cabeza mucho rato con signos de asentimiento. Los demás aguardaron respetuosamente a que dijese lo que quería decir:
-A los araneses nos ha salvado hasta ahora nuestra lejanía de los centros de poder, porque si son pocos los reyes que van al infierno, es porque hay pocos, entiendo. Desde tiempo inmemorial, nunca nos pareció bien que nos mandara un poderoso que viviera cerca; si teníamos que pertenecer a un señor, siempre preferimos que fuese el más grande de todos, porque cual el dueño, tal el perro; y también preferimos que viva tan lejos, que tenga pocas ocasiones de acordarse de nosotros. Tradicionalmente, el rey de España ha sido quien más nos convenía, porque no sólo es uno de los más grandes y está lejos, sino porque a trancas y barrancas mantiene nuestros privilegios, cosa que los reyes de Francia jamás hicieron con los privilegios de nadie. Los vascos y los catalanes aún hablan sus propias lenguas porque no cayeron en poder de Francia. Ahora, los araneses tenemos la desgracia de encontrarnos con unos sinvergüenzas, tiranuelos de tres al cuarto, que no sólo están cerca sino que están aquí, entre nosotros y dándonos penas en nuestras propias casas. A la larga, o acaban con nosotros o con nuesta tradición. Marianna tiene razón. Algo deberíamos tratar de hacer, en vez de rascarnos los sobacos.
Mirando intensamente a Marianna, Miquèu dijo:
-Que no nos pase como en aquella leyenda cátara del pastor-mago.
A Marianna se le desorbitaron los ojos.
-¿La conoces? –dijo con una emoción que no estaba segura de si era asombro o miedo, porque presentía que no podía fiarse de Miquèu. Éste asintió.
-¿De qué leyenda habláis? –urgieron los demás.
-Más que cátara, es como una parábola de origen persa que los cátaros asimilaron –afirmó Marianna-, como tantas otras cosas de ese antiquísimo país oriental. Había un rey mago que poseía una manada inmensa de corderos, los cuales sabían que estaban destinados a ser sacrificados y, por ello, trataron de huir. Para evitarlo, el mago los hipnotizó y mientras dormían, los convenció de que no debían temer a la muerte porque poseían un alma inmortal; cuando murieran, se transformarían en leones o en pájaros y hasta podían llegar a ser hombres e inclusive magos. Desde entonces, los corderos no intentaron más huir y se prestaron ciegamente a los deseos del mago. Yo creo que Miquèu quiere decir que los soldados de Napoleón tratan de inculcarnos con palos y zanahorias sus creencias, para que nos sometamos a sus caprichos y hasta para que nos dejemos matar.
-Perder los privilegios tan antiguos que disfrutamos los araneses –aseguró Bartolomèu- sería una manera de morir.
-Pero me da que ahora, en vez de morir ni perder nada, estamos a punto de ganar muchísimo –aseguró Miquèu, mirando penetrantemente los ojos de Marianna-; tal vez estemos en camino de ganar lo que ni siquiera soñáis.
Marianna acabó de convencerse de que con Miquèu tenía un problema que resolver.
Mossen Peir se arrodilló ante el altar mayor de la iglesia de San Miquèu, tratando de serenarse. Se persignó e intentó rezar un padrenuestro, pero su propia conmoción le impedía concentrarse y, tras repetir distraídamente en dos ocasiones “el pan nuestro de cada día dánosle hoy”, desistió. El asunto era demasiado peligroso como para dejarlo reposar a ver si se resolvía por sí solo, según su norma habitual de conducta. Siempre había preferido que los raros avatares de su plácida vida en el valle sedimentasen antes de abordarlos cuando no había otro remedio y era normalmente lo mejor y lo más ajustado al sentido aranés de la vida y al suyo propio.
Pero lo de ahora podía costarle el priorato.
A pesar de haber transcurrido más de una hora, todavía resonaban en sus oídos los gritos iracundos y los improperios que se oían dentro del coche mientras se alejaba con dirección a Lérida. No tenía la menor duda de que el obispo de Seo de Urgel abriría un expediente que en ningún caso sería favorable para su porvenir. Tenía que adoptar disposiciones y adelantarse a los acontecimientos, o se vería exiliado, de coadjutor, en una parroquia de cualquier serranía andaluza. O quién sabía si llegarían a mandarlo a las islas Canarias, a languidecer al sol como los lagartos.
Ante todo, y sin la menor posibilidad de hacer nada con la otra gravísima cuestión, era indispensable averiguar qué había ocurrido con ese díscolo y atolondrado párroco de la Mara de Deu de Cap d’Aran, dónde estaba, obligarlo a volver a Trèdos, ver si podía reconducirlo hacia las normas e intereses eclesiales, y tratar de reorganizar las cosas de manera que cuando llegasen nuevas de Seo de Urgel, no se le pudiera reprender por dejadez o desidia.
Pero los araneses, pese a las apariencias, eran unos corderos nada mansos y excesivamente imprevisibles, además de algo pillos y ladinos, como sabía de sobra por sí mismo. Después de haber estado recriminándole a mossen Laurenç durante meses su olvido de la lengua aranesa, ahora los vecinos de Trèdos se solidarizaban con él. ¡Es que no había por donde agarrarlos! Todos sus mensajes habían sido respondidos con evasivas y todos los mensajeros habían vuelto de Trèdos más confusos y con menor idea de la verdad que cuando los mandara para allá.
Sólo le quedaba una salida, e iba a ponerla en práctica.
Mientras tanto, en las alturas de Forat de l’Embut se desarrollaba una actividad febril. Aunque con muchas reticencias y protestas, todos aceptaron entre bromas y payasadas de los jóvenes intentar el aprendizaje del tiro con arco, así como elaborarlos junto con las flechas. Ociosos como estaban la mayor parte del tiempo y contentos por tener algo concreto que hacer, al día siguiente los siete hombres trasportaron desde el bosque hasta las cercanías de la cueva una enorme provisión de varas tal como Marianna les había descrito que debían ser. Cinco se aprestaron a endurecerlas y moldearlas con fuego y piedras ardientes y los dos menos hábiles, Tòn y Jusep, junto con Marianna, se dieron a la tarea de trenzar bramantes tras majar tallos de cáñamo entre dos piedras.
-¿Amaneció mejor el mossen esta mañana? –preguntó Tòn, un treintañero que era entre los siete el de modales más refinados.
-Comienzo a desesperar –respondió Marianna, cayendo en la cuenta de que hablaba de desesperación genuina, lo que le causaba toda clase de dudas sobre sus sentimientos-. Si la fiebre continúa, es señal de que hay putrefacción en la herida y acaso no haya salvación. Si pudiéramos llamar a un medico…
-Los franceses mandarían un pelotón tras él –dijo Miquèu sin dejar de atizar el fuego donde endurecía en ese momento una buena colección de varas.
-¿Le has puesto farigola en la herida? –preguntó Bartolomèu, que también se encontraba junto al fuego.
-Sí –respondió Marianna-. Se la apliqué con la primera cura. Pero no he podido volver a ponerle porque no encuentro por aquí arriba.
-No te preocupes, yo te me arreglaré farigola cerca del bosque–aseguró Jusep.
Marianna le sonrió. Jusep tenía el aire bonachón de un joven padre de familia que adopta aires solemnes de viejo patriarca. Ella notaba de reojo su azoramiento cuando se ajustaba la ropa, sus miradas de soslayo y cómo se relamía, como si su deseo fuera más apremiante que el de los otros. Constantemente, una especie de relámpago en la mente de Marianna le avisaba de que estar sola con ocho hombres ocasionaría consecuencias. Tal como solía hacer cuando esa premonición se convertía en un zumbido molesto, decidió que tenía que hacerles pensar en otras cosas:
-Miquèu, ¿Te sugiere algo esta canción: “Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”?
-Me da que significa “En mi ventana, hay un árbol que da flores blancas como el papel”, en esa lengua en que están escritos los pergaminos.
-No es en mi ventana, sino delante de mi ventana –aseguró Marianna-; y el árbol es un almendro. Lo que te pregunto es si esas frases te hacen pensar en algún lugar del Valle de Aran.
Marianna notó que Miquéu se resistía a responderle o hablar de tales asuntos ante sus compañeros. ¿Qué pretendería? En sus circunstancias, a ella le convenía lo contrario. Consistiera en lo que consistiese el tesoro de los cátaros, fuera cual fuese su magnitud y características, si no tenía más salida que continuar la búsqueda en las pésimas condiciones en que se encontraba, era más seguro hacer partícipes a los siete que a uno solo; con secretismo y e intrigas, uno podía sentir la tentación de traicionarla y apoderarse de la totalidad y, para ello, no le importaría quitarse el “socio” de en medio.
-¿De qué habláis? –preguntó Bartolomèu
-Me da que esas cosas no son más que cuentos para dormir a los niños –afirmó precipitadamente Miquèu.
Marianna notó que de nuevo trataba de eludir el abordaje franco de la cuestión y puesto que eso a ella no le convenía, señaló los pergaminos que abultaban en su refajo y respondió a Bartolomèu:
-Estos pergaminos los encontré en un lugar... que no conviene revelaros por vuestra seguridad. Los encontré siguiendo las claves de un primer pergamino que encontró en la parroquia mossen Laurenç. Con la misma lógica, esta canción, que aparece en el último de estos pergaminos sin aparente relación con el texto principal, podría ser una clave para buscar el lugar definitivo.
-¿Una clave, para qué? –insistió Bartolomèu.
-Supongo que los cátaros ocultaron algo muy valioso en el Valle de Aran –repondió Marianna.
-¿Un tesoro?
-Pudiera ser. O tal vez se trate de un objeto o un documento muy valioso sólo para ellos –opinó Marianna-. También pudiera ser valioso para otros, aunque no se trate de oro ni nada parecido; por ejemplo, podía ser muy significativo para la Iglesia romana. Aquí pudieron refugiarse algunos de los últimos cátaros, cuando los francos y la cruzada del Papa aplastaron toda disidencia en el Languedoc y prohibieron hasta hablar el occitano. Quién sabe si estarán escondidos aquí los misterios que los curiosos, los historiadores, los buscadores de tesoros y la mismísima Iglesia llevan seiscientos años queriendo descubrir.
-Me da que en el Valle de Arán no hay almendros –afirmó tajantemente Miquèu, a quien las explicaciones parecían enojarle y por ello traspasaba a Marianna con los ojos.
-Betlan –murmuró Bartolomèu.
-¡Betlán! –exclamaron al unísono Jàn y Jusep.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Marianna.
-La parroquia de Sant Peir de Betlán conserva, integradas en la construcción actual, partes de otra iglesia mucho más antigua, la más vieja de todo Aran –dijo lentamente Bartoloméu, a quien le complacía que todos le escuchasen con interés-, y el que tuvo, retuvo y guardó para la vejez. Si no recuerdo mal, es uno de los templos araneses que más adornos vegetales tienen, y mirad que a mis años tengo andado muchísimo, algunos dirán que más de la cuenta. Casi todos los adornos de Sant Pèir son plantas que abundan por aquí, pero estoy seguro de que una de las ventanas dobles tiene en el capitel central un adorno con una rama de almendro. Esa ventana lleva años que da pena verla, y en el momento más inesperado tendrán que echarla abajo y rellenar el hueco con piedras para que el muro no se desmorone, pero ahora mismo estoy convencido de que la piedra labrada que está a punto de caer representa una ramita con tres almendras.
Era domingo, por lo que los fieles acudían a las iglesias del Valle de Aran como todas las fiestas de guardar. Pero en esta ocasión eran más numerosos. Entre chácharas femeninas y resistencias masculinas, formaban una especie de romería bullanguera cruzando los pastos y bosques allí donde las parroquias quedaban un poco apartadas, que dado lo abrupto del terreno era en casi todos los pueblos. El fervor sólo resultaba ostensible en los rostros de algunas ancianas, ya que la primavera, llegado el mes de junio, había encendido los campos de verde nuevo, amarillo, rojo y malva y en las venas de todos bullía el despertar jubiloso de la sangre. Sobre todo, la sangre de los más jóvenes; los muchachos miraban con ojos anhelantes y entrecerrados a las muchachas y éstas, conscientes de lo que ansiaban, sonreían con nerviosismo para no demostrar con descaro que sentían lo mismo. En esa temporada, con el verano ya tan cerca, los domingos comenzaban con misa, pero se prolongaban luego en fiestas y jolgorios; si no en el propio, en algún vecindario cercano.
La parroquia de Sant Pèir, del minúsculo pueblo de Betlán, estaba tan llena como las demás, y mossen Celso tenía preparado dentro del misal, como todos los párrocos, el papel con la homilía que debía pronunciar, según había ordenado el arcipreste.
Salió de la sacristía hacia el altar para comenzar la misa, y estuvo a punto de tropezar con el monaguillo que le precedía, a causa de la sorpresa que le causó la gran concurrencia. Parecía que alguien hubiera difundido por valles y montes el rumor de que algo importante iba a ocurrir.
Mossen Celso era un buen hombre, bastante rollizo y muy fofo, que anticipaba lo mal que iba a sentirse leyendo el escrito del arcipreste, que seguramente le habían impuesto los franceses. Preveía que a algunos de sus parroquianos no podría mirarles a la cara durante semanas. Pero la que todos consideraban su sobrina tenía cuatro hijos que alimentar, ya casi adultos y sangre de su sangre, a quienes no podía desamparar pasara lo que pasase. Y este arcipreste, el tercero que ostentaba el cargo desde que él era párroco de Sant Pèir, era un pillo redomado tras su hipócrita apariencia de bondad, de quien todo se podía temer. Tendría que leer el dichoso papelito, a pesar de lo mucho que le desagradaba.
Llegado el momento de la homilía, notó con cuánta atención le miraban. Evidentemente, en el templo todos estaban al tanto.
Mossen Celso carraspeó y alisó el papel sobre el atril, para asegurarse de no confundir ni una letra:
-Queridos hermanos en Dios nuestro Señor. Nuestro Valle de Aran es un virtuoso remanso de pureza y virtud, libre de los pecados cenagosos y pecadores en el que los tiempos modernos han sumido al mundo, sumiéndolo en los barros y lodos de la más miserable miseria infernal. A pesar de que por todos los países de Europa, los rebaños escuchan cada día más al lobo que al Pastor, nosotros hemos permanecido siempre fieles, nuestra fidelidad es la del rebaño manso y dócil, dócilmente encaminado por los senderos de Nuestro Señor Jesucristo y su Gloria, bendita sea su Santa Madre. En Francia se fornica y se sodomiza y en España se roba y se vierte la sangre inocente por mesones y tabernas; en Madrid y en París cubren con hipócritas polvos de talco la negrura hipócrita de sus almas; Zaragoza y Barcelona tienen las calles a punto de reventar de podrida podredumbre, llenas de fornicadoras putrefactas y malvadas a cambio del dorado oro infame. Hasta la misma Lérida es un lupanar enfangado encaminado colectivamente hacia el Infierno si no acude a redimirla pronto la misericordia divina de Dios. Pero nosotros permanecemos a salvo de esos horribles horrores, porque Dios ha querido que el nuestro sea el anticipo de un paradisíaco Paraíso en la Tierra. Hace muchas generaciones que vivimos en paz, laboramos en paz y servimos laboriosamente a Dios y a su santísima Madre pacíficamente en paz. Pero he aquí que, sin ser llamada, se ha aposentado entre nosotros una pecaminosa Jezabel más infame y nociva que la propia Jezabel. Una Dalila que llega a cortar arteramente el virtuoso y angelical cabello de nuestra virtud. Una Helena que, si no le ponemos remedio, sería capaz de originar una guerra peor que la de Troya aquí donde jamás hemos tenido batalla belicista alguna en todo el devenir histórico de nuestra historia. Esa Jezabel, esa Dalila, esa Helena de Troya, es Marianna, apodada la zaragozana, sobrina o pariente de mossen Laurenç, párroco de Tredòs. Se dice por todo el Valle de Aran que el mossen ha muerto, y seguramente será verdad, y que Dios nuestro Señor lo acoja en su seno a pesar de sus errores. Pero su pecadora y monstruosa sobrina, aliada con el mismísimo Diablo, y a quien Satán presta la apariencia de una joven hacendosa y aparentemente buena, es la mismísima piel del mismísimo Satanás. Ha cometido el más horrendo pecado a los ojos del Señor, robar una vida. Ha asesinado pecaminosamente cometiendo el asesinato de uno de nuestros benéficos y benefactores soldados del ejército de Napoleón, que con tanto esmero y generosidad están brindándonos generosamente su protección y ayuda. Esa Helena, Dalila y Jezabel que es Marianna la zaragozana está a punto de alterar de manera inaceptable la paz que el Señor nos regala. Vuestra es la responsabilidad de evitarlo, evitando que campe libre por nuestros campos. Vuestro es el deber de impedírselo impidiéndole que recorra libremente nuestros campos y caminos extendiendo la podredumbre putrefacta que anida en su malvado corazón. Vuestro es el deber de apresarla y dar inmediatamente cuenta del apresamiento a las autoridades del fuerte de la Sainte Croix. Quien tal haga, será bendecido por Dios. Quien pudiéndolo hacer no lo haga, quien pudiendo apresarla y entregarla la deje en libertad, incurrirá en pecado nefando contra los designios y deseos de Dios nuestro Señor.
-Hay que aplicarle agua fresca o un poco de nieve en la frente cada hora, para que la fiebre no suba, y oblígale a tomar un poco de leche caliente y un trozo de pan cada dos. En cuanto a los cocimientos, éste de aquí debe beberlo cada hora. Aquél, el del perol de allá, sólo tiene que tomarlo al atardecer, y para entonces es muy posible que hayamos vuelto, así que ni te preocupes.
Marianna explicaba a Jòn todo lo que tenía que hacer para el cuidado de Laurenç mientras ella se encontrase ausente. Obsesivamente pendiente de cuanto hacía y de todos sus movimientos y palabras, Jusep volvió a sugerir:
-Deberías consentir en que yo guíe tu caballo. Es más seguro que vayas conmigo a la grupa, así vigilarías con mayor arreglo los peligros.
En las miradas del campesino era transparente su deseo. No el de protegerla, sino el de poseerla. Marianna sonrió, para que no asomase a sus ojos la aprensión.
-No, Jusep. Yo debo cabalgar sola, porque conoces de sobra cuánto error malintencionado hay en muchas de las miradas de los araneses. Si no conseguimos pasar inadvertidos y alguien nos reconociera, cabalgar pegada a ti sería un baldón más que añadir a los muchos que deben de estar colgándome por el valle. Y yo soy de aquí, no lo olvides, y aquí quiero permanecer; algún día nos libraremos de los franceses y yo podré vivir en paz, y quiero hacerlo sin verme obligada a redimirme de la maledicencia. En cuanto a protección, me basta con Bartolomèu y Miquèu, que viajarán juntos en el otro caballo.
-Me da que va a ser un camino difícil, si no cambias el recorrido –dijo Miquèu.
-No podemos pasar por Vielha –insistió Marianna, tal como hacía desde que acordaron el viaje.
-Marianna tiene razón, Miquèu –dijo Bartolomèu-. Conoces de sobra a los franceses, recuerda lo que hicieron con tus animales y la paliza que le dieron a tu hermano el mayor, cuando se opuso a sus desmanes, pues ya sabes tú que en el mundo redondo, quien no sabe nadar se va a lo hondo. Seguro que han avisado a todo al mundo para detenernos a cada uno de nosotros, pero de Marianna habrán puesto carteles por todos lados ofreciendo recompensas por su captura. La idea de Marianna es la mejor. No podemos llegar a Betlan por el curso del Garona, atravesando Vielha. Es mucho más seguro que bajemos por la ribera del río Varrados, aunque antes tengamos que subir aquel repecho y superar los riscos, porque no hay atajo sin trabajo.
Bartolomèu señaló una cuesta muy empinada que ascendía a la derecha del río Unhola; parecía una muralla de granito.
El sol del fulgurante martes de junio asomaría pronto sobre las montañas cuando iniciaron la corta ascensión, tras la que les esperaba el largo descenso. Mientras subían, ninguno habló, atentos a que los caballos no resbalasen. Bartolomèu sabía que había sido invitado por Marianna sólo porque Miquèu insistió en acompañarla; se olía que ella habría bajado gustosamente sola para explorar la iglesia de Sant Pèir sin testigos, sin la insistencia de Miquèu. Éste, por su parte, consideraba una intromisión la presencia de Bartolomèu, puesto que los únicos en condiciones de leer e interpretar el legado de los cátaros eran él y Marianna. En cuando a ésta, creía haber elegido el par más conveniente. Bartolomèu la protegería durante el viaje y le ayudaría a identificar el capitel con almendras, y Miquèu no sentiría tentación de intrigar si se quedaba a solas con los demás en la cueva del Forat de l’Embut.
Una vez superados los riscos del Tuc de la Pincela, se abrió a sus pies el estrecho valle que surcaba el río Varrados. Marianna inhaló el aire fresco y aromático que llegaba desde abajo, escalando la ladera desde los prados para acariciar los pinos, genistas y hayas, y sintió ganas de lanzar una exclamación de júbilo y alabanza por la belleza extraordinaria del paisaje.
-¿No será éste un viaje de pena? –preguntó Bartoloméu.
-El mensaje es claro –afirmó Marianna-. La inclusión de la coplilla en el pergamino es una clave, de eso no caben dudas. Si, como dices, en ese capitel de Sant Pèir está representada una rama de almendro, y es verdad que hay pocos o que no hay ningún almendro en el valle ni existe otra representación en piedra además de ésa, entonces el tesoro estará sepultado cerca. Supongo que en frente, en línea con el capitel.
-Pero si está de pena, cayéndose a cachos... –opuso Miquèu.
-Entonces, imaginaremos cuál tuvo que ser la posición original, de acuerdo con la parte de la obra que permanezca en su sitio.
-¿Tú crees de verdad que es un tesoro importante? –preguntó Bartolomèu.
Mariana iba a responderle para razonar su convicción, pero se le adelantó Miquèu:
-Tú eres aranés, Bartolomèu, como yo, y no te ocurre como a Marianna, que ha pasado casi toda la vida en Zaragoza. ¿Nunca oíste a tu abuela o a alguien de tu familia hablar del tesoro de los cátaros? ¿No es una leyenda de la que todos en el valle hemos oído hablar? Si no hubiera rastros, muy bien, podría ser una leyenda, como tantos cuentos de tesoros que hay en todas partes. Pero ahora están los documentos que Marianna encontró, y por poco que pensemos, me da que si aquellos fanáticos perseguidos tuvieron agallas para venir tan lejos a enterrar sus historias y sus pistas, también las tendrían para esconder sus riquezas.
-No eran fanáticos ni ricos, Miquèu –aclaró Marianna-. Más bien se distinguían por lo contrario, por la tolerancia, la sencillez y la austeridad de sus costumbres. Los catalanes los llamaban los “bons homes” porque eso eran, hombres buenos. La saña con que los persiguieron y masacraron tiene su explicación precisamente en su austeridad porque, simultáneamente, la iglesia de Roma era el templo de las vanidades más escandalosas que ha conocido la Historia y el antro de las crueldades más perversas que la mente más calenturienta pueda imaginar.
-Entonces, si te da que eran pobres y no crees que tuvieran un tesoro –arguyó Miquèu-, ¿por qué vas tras sus rastros, Marianna? ¿Por qué vamos a Betlan?
Marianna sonrió:
-Sí tiene que haber un gran tesoro, Miquèu. Pero a lo mejor no consiste en lo que tú deseas.
Pasados Bordes de l’Artiga y, más abajo, San Joan, el camino dejó de ser tan empinado y ya no tenían que poner la misma atención para no perderse en el laberinto del bosque, por lo que pusieron los caballos al trote. El deshielo continuaba como continuaría la mayor parte del verano, dado que el sol disponía siempre en Aran de nieve que derretir, y por ello el Varradós corría tumultuoso y recibía torrentes y pequeñas cascadas a cada trecho. Marianna tuvo que frenar el caballo maravillada, para detenerse ante una cascada hermosísima. Permaneció unos instantes abrazada a la crin, contemplando el salto de agua como si hubiera olvidado la misión.
-Lo llamamos Saut deth Pish –le informó Bartolomèu muy bajo, como si no quisiera malograr su asombro ni estorbarlo-. Esta cascada es famosa y mucha gente en el valle jura que aquí viven duendes y ondinas, porque una vez engañan al prudente y dos al inocente. Dicen que hay noches, cuando alumbra la luna llena, que ciertas mujeres, bueno, ésas que tú sabes, vienen aquí a celebrar aquelarres y adorar al Diablo.
-Pero tú no crees en esas cosas, ¿verdad, Bartolomèu?
Éste se encogió de hombros y soltó bridas cuando vio que Marianna lo hacía. Poco después ya no eran taludes, quebradas ni roquedales lo que recorrían, sino un paisaje que hería los ojos de tan hermoso.
Absorta en su contemplación, Marianna sintió un leve sobresalto cuando Miquèu dijo:
-Sube una comitiva hacia Vielha.
-¿Qué?
-Mirad –Miquèu alzó el brazo hacia un grupo que todavía resultaba muy difícil de distinguir-. Me da que es el séquito de un noble, y que va escoltado por el ejército de Napoleón Bonaparte.
-Pongamos los caballos al galope –resolvió Marianna-, pero cuando estemos cerca de ellos, volveremos a cabalgar al paso y habrá que desmontar al acercarnos, para observarlos sin que nos descubran. Tengo un mal presagio.
Llegaron en pocos minutos muy cerca del camino que recorría todo el valle del Garona de sur a norte atravesando las principales poblaciones de Aran. Para alcanzar Betlan, estaban obligados a recorrer parte de ese camino con dirección a Vielha, y no podían hacerlo si había pelotones franceses patrullando. Desmontaron, ataron los caballos a un árbol y se aproximaron sigilosamente a un matorral que orillaba la pista de tierra, tras el que se ocultaron para esperar el paso de la comitiva.
La componían un señor, aupado en un airoso caballo muy enjaezado, que viajaba entre seis caballeros, quienes formaban líneas de tres a cada uno de sus lados. A la distancia donde se hallaban todavía, no era posible verles ni determinar su importancia a través de los pendones, los símbolos de sus medallas y alhajas o los bordados de las vestiduras, porque delante de ellos, como si les abrieran paso, llegaban un cabo y dos soldados franceses, todavía más emplumados que los de Sainte Croix. También cabalgaban soldados franceses tras el señor y los seis caballeros. Desfilaban más lentamente de lo que el ancho y desbrozado camino exigía, y Marianna se preguntó por qué. Los soldados napoleónicos gustaban de espolear a sus caballos para pasar a galope por todo el valle, era una especie de exhibicionismo jactancioso que los araneses conocían muy bien y que originaba burlas. ¿Por qué ahora se desplazaban al paso y, al parecer, sujetando las bridas para que los caballos fuesen aún más lento de lo que les pedía su naturaleza? Tuvo la respuesta cuando, por fin, pasaron de perfil ante el matorral donde vigilaba junto a Bartolomèu y Miquèu.
Llegaban desde Francia en lugar de venir de Lérida porque así lo habría dispuesto el señor que, según las apariencias, era el principal del grupo y que, sin embargo, sabía Marianna que no procedía precisamente del imperio de Napoleón. Los seis caballeros no eran nada caballeros. Aunque ricamente vestidos y ataviados, cuatro de ellos presentaban el aspecto más patibulario que Marianna podía imaginar; grandes, rudos y con numerosas armas colgadas en los hombros y a la cintura; feroces gladiadores sacados de un circo romano.
Cerraba la comitiva un carruaje muy lustroso y decorado con volutas doradas, de unas características que Marianna no había visto jamás.
Entre los hombres, delante del carruaje y mostrándose como si quisiera que todos supieran al instante quién era, con la cabeza cubierta de vendajes aparatosos y un brazo sujeto por cabestrillo, con una expresión sombría y amenazadora, con los ojos como un fuego atroz y los labios apretados en un rictus que parecía contener toda la hiel del mundo, Guzmán Domenicci contemplaba con mirada torva la tierra donde se le había humillado.
Mañana, los capítulos VI y VII
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