domingo, 23 de noviembre de 2008

Final de LA DESBANDÁ. Mañana comenzará LOS PERGAMINOS CÁTAROS


Como sabéis, dado que la editorial de mis cuatro últimas novelas impresas me ha estafado 70.000, euros, considero nulos los contratos y estoy publicando aquí esas novelas. Hoy llego al final de LA DESBANDÁ. Mañana, comenzaré a entregaros LOS PERGAMINOS CÁTAROS, por capítulos completos.

LOS PERGAMINOS CÁTAROS es una fçábula emocionante y sorprendente sobre la búsqueda de un tesoro en un paraje privilegiado. No os la perdáis.

Final de LA DESBANDÁ.

Cuando volvieron junto al grupo, Paula acunaba a Angustias en su regazo, con la espalda apoyada en el tronco muerto de una acacia, que marcaba el límite de un pequeño enarenado donde habían cultivado hortalizas pero ahora se encontraba asolado. Todos los demás estaban echados alrededor, derrumbados. Carmela dio un salto y un alarido y, al intentar abrazar a su hija perdida durante casi dos años, recibió un rodillazo en el muslo, un escupitajo en el rostro y una carcajada estentórea. En ese momento, Inma resultaba mucho menos reconocible que cuando retozaba feliz entre los cinco hombres, se dijo Mani con desconsuelo, al tiempo que observaba que ninguno de los diez hermanos del Templao se decidía a acercarse a besar a la hermana recuperada. Todas las mujeres del grupo se habían echado a llorar a excepción de Paula, que miraba fijamente los ojos de Mani, como si pretendiera conocer una información y sospechara que no podía dársela. Sin decir nada y para escapar de su escrutinio, Mani echó a correr contra la desbandada en busca de Paco y el Templao, seguido de Miguel. Sólo se habían alejado unos doscientos pasos; los encontraron justamente en la curva donde Carmela aseguró que había visto a su hija. Al conocer la noticia y, tras correr como un rayo hacia ella, el Templao comprendió de una ojeada lo que ocurría; no la abrazó ni le dijo nada; se limitó a anudarle las manos a la espalda con una cuerda que, después, se amarró a su cintura.
Reemprendieron la marcha sin que nadie lo indicase, porque ninguno tenía ganas de hablar. Hasta los más pequeños hermanos del Templao guardaban un silencio de comprensión de la enormidad de lo que les había sido dado contemplar. También la masa de fugitivos callaba en la procesión espesa que ocupaba la carretera de banda a banda, y ellos callaban asimismo, como si necesitasen silencio para asimilar tanto el reingreso de Inma en su familia como lo doloroso de su estado; sólo ella continuaba pronunciando las peores maldiciones y amenazas que cualquiera de ellos hubiera escuchado en toda su vida.
-¿Estás más descansaílla? -preguntó Miguel a Angustias.
-Tengo un poco de algodón -dijo Rosalía-. Dame tus zapatos, Angustias, que te cansarás menos si llevas el arco del pie sujeto.
Con el soporte, Angustias pudo andar mucho rato sin que Mani la oyera quejarse. Ana, cuya barriga era mucho más voluminosa, demostraba mayor resistencia, seguramente porque era cinco años mayor que la mujer de Miguel. Mani la acechaba, porque notaba que Paula lo hacía también, constantemente, como si temiera que el parto pudiera llegar antes de tiempo a causa de la caminata y la gravedad de lo que estaba ocurriéndoles. Gracias al resplandor del incendio a sus despaldas, Málaga parecía todavía cercana aunque creían llevar toda la vida andando. A Mani le resultaba difícil calcular la distancia por la sinuosidad de la costa, pero estimó que todavía les faltaba la mitad del camino a Torre del Mar. La voz de Ana le rescató de sus cálculos.
-¡Mira que tiene imaginación la gente! -su cuñada señalaba a una familia que iba delante de ellos. Todas las personas que la componían llevaban un disco de papel blanco prendido con alfileres a la espalda.
-Nosotros tendríamos que hacer algo así -dijo Paco-. Así no se perdería ninguno.
Una inesperada asociación de ideas hizo que Mani sintiera que se había perdido, porque no conocía con certeza todos los datos de sus orígenes. ¿Quién era, en realidad, para que Elena Viana-Cárdenas James-Grey hubiera dejado tantas frases a medias? Paula llevaba toda la vida escamoteándole información sobre algo que era de su propiedad, porque completaría los rasgos de su identidad. Llamarse Robles del Altozano no lo era todo; el aristocrático apellido le había sido asignado mediante unas peripecias de las que se le negaba el conocimiento. Miró el perfil de Paula y sintió algo de rencor. Era ya un adulto y ella le negaba el conocimiento de sí mismo. Tenía que encontrar un poro en la coraza de su madre para obligarle a contárselo todo, a ser posible, esa misma noche.
Había transcurrido una nueva eternidad sonámbula, y hasta Inma había dejado de debatirse y maldecir, agotada o comprendiendo que no conseguiría escapar, cuando, casi al únísono, los cuatro hermanos pequeños del Templao comenzaron a quejarse de que tenían hambre.
-¿Qué hora es? -preguntó Paula.
-Serán más o menos las cuatro y media -aseguró Rosalía.
-Hay que sentarse un rato -Paula se detuvo en la cuneta, como si hubiera dictado una orden-. Sin descansar, las dos preñás y los niños van a quedarse fritos en el camino. Por media hora que nos retrasemos no vamos a perder ná.
Se apartaron deprisa para que el flujo de la gente no les atropellara, y se internaron en otro retazo de cultivo enarenado, junto a la playa. Paula intentó encender una hoguera; Paco dio un salto y echó tierra sobre la llamita.
-Mamá, por favor, que nos van a freir -dijo.
-¿Quiénes?
Paco calló agachando un poco la cabeza.
-No se puede encender fuego, mamá -aclaró Mani-. Su luz nos convertiría en un blanco perfecto pa el enemigo.
-La guerra queda mu lejos -proclamó Paula.
-La guerra viene pisándonos los talones -aseguró Paco con tono lúgubre.
Paula lo miró y movió la cabeza, asintiendo reiteradamente. Se pasó la mano por la nuca y el cuello y miró pensativamente a los veintiuno que la rodeaban. Se mordió el labio.
-¿Cómo queréis que prepare comida, sin fuego? Solamente salvamos del camión papas y tocino.
-Crudo -dijo Antonio, rotundo-. Hay que comérselo crudo.
Mani siguió la mirada espantada de Miguel, que se posó en la cara de Angustias. Ella no iba a ser capaz de comer patatas crudas.
Miró a ver si podía pedir ayuda al Templao, pero desistió porque permanecía en un alerta alucinado, sin perder de vista a Inma aunque la fortaleza de las amarras imposibilitaba completamente su huída. Tocó el hombro de Miguel, indicándole que cogiera el mantón de Angustias y le acompañase. Éste asintió sin interesarse por su destino. El lugar donde se encontraban era una cala pequeña, la salida al mar de una de las numerosas quebradas y torrenteras por donde desaguaban las empinadas montañas, ya que se encontraban en la pendiente que se despedeñaba desde Sierra Nevada hasta el Mediterráneo. Las torrenteras formaban arroyos con la lluvia, muy efímeros, pero en sus reducidísimos meandros los campesinos, enfrentados a una tierra tan poco propicia por lo escarpada, conseguían el milagro de hacer florecer pequeños huertos sobre bancales diminutos. Se enorgullecían de sus limones reales, frutos que alcanzaban el tamaño de melones pequeños y cuya corteza carnosa era comestible una vez libre de la cáscara amarilla. También la pulpa tenía un sabor muy agradable, con acidez inferior a la de los limones de cocina. Descubrieron un limonar a dos centenares de metros de distancia; los arbustos se encontraban destrozados por el hambriento tropel, con las ramas y hasta parte de los troncos descoyuntados. Sin embargo, el empeño no fue en vano, porque fueron encontrando frutos desperdigados a lo largo de la cuesta, y cargaron todos los que le permitió el hato que improvisaron con el mantón de Angustias. Esos limones proporcionaron alguna amenidad al menú de las patatas crudas y el tocino correoso. Angustias devoró golosamente tres.
Cuando reemprendieron la caminata, la desbandada había ralentizado la marcha a causa del cansancio y el relente. Era imposible sentir frío debido a la extenuación, pero la rociada les estaba traspasando la ropa y la carne. Media hora más tarde, Mani comenzaba a arrastrar los pies y todos los demás lo hacían desde la reanudación de la huida. Notó que el Templao había alargado un poco más la cuerda que apresaba a Inma, como si pretendiera no escuchar sus palabras monstruosas sin dejar de asegurarse de no perderla de nuevo. Los párpados de Mani, en su segunda noche sin lecho, estaban cerrándosele a cada curva de la carretera; andaba y no sabía que lo hacía; se pellizcaba las mejillas para permanecer alerta, y cuando volvía a abrir los ojos descubría que habían avanzado un kilómetro más; iba a despertar y todo sería un mal sueño; se desperezaría feliz, enérgico, descansado y con el estómago satisfecho, y allí estaría ella, Imperio Argentina, cantando lo de los pavos con guindas de los gitanos del Perchel, y le sonreiría, comprensiva de su amor.
La mayor parte del camino discurría sobre acantilados. Descendía en ocasiones a los lechos de las torrenteras secas, pero casi toda la carretera se encajonaba entre el precipio y el mar, a su derecha, y el terraplén a la izquierda. Comenzaba a encenderse el amanecer en el fondo del horizonte cuando llegaron a la última curva antes de descender al valle costero que se abría a los pies de Vélez Málaga. Ya conseguían divisar a lo lejos parte de la cuadrícula blanca de Torre del Mar emergiendo sobre el esmeralda del cañaveral. La curva, colgada en un morro que se adentraba en la planicie marina, era un buen mirador; se podía abarcar el extenso panorama hasta la Caleta de Vélez y también parte del camino que habían dejado atrás. La desbandada ocupaba completamente los muchos kilómetros de carretera que el mirador les permitía ver: una cinta oscura y palpitante, como una serpiente herida que avanzara trabajosamente.
-Somos centenares de miles -la voz de Paula despejó la modorra de Mani.
-Parece que hubiera millones -dijo Antonio con pasmo.
-Antes de liarla los rebeldes -informó Paco-, Málaga tenía ciento noventa mil habitantes, población que se duplicó con los refugiaos de los pueblos y de las demás provincias. ¿Cuántos pueden haber quedao en la capital?
-Que yo sepa -afirmó Antonio-, en Málaga no habría más de mil fascistas.
-Supongamos que no hayan huido cincuenta o sesenta mil personas -aventuró Paco-: los enfermos de los hospitales, los religiosos, los ricos, los pocos que comulguen con los rebeldas y los que sientan más miedo de nosotros que de los moros. Tiene que haber en la carretera más de trescientas mil personas.
-¡Dios mío! -gimió Paula-. Vamos a morir de hambre. Estos campos son tós mu chicos, no habrá pa dar de comer ni a la décima parte de nosotros.
-El gobierno vendrá en nuestro auxilio desde Almería -proclamó Paco.
-¡El gobierno! -exclamó Antonio con acritud-. Esos chupatintas almidonaos quieren que los malagueños nos pudramos en el camino. Muerto el perro, se acabó la rabia. Málaga ha sido siempre un grano en el culo pa ellos y ésta es la oportunidad que han encontrao Largo Caballero y los demás fantoches pa acabar de una vez con nosotros.
-Tenemos que aligerarnos y llegar a Motril cuanto antes -dijo Paula.
-No se puede pasar por Motril -recordó Mani-. Hay una riá.
-Encontraremos la manera -les tranquilizó Paco.
En el toldo de nubes se abrían algunos desgarrones por donde comenzó a escapar el amanecer. El sol se desveló súbitamente tras un jirón nuboso e iluminó el mar con un haz de luz que tenía algo de sobrenatural; el paisaje marino cobró de repente el aspecto de una representación del Génesis. Lanzado en su dirección, el destello alcanzó también al barco, que refulgió más que el propio sol. Era un brillo incisivo con destellos blancos y amarillos, como si el navío estuviese construído con láminas de oro bruñido. Mani recordó al Chafarino y su dios. Poseidón estaba allí enfrente, revestido con sus mejores galas para materializar su venganza.
-¿Por qué brillará tanto? -se asombró Paula.
-Es como si tuvieran en la cubierta espejos apuntándonos -afirmó Antonio-. Tiene que ser algo así.
-¡Qué majaretá! -discrepó Miguel-. ¿Pa qué iban a hacer eso?
-Pa localizarnos -aseveró Paco- y fijar con precisión la mira de sus cañones.
Como si en el barco quisieran confirmar tales palabras, el primer cañonazo impactó en la pared rocosa no muchos metros por encima de sus cabezas.
-¡Corred! -gritó Paco-. Hay que llegar enseguía abajo; aquí arriba somos un blanco perfecto. Ahí, en la vega, podremos escondernos en las plantaciones de cañaduz.
La culebra humana había sido sacudida en toda su longitud. Muchos corrían rocas arriba, escalando a rastras el terraplén, donde los guijarros sueltos les hacía deslizarse inutilizando sus esfuerzos. Otros se lanzaban al mar, donde muchos morían, o se metían en los repechos del acantilado, donde hallaban el refugio definitivo porque quedaban sepultados a causa de los desprendimientos originados por los estremecimientos de la tierra. Mani y los suyos corrieron pendiente abajo, quinientos, ochocientos, mil metros, y de repente la cinta de asfalto recuperaba la horizontal y allí estaba, incitador, el campo de caña. Ana y Angustias gemían y los cuatro hermanos pequeños del Templao lloraban con alaridos. Se echaron entre las cañaduces mientras el mundo se bamboleaba a su alrededor.
Los cañonazos cesaron al poco rato, paradójicamente cuando el día había aclarado del todo. Mani comprobó que la carretera se había vaciado; toda la desbandada se encontraba desparramada por las dos orillas entre voces y lamentos, buscando el embozo de la vegetación o las rocas. A pesar de las dos noches sin descanso, había resistido bien la caminata, pero ahora, tirado sobre la tierra húmeda y aromática, sintió deseos de permanecer inmóvil, dejarse arrastrar al mundo sin tacto ni olor, ni dolor, al que solamente podía acceder durmiendo. Paula lo impidió:
-Descansaremos en Torre del Mar; allí habrá quien nos dé algo de comer y así nos recuperaremos un poquillo.
-Sí, será mejor -afirmó Paco-. De día es imposible avanzar; andaremos solamente de noche.
Se arrastraron hasta la aldea, en cuclillas, tratando de no descubrirse sobre las cañaduces. El aroma dulzón de la plantación de caña de azúcar se mezclaba con el de la pólvora, y dominaba el ambiente un olor picante que, sumado a la extenuación física, tenía cierto poder narcótico. Todos ansiaban correr en busca de un sitio donde dormir, pero no podían erguirse para exponerse a ser el blanco de la metralla, ni ayudar a las dos embarazadas que, incapaces de andar en cuclillas, tenían que avanzar a tarascadas, reptando sobre sus manos y rodillas. Tardaron en avistar las primeras casas de Torre del Mar, que ardían como todo el cañaveral de sus proximidades, lo que les obligó a alejarse del mar, hacia donde los incendios eran menos numerosos. A Mani le causaba desconcierto y zozobra ver delante y tan cerca la grupa de su madre, oscilante mientras se desplazaba a gatas; Paula carecía en esos momentos del porte altivo que habían apuntalado a la familia desde que el muchacho tenía memoria; en ese instante, sintió Mani que también iba a desmoronarse la arquitectura de fortaleza que había tenido que edificar dentro de su espíritu, a base de náuseas rumiadas, con objeto de poder satisfacer las exigencias maternas, y se echó a llorar.
Casi al final del recorrido a gatas, consiguió disimular las huellas del llanto mientras cruzaban un pequeño arroyo y las borró definitivamente mojando las manos y limpiándose los ojos en una atarjea que hubieron de saltar, atarjea por la que, ignorante de que el mundo estaba hundiéndose, discurría apacible y cantarina el agua fresca, con la misma incitación consoladora que debía de haber ofrecido durante los siglos que llevaba corriendo por el estrecho canal. Bebieron todos con avidez, hasta que un grito de terror de Angustias les disuadió; en el fondo del agua cristalina había una mano de hombre, cercenada por alguna explosión cercana, que la corriente arrastraba poco a poco pendiente abajo.
Las escasas calles empedradas entre muros relucientes de cal que permanecían intactas, se habían convertido en un campamento; en cuanto llegaban, los fugitivos se desplomaban y se dejaban vencer por el sueño en el mismo punto donde caían. Todas las puertas y ventanas estaban fuertemente atrancadas y nadie respondió las insistentes llamadas en petición de ayuda.
-Esto es una encerrona -afirmó Paula, entre dientes, con ira.
Echados todo sobre el empedrado, entre la multitud durmiente, sólo Paula, Paco y Mani velaban.
-¿No dijo Queipo de Llano por la radio que podíamos escapar? -continuó Paula con indignación- Mirad lo que nos ha hecho, meternos en un matadero aposta. Con la trampa que nos ha preparao, los rebeldes van a cazarnos como ratas.
-Creo que más bien quieren evitar tener que anunciar al mundo que han conquistao una ciudad fantasma -disertó Paco-. Pretenden que volvamos a Málaga.
-¿Matándonos? -Paula tuvo que contener el grito de furor-. Volverán a Málaga nuestros cadáveres. Esta carretera es una pasarela de más de cien kilómetros colgá del precipicio y esos canallas nos han dao alas pa huir, con idea de tenernos a tiro y exterminarnos. ¿No sería mejor ir tierra adentro y refugiarnos por Vélez?
-Escucha, mamá.
Mani, que aunque le atormentaba el sueño no conseguía dormirse, hizo lo que Paco había indicado a su madre, prestar atención obviando los sonidos cercanos. Por el anfiteatro de laderas montañosas que se descolgaba desde el paso de Zafarraya hasta el mar, llegaban ecos de cañonazos. Vélez ocupaba el centro de ese anfiteatro.
-¿Oyes? -continuó Paco-. Están bajando contra Vélez y si no caen sobre nosotros, será que nos temen porque somos muchos, contradiciendo sus previsiones, y también les frenará la suposición de que llevamos armas. Solamente tenemos escapatoria por la costa, y a partir de Nerja, quizá podamos empezar a confiarnos.
-¿Cuánto falta? -preguntó Paula.
-Veintitantos kilómetros -respondió Paco con tono gutural.
-¡Dios mío! -exclamó Paula-. Con las barrigas de esas niñas, no conseguiremos llegar esta noche... ni nunca.
Mani notó que Paco se dormía o, más bien, fingía dormirse por carecer de respuestas y alternativas. Pero Paula continuaba despierta y no parecía dispuesta dormir. Tenía los ojos fijos en el firmamento y sus labios se movían como si estuviera rezando. Algo, el presentimiento de una inminencia indefinible, hizo que Mani recordara que tenía con ella una cuenta pendiente, hallando que ya no podía ser postergada más. Se giró hacia su madre y le pasó el brazo por el cuello. Paula volvió a los ojos hacia él; en el primer instante, le sonrió, pero debió de intuir en sus ojos la pregunta, porque al instante siguiente compuso una expresión muy seria y trató de desasirse del abrazo. Mani la retuvo y alzando un poco el mentón, la besó en la mejilla.
-Tienes que contármelo, mamá.
Paula comprendió instantáneamente. Observó el rostro de su hijo unos segundos.
-¿Qué temes, que no salgamos de ésta?
-No, mamá. De ésta vamos a salir, te lo juro. Te prometo que vamos a llegar a un sitio tranquilo, y seremos felices pa siempre. Pero no creo que vuelva a encontrar nunca otra ocasión igual pa que me digas...
-Yo tenía pocos años cuando sucedió; así que lo sé de oídas. Ni siquiera estoy segura de que ocurriera verdaderamente como lo recuerdo.
Era un día de mayo de 1897, en un jardín refrescado por las sombras de dos araucarias gigantescas bajo las que se abría un caleidoscopio de flores. Había otros muchos árboles en una extensión de terreno que parecía un parque público: Cedros, palmeras, ficus y limoneros, rodeados de arbustos de rosas y celindros. El perfume era tan omnipresente como la tibieza amable del sol de media mañana. Josefa había tenido que saltar a duras penas la verja tras ser rechazada por los criados en la entrada, muy violentamente, y tenía la pobre falda pardusca rasgada por un costado a causa de una de las lanzas doradas de la verja; aunque su pudor no sufriría menoscabo, porque vestía otras dos sayas bajo la falda rasgada, le avergozaba el guiñapo que iba arrastrando sobre los guijarros blancos y grises del caminillo que conducía hacia el ventanal. Podía oír rumores de voces, aunque no muy claramente, porque el trino de los pájaros la envolvía como un concierto. Sí, había mucha gente en la casa medio oculta por buganvillas, rosales trepadores, glicinas y jazmines. Algunas cristaleras, las más bajas, transparentaban el apresurado ir y venir de muchachas vestidas como princesas; podía verlas recogiendo sus faldas para subir las escaleras o bajarlas, para correr a través de las alfombras o entre el abigarrado mobiliario, en un trasiego continuo de última hora. Había muchas cosas sorprendentes en ese salón entrevisto por las cristaleras y lo que más le llamó la atención fueron las numerosísimas miniaturas de barcos veleros. Josefa comprendió que no existía ningún punto en esa fachada por donde pudiera entrar; tendría que encontrar la puerta de servicio, en uno de los dos laterales, puesto que ya había comprobado la inutilidad de intentarlo ante la hermosa puerta de multicolores cristales emplomados. Era tan completo el agobio de las prisas que dominaba a todos los ocupantes de la casa, incluída la servidumbre, que la puerta de servicio estaba abierta de par en par. Entró sin tomar precauciones y en vez de permanecer oculta en la cocina o acechando desde las múltiples estancias de esa parte de la casa, se dejó guiar por las voces hacia el salón principal, un lugar decorado de un modo que no sabía que existieran escenarios así en la ciudad. Escuchaba la voz de Francisco Manuel sonando quedo en algún lugar cercano, pero no podía identificar con exactitud ni la dirección de donde llegaba el sonido ni, mucho menos, la habitación. Además de miedo, sentía tanta congoja que apenas podía respirar, y tenía que avanzar casi sin ver dónde pisaba, porque la cegaban las lágrimas. Francisco Manuel, antes tan leal, tan inmutable, no había vuelto a visitarla desde el nacimiento de su segunda hija; la primera, la que tenían en común, había gozado sobradamente de las risas y los halagos del que parecía el padre mejor del mundo, el más hermoso, el más gentil y dadivoso. Pero Paulita llevaba veintidós días sin probar el poder de los brazos del padre, sin oler el aliento de sus besos y ella, la madre desesperada que continuaba fingiendo paz ante su hija, había perdido los deseos de vivir si tenía que hacerlo sin el amor del único hombre que había tocado en su vida. Los primeros tres años, había creído sus promesas imposibles, que el primogénito de los Robles del Altozano se casaría algún día con ella, una pobretona modistilla sin educación ni fortuna. Luego, cuando satisfizo su ruego de que, al menos, le diera el apellido a Paula, todo pareció haber quedado saldado satisfactoriamente y fueron durante cinco años volcanes de amor absoluto. El matrimonio con Elena se había celebrado dos años atrás, y ni Francisco Manuel lo mencionó ni Josefa quiso darse por enterada; fingió ignorancia porque nunca aceptó sentirse la otra y una forma de evitarlo era no mencionar a la esposa legítima; por lo tanto, jamás había surgido de su boca un reproche en esos dos años. Pero hacía tres semanas que había tenido noticias del nacimiento de Rita, el cuarto día de ausencia de Francisco Manuel, cuando fue a preguntar por los alrededores a la servidumbre de su casa y de las demás casas de su calle; había esperado en vano su regreso los veintiún días hasta la tarde anterior, cuando se enteró de que iban a celebrar el bautismo de Rita. No sabía lo que iba a decirle, a él o a cualquiera que se cruzase en su camino, sólo necesitaba una explicación o una herida de muerte: que él le contara satisfactoriamente por qué no la había visitado, aunque ella tuviera que engullir la mentira, o que le dijera, de una vez, que había muerto el amor. Avanzó un par de pasos más, todavía con la esperanza de encontrarse con él y nadie más, poder saber, obtener su explicación y una palabra de esperanza, y al desplazarse hacia el centro del salón, el guiñapo que colgaba de su falda se enganchó a la barroca pata trípode de un velador, que cayó con gran estrépito al romperse su frágil tablero de cristal decorado y al caer el jarrón de plata que había encima. Inconscientemente, quiso arreglar el estropicio, creyendo que podría juntar los trozos esmerilados del rico vidrio y, para ello, sujetó el jarrón de plata. Al instante, comprendió su error cuando una doncella, parada tras ella, comenzó a gritar "¡ladrona, ladrona!"; el salón se llenó de gente inmediatamrenter: las amigas y primas de Elena Viana-Cárdenas James-Gray, sus padres y primos, la servidumbre casi en pleno, los padres y hermanos de Francisco Manuel, y, por fin, éste, que llegó con el brazo echado por los hombros de Elena, quien llevaba a Rita en brazos, ya terminada de vestir para el bautismo. Inexplicablemente, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón de plata, como si ése fuera su único asidero con la vida. Sus ojos se cruzaron con los de Francisco Manuel, en cuya tez acababa de instalarse un témpano de hielo; conturbado, todavía parecía más hermoso. Notó su lucha interior, sus desesperados intentos de imaginar una solución para lo que no la tenía. El padre de Elena, un rechoncho hombre de pelo ensortijado completamente blanco, de sonrisa afable pero de ojos de acero, ordenó con vozarrón de marinero a un lacayo: "Federico, coge la calesa y ve deprisa en busca de los guardias". Salió el hombre uniformado como la gente de los cuadros, y mientras tanto, Josefa seguía aferrando el asa del jarrón, Francisco Manuel palidecía más y más y Elena encontraba el hilo invisible que unía en expresiones de entendimiento las miradas de los dos. Quiso engañarse a sí misma, creer que no, que en modo alguno se confirmaban los chismes que tanto habían ido a rondarle y tanto había desdeñado, pero Josefa, cuya expresión cenicienta parecía la de alguien en el umbral de la muerte, gimió: "Pacomani, por favor". Pacomani era el apelativo cariñoso de Francisco Manuel, que sólo los muy íntimos conocían además de sus padres y hermanos. Elena miró hacia su marido con indignación, esperando que él justificase el conocimiento del diminutivo familiar por parte de aquella miserable ladrona, pero él, como si emergiera de un mar proceloso donde hubiera estado a punto de ahogarse, sonrió seductoramente a su mujer, le echó el brazo por los hombros, la besó en el pómulo y dijo: "Vamos, mi adorada, no dejemos que este incidente nos amargue la celebración del bautismo de nuestra hija". Una hora más tarde, Josefa era conducida a la prevención y, dos días después, a la cárcel, donde murió el día que Paula cumplió los once años.
-¿Y tu padre? -preguntó Mani, a quien asombraba que Paula le contase esa historia sin llorar ni descomponerse, un relato que desmentía muchas de las nociones que ella misma siempre había transmitido a sus hijos acerca del abuelo.
-Murió mes y medio después del bautismo de Rita, por la coz de un caballo. Los caballos eran su pasión, una pasión que acabó con él. Tal como lo recuerdo, creo que hubiera llegado a superar su momento de cobardía y habría sacado a mi madre de la cárcel, pero no pudo ser, porque murió. Según me decía mi madre cuando me llevaban a verla, doña Elena tenía conocimiento de mi existencia porque le escribió varias cartas pidiéndole que me socorriera, pero ella lo niega; asegura que esas cartas debieron de escamoteárselas sus padres, porque no querían que ná la angustiase por habersre quedao viuda tan joven. De cualquier manera, al final, y seguramente porque la pillaste ya muy vieja, ella se ha portao bien con nosotros, Mani, sobre todo contigo y con el Migue, pero yo no he podido mirarla jamás sin sentir una puñalá en el pecho recordando a mi madre encerrada en una cárcel por culpa de su padre o por la culpa de ella, que a lo mejor no quiso darse por enterá.
-Entonces, su hija y tú erais hermanas...
-Más o menos. Ahora ya no tiene importancia, ¿verdad? Escucha, Mani, por lo que más quieras, no le cuentes esa historia a tus hermanos; ellos sólo saben lo esencial, que estamos emparentaos con la de los barcos y para de contar, porque lo que le hicieron a mi madre ya no me da dolor ni desesperación; pero me produce una vergüenza que no la puedo soportar.
Mani examinó el rostro de Paula con detenimiento. No tenía lágrimas en los ojos ni se le ennegrecía el semblante, ni tampoco había un rictus especial en sus labios. Le dio un beso, que ella correspondió, y ambos fingieron dormir. Un poco más tarde, la oyó murmurar:
-Dios mío, permítenos llegar a Nerja sanos y salvos.
La inestabilidad del tiempo era un inconveniente más. Tan pronto les caldeaba un rayo de sol fugaz como, al instante siguiente, caía la llovizna mansa que llamaban "calaera", pero ni siquiera bajo las perezosas gotas de lluvia se movieron de sus lechos de piedra. Permanecieron tumbados a la espera de que algún milagro les transmitiera la energía indispensable para ponerse de pie. Mani se fijó en Ricardo; los meses pasados en la Goleta le habían devuelto el peso perdido en su convento, pero la caminata había ocasionado que pareciera de nuevo un cadáver; Inma, que tenía al otro lado al Templao y sus amarras, se había arrimado al ex fraile; Mani observó que ninguno de los dormía del todo, aunque ambos trataban de hacer creer al otro que sí; Inma ocupaba al instante el espacio que Ricardo iba dejando libre con sus intentos de apartarse de ella. Rosalía tenía una expresión gozosa, dormida entre los brazos de Paco. Los ojos de Ana humedecían el pecho de Antonio. El Templao roncaba ruidosamente, abrazado por sus cuatro hermanos menores. Mani descubrió una mancha de sangre en la media de Angustias, y sacudió a Miguel.
-Deja que duerma un poquillo más, hombre.
-Angustias está sangrando.
Dio un respingo. Se arodilló junto a Angustias y trató de descalzarla, pero los zapatos se incrustaban en la inflamación mostruosa que le deformaba las piernas. Miguel rompió en llanto y sus lamentaciones despertaron a los que dormían más cerca, que formaron un corro en torno a su mujer.
-Tenemos que quitarle los zapatos -afirmó Rosalía.
-Es imposible -gimió Miguel-, no salen.
-Podemos cortarlos -dijo Rosalía y, volviéndose hacia Paula, preguntó: -¿Lleva usted tijeras?
Paula asintió y las extrajo del bolsillo de su abrigo, pero cerró los ojos, incapaz de observar cómo la ex monja, con enorme sangre fría y manos acariciantes y enérgicas a la vez, apretaba la piel hinchada para facilitar la introducción de la punta de las tijeras. Miguel sujetaba a Angustias, que mordía el pecho del joven para resistir el dolor.
-No puede andar -sentenció Miguel cuando los pies agrietados y sangrantes quedaron descubiertos.
-La llevaremos de dos en dos, en sillita de rey -dispuso Paco-. Haremos tres turnos: Guaqui y Mani, Antonio y Ricardo y Miguel y yo. Andando. Hay que darse bulla, pa que esto no nos atrase más todavía. De día o de noche, ya da igual; nos van a masacrar de toas, toas.
La guirnalda improvisada la noche anterior con cuatro de los hermanos del Templao fue extendida a dos más, porque no conseguían obligarles a permanecer agrupados, mientras todos tendían a fijar su atención en Angustias y la penosa manera de transportarla. Cuando abandonaban la aldea donde gran parte de la desbandada dormía aún, preguntó Inma a Ricardo:
-¿Por qué no tienes mujer?
-Niña -reprendió Carmela-, no digas tonterías.
-¿Eres un maricón? -insistió Inma.
Caminaban de nuevo entre sembrados de cañaduz. La pregunta de Inma produjo un silencio mortal.
-¿Te quieres callar? -se impacientó el Templao, que en ese momento cargaba a Angustias con los brazos entrelazados con los de Mani.
-No importa -aseguró Ricardo, rojo de rubor-. Yo entregué mi cuerpo a Dios nuestro señor.
-¿Y Dios pa qué lo quiere? -preguntó Inma.
Mani sintió ganas de reír, Paula fingió no haber escuchado, Miguel rió abiertamente y los demás adultos ensayaron expresiones de estar pensando en otros asuntos.
-Inma, bonita -Rosalía trató de despejar la incomodidad general-. ¿Quieres aprenderte una copla?
-Sí -respondió Inma con entusiasmo-, una copla que yo pueda bailar.
-¿Sabes el vito?: "Una malagueña fue/ a Sevilla a ver los toros/ y en la mitad del camino/ la cautivaron los moros" -cantó Rosalía con hermosa voz y buen tono.
-Los moros son los que vienen a violarnos, ¿verdad? -preguntó Inma con lascivia.
El Templao apretó los labios y masculló una maldición ininteligible.
Iban turnándose los seis hombres para transportar a Agustias y Paula aferraba la cintura de Ana, cuyos malestares iban aumentando aunque ella no se quejara. Los hermanos del Templao protestaban de hambre y sólo Rosalía, con sus historias y canciones, conseguía acallarlos, pero el llanto rebrotaba un centenar de pasos más adelante. Cortaron cañaduces que aún estaban verdes y tenían un sabor muy ácido, pero el zumo les proporcionaba alguna energía. Angustias no paraba de chupar y mascar los tronquitos que le daban, ya descortezados, y los más jóvenes también lo hacían con afán, como si cada trago de zumo estimulara más su apetito en vez de satisfacerlo. Desde la llanura azul del mar moteado aquí y allá de pequeños retazos iluminados a través de los rotos de las nubes, el barco continuaba bombardeando la carretera y la caminata se multiplicaba por tres, por la frecuencia con que tenían que correr a refugiarse tras las rocas. Mani observó que Paula se negaba a mirar los cadáveres que festoneaban la cinta de asfalto; en realidad, la multitud de ojos desorbitados por el horror había dejado de mirar todo lo que no fuese el horizonte tras el que se escondía la meta de su viaje, como si la contemplación de los cuerpos descoyuntados representase la erección de murallas que no tenían fuerzas para escalar.
Cayó de nuevo la noche. Ya todos carecían de aliento para emitir cualquier sonido, cualquier lamento, cualquier reproche y sólo se oía el rumor de los pasos, un zum-zum-zum con cadencias que parecían ensayadas, amortiguadas por las suelas de esparto. Ahorraban todo esfuerzo, hasta el de hablar, para dirigir la rabia hacia las piernas, que eran la única herramienta útil y por eso trataban de concentrar en ellas los restos de su vitalidad. Andar, arrastrarse, rodar, dejarse la planta de los pies en el pavimento con la esperanza azul de Nerja por todo pensamiento. La salvación era azul resplandeciente de sol, un acantilado azul sobre el mar de plata, un paraíso azul suspendido en el azul del cielo. Nerja, azul, pórtico amable hacia una promesa de vida feliz. Habían abandonado en el camino todas las ambiciones y lo único que les mantenía de pie era la voluntad de vivir o que ese bien supremo fuese conservado por quienes amaban. Se cogían de las manos para no perderse y comunicarse fortaleza, pero nadie decía nada, sólo de vez en cuando sonaba la voz de Inma con algún comentario que crispaba la mano con que su hermano aferraba el brazo de Mani cuando les tocaba cargar a Angustias. Paula parecía a punto de despeñarse del orgulloso baluarte de resolución donde había mantenido a sus hijos toda la vida; Mani la veía apretar los párpados y fruncir los labios a cada queja de hambre de los hermanos del Templao, como si ése fuera el único dolor para el que no se había acorazado.
Los desgarradores gritos infantiles se tornaron alaridos al amanecer, que les sorprendió cerca de un cruce de caminos. Una estrecha carretera culebreaba para desembocar en la de la costa; descendía desde Torrox, un hermoso pueblo blanco que emergía de las brumas entre las claras del alba, recortado allá arriba, en un cerro verde, contra el verdor agreste de la sierra que lo envolvía.
-¿Llegaríamos ahí arriba antes que a Nerja? -preguntó Paula a Paco, señalando con el hombro las casas refulgientes.
-Sí, mamá, pero nos retrasaríamos, y donde debemos ir es a Motril y, después, a Almería.
-Ya estamos retrasaos de sobra. En Nerja, seguro que no habrá ná que comer, con esta desbandá de famélicos. Ahí arriba, en Torrox, es posible que encontremos algo; nos hace muchísima falta, porque estos niños no pueden aguantar más y las preñás necesitan comer por dos. Venga, andando pa arriba.
Bajo la todavía indecisa claridad filtrada por las nubes, Mani notó que las piernas de Angustias, transportada en ese momento por Ricardo y Miguel, eran de color cárdeno. Al apartar la mirada para escapar de la masa informe de carne inflamada, vio que también las zapatillas de paño de Paula estaban manchadas de sangre. Examinó su cara, pero no mostraba señales de dolor; en ese instante, comprendió que amaba más allá de lo racional la materia especial con había sido construída. Ella era tan fundamental, tan definitiva en su vida, que verla sufrir el menor quebranto resultaba insoportable. La tomó por la cintura, como si pudiera compensar el esfuerzo que ella hacía para sostener a Ana. Paula giró la cara hacia él y le sonrió sólo con los ojos.
La llovizna calaera que les humedecía la ropa no deslucía el brillo del barco; continuaba frente al punto donde estaban, como si quisiera acosarles a ellos concretamente y no persiguiera a nadie más, como si pudiera reconocerles en la aglomeración de enjambre que agrisaba la carretera. El fulgor adquirió un matiz distinto y, al instante siguiente, el proyectil levantó una nube de polvo y guijarros a escasa distancia. Como si el cañonazo fuera un toque a rebato, los nubarrones vomitaron inmediatamente después una escuadrilla de aviones.
-Son republicanos -aseguró Paco, aunque todavía estaban demasiado lejos para identificarlos- Vendrán a echarnos víveres.
Mani forzó la mirada; no eran republicanos. A Paco le cegaba su necesidad de creerlo, pero tenían pintados en los costados escudos alemanes e italianos. Sobrevolaron la carretra dos veces. Cuando parecía que iban a alejarse, se lanzaron hacia la gente a baja altura; no tiraban bombas al principio, sino que fueron ametrallando por turno: llegaba uno, en picado, y cuando daba la impresión de que se estrellaría contra la multitud, cobraba altura en un segundo y era sustituído por otro que también les ametrallaba; así continuamente, en un carrusel incesante.
-A correr -aulló Paco-. Subamos a Torrox.
La carrera para huir de los aviones les había puesto en camino; se encontraban pendiente arriba, a varios centenares de metros de la costa. Paco ordenó que anduviesen campo a través, fuera de la estrecha línea de asfalto.
-Es una trampa -masculló Antonio-. Nos han convencío de echarnos a la carretera pa meternos en un mataero. Lo tenían previsto, ¿no os dais cuenta?; primero, los barcos y ahora, los aviones...
No muchos habían tenido la idea de subir al pueblo. Mani supuso que podían temer que los rebeldes estuvieran bajando también por ese camino, aunque creía que no tenía comunicación con el de Vélez. Pero aunque ahora eran pocos, el día anterior debían de haber sido muchos, pues los campos de bancales estaban completamente arrasados. Ante tanta desolación, el brillo blanco de las paredes enjabelgadas de Torrox constituía una promesa de buenaventura. Aunque no era excesiva distancia, debían descansar cada dos por tres, por la carga de Angustias y a cada parada, los berridos de los niños se volvían ensordecedores. Carmela lloraba sin cesar y Rosalía miraba los alrededores con ojos febriles, en busca de algo con que poder mitigar el hambre de los niños. Mani, Miguel y el Templao se dejaron escurrir por la pendiente de una quebrada, hacia un matorral de palmitos, que arrancaron con fiereza. Los niños mascaron al principio con avidez la raíz pulposa de sabor ligeramente áspero, pero en seguida despreciaron lo que para los demás representaba un manjar y recomenzaron los aullidos.
-Al menos, podemos comprar morcillas, pasas e higos secos -dijo Paula cuando alcanzaron las primeras edificaciones.
-No te hagas muchas ilusiones, mamá -murmuró lóbregamente Antonio.
Mani comprendió lo que Antonio quería decir. Todas las puertas y ventanas estaban trancadas. Nada se movía, nada se oía; nadie emprendía el trajín propio del amanecer en una aldea rural; no se veía una yunta ni un labrador. No parecían naturales del pueblo los fugitivos dispersos que dormitaban en la calle y entonces Mani cayó en la cuenta del porqué de un silencio tan absoluto; no había a la vista ningún perro ni gato, que debían de haber sucumbido a la desbandada hambrienta de la tarde anterior. Las hermosas calles de blancura reverberante callaban con un silencio inhóspito, como si rehusaran darles la bienvenida. Miguel golpeó a puntapiés una puerta tras otra. Lo hacía al principio afectando corrección de visitante inesperado, pero a la cuarta o quinta puerta muda perdió el control y comenzó a saltar golpeando con las rodillas, los puños y los pies.
-Abrir, por favor, tener por Dios compasión; llevamos una preñá a punto de morir.
Nadie respondió su llamada a lo largo del trecho que mediaba hasta el centro de la aldea. Miguel persistía ante la congoja de todo el grupo; saltaba, escalaba rejas, se colgaba de los balcones aullando, rajaba su garganta en súplicas y los postigos continuaron cerrados, aunque Mani advirtió que algunos visillos se movían muy levemente. Al llegar a la plaza, todos cayeron sobre el empedrado, exhaustos, decididos a no moverse nunca más del punto donde se desmoronaban. Los gritos de los niños arreciaron, las acometidas de Miguel contra las puertas y ventanas parecían las de un demente rabioso y sus cuatro hermanos no podían hacer otra cosa que llorar.
-Tienen que estar mu acobardaos -gimió Paco-. La desbandá pasaría por aquí ayer como un maremoto, arrasándolo tó.
Los gritos de Miguel debían de oírse en todo el pueblo, porque retornaban en ecos, devueltos por la sierra. Tras varios minutos más de golpes y patadas, ya sólo era capaz de llorar, y se arrodilló en medio de la plaza. Juntó las manos como en una oración, agachó la cabeza y dijo alto pero con voz contenida:
-¡Tener piedad, por la Virgen! Llevamos varios niños a pique de marearse por el hambre y a dos embarazás. ¡A mi mujer se le han reventao los pies, coño! ¡Tener caridad, por vuestros muertos! No consentir que se muera mi mujer...
Mani sentía tanta rabia, que tuvo que reprimir el deseo de arrancar una piedra del suelo y lanzarla contra el último cristal tras el cual había visto moverse un visillo. Notó que Antonio se acercaba a Miguel como un sonámbulo; había dejado de amar a su hermano mayor hacia meses, un año tal vez. Ahora le asombró la ternura conmovida con que se acercaba a Miguel y sintió vergüenza de su desamor. Antonio dio una vuelta en torno a Miguel, mirándole a través de sus ojos congestionados y alzando las palmas de las manos, como si quisiera encontrar qué hacer o qué decirle. Vaciló varios minutos y, finalmente, como no se le ocurrió nada, cayó también de rodillas y, de medio perfil, abrazó a Miguel y lo meció como si tratara de acunarlo. Pasados unos momentos, alzó los puños al cielo y gritó:
-¡Dios mío, ten misericordia de nosotros! Haz que se ablande el corazón de esta gente.
Ana sollozaba muy quedamente. Rosalía estaba arrodillada, tapándose los ojos con las manos. A Paula se le desorbitaban los ojos, como si acabase de descubrir que la miseria del mundo era infinita y no fuese capaz de asimilarlo. Mani notó que ahora eran muchos los visillos que se movían: abundaban los que querían contemplar al demente que aullaba de aquel modo, y adviritió que su madre también se había dado cuenta y que ello colmaba del todo su medida. Se alzó y con su porte majestuoso recuperado, aunque a pasitos cortos porque debían de dolerle mucho los pies, cruzó el trecho que separaba al grupo del punto donde Miguel y Antonio hacían pública genuflexión; llegada hasta ellos, haló de su ropa y les obligó a poner fin a su humillación.
-Aquí no tenemos ná que buscar -dijo a gritos-. No sigáis dando el espectáculo pa el recochineo de estos miserables. Cruz y raya. Que Dios o el demonio fulmine a esta caterva de degeneraos. Hala, dejar de llorar y hacer algo útil; tratar de echar abajo alguna puerta, porque de aquí tenemos que salir alimentaos.
Los primeros golpes de Paco y Antonio contra un portón que parecía el de un cobertizo o un granero, fue respondido con una andanada de disparos que llegaban de varios puntos, y todos tuvieron que echar a correr cuesta abajo, entre los alaridos de los niños y las quejas de Angustias y, ahora, también de Ana. Quienes disparaban, no parecían querer acertar, sólo que se marcharan. Mediada la primera recta por donde habían abandonado la plaza, cayó un hato ante Paula, que lo recogió sin apenas pararse.
-¡Hay en este pueblo, por lo menos, un justo pa que no lo destruya el fuego divino! ¡Tenemos comida!
Sin detenerse, fue dando pellizcos de pan y trozos de morcilla, primero a los niños y luego a los demás y abandonaron Torrox con su objetivo cumplido. El regreso fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban penduleando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despetar de la mostruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol?. Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle. El Templao hizo que abriera los ojos de nuevo.
-Fíjate en ésa -dijo con espanto.
Delante de ellos, otra mujer sujetaba un brazo infantil, como si condujese de la mano a un niño pequeño, pero aparte del brazo, no había nada más.
-Escucharme -gritó Paco, como si necesitara actuar para no pensar-, en cuanto oigais el menor zumbido, echar a correr. No quedarse de pie ni un segundo; tós al suelo, pegaos a una roca, y os quedáis completamente quietos.
Tuvieron tiempo de andar un buen trecho antes de que los aviones volvieran. La vía era muy sinuosa tras la corta recta que habían dejado atrás, y se encerraba en un acantilado cortado a pico, como si el camino fuera un quiebro muy breve de dos verticalidades. A la izquierda, el precipicio se elevaba en una curva convexa que llegaba a suspender la roca sobre sus cabezas y a la derecha, caía hacia las olas en picado. El mar tenía un sucio color pardusco, feo como un páramo helado. Sin embargo, el barco seguía refulgiendo.
-No puedo con mi alma -se quejó por fin Ana.
-Aguanta, hija -rogó dulcemente Paula-. Paco dice que no falta ná pa Nerja.
Habían olvidado el cansancio. Los pasos resonaban en el semitúnel que les envolvía con ecos de foso musical. El clamor de los quejidos, las plañideras voces que pronunciaban nombres sin conseguir respuesta, habían ido amortiguándose hasta extinguirse y de nuevo el silencio era interrumpido sólo por suspiros aislados. La familia Robles del Altozano y la del Templao iban todos cogidos de la mano en torno a Miguel y Ricardo, que eran los que cargaban a Angustias en esos momentos. Sin darse cuenta, habían formado una cadena que incluía hasta a los niños más pequeños, como si quisieran contagiarse coraje.
Mani no entendía el misterio del clima mediterráneo andaluz. Podía estar lloviendo y el cielo cubierto de nubes y, en un momento, sin transición, volvía a lucir el sol en un espléndido firmamento turquesa. Cuando vislumbraron el fin de aquel callejón parecido a una hornacina por donde se desplazaban, y al superar una curva muy cerrada, la carretera se abría a una pendiente suave que descendía hacia un estrecho valle litoral cubierto de verdor. Aún no se alcanzaba a ver el pueblo de Nerja, pero la pequeña vega que se deslizaba hacia el mar para interrumpirse abruptamente en el acantilado más hermoso que Mani hubiera sido capaz de imaginar, surgió ante ellos bañada por un sol indolente. Habían llegado al paraíso. El infierno quedaba atrás y lo que ahora tenía ante sí era un edén incitante y provocativo, un jardín bendito donde superarían el horror. Los chirimoyos que aún estarían cargados de frutos, los mandarinos, naranjos y limoneros, las pitas y chumberas, las cañas trenzadas de las tomateras y pequeños retazos de cañaduces resplandecían en el esplendor verde acariciado por la mágica atmósfera azulada que limitaban las cercanas montañas. Iban a llegar a Nerja en menos de media hora: se habían salvado. También el mar había recuperado de repente el azul para no desentonar del paisaje, y lamía afectuosamente los peñones del acantilado que la aerosión habían convertido en islotes. No podía haber un lugar más bello en el mundo ni más promisor. Mani no había visto gaviotas en todo el camino, y allí había gaviotas chapoteando en la escarpada orilla. Tampoco había visto perros ni gatos, y abajo, al lado de un chamizo, vio un perro que se divertía persiguiendo a un gato. Lo de detrás era un mal sueño. La vida esperaba delante.
Extasiado, Mani escuchó con un sobresalto el aullido de Paco:
-Los aviones! Aquí no tenemos donde escondernos. Esta cuesta tiene que ser pa ellos como un escaparate. Correr pa abajo, a los sembraos, venga, correr, por Dios.
No podían hacer otra cosa que correr. Correr en busca del sol y los chirimoyos, de los matorrales de palmito, de la extensión verde donde la oscuridad abisal de las rocas sobre las que andaban se trocaba en luz. Pero eran varios centenares de metros los que aún les separaban de la vega, que parecía retroceder, burlona, cuanto más corrían hacia ella. Los aviones les adelantaron y, en la otra punta de la ensenada, viraron en redondo. De nuevo como si les acechasen a ellos y sólo a ellos, reanudaron el carrusel frente al grupo y en seguida comenzaron las ráfagas de disparos.
-¡Al suelo! -aulló Paco.
Cayeron de bruces, inmovilizados boca abajo como lapas después de la ola. Las ráfagas de balas pasaban rozándoles, perforando el pavimento con chasquidos ensordecedores. Duró unos minutos, muy pocos y pronto se alejaron en dirección a Málaga.
-A correr, a correr -urgió Paula-. Aunque nos dejemos las plantas de los pies en el suelo, hay que correr sin parar. Tenemos que llegar abajo antes de que vuelvan, allí podremos escondernos...
Los cuerpos y miembros desprendidos se apilaban en las cunetas como muñecos rotos. Iban formando pilas espontáneamente: caía uno y luego otro que era alcanzado al pasar por encima del cadáver, y luego un tercero y, a la postre, se amontonaban como un vertedero infame. El último repecho de la carretera estaba cegado por uno de esos montones y tuvieron que escalarlo para continuar corriendo, pero Ana se trabó entre los exánimes miembros ensangrentados y dejó de debatirse, quieta, como si se dispusiera a morir para no tener que seguir contemplando tanto horror. Acudieron Mani y Antonio para obligarla a continuar.
-¡Virgen de Zamarrilla! -suspiró Paula-. Tantos muertos sin enterrar, no van a tener si siquiera el derecho a una sepultura.
Llegaron al fondo de la cuesta. La luz les envolvía por fin, acariciante, pero el runrún se hizo audible de nuevo y los aviones les alcanzaron otra vez como un enardecido enjambre de abejas. Pareció que iban a alejarse hacia el este pero, inesperadamente, giraron y maniobraron en dirección al grupo.
-¡Al suelo! -ordenó Paco.
Pasaron uno tras otro, tan cerca, que Mani creyó que las panzas les rozarían. Daban la impresión de ser centenares, porque el carrusel no paraba: cada avión que les sobrevolaba, volvía al principio tras un salto. Luego de un tiempo que duró un millón de años, los oyó distanciarse y desaparecer más allá del acantilado que habían dejado atrás. Mani se levantó dándose palmadas en las orejas para aliviar el zumbido de sus oídos.
-Mamá, levántate; ya se van.
Ninguno se movía. Les gritó que el peligro había pasado y ya podían seguir el camino, pero nadie intentaba incorporarse. Cogió a Paula por la cintura para ayudarla, mas su cuerpo estaba laxo y sintió húmeda la mano con que la abrazaba. Contempló esa mano como si no fuera suya, esa mano ensangrentada no era la que le había dado su madre y con la que ahora la había tocado; no era capaz de creerlo, a Paula no podía pasarle eso: ella estaba muy por encima de las miserias del mundo. Consiguió que el cuerpo sin fuerzas permaneciera casi sentado y se puso a dar saltos entre todos ellos, vociferando el nombre de Paco, Antonio, Ricardo, Miguel, Rosalía, Ana y Angustias. Esta, boca arriba, tenía los ojos abiertos, fijos en él; Mani sonrió al agacharse a ayudarla a ponerse de pie, pero se detuvo antes de intentarlo: tenía el vientre abierto y el fruto sin madurar palpitaban envuelto por una masa oscura. Desvió los ojos con extravío. Descubrió que el Templao daba señales de vida, pues se había vuelto hacia él y conseguía sentarse, repentinamente convertido en un anciano rodeado por sus once hermanos muertos.
La desbandada avanzaba sobre ellos: todos evitaban pisarles mientras se cubrían la cara con una máscara de conmiseración. Mani sintió rabia; estaban en un error, no les había pasado nada, alcanzarían con ellos los huertos y repondrían fuerzas en el abrigo cálido y perfumado de un pinar. El Templao arrastraba a Carmela fuera del camino. Mani se acercó a pedirle ayuda.
-Guaqui, ven; mi madre no se mueve, tiene que estar herida.
-Todos están muertos, Mani.
-¡Mentira!
-No es mentira, Mani. Tengo mu vista a la muerte.
-¡No puede ser!
-Esta es la guerra, Mani; esta es la hijaputá de esos generales de Marruecos y el gobierno cobarde que nos ha entregao a ellos pa quemarnos como júas.
-¿Qué vamos a hacer, Guaqui?
-Enterrarlos, como quería tu madre, y después, vivir. Y lo que haya que hacer a continuación, seguramente tú eres más capaz de inventarlo que yo.




"La evacuación de Málaga comenzó cuando la población civil supo de las dificultades de los frentes, pero nadie creyó que el éxodo voluntario iba a asumir el carácter de una cataclismo humano desconocido en la historia de Europa...
"Pronto se convirtió en una sangrienta realidad. El camino se tornó un infierno bombardeado por los barcos fascistas españoles y los aviones alemanes e italianos. Los aeroplanos, en formación masiva, bombardearon y sembraron fuego con sus ametralladoras. Pronto, el camino quedó cubierto de muerte...
"...niños que habían perdido a sus padres corrían gritando"
THE MANCHESTER GUARDIAN, miércoles 17 de febrero, 1937

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