jueves, 6 de noviembre de 2008

LA DESBANDÁ. Ofrecida gratis.

LA DESBANDÁ. Ofrecida gratis.
Porque la editora me ha estafado durante cinco años.

Como ya sabéis, ha sido creada una comisión en las Cortes, para reformar y reforzar a favor de los escritores la Ley de Propiedad Intelectual, ya que en la actualidad las editoras se apropian ilegalmente de más de dos tercios de los derechos correspondientes a los escritores.
La mía, concretamente, me ha defraudado unos 70.000 euros por las cuatro novelas mías que ha publicado, tres de las cuales pasaron en muchos ejemplares de los 10.000 (que es la cifra que las grandes editoriales ponen como límite para los bestsellers). Ahora, tendrá que pagar los millones que se ha apropiado de
TODOS SUS AUTORES.
Por mi parte, doy por anulados los contratos firmados con esta editorial, puesto que ella los ha incumplido. Y como sé que esta historia os sigue interesando, os ofrezco su lectura gratis en mis blogs.

LA DESBANDÁ.Continuación

De regreso a la colchoneta, apenas pudo dormir mientras observaba que tampoco su hermano Paco lo conseguía. Temió que supiera más de lo que le había dicho a Paula y que su información fuese la más temible: El barbero o Serafín podían haber descalabrado a Antonio a tración, lo que tal vez le había matado y ello justificaría el mutismo de Paco y la descomposición de su ánimo. Sí, estaba seguro de que Paco sabía lo que había ocurrido y lo callaba, porque debía de tratarse de lo peor que todos pudieran temer. Despertó ojeroso, con la imaginación bloqueada; en busca de inspiración, acudió a la vivienda vecina, donde Ana trajinaba recolocando muebles con la evidente intención de calmar su propio nerviosismo.
-Ana, no podemos quedarnos cruzaos de brazos. Tal como están las cosas, ni la policía ni nadie les dan importancia a las desapariciones, que ya ves tú lo de la Inma, que es como si se la hubiera tragao el mar. Tenemos que ponernos en movimiento.
-Podríamos ir otra vez al Sindicato de Parados.
-Allí no hay nadie.
-¿Estás seguro?
-Ayer pasé cuatro o cinco veces por la puerta. Tenían toas las ventanas cerrás y no se escuchaba ni mú.
-¿Qué dice el Paco?
-Que esperemos.
Ana suspiró antes de estallar:
-¿Esperar qué?, ¿que nos lo traigan con los pies por delante, con dos tiros en el estómago?
Los policían llegaron poco más tarde. Las protestas de Paula hicieron que Paco despertara y saliera a encarar la visita con gran acritud:
-Ya vino un guardia el otro día y no encontró ná.
-Pero sabemos que tu hermano esconde muchas armas aquí.
-¿Lo saben ustedes?, ¿es que tienen detenío a mi hermano Antonio?
-No. Nadie tiene detenido a nadie. Se trata de un soplo.
Paco asintió como si respondiera a un dato impreso en su mente mientras Mani miraba a los ojos de Paula, en cuyas pupilas parecía brillar el nombre de Serafín. Se preguntó si los fascistas seguirían teniendo tanto predicamente entre los guardias como antes de las elecciones. Estos realizaron un registro muy meticuloso. Abrieron y revolvieron con brusquedad gavetas, baúles, los dos armarios y hasta desliaron todos los envoltorios de tela que Paula tenía que convertir en vestidos para sus supuestas clientes. Con notable grosería, y encendiendo el furor de Mani hasta un nivel peligrosamente cercano al estallido, los policían iban echando los tejidos a un desordenado amontonamiento en el centro de la habitación. Pero Mani consiguió contenerse y mantener la calma, puesto que sabía que no iban a encontrar nada. Se marcharon con expresiones de contrariedad y ademanes amenazantes.
Paco salió poco después. Mani notó su rictus de resolución, como si opinase que las cosas habían llegado a un punto intolerable, y por tal motivo fue tras él; descubrió que iba de portal en portal, convocando a sus camaradas, que en su mayoría ultimaban los preparativos de las verbenas de los júas que tendrían lugar esa misma noche, porque era víspera de San Juan. Abandonaban con desgana la diversión, pero todos asentían cuando Paco les murmuraba unas frases al oído.
No consiguió imaginar lo que su hermano se proponía, pero algo le empujaba a tratar de impedirlo. Compró un periódico para esconderse con él, sin perder de vista cada uno de los portales, mientras aguardaba que Paco reapareciera acompañado de un nuevo miembro de su partido. El periódico estaba tan censurado, tan lleno espacios en blanco producidos por las noticias que eliminaban los comisarios políticos, que no podía hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo en el resto del país, pero en Málaga, tras dos meses y medio de locura jubilosa con innumerables algaradas callejeras que no habían parado ni un día, sabía que el gobierno había prohibido las manifestaciones por "poderosas razones de seguridad y orden público", por lo que temió que Paco pudiera meterse en un lío, puesto que el grupo lo formaban ya catorce hombres, prácticamente una manifestación. La alegría explosiva del principio, cuando supieron que habían ganado las izquierdas, se había convertido en algo parecido a un silencio tenso de espera que abarcaba toda la ciudad, como si algo que todos esperaban pero no sabían describir, ni siquiera imaginar, estuviera a punto de ocurrir. No había fascistas vestidos de azul y negro por la calle, pero se preguntaba a cada paso cuántos de los que se cruzaba sería compinches de Serafín, ya que notaba la fijeza recelosa con que algunos jóvenes miraban al creciente grupo de Paco.
Cuando superaron los veinte, formaron varios grupos pequeños, como si quisieran disimular que iban juntos. Mani notó que algunos escondían armas bajo la ropa. Supuso que debía avisar a Paula, pero no era oportuno hablar de lo que ignoraba ni quería abandonar la vigilancia, ya que debía enterarse de lo que Paco proyectaba y a dónde iba. Los seis grupitos de tres o cuatro hombres cada uno, permanecieron en la acera, como si conversaran de cuestiones instrascendentes, mientras Paco entraba en el local de su partido. Reapareció a la media hora, acompañado de Cayetano Bolívar. Asomado apenas por encima del periódico, notó que la expresión del diputado era muy severa, quizás agria, y que, por el movimiento de sus manos, le hacía a Paco advertencias muy serias. Éste asentía, pero le dio la impresión de que no aceptaba las advertencias más que a medias. Por último, Bolívar levantó levemente el puño izquierdo y se retiró hacia el interior del edificio. Paco tosió ruidosamente y los grupos se pusieron en marcha en pos suyo.
Mani tenía todas las preguntas en el pensamiento y un hielo creciente en el ánimo. La escena ante el local de Partido Comunista, aunque no hubiera oído el diálogo, le parecía muy sintomática del furor de Paco, cuya serenidad y autocontrol parecía haber desechado momentáneamente. Era evidente que algún dato que sólo él conocía había arrasado sus barreras habituales y ahora, desbocado, podía llegar mucho más lejos de lo que Antonio, más impulsivo pero menos refinado, había llegado jamás. Los movimientos de los grupitos que seguían a Paco demostraban que respondían a un plan, aunque hubiera sido improvisado esa misma mañana: iban adelantándose los unos a los otros como si ocurriera por casualidad y no eran siempre los mismos hombres los que formaban parte de cada uno. Paco había dictado una estrategia que Mani no conseguía imaginar cuál sería; les siguió hasta el Hospital Civil, donde notó que iban entrando poco a poco, de uno en uno o por parejas. A continuación, la misma apariencia de normalidad de todos los días; ningún movimiento llamativo, ninguna protesta de la monja portera, nada diferente de lo habitual.
Pero aproximadamente una hora después de que hubiera entrado el último, llegaron dos camionetas de la policía, que se desplegaron ante la puerta principal con mucho estrépito y grandes voces; mas los guardias fueron entrando en el edificio, las camionetas se alejaron, vacías, y volvió a parecer que todo se mantenía en calma.
Aguardó dos horas más y nada cambió. No se atrevía a preguntar a nadie, ni siquiera a la monja portera, con quien había discutido tantas veces cuando estaba encamado y trataba de escapar, hasta el punto de que habían llegado a tratarse mutuamente con cierta intimidad cordial. No comprendía lo que estaba ocurriendo, no deseaba contárselo a Paula, que ya debía de estar impaciente por haber pasado la hora del almuerzo, y tampoco deseaba tener que explicar a Ana lo que ignoraba. Decidió ir a la playa.
El día era radiante, el primer día verdaderamente veraniego según los semitropicales cánones malagueños. El sol, en la vertical, lanzaba dardos que impulsaban a bañarse y por ello muchos de los pescadores más jóvenes retozaban desnudos en el rebalaje. El Chafarino sonrió cuando se acercó.
Mani le comunicó lo ocurrido desde que enterraron las pistolas.
-Deberías contárselo a tu madre -aconsejó el Chafarino.
-Pero es que no sé lo que tendría que contarle.
-Aunque no lo sepas con certeza, si sospechas que tu hermano Paco ha hecho una barbaridad, lo mejor es que trates de encontrar una solución con tu madre. Ella puede ir a hablar con ese político...
-¿Y si resulta que meto la pata y es que el Paco ha ido, simplemente, a visitar a un compañero y la llegada de los guardias no tiene ná que ver?
-Más vale prevenir que curar, Mani. Lo que dices que has visto esta mañana no parece la visita a un compañero. Si Paco ha maquinado alguna forma de venganza, podríais veros en apuros tú y tu madre, porque sólo quedas tú, ¿no?
-Sí.
-La diáspora de tu familia tiene perfiles bíblicos, Mani. Debes evitar esa venganza.
-Usted habla siempre de un manera, de sus dioses y demás, que uno saca la idea de que es decente vengarse.
-Me has interpretado demasiado literalmente, Mani. El daño que se nos haga no debe quedar impune, pero es una estupidez arriesgarse a padecer más aún corriendo riesgos a causa de nuestro afán de revancha.
-Lo que le pasó al Templao.
El Chafarino sonrió antes de decir:
-Más o menos. Cuando hablo de venganza, me refiero a cuestiones diferentes del derramamiento inútil de sangre. Oigo los lamentos que llegan a la playa y me pone los pelos de punta lo que está ocurriendo, Mani. ¡Ya es suficiente! Los dioses van a acabar aliándose definitivamente con los enemigos de esta tierra privilegiada. Los que nacimos fuera pero llevamos toda la vida aquí, podemos ver las cosas más claramente. Vivís en el mejor rincón del mundo y tanta fortuna os hace olvidar que vuestros enemigos están siempre al acecho. Los reyes, los gobernantes y los poderosos no consiguen comprendernos porque nos temen, porque no son capaces de superar su propia suspicacia; han sido demasiadas las veces que esta ciudad ha convulsionado los cimientos de la nación en el último siglo y medio.
-¿Qué tiene que ver eso con mis hermanos? Mi Paco...
-Ellos forman parte de la convulsión que os envuelve, como si fueran su símbolo. Si te paras a pensar, verás que vosotros cinco, tan diferentes y tan parecidos, sois casi un resumen del mundo que os rodea. Hay que apaciguar esta convulsión, Mani. Por ahí arriba nos temen y por eso tocan los asuntos malagueños como si estuviésemos apestados o como si fuéramos una bestia peligrosa que no conviene alimentar. A fuerza de temernos y de intentar someternos, van a llegar a escamotearnos los derechos más elementales si tus hermanos y los que son como ellos no cambian radicalmente de conducta.
-Paco es bueno -protestó Mani-, tó lo que hace es leer mucho y dar discursos. Las cosas del Antonios, son tonterías chiquitillas y las mueve el hambre. El Ricardo, se ha casao con Dios, y el Migue, ¿pa qué hablar?
-¿Cuántos años tienes ya, Mani?
-Trece.
-En los tiempos que corren, prácticamente un hombre, pero a lo mejor se te escapan algunos detalles. Por lo que me has contado desde hace casi dos años, sospecho que tu hermano Paco tiene responsabilidades más altas de lo que crees y, a apesar de ello, pudiera ser que en estos momentos esté actuando como un toro herido, Mani, como una desbocada bestia furiosa y enloquecida de dolor que arrasa todo a su paso. Nos hemos convertido en un pueblo inquietante por imprevisible, un pueblo que, desesperado por las barreras que encuentra, acaba creyendo que es inútil todo esfuerzo de cambiar su sino, hasta que, un buen día, aparece el mesías demagogo que nos descubre que no somos mancos ni tuertos, ni cojos, ni idiotas, y entonces la ira acumulada estalla, y nos lanzamos a la calle como un fogonazo, con la pretensión de devorar el mundo y saciar en un instante todo el hambre acumulado durante años, como aquel día triste que quemaron casi todos los conventos e iglesias y se perdió prácticamente todo el patrimonio artístico de Málaga. En tales ocasiones, los malagueños somos como toros furiosos que arremeten contra catedrales; pero te recuerdo que los cuernos de los toros son quebradizos como el cristal, mientras que las catedrales son de piedra capaz de desafiar al tiempo. Tanto nos perjudican esos estallidos como la pasividad que después de uno de ellos nos paraliza durante decenios y decenios. El marengo no puede pescar en un día para todo el año; es necesario salir cada madrugada, pelear con las olas todos los días.
Mani estaba perdiendo el hilo.
-¿Qué tienen que ver la pesca y mi Paco?
El Chafarino sonrió. Cuando lo hacía, sus pupilas parecían reflejar la luz.
-Soy un viejo muy pesado, ¿verdad?
Mani no quisos responder.
-Tus dos hermanos mayores, cada uno a su manera, quieren volver el mundo del revés. Por ello, perdieron el empleo y nunca más consiguieron otro, lo que fue alimentando su frustración y, probablemente, su desesperación: lo que antes veían solamente como un ideal, se ha ido convirtiendo en una necesidad perentoria, una necesidad que no puede esperar el tiempo necesario para convertire en un proyecto lógico y razonable. Así que actúan con demasiada precipitación y sin reflexión suficiente, Paco inclusi ve, aunque tú digas que lee tanto. Otro de tus hermanos ha preferido refugiarse en el limbo de un convento, pero su decisión viene a ser casi igual, una huída. Finalmente, Miguel ha buscado la evasión en unos brazos que, en resumidas cuentas, son el origen de todas vuestras calamidades presentes. Los cuatro actúan impulsivamente, sin reflexión. No han caído en la cuenta de que hay que esperar que el tiempo convierta las flores en almendras y que, entre tanto, hay que cuidar el árbol.
-Lo del Migue lo arreglé yo.
-Lo hicistw para salvarle de la ratonera en que había entrado por sí mismo.
-No fue tan impaciente. Llevaba muchos meses viéndose con la Angustias.
-Si te acuerdas de la edad que ella tiene, verás que tu hermano y Angustias podían esperar tres o cuatro años. Igual que tus hermanos es toda la ciudad. Los poderosos nos oprimen y la impaciencia resultante nos destruye.
Mani sentía gran incomodidad. Como el calor apretaba, se apartó con el pretexto de darse una zambullida en el mar, lo que le proporcionó alguna serenidad.
Pero esa noche fue incapaz de dormir ni un minuto, aguardando que a Paco le diera por regresar y sin ganas de bajar a participar de la fiesta de los júas, cuyo escándalo era abrumador en todo el barrio, donde había hasta tres y cuatro verbenas en algunas de las calles más anchas, las muchachas llevaban escotes enormes que les descubrían los hombros y los jóvenes lucían sin recato enormes navajas prendidas en los cinturones. Mani no había encontrado agallas para contarles ni a Paula ni a Ana lo que sospechaba que podía haber ocurrido en el hospital y, para colmo, sentía indisgetión porque se había atiborrado de brevas después de la cena.

No habiendo noticias de Paco y sin saber qué decirle a Paula cuando lo mandaba a preguntar en la sede del partido, dos días más tarde Mani tomó el tranvía con dirección a la casa de Elena Viana-Cárdenas James-Grey. Tras contemplar durante unos centenares de metros las copas reverdecidas de los plátanos de sombra del paseo, desplegó de nuevo la carta del Templao recibida una hora antes, esa misma mañana:
"Aquí pasan cosas muy raras. Los oficiales aparecen y desaparecen como fantasmas. Unos días, nos manda un teniente por la mañana y otro diferente por la tarde. No sé cómo decírtelo... la sala de oficiales parece un nido de avispas. Van y vienen, se comunican noticias al oído como picaflores, como si no quisieran que los soldados rasos nos enteremos, y vuelven a ir y venir. Esto es más raro que una cabra con plumas. Aquí se está cociendo algo que huele fatal".
Se notaba que la carta había sido escrita a trompicones. Los trazos eran distintos en cada párrafo, como escritos en momentos diferentes y en varios días no consecutivos. En la desolación que ya se había apoderado del ánimo de Mani, la lectura de las cartas del Templao representaba un consuelo. No tenía ganas de ir a la playa, donde el Chafarino volvería a ponerle los pelos de punta con sus apocalipsis, y si iba a ahora a casa de Elena era porque no imaginaba a quién más podía acudir, a pesar de que ella se había mostrado últimamente muy recelosa; desde la proclamación del gobierno de izquierdas, apenas salía a la calle y no paraba de suspirar, aunque se notaba que no estaba dispuesta a perder la compostura. Y ahora en casa, con lo de Paco, tanto Paula como Ana le habían contagiado su melancolía y de nuevo le desvelaban los demonios y hasta tenía que desdeñar el temor a la silueta del muro del convento mientras miraba entre lágrimas las colchonetas de sus hermanos, todas vacías.
"Lo peor son las maniobras -continuaba el Templao-. Ya es cosa de todos los días. Maniobra va, maniobra viene, como si los moros estuvieran al acecho, a pique de caernos encima. Imagínate, andar veinte o treinta kilómetros con estas botas de burro y con todo el equipo. Con tanto que tú envidiabas mis músculos, si me vieras ahora te caerías de espaldas: y eso que me he quedado más delgado que una espá núa. Hasta el tatuaje se ha encogido, y ahora, en vez de un corazón, parece una morcilla, pero se me señalan hasta los músculos del pensamiento. Y no es exageración.
"Hacemos los ejercicios con balas, proyectiles y obuses reales, en vez de fogueo, ¿te das cuenta?, y el que tira al tuntún, sin ton ni son, se cae con todo el equipo: lo meten en el calabozo después de un pila de hostias y no vuelve a salir hasta que nos vamos de maniobra otra vez. No te creerías la puntería que tengo ya. Vamos, es que no te exagero ni una mijilla si te digo que puedo partir en dos un chanquete a cien metros de distancia.
"Te suplico por quinientosmilcentésima vez que me cuentes algo de mi Inma. Se me están encogiendo los huevos de preocupación, porque tampoco mi madre me dice más que lo guapa que es y chuminás así. Por favor, Mani; cuéntame si la Inma mejora y si piensas que volverá a ser como era, porque de lo contrario, tengo ganas todos los días de desertar y correr a Málaga en busca de ese criminal.
Mani tuvo que parar un momento la lectura para enjugarse una lágrima importuna. Un hombre, sentado en el asiento de enfrente, le sonrió como si comprendiera el dolor que sentía. A través de la ventanilla del tranvía, advirtió cuánto cambiaba el hermoso barrio de La Caleta; muchas ventanas se encontraban cerradas, como si las casas estuvieran siendo abandonadas, y a través de la mayoría de las que estaban abiertas se advertían signos de mudanza precipitada.
"Vuelvo a escribirte después de dos días. Acabo de echarme un balde de agua fría por encima, porque no me tengo derecho por culpa de las maniobras salvajes que hemos hecho ayer y hoy. Estos fulanos se han vuelto majaras. ¿Me creerás si te digo que he tenido que recorrer un kilómetro entero arrastrándome entre espinos y zarzamoras, con todo el armamento a cuestas y con la amenaza del sargento de romperme la cabeza si el mosquetón se me estropeaba? Nos van a matar, Mani, reventados, hechos papilla. Es como si estos tíos quisieran convertirnos en héroes de fábula de la noche a la mañana. Pero yo no soy más que un chiquillo de Málaga, que suspiro por bailarme un verdial medio alpistelao de vino moscatel y búzanos.
"Estoy que me cago de sueño".
De nuevo presentaba la escritura un cambio muy brusco de rasgos y el morado de la tinta era, también, diferente.
"He pasado veinticuatro horas en el el calabozo. ¡Chiquillo, será posible! Y tó, porque mi sargento no ha sido capaz de encontrar esta carta, que un chivato le chismeó que la estaba escribiendo, ni yo he consentido en decirle dónde la escondía a pesar de todas las hostias que me dio. Mani, esto es una pechá de raro: no nos dejan mandar cartas si no les damos los sobres abiertos para que las lean, pero, por suerte, hay un paisano que se encarga de esto a cambio de... bueno, yo me entiendo.
"Oye, ¡tengo más ganas de verte! Habrás cambiado un montón. Bueno, voy a terminar, no sea que me dé por ponerme triste. Hala, ¿ya sabes el chiste del soldadado que respondió al sargento que el cartucho se compone de dos partes: "car" y "tucho"?"
La ausencia de Paco y Antonio le había revelado lo intensamente que les quería, lo que le causaba cierta perplejidad. También sentía cariño por el Templao, una estima que había ido evolucionando de la admiración a una incomprensible necesidad de protegerlo. ¿Proteger él al Templao, de qué? ¿Había dejado Guaqui de ser la fortaleza imbatible que le embobaba a los once años?
Elena continuaba tratándolo con amabilidad a pesar de su evidente estado de ansiedad. Protestaba cada vez que Mani le decía que toda la familia Robles del Altozano dependía de ella, aunque no le comunicaba su sospecha de que Rafael, el criado, llevaba a Paula dinero todas las semanas. Pero ahora su amabilidad se había tornado distante y ya nunca le pellizcaba las mejillas mirándole intensamente a los ojos. Tampoco acariciaba a Miguel, si bien esto le parecía más natural, puesto que ya no tenía que estar tumbado todo el día como un inválido.
-Anoche estuve en el recital de González Marín -dijo Elena-. Fue tan emocionante...
González Marín era un rapsoda cartameño que estremecía los escenarios de toda España, recitando poemas de José Carlos de Luna y Rafael de León. En la mitología malagueña, ocupaba un sitial tan alto como el de Imperio Argentina y el bandolero Flores Arocha.
-Si hubieras visto cómo estaba el Cervantes... -continuó Elena-, no cabía un alfiler. Tó el mundo se hartó de llorar, como si no tuviéramos ya secos los ojos.
-¿Llora usted mucho?
-¿Qué? ¡Oh, sí, a veces!
-¿Por qué?
La mirada de Elena recorrió el gabinete, peregrinando como en un vuelo de despedida.
-Esto va a acabar muy mal, Mani. Muchos están saliendo de la ciudad, a refugiarse en sitios tan curiosos como Gibraltar. Imagina. Nosotros, que deseamos con tantísimo fervor recuperar esa tierra española, y ahora nos vemos obligados a pedirles auxilio a los hijos de la gran... Mi yerno quiere que nos vayamos, pero ¿a dónde? A Gibraltar, ni muerta, porque yo soy una española fetén. ¿Y despreciar todo esto? Mi padre construyó esta casa cuando todavía el negocio de los barcos era poco menos que una ilusión. Su fortuna llegó más tarde, antes de aquel tropiezo de Cuba y las Filipinas. Pero cuando hizo la casa, tuvo que dejarse tiras de piel en la mampostería. Y da la casualidad de que yo nací aquí, y también mi hija y mis nietos. ¿Cómo voy a abandonarla a estas alturas de mi vida? Les digo que se vayan ellos, como propone Alfonso, a Suiza, pero yo... De verdad, Mani, no me importa que se convierta en mi tumba, total, pa lo que me queda de vida.
-No creo que nadie tenga la menor intención de hacerle daño a usted.
-¡Qué sabrás tú!
Sabía que menudeaban las agresiones a empresarios y alguna gente rica, pero no conseguía encuadrar a Elena en el grupo de personas que tuvieran algo que temer.
-Tienes ojeras, Mani. ¿Más problemas?
-Uno mu gordo.
-¡Ya me parecía a mí que la tuya no era una visita de cortesía! ¿Qué pasa?
Le contó la desaparición de Antonio y el suceso del hospital con toda la brevedad que pudo.
-Suena fatal -comentó Elena.
-¿No podría usted hablar con alguien?
-¡Mani! Con lo listo que eres, no sé cómo no te das cuenta de lo mucho que están cambiando las cosas. ¿Crees de verdad que yo podría hacer más que, por ejemplo, tu hermano Paco?
-Pero es que él tiene que estar preso.
-Aún así... Es seguro que Cayetano Bolívar te haría a ti mucho más caso que a mí o... al mismísimo obispo. Esto ya no es lo que era Mani. La Málaga de los Larios, los Heredia, los Viana-Cárdenas, los Van Dulken y los Strachan ha muerto. Tú a lo mejor te alegrarás, porque desconoces cuál es de verdad tu sitio...
-Yo no me alegro por el mal de nadie.
-No, claro que no. Eso sería una contradicción a tu naturaleza. ¿Qué quieres, Alfonsito?
Mani volvió la cabeza hacia la puerta del gabinete, que se había entreabierto. La cerraron en seguida, al comprobar quién era la visita, pero Mani pudo ver de reojo al nieto de Elena vestido igual que los amigos de Serafín. Antes de comenzar a alarmarse, sintió gran asombro, puesto que ya nadie iba por la calle con esa indumentaria, y se preguntó por qué el nieto de su amiga no se recataba de vestir así cuando podían verlo Miguel y Angustias. A continuación, meditó sobre lo que esa militancia representaba para la pareja y toda la familia. Sintió de repente tanta inquietud, que se despidió precipitadamente de Elena, convencido ya de que ella no podía ayudarle y con la convicción de que tenía que encontrar urgentemente a Paco, para salvar a Antonio y para, entre los tres, salvar a Miguel y Angustias.

Seguían sin saber nada de Paco, pero supieron de Antonio de manera inesperada una mañana, tras la conversación que Mani había decidido la noche anterior mantener con Paula. Habían pasado veintitrés días desde la desaparición de Antonio y veinte desde la de Paco, veinte días en los que Mani había preguntado, vigilado, espiado y vuelto a preguntar en todas partes, sin obtener el menor resultado, de manera que la búsqueda de Inma, antaño tan afanosa, parecía ahora el vago recuerdo de un mal sueño comparado con la pesadilla que dominaba todos sus días.
Le desagradaban las escenas que presenciaba, pues no le parecía que los pobres que estaban sustituyendo a los ricos al frente de las instituciones fueran más generosos y ecuánimes que los sustituídos. Era verdad que la gente reía más y había más esperanza visible en la calle que unos meses antes, pero también lo era que las miradas aterrorizadas ocultas tras los visillos eran más numerosas que nunca. A los doce días de incapacidad de encontrar a Paco, de gritar insultos desencajados a los empleados y camaradas de su partido que negaban conocer su paradero, de enfrentarse con ira impaciente a los policías que le sonreían con displicencia y de fingir serenidad y templanza ante Paula y Ana, notó que había perdido el control.
Esa noche, como el insomnio se estaba convirtiendo en un problema tan acuciante como las desapariciones, se propuso hablar con su madre en cuanto amaneciera, para convencerla de organizar entre los dos un plan eficaz de indagación y rescate.
Comenzó relatándole lo que había visto a las puertas del Hospital Civil, siguió pormenorizando las diferentes pesquisas y, por último, le habló de la casa de La Caleta.
-¿Qué te dice doña Elena?
-Que las cosas ya no son como antes. Dice que Málaga ha cambiao una pechá.
-Tiene toa la razón.
-Según ella, nadie le haría el mismo caso de cuando estuvo a pique de conseguir que nos readmitieran en el periódico. Y una cosa mu mala, mamá: el otro día, vi al nieto vestío como los compinches del Serafín.
-¡Madre de Dios! -oró Paula, persignándose.
-Hay que buscar otro refugio pal Migue y la Angustias, pero, primero, tendremos que encontrar al Paco y el Antonio.
-¿Tú crees que lo del disfraz fascista del nieto hace que la casa de doña Elena no sea ya segura pa tu hermano y tu cuñada?
-¿Tú qué piensas?
-No lo sé, Mani. Yo nunca he puesto los pies en esa casa.
-¿Por qué te negaste siempre a entrar allí, mamá?
Paula apretó los labios.
-Tengo mis razones.
-Hace más de un año que me duele la cabeza con esa historia, mamá.
-¡Mani, qué quieres decir!
-El ataque al Migue fue el carnaval del año pasao. Por si no te acuerdas, yo estuve presente en todas las cosas que hizo doña Elena; después de lo que pasó aquella noche y de llevarlo a la casa del Chafarino, fui yo quien fue a buscarla y vi que lo dejaba tó de bulla y corriendo y ponía en marcha a sus criados con toas las prisas del mundo pa trasladar al Migue, pa que lo vieran los médicos y pa prepararle la habitación. Luego, lo de la Angustias y por fin, lo de la boda de ricachón. Y, además, que no estoy ciego, pero me juego un ojo a que te manda dinero y que gracias a ella comemos como Dios manda. Perdóname, mamá, pero... Ella se ha portao como si fuera nuestra familia, aunque no comprendo por qué, y tú... A veces, he pensao que te ponías con ella un poquillo borde.
Los ojos de Paula presentaban un fulgor que parecía más de deslumbramiento por el tino de su hijo que de enojo, pero apretó los labios y Mani supo que no iba a sacarle una palabra más sobre ese asunto.
-¿Qué más se te ocurre que podemos hacer pa encontrar a tus hermanos? -preguntó Paula.
-He pensao que... como cá vez que hablo con el Ricardo me dan ganas de darle una patá... la Ana tendría que ir a hablar con él.
-¿Pa qué?
-Pa convencerlo de que venga con nosotros al hospital. Pase lo que pase en la calle, las monjas mandan todavía en el Hospital Civil. El Ricardo, vestío de fraile, seguro que conseguiría sonsacarles lo que ocurrió el día que llegó Paco y luego vinieron los guardias. De verdad, mamá. Yo creo que ya he hecho tó lo que podríamos hacer por nuestra cuenta. En el partido, en la comisaría, en el hospital, joé, en toas partes.
-Pero ya sabes cómo es el Ricardo. Y, por otro lado, no me parece que convenga hacerle ir vestido de fraile por la calle, con las cosas que pasan.
-Podemos llevarlo vestío de persona normal y esconder los hábitos en una talega hasta que lo vistiéramos al lao del hospital.
-Sí... -concordó Paula-. Puede ser una solución. Dile a la Ana que venga.
Mientras salía de la habitación en busca de su cuñada, Mani sintió la mirada apreciativa de su madre prendida en la espalda, la misma que le acarició la frente cuando volvió con Ana. Paula tenía sobre el regazo un vestido a medio confeccionar, pero no estaba cosiendo. Sujetaba la aguja entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha y, en la izquierda, el dedal dorado, pero mostraba trazas de no sentir el menor interés por la costura y sí mucho por lo que él iba a decir.
-Escucha al Mani, Ana. A ver qué te parece.
Mani volvió a plantear el plan de indagación con la mediación de Ricardo, confesando su incapacidad personal de convencerle. Ana, que conocía de sobra el talante de su cuñado fraile, comprendió que tendría que actuar con astucia. Dijo:
-Espera unos minutos Mani, que voy a vestirme. Vuelvo enseguía.
Lo hizo al cuarto de hora. Llevaba su vestido más elegante pero había dejado de sentarle tan bien como habitualmente, porque presentaba un gran abultamiento en la barriga, como si estuviera embarazada.
-Su hijo de usted será mu beato, pero es un desastre sin compostura -le dijo a Paula-, ¿verdad, Mani? Esto de aquí es un cojín prendío con una faja. La única manera de conseguir que el Ricardo nos haga caso es dándole lástima. He pensao que si cree que estoy preñá, querrá venir enseguía a ayudarme a encontrar al Antonio.
Paula sonrió, asintiendo.
Se disponían Ana y Mani a salir hacia el convento cuando de nuevo se presentaron los guardias con una orden de registro.
-Estuvo cinco días sin poder hablar, por la anestesia -respondió el más maduro de los guardias la pregunta de Ana, sin dejar de desordenar de nuevo la vivienda.
Paula dio un brinco.
-¡Qué dice usted, anestesia! ¿Qué le ha pasao a mi hijo?
-Han tenido que hacerle dos operaciones, porque el tiroteo lo dejó como un colador.
Mani notaba que el policía se recreaba en su propia sangre gorda frente a la impaciencia de los tres, como si quisiera convertir la información en un sarcasmo.
-¿El tiroteo -preguntó Paula- de quiénes?
-Es lo que tratamos de averiguar, porque su hijo jura y perjura que no sabe quiénes ni cuántos eran, ya que según él estaba muy oscuro. Dice que volvía cortando camino por el Ejido, después de una reunión del comité de la huelga general. Pero como usted comprenderá, el cuerpo de Asalto no se ha caío de un olivo. Su hijo miente pa proteger a quién sabe quién, pero cantará.
-¿Está en el hospital? -preguntó Paula, y Mani vio que ya se disponía a echar a correr.
-No. Esta mañana se le ha podido llevar por fin a prisión.
-¿Puedo ir a verlo?
-Hoy, no lo creo, señora. Lo siento. Tal vez pasado mañana, porque antes tenemos que acabar la investigación. ¿Dónde esconde su hijo las armas?
-¡Qué armas ni qué niño muerto! Mi hijo no esconde arma ninguna.
-¿Iba solo cuando lo tirotearon? -preguntó Mani.
-Tu hermano dice que sí, pero tiene que ser mentira, porque hemos recogido treinta y dos casquillos de diferentes calibres. Por los casquillos y por las posiciones, allí se dispararon un montón de armas distintas y hubo un enfrentamiento entre varios.
-Si mi hijo dice que iba solo, es que iba solo.
La voz de Paula no sonaba ni convencida ni convincente. El guardia sonrió con ironía sin parar de echar al suelo los envoltorios de telas de diversos colores. A Mani le pareció que había sadismo en sus ademanes y en su voz:
-Él dice que no sabe namás que le pegaron un tiro y perdió el conocimiento. Pero le repito, señora, que recibió varios disparos y que las armas tuvieron que ser manejás por diferentes personas. Su hijo y otros de su cuerda se enfrentaron a un grupo, eso está claro, pero él trata de no delatar a los que iban con él, que tienen que ser del Sindicato de Parados, como que me llamo Ciriaco... Pero tiempo al tiempo...
-Y... ¿sabe usted quiénes eran los atacantes? -preguntó Mani.
-¿Atancantes? -ironizó de nuevo el guardia-. Lo más probable es que los que atacaron fueran tu hermano y los suyos.
-¿Atacar a quién, en un descampao como el Ejido? -discrepó Paula.
-Seguramente es que perseguían y fueron a cortarle el paso a cualquier grupo rival. Como hoy día tó el mundo se enfrenta con tó el mundo.
-No -protestó Mani-. Usted no sabe de la misa ni la media de lo que nos está pasando hace una pila de tiempo. Los fascistas que vivían en la esquina no han parao de jodernos la marrana desde hace dos años y lo de mi Antonio tiene que ser cosa de ellos, porque... la hija del fascista más grande de tós desapareció y a ellos se les metió entre ceja y ceja que nosotros, los de mi familia, tenemos por cojones que saber dónde está. Esos le hicieron una encerrona a mi Antonio pa tratar de sacarle el paradero de esa niña... del que mi hermano no tiene ni puñetera idea.
-Pero tú dices que "vivían" en la esquina. O sea, que ya no viven por aquí. ¿Cómo van a hacerle ninguna encerrona a tu hermano? ¡Vamos, anda!
-Es que no han parao de perseguirnos y perseguirme. En el último carnaval, cuatro fascistas, entre los que estaba el hijo de ese tal, estuvieron a punto de matarme a patás, tratando de sacarme información sobre su hermana. Es una manía que les ha dao, y es lo mismo que vivan en la esquina o que no, o que vivan en el monte Coronao o que se escondan en el Sacromonte. No van a dejarnos tranquilos en toa la vida.
El guardia sonrió con expresión desdeñosa.
-¡Vaya con el niño! -exclamó en dirección a su compañero, que permanecía junto a la puerta, sin participar en el registro.
-Osú, Ciriaco, qué razón tienes. Parece un picapleitos.
-Y... de mi Paco -murmuró Paula, no del todo convencida de que conviniera mencionar al otro desaparecido-, ¿saben ustedes algo?
-¿A quién se refiere usted?
-A Francisco Rodríguez Robles del Altozano -dijo Mani.
-Nunca he oído ese nombre -respondió el guardia llamado Ciriaco.
Habló con un tono que a Paula le convenció de que mentía. Detuvo con los ojos a Mani, viendo que iba a continuar el interrogatorio, para que no insistiera en preguntar sobre Paco, temerosa de que la obligación de mentir pudiera exasperar más aún al guardia.
Una vez acabado el registro y tras marcharse los guardias con signos evidentes de enojo por su inutilidad, y dado que Paula, Ana y Mani tenían vedado, de momento, visitar a Antonio en la cárcel, corrieron los tres hacia el hospital en busca de más información. Debieron desmoronar con súplicas y quejidos la resistencia de la monja portera y de la jefa de enfermeras que ésta mandó llamar; pero las convencieron a las dos relatándoles en detalle lo que los guardias les habían informado. Mientras la monja jefa de enfermeras les ponía en antecedentes, los tres pudieron notar por sus inflexiones y sus gestos grandilocuentes que la gravedad y las circunstancias policiales del caso le había impresionado profundamente: Antonio había estado setenta y dos horas al borde de la muerte, pero tanto en la cama como en el quirófano permaneció rodeado de guardias noche y día y a todo el personal le habían prohibido reconocer que se encontraba ingresado allí. Los disparos le habían roto los intestinos y había perdido un riñón y "no ha muerto porque es más fuerte que un toro, y con todo y eso ha habido que hacerle transfusiones de sangre más caudalosas que el río Tajo". Mani advirtió que su madre y su cuñada, demasiado absortas en la averiguación del estado de salud de Antonio, no se daban cuenta de lo que la presencia policial permanente y la prohibición de informar debía significar: el caso era demasiado grave, lo suficiente como para que las autoridades le dedicaran tan exagerado esfuerzao policial, cuando todas las chácharas hablaban sin parar de las algaradas y conatos de motines y de la insuficiencia de medios para mantener el orden. Si un grupo tan numeroso de policías había sido destinado exclusivamente a la vigilancia de Antonio, tenía que ser porque se trataba de algo mucho más importante que una simple encerrona de Serafín y sus secuaces.
Cuando Paula y Ana parecían disponerse a volver a casa, Mani preguntó a las monjas:
-Y a mi hermano Paco, ¿qué le pasó?
-¿A quién?
Paula había vuelto la cabeza hacia Mani y a continuación observó con gran alarma la expresión de la monja, en la que le pareció evidente la voluntad de mentir, como antes lo había hecho sobre Antonio a pesar del precepto de su religión. Lo que vio en los ojos monjiles hizo que asiera bruscamente la mano de su hijo, diciéndole:
-Vámonos, Mani. Ya preguntarás por ahí...
-Pero es que yo lo vi llegar aquí, mamá -protestó Mani.
-Sí, bueno... Gracias, sor Lucía.
Mani se desasió de la presa de su madre y echó a correr hacia la sede del Partido Comunista, donde sólo estaban a esa hora una mujer, fregando el suelo, y el conserje.
-¿A qué hora viene don Cayetano? -preguntó.
-No sé si estará en Málaga hoy. Mañana, sí tiene que venir a las siete de la tarde, porque hay una reunión del comité provincial.
Volvió a su casa abrumado por los malos presentimientos. Paula preparaba la comida con la ayuda de Ana; ambas parecían no tener en la cabeza nada más que preguntas e intenciones relativas a la salud de Antonio. Mani comprobó que ninguna de las dos se mostraba angustiada por lo que pudiera haber ocurrido con Paco y decidió que no era conveniente contagiarles su preocupación.
La mañana siguiente, Mani despertó ojeroso y gravemente alterado, y se escuchó a sí mismo dar una respuesta muy áspera a su madre, "no estés tó el día encima de mí, como si fuera un chavea", razones por las cuales decidió ir a la playa para tratar de serenarse con una zambullida en el mar, hasta que llegase la hora de reanudar las averiguaciones sobre Paco. Carmen, la madre del Templao, lo abordó nada más poner pie en la calle, como si hubiera estado rondándolo:
-Mani, ¿has tenío carta de mi Guaqui?
-La última la recibí hará tres semanas, chispa más o menos.
-Lo mismo que yo. Estoy mu preocupá, porque desde que se fue a la Legión ninguna semana me ha faltao carta suya.
-No se preocupe usted. Me dijo en la última que les censuraban las cartas a él y a tós sus compañeros. A lo mejor es que él ha escrito, pero sus oficiales no quieren mandarnos las cartas.
-Ojalá. Pero me da mu mala espina.
-No se haga usted mala sangre.
-Oye... ¿no tienes naide más a quien acudir, por si pudieras averiguar algo sobre mi Inma?
Mani examinó el rostro de Carmen conmiserativamente. Habría transcurrido casi un año desde la desaparición de Inma y él había perdido ya toda esperanza de encontrarla. Evidentemente, la madre no iba a perderla nunca.
-No, Carmela. Por ahora no tengo nadie más a quien pedirle ayuda. Cuando vuelva mi Paco...
-¿Otra vez está de viaje?
-Sí..., creo que sí.
Paula, asomada al balcón, lo llamó:
-Mani, necesito que vayas a entregar un vestido a calle Beatas.
Llevar el brazo, de nuevo, convertido en perchero y extendido para sujetar el vestido doblado y el paño que lo cubría, le hizo sentir una nostalgia muy dolorosa del día que pidió protección al Templao para que los vecinos no se burlasen, hacía de eso ya una eternidad, porque, entonces, todavía no había rebasado la estatura de Carmen y esa mañana había comprobado que ya la superaba por una cabeza.
Sorprendentemente, pensar en el Templao le producía cierta sensación de firmeza en medio de la agonía por lo que les estaba ocurriendo a sus dos hermanos mayores. El vacío anímico, agravado por el físico del insomnio y el sentimiento de impotencia, se atemperaba con el simple conocimiento de que el Templao estaba vivo, sabía dónde se encontraba y tenía la seguridad de que algún día volvería a verlo. Reconoció que no podía suponer lo mismo sobre Paco y ni siquiera sobre Antonio. Se esfumaba tanta gente, había tantos vecinos que se referían a sus muertos y desaparecidos sin dolor aparente, de tantos que eran y de tan improbable que parecía recuperarlos, que encontraba demasiado optimista y hasta presuntuoso suponer que él iba a tener mejor suerte en relación con el que más respetaba entre sus hermanos. Paco no era más importante que cualquiera; podían haberle dado el paseíllo o hecho desaparecer, sin más, como a tantos otros. Apretó los labios para reprimir el ahogo momentáneo. Sentíase prisionero en un paréntesis de su vida sin nada enmedio. En la escuela habían suspendido las clases, no tenía la obligación de conseguir dinero puesto que Paula tenía tanto, vivían más holgadamente de lo que recordaba en toda su vida, el embozado llanto nocturno de su madre por las ausencias no era más copioso que el de antaño causado por las correrías de Antonio y hasta la excitación del juego del ratón y el gato con Serafín y sus secuaces había dejado de existir. No tenía más que hacer que proseguir una búsqueda en la que llevaba tres semanas enfrascado, cada día con menor esperanza.
Cuando cruzó calle de Carretería, inesperadamente, se encontró celebrando que Antonio estuviera en cama y encerrado en la cárcel. Sin haber percibido ruído ni movimiento previo alguno, y abstraído en el rubor airado que le causaba llevar el envoltorio de ropa en el brazo, de repente se vio en el centro de un fuego cruzado entre un grupo de anarquistas uniformados y una compañía de guardias de Asalto. Momentáneamente desprovisto de discernimiento, miró con expresión de alucinación la caligrafía ininteligible que trazaban en los adoquines los regueros de sangre. La balacera le pilló tan desprevenido, que el vestido que su madre le había mandado entregar cayó en un charco sanguinolento y tuvo que tirarse al suelo, sin más abrigo que el bordillo de la acera junto al cuerpo de un quejumbroso herido; tumbado boca abajo, se echó el manchado y enrojecido vestido por encima y se quedó inmóvil, para que creyeran que había muerto y a nadie de ninguno de los bandos se le ocurriera disparar hacia él. Fueron varios minutos de truenos y aullidos del infierno, incalculables minutos como eternidades de una pesadilla detenida, de un sueño horroroso del que no es posible escapar y donde uno no consigue rajar la gargante en un alarido.
Una vez que cesó el estruendo, pudo meterse en un lío aún más grave a causa de la ira incontenible que sintió cuando los guardias se echaron a reír viéndolo caminar hacia ellos con los ojos desencajados, el pantalón mojado de orina y cubierto con el manto de seda hecha jirones y rezumante de sangre que había sido el vestido de una de las prostitutas más caras de la calle Beatas. Le ordenaron correr y ello evitó que les increpara. Tuvo que saltar para eludir los cuerpos abatidos, como muñecos rotos cubiertos de sangre, algunos de los cuales se retorcían y lloraban de dolor.
La pérdida del vestido era una calamidad que no tenía la menor idea de cómo resolver, así que retomó el proyecto de dirigirse a la playa.
-El tiburón nos acecha con las fauces abiertas -dijo el Chafarino cuando Mani emergió del agua, tras lavarse la piel, la ropa y el ánimo.
-¿Por qué se atormenta usted con esas ideas? El mar está en calma, azul como un cromo y brillando como la plata, el cielo es una candela viva y creo que es uno de los días más bonitos que recuerdo en toa mi vida.
-Sí, hace un tiempo espléndido, Mani, pero se trata de la calma que precede al temporal. Lo que ocurrió anoche en Madrid abre las puertas de la madriguera donde tenían encerrada a la jauría.
-¿Qué pasó ayer en Madrid?
-Asesinaron a una persona muy importante, Mani, el diputado José Calvo Sotelo, uno de los hombres más inteligentes, elocuentes y respetados con que contaban las derechas. Él no paraba de decir que tenía las espaldas muy anchas como para aguantar el peso de las peores amenazas, pero ya ves de lo que le ha valido tanta anchura. Se trata del peor de los errores que han podido cometer las izquierdas, porque tú vas a ver que los derechistas lo convierten en la bandera que andaban necesitando. Los dioses harán llover azufre y piedras derretidas sobre Málaga.
-A ese señor lo han matao en Madrid. ¿Qué tenemos nosotros que ver?
-Málaga dio a las Cortes el primer parlamentario comunista de España, Cayetano Bolívar. Aquí ardieron en 1931 muchísimas más iglesias y conventos que en ningún otro sitio. Aquí, como en Barcelona, las calles han estado a todas horas en poder de los anarquistas. Vamos a pagar un precio muy alto por llevar tanto tiempo poniendo a toda España con los pelos de punta, ya lo verás.
A pesar del tiroteo del que había estado a punto de convertirse en víctima, a Mani le sonaban las palabras del Chafarino, más que nunca, a desatino. Bajo el calor ya muy alto de mediados de julio, olía a paz y paraíso. Miró hacia la orilla; en las perezosas olas desaparecían y emergían más bañistas de los que había visto nunca; era una escena idílica, sin sombras de amenaza, donde los bañistas reían, retozaban, saltaban y se zambullían como si la vida fuese hermosa, y no existiera nada feo más allá del esplendor cálido que disfrutaban. La bahía era una postal multicolor coronada al otro lado, en la orilla de Levante, por los últimos repechos de Sierra Nevada, azulados por la distancia; bajo ellos, el monte de San Antón, con la cumbre doble que los marineros denominaban "las tetas de Málaga", era un jardín esplendorosamente verde donde casi se podía intuir el disfrute de los camaleones tumbados plácidamente al sol. En ese escenario maravilloso, las frases pesimistas del viejo ciego parecían absurdas, fuera de lugar. Entró en el cañaizo con el Chafarino, para dar cuenta de una suculenta sartenada de coquinas salteadas donde ensopó, como de costumbre, el crujiente pan que el propio ciego cocía de madrugada. Hacia mucho calor y los chorros de sudor le recorrían la espalda, pero comenzaba a sentirse estupendamente, olvidados el tormento del insomnio y el terror del tiroteo.
-Los dioses están furiosos -continuó el Chafarino-. Harán con nosotros como siempre han hecho cuando un pueblo se vuelve loco: destruírlo. Esta locura es muchísimo más grave que la de Sodoma y Gomorra, porque no proviene de la degeneración de los sentidos, sino de la deformación de los sentimientos. Exterminarán a los hermanos que se revuelven contra sus propios hermanos en vez de aliarse con ellos para buscar juntos un destino mejor.
Mani dejó que su amigo hablara sin contradecirle, sin ganas de hacerlo, perezosamente dispuesto a disfrutar con toda la intensidad posible la paz momentánea que sentía, puesto que sabía de sobra lo pasajera que era, y haraganeó en la playa hasta las cinco de la tarde. Cuando supo que iba a tratar de hablar con Cayetano Bolívar, el Chafarino se empeñó en repasar su ropa y plancharle el pantalón.

Trenta horas después de haber salido del Hospital Civil, Mani se apostó a la entrada de la sede del Partido Comunista, a hacer guardia. A las siete menos cuarto, vio a Cayetano Bolívar trasponer la esquina situada a unos treinta metros y como sólo le acompañaba un correligionario, corrió hacia él, considerando que debía hablarle antes de que tuviera más gente alrededor.
-Mi madre está que se muere -dijo sin saludarle.
-Me parece que te conozco -comentó el político-. ¿Quién es tu madre y qué enfermedad tiene?
-No tiene ninguna enfermedad. Usted recuerda mi cara porque me ha visto muchas veces con mi hermano, Francisco Rodríguez Robles del Altozano.
-¡Ah! -exclamó Bolívar.
Mani notó lo brusca e intensamente que había cambiado su expresión, de la indiferencia a una emoción que no supo identificar. Notó que ocurría algo desagradable con Paco, porque estaba seguro de que Bolívar había palidecido.
-Hace tres semanas que no sabemos ná de él... y como mi hermano mayor está en la cárcel, casi muriéndose por las heridas, puede usted suponerse cómo está mi madre. Por favor, ¿no tiene usted idea de dónde está?
-¿Cómo te llamas?
-Manuel.
-Sinceramente, Manuel, no puedo decirte nada.
-¿No puede o no quiere decírmelo, o no lo sabe? -preguntó Mani con impaciencia.
-Escucha, tengo dentro de pocos minutos una reunión importantísima, porque ayer han ocurrido en Madrid, y también aquí en Málaga, hechos sumamente graves. Ahora no puedo ayudarte, pero le voy a decirle a mi secretario que te dé cita para dentro de una semana, porque antes no tengo ni un momento libre. Ven el día veintiuno, sobre estas horas, y a lo mejor entonces puedo ayudarte. ¿De acuerdo?
Mani asintió con expresión descompuesta. Se dio cuenta de que Bolívar evitaba responderle y entendió que lo que ocurría con Paco tenía que ser tremendo.
Luego de apartarse del político, erró dando vueltas por la ciudad y hasta permaneció bastante rato ante la puerta del cine, meditando si entrar a ver de nuevo "Morena Clara", con objeto de aplazar el momento de tener que explicar a Paula que había perdido el vestido y, sobre todo, reprimir las emociones porque debía evitar que ella descubriera su turbación y su desesperanza en relación con Paco.
Cuando llegó a la casa, a las nueve y media, encontró a Rafael, el criado de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, sentado junto a la mesa, donde Paula le había servido un vaso de vino que el mayordomo-chófer daba la impresión de no haber tocado. Sin disimular su incomodidad, Paula tejía nerviosamente un chal a medias con Ana, que tejía también por la otra punta. Se trataba de un obsequio para una de las monjas del hospital, que según las ambiguas narraciones monjiles, había donado abundantemente su sangre para salvar la vida de Antonio.
-Menos mal que llegas por fin, Mani -dijo Paula sin interrumpir la labor, con amargura notable y olvidando el vestido perdido-. ¿Por qué has tardao tanto? Me tenías en un sinvivir por los jaleos que dicen que ha habido hoy por toda Málaga, y este hombre lleva más de dos horas esperándote; pero no hay manera de sacarle por qué te necesita y tiene orden de hablar sólo contigo, como si una fuera un mueble.
-¿Qué tiene usted que decirme?
-Doña Elena quiere que te lleve a casa -respondió Rafael, eludiendo satisfacer las ansias evidentes de Paula-, porque hay una cosa que necesita pedirte con urgencia.
-¿Y tiene que ser ahora, por fuerza?
-Sí. Quiere hablar contigo esta misma noche, sin falta.
Mani identificó en los ojos de Paula el mensaje de asentimiento y la orden de que no retrasara más la visita, cuyo objeto callaba el sirviente con tanto empeño. Tampoco le dijo nada a Mani durante el recorrido en coche hasta La Caleta, que les tomó media hora. Llegados ante la mansión, Mani sintió que había algo diferente, pero tardó unos minutos en identificar qué era, porque ya había oscurecido y no pudo descubrir los destrozos a primera vista. Tras bajar del coche y al trasponer la esquina hacia la fachada principal, vio que la puerta de hermosos cristales de colores había sido destruída a hachazos y sus fragmentos se encontraban apilados a un lado de la escalinata, en tanto que dos carpinteros acababan de ajustar una puerta nueva, de madera, iluminados tan sólo por las velas que portaban dos criadas, puesto que todas las luces exteriores habían sido rotas a pedradas, tanto los faroles de la verja como las abundantes tulipas de la fachada.
Rafael le llevó inmediatamante al salón íntimo donde sólo había estado una vez, el día que Rita se probaba el suntuoso vestido de carnaval. Miguel, con la cara convertida en un amasijo sanguinolento e inflamado, estaba recostado en un sofá, donde Alonso Betancur y un hombre que Mani no conocía, sujetaban fuertemente los brazos de su hermano, inmovilizándolo como si fuese presa de un ataque epiléptico. Al verlo llegar, Miguel reanudó un llanto que, a juzgar por la inflamación carmesí, duraba ya muchas horas, y unos gemidos que brotaron rasposos a través de su garganta rota.
Elena, que se encontraba sentada en un sillón junto al sofá y acariciando la cabeza de Miguel, sollozaba quedo.
Hacía ya algún tiempo, varios meses en realidad, que a Mani le exasperaba el llanto, porque le desconcertaba; cuando no se creía capaz de resolver el problema del que lloraba, lo que le arrebataba el ánimo era una irritación incontrolable y la necesidad de huir. El llanto de Carmen, la madre del Templao, lo toleraba con cierta indulgencia, ya que no sentía la obligación de afanarse más porque sólo él sabía cuánta energía había gastado en la búsqueda de Inma y cúanto esfuerzo había empleado en salvar a Guaqui; el de Paula, dado que ella lo contenía de manera casi sobrehumana por el empeño de que nadie viera sus lágrimas, le rompía el corazón en la oscuridad de la alcoba y le producía verdaderos deseos de ensordecer; el de Ana por la situación de Antonio, le inspiraba ternura impaciente. Pero el copioso e interminable llanto de Miguel por todas las cosas, le sacaba de quicio. Ahora, a pesar de los golpes que había sufrido según delataba el aspecto de su rostro, estuvo a punto de lanzarse hacia él, zarandearlo por los hombros y decirle que se comportase como un hombre y afrontase sus problemas con la gallardía que Paula les inculcaba. Pero tanto el escenario como la escena y los actores le disuadieron. Elena, Alonso Betancur, el desconocido, las dos criadas que se hallaban a medio servir un refrigerio, Miguel y Rafael le miraron como si esperasen algo que sólo él podía realizar.
Elena señaló un escabel situado a su izquierda. Una vez sentado junto a ella, y como Elena se interponía entre Miguel y Mani, éste dejó de contemplar con hastío las lágrimas que corrían por las mejillas entumecidas de su hermano y pudo prestar atención a lo que Elena le susurraba:
-Fue esta madrugada, sobre las seis. Asaltaron la casa como salvajes, rompieron la puerta a hachazos, amenazaron a todo el servicio a punta de pistola y se fueron derechitos al cuarto de Miguel y Angustias...
-¿Directamente, sin meterse en ninguna otra habitación? -interrumpió Mani.
-Eso es. Fueron directos al dormitorio de tu hermano. Se llevaron a Angustias en volandas, sin permitirle ni siquiera vestirse, y a tu hermano, ya lo ves. Como salió como un ciclón en defensa de Angustias pa impedir que se la llevaran, otra vez han estao a punto de matarlo.
Mani cerró los ojos y apretó los párpados, como si con ese gesto pudiera borrar el mundo. A la desaparición de Inma, el desconocimiento del paradero de Paco y el alejamiento de Ricardo, Guaqui y Antonio, se sumaba ahora el secuestro de Angustias.
-Tienes que evitar que tu madre lo sepa -continuó Elena-, al menos por unos días, y por eso no he permitido que Miguel salga corriendo pa tu casa, porque ya conoces el carácter de tu madre; es capaz de revolver Roma con Santiago y meternos a todos en líos aún peores y correr ella misma riesgos inútiles. Pero habla con tu hermano Paco, que dicen que tiene tanta influencia en el Partido Comunista, a fin de que consiga que sus jefes hagan alguna gestión pa encontrar a Angustias, antes de que Miguel vaya a hacer otra locura.
-Los comunistas no pueden haber secuestrado a la Angustias -adujo Mani.
-No, claro que no -concordó Elena-. Es cosa de la familia y, principalmente, del hermano y sus amigos, que son los que nos asaltaron esta madrugada, según lo que Miguel vio. Pero, tal como están las cosas en Málaga y en toda España en el día de hoy, la única institución con cierta autoridad y con un poquillo de orden es el Partido Comunista, que, según se rumorea, son quienes de verdad mandan en los guardias de Asalto. Lo he oído cien veces a lo largo del día. Todos los que he consultado dicen que, hoy por hoy, no hay más gobierno auténtico en Málaga que el de Cayetano Bolívar. Así que corre a ver qué puede hacer ese... señor por tu hermano.
-Paco está desaparecido, ¿no se acuerda usted?
-No creo que esté desaparecido de verdad -opinó Alonso, el yerno de Elena-, sino escondido, ¿comprendes, Mani? Hay gente que por tener motivos para temer por su seguridad, se ha ocultado para verlas venir... pero tras lo ocurrido ayer en Madrid y esta mañana en toda España, lo que tenía que venir ha llegado ya. Los alborotos que hay por todas partes vienen a ser como proclamaciones de una infinidad de repúblicas soviéticas. Tu hermano saldrá de las sombras, tú lo verás, como están saliendo sus camaradas por centenares.
Mani observó el rostro demudado de Alonso Betancour, a cuyo hijo había visto, de soslayo, vestido como los fascistas de Serafín. Se preguntó si sus afirmaciones y la impaciencia por saber si Paco había estado escondido podían significar otra cosa que un dudoso interés por rescatar a Angustias, ya que tenía razones de peso para temer que hubiera sido su propio hijo quien le había ido a Serafín con el soplo de que Angustias se refugiaba en su casa.
-Pero si el Serafín es quien se la ha llevao, a la Angustias tienen que haberla mandao ya pa Graná. Seguro que a estas alturas la han encerrao en un convento, tal como llevan más de un año amenazando el barbero y su mujer.
-No han podido sacarla de Málaga, Mani -aseguró Elena-. Todos los caminos, el ferrocarril y el puerto están vigilados por los comunistas, que no paran de hacer registros en busca de... bueno, tú sabes; se portan como si ya tuvieran el gobierno en sus manos. Me lo ha contado el capitán Bermúdez -Elena señaló al desconocido que, junto a Alonso Betancur, sujetaba a Miguel-, que comanda el "Monte San Antón". Todos mis barcos tienen en estos momentos parejas o grupos de comisarios políticos en el puente de mando, más o menos encubiertos, que revisan con lupa las órdenes de los capitanes. Angustias no ha salido de Málaga, Mani, te lo puedo garantizar. Corre a encontrar a tu hermano Paco y tráenos a Angustias de vuelta, porque Miguel se va a morir o lo van a matar, ¿no lo ves?
Tras humedecerle la camisa el llanto suplicante de Miguel al abrazarle, Mani fue conducido por Rafael, en el Hispano-Suiza, hasta la sede del Partido Comunista. El hombre que se encontraba ante la puerta, de guardia, cargó el cerrojo de su fusil al ver bajar a Mani del reluciente auto y lo apuntó contra su vientre.
-Fascista de mierda -dijo-, echa a correr patrás y piérdete de vista.
-¿Fascista? -ironizó amargamente Mani-. ¿Yo, facista? Pa que te enteres, só pedazo de imbécil, yo soy hermano de Paco Rodríguez Robles del Altozano.
-¿Tú, hermano del camarada don Francisco? ¡Vamos, anda! Desaparece o te siquitrillo ahí mismo.
Mani decidió que a esas horas, casi media noche, no podía desafiar la suspicacia de un sujeto que, además de ser un tarugo de naturaleza, parecía estar bajo los efectos de la borrachera con que media Málaga había celebrado todo el día no sabía claramente el qué, porque sólo había visto rastros de sangre por doquier.
Entró de nuevo en el coche, le dijo a Rafael que informara a Elena de lo sucedido y de que a la mañana siguiente intentaría hablar con alguien del Partido Comunista, alguien razonable que no estuviera borracho. Mientras viajaba hacia su casa, se preguntó muchas veces por qué el vigilante había usado el tratamiento de "don" para mencionar a Paco.

Continuará
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