martes, 4 de noviembre de 2008

LA DESBANDÁ. Lectura gratis. LA EDITORA TENDRÁ QUE PAGAR MUCHO MÁS DE LO QUE ME HA ESTAFADO


Por su pertinaz empeño en no pagarme lo que me ha estafado durante cinco años, la editora de La Desbanda y otras tres novelas mías de éxito, va a tener que pagar muchísimo más de lo que me ha estafado a mí y que no he dejado de reclamarle durante siete durísimos meses de sufrimiento y enfermedades.

Se ha formado una comisión parlamentaria para desarrollar a favor de los escritores la Ley de Propiedad Intelectual. Esto significa que a partir de ahora, esa editora y todas la demás, tendrán que pagar de acuerdo con la ley lo firmado en contrato A TODOS SUS AUTORES (ahora estafados la mayoría), y no como esta señora que de acuerdo con la letra de los propios contratos, ha dejado de tener derecho alguno sobre mis cuatro novelas.

Las librerías cometerán probable ilegalidad vendiendo estas novelas mías.
POR ELLO, OFREZCO GRATIS LA LECTURA DE LA DESBANDÁ

Continuación

Velaba tantas horas persiguiendo a Serafín en busca de una pista del paradero de Inma, que luego dormitaba toda la mañana en la escuela, a donde Paula le exigía que fuese con firmeza que aumentaba día a día. Sospechaba que Paula pretendía forzarle a abandonar una búsqueda que ella consideraba ya inútil, haciéndole sentir tanto sueño que tuviera que acostarse, como decía ella, "a la hora que se acuestan los muchachos que tienen porvenir", pero él estaba convencido de que no era inútil, que el esfuerzo de buscar a Inma sería recompensado. Sor Rosario, la guapa y joven monja, lo pillaba constantemente desprevenido cuando no sencillamente dormido con la cabeza echada sobre los brazos cruzados encima del pupitre. Siempre respondía su pregunta con un repullo y con lo primero que le venía a la mente, lo que ocasionaba a diario carcajadas y burlas de sus condiscípulos, que le parecían todos meones apenas destetados. Él tenía cosa más urgentes e importantes que hacer que perder el tiempo entre chicos que probablemente se orinaban en la cama y las clases le aburrían sobremanera; unos asuntos, porque los conocía muy bien gracias a los periódicos y otros, como la capital de Bulgaria, porque le importaban un pimiento.
Habían dejado de incomodarle las rechiflas, porque se sentía mayor y muy lejos de la alegría inconsciente y la ignorancia egocéntrica de sus compañeros.
Antes de subir a comer, y parado todavía en el empedrado de calle Curadero, dedicó unos minutos a maquinar cualquier pretexto que pudiera convencer a Paula de no obligarle esa tarde a ir a la escuela. Había urdido un plan: se presentaría en la sede principal de los fascistas y les diría que quería ingresar en su partido, o lo que quiera que fuese esa organización a la que ellos daban nombres bélicos romanos. Simulando durante un mes o dos ser de su cuerda, esperaba poder averiguar qué había pasado con Inma, porque necesitaba verla y porque tanto él como Carmela empezaban a ser incapaces de engañar más al Templao escribiendo mentiras sobre su mejoría, aunque el Chafarino les ayudaba a inventar argucias para vadear la cuestión sin entrar en detalles. Tenía la esperanza de que Inma retornara de su enajenación y volviera a ser el ángel que había amado con todas sus fuerzas.
-Ven, Mani.
Paco llegaba corriendo desde la calle Huerto de Monjas y al verlo, saltó a su lado, aferró su brazo y le empujó a saltos escaleras arriba.
-¡Han disuelto las Cortes! -gritó Paco, alborozado, al irrumpir en la habitación, donde ya estaban sentados a la mesa Antonio y Ana, mientras Paula acercaba platos hacia el anafe, donde hervía una cacerola llena de grandes tajadas de carne de cordero guisada-. En tres meses, habrá gobierno popular.
-Bastaría con que hubiera un gobierno capaz de imponer orden-dijo Paula.
-Los gobiernos son todos malos -sentenció Antonio con indiferencia.
-No digas sandeces, Antonio -protestó Paco-. ¿Cómo va a ser igual el gobierno del pueblo que el de los banqueros y la Iglesia?
-El pueblo gobernará de verdad, como tiene que hacerlo, o sea, por sí mismo... cuando hayamos acabao con tos esos fantoches almidonaos.
-Déjate de barbaridades, Antonio -exigió Paco-. Ningún pueblo puede vivir a su aire, sin leyes ni reglamentos. Mucho menos el nuestro, que se ha visto condenado a la incultura desde que nos conquistó Castilla. Antes de conseguir esa Arcadia utópica con la que sueñas, habría que pensar en extender la cultura, que nadie deje de tener acceso a la enseñanza ni a la universidad. Vista la novedad de hoy, lo que tenemos que hacer los obreros es unirnos sin fisuras y organizarnos, ir todos a una, pa que no vuelvan a secuestrar la voluntad popular como la otra vez. Tenemos la responsabilidad histórica de evitar que haya enfrentamiento entre las izquierdas y preparar las elecciones con toa la astucia del mundo y con método.
-Lo que tenéis que procurar -intervino Paula- es no meteros en líos.
-Quédate tranquila, mamá.
-¡La de curas que nos vamos a cargar! -exclamó Antonio con expresión orgásmica.
-¡Antonio! -Paula le dio un golpe en la cabeza con la espumadera-. ¿Te has olvidao de tu hermano Ricardo?
-¡Ese tontopolla! Lo mejor será que vuelva con nosotros, pa que nadie vaya a darle un disgusto.
-Díselo tú -ordenó Paula.
-¿Yo? No piso el convento ni arrastrao.
-No tienes compostura, Antonio -dijo Paula con desaliento-. ¿Qué error habré cometido yo al criarte?
-No se preocupe, Paula -rogó Ana-. Irá a hablar con Ricardo. Ya lo convenceré cuando yo esté a solas con él en mi casa.
-Mamá -dijo Paco-, no has cometido errores con ninguno de nosotros. Has sido siempre una madre maravillosa, aunque seas un poquillo mentirosa, pero nosotros tenemos nuestras obligaciones, incluso el niño, porque ya es un hombre.
-¿Que soy mentirosa? ¿Qué quieres decir?
Paco alzó el tenedor con una tajada de carne. El guiso desprendía aromas muy suculentos.
-Esto, mamá -respondió Paco-. ¿A qué se debe nuestra prosperidad, si las vecinas me dicen que aquí no viene casi nadie a probarse ropa?
-¿Has mandao espiarme? -la expresión de Paula era de sumo desagrado.
-No, mamá. En este corralón, la gente tiene la lengua mu larga, lo sabes de sobra. Y aunque nadie hablara, ¿no te das cuenta de que tenemos ojos y entendimiento? ¿De dónde sale tó esto, mamá?
-De la costura -afirmó Paula, contundente, y salió a la galería como si recoger la ropa tendida fuese una tarea inaplazable.
En la mesa, permanecieron unos minutos en silencio.
-Déjala, Paco -pidió Ana-. ¿Qué más te da de dónde saca el dinero?
-Es que no lo puedo comprender, Ana. Lo que pasa no es normal. Me preocupa que pudiera estar haciendo algo que no esté bien.
La frase de Paco le revolvió las tripas a Mani.
-Mamá no haría en su vida ná que no esté bien -afirmó, alzándose del asiento para dar mayor firmeza a la frase. Se tomó unos instantes para pergeñar un discurso coherente y añadió: -Yo voy casi tó los días a entregar los vestidos que hace y se está quemando los ojos ensartando agujas por las noches, ¿te enteras? Es ropa mu bien pagá, porque le cose a la gente más rumbosa, varias señoras de La Caleta y las que más fácilmente derrochan el parné, las putas finolis de calle Beatas y las entretenías del Compás de la Victoria... por eso, por lo de las putas, es por lo que a ella no le gusta contarlo. Lo que pasa es que tú no te enteras de ná; siempre estás que si en Cádiz, que si Almería, que si en Graná... paras menos en Málaga que un caramelo a la puerta de un colegio... ¡Cómo tienes el valor de decirle esas cosas a mamá!
Paco miraba a su hermano menor con deslumbramiento. Sonrió.
-Está bien, Mani -dijo alborotándole el pelo-. Demos el asunto por zanjado, ¿vale?
-Vale. Y no vuelvas a ponerla de mala uva, que bastante tiene.
-Tienes razón. Ahora debemos pensar en las elecciones.
Mani conservaba un recuerdo muy vago de las últimas elecciones, recuerdo en el que se confundía lo que había visto con lo que oía contar. No podía votar, evidentemente, pero se sintió involucrado en los preparativos que siguieron. Puesto que después de lo ocurrido en la última visita a la barbería no le apetecía aparecer por allí, y los fascistas seguían siempre en la puerta como si se hubieran petrificado, decidió sisar monedas de la lata donde Paula guardaba el dinero, con objeto de comprar el periódico, el mismo que él y sus hermanos habían vendido durante años y él había leído gratis desde que tenía memoria. En primera plana, un editorial con grandes titulares pedía el voto para las derechas. Aconsejaba entre gigantescos signos de admiración que votasen contra la revolución atea y un tal Salazar Alonso acusaba al gobierno de sumarse, con su dimisión extemporánea a la ola revolucionaria que arrasaba España. Esta imputación le pareció estrambótica a Mani: ¿Cómo iban a estar conchavados los ministros de cuellos duros y nombres raros con sus desharrapados vecinos? Era imposible imaginarles asaltando tiendas para dar de comer a sus hijos o escondiendo pistolas en los baúles de ropa vieja.
Pero a pesar del arrebato ante lo que Paco anunciaba como el advenimiento de todas las bienaventuranzas, no cejó en la búsqueda de Inma. Cada noche seguía a un cuarteto de fascistas diferente, a ver si descubría pistas. Una noche, siguió a Serafín y los otros tres, porque el hijo del barbero no enfiló el camino de regreso al barrio, detalle que le pareció significativo. Atravesaron todo el centro en dirección oeste. Notó que la gente volvía a mirarles con expresiones hostiles, cosa que había ido dejando de ocurrir hasta el día anterior a la disolución de las Cortes, pues antes les cedían apresuradamente el paso con signos de temor, no de respeto, pero ahora volvían los sarcasmos gestuales y la reprobación indisimulada. Recorrieron el paseo de la Alameda, cruzaron el Guadalmedina por el puente de Tetuán y entraron en el laberinto del barrio del Perchel. Mani dudó un segundo, porque Paula se enfadaba cuando se enteraba de que había estado en el Perchel de noche. Iba a perderlos de vista y su necesidad de descubrir pistas de Inma era apremiante; decidió mentir a Paula y echó a correr para alcanzarlos. Pasados los primeros metros, donde se abrían las incontables y míticas tabernas de mala nota y el cine Rialto, las calles eran húmedas y sórdidas, más aún que las del Molinillo. No existía un tramo recto, las paredes carecían de alineación, invadían la calzada o se retranqueaban sin orden ni apariencia de que uno solo de los constructores hubiera intentado cierta armonía en su obra. Imaginó que los edificios tendrían plantas trapezoidales o más irregulares aún. Serafín y sus amigos entraron en un patio empedrado con grandes losas grises muy desiguales y algo enfangadas. Mani pasó de largo ante el portal, por si ellos giraban la cabeza hacia fuera. Volvió atrás y oteó al pasar. Los cuatro se hallaban de espaldas a la puerta, en medio del patio, lo que le dio confianza para asomar la cabeza a medias por el quicio. Serafín se había agachado y hablaba con un niño pequeño, de unos cuatro años. El niño desapareció del cuadro que Mani podía alcanzar a ver: volvió al poco, de la mano de una mujer que sería su madre. Serafín sacó un billete del bolsillo y se lo entregó, y ella comenzó a hacer reverencias con gestos de alegría e incredulidad. Al retirarse para regresar a su vivienda, se volvió de frente hacia los cuatro uniformados y alzó la mano, saludándoles con la palma extendida.
La escena se repitió en otros patios. Cada vez era uno distinto de los cuatro el que entregaba el dinero y siempre la persona que lo recibía reaccionaba igual que la madre del niño. En el undécimo patio, Mani se hartó. La acción era reiterativa y no había ni sombra de una pista de Inma. Si se dedicaban a comprar votos de ese modo, allá ellos; podía ser cómico, delirante, iluso e inútilmente dispendioso, porque nadie repetiría el saludo fascista cuando los cuatro se hubieran marchado, pero esa tontería no era su problema. Su problema era encontrar a Inma.
Una de tales noches, antes de acabar de subir las escaleras del corralón de Las Dos Puertas, descubrió que el barbero y su mujer, Bernarda, se encontraban ante la puerta de su vivienda, como si se despidieran de Paula. No gritaban ni gesticulaban con aspavientos, auque no hubiera la menor cordialidad en sus ademanes, pero algo nuevo estaba ocurriendo.
A la mañana siguiente, se levantó temprano y fingió que iba a la escuela, pero en realidad se dispuso a visitar la casona de La Caleta, a investigar si estaba perdiéndose cualquier nuevo plan. Se entretuvo un rato en el Café Central, leyendo el periódico lleno de proclamas electorales, y luego tomó el tranvía. Antes de llamar a la puerta, dio una ojeada por el vecindario, hasta descubrir un jardin donde robar doce de las pocas rosas que florecían en Málaga con el cambio de año, grandes flores de color amarillento que resultaban un poco bastas pero servirían a sus fines.
Vaciló unos minutos antes de agitar el llamador, puesto que no le esperaban y temía no ser recibido con cordialidad. No tuvo tiempo de llamar, porque Rafael apareció por el extremo del jardín donde se hallaba el garaje:
-Hola, Mani -le saludó-. ¿Quieres entrar, has llamado ya?
El salón a donde le llevó, uno situado en un ala de la casa donde nunca había estado, se encontraba demasiado concurrido para un aparte con Elena, y ésta no le invitó a dirigirse al gabinete. Conversaba con su hija que, de pie, se probaba un vestido largo de fiesta. Rafael se encajó un acerico en el brazo y se arrodilló junto a Rita.
-Se ve usted como una aparición -dijo antes de ponerse a igualarle el bajo.
-¡Adulador!
-Es verdad, doña Rita. El talle, ohhhh, el vuelo, qué maravilla, el escote, como el de una diosa y en conjunto, como si tuviera usted.... ¡dieciocho años!
Mani contuvo las ganas de reír y en ese preciso momento fue cuando Elena pareció tomar consciencia de su llegada.
-Mani ,¿no tienes colegio hoy?
-No -mintió, al tiempo que le entregaba las rosas.
-No me traigas más flores, chiquillo, no se te vayan a espinar las manos -dijo la anciana, guiñándole un ojo-. Siéntate. ¿Has desayunado?
Asintió distraidamente, por lo que Elena debió de interpretar mal su gesto, ya que agitó la campanilla y encargó a la criada una taza de chocolate y pasteles. Mani vio que tendría que esperar, pero supuso que Elena habría deducido que necesitaba preguntarle algo. Rafael, a quien tanto había temido un año y medio atrás, ahora le hacía gracia con su grititos, parecidos a los de Raquel Meller, las cosas que decía, tan inconcebibles en un hombre según los cánones del barrio, y sus movimientos de gelatina. Elena pareció reanudar una discusión.
-Mira, Rita, tú dirás lo que quieras, pero a mí el vestido me parece muy, pero que muy excesivo pa los tiempos que corren.
-No pretenderás que vaya al baile de la Prensa vestida como una criada.
-¡Dices unas cosas!
-Parece usted enteramente Eugenia de Montijo. ¡Es sublime! -dijo Rafael, alzando la cabeza con expresión de arrobo.
-¿Verdad que sí, Rafael?
-¡Digo! Es que... si usted quisiera presentarse, seguro que la nombraban reina del baile, porque más que reina, es usted una emperatriz como la granadina que volvió loco a Napoleón III.
-Vamos, no exageres. ¡A mi edad!
-Está usted como una chiquilla, doña Rita. No aparenta usted ni... veinticinco años.
Mani sentía de nuevo ganas de soltar la carcajada, porque el mayordomo había envejecido a su jefa siete años en cinco minutos.
-¿Has conseguido igualar el bajo?
-Sí, pero aquí, en el talle, habría que coger una pinza.
-Tendremos que llamar de nuevo a la modista, con lo atareada que dice que está, entre las navidades y el carnaval.
-Llama a Paula -propuso Elena.
Aunque se trató de un gesto muy fugaz, Mani advirtió que Rita había fruncido los labios y revivió en su mente las expresiones de Paula y Rita cuando se saludaron durante la boda de Miguel, una escena que aún no había sido capaz de interpretar.
-Podemos arreglarlo de otro modo -propuso Rafael-. ¿Qué le parece si prendemos aquí su collar de perlas de tres vueltas? Quedaría maravilloso en el arranque de las lazadas de tul del miriñaque.
-¿Tú crees?
-Segurísimo, doña Rita. La tela es preciosa y el vestido es una delicia que... parece usted un hada. Pero le falta algo de esplendor, a tono con su categoría. Yo le pondría no sólo las perlas, sino también unos cuantos broches bajando al bies por el corpiño, desde el hombro izquierdo hasta la cadera derecha, formando una guirnalda.
-No es mala idea.
-Tendría que ser con las joyas de platino. Las de oro no le irían bien a este vestido de lamé plateado.
-Mañana haremos la prueba -concedió Rita.
Tardaron una hora más en decidir cómo hacer que fuera más fastuoso un vestido tan suntuoso que parecía sacado de un cuadro cortesano goyesco. Con alivio, Mani vio que por fin Elena le precedía hacia el gabinete.
-¿Cuál es el problema, Mani?
-Anoche, vi a los padres de Angustias hablando en la galería con mi madre.
Elena asintió muy levemente a su propio pensamiento.
-Ya -se limitó a decir.
-¿Sabe usted por qué?
-¿Yo?, ¿qué te hace creer que yo tendría que saberlo?
Mani no se atrevió a reconocer en alta voz que sospechaba que la anciana y Paula estaban conchabadas y en comunicación permanente, suponía que por medio de notas que traía y llevaba a diario Rafael, para solventar de una vez el problema. De todos modos, le bastaba con el leve asentimiento de Elena; ese gesto, representaba para él la confirmación, pero sabía que la anciana no iba a hacerle ninguna confidencia más, salvo que le asignara una misión concreta en lo que estuviese tramando.
-Ná, doña Elena... es que se lo decía pa estar al liquindoy, por si tuviera que llevar un recao, una carta o... yo qué sé.
Elena le escrutó con una media sonrisa en los labios. Miguel era físicamente idéntico a su abuelo, pero Mani reencarnaba plenamente su carácter; haber conocido tan a fondo al abuelo le permitía eludir sin dificultad la ingenua trampa del nieto.
-Pregúntale a tu madre. Por mi parte, no tengo ningún encargo que hacerte.
Mani regresó hacia el barrio enojado; no había conseguido su propósito y lograrlo con Paula sería mucho más improbable.
Podía ir a la barbería. Ello le obligaría a pasar entre los cuatro uniformados petrificados en la entrada y arriesgarse a que le dieran una paliza; por supuesto, podía asegurarse de que hubiera varias vecinas en la calle que fuesen testigos de su llegada al local. Pero no había fascistas cuando llegó, casi a mediodía; hizo votos mentales porque Paula estuviese en el mercado, de manera que nadie le fuese con el chisme de que estaba haciendo novillos antes de que él pudiera aclarar sus dudas, y pidió a Gustavo el Granaíno un corte de pelo.
-Hay cosechas que se pierden por permitir que crezca la mala yerba -murmuró el barbero cuando comenzó a cortarle los rizos, como si hablara consigo mismo.
-Y hay yerba que parece mala y luego resulta que es medicinal -dijo Mani, reformando una frase que había leído en un calendario.
-Vaya, vaya con el redicho -dijo el barbero, de nuevo como si no hablase con él.
Fingió ensimismarse en el periódico que sujetaba, aunque ya le había dado un repaso antes de ir a La Caleta. Entre la tensión que le causaba la duda de interrogar o no al barbero y el temor a que éste simulara un accidente para cortarle una oreja, le costaba fijar la vista en las columnas impresas y apenas podía entender el galimatías en que se estaban convirtiendo las acusaciones entre los diferentes bandos, ni conseguía determinar quiénes eran los buenos y los malos, quiénes decían la verdad y quiénes mentían con las réplicas y contrarréplicas llenas de superlativos, entrecomillados, insultos cortados por puntos suspensivos y términos grandilocuentes que le daban la impresión de no tener nada que ver con el resto del párrafo. El periodo electoral coincidía en el tiempo con los preparativos del carnaval y a Mani le parecían a cual más entretenido; el carnaval de las elecciones y las solemnidades carnavalescas se confundían en los reclamos como si no hubiera demasiada diferencia.
-Un día, lo descubriremos... -dijo el barbero entre dientes, en el mismo tono de no estar conversando sino consigo mismo.
Mani hizo un esfuerzo para interpretar la frase. Naturalmente, tenía que referirse al refugio de su hija. ¿Le habría contado Paula que ya era una mujer casada? ¿Habría vuelto a afirmar Gustavo que antes muerta que casada con un rojo? Siempre que iba a La Caleta, tenía la convicción de que le seguían; por ello, antes de tomar el tranvía y después, solía hacer y deshacer muchas veces el mismo recorrido, hasta convencerse de haberles dado esquinazo a los persecutores, de manera que en dos ocasiones había llegado hasta el final de la línea, en El Palo, sin darse cuenta, y se paraba a esperar la vuelta ante el colegio de los jesuitas donde, según afirmaba Paco más reverente que irónico, había estudiado José Ortega y Gasset, abrumado por el temor a que salieran también de ese colegio fascistas aliados con los amigos de Serafín en su persecución. Nunca había descubierto a Serafín tras sus pasos, pero sí a sus amigos, que solían fingir con mucha torpeza que no hacían lo que estaban haciendo, y las últimas semanas, sobre todo desde la desaparición de Inma, se desplazaba mirando más atrás que delante. La sensación de acoso era persistente aún cuando no veía a ningún fascista cerca, y la inquietud ya no se limitaba sólo a sus desplazamientos hacia La Caleta y la playa de la Isla, sino que le asaltaba siempre que iba por la calle. Dentro de pocos días, tendría que circular por caminos menos frecuentados, porque Paula lo mandaría a entregar los numerosos disfraces que le habían encargado, incluídas muchas casas de La Caleta y El Limonar, porque en los opulentos barrios de la aristocracia había enorme preocupación sobre lo que trajeran las elecciones y por ello, parecían necesitados de equiparse más lujosa y entusiásticamente que nunca para disfrutar un carnaval que muchos temían que pudiera ser el último de sus vidas.
De reojo y a través del espejo, Mani descubrió que los cuatro compinches de Serafín acababan de ocupar sus puestos ante la barbería. Hizo cuentas. Por como iba el corte de pelo, calculó que llevaba unos diez minutos sentado en el sillón y habría llegado unos dos o tres minutos antes; aproximadamente, doce minutos, que muy bien podían haber gastado los cuatro jovenes en dar un rodeo al barrio para fingir que no venían siguiéndole desde el tranvía, al menos, porque estaba seguro de que no le persiguieron en La Caleta y tampoco ninguno de ellos había viajado en el tranvía con él. Cayó en la cuenta de que la guardia ante la barbería podía no tener otro objetivo que vigilarle a él, pensamiento que lo llenó de ira e inquietud.
-Menos mal que las elecciones pondrá las cosas en su sitio, Dios lo quiera -murmuró el barbero-. El yugo y las flechas marcarán el sendero para recuperar el camino del imperio hacia Dios y todo lo que los rojos degenerados nos están quitando.
Ahora, Mani deseó fervientemente que el corte de pelo acabase. Mientras ojeaba el periódico con muy escasa concentración, columbró que quizá su madre había realizado todos los intentos posibles y que el barbero podía haberse negado a ceder ni un suspiro. Un titular del periódico le llamó la atención: "Este año, no habrá sangre en el carnaval"; con el argumento de que podía resultar muy peligrosa según demostraba la experiencia, habían decidido prohibir la batalla de flores "a causa de las heridas producidas al año pasado con piedras envueltas en flores". Tampoco habría desfile de carrozas y comparsas, pues quienes habitualmente organizaban los actos más solemnes del carnaval se hallaban muy atareados con los mítines y muchos de ellos tendrían que figurar en las mesas de los colegios electorales. Todos, hasta en la Caleta, estaban convencidos de que iban a ganar las izquierdas, pero el periódico continuaba con sus apocalípticos vaticinios y sus invocaciones de "las esencias patrias".
Abandonó la barbería convencido de que cualquiera que fuese la iniciativa que Paula hubiera puesto en marcha, se había frustrado ya, según la conducta del barbero. Por lo tanto, él tenía que imaginar otro camino.
A pesar de los anuncios promisorios de Paco, o tal vez por el barrunto de que nadie podría impedir a laz izquierdas conquistar el poder, en el corralón de Las Dos Puertas se hablaba más de carnaval que de elecciones. Los vecinos habían formado dos murgas que se encontraban ensayando en ese momento, hora del almuerzo; una, compuesta de casados y la otra, de solteros. Las letrillas eran lo más soez que Mani recordaba: aludían a las ventajas y desventajas de dormir solo ("las durezas que se aflojan no se aflojan con la mano"), llevar camisas remendadas y sufrir a las suegas ("siempre le digo que me zurza los calzones, rajaos por lo que abultan y me pesan los cojones"). Los casados ensayaban en el patio y los solteros, en la galería, por turno.
Únicamente notaba Mani desinterés por el carnaval entre los que tenían familiares presos, muy numerosos en el barrio, lo que se hizo notar por la gente que, hasta el día de las votaciones, llegaba a todas horas preguntando por Paco. "Paquillo de mi corazón, a ver si te enteras de si lo van a soltar...". A cada visita, iba confirmándose que Paco sería en pocas semanas alguien muy relevante.
Con la mayoría de las instituciones desentendidas de los actos que habían venido organizando tradicionalmente, el carnaval de 1936 pareció una fiesta retornada a sus orígines: verdadera y espontánea celebración popular o, como aseguraba Elena, "de la chusma". Abundaban los disfraces en los que lo escatológico y lo procaz se elevaban para componer espectáculos de humor, envuelto todo en un ropaje musical que no dejaba en algunos casos de tener su lírica. A Mani le gustaba más la música que la letra, le entusiasmaban el ritmo y los gestos espasmódicos con que los murguistas interpretaban las coplillas. Curiosamente, muy pocos escribieron ese año canciones políticas ante la incertidumbre de los resultados, puesto que el domingo de piñatas caía una semana después de la jornada electoral y los carnavalistas presumían de ser notarios fidedignos de la realidad en tiempo presente, a pesar de que todos ellos y toda la ciudad anticipaban que las elecciones iban a cambiar el mundo.
Paco ocupó la presidencia de la mesa electoral del barrio. Mani pasó todo el día rondando la larga fila. El guardia de Asalto le expulsó muchas veces, pero volvía a acercarse a la mesa con el pretexto de llevar a su hermano un recado o un bocadillo. Una de las primeras personas en llegar fue sor Rosario, la monja guapa de la Goleta a cuyas clases había asistido muy poco el último mes. Iba acompañada de otra monja que Mani no había visto nunca. Depositaron las papeletas y se retiraron. Mani vio marcharse a su maestra con simpatía y hasta con admiración, porque resultaba muy airosa y bella bajo las grandes alas blancas de su toca. Le asombró verla de nuevo en la fila a media mañana. Sabía que sólo se podía votar una vez, pero al verla repetir supuso que dispondría de algún privilegio. Llegado su turno, esta vez junto a una monja distinta de la primera ocasión, introdujo su segunda papeleta en la urna. Las dos se aproximaron a la mesa con la cabeza agachada: Mani notó que sus manos se movían con torpeza, como si estuvieran nerviosas, y que atinaron con mucha dificultad a introducir el papel por la ranura. A primera hora de la tarde, y ahora acompañada por la madre superiora, sor Rosario ocupaba por tercera vez una plaza en la fila. Paula le había dado a Mani un bocadillo de anchoas con queso y tomate para Paco y las vio cuando se le acercaba para entregárselo. Susurró al oído de su hermano:
-Paco, ¿las monjas pueden votar más de una vez?
-Déjate de chalaúras, Mani. Ellas votan como tó el mundo.
-Po que yo sepa, esa de ahí, la guapa, ha venío ya tres veces.
-¿Estás seguro?
-Claro que sí; es mi maestra.
-Tendría que haberme fijado, porque es un bombón.
Paco puso al corriente del caso a sus compañeros de mesa. Cuando le llegó el turno a sor Rosario, Paco se echó a reír con socarronería. Ella debió de interpretar acertadamente la risa, porque su cara se volvió rojo granate.
-Hermana -dijo Paco-; ¿cuántos votos ha traído, uno por cada persona de la Santísima Trinidad?
Sor Rosario bajó la mirada. Intervino la superiora.
-Es que tenemos en la comunidad siete hermanas enfermas que no pueden venir.
-Aún en el caso de que fuera verdad, eso no justifica que cometan fraude.
-Pero...
-Anden -atajó Paco-. Váyanse al convento, a rezar y pedir perdón a Dios por su pecado. Y no vuelvan más, no sea que tengamos que declarar nulo el resultado de esta mesa.
Mani las siguió con la mirada; su porte, que habitualmente le parecía altivo, demostraba que estaban avergonzadas como niñas cogidas en falta. Hubo rechifla en la fila pero, de pronto, las risas se congelaron en expresiones hurañas. En la misma dirección por donde se habían retirado las monjas, se acercaba el barbero. Tal vez porque ninguno de los que esperaban deseaba que interfiriera en sus chácharas, le abrieron un pasillo para cederle el paso. Hasta el que en ese instante se disponía a depositar su papeleta, apartó la mano de la urna y se hizo a un lado, de modo que Gustavo el Granaíno llegó hasta la mesa sin haber tenido que detenerse en ningún momento. Paco pronunció las rituales preguntas de identificación, pero sin mirarlo a la cara ni esperar su respuesta; le señaló la urna, se produjo la introducción de la papeleta y el barbero se retiró rodeado por el mismo silencio y el mismo desdén.
-¿Quién ha ganado en el barrio? -preguntó Mani a Paco cuando concluyó el recuento.
-¿Quién va a ganar? ¡Nosostros! Las derechas han sacao namás que veintiún votos.
Sin embargo, los gobernantes les tuvieron muchos días con el alma en vilo. Los periódicos jugaban con los números como si fueran piezas de un rompecabezas. Trescientos, ciento sesenta, doscientos siete, ciento cuarenta y siete, doscientos cuarenta y uno. El domingo de carnaval, un día completamente gris y muy desapacible, que disuadió a mucha gente de salir a carnavalear, a pesar de lo cual la masa de disfraces que ocupaban las calles del centro y el paseo del Parque era inmensa, todavía no conocían el resultado oficial de las elecciones. Paula, cuya intención era atajar lo que ahora le parecía inminente, que Paco o Antonio, envalentonados, decidieran cortar de raíz los problemas que el barbero les causaba, no encontró ánimo para confeccionar un disfraz para Mani quien, por otro lado, tampoco sentía ganas de disfrazarse, por lo vivos que eran sus recuerdo del carnaval anterior, llenos de carcajadas entre Inma y su hermano. Como quien ejecuta un de rito de la añoranza, se probó el pierrot del año anterior, cuya manga derecha olía a Inma y la izquierda, al Templao. Constató con más sorpresa que júbilo que el pantalón le dejaba descubiertos más de diez centímetros de las piernas. Con lágrimas en los ojos aunque sin disfraz, salió a dejarse envolver por la algarabía a ver si encontraba consuelo para su melancolía y, arrastrado por la fascinación de la mascarada, tardó en advertir que los cuatro disfraces que se desplazaban ajustados a su paso eran siempre los mismos. Tuvo el primer pálpito en la Acera de la Marina: notó que una careta dorada de dios griego, se volvía a cada instante hacia él y estaba seguro de haberla entrevisto también en la calle de Granada. Intuyó que no era casualidad. Ya alerta, comprobó que la máscara de Apolo se mantenía cerca, lo mismo que un payaso multicolor que le rozaba continuamente el hombro izquierdo. Perdió interés por la fiesta, con los cinco sentidos en guardia.
Muchos grupos habían improvisado durante los últimos cuatro o cinco días letrillas que cantaban "el triunfo del pueblo", pero entre lo desapacible del clima, la consternación por una terrorífica inundación ocurrida en Sevilla (para cuyos damnificados, los bolsillos exhaustos de los malagueños habían donado la inimaginable cantidad de cien mil pesetas), y la falta de información definitiva sobre el resultado de las elecciones, la masa olía a duda y expectativa. No se veían disfraces tan ingeniosos ni tan espectaculares como los del año anterior, ni la gente se apretujaba como un río de humanidad en éxtasis que anegase Málaga.
Tras haber recorrido el paseo del Parque casi en su totalidad, el Apolo dorado y el payaso continuaban flanqueándole. Para entonces, ya sabía que otros dos, un soldado romano a quien le asomaban pantalones negros bajo la clámide y un aviador inglés, también lo acosaban. Dado que por más esfuerzos que hizo no consiguió despistarlos a causa de ser uno de los pocos que no iban disfrazados, decidió usar la única arma de que disponía, su capacidad de andar durante horas sin cansarse. El juego duró toda la tarde. Dio incontables vueltas al circuito urbano que servía de recinto al carnaval; salió en muchas ocasiones de ese circuito, fingiendo no enterarse de la persecución y apartándose de la mascarada para, después de alejarse unos centenares de metros, aparentar un cambio de opinión para volver sobre sus pasos deprisa y tratar de confundirles ocultándose entre algún grupo. Con lo nublado que estaba, la llegada del anochecer sólo fue perceptible por la disminución del gentío en la calle, ya que acostumbraban a cenar antes del comienzo de los bailes en peñas, hoteles y teatros. Ninguno de los cuatro persecutores hablaba ni se acercaba entre sí; simulaban ir cada uno por su lado, pero al disminuir el tumulto, empezaba a resultar demasiado obvio el acoso. Cambiaron de táctica: sólo uno de los cuatro permanecía cerca de Mani por turno, mientras los otros se perdían de vista. Mani calculó que a esas alturas se sentirían cansados y hastiados de no descubrir el camino que conducía a Angustias, así que decidió escapar de una vez.
En el lado que bordeaba el puerto, el paseo era muy exuberante y mucho más umbrío que el resto; consideró que en esa zona podría despistarlos. Entre la vegetación, compuesta en su mayor parte de especies tropicales muy frondosas, se abrían estrechas veredas donde, no siendo carnaval, se refugiaban de noche los maleantes y matuteros del puerto, que se amparaban en la espesura para huir de los carabineros. Cualquiera de las veredas le podía servir, supuso Mani, en el momento que el soldado romano era el que tenía más cerca. Confirmó que continuaba siguiéndole y aceleró la carrera por un camino bordeado de enormes plantas de uñas de danta, que pocos metros más adelante formaba una curva en un ángulo muy agudo, casi una revuelta; traspuesta la curva, convencido de que en ese instante el romano no podía verlo, echó a correr con todas sus fuerzas, giró de nuevo en un sendero aún más angosto y, tras confirmar que ni delante ni detrás había nadie que pudiera verlo, rodó por la yerba para echarse bajo un drago cuyas ramificaciones innumerables formaban una densa copa arbórea que casi llegaba al suelo. Permaneció muchos minutos sin moverse ni hacer el menor ruido, conteniendo la respiración, con los oídos alerta.
Sin mediar ningún sonido, Mani sintió que alguien aferraba sus pies y le arrastraba hasta el sendero. Se giró boca arriba, ya que no podía levantarse mientras sujetaban sus piernas, y allí estaban los cuatro, mirándolo desde arriba a través de los agujeros de sus máscaras. El dios griego puso el pie izquierdo sobre el vientre de Mani y presionó hasta hacerle sentir ganas de vomitar.
-¿Dónde está tu hermano Miguel? -preguntó la voz.
-No lo sé -respondió.
-Te vamos a liquidar si no hablas.
-No tengo ná que hablar.
La presión del pie aumentó.
-Vas a pasar un malrato, el peor de tu vida mierdosa.
-¡Está en Barcelona, pero no sé su dirección!
-Sí la sabes, mamón, pero no es una dirección de Barcelona, sino de Málaga.
El que lo sujetaba por los hombros le dio un bofetada muy fuerte.
-Te vas a acordar de mí -amenazó Mani, aunque no era capaz de mover ni un dedo.
La presión del zapato le estaba causando una punzada insoportable en el esófago que le impedía respirar.
-Juro que no sé dónde está -jadeó.
-Le perdimos la pista en la playa de la Isla hace justamente un año. ¿Dónde lo llevaron después?
-¡Se murió!
Las bofetadas fueron ahora varias, restallantes como latigazos, y sintió en la boca el dulzor de su propia sangre. Hacía poco más de año y medio que había estado a punto de morir por una perforación de pulmón; presentía que no podría soportar mucho más y que la irresistible presión del pie sobre su esfófago haría que la cicatriz se reabriera.
-Descartá la casa del ciego, ¿dónde está ahora?
Temió por el Chafarino, Carmen, Viky, Pipe y toda la familia del Templao. La pregunta del payaso significaba que habían estado allí recientemente. ¿Habían torturado a los niños; habían torturado a una madre de doce hijos, menuda como una caña; habían torturado a un viejo ciego? Lo que les hubieran hecho no les había reportado ningún resultado, evidentemente, y tampoco ahora debían lograrlo. Como no iba a ser capaz de resistir más, tenía que provocarles para que lo dejaran sin sentido o lo matasen de una vez, a fin de no traicionarse ni traicionar a Miguel, Angustias y a todos los que amaba. Tenía que conseguir huir del paseo del parque aunque su cuerpo material permaneciera aprisionado entre cuatro adultos mucho más fuertes que él.
-Sois maricones cobardes -insultó-; sois gusarapos; sois grajos carroñeros.
Sintió la primera patada en el costado izquierdo con alivio. Iba a ocurrir. Había provocado su furia y al menos uno había perdido el control.
-Déjalo, Serafín, que necesitamos que hable.
-¿Dejarlo? No pasa de esta noche que dé con mi hermana...
-No le des más patás. Se va a morir y los muertos no hablan.
-Hijos de puta sifilítica -continuó diciendo Mani-. Pichatristes, pajudos impotentes. Merdellones, bicharracos de madrevieja...
Ahora recibió una patada en la cadera derecha. Otro más que estaba fuera de sí.
-Incluseros -continuó la retahíla de insultos-, cucarachas, ratas de cloaca, hijos de padres desconocidos, anticristos fascistas de mierda.
Las patadas se multiplicaron por todos los contornos de su cuerpo. Veinte, cincuenta, cien, doscientas, y los puñetazos llovían sobre su rostro, veinte, cincuenta, cien, doscientos, y los pisotones batían sobre su pecho y su vientre, veinte, cincuenta, cien, docientos y poco a poco, aunque con desesperante lentitud, comenzó a sonreír porque supo con seguridad que la inconscienca iba llegando y con ella, la mudez para los oídos de sus atacantes.
Alguien le miraba a los ojos y era de día. Tras la cara del guardia, las ramas carnosas del drago. ¿Había pasado la noche sin sentido en el paseo?
-¿Cómo te llamas, dónde vives?
No podía hablar.
-No te esfuerces, chiquillo, no muevas los labios. Cuando te curen en el hospital, les dirás tus datos, pa que avisen a los tuyos.
No podía hablar ni moverse. ¿Qué le habían roto? ¿Había tenido la mala suerte de sobrevivir a la despiadada paliza sólo para convertirse en un lisiado?
Perdió de nuevo la consciencia y despertó dos días más tarde, cuando Paula, Paco, Antonio y Ana llegaron en su busca.

Sólo tenía roto un hueso, una costilla, lo que consideró un milagro. Una vez que le permitieron volver a casa, hallándose recostado en la colchoneta en una pausa de los cuidados de Paula y los mimos Concha la Chata, advirtió la súbita metamorfosis del decorado urbano malagueño mediante las voces que sonaban más allá de las macetas del balcón: vivas, aclamaciones, cantos, insultos desaforados, toda la prodigiosa pirotecnia verbal de que eran capaces sus convecinos. Llegaron juntas las noticias de que el gordo de la lotería había tocado en Málaga y que las izquierdas habían alcanzado el gobierno por primera vez en la historia. Espontáneamente y sin convocatoria, la gente abandonó el trabajo, los pucheros se olvidaron hirviendo en los anafes, nadie cerró puertas ni ventanas y ocuparon en masa las calles.
"Pronto llegará la hora/ que la tortilla se vuelva./ Los pobres comerán pan/ y los ricos mierda, mierda.
Las risas eran jubilosas y Mani sintió rabia porque los nueve puntos de sutura que recosían sus labios le impidieran reír. Entre vivas, abrazos, canciones y besos, parecía tan cierto que todas las penalidades se las había llevado el viento, que tuvo que hacer gran esfuerzo para no impacientarse con los comentarios de Paula:
-Mucho celebrar y mucho cantar, pero no intentan tranquilizar a la pobre gente que mira las manifestaciones aterrorizada, escondida detrás de los visillos, como si estuvieran de retiro espiritual por la cuaresma. Tampoco se dan cuenta estos niñatos inconscientes de que no puede ser bueno que haya tantísimos comercios cerraos, como si estuvieran de entierro. Ni piensan en quienes, como doña Elena...
Mani tuvo que reprimir el dolor para preguntar entre dientes:
-¿Le ha pasao algo a doña Elena?
-¡No, qué va! Pero...
-¿Qué?
-Es que el Antonio le pegó fuego a la barbería anteayer de madrugá y ha llenao la calle Curadero de letreros que dicen "Serafín, cobarde asesino de niños". Hace dos días que han desaparecío el barbero, la Bernarda y el Serafín, y no se ve un fascista por ninguna parte, y eso es lo malo, eso es lo que me tiene en un sinvivir. Ahora, no podemos observarlos ni imaginar lo que traman, ni estar seguros de si se reprimen o no de seguir con las barbaridades... y más resabiaos, porque la gente que es mala, cuando se desespera se vuelve peor y se ataca de rabia como los perros.
El Chafarino acudió una tarde a verlo y Mani lamentó no poder casi mover los labios reventados. Fue mejor así, porque no quería preguntarle para no escuchar el relato de por qué tenía tantas magulladuras y moretones en su arrugado rostro de sabio medio brujo.
-La mar quiere que abandone tierra firma. Le digo que soy un pobre viejo ciego, pero no quiere oirme. Sigue la cantinela. "Huye de la playa, huye". Todo se está desmoronando, viene un vendaval que lo borra todo, Mani. Fíjate lo de esa pobre muchacha, Imperio Argentina...
Mani casi rebotó en la colchoneta. ¿Qué podía haberle pasado a su artista más adorada? Miró hacia el viejo para jadear:
-¿Qué?
-Dicen que está leprosa.
Sintió que podía perder el conocimiento de nuevo, como si ésa fuera la gota que desbordaba el vaso de sus desventuras. La sonrisa más luminosa del cine iba a convertirse en inmundos guiñapos de carne derretida, los brazos que parecían los de una niña se iban a asemejar a retorcidas ramas de acebuche, la breve cintura se deformaría hasta colgar como ropa tendida al sol. No le faltaba más que eso. Había llegado a creer que aquella muchacha lozana y chispeante, con su belleza de porcelana y su voz de ruiseñora, no podía verse afectada jamás por los males terrenales. Cuando Paula se hubo liberado de los vestidos encargados para la Semana Santa, consiguió que lo llevase al cine Echegaray, a ver "Morena clara", que habían estrenado el sábado de gloria. Aguantando las ganas de llorar para que Paula no se burlara al descubrirlo, supo que vería esa película más de una vez, porque Imperio Argentina cantaba mejor que nunca. Ni siquiera cuando, poco de antes de Semana Santa, había visto a Douglas Fairbanks en persona, con su mujer, a la puerta del hotel Miramar saludando a la multitud, sintió tanta emoción como ahora, viendo cantar y bailar a la diosa que iba a convertirse pronto en un informe montón de carne nauseabunda.
Escuchó un susurro a su derecha, en la fila de delante:
-Van a disolver las organizaciones patrióticas.
-Los hijos de puta nos llaman fascistas.
Mani miró a su madre de reojo. Paula no parecía escuchar el diálogo.
-¿Qué sabrán esos masones merdellones? Ellos no entienden ni pueden entender lo que es tener patria.
La voz sonaba parecida a la que había escuchado en el parque, a través de la máscara de payaso.
-Si el gobierno cumple la amenaza, tomaremos represalias.
-Cuando vengan los nuestros...
-Tenemos la sagrada misión de preparar el camino.
Mani maldijo centenares de veces a los camaradas de Serafín por amargarle el encuentro con Imperio Argentina. A pesar de lo cual, algunas escenas sí llegaron a absorberle, como la que se escenificaba en un hermoso patio florido donde bailaban varias muchachas alrededor de un estanque, mientras su adorada estrella cantaba la copla del pavo con guindas del gitano del Perchel. Mani dudaba que hubiera un gitano en el Perchel tan gracioso como el de la copla, porque en ese barrio la sordidez aplastaba todo atisbo de gracia, pero en boca de Imperio Argentina era capaz de creer que el gitano, la gitana, el pavo, la pava, las guindas y los guardias civiles eran reales.
Terminada la copla, volvió a maldecir a los amigos del hijo del barbero, porque le habían quitado hasta las ganas de llorar con el recuerdo de la enfermedad de su ídolo. Empujó a Paula para salir del cine antes que los fascitas, para evitar el mutuo reconocimiento y que, al notar de quiénes se trataba, Paula tuviera el impulso de armarles la rebuína, lo que sería muy peligroso ya que él, con su vendaje y su costilla todavía sin soldar, no estaba en condiciones de defenderla.

Algo más de un mes más tarde, una vez que Mani se hubo restablecido a medias, tanto la vivienda de Paula como la contigua, donde Antonio residía con Ana, se vieron convulsionadas por una de las medidas propugnadas por el gobierno que tomó posesión en mayo. Todo el que tuviera armas sin permiso, se enfrentaría a graves condenas si no las devolvía en un plazo muy corto. La orden llevaba ya varias semanas en vigor, pero nadie en el barrio creía que tuviese que ver con ellos; suponían que se refería a las armas que los fascistas pudieran esconder, pero un buen día comenzaron los registros policiales en las casas de la calle Rosal Blanco y, deseando anticiparse a los guardias, Paula, que habitualmente simulaba falta de curiosidad por las actividades y pertenencias de sus hijos, revolvió meticulosamente todos los rincones de las dos habitaciones y obligó a su nuera a hacer lo mismo en las suyas.
Mani se dio cuenta de que su madre pasaba por alto un cuadro grande, de láminas de latón repujado, que representaba la Sagrada Cena y presidía la habitación que servía de comedor y dormitorio de Paula. No podía traicionar a Antonio, por lo que decidió que había llegado la hora de darse por restablecido de sus lesiones, ya que sólo le quedaba medio torso aprisionado por una faja. Presentaba un par de rebordes en los labios que, según Concha la Chata y Ana, "te dan mucho atractivo" pero que, en opinión de Paula, "te han desgraciao la cara". Fingía leer el libro insoportable que Paco se empeñaba en que leyera, "El capital", mientras escuchaba a Paula, en la otra habitación, cotorrear en susurros con Ana:
-Imagínate tú lo que podrían hacernos si el Serafín o su padre, o sus amigos, o tos juntos, nos están rondando y al liquindoy.
-No meta usted malbajío, Paula. Los fascistas están tós achantaos y no se ve ni uno; se han quitao de enmedio como conejos cobardes.
-¿Y eso te parece natural? Ayer miles, y en un rato, ni uno... El barbero y los suyos están escondíos, Ana, pero destilando veneno a ver qué otro daño pueden hacernos, después de haberme querido matar al Mani dos veces. Estaría mucho más tranquila si todavía me cruzara con la Bernarda tos los dias en el mercao. Cuando el Antonio hace cosas como las de esta noche, no aparecer a dormir, me entra un sinvivir que no sé cómo lo aguanto.
-No se preocupe usted más. Ni es la primera vez ni será la última. Usted conoce a su hijo de sobra, ¿no?
Pero, veinticuatro horas más tarde, tras una nueva noche sin que Antonio apareciera, y con Paco ausente porque el partido le había mandado a una reunión en Madrid como delegado de Málaga, Mani se sintió impulsado a ir al convento a hablar con Ricardo. Comenzaban a notarse en las calles los preparativos de la fiesta de los júas, para la que faltaban dos días, pero el ambiente no se podía comparar con el de los años anteriores. Ahora, con las nuevas circunstancias políticas, los obreros malagueños no creían que sus odiados personajes fuesen tan poderosos como antaño, y por ello no había tanto derroche de ingenio en la confección de los monigotes, aunque había más júas que nunca, como si necesitasen un pretexto más para exhibir su júbilo en las calles aunque las algaradas, jaleos, trifulcas y pendencias eran constantes.
Como le desalentaba afrontar una conversación con su hermano fraile, todavía se entretuvo Mani un poco más, contemplando los júas mientras engullía gran número de jugosas brevas. Decidió por fin ir de una vez al convento ante un júa que representaba una procesión de monjes que portaban un trono lleno de coloridas flores hechas con papel rizado, donde el santo era un falo erecto de dos metros de alto.
Los hábitos prestaban a Ricardo un aire solemne que causaba incomodidad a Mani. Los meses de noviciado habían teñido su piel de color marfileño, tenía ojeras y las mejillas hundidas. Lo visitaba por su propia iniciativa, tras el fracaso de las gestiones desesperadas de Paula y Ana, durante toda la mañana, en la comisaría de vigilancia, la de distrito, la cárcel, el sindicato y los hospitales.
-Mani, no puedes venir a cá rato -amonestó Ricardo.
-La última vez que vine fue hace dos meses.
-Es que aquí tenemos normas.
-A la mierda las normas. El Antonio ha desaparecío.
-Por como es, le estará bien empleado.
-La Ana está atacá y mamá no ha dormío en toa la noche. Yo no sé qué hacer, porque el Paco está en Madrid.
-El Antonio estará por ahí, borracho para celebrar la llegada de su deseada república libertaria, que por fin se ha salío con la suya y eso es lo que vamos a tener que apechugar... ¡A los demás, que nos parta un rayo!
-No lo creo, Ricardo, joder, escúchame de una vez. Estan haciendo redadas y hay orden de entregar las armas hasta pa los que tienen licencias de sus partidos o sus sindicatos. Al Antonio, con la mala fama que tiene, lo habrán encerrao pa interrogarle por sus armas y toas las del Sindicato de Parados, y no se lo quieren decir ni a mamá ni a la Ana. A ti te harán caso.
-¡Tú has perdío la chaveta! ¿Que yo vaya a comisaría a preguntar por él?
-Sí.
-Estás delirando. Este sitio no es un juego, Mani; ésta es la casa de Dios.
-Tú eres tan hermano suyo como yo.
-Cuando uno se entrega a la Iglesia, todos los hombres son hermanos.
A causa de los temblores de la ira, Mani sintió que las heridas de los labios, con las cicatrices aún frescas, podrían reabrirse y reventaría el corsé de vendas que le aprisionaba medio pecho.
-¿Tos los hombres son tus hermanos? Po uno de tus millones de hermanos tiene un problema mu gordo, ¿te enteras? Y una de tus muchos millones de madres está medio muerta de sufrimiento.
-Mani, no chilles.
-Chillo lo que me sale de los cojones.
-Recuerda que estás en una casa santa.
Para no liarse a puntapiés contra la entrepierna de Ricardo, Mani echó a correr. Estaba a punto de llorar, como la tarde anterior, que la había pasado en el cine con una congoja que le daba tarascadas en el corazón. Se trataba de la quinta o sexta vez que venía "Nobleza baturra". Acurrucado en la butaca, absorto en la sonrisa que le sabía a hambre sin saciar, lloró escudado en la oscuridad cada vez que Imperio Argentina cantaba. Al regreso del cine, permaneció media hora palpando el escalón del corralón de la Torre donde tantas horas había pasado sentado con Inma y a continuación fue a la catedral, donde estaba seguro de que Jesucristo le había iluminado para salvar al Templao del linchamiento. Sin darse cuenta, se encontró pidiendo en alta voz que ocurriera un milagro y que Inma estuviese en la casa del Chafarino, que se encontrara con Antonio cuando volviera a casa tambaleándose por la borrachera y que la estrella de sus sueños sanara del horror de la lepra. Sabía que no era el único que rezaba por ella, porque en muchas iglesias se habían organizado rogativas con igual propósito.
Ahora, tras abandonar el convento odiando a Ricardo y con las mismas ganas de llorar del día anterior, al llegar ante el chamizo del Chafarino no recordaba si había descansado en algún tramo del recorrido, pero una punzada muy aguda en el pecho le dificultaba la respiración. Los hermanos del Templao parecían felices mientras su madre liaba el equipaje con sogas de esparto, disponiéndose a regresar al barrio, puesto que con las nuevas circunstancias políticas se había vuelto seguro para ellos. Carmela le interrogó con los ojos por sus pesquisas sobre el paredero de Inma, lo que obligó a Mani a bajar los suyos, avergonzado de no poder continuarlas de momento.
-¿Tu hermano tiene tres pistolas en la casa? -preguntó el Chafarino con tono de honda preocupación.
-Sí.
-¿No ha vuelto la policía para un nuevo registro?
-A mí me parece que cualquiera que quisiera sacarle al Antonio una palabra aunque fuera moliéndolo a porrazos, iría de culo. Pero, aunque no diga ná, seguro que van a venir a registrar cuando menos lo esperemos y mi madre, en la Luna; ni se le ha ocurrío mirar en el cuadro.
-Díselo.
-Ya no soy un niño -proclamó Mani solemnemente-. No puedo chivatarme.
El Chafarino rumió sus propios pensamientos durante unos minutos. Finalmente, rebuscó en el bolsillo del reloj de su pantalón.
-Ten cinco duros. Coge un taxi y ve a tu casa. Le dices al cochero que te espere en la esquina. Si no hay nada raro cuando llegues, mete las pistolas en esta bolsa y te vuelves para acá en el mismo coche.
Debió recorrer andando casi cuatro kilómetros, hasta la Explanada de la Estación; por suerte, había un taxi en la parada. Llegados al Molinillo, tuvo que pagar al taxista el importe de la carrera cuando le pidió que esperase. Paula no estaba en la casa. Descolgó el cuadro y metió apresuradamente en la bolsa embreada las pistolas y las municiones. El taxista había permanecido en la esquina a pesar de su desgana y su suspicacia. Volvió a la playa sólo hora y media después de abandonarla.
-La hecatombe se aproxima -dijo el Chafarino mientras enterraba las armas en la arena del chamizo, embutida la bolsa embreada en una lata de galón de gasolina-, porque Poseidón ha iniciado la convulsión. Fíjate, Mani, hasta el clima está loco.
-Hay días que se refiere usted a Poseidón como si fuera una persona real, como cuando hablé con usted la primera vez. Ahora, que me cago patas abajo por lo que pueda haberle pasao a mi hermano Antonio, por la tristeza de no saber dónde estará la Inma y porque tós, el Templao y mis hermanos, van cá uno por su lao, viene usted con ese Poseidón a sacarme las mantecas de sitio. Si no fuera por esa manía, pensaría que es usted el hombre más sabio que conozco. Pero...
-Él me habla, créelo. No con palabras, claro está, porque los dioses no necesitan palabras para hablarnos, sino con signos, con el viento, con el sonido de las olas... Oye el rumor, ¿ves, lo escuchas? -Mani negó con la cabeza-. Siempre que destruían una ciudad, elegían a un justo o a un grupo de justos para librarlos del cataclismo. Lo hicieron cuando el diluvio y cuando lo de Sodoma y Gomorra. Ahora se disponen a calcinar este puerto que ha resistido centenares de veces la destrucción con obstinación demente. Poseidón me dice que me vaya, pero yo no soy Noé ni Lot: no soy más que un pobre viejo ciego, sin fuerzas para anidar en otra parte. Y ahora que Carmen y sus hijos vuelven al barrio...
Mani sospechó que la negrura del humor de su viejo amigo podía deberse esta vez no a sus premoniciones, sino al hecho de estar a punto de volver a quedarse solo en la playa, sin la presencia de los diez hermanos y la madre del Templao, que ya, con sus escuálidas pertenencias preparadas, le aguardaban para emprender juntos el retorno al Corralón de la Torre. Los primeros días del verano estaban siendo desapacibles. El viento ululaba a través de las cañas, haciendo crujir todo el cañizo. Mani sentía el corazón oprimido y no a causa de las vendas ni de los temores del Chafarino; si Antonio no reaparecía pronto, esa misma tarde o, a lo sumo, mañana, engrosaría la lista interminable de quienes en las últimas semanas se los había tragado la tierra. Habría que darlo por muerto.
-La mar sigue diciéndome que huya de la playa. Insiste tanto, que a veces pienso si irme a vivir al Perchel, con mi hijo mayor, como me propuso hace años, aunque últimamente ya no me lo dice y yo no tengo aliento para renunciar al mar, pero el maremoto que se acerca es tremendo, Mani, es mucho, muchísimo más de lo que nunca ha pasado en estas playas. Lo huelo en cada jirón de brisa que traspasa el cañizo.
Regresó con la familia del Templao al barrio, ayudando a cargar los bultos y a controlar a los menores, dándole vueltas a la idea de ir esa noche a rondar la casa adonde había seguido a Serafín tantas veces. Ahora, además de Inma, tenía que encontrar a Antonio. Pero rememoró la escena del ataque a la barbería, el día que despertó del limbo de cuatro meses; debatiéndose, Antonio era como un toro acosado; varios guardias encañonándole con sus armas sí podían haberlo reducido; cuatro adolescentes presuntuosos, como Serafín y sus amigos, serían poca cosa para él... salvo que lo hubieran matado a tiros. Paco acababa de regresar de su viaje a Madrid y escuchaba la noticia de labios de Paula cuando Mani llegó.
-Me voy a tratar de averiguar lo que pueda, mamá -dijo Paco-. No te preocupes.
Salió apresuradamente tras rozar con la mano la mejilla de Mani y sonreírle. Volvió tres horas más tarde, con tensión en el gesto y una mudez inquietante en los labios.
Esa noche, Paco se echó a dormir junto a Mani y le pasó el brazo por la cintura como si quisiera mitigar el ahogo de las vendas, pero más que un gesto de protección, parecía el de alguien que necesitase aferrarse a un amarre seguro.
-¿Qué le habrá pasao? -preguntó Mani, para escapar de la angustia que le producían el abrazo y la actitud que Paco mantenía desde que regresara de las pesquisas, porque su vacilación representaba la pérdida de la última de las referencias inmutables que le quedaban
-Duérmete, Mani; no podemos hacer namás que esperar.
-Estará preso, ¿no?
-Seguramente.
-¿Por qué nos dicen que no?
-Porque si reconocen que lo tienen, se verían obligados a respetar las leyes y soltarlo si no hay cargos contra él.
-¿Por qué harán eso?
-Es el pan nuestro de cá día, Mani. Hay que superar muchas barreras pa que el gobierno pueda desarrollar su programa político, demasiadas murallas que son como acantilados de piedra. La policía tiene que hacer cosas que no nos gustan, pero que son necesarias pa librarnos de los fascistas, de las derechas de toa la vida, de la Iglesia y de los banqueros... y de los que provocan peligrosamente las iras tanto de los unos como de los otros, como el Antonio y sus majaretás de niño chico. La policía no lo soltará hasta que no consiga que hable, hasta que no les diga lo que sepa de quiénes tienen armas.
-En el sindicato habrá listas, ¿no? ¿Por qué tienen que sacarle la información al Antonio? Que vayan allí.
-¡Listas! Esos son unos trapaceros que se han vuelto locos de remate. Los últimos meses han repartío no sé cuántos miles de pistolas, sin control y sin anotar nombres siquiera. Esa no es manera de hacer una revolución.
-He escondido las que el Antonio tenía aquí.
-¿Cuántas?
-Tres.
¿Ese majareta tenía tres pistolas aquí? Que las hubiera escondío en su casa.
-La Ana siempre está metiendo mano en sus cosas; no es como mamá, que nunca registra las nuestras.
-¡Tres pistolas! Suponía que tendría una, pero... ¡tres! ¿Dónde las has escondío?
-En la playa, enterrás en el cañizo de mi amigo el Chafarino.
-Muy bien, Mani. ¿No se te olvidará el lugar? ¿Podrás encontrarlas dentro de algún tiempo, si fuera necesario?
-Sí.
Como no podía soportar más la zozobra que le atenazaba el esófago, Mani se libró del abrazo de su hermano, se alzó y se puso el pantalón.
-¿Dónde vas?
-A mear.
Pero después de hacerlo en el retrete colectivo que hedía como el infierno, echó a andar calle abajo. Las prostitutas del Muro de San Julián parecían más arrogantes y felices que nunca; esperaban de la nueva situación política el respeto de su condición, estaban convencidas de que había comenzado una etapa nueva para ellas: la de su dignidad y el reconocimiento del bien social que hacían.
-Llevabas tiempo sin aparecer por aquí, guapetón -le saludó una de las que más veces se había cruzado, y en la que había reparado por su edad, pues no aparentaba más de veinte años-. Estás hecho un tiarrón: ¿no te apetece un polvo?
-¿Gratis?
-¡Degenerado, qué te habrás creído! Una tiene su categoría y su dignidad.
-Mu bien. Tienes una pechá de dignidad, pero yo no tengo ni un real.
-¿Ni uno, de verdad?
-Ni uno.
Le tocó el pene por encima de la tela del pantalón.
-Po tú te lo pierdes, resalao.
-¿Sabes si viene gente a la casa ésa?
-¿La que has pasado nosécuantas noches rondando? ¿Qué, vive ahí una que te hace tilín?
-¡Qué va! ¿Has visto venir a alguien?
-No. Pero a veces, de madrugá, se escuchan cosas raras.
-¿Qué cosas?
-No sé cómo explicártelo. Como unos pitíos mu raros.
-¿Sabes cómo podría entrar sin subirme ahí arriba, al balcón? Es que, mira.
Se alzó el faldón de la camisa para que viera el vendaje.
-¡Digo, serás majareta! Qué te ha pasao, ¿un hueso quebrao? ¿Cómo vas a subir por los balcones con una cosa así? Ven.
Lo tomó de la mano, tirando de él hacia el interior del prostíbulo. Le precedió por una escalera muy angosta, que parecía a punto de hundirse, hasta una azotea tan estrecha como un palomar, desde donde se veía a medias el patio del edificio contiguo. Todo a oscuras, sólo se distinguía un leve resplandor a través de una de las ventanas interiores, como si ardiese una vela o un cristal reflejase la luz de la mancebía.
-Tiene mucho peligro tratar de bajar por ahí, ¿no, niño? -comentó la mujer-. Y. además, entavía no suenan los pitíos, así que hoy no han venío.
Mientras hablaba, le había ido envolviendo entre sus brazos y Mani sintió, con sorpresa, que tenía una erección. También ella lo advirtió, pues apretó el vientre contra el suyo mientras le revolvía el pelo.
-Ven, niño con cabeza de oro, arrímate aquí.
Sin deshacer el abrazo, ella fue reculando hasta quedar apoyada contra la pared. Se alzó la falda y le guió para la penetración con mucha impaciencia y haciéndolo ella casi todo para evitar que él moviese el torso vendado. Cuando Mani había conseguido librarse de la pregunta de cómo iba a pagarle y estaba a punto de alcanzar el orgasmo, ella murmuró:
-Echa... échale guindas al pavo, así, así... que la tienes de hierro, chiquillo ...
La alusión de la famosísima copla de Imperio Argentina pudo causar el aflojamiento de la erección. Protestó:
-Ni menciones a la Imperio, con lo que está pasando la pobre, que me vas a quitar las ganas...
-¿Lo que está pasando? ¿Hablas del bulo ése de la lepra? Era tó mentira podrida, un chisme con mucha mala leche...
-¿De verdad? -preguntó Mani, entre incrédulo y jubiloso.
-¡Digo! Ella misma lo ha dicho esta mañana en una ruea de prensa, que es una cabroná sin fundamento. Me lo ha contao hace un rato un cliente periodista que tengo, uno mu rumboso.
La alegría redobló el deseo de Mani, que a pesar de la molestia de la venda consiguió alcanzar el clímax, momentáneamente libre del temor a que llegase la hora de ajustar cuentas. Notó con júbilo que sus contracciones se producían al unísono de las contracciones y jadeos de ella y como la mujer no tenía motivos para fingir, consideró que su placer era verdadero. Llegada la paz posterior, Mani no podía mirarla a los ojos, pero ella puso la mano bajo su mentón para alzarle la cabeza.
-Deja que te vea esos ojos de cielo, niño de la cabeza de oro, que eres más bonito que un ángel de una procesión.
-Me da vergüenza... no tengo ná que darte.
-Me has dao mucho, no te hagas mala sangre. Otro día vendrás y me pagarás, ¿verdad?
-Sí -murmuró Mani con las mejillas encendidas-. ¿Cómo te llamas?
-¿Quieres el nombre de guerra o el verdadero?
-Quiero poder encontrarte si vengo a preguntar por ti.
-Por aquí me llaman "la Tebana", porque soy de Teba, como el padre de Eugenia de Montijo, pero me llamo Paca. Tú, llámame como quieras.
-Te llamaré Paca, si me dejas, porque es un nombre que me gusta una pechá y que me sabe a borrachuelos con cabello de ángel, pero cuanto necesite encontrarte te buscaré por "la Tebana". ¿Sabes si ésos de ahí al lao vienen toas las noches?
-No, qué va. Es imposible darse cuenta cuando vienen, porque es como si entraran por el aire, pero los pitíos se escuchan sólo de vez de en cuando.
-¿Recuerdas si se trata de algún día fijo de la semana?
-Me parece que no, que son días a voleo.

Continuará
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