sábado, 25 de octubre de 2008

Gratis LA DESBANDÁ. Mientras termino Después de la desbandá.


Me están entrevistando varios medios sobre la reiterada estafa (durante cinco años) de la editora de mis últimas cuatro novelas.
Dentro de poco empezarán a publicarse. No les perdáis ojo.

De momento, y mientras sigo tratando de que la editora me pague, aquí tenéis otra entrega gratis de La desbandá. Comienza la cuarta parte.

Continúa LA DESBANDÁ.

IV. La diáspora
Guaqui el Templao parecía otra persona, lo que causaba la consternación de Mani mientras se le rajaba el alma viendo la fortaleza desmoronarse, ya que la amargura había impreso en los ademanes y en la expresión de su amigo lo que no consiguieran ni las más despiadadas palizas. Rehusaba volver a ser el centro de los corros adolescentes y parecía no querer darse cuenta cuando algún vecino trataba de provocar una de sus divertidas respuestas de antaño; al contrario, brotaba un quejido de su garganta en tales ocasiones, como si hubiera impuesto el luto a su voz.
Cuando se cruzaba con una vecina de edad similar a la de Inma, a menudo se echaba a llorar. Parecía imposible, pero era verdad; la muralla se había desmoronado y había perdido el dominio y, sobre todo, la tosca manera de entender el humor, tan refrescante y que tantas veces había logrado que Mani relajara sus enojos. Ahora, Guaqui era a ratos como una armadura intocable y a ratos, como una marioneta movida por otra voluntad, indiferente, anestesiado tras una máscara de hielo desde que viera aparecer a su hermana manchada y rota por las ofensas.
-Reaccionará, no te angusties -aconsejaba el Chafarino a Mani-. Los hombres como el Templao saben reponerse hasta de los peores dolores, porque aman desesperadamente la vida. Precisamente ese amor es el que agudiza su sufrimiento, pero el afán de vivir acaba siempre por imponerse. Superará el maltrago y encontrá agallas para mirar de frente el futuro. Agallas que todos vamos a necesitar, Mani de mi corazón, porque el futuro que nos llega es negro como el fondo de la mar.
Mani le había contado a Elena la violación, pero la dama apenas le escuchó; tenía la mente ocupada en resolver el problema de Angustias y Miguel y se negó a creer las evidencias que incriminaban a Serafín. A Paula, el padecimiento de Inma le había afectado como si se tratara de su hija. Antonio hizo sobre la violación un comentario tan desagradable, "sarna con gusto no pica", que Mani decidió no volver a hablarle en toda su vida. Paco trató de consolarle con la propuesta de asistir a una reunión de su célula comunista, invitación que halló anacrónica y que rechazó. Ricardo se persignó y pasó en oración varias horas de rodillas, sacando a Mani de sus casillas con sus invocaciones y golpes de pecho. Miguel y Angustias se hartaron de llorar agarrando a Mani cada uno de una mano. No le permitían en el hospital visitar a Inma, y a la madre, Carmela, se lo consentían muy pocas veces.
Por todo ello, iba cada dos o tres días a la playa de La Isla, a oír las consejas del Chafarino. Como si su propio desconsuelo fuese menor, creía tener la obligación de consolar y rescatar del trance al Templao, para lo que no se le ocurrían ideas. El ciego callaba mientras le oía llorar, pues sólo en su presencia permitía Mani que su llanto se convirtiera en lágrimas. Luego de tratar de convencerle de que el Templao iba a recuperarse muy pronto, el Chafarino le decía siempre lo mismo: Tenía la responsabilidad de parar el enfrentamiento, pues sólo así encontraría solución a todo lo demás y era él entre sus hermanos el único capaz de hacerlo, porque la edad le blindaba contra la ira del barbero
Una tarde, veintidós días después de la violación, de regreso de la playa se detuvo en el puente de los Alemanes. Algo estaba cambiando aunque no tenía claro en qué consistían los cambios; antes de octubre, previamente a lo Asturias, cuando Málaga estuvo a punto de proclamarse República Socialista Independiente, la ciudad bullía de esperanza y los pobres no parecían tan pobres porque sonreían a todas horas, anticipando la llegada inminente de su redención. Ahora, habían dejado de sonreír y miraban de soslayo a los numerosos cuartetos de muchachos con camisas azules que pululaban por todas partes, como si se jactasen de estar tomando posesión de su dominio, haciendo difícil calcular su número: podía tratarse de cien cuartetos o de diez que se movían y voceaban y agitaban lo suficiente para parecer mil. Desistió de hacer el cálculo sobre el que escuchaba a Paco especular, cuántos fascistas habría en Málaga, y apoyado en los hierros oblicuos con remaches del puente, contempló el cauce del río Guadalmedina y sonrió con nostalgia, recordando la escena que el Templao había protagonizado durante el asalto a la casa del bodeguero. Al Templao le había ocurrido siempre lo contrario que a él, pues trataba de ser niño todo lo que pudiera, dado que tenía la obligación de ser adulto para el sostén de sus hermanos. Llevaba dos años ejerciendo de padre, pero sólo tenía diecisiete, y era comprensible que aprovechara el tiempo libre para tratar de prolongar su infancia truncada.
El cauce era una maloliente herida ulcerada en el centro de Málaga, un estercolero donde se pudrían los desperdicios de los barrios cercanos, y que usaban de campo de fútbol, punto de encuentro y recreo juvenil, y de noche, como prostíbulo. Haría cinco o seis años, había encontrado mientras jugaba el cuerpo de un recién nacido en un montón de basura; tenía el cordón umbilical sin cortar y su color era casi marrón, pero le pareció que aún vivía porque movió una mano, y corrió en busca de Paula. Ella se echó el mantón por los hombros y corrió más que él, pero el diminuto cuerpo ya no estaba entre los desperdicios; Mani señaló un perro grande, que arrastraba algo con sus fauces río arriba, y Paula, asegurándole que era una rata lo que el animal devoraba, le aupó en brazos mientras le obligaba a mirar para otro lado.
A causa de la luz vertical que proyectaba el sol sobre el pedregal y los matorrales del cauce, descubrió que los días eran ya muy largos y pensó que la quema de júas estaba al caer. ¿Quién iba a tener ánimos para eso? Corrió río arriba, porque vio a lo lejos una figura que le pareció el Templao, pero no era él. Sentía tanta congoja mientras recuperaba el resuello, que decidió seguir el consejo del Chafarino.
Muy pocos en el barrio leían otra prensa que no fuese los pasquines gratuitos de los partidos políticos, y sólo en la barbería. Últimamente, tratando de ganarse voluntades, el barbero no ponía reparos a que los vecinos leyesen sus dos periódicos sin la obligación de afeitarse o cortarse el pelo. Mani encontró la mesa de dominó habitual de todas las tardes y a dos ancianos leyendo; la mirada acerada de Gustavo le hizo vacilar; era imposible abordar la cuestión con tanto público, por lo que decidió esperar; indicó con el mentón que quería leer el periódico y se sentó a aguardar que uno quedase libre.
Leer el periódico se había convertido en un penoso ejercicio de memoria. Los extraños apellidos le hacían sentir que todo lo que relataban las noticias ocurría en otro mundo y creía que las caretas hieráticas de las fotografías a base de puntos no podían tener la facultad de reír y llorar como sus vecinos. Cada dos por tres usaban la palabra "crisis", crisis parcial, crisis total, y después surgía un nombre nuevo que enredaba aún más la maraña, porque si extraños eran los nombres de Samper y Lerroux, ¿quién podía aprenderse Chapaprieta? Alba sí, Alba no, Lerrox se reúne, reorganización ministerial, y Gil Robles planeando por todas las páginas con ideas de movilización militar porque los italianos invaden Abisinia y a ver qué hacemos nosotros. Eran tan exóticos como los personajes que interpretaba Gary Cooper. Los escenarios políticos eran igual de suntuosos, con los dorados y el boato que también enmarcaban a los actores en las películas. Les encontraba más parecido a Cooper y Lerroux entre sí que a cualquiera de ellos con sus vecinos.
-A Largo Caballero lo condenan de todas, todas -dijo un jugardor de dominó.
-No creo que le den su merecido a ese rojo degenerado -aseguró Gustavo.
-Pues dicen que le van a pedir treinta años.
-¿Treinta años? Ja, ja. Si pasa treinta días en la cárcel, serían muchos.
-No hablan de condena a muerte, como hicieron con Galán y García Hernández, cuando lo que él hizo es una pechá más malo.
-Pues a los masones que destruyen España hay que darles garrote vil -casi gritó el barbero.
-¿Masones, Gustavo?
-¡Lo que le digo! Estos politicastros sin honra no son más que comparsas de la gran conjura mundial contra España.
-Cuando vengan los nuestros...
El párrafo fue interrumpido por los gritos de los que traían a Serafín. Lo cargaban entre cuatro desde un rincón del Molinillo próximo al río. Tenía la cara amoratada y su cabeza colgaba a un lado. Con estupor, Mani advirtió que llevaba el pelo teñido de rubio y usaba un bigote falso y aunque ahora veía con claridad quién era, sabía que se había cruzado muchas veces con él sin reconocerlo. Toda su ropa estaba hecha jirones, en especial la entrepierna, con un desgarrón por donde manaba un chorro de sangre.
Entre los borbollones rojos, Mani entrevió los guiñapos de piel y de carne. Echó a correr con la sangre golpeando en sus sienes, a punto de reventar.
Carmela no sabía dónde estaba el Templao. No lo había visto volver del trabajo, por lo que Mani oró con la esperanza de que le hubieran obligado a hacer horas extras y corrió hacia el puerto, cuyos recovecos conocía el Templao mejor que cualquiera. Nadie sabía nada de él. Inspeccionó de punta a punta los muelles, entró en los almacenes eludiendo a los carabineros y preguntó con impaciencia a los camareros del café de Pescadería. Ni rastro. Volvía a cada rato al barrio a ver si alguien lo había visto. Todos los corros hablaban de lo mismo. "Al Serafín lo han capao", "No, ha sío un huevo namás", "Qué va, lo han capao y lo tenía merecío", "Ahora, se le pondrá voz de flauta, aunque lo que se dice voz de hombre-hombre, nunca la tuvo", "¿Habrá sío el Templao?", "Y quién, si no", "Es que los tiene como el caballo de Espartero", "Po ya han venío nosecuántos fascistas con uniformes y tó, dispuestos a armar follón", "Se lo van a cargar", "No, lo que pasa es que van y vienen a traer noticias del hospital, porque dicen que a la Bernarda le ha dao un síncope y no se puede mover ni pa ir a esperar a que a su hijo le recosan los cojones", "Qué va, ésos la van a liar, que te lo digo yo".
Mani maldecía al Templao por hacerle tan difícil encontrarlo. Quería ayudarle a protegerse y, sobre todo, necesitaba que negase la autoría de la agresión, pero conforme pasaban las horas la esperanza se iba debilitando. Cuando ya oscurecía, se encontró ante la catedral, en la enorme escalinata de la fachada principal que parecía un escenario de película, ya que los empinados peldaños de piedra blanca ocupaban todo el inmenso espacio entre las dos torres. Aunque Paco afirmaba que no era una catedral muy estimada, le parecía incomparablemente más espectacular que las que reproducían los libros, con su altura vertiginosa y la suntuosidad de ágata, mármol y piedra rosa de la fachada. Se acurrucó bajo la declinante luz dorada del interior y miró hacia uno de los ventanales de cristal emplomado que transparentaba el sol del ocaso; rodeado de ángeles jubilosos, Jesucristo parecía tan glorioso, tan resplandeciente y real, que le habló como quien habla a un amigo: "Señor, no soy como querría mi Ricardo y me da vergüenza pedirte ayuda, pero, por favor, que no pase namás y que no haya sío el Guaqui. Él se metió en esta guerra sin comerlo ni beberlo, sólo porque es mi amigo; no dejes que le pase ná, que bastente tenemos con lo de la Inma".
Tuvo una inspiración inesperada, de lo que dedujo que tal vez Jesucristo le había escuchado. Si era de verdad el agresor del Serafín, el Templao podía ser el más anonadado de todos, porque mostraba insuperable repugnancia a usar su poderío físico para causar daño personal a nadie, y seguramente estaría escondido muy cerca del lugar del suceso, paralizado por la impresión. Si no lo había visto nadie del barrio ni tampoco estaba escondido en su casa, porque Carmela no se lo habría ocultado a él, lo más lógico era que estuviera en el río.
Corrió hacia el Guadalmedina y, en efecto, lo encontró acuclillado bajo el puente, a poco más de cien metros de donde había agredido a Serafín cinco horas antes. Apoyaba la espalda contra el paredón con los ojos como si hubiera perdido la vista y los brazos acodados en los muslos. Cerraba fuertemente la mano derecha bañada en sangre. Mani se agachó a su lado y le echó el brazo por los hombros.
-Ya se la he cobrao -murmuró el Templao entre dientes.
-Ven.
-Déjame y vete; no pueden verte conmigo. Nunca volverá a hacerle otra canallá a una niña. Le he cortao un huevo.
Abrió lentamente el puño para mostrar la bolita sanguinolenta. En seguida volvió a cerrarlo como si temiera perderla.
-Tienes que desaparecer, Guaqui.
La expresión de eclipse no cambió.
-Hay que echar a correr, Guaqui. Te van a linchar.
-Que me linchen. A mí ná me importa ya ná.
Mani se puso de pie y frente a él, tomó su cabeza entre ambas manos.
-Hay doce personas que dependen de ti y sí te importan. Vamos.
El Templao esbozó una sonrisa amarga.
-Déjame, Mani, que no te vean conmigo; ésta ya no es tu guerra.
-Entraste en esta guerra por mí, Guaqui, y si te matan, que nos maten juntos. Ven conmigo, por el amor de Dios y... por el de la Inma.
Haló de sus brazos y ahora el Templao no opuso resistencia. Ya de pie, Mani logró que abriera la mano para librarse del objeto; le restregó arena para limpiar la sangre y, a continuación, lo empujó de prisa río abajo, hacia la playa.
El Chafarino prometió no permitirle salir ni a la puerta y aseguró que si notaba la aproximación de alguien, sabría esconderlo de manera que no pudieran encontrarlo. Sin disimular su esfuerzo de hacerles pensar en otras cosas a los dos, preparó una sartén grande de coquinas salteadas con ajo y perejil mientras decía:
-La barbarie de los hombres es un reflejo pálido de la barbarie de los cielos. Hagan lo que hagan los humanos, hasta lo más monstruoso, es insignificante comparado con lo que hacen los dioses. Hubo un tiempo en que conducían a toda la Humanidad al holocausto; hacían arder el firmamento; inundaron muchas veces toda la Tierra para exterminar a los hombres. Y estas playas han sido testigos innumerables veces de su furor. Ya veis lo tranquilita que la mar es aquí y sin embargo, yo he visto olas tremendas que desmoronaban los acantilados y los espigones como si fueran de harina. Porque en esta bahía hay algo que les enfurece. Esta ciudad sobrevive a duras penas bajo las iras divinas y el desprecio rencoroso de las capitales que la rodean y es que, de acuerdo con la lógica, Málaga no debería existir; es una rareza a medio camino entre el edén y el infierno que perturba tanto a los dioses como a los humanos. Hubo un político malagueño el siglo pasado, llamado Cánovas del Castillo, que cuando le transmitía el poder a su rival, Sagasta, cosa que ocurrió muchas veces, le decía "te entrego el poder de España, menos el de mi provincia, porque a ésa no hay quien la gobierne". Los reyes han pasado por aquí muy pocas veces y de puntillas, sin escucharnos porque les damos miedo. Y lo incomprensible es que los dioses ayudan a los reyes desatentos y a los vecinos envidiosos. Esta ciudad ha sido destruída montones de veces por los piratas y muchos de vosotros descendéis de piratas, vikingos inclusive, pero tales destrucciones no fueron nada comparadas con las plagas terribles y las calamidades que se han cebado con nosotros. No hace dos siglos, en 1756, la peste estuvo a punto de acabar con la población, y también en 1805 la peste nos arrasó, y en 1810 Napoleón incendió completamente la ciudad y pasó a cuchillo a casi todos sus habitantes y hace menos de cuarenta años que la filoxera devoró nuestra principal riqueza, las viñas, y hace veintiocho años, en 1907, hubo una riada loca que arrasó toda Málaga. Poco después, sufrimos más que nadie con lo de Marruecos. Y en 1931, perdimos nuestro patrimonio artístico y nos volvimos pobres de solemnidad. Ya toca de nuevo. Si no es una ola será un terremoto, pero algo viene a aniquilarnos.
Mani sintió que se le iban a indigestar las coquinas. Necesitaba saber cómo iban las cosas en el barrio, pues tenía el convencimiento de que algo iba a pasar, así que se despidió de súbito para no continuar escuchando.

Oyó el clamor en cuanto dobló la esquina de la calle Huerto de Monjas. Atravesó el coro de lamentaciones y comentarios corriendo hacia la embocadura de Rosal Blanco, donde los baldes rebosantes de agua pasaban de mano en mano por la hilera de hombres y mujeres hasta el Corralón de la Torre, de cuya última ventana, la única de la vivienda del Templao, brotaban grandes llamaradas que esquivaban, burlonas, el agua que vaciaban sobre ellas. Iluminada lateralmente por el incendio, la silueta del muro del convento danzaba al ritmo oscilante del resplandor del fuego.
Carmela, la madre, desvanecida y temblorosa en el escalón de un portal, era auxiliada por Concha la Chata, la Colorá y otras vecinas, mientras nueve de los diez hijos que habían sido sorprendidos en la vivienda, lloraban entre alaridos a pocos metros, formando una piña como si fueran todos un solo organismo aterrorizado.
Mani observó que Pipe, el menor, no estaba con ellos.
-Tus hermanos Antonio y Ricardo lo han llevao pal hospital -le informó Paula al tiempo que escrutaba sus ojos, mientras le pasaba el brazo por los hombros, como si quisiera contenerle más que consolarle.
-¿Muerto? -preguntó Mani con un gemido.
-Será un milagro si se salva -informó Paula-. Iba el pobrecillo hecho una pura llaga. Cuando tiraron las antorchas dentro del cuarto, la criatura debió de golpearse y no salió huyendo como sus hermanos. Ha sido la Viky la que ha tenido el valor de volver por él. Mírala, tiene medio brazo en carne viva.
-¿Cuando tiraron las antorchas, quiénes? -preguntó Mani intentando no creer lo obvio.
-¿Quiénes van a ser? -respondió Paula -. ¿Sabes si el Paco está hoy en Málaga?
-Me parece que volvía esta mañana de Villanueva de la Concepción.
-Pues corre al partido y dile que venga pacá enseguía.
El escribiente de la entrada trató de hacerle parar con un grito:
-¡Eh tú, camarada, que voy a llamar a un guardia!
Mani aceleró escaleras arriba, empujó la puerta de la sala de juntas e irrumpió en el centro de la reunión, en medio de un círculo de miradas reprobadoras, la más severa de las cuales era la de su hermano.
-Paco, que dice mamá que eches a correr pa la casa.
-Mani, ¿te has vuelto tarumba? Sal y espérame abajo.
-¿Cuánto rato?
-El que haga falta.
-Mamá quiere que vayas ahora mismito. Los fascistas del Serafín han quemao la casa del Templao y el chiquitillo, el Pipe, se está muriendo por las quemaúras...
Paco apretó los labios, mientras movía levemente la cabeza. El que presidía la reunión, Cayetano Bolívar, cuyo rostro había visto Mani muchas veces en el periódico, dijo mientras se ponía de pie:
-Mañana seguiremos con los planes; pensar en propuestas nuevas, porque las que habéis expuesto esta noche son todas impracticables. Paco, ¿quieres que algún camarada vaya contigo? -viendo que el interpelado asentía, señaló a dos jóvenes y añadió: -Id con Paco pa lo que haga falta.
Llegaron a la calle Rosal Blanco diez minutos más tarde. El incendio había sido sofocado ya y sólo brotaba una débil humareda negra de la ventana del corralón de la Torre. Paula aguardaba en la esquina.
-Paco, tienes que sacar a Carmela y sus hijos sin que nadie se entere de dónde los llevas. Esos salvajes quieren acabar con toa la familia si no encuentran al Guaqui. Hace un rato, han venido ocho con los pistolones y con papeles en las manos, diciendo que tienen orden de detención; por suerte, los vi llegar a tiempo y he podido esconderlos en la casa.
-¿En nuestra casa? -preguntó Paco con voz áspera- ¿Estás majara?
Paula frunció los labios y le miró como si pudiera traspasarlo con los ojos. No le reprochó la irreverencia, limitándose a decir:
-Organiza ahora mismo el traslado. Ten, cincuenta duros que tenía guardaos.
Con un brillo de estupor en los ojos en el momento de coger el dinero, Paco agitó la cabeza para convencerse de que tenía algo más urgente que hacer que averiguar por qué su madre poseía tal tesoro, y mandó a Mani y sus dos camaradas en busca de tres taxis.
-Esperarnos en la esquina del Molinillo -ordenó.
Subió las escaleras tras su madre, cuyo cuello permanecía rígido para hacerle notar que la había ofendido. Carmela gemía en una silla baja de aneas, entre los brazos apretados e inmóviles de los nueve niños. Su expresión era una máscara de alucinación; Paula temió que pudiera perder el juicio, como Inma, y mientras Paco desliaba uno de los envoltorios que Antonio guardaba en el baúl, llenó hasta la mitad un vaso de vino cómpeta, añadiendo una cucharada de azúcar y un poco de leche:
-Carmela, tómate esto, que necesitas fuerzas pa salvar a tus niños. Anda, bebe.
La madre del Templao sorbió docilmente el contenido del vaso y Paula le sonrió con dulzura, confiada en que el vino le produjera consuelo. Paco empuñaba ahora una pistola anticuada.
-Yo no me he enterao de que tienes eso en la mano -dijo Paula desviando la mirada-. Ni quiero saber que lo llevas ni que el Antonio lo escondía aquí. No quiero saber lo que piensas hacer ni dónde vas a llevarte a esta pobre gente, pero escúchame bien: que no haya más desgracias esta noche. Mañana, que sea lo que Dios quiera, pero hoy ya ha corrido sangre de sobra.
-Mamá, si la Angustias y el Migue...
-¡Cállate! -atajó Paula, con los ojos como faros, para recordar a su hijo la presencia de la familia del Templao y la ingenuidad imprudente de los niños-. No sé dónde está el Migue y no tengo ni puñetera idea de qué habrá sido de la Angustias. Mañana, con la luz del día, quizá consigamos ver qué podemos hacer para no tener que contemplar más sangre ni en esta familia, ni en esta calle ni en este barrio. Ahora, estate atento, que voy a echar una mirá a ver si hay moros en la costa por Curadero. En cuanto te diga que no con la mano, echa a correr con tós estos.
La caravana de tres taxis llegó a la sede del partido, donde el responsable del local alegó que no podía tomar la decisión de asilarles "si el camarada don Cayetano no me autoriza. Y aquí no hay ni una manta pa acostarse uno; imaginaros dónde podrían dormir tantos". Paco mandó enfilar hacia San Felipe, ignorando la protesta de Mani, pero no consiguieron que abrieran la puerta de la casa parroquial a pesar de los golpes, los gritos, las súplicas y, por último, los insultos y blasfemias. Paco volvió a encabezar la caravana con expresión vacilante y, cuando sonaba la medianoche, mandó detener los dos taxis que seguían al suyo en un tramo a oscuras de la calle Cuarteles. El breve intercambio de consultas entre él y sus camaradas no produjo resultado, por lo que Mani, con la garganta enronquecida por la impaciencia, volvió a decir:
-La única solución es la casa del Chafarino.

La convocatoria de Paula obligó a reunirse los cuatro hermanos por primera vez en varios meses. Faltaba poco para mediodía y el conciliábulo familiar llevaba debatiendo casi dos horas.
-Si la Angustias y el Migue -dijo Paco como si reanudara su frase de la noche anterior-, se dejaran de niñerías y le pidieran perdón al Granaíno, tó esto tendría compostura. Mientras no resolvamos lo que empezó el terremoto...
-El terremoto no lo empezaron ni esa muchacha ni, mucho menos, el pobrecillo de tu hermano -interrumpió Paula-. Fue ese malahora del Serafín, que trató de matar al niño; no te olvides.
-Sí, mamá, de acuerdo. Pero si la Angustias y el Migue quisieran...
-¡Pero qué van a querer...! -casi gritó Paula, impaciente-. El Migue está casi paralítico y esa niña, con vómitos a toas horas. ¿Cómo quieres que vengan a dar la cara frente al barbero, si los fascistas chulean ya por el barrio como si fuera suyo? No les darían tiempo a tu hermano ni a ella de explicarse siquiera. A la Angustias, la molerían a palos y la facturarían pa la Cartuja de Graná en dos minutos y a tu hermano, lo siquitrillarían y luego él se consumiría de amor, que parece que no te das cuenta de la fiebre que tiene con esa chiquilla y con lo que viene en camino... Pero, es que de todas maneras yo no voy a consentir que venga al barrio, que sería como plantarse frente a un paredón.
-Podemos poner una bomba en la barbería y acabar con la familia en pleno -propuso Antonio-. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Luego de darle una sonora palmada en la cabeza, Paula ironizó:
-¿Y que la Angustias trague con que la familia de su hombre haya asesinado a los suyos? Has perdido el sentío, Antonio.
-El párroco opina... -comenzó a decir Ricardo.
-Mira, Ricardo -interrumpió Paula-; ese párroco no me merece ningún respeto y no me interesan sus opiniones. ¿Cuántas veces te ha dado largas ya con lo de los Salesianos? Una pila, ¿no? Y, además, como de ese apóstata putañero no me fío ni un pelo, lo que tienes es que convencerle enseguía de que lo que le dijiste esta madrugá estaba equivocao y que, en realidad, el Migue y la Angustias están en Barcelona... No vaya a irles con el chisme a sus queridísimos fascistas. Porque tanto los unos como los otros no son más que inquisidores, dispuestos a arrasar a tó el que no comulgue con sus ruedas de molino...
-¡Mamá! -protestó Ricardo.
Paula ignoró la protesta. Recorrió con la mirada los rostros de los cuatro y al llegar a Mani, sonrió.
-Mani, hijo, ¿estás seguro de que ese pobre ciego aguantará, con la algarabía que le ha caído encima?
-Sí, mamá, de verdad. Anoche, se puso la mar de contento de tener tantos niños en el cañizo, ¿verdad, Paco?
Paula calló unos minutos con los labios apretados. Después de una pausa en silencio, extrajo del bolsillo cuatro billetes de cinco duros y uno de veinte y dijo:
-Antonio, vete con la Ana al hospital, a ver si lo que me dijeron esta madrugá de que el Pipe mejora es verdad, y sigue la mejoría; si está despierto, tendrá dolores mu malos, así que la Ana se quede con él y tú vas y compras comida pa ella, que estará tó el día allí, y algún caramelo pal niño. Ricardo, compra dos cirios grandes en la calle de los Mártires, corre a la parroquia y dile a don Agapito que son por una promesa mía; a continuación, le das conversación y quítale de la cabeza que sabes dónde están tu hermano y la Angustias. Paco, toma veinticinco duros; coge un taxi y vete con el niño a comprar los jergones que puedas y los lleváis a la casa del Chafarino, que sólo le sobra un colchón, ¿no? Mani, guárdate estos cinco duros; cuando lleguéis a la playa, te quedas allí pa ayudar a ese señor y mira si tienes que ir al mercado de Huelin a comprar comida. Al oscurecer, quiero que los cuatro estéis de vuelta, que tenemos que hablar otra vez, porque esto hay que pararlo. ¿Está claro?
Los cuatro la miraban estupefactos por el reparto asombroso de riqueza. Como Paula no tenía ninguna intención de responder preguntas, les apremió:
-Andando, echar a correr.

-¿Está seguro? -preguntó Paco.
En vez de asentir el Chafarino, lo hizo Carmela con un gemido:
-Que sí, Paco. Que lo dijo mi Guaqui esta madrugá: que no había más salía que irse a la Legión, porque allí estará a salvo y esos canallas, cuando sepan dónde está, ya no vendrían a hacernos más daño a mis niños ni a mí pa obligarnos a hablar... Pero, sin la ayuda del Guaqui, ¿qué voy a hacer yo?
Paco reflexionó unos segundos.
-Si echo a correr, a lo mejor llego a tiempo de evitar que se aliste.
-Ése estará ya más que apuntao -arguyó Mani-, con el pelo trasquilao y el uniforme de faena puesto.
-Sí, es posible, pero los del partido a lo mejor consiguen que lo echen patrás. Voy ahora mismo. ¿Necesita usted algo?
La pregunta iba dirigida al Chafarino, que negó con la cabeza mientras decía:
-Hay pescado para alimentar a un regimiento, y como los niños se lo están pasando tan bien ayudándome con las redes, seguramente todo va a ir como la seda.
-Mani, no te muevas de aquí mientras yo no vuelva -pidió Paco al marcharse.
Mani se sintió toda la tarde incapaz de determinar si el acto del Templao añadía o no más pena a la que ya le ahogaba, apretándose un dolor sobre otro como las hojas de un alcaucil. Habían ido produciéndose cambios sutiles en su relación con Guaqui, porque estaba difuminándose el deslumbramiento infantil de un año atrás y empezaba a sentirse en muchas ocasiones responsable de contenerle. Siempre iban a separarles casi cinco años, pero el paso del tiempo estaba dotando al más joven de armas que el mayor parecía incapaz de llegar a poseer, de modo que el uso del sentido común iba igualándoles en conocimiento y madurez. Pero Mani reconocía que siempre iba a necesitar el coraje y la fuerza del Templao y esa verdad no podría cambiarla el tiempo, mucho menos cuando algo había muerto en su corazón la madrugada que vio aparecer a Inma en aquel estado. Temió que sin el apoyo de Guaqui, sin la fuerza que de él recibía por ósmosis, iba a detenerse su propia maduración y volvería a ser un niño abrumado por fantasmas que no sabría espantar; hasta volvería a desvelarse por la silueta del convento. Si no podía recuperar a la Inma del sueño truncado, necesitaba que el Templao permaneciera cerca. Oró con fervor, en silencio, para que Paco regresara con él.
Paco volvió al atardecer con gesto sombrío; negó con la cabeza ante la pregunta colectiva pero no dio explicaciones; se limitó a ordenar a su hermano:
-Mani, vámonos, que mamá nos espera.
Paula había preparado una fuente grande de boquerones y chanquetes fritos, berenjenas rebozadas y un perol de gazpacho. Antonio, Ana y Ricardo les esperaban junto a la mesa con los brazos cruzados, sin empezar a cenar.
-¿Está todo en orden por la playa? -preguntó Paula.
-Sí -respondió Paco-, salvo que ese estúpido del Guaqui no ha tenido otra ocurrencia que meterse en la Legión.
-¡Hombre, mu requetebién! -exclamó Paula-. Eso nos quita la mitad del disgusto.
-Pero le complica las cosas a la Carmela -comentó Ana.
-Sí... -concedió Paula-, es posible... ya veremos. De momento, lo que hace falta es que esos burros se enteren enseguía de que el Guaqui está fuera de su alcance, pa que se queden tranquilos por unos días. Pero tenemos que encontrar una solución definitiva a esta guerra interminable entre el barbero y nosotros.
-Mamá... -Paco contemplaba un manojillo de boquerones dorados como por un orfebre, sin morderlo para no estropear su armonía de alhaja-, ¿quién te ha dado tanto dinero?
Paula apretó los labios. No era de ese asunto de lo que ella deseaba hablar.
-Tengo mucha costura, Paco. Ahora, lo urgente es que decidamos lo que vamos a hacer.
-¿Mucha costura? -Paco no disimulaba su expresión de incredulidad.
-¡Sí! -exclamó Paula con energía, dando por zanjada la cuestión-. Mira, Paco, tú eres el más controlado de los cinco, así que debes ir a hablar con el Granaíno.
-¿A decirle qué?
-La verdad. Que el Migue está casi paralítico, que la Angustias está embarazá y que... van a casarse.
-¿Qué? -la exclamación fue general.
-Lo van a hacer de todas, todas... Esa señora de La Caleta cree que es lo mejor y ya ha conseguido que el obispo lo autorice -dijo Paula contemplándose las manos, sin mirarles a los ojos para no entrar en explicaciones-, pero hay que hacer las cosas como Dios manda. O sea, con las dos familias presentes, con anillos y arras, con un padrino por cá novio, con un vestido como el que no llegué a terminar pa ti, Ana, con convite y con retrato y... con tós en armonía. Así que, Paco, habla con Gustavo y convéncelo.

"Te echo una pechá de menos -decía la carta del Templao que Mani leía en alta voz al Chafarino-. Aquí, tienes que volverte hombre de la noche a la mañana y me parece mentira que hace namás que unos meses, anduviéramos por las calles de Málaga jugando como si la vida fuera de color de rosa. Me cago en...: perdona, el borrón es porque se me ha escapado una lágrima, la muy cabrona.
"Mi madre me dice que la Inma está mejor, pero no me lo creo. Cuéntame tú cómo va de verdad. Aunque sigan con el Chafarino, que vaya carga que le ha caído al pobre hombre, no creo que mi madre tenga bastante con lo que le mando; dicen que todo sube tos los días y que por el camino que va, un bollo costará una peseta antes de que nos demos cuenta. Dile a tu madre que muchas gracias por lo que le da, pero que no tiene por qué quitarse el pan de la boca para ayudar a los míos.
"Aquí, todos los días son siempre lo mismo. Nos levantan cuando todavía es de noche y nos dan un julepe de aquí te espero. Los sargentos son unos huesos...: todos nos llevamos tortazos hora sí y hora también. Bueno, a mí sólo me han dado uno, porque yo me quedo tranquilo y hago como que no me soliviantan las cosas que nos hacen y, además, se ríen mucho con mis ocurrencias y me da en la nariz que les he caido en gracia. Pero de las guardias no se libra ni Dios.
"Hay muchos paisanos nuestros en el cuartel; a varios los conocía de vista. Casi todos se han enviciado con las cosas de los moros y están hechos unos merdellones perdidos. Se fuman unas yerbas que los ponen ciegos y se esconden y se lían a fumar y van echando el humo en una botella medio llena de vino. Luego se la beben y no veas cómo se ponen, como caballos desbocaos. Hacen cá una... Si los sargentos pillan a alguno, de un mes de prevención no hay quien lo libre, pero ellos, a lo suyo. Gracias a Dios, yo no necesito esas cosas y que.... po que me dan un asco... Cuando nos quedamos libres de tarde en tarde, me echo entre pecho y espalda unos cuantos lingotazos de vino del nuestro y duermo más suave que un guante.
"Aquí todos tenemos tatuajes. ¿A que no adivinas el que me he echo yo? Pa que enteres, porque eres un mocoso acomplejado, llevo tu nombre grabado en el pecho. El dibujo tiene forma de corazón, pero en vez de ser una línea, son palabras: Inma, Málaga la Bella, los nombres de todos mis hermanos y el tuyo, como es natural. En el centro, con letras más grandes, dice "Madre". Te va a gustar una pechá cuando me lo veas.
-Es un muchacho extraordinario -dijo el Chafarino.
-¡Digo! -exclamó Mani.
Iluminados de costado por el sol del atardecer, embellecidos por el ocaso como si estuviesen libres de males, los hermanos del Templao jugaban en el rebalaje mientras Carmela preparaba la cena en el interior del chamizo. A Pipe, el menor, muy mejorado de las quemaduras pero todavía con los brazos y el muslo izquierdo cubiertos de apósitos manchados de amarillo por la pomada, lo sujetaba su hermana Viky para que no se metiera en el agua. Mani había dejado de contar las semanas de ausencia del Templao y el pasar las tardes junto al Chafarino, leyéndole sus propios libros, periódicos o las cartas del Templao o, sencillamente, contándole las novedades del barrio, se había convertido en una rutina sin la que no sabía sobrevivir.
-¿No hay manera?
Mani entendió la pregunta aunque ninguno de los dos había mencionado el asunto.
-¡Qué va! El Granaíno se ha cerrao en banda, y dice que sólo iría a la iglesia pa clavarle un puñal en el pecho a su hija, por la blasfemia de casarse por lo católico con un rojo.
-Ese hombre es una piedra.
-Y ni siquiera le ha ablandao lo de mi Ricardo.
-¿Por fin lo ha hecho?
-Se ha salío con la suya. Ya está en el convento. Pero dice unas cosas que a mi madre le hacen poquísima gracia.
-¿Como qué?
-Que no le gusta venir al barrio, pa no contaminarse de pecado... y cosas así. A mí me parece que no está bien que diga esas cosas uno que va a casarse con Dios.
-Sí, la verdad es que hablar así es muy poco caritativo.
-Dice que nos hemos vuelto locos. A mi Paco, que sólo piensa en futuros que Dios maldeciría. A mi Antonio, que está obsesionao con la revolución satánica. Al Migue, que está dominao por la lujuria y a mí, que soy el diablo en persona y que a la chita callando, soy peor que los otros tres juntos. Mi madre le regaña y le dice que cada uno a su avío, pero el Ricardo le echa en cara que él tuvo que meterse en el convento pa que Dios salve al resto de su familia, porque vivimos revolcándonos en la mugre de ese barrio lleno de putas, borrachos, merdellones, ladrones y putañeros.
-¡Vaya lenguaje para un fraile! -ironizó el Chafarino-. Decir esas cosas a tu madre es mucho más insolente que los exabruptos de Antonio. Ricardo endulza los agravios con invocaciones de los evangelios que no atenúan su intención de zaherir. Siendo como es tu madre, no sé cómo se lo consiente.
-Ella trata de no tomar partido. Lo mismo que a él no le reclama ná, tampoco se lo reclama al Antonio... salvo cuando se mete en líos. Yo la veo persignarse tos los días y de madrugá, la escucho rezar de rodillas arrimá a su cama, pero al Ricardo no le ha dicho ni una palabra pa que vaya al convento... ni pa que no vaya. Yo creo que esa historia del convento le gusta menos que tó lo demás, pero me parece...
-¿Que no quiere que supongáis que os fuerza?
-Eso mismo. Pero a mí me revuelve las tripas verla bajar la cabeza cuando el Ricardo se pone delante como si fuera un cura en un púlpito; mi madre agacha los ojos y aprieta los labios aguantando las ganas de llorar, y a mí lo que me dan ganas es de liarme a darle al Ricardo patás en los cojones.
-Tu hermano está sometiéndola a una tiranía en el nombre de Dios y, perdona que te lo diga, no es por maldad, sino porque es lo suficiente necio para no darse cuenta de que la hace sufrir. Pero no te preocupes, Mani; ella es más fuerte que vosotros cinco.
-No se crea usted... Ahora, con los preparativos de la boda del Migue, aunque se esconde me parece que se da unas pechás de llorar..., porque las cosas no salen como a ella le gustaría.

-Mani, despierta, que la madre del Guaqui te ha mandao un recado -le dijo Paula al tiempo que lo zarandeaba-. Te espera en la esquina del Molinillo.
Era el único ocupante del dormitorio, ya que Paco se encontraba organizando mítines en la provincia de Cádiz. Dedicó a su madre un mohín huraño, porque acababa de despertarle de un sueño en el que Imperio Argentina enseñaba a Inma a tocar las castañuelas, ambas adornadas con grandes biznagas y zarcillos de coral. Ese mundo idílico, donde suponía que el olor de los jazmines de las biznagas debía de ser delicioso aunque no recordaba haberlo sentido, acudía todas las noches a rescatarle de las tensiones. Se giró boca abajo a fin de ocultar la erección. Paula volvió a zarandearlo.
-Venga, Mani, date bulla y dale esto a Carmela.
Eran las siete y media de la mañana. El otoño empezaba, según la racha de aire frío que rozó a Mani mientras corría por la calle Curadero hacia el Molinillo. La madre del Templao le esperaba encogida en un portal para que no la reconocieran.
-Van a soltarla esta mañana -dijo Carmen como respuesta a su expresión de interrogación, mientras se metía en el pecho los dos billetes enrollados que le entregó de parte de Paula -. Me hace falta que me acompañes por si...
Tuvieron que esperar dos horas, Carmen firmó varios papeles que le presentaron las monjas. Por fin, apareció Inma. Había aumentado su altura, pero por su expresión parecía mucho más niña que seis meses antes, con la boca, que había sido tan seductora, entrebiarta y un hilillo de baba descolgándose del labio inferior. No miró a su madre ni a Mani, ni dijo una palabra en respuesta a los saludos y besos, y permaneció ausente, como si ella no fuese la protagonista de la escena, mientras la monja explicaba a Carmen los horarios en que debía hacerle tomar las pastillas. Cuando entraron en el taxi y Mani fue a sentarse junto a ella, Inma se encogió y dio un grito.
-Ve en el asiento de delante, Mani, por favor -rogó Carmen.
Durante el viaje, Mani tuvo que engullir la rabia. No se atrevía a mirarla ni de reojo. Llegados a la playa, Inma aceptó los abrazos de sus hermanos como si ella no fuese la persona abrazada. Sorda y muda, y hasta ciega, permanecía como si contemplase algo que se encontraba muy lejos, como si nada de lo que le rodeaba fuese real, a excepción de cuando se le acercaba alguien que ya parecía un hombre, como Mani, o un hombre verdadero, pues cuando el Chafarino, incitado por Carmen, trató de darle un beso, reculó y cayó de rodillas sobre la arena sin parar de gritar.
Mani echó a correr. Conocía ya la distancia aproximada entre el chamizo del Chafarino y su casa, siete kilómetros, y los había recorrido a pie en muchas ocasiones, pero nunca como ahora, en una carrera desbocada, porque ansiaba que los brazos de Paula le protegieran como antaño de la fealdad del mundo. Empujó violentamente la puerta y tuvo que contener la exclamación, porque Elena Viana-Cárdenas se encontraba en la habitación. Las dos lo miraron con expresión que a Mani le pareció la de alguien que es cogido en falta. La frase de Paula, interrumpida por su llegada, se le grabó en la mente:
-Porque si a la Angustias le pasara lo mismo que le pasó a mi madre, yo no...
-Oh, Mani -dijo Elena-, ¡qué bien que has llegado! Acompáñame al coche; se me ha hecho un poco tarde y me esperan para almorzar.
-¿Hay novedades en la playa? -preguntó Paula.
-Han soltao a la Inma.
-¿Tú ves? -dijo Elena, como si le reprochase algo-. Al fin y al cabo, sólo ha sido un disgusto pasajero...
Mani sintió ganas de golpear el rostro de la hermosa anciana.
-¿Pasajero? -gritó-. ¡La inma se ha vuelto loca del tó!
-Baja la voz, Mani -reprendió Paula-, y acompaña a doña Elena hasta el coche. Ya hablaremos tú y yo.
Mani inició la marcha precediendo a la elegante dama escaleras abajo entre la curiosidad de los vecinos, mientras se preguntaba cuántas veces habría visitado el corralón y cuánto tiempo haría que conspiraba con Paula, dado que ésta se negaba a entrar en la casa de La Caleta. Aún dándole la espalda, podía notar la tensión alarmada que la dominaba, de lo que dedujo que debía de tratarse de una de las primeras visitas, o acaso la primera, porque aún no parecía convencida de que no tenía nada que temer. ¿O sí? Todo el mundo, empezando por su propia familia, cambiaba de día en día y ya nadie actuaba como se esperaba que lo hiciera un año atrás; y por otro lado, podía haber entre los vecinos parientes de los obreros que se decía que Elena había represaliado. Ya en el patio, observó ironía en la mirada de Concha la Chata, pero en los demás ojos había una mezcla de sarcasmo y antipatía y cuando un vecino se echó a un lado para cederles el paso, notó que Elena le agarraba del brazo como si necesitase un punto de apoyo por estar a punto de dar un traspiés a causa del miedo.
-Necesito que vengas a casa mañana temprano, sobre las ocho y media.
-No sé si podré, doña Elena. Ahora, con esa familia en la playa... Y que mi madre ha mandao que vaya a la escuela.
-Tu madre te lo dirá cuando vuelvas. No dejes de venir. Es necesario.
Tras despedirla junto al coche con indisimulada frialdad, volvió calle Curadero abajo. Vio de lejos a un grupo de cuatro fascistas sentados, despatarrados, a la puerta de la barbería, ostentando sus uniformes sin reparo. Ocupaba tantas discusiones familiares el caso de Ricardo y lo sucedido a la familia del Templao, que habían dejado un poco de lado el riesgo cierto que corría Miguel. Alentados por las noticias de los periódicos sobre Abisinia, las vehementes llamadas al patriotismo para solventar la crisis, las alertas contra "el espíritu revolucionario que se adueña de España" y las invocaciones a "un Ulises del Ejército que venga a salvarnos", los correligionarios de Serafín se envalentonaban y estaban volviéndose insolentes. Ya no temían pasear jactanciosamente por un barrio considarado rojo; piropeaban con frases soeces a las muchachas y exhibían los revólveres cuando un hombre pasaba junto a ellos, aunque se tratase de un viejo. Siendo el único a quien no importaba ni el azul ni el rojo, Miguel era entre los cinco hermanos el que mayor riesgo de morir corría.
-Mani, le he prometido a doña Elena que irás a su casa mañana -dijo Paula.
-Ya lo sé. ¿De qué hablabais?
-¿De qué ibamos a hablar? De la boda de tu hermano.
-¿Qué le pasó a tu madre, mamá? Eso que no quieres que le pase a la Angustias.
-No sé a lo que te refieres, Mani.
Halló inútil insistir, porque vio en los ojos de Paula la determinación de no responder.

"Me aburro una pechá. Siempre lo mismo. En la Legión hay que hacer instrucción todos los días y ahora, no sé qué bicho les habría picado a los mandos, que nos ponen a hacer maniobras cada dos por tres, como si tuviéramos que ir a la guerra de un momento a otro. Estoy hecho polvo. Para colmo, sólo libro una tarde por semana y a mí no me hacen tilín las moras, porque huelen fatal, pero es mejor que nada. Sin eso y sin un vasillo de vino de vez en cuando, a ver quién podría vivir. Ya ves en la trampa que me he metido por culpa de ese merdellón hijo de puta. Tres años voy a tirarme en esta pesadilla y no me imagino cómo podré aguantar. No me hablas de Inma porque está mal, ¿verdad?, y mi madre tampoco me dice ni pío. En vez de un huevo, tendría que haberle cortado el pescuezo, pero arrieritos somos y en el camino nos encontraremos.
"No comprendo que consientas que Miguel se case con su hermana. No me entra en la cabeza que ese mamón vaya a convertirse en tu concuñado. Pero no te creas que cuando vuelva va a pararme la mano el pensar que ahora es pariente tuyo.
"Hablas de esa vieja como si fuera tu novia. De todas maneras, si ayuda tanto y tiene recogido al Miguel, pues eso, que le saquéis lo que podáis, que bastante explota ella a sus obreros. Si lo sabré yo..."
El tranvía se detuvo y Mani se guardó la carta del Templao en el bolsillo. Para su sorpresa, fue Miguel quien le abrió la puerta de cristales emplomados; andaba encogido, pero ya se movía casi normalmente y con una sorprendente soltura a través de los suntuosos salones, como si siempre hubiera vivido allí. Antes de abrir la puerta del gabineta tras la que le esperaba Elena, le dio un beso en la frente y lo retuvo mucho rato entre sus brazos.
-Mani, Mani..., eres mi salvación.
Ya en el gabinete de Elena Viana-Cárdenas, sintió ganas de hacerle también a ella la pregunta que Paula no había querido responderle. Pero, evidentemente, sólo una cuestión figuraba en el orden del día de la dama.
-No consigo que se quede quieto -dijo señalando con los ojos a Miguel, a quien abrazaba por la cintura, sentados ambos en el sofá-. Pretende hacer toda clase de cosas, pintar persianas que no lo necesitan, regar el jardín, reparar el invernadero. Anteayer, quiso subirse a una escalera para cambiar una teja rota del alero y tuve que pararlo a voces. Todavía no te has repuesto del todo, hombre. Tienes que seguir descansando.
-Es que doña Elena no es capaz de imaginarse cómo es nuestra vida. ¿Verdad, Mani, que si estuviera en la casa, yo estaría currelando ya como si tal cosa?
-¡Qué locura! -exclamó Elena-. Parece que tuvieras grillos en el cuerpo. Como Angustias, que es otra que tal baila... No deja en paz a la servidumbre, poniéndose a limpiar el polvo o a ayudarlas a pulimentar la plata, y ya sabes tú, Mani, que las criadas son muy celosas con su trabajo y no quieren que se metan en su terreno.
Mani asintió, aunque le parecía inconcebible que las criadas no quisieran que les aligerasen el trabajo.
-He conseguido que se quede quieta enconmendándosela a mi hija. Rita tiene ocho armarios en su vestidor, abarrotados de ropa; hay muchos dobladillos sueltos, ojales corridos y botones que coser. Pero al paso que va, en dos o tres días más tendré que encontrarle otra tarea.
-El padre sigue llamándome pa preguntarme por ella cuando paso cerca de la barbería...
-Tienes que ir a hablar con él, Mani -dijo Miguel con mirada suplicante.
-¿Pa qué?
-Pa llevarle estas cartas -respondió Miguel, colocándole dos sobres en las manos.
Se negó. Miguel argumentó con los ojos llenos de lágrimas y llamó a Angustias para convencerle entre los dos con zalamerías. Viendo que no cedía, Elena entonó durante horas una retahila de las desgracias que podían sobrevenir si no aceptaba el encargo.
Esa tarde, después de almorzar, dudó media hora mientras espiaba a los cuatro uniformados sentados a la puerta de la barbería. Sentía miedo. Cuando por fin decidió entrar, lo miraron sólo un instante antes de saltar sobre él. Entró en la barbería en volandas, tratando de confirmar, de reojo, que varios vecinos habían presenciado la escena; esperaba que corrieran a avisar a Paula.
-¿Dónde está? -le preguntó Gustavo mientras continuaba inmovilizado.
-En Barcelona.
-Por lo que dice en la carta, tiene que estar aquí. Habla de la autorización del obispo de Málaga pa la boda...
-Eso es porque... una señora, amiga de mi madre, ha conseguido que el obispo haga las gestiones, y como mi hermano es de aquí... Pero están en Barcelona, lo juro.
-Mira, rojillo de mierda -amenazó uno de los jóvenes al tiempo que desdoblaba una navaja de afeitar-, como no nos digas la verdad, te voy a convertir en una señorita.
-¡Oigan ustedes! -gritó Paula, irrumpiendo como un ciclón-, ¿son tan valientes como para asustir a un pobre niño cinco tiparracos más grandes que el Gurugú?
Gustavo y los cuatro muchachos se miraron entre sí. El Granaíno asintió con la cabeza y soltaron a Mani, que permaneció en el mismo sitio, en medio de los cinco.
-Mamá -dijo, intentando dar un tono altivo a su voz-, no pasa ná. Espera un poco, que el señor Gustavo tiene que darme una contestación.
-Ven dentro de dos horas -dijo el barbero.
Al atardecer, Mani corrió con la respuesta a La Caleta, para lo que tuvo que esquivar muchas veces la persecución de los camaradas de Serafín. La lectura de la carta del barbero ocasionó el desmayo de Angustias y la alarma de Elena, que llamó a las criadas para llevar a Angustias, sin conocimiento, a la planta de arriba. Miguel permaneció mucho rato sentado en el primer peldaño de la escalera, convulsionado por el llanto. Mani abandonó la casa acongojado por el empeoramiento de la situación.

-No la encontramos -dijo Carmela con desolación-. Mis niños y yo pasamos ayer toa la tarde y esta mañana dando tumbos por las huertas y los cañaverales. Mani, por Dios, encuéntrame a la Inma.
Mani abandonó la playa con una punzada insoportable en el pecho, recriminándose su inconsciencia y su descuido al no haber previsto que algo muy grave ocurriría tras recibir el barbero noticia de los preparativos de la boda. Si bien era muy cuidadoso mientras iba a La Caleta, no lo era tanto cuando iba a la playa. Los camaradas de Serafín habrían descubierto el refugio siguiéndolo cualquier tarde. Habían secuestrado a Inma y ahora, tras la horrenda mutilación de Serafín, ya no se contentarían con violarla. Debía actuar con prontitud.Volvió apresuradamente al barrio, para llegar antes de que Serafín saliera con su guardia pretoriana y su recién adquirida cojera. En el barrio comenzaban a apodarle "el único, porque sólo tiene uno". El Granaíno no había cerrado el negocio. Subió a su casa en busca de una boina vieja de Antonio con la que cubrirse la cabeza cuando la noche cerrase, para ocultar el brillo del pelo amarillo. Al anochecer, se apostó en un portal para espiar la puerta de la barbería. Esperó más de hora y media.
-Arriba España -oyó que Serafín saludaba al despedirse de su padre.
Se puso la boina y fue tras él. Pese a la cojera causada por el ataque del Templao, caminaba muy erguido entre sus acompañantes, forzando los hombros hacia afuera y arriba. Los cinco pares de botas resonaban en el empedrado de un modo siniestro, un ruido que hacía que los vecinos volviesen la cabeza hacia otro lado cuando no conseguían apartarse a tiempo. El grupo recorrió varias calles céntricas antes de llegar a una muy estrecha que bordeaba una iglesia por dos de sus lados. Golpearon una puerta con una contraseña y abrieron en seguida; antes de entrar, los cinco alzaron la mano derecha con la palma extendida. Mani miró arriba y abajo de la calleja, un estrecho pasadizo junto a la oculta muralla de la Málaga musulmana. De un lado, la iglesia de San Julián; del otro, muchos lupanares a través de cuyos balcones se escuchaban sin recato los gemidos del placer. Serafín y los suyos debían de estar conspirando, puesto que se reunían en un local alejado de sus sedes reconocidas. Descubierto el insólito escondite, no conseguía imaginar qué hacer para comprobar si retenían a Inma en ese sitio. Las casas contiguas tenían ventajas enrejadas y balcones que no serían díficiles de escalar, pero ¿iba a entrar solo? Tenía que calcular los riesgos. Necesitaba espiar la casa, pero no a esa hora, porque a pocos metros había tres prostíbulos con las puertas llenas de rameras lanzando dardos a los ojos de los hombres.
Dedicó tres noches a rondar la casa hasta el amanecer, tres días que no fue a la playa para no atormentarse con el llanto de la madre de Inma ni las apocalípticas predicciones del Chafarino. Las prostitutas no se recogían hasta la madrugada, pues cuando una entraba con un cliente otra salía a la puerta, en relevos que iban siendo más frecuentes conforme avanzaban las horas. De todas maneras, Serafín y sus camaradas finalizaban la reunión antes de medianoche y abandonaban el edificio; salían en grupos de cuatro y se iban en distintas direcciones. Nunca un grupo recorría el mismo itinerario que otro.
-Manuel, estás muy distraido -dijo sor Rosario, la monja guapa a cuyas clases asistía ahora con cierta frecuencia por imposición de Paula.
-¿Qué?
-Te he preguntado el río que pasa por Zaragoza.
-El Segura.
El aula en pleno rompió a reír en una rechifla que incluyó a la monja también, lo que hizo que Mani apartase el pupitre con rabia y escapara. Paula se echaba el mantón por los hombros en el momento que llegó a la casa. No le reprendió por abandonar la escuela a media mañana. En su lugar, dijo:
-Gracias a Dios que se te ha ocurrido venir en este momento, Mani, porque me vendrá bien que me acompañes. Echa a correr, nos espera el coche de doña Elena.
No pudo Mani conseguir que su madre le explicara durante la carrera lo que estaba ocurriendo. Paula tenía una máscara de hielo sobre su expresión y cuando tomó asiento en el coche, se cubrió los ojos con las manos.
-¿Qué pasa, mamá? -preguntó Mani de nuevo.
-Han llevado a la Angustias al hospital. Ese Gustavo es un... miserable. Si leyeras las porquerías que le escribió a su hija. No lo puedo comprender. Jura que quiere verla muerta antes que rebelde a sus ñoñerías apolilladas. Pero ese niño que viene es también mi nieto. Como el barbero... vamos, es que no me podré contener.
Miguel estaba arodillado junto a la cama, con la cabeza echada sobre los muslos de Angustias. Se dejó abrazar por su madre, por detrás, como si no llevase ocho meses sin verla, con signos de no ser capaz de soportar más dolor. Elena se encontraba a unos diez pasos de la cama, hablando con una monja. Rafael, el mayordomo/chófer, ayudó a Miguel a incorporarse y, ahora sí, pareció tomar consciencia de que su madre estaba presente. Le sonrió y de nuevo se echó a llorar. Mani sentía una incomodidad que no conseguía explicarse, porque sus entrañas le exigían buscar a Inma.
-¿Qué se sabe? -preguntó Paula a Elena.
-Todavía, nada. No te preocupes, que dentro de un rato va a venir don José Gálvez y él nos dirá exactamente cuál es la situación. Lo que diga don José es definitivo.
Transcurrieron las horas sin que el famoso doctor acudiera y en su lugar se acercaban diferentes monjas a mitigar la impaciencia de Elena. Frustrado por no ser capaz de hacer o decir algo que contuviese el llanto de Miguel y un poco fastidiado por ello, Mani abandonó el hospital con la determinación de ir a comer a la casa del Chafarino. A mitad de la carrera, cayó en la cuenta de que Carmela iba a someterle a un interrogatorio sobre el paradero de Inma tan envuelto en llanto como el dolor de Miguel, por lo que dio media vuelta para dirigirse al corralón de Las Dos Puertas. Empujó la puerta, dispuesto a comer el primer trozo de pan que encontrara, pero inmediatamente después de él llegó Concha la Chata.
-¿Qué ha pasao, Mani?
Éste se tomó unos instantes para inventar una respuesta, dado que tampoco a ella le podía desvelar el paradero de Miguel.
-Ná, el Antonio, que se ha dao un porrazo.
-¡Qué raro! Lo he visto pasar pacá arriba no hará ni dos minutos...
La puerta cerrada de la habitación donde Antonio vivía con Ana le había despistado. Sabía lo que el cerrojo significaba y por ello no disponía de la disculpa de ir a casa de su hermano para escapar del acoso de la Chata.
-¡Ah!, ¿sí? -Mani titubeó-. Es que nosotros enseguía nos curamos de tó.
-Tú no me la pegas, Mani. ¿Qué pasa, es que ya no confías en mí?
Mientras lo preguntaba, entornó la puerta y, a continuación, acarició la bragueta del muchacho. Mani, que llevaba unos dos meses sin acudir al cuarto de la Chata y dos o tres días sin masturbarse, comprendió que esa mano podía aflojar todas sus defensas, por lo que se apartó para disculparse:
-Perdona, Concha. Tengo más hambre...
-Po ven a comer conmigo, que he preparao unas alcachofas rellenas...
-No puedo, Concha, de verdad. Voy a comerme un bocaíllo por la calle, porque tengo que ir a un mandao...
-¿Qué sabes de la familia del Templao?
-Mu poco. Dicen que se han refugiao por Alhaurín, en cá de un pariente.
-Po no es eso lo que se rumorea.
-¿No? ¿Qué dicen los chismes?
-Que tú los tienes escondíos.
-¿Yo? ¡Vamos, anda! Ni que yo fuera el marqués de Larios.
No podía continuar la conversación sin traicionarse. Cogió un pedazo de pan, lo cortó por el medio para llenarlo de chicharrones y al intentar meter el cuchillo en la caja de hojalata donde su madre guardaba los cubiertos, se confundió, porque había varias una sobre otra, y cogió una mucho menos pesada. A pesar de ello, abstraído en la necesidad urgente de escapar de la Chata, la abrio y permaneció unos segundos contemplando el contenido, atónito. Por suerte, la tapa ocultaba el interior a los ojos de Concha. Echó dentro el cuchillo para fingir que no se había confundido, cerró la caja precipitadamente, empujó a la Chata hacia la galería y se disculpó:
-Me ha salío un trabajillo en la calle Compañía y voy a llegar tarde. Adios.
Echó a correr no sólo por eludir el riesgo de entrar en revelaciones con Concha, sino porque tenía que asimilar la novedad incomprensible de que Paula dispusiera de tanto dinero, guardado descuidadamente en un envase de hojalata. Los acontecimientos se precipitaban tan continua y reiteradamente, que había olvidado que debía indagar lo que hubiera entre Elena y Paula. En cierta medida, el dinero, más de dos mil pesetas, podía ser una respuesta, pero no aclaratoria del todo. El consejo del Chafarino era lo único inteligente que nadie le había dicho durante el año en que había cumplido los doce y era precisamente eso lo que más había descuidado. Absorto en los líos interminables, debía de parecer que se estuviera volviendo insensible al conocimiento, un bruto como la mayoría de los vecinos, y ello, seguramente, tenía que causar el desagrado del anciano ciego.

La noticia del aborto de Angustias originó secuelas entre todos los miembros de la familia. Ana se encerró en un extraño mutismo impenetrable tras decirle a Antonio con tono de reproche un enigmático "¡ya lo ves!". Ricardo pasó tres días con sus noches de penitencia, en la capilla del convento. Paco comentó que, en cierta medida, podía representar un alivio, porque ahora la boda no era tan urgente, y por primera vez en su vida debió soportar que Paula no le dirigiera la palabra durante una semana. Antonio pasó tres días literalmente borracho. Mani redobló la vigilancia de Serafín y las batidas febriles por toda la ciudad en busca de una pista que le codujese a Inma, porque habían previsto que el niño constituyera una especie de pacto de alianza entre las dos familias y ahora, tras su muerte antes de nacer, temió que el enfrentamiento pudiera desbocarse aún más y que Inma no tuviera ya salvación.
La madrugada que llegaron los tres policías de Asalto a la vivienda del corralón, comprendió que su pálpito era acertado. Fingió dormir mientras realizaban un registro superficial de las dos habitaciones y tenía lugar el interrogatorio:
-¿Mi hijo Miguel? -respondió Paula, con un convincente encogimiento de hombros-. Creo que por Barcelona.
-¿Cree usted, solamente? ¿No le preocupa lo que haga?
-¿A usted qué le parece? A mí me preocupan mis cinco hijos, tos por igual. Pero tienen libertad para hacer lo que crean conveniente y el Migue ya es mayorcito.
-¿Sabe usted si anda con Angustias?
-¿Angustias... qué Angustias?
-La hija del barbero de la esquina. Él dice que usted conoce el paradero de los dos y les ampara.
-¡Yo! Ni que yo fuera omnipotente, como Dios, cuando no tengo amparo ni pa los hijos que me quedan en casa, que namás que son dos. Amparo, yo, pa uno que está por Barcelona y que quién sabe qué hará, y pa esa Angustias que ustedes dicen... ¿Qué va a tener mi hijo ná que ver con esa muchacha?
-El señor Gustavo asegura que usted no sólo los ampara, sino que les está organizando la boda.
-¡La boda! -Paula rió con una sarcástica carcajada fingida-. El señor Gustavo, como usted dice, es una mijilla lunático. Si esa muchacha se ha escapao de su casa, tendrán la culpa sus padres, porque hay que ver cómo la trataban, como si fueran moros de la morería, que no la dejaban ni respirar. Pero si ustedes pretenden encontrarla con mi hijo, se equivocan de medio a medio. Vamos, anda. No nos faltaba más que meternos en casorios en estos tiempos, cuando no hay ni pa comer decentemente.
-Cuando... hummm, Miguel Rodríguez Robles del Altozano se comunique con usted, haga el favor de decirle que debe presentarse en comisaría, aquí o en Barcelona.
-¿En comisaría, como un tomaó?
-Cuestión de trámite señora, no tiene nada que temer.
En cuanto se marcharon los guardias, Paula obligó a Mani a vestirse.
-Corre a La Caleta y cuéntaselo a tu hermano.
Eran las diez de la mañana cuando llegó ante la larga reja rematada de saetas de bronce reluciente, tras la que aún reventaban arriates enteros de dalias y crisantemos, componiendo dibujos multicolores bajo las palmeras, los jacarandás y yucas, los ficus y magnolios y las dos araucarias. Había un coche reluciente parado ante la puerta de cristales emplomados, un vehículo que no era el de Elena y que significaba que tenía visita, probablemente de alguien poderoso, por lo que decidió aguardar.
Cuarenta minutos más tarde, se abrió la puerta y, precedida por un chófer uniformado, salió una figura oronda, que Mani contempló con asombro. Se trataba del obispo, que había visto muchas veces retratado en el periódico, alguien que para los esquemas del barrio resultaba tan distante y poderoso como los antiguos reyes.
-Vaya, Mani, has llegado justo a tiempo -le dijo Elena sonriente, casi radiante.
-¿Pa qué?
-Iba a mandar a Rafael, pero aprovecharemos que has llegado tú, porque él tiene otras muchísimas cosas que hacer. Ve a tu casa deprisa y dile a tu madre que la boda es esta tarde, a las seis y media. Será aquí cerca, en la iglesia de Pedregalejo, pero explícale que es conveniente que venga aquí, a la casa, al menos una hora antes.
Mani permanecía alelado, de pie en medio del gabinete.
-¿La boda?
-Sí, hombre. La boda de Miguel y Angustias.
-No pueden casarse. Tiene que dar su consentimiento el barbero.
-Sí pueden. El señor obispo ha dado su permiso y es definitivo. Se trata de un caso flagrante de peligro de muerte, como se demuestra por lo que le hicieron a Miguel. Ya te lo explicaré luego, que ahora debes correr a decírselo a tu madre. Encárgale que no lo comente ni siquiera con tus hermanos hasta que la boda se celebre, porque no podemos arriesgarnos a que a alguno se le ocurra interferir o hablar de más antes de las seis y media, y por eso he esperado hasta el último momento para avisaros. Con los hechos consumados, las cosas se resolverán pronto, sin más remedio, ya verás.
Cuando cruzaba el salón para la salida, se topó de frente con la pareja. Los dos lo abrazaron y Mani aceptó las caricias rígido y de mala gana, estremecido por el presentimiento de que se acercaba lo peor, la traca final.
Paula rechazó la invitación:
-¿Que vaya una hora antes... a su casa? Ni muerta. Allí no entro ni... pa mi entierro. Esa, lo que quiere es emperifollarme con cosas suyas de prestadillo, sombreros y joyas y cosas por el estilo, pa disimular nuestra condición delante de quién sabe quién, pero nosotros tenemos nuestra dignidad, ¿verdad, Mani?
-No sé, mamá. No acabo de comprender.
-Ve pallá enseguía que comas y le dices que yo iré derechita a la iglesia.
Rafael le abrió la puerta de cristales multicolores, muy sonriente, como si alguien o algo lo hubiera dulcificado de repente.
-Entra y siéntate por ahí. Hay un trajín en la casa... ¡No veas!
Rita, la hija de Elena, bajaba en ese momento los tres o cuatro peldaños superiores de la escalera, donde se detuvo, vestida como sólo había visto Mani en las películas norteamericanas y entre las turistas aristocráticas del hotel Miramar.
-Está usted guapísima, doña Rita -dijo Rafael.
-¿De veras?
-Si la viera el rey de Inglaterra, querría convertirla en su reina.
-¡Qué cosas dices!
-Si es que usted es la envidia de toa La Caleta y El Limonar...
-Ven, sube a ver cómo prendemos el sombrero.
-Doña Elena quería que la ayudara con la peineta y la mantilla.
-Mi madre tiene más habilidad que nadie pa esas cosas. Sube.
Mani, de quien ambos se desentendieron mientras entraban en el dormitorio de Rita, creyó oportuno dirigirse al gabinete de Elena, pero ella no estaba allí.
Aguardó un rato a solas, hasta que llegó Miguel, vestido como aparecía el príncipe de Asturias don Alfonso de Borbón, en las fotos antiguas que Mani había visto de la inauguración del Real Club de Campo de Málaga. Se echó a reír.
-Déjate de cachondeíto, Mani -protestó Miguel.
-¿Dónde está la Agustias?
-Me han echao del cuarto. La están vistiendo las criadas bajo la supervisión de doña Elena, y dicen que yo no puedo verla hasta que llegue a la iglesia. Ten, doña Elena me ha dao esto pa que te lo pongas tú. Es de su nieto.
Alzó una percha que portaba, de la que colgaba un traje oscuro, como los que usaban en las fiestas del Círculo Mercantil; también, una camisa y una corbata, y zapatos de charol que Miguel sujetaba con la otra mano.
-¡Tú has perdío el sentío! -dijo Mani-. A mamá no le va a gustar ni una mijilla que te hayan disfrazao de esa manera, así que yo ya estoy vestío de sobra.
-Mani, por favor.
-Pero... ¿te acuerdas de quién eres, Migue?
-Ahora ya no estoy tan seguro, Mani. No sé explicarte, pero... doña Elena me trata como si fuera su nieto y yo creo que ésa es la realidad, que es como si fuera nuestra familia.
Mani lo zarandeó, furioso.
-Joder, Migue, despierta.
-¿Tú no te has preguntao nunca por qué tenemos el apellido que tenemos, Mani?
-A cá rato.
-Po aquí pasa algo... que creo que es bueno pa nosotros, Mani. A Rafael se le escapa a veces alguna palabra que luego desmiente enseguía, como si lo hubieran aleccionao... y hay momentos que doña Elena me pellizca la cara y se le saltan las lágrimas. No sé lo que es, pero ná de esto es porque sí. ¿Comprendes?
-Tengo un lío que no me aclaro ni con lejía, Migue. El otro día, vi que mamá tiene en una caja de lata más de dos mil pesetas, imagina... Ni el Paco ni el Antonio lo saben, porque no les he dicho ná, pero no paran de asombrarse por los gastos que hace mamá y por lo bien que comemos. Ella dice que tiene mucha costura, pero debe ser un rollo porque dice la Concha que casi nunca vienen clientas a la casa. Yo creo que el dinero y tó lo que pasa, son líos de doña Elena. Me parece que hay algo mu, pero que mu feo, Migue, porque mamá no quiere pisar esta casa ni amarrá.
Sin decir nada, tras depositar la ropa en un sillón, Miguel le pasó el brazo por los hombros y le besó en la sien.
-El día menos pensao, te tendremos de cabeza de familia -dijo.
Mani enrojeció pero no tuvo tiempo de meditar la frase de su hermano, porque en ese momento entró Elena en el gabinete, con expresión malhumorada bajo las blondas y vuelos de la hermosa mantilla de encaje que la cubría. Mani se quedó boquiabierto por su aspecto; embutida en un vestido de seda de color verde oscuro, parecía diez años más joven que la calurosa mañana que la conoció.
-Fijaos si las dos puntas de la mantilla están exactamente a la misma altura -les pidió, volviéndose de espaldas a ellos- He tenido que arreglármela yo sola, únicamente con la ayuda de dos criadas.
-Están perfectas... señora -dijo Miguel.
-Tienes que llamarme "Elena". ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
-Sí... señora.
Elena sonrió meneando reprobadoramente la cabeza. Apoyó el codo en una cómoda y paseó la mirada desde Mani hasta el traje echado en el sofá. Empujó al muchacho en esa dirección y tomó la chaqueta.
-Ven, Mani; a ver si es tu talla exacta, pa mandar arriba a buscar otro si éste no te sienta bien.
-Doña Elana, yo no puedo...
-Sí que puedes. ¿No me has dicho muchas veces que Miguel es el hermano que mejor te trató siempre? ¿Vas a hacerle el feo de ir a su boda vestido de cualquier manera, siendo como vas a ser su padrino?
Después de tragar saliva a causa del nuevo asombro, permitió como un autómata que lo desnudasen entre la anciana y su hermano, para vestirlo de aquella guisa a continuación. Mani se contempló en el reflejo del cristal de la ventana, embutido en la chaqueta con grandes hombreras, que se le ajustaba como si hubiera sido confeccionada para él y le hacía parecer cuadrado y casi adulto. La sorpresa por lo que se le encomendaba era tan grande, que apenas se maravilló de su cambio.
-¡Estás perfecto, como un príncipe de cuento! Cuando te vea mi hija, se convencerá de... Bueno, vas a ver que todos te elogian.
-¿Cree usted que le parecerá bien que lleve el traje de su nieto? ¿No le regañará?
-Mi nieto es bastante mayor y este traje ya se le ha quedao chico, no te preocupes. Pero tienes razón, Rita podría regañarme; esta familia mía, cada día me hace menos caso. Mi hija ha acaparado al mayordomo todo el día y no ha dejado que venga ni a ponerme la mantilla. Todos en esta casa me tratan como si yo fuera un mueble.
Mani halló asombrosa la afirmación.
-Yo creo que sí le hacen caso -contradijo, señalando a su hermano-. El Migue y la Agustias están aquí porque lo manda usted.
-¡Naturalmente! ¿Cómo iban a decir que no? La casa es mía, los barcos son míos y el dinero es todo mío, aunque se comporten como si yo me hubiera muerto ya... y van a tener que esperar sentaos. Cuando hablo, a veces es como si oyeran llover. Anoche, mientras cenábamos, le dije a mi nieto Alonso que no discutiera con su hermanita Elena, que es cinco años menor... tiene tu edad. Pues bien, ¿te acuerdas, Miguel, de lo que hizo mi yerno? Fíjate, Mani, me dijo que yo no tenía que interferir en la educación de sus hijos, que él sabe llevar las riendas... ¡Que yo no puedo meterme en la educación de mis nietos, habráse visto...! Se pasan el día recriminándome: que si soy una excéntrica, que les pongo en evidencia, que qué dirá la gente... ¡Ponerlos en evidencia yo, que he entrado centenares de veces en el palacio real como si fuera mi casa! Lo de Miguel, me lo echan en cara a todas horas cuando ni él ni Angustias están presentes. Pero ya viste, Miguel, que anoche tuvieron que apechugar con que tú y ella comiérais en nuestra mesa por ser la víspera de la boda. En última instancia, quien manda soy yo, pero cada día resulta más complicao...
Cuando llegaron a la iglesia Mani y Elena, ya estaban casi todos: Rita, sus dos hijos y su marido, la mayoría de la servidumbre y Miguel. Rafael regresó a la mansión con el hispano-suiza de Elena en busca de Angustias. A las seis y cuarto, embutida en un elegante traje color vino tinto que nunca había visto Mani, llegó Paula, que miró a sus dos hijos de un modo que nadie fue capaz de interpretar; no había disgusto ni alborozo en sus ojos, tampoco reprobación ni asentimiento; parecía comprobar tan sólo que las cosas estuviesen en regla. Rita y ella se examinaron de una manera que a Mani le pareció un cálculo respectivo de fuerzas, hostil pero envuelto en sonrisas corteses, como si hubieran acordado aplazar algo. El marido de Rita contempló a Paula largo rato sin soltar su mano, como si tuviera la necesidad de descubrir en sus rasgos un detalle previsto. Elena la tomó del brazo, obligándole a dirigirse hacia la sacristía, y unos cinco minutos más tarde reapareció Paula tocada con mantilla y peineta y dos broches refulgientes, uno en los fruncidos de encaje de la nuca y otro, en el pecho. Por el rictus de sus labios, parecía que la llevasen al matadero.
Muy pocos minutos más tarde, Rafael tocó a Mani en el hombro.
-Ven, que ya ha llegao la novia.
Recordó que el papel que le habían asignado le obligaba a recorrer el pasillo dando el brazo a Angustias, idea que le pareció aterradora. Cruzó la puerta hacia el exterior preguntándose cómo iba a poder hacerlo, pero se detuvo de pronto y olvidó la pregunta al contemplar a la que iba a convertirse en su cuñada. Angustias había adelgazado mucho tras el aborto, pero los encajes, rasos y flores de su tocado y el trabajo cosmético que las criadas de Elena habían realizado en su cara compensaban generosamente la delgadez; siempre había sido hermosa, la más bella muchacha que conocía descontando a Inma, pero ahora no sólo era hermosa, se trataba de una especie de ángel deslumbrante que hubiera sido dibujado por un demonio tentador. Su belleza tenía visos alucinantes de sobrenaturalidad, que rebasaba con exageración la magia y la intangibilidad de las actrices que tantos de sus sueños protagonizaban. Imperio Argentina le parecía de repente vulgar y rechoncha y Catharine Hepburn y Greta Garbo, dos desgarbadas zancudas comparadas con la gracia suave y envolvente del ave del paraíso que no podía dejar de mirar de reojo mientras emprendían la marcha iglesia adentro, ella aferrada a su brazo como si estuviera a punto de desmayarse. Conforme avanzaban por el pasillo entre los bancos y reclinatorios casi vacíos, Mani determinó que la sonrisa jubilosa y agradecida de Miguel le compensaba por el maltrago que estaba pasando en el centro de las miradas que, aunque se dirigían a Angustias, también le enfocaban a él. Paula, que parecía sujetar a Miguel en el altar, como si también él pudiera desmayarse, les observaba avanzar con una expresión que Mani trató de descifrar sin conseguirlo; el llanto le hubiera parecido lógico; la satisfacción, consecuente; el orgullo, normal, porque, ciertamente, Miguel, dentro de su traje oscuro, era tan hermoso como la que iba a ser su mujer; pero lo que Mani percibía en las pupilas de su madre carecía de tales ingredientes; se trataba de algo que le hacía pensar en un acta oficial, un certificado o la sentencia de un tribunal, como si esa tarde culminara una de las etapas esenciales de su vida.
Luego, durante el convite en un pequeño y modesto merendero de playa cercano, cerrado para ellos y donde eran los únicos comensales, ese aura indescifrable continuaba en la tez de Paula.
-¿No te parece imposible que haya una pareja más guapa en el mundo? -preguntó Elena a su hija.
Aunque se trataba de una evidencia indiscutible, Rita asintió de un modo que a Mani le pareció forzado y a regañadientes. Su actitud había sido la misma desde que la viera esa tarde a medio bajar la escalera de mármol blanco: como si engulliera una purga que le forzaban a tomar. Con aire de concentración, y como si pretendiera eludir las observaciones de su madre, se puso a descerrajar una cigala con cuchillo y tenedor, asombrosa operación que Mani no había visto realizar en su vida.
Al principio, varios brindis fueron dirigidos por Elena, pero poco a poco, Alonso Betancur, el marido de Rita, fue tomando formalmente las riendas. No paraba de mirar de reojo a su suegra, como si temiera que ésta pudiera pararle en seco en el momento más inesperado, pero fue él quien aprobó todas las botellas de vino que se descorcharon, quien autorizó que se sirviera la sopa de rape, quien asintió cuando el jefe del merendero preguntó si podía comenzar a servir la carne en salsa con patatas y quien señaló el orden de prelaciones en el servicio de platos, tras los novios.
A medio banquete, llegó de nuevo Rafael, precediendo a Paco, Antonio y Ana, los tres con trazas evidentes de no haber digerido todavía ni la novedad ni las circunstancias, aunque el recorrido en coche debía de haberles tomado cerca de media hora y millares de especulaciones. El chófer se acercó a Elena para susurrarle:
-El otro ha dicho que tiene que cumplir con sus deberes en el convento.
En ese instante, Mani sorprendió un cruce de miradas entre Elena y Paula. En la expresión de la anciana vio un leve alzamiento del mentón, un gesto que significaba "para que veas", y en la de su madre, la más profunda gratitud de la que jamás la hubiera creído capaz. Ni Paco ni Antonio hablaron apenas; lanzaban miradas esquinadas a Elena y de franca antipatía al yerno, pero Ana parecía sentirse completamente a gusto, pues no sólo habló como un torrente con Angustias, sino que también les dio conversación a todas las mujeres de la mesa, señoras y servidoras. Al pedir Alonso Betancur la entrada de la pequeña tarta, fue Ana quien dispuso que Mani, Antonio y Paco se situasen rodeando a Miguel, para la fotografía.
Después de la ceremonia más formal que habían podido improvisar, con azahares aunque fuesen artificiales, tul blanco, satén, marcha nupcial al órgano y señoras tocadas con mantilla, tenía lugar un banquete convencional y el fotógrafo estaba preparando su cámara para la foto familiar, con todos los comensales posando para una posteridad de tópico. De las exigencias de Paula, sólo había faltado que la familia de Angustias estuviese presente.

Continuará
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