jueves, 16 de octubre de 2008

De nuevo, LA DESBANDÁ gratis


Hace unas semanas, parecía que la editora se avenía a razones. Pero genio y figura, hasta la sepultura.
Si ha estado estafándome con mis derechos de propiedad intelectual durante cinco años, no va a reconocerlo ahora porque sí, si no es obligada a ello.
Por lo tanto, y como España es un país donde nadie respeta las leyes, yo considero nulos los cuatro contratos firmados con esta ¿señora?, y por consiguiente continúo la publicación GRATIS de mi novela LA DESBANDÁ.

ESPAÑA, FUERA DE LA LEY
No es descriptible sl calvario que llevo padecido durante seis meses de agonía, de despacho en despacho por todo Madrid, para tratar de encontrar la forma de hacer valer mis derechos LEGALES.
Pero aunque existan algunas débiles previsiones, son impracticables.
NO EXISTE EN ESPÑA NINGÚN MECANISMO LEGAL PARA QUE UN ESCRITOR ESTAFADO PUEDA HACERSE OÍR.
YO NO PUEDO consentir QUE ESTA SEÑORA INDECENTE SIGA LUCRÁNDOSE INDEFINIDAMENTE CON MI TRABAJO CRETIVO DE VEINTE AÑOS.

Visto lo que hacen las editoras sin que nadie intervenga,
¿ALGUIEN CUMPLE LAS LEYES EN ESPAÑA?



LA DESBANDÁ. Continuación
24-09-08
Con el brazo izquierdo sobre los hombros de Inma y el derecho de ella en torno a su cintura, Mani trató de dar un paso hacia la salida del hospital y la evitación de una escabechina que tendría a sus hermanos como víctimas principales. ¿Serían correctas las apreciaciones de Inma y la guerra había comenzado?, ¿era éso lo que los desvaríos del Chafarino pretendían anunciarle?, ¿se dejaba subyugar por el delirio de un viejo ocioso, asumiendo que él, un niño incapacitado, debía salvar a los suyos? En cualquier caso, si lograba llegar al barrio, algo podría hacer. Creía que enfrentarse a sus hermanos les frenaría, particularmente a Antonio; sus facultades se encontraban demasiado mermadas para caer en la cuenta de que precisamente su desvalimiento, y el recuerdo de la causa, actuaría como estimulante de la sed de venganza. Arrastró el pie rumbo a la salvación de cuanto amaba, pero las piernas se le doblaron y cayó de bruces sin que Inma pudiera impedirlo. Era como un polichinela al que le sueltan los hilos; carecía del menor residuo de su antigua fuerza. Cuando Inma trataba de ayudarle a levantarse, la monja de guardia, alertada por el ruido de la caída y los comentarios de los demás enfermos, irrumpió en la sala gritando autoritariamente:
-Tú, niña, echa a correr y sal del hospital antes de que llame a un guardia pa que te encierre en un correccional, y tú, Mani, no me obligues a amarrarte a la cama.
Trató de incorporarse del suelo; tras varios intentos vanos, puesto que no pudo hacerlo sin el auxilio de la monja Mani sintió que algo muy amargo regurgitaba por su esófago. Deseaba evitar que sus hermanos se metieran en líos y que su madre sufriera, pero el que le había condenado a su estado no iba a quedarse tan campante; ya se ocuparía él de Serafín.
El llanto y la necesidad de olvidar el dolor produjeron un efecto sedante a Miguel. Suavemente, olvidados el temor a que el enfrentamiento imposibilitara su felicidad futura, el miedo de Angustias y la quemadura, se adormeció en el escalón de la barbería. Deslizándose hacia un lado, se quedó tendido sobre el costado, con la mano derecha protegiendo su izquierda; los males y la fealdad del mundo desaparecieron y, en su lugar, surgió Angustias como la síntesis de todas las venus de todos los cuadros, vestida de blanco y con una corona de nardos sobre una catarata de tul. Ya no había dolor. En el rostro dormido de Miguel se dibujó una sonrisa que enterneció a la Veleña y a cuantos atisbaban por los balcones y ventanas en espera del desenlace; una suerte de pacto de silencio protegió el sueño de quien poseía la facultad de conmoverles con sus encantos, tanto a las jóvenes como a las maduras.
-Niños, la función se ha acabao -dijo el borracho desde su balcón, chistando a un grupo de muchachos-. Aquí ya no hay ná que esperar; irse a vuestra casa, a dormir.
La discusión con el criado de La Caleta fue interrumpida por las vecinas contándole que Miguel, tan simpático, tan guapo y tan buena gente, se iba a quedar como un pajarito durmiendo sobre la piedra. Paula llevaba una hora rechazando el sobre que el hombre uniformado de chófer de opereta se empeñaba en darle; cortó en seco las súplicas y los argumentos, lo acompañó hasta la esquina de Rosal Blanco para asegurarse de que no echara el sobre por la rendija de la puerta y corrió a la barbería, donde, ignorante de lo que sentía por Angustias, dedujo a su manera lo que Miguel hacía en el escalón. No sólo obedecía su orden de frenar a Antonio, sino que como le desagradaban las discusiones y con la quemadura había tenido ya más de lo que su carácter podía asimilar, quería evitar que Antonio se metiera en más líos que le arrastraran también a él. Vaciló unos instantes, pero decidió dejarle dormir ahora que parecía habérsele aliviado el dolor. Se sentó a su lado, tomó la cabeza de Miguel en su regazo y se limitó a velar su sueño, porque si él no podía mantener la guardia, ella lo haría. Tuvo tiempo de hacer balance durante las más de dos horas en que no se produjeron novedades: el menor de sus hijos herido en el hospital, aunque vuelto de su sueño de cuatro de meses, gracias a Dios; el del medio, Ricardo, desaparecido y quién sabía si... no quería ni pensarlo; los dos mayores, por ahí, expuestos a que los descalabraran o algo peor; el penúltimo, con una mano abrasada que podía quedar inutil. ¿Eran ellos víctimas de su pecado original? ¿Había cometido un daño irreparable al no imponerles la fe cristiana y dejarles a su libre albedrío, que era lo que el confesor llevaba ocho años reprochándole? Porque precisamente el uso de esa libertad había llevado a Antonio a su radicalismo imprudente, de igual modo que Paco abrazó el comunismo ateo porque ella no expresó jamás la menor objeción. El fanatismo de Ricardo no era producto de su influencia y, en realidad, le desagradaba tanto como el de Antonio, porque concedía a la Iglesia un papel sólo parcial en sus intereses, y le parecía un derroche de energía que Ricardo dedicase tanto empeño a la parroquia. Acarició la frente de Miguel; con su indiferencia por todo lo que no fuese el placer, era el menos contaminado de los cuatro mayores y el que mejor podía llegar a ser un padre de familia normal y feliz. La felicidad de sus hijos era el único objetivo, su única razón de ser, y ahora temía haberles fallado; la libertad no había sido útil y eran demasiado mayores para cambiar de táctica. Sólo Mani sería permeable al cambio. Tenía que ser más firme y menos consentidora.
Sonrió Tal vez poseía una vena autoritaria, al fin y al cabo, aunque jamás había gritado ni puesto la mano encima a sus hijos. Ellos percibían el imperio de su autoridad y lo acataban, aunque de vez en cuando Antonio le llamase “marimandona”. La sonrisa se convirtió en una mueca cuando vio llegar de calle Huerto de Monjas a Antonio dando tumbos, entre dos amigos tan borrachos como él. Zarandeó a Miguel:
-Despierta, hijo, que ahí viene tu hermano.
Miguel tenía fiebre, lo que le dificultó recordar lo que ocurría. Viendo que le flaqueaban las piernas, Paula sujetó su cintura mientras trataba de disuadir a Antonio:
-Ya tenemos de sobra. El Mani, en el hospital; el Ricardo, quién sabe dónde y éste, quemao. Tira pa la casa y a dormir, porque ya está bien, Dios santo, y ahora lo que tú necesitas es pensar en tu casamiento. Deja que se encarguen los guardias.
-¿Los guardias? -Antonio rió con extravío-. ¡Ja, como creer en pajaritos preñaos! Apártate, mamá, que tú sabes mu bien que esto no pué quedar así. ¿Quieres que a estos granaínos de mierda les salga gratis tó lo que nos han hecho?
Antonio no solía razonar sus actos, siempre iba como si le arrastrase un torbellino. Que ahora lo intentara, era prueba de que la borrachera lo debía dejado sin fuerzas; Paula calculó que tenía alguna posibilidad de convencerle.
-Piensa en la Ana.
-En la Ana estoy pensando, mamá, y en ti, y en mis hermanos. Si nos quedamos cruzaos de brazos, estos fascistas asesinos de niños nos aplastarán.
-¡Digo! -respaldó el borracho desde la atalaya de su balcón.
Al rebufo de la discusión, el vecindario volvía a sus miradores. La exclamación del borracho ejerció el efecto de un olé en una plaza de toros. Como si le hubieran jaleado, Antonio se lanzó contra el portalón y, simultáneamente, sonaron el grito de Angustias y la amenaza de Gustavo por la ventana entreabierta:
-Mi hijo está al caer y te vas a arrepentir.
-A tu hijo el asesino de niños me lo cargo yo con una hostia, hijo de puta -respondió Antonio, sin dejar de arremeter contra la gruesa madera.
Estimulado por el grito de Angustias, Miguel acabó de despejarse y como sólo Antonio trataba de abatir la puerta, pues sus dos compinches se limitaban a observar riendo como si continuara la diversión de la taberna, consideró que todavía podía evitar lo peor. Se acercó a Antonio para tratar de inmovilizar sus brazos, pero éste deshizo la presa con un empujón que le hizo caer al suelo. Cuando Paula se agachó para ayudarle a reincorporarse, oyó el impacto de un grueso palo en el cráneo de uno de los compañeros de Antonio, que cayó al suelo, con un torrente de sangre en la cabeza abierta. Acababan de llegar Serafín y otros siete falangistas, todos uniformados. Sin percatarse, Antonio continuó pateando el portalón, cerca de cuyas bisagras superiores la madera comenzaba a rajarse. Desde atrás, Serafín pasó su brazo en torno al cuello de Paula para impedirle auxiliar a Miguel, y la obligó a alzarse al tiempo que le apuntaba con la pistola en la sien.
-Para, rojo cabrón, si no quieres quedarte huérfano de madre -gritó.
Mientras Antonio se volvía lentamente descubriendo a su madre amenazada de muerte, y trataba de evaluar la situación, Miguel, desde el suelo y muy cerca de los pies de Paula, acechaba los movimientos de Serafín para ver si podía liberarla.
Dos de los camaradas de Serafín aprovecharon la inmovilidad perpleja de Antonio y cayeron sobre él. El que parecía dirigirles, dijo:
-Rojo degenerado y ladrón, te detengo por asalto a una propiedad.
-Detendrás a tos tus muertos, cabrón -gritó Antonio que, despejado de súbito de su embrieguez, flexionó las piernas y consiguió entrechocar las cabezas de sus dos captores; cayeron aturdidos, momentáneamente fuera de combate.
Los efectos residuales del vino hacían que Antonio se sintiera eufórico y capaz de enfrentarse a los cinco hombres que, aparte de Serafín, continuaban de pie; corrió hacia ellos convencido de que podía vencerles a todos él solo. Recibió el primer golpe en el hombro y, en seguida, las cinco trancas parecieron ciento por la rapidez con que eran impulsadas contra su cuerpo. Miguel, desolado, vio que iban a reventar a su hermano, y se alzó dificultosamente, pero los dos primeros atacantes de Antonio se habían repuesto y se echaron sobre él. En ese momento, Paula dejó de temer su muerte, porque la de sus hijos parecía más cercana y le dolía mucho más. Lanzó el codo contra el vientre de Serafín, consiguiendo soltarse. No tuvo tiempo de entrar en el carrusel enloquecido de porrazos cuyo centro era el mayor de sus hijos, porque Serafín la hizo caer de bruces al suelo, donde se sentó a horcajadas en su cintura, tirándole del pelo mientras volvía a encañonarle con el arma, ahora en la nuca. Fue entonces cuando Paula sumó por fin su grito a la algarabía que sonaba en todo el barrio. Y el más estridente, era el grito de Ana, la novia de Antonio, que había acudido sobrevolando la ola del rumor de que habían matado a su novio y al ver que todavía se debatía, se puso a golpear a puntapiés las piernas de los cinco atacantes, a los que no paraba de dar tarascadas y jalones de pelo. Inmovilizado por dos, Miguel vio que Antonio no resistiría mucho más, porque tenía manchas de sangre por todas partes y ambos pómulos reventados; trató de no pensar en el dolor de la quemadura para que también la mano izquierda le sirviera y se libró de la doble presa a empujones. Un salto de funambulista le situó junto a su hermano a quien trató de proteger con los brazos y el pecho, con todo el cuerpo, bajo la andanada incesante de golpes. Miguel cayó al suelo, fulminado por una tranca con la sien derecha reventada. El grito de Angustias sonó al unísono del alarido de Paula, que sacando fuerzas de su rabia consiguió girar sobre sí misma en el suelo para librarse de Serafín, que cayó hacia un lado.
Pareció como si la sangre de Miguel fuese lo que faltara. Era el causante más conspícuo de la escasez de vírgenes en el barrio, pero nadie se lo reprochaba. Su amor por la vida y su capacidad de gozo se plasmaba en la sonrisa arrebatadora, en las bromas a niños y viejos, a matronas, muchachas y padres de familia. Le adoraban, y no sólo las jóvenes que tan entusiásticamente correspondína sus requerimientos. Sin esfuerzo ni jactancia, contribuía a alegrarles la vida a todos y ahora le habían descalabrado. Su frente escarlata fue un toque a rebato. Como si hubiera sonado de verdad un cornetín, cayeron sobre los ocho atacantes botellas de vidrio, sillas, macetas y bastones de acebuche, y una horda enfurecida de vecinos salió en tropel de todas las puertas. Acudían a decenas mujeres vociferantes en enaguas y cubiertas con toquillas y hombres en calzoncillos. Gritaban poco, porque se les atragantaba el furor, pero amenazaban mucho con sus expresiones y ademanes. Los secuaces de Serafín se detuvieron, tiraron las trancas al suelo intentando ser invisibles y los que pudieron escapar del tumulto huyeron precipitadamente. El cerco fue cerrándose. Serafín, con la espalda apoyada en el portalón de la barbería, esgrimía de nuevo su arma. Cuatro de sus compañeros habían huido y los tres restante estaban recibiendo tantos mazazos y patadas que no tardarían en morir. Disparó torpemente, pero no alcanzó a ninguno de los que le rodeaban. La bala siguió una trayectoria alta, hacia la primera planta de la casa de enfrente, yendo a atravesar el pecho del viejo alcoholizado cuya complicidad en el silencio había solicitado Paco. Cayó a por encima del pretil y su cuerpo sin vida se estrelló contra el empedrado con un sonido capaz de desbordar los colmos de todos los presentes. El linchamiento de Serafín pareció inevitable. Pero el portalón se entreabrió lo justo para que Gustavo tirara de su hijo hacia el interior. El golpe seco al encajarse de nuevo las dos hojas de gruesa madera sonó a fanfarria final.
En el centro del corro de imprecaciones quedaron los tres camaradas de Serafín inertes, aplastados a pisotones, descoyuntados como júas y vestidos con ropa sucia de matarifes. El cadáver del amigo de Antonio era el más terrorífico, ya que su cerebro se había vaciado del cráneo abierto. Al caído del balcón se le había petrificado la sonrisa beoda sobre el empedrado manchado de rojo. Miguel también parecía haber muerto, pero Antonio, aunque incapaz de ponerse de pie, continuaba consciente y se arrastró hacia su hermano, mientras Paula se arrastraba también por el otro lado. Disuadidos por la desolación de los tres, ninguno de los presentes acudió a ayudarles, como si temieran que un roce fuese para ellos tan lacerante como una puñalada. Paula se echó sobre el pecho de Miguel sintiendo que el dolor de lo de Mani había sido el primero de un viacrucis al que algún ángel inmisericorde le condenaba, ya que si grande era el dolor porque Ricardo y Miguel pudieran morir, no lo era menor ver el desconsuelo de Antonio, cuyo llanto y besos humedecían el rostro inexpresivo de Miguel. Paula giró la cabeza sobre el pecho, situó la oreja junto al corazón de su hijo y alertó a los vecinos:
-Haced sitio y ayudadme, que el Migue está vivo. Por Dios, ayudadme, que se me muere; hay que llevarlo a la casa de socorro enseguía.
Angustias deseó perder la facultad de oír. A la sordera voluntaria para lo que su padre le decía a Serafín atropelladamente, quería añadir la sordera a lo que escuchaba en la calle. Si Miguel moría, ya no quería seguir viviendo. Sobre todo, al lado de quien era el causante de su desgracia y a quien las convenciones le obligaban a querer. Si tenía que querer a Serafín despues de que éste hubiera causado la muerte de Miguel, no lo soportaría. También deseaba no escuchar los porrazos que Paula daba con los puños en el portalón, mientras gritaba:
-¡Serafín! ¿A dónde has llevao a mi Ricardo? Dímelo, ten caridad. ¿A dónde te lo has llevao?
Dos grupos habían alzado a Antonio y Miguel y los llevaban al hospital, pero Paula no quería ir tras ellos sin responderse la pregunta: ¿Cuántos hijos había perdido esa noche? El grupo más compacto se distanció para cruzar el puente sobre el Guadalmedina, turnándose como portadores de Antonio y Miguel y seguidos por el cortejo de quienes querían consolar a Paula pero no se atrevían, porque les desconcertaba que no soltase un torrente de lágrimas y, en vez de ello, apretase tan fieramente los labios. Los demás vecinos regresaron poco a poco a sus lechos y los comentarios se volvieron murmullos y finalmente cesaron. El silencio cayó sobre el tramo de calle situado ante la barbería, donde el empedrado apenas era visible bajo los restos del estropicio.
Paco y el Templao iban calle Ollerías arriba, de regreso al barrio. La oscuridad espesa y sonámbula fue atravesada por el eco lejano de las campanas.
-Joé, las cuatro y media de la madrugá -dijo el Templao-. Esta mañana se me van a salir los huesos de sitio currelando en el puerto, porque no puedo ni con mi alma.
-Total, pa ná -lamentó Paco-. Ya te dije que estos fascistas son maestros del disimulo y el secretismo, igual que los curas. ¿Será posible que nadie sepa en el Muro de San Julián que se esconde una de sus guaridas entre los prostíbulos?
-Pero tampoco hemos encontrao la del paseo Reding.
-Bueno, eso es más lógico. Esa zona de Málaga, con tanto capital, tiene que ser un nido de derechistas reaccionarios, imagina; seguro que están compinchaos y tó lo que hemos conseguío que nos digan por la calle y en las tabernas será mentira. Lo raro es que tampoco supiera ná del Ricardo el de la Alameda de Colón.
-Yo no lo comprendo -dijo el Templao, sonriente-. A ese tío le he dao más hostias que a nadie en toa mi vida, y mira que antes yo tenía la mano la mar de suelta. Con tó lo que ha llorao, no creo que ese cagarruta tenga aguante pa no cantar hasta zarzuela. Seguro que no sabía ná, pero a mí no me entra en la cabeza. ¿No dicen que quieren traer a España la organización y la disciplina de los alemanes? Po lo lógico sería que organizaran y discutieran lo que le hayan hecho a tu hermano.
-No creas que estén tan organizaos -discrepó Paco-. Total, namás hace unos cuantos meses que fundaron su mafia de soldaditos de plomo. Y esto no es Alemania.
-Entonces, ¿qué coño hacemos con lo del Ricardo?
-Hay que interrogar al Serafín -afirmó Paco.
-Ese no viene a su casa esta noche ni amarrao -opuso el Templao-. Estará cagándose patas abajo del miedo a encontrarse contigo y tus hermanos.
-Alguna vecina sabrá si ha regresao. Como esté tan tranquilito, durmiendo en su cama, se le va a indigestar el sueño. ¿Vienes conmigo?
-Po claro. No voy a hacer la treinta sin hacer la treinta y una. Y además, Paco, que yo no me querría despedir esta noche de ti sin que me digas si te parecería... en fin... que a mí me gustaría que me lleves a tu célula...
-¿Ya te has enterao, Paquillo? -preguntó al cruzarse con ellos Ciriaco el Cenachero, que siempre salía a la misma hora a ver qué pescado conseguía entre los bolicheros de la playa, para el puesto ambulante que constituían los cenachos de esparto colgados de sus brazos en jarras, con los puños en las caderas.
-¿De qué me tenía que enterar? -repuso Paco.
-La pandilla del Serafín ha estao a punto de acabar con tus hermanos Antonio y Miguel. Al Antonio le han escayolao medio cuerpo con tres costillas partías y al Miguel, además de que tiene una quemaúra en la mano de aquí te espero, le han abierto la frente y han tenío que echarle veintiocho puntos.
Paco se paró un instante, con los puños apretados junto a los muslos hasta casi clavarse las uñas, tratando de controlarse porque la sangre se le agolpaba en las sienes como un ciclón. Debía contenerse para no actuar como un loco, contar hasta veinte, tal como le aconsejaban en el partido. Inspiró hondo y preguntó al Cenachero:
-¿Seguro que no es más que eso?
-¡Chiquillo!, ¿te parece poco?
-¿Sabes si el Serafín está en su casa?
-¡Digo!, encerrao como en un sagrario, porque el barrio en pleno quería lincharlo.
-Guaqui, ¿vienes?
No les asombró que los cinco cadáveres permanecieran ante la barbería entre los amontonamientos de cascotes de macetas y fragmentos de cristal, olvidados, lívidos y rígidos, sin que la policía interviniera. Los guardias no se enterarían de los acontecimientos por la denuncia de ningún vecino y nunca conseguirían información del desarrollo ni de los motivos del suceso para informar adecuadamente al juez, y si les avisaban los falangistas supervivientes, no vendrían hasta el amanecer.
-Son tres falangistas y dos de los nuestros -bromeó el Templao-. De momento, vamos ganando.
-No seas burro, Guaqui -reprendió Paco-. Los muertos no son victoria pa nadie, namás que son abono pa el odio. Nuestro barrio se parece cada a día más al Perchel y no deberíamos consentirlo, porque así vamos de culo. Con follones como éste, la causa proletaria sólo puede perder. Mira, a la puerta de la barbería le falta ná y menos pa caer; tiene que ser cosa de mi Antonio; está claro que le sobran huevos, aunque los use tan malísimamente. Espérame aquí un poco, escondío pa que no te vean desde dentro de la barbería, que ya mismo vengo.
El Templao se cobijó en el rincón más oscuro. Le desconcertaba que tras el escándalo, que sin duda había tenido que ser mayúsculo a la vista del resultado de cinco muertos y dos heridos graves, hubiera un silencio tan completo. Sólo alguna rata se aventuraba entre las matas desarticuladas de las macetas estrelladas entre los cadáveres, pero ni siquiera miaban los gatos, aunque últimamente quedaban pocos en el barrio; según se rumoreaba, porque estaban pasando por conejos en muchas de las mesas peor abastecidas. Cuando se aseaba en la palangana a la vuelta del puerto, todos los días venía su madre con historias que le hacían sospechar que la suya no era la familia más miserable del barrio, como siempre tendía a creer. Vio regresar a Paco del corralón de Las Dos Puertas. Andaba sigilosamente y portaba un objeto en cada mano. ¿Heramientas para desencajar el portalón? Aunque fuesen hermanos, evidentemente Paco y Antonio obraban de modos muy diferentes.
-Namás que he encontrao ésto -dijo Paco, exhibiendo un cincel y un destornillador grande-. Arma un poco de jaleo junto a la ventana de la barbería, pa distraerlos mientras yo acabo de tumbar el portón.
El Templao se puso a proferir los peores insultos mientras golpeaba ruidosamente los vidrios de la ventana. Primero se abrió el postigo izquierdo y apareció la cara iracunda del barbero pegada al cristal; a continuación, se abrió el de la derecha para desvelar la expresión desencajada de Bernarda, que movía los labios en lo que debía de ser su respuesta a las injurias. Detrás, al fondo de la sala, haciendo presión con su cuerpo sobre la puerta que comunicaba esa habitación con la contigua y en camisón, Angustias presentaba una expresión ausente bajo el llanto, como si bordease la enajenación; de repente, cayó hacia adelante, impulsada por el empujón violento contra la cara contraria de la puerta y apareció Serafín, que se acercó a la ventana a zancadas, esgrimiendo la pistola. El disparo convirtió el cristal en añicos y pasó rozando la cabeza del Templao, que sufrió varios pequeños cortes en la cara por las astillas de vidrio, pero tuvo reflejos para reaccionar y ocultarse agazapado junto al zócalo. La mano de Serafín emergió a através del marco vacío del cristal destrozado, buscando a ciegas el cuerpo del Templao; éste, convencido de que si corría tenía todas las de perder, aferró la mano armada; la primera presa no fue lo bastante firme y Serafín pudo accionar el gatillo; con los ojos desorbitados, el Templao se miró la basta tela del pantalón en la entrepierna tensada por la flexión de sus muslos. Sintió quemazón tan intensa, que en el primer segundo creyó que la bala le había perforado el pene; cuando comprendió que sólo había pasado casi rozando estalló en su ánimo una explosión mucho más intensa que la del disparo; la boca que mordió el puño de Serafín parecía la de un perro rabioso. Con una extraña sincronía, el golpe de la pistola sobre el empedrado sonó al mismo tiempo que la caída de las dos hojas del portalón hacia la calle. La entrada estaba expedita y Paco gritó:
-Vamos pa dentro, Guaqui.
Éste acudió con la pistola en la mano, diciendo furiosamente:
-Me lo cargo.
-¡Quieto y parao, Guaqui! De muertes, ya sobran una pechá esta noche. Dame la pistola.
Dócilmente, el Templao entregó el arma a Paco, que se la encajó en la cintura. Entraron en la vivienda sin dificultad, porque la puerta de cuarterones de vidrio pintados de blanco que comunicaba la barbería con la trasera carecía de cerraduras o pestillos. Parada detrás, se toparon con Bernarda, que blandía una sartén. Guaqui se limitó a arrebatársela, obligándola a apartarse. Al otro lado de la mesa de comedor, que ocupaba la mayor parte de la minúscula habitación, Gustavo agitaba dos cuchichos de cocina; Paco le encañonó con el arma de su hijo, tendiendo la mano izquierda para que se los entregase.
-Vas listo -dijo Gustavo-. Mi Serafín me ha dicho que ya no le quedaban balas, si no, no se la habría quitao ni el lucero del alba.
-¿Quiere usted que comprobemos si tiene razón o es una bravuconada? -ironizó Paco, acercando la pistola al rostro del barbero.
Éste echó los cuchillos sobre la mesa, de donde los tomó el Templao.
-¡Guaqui, al avío! -ordenó Paco.
Cada uno de los presentes interpretó la orden a su manera. El Templao sabía que lo que Paco quería era que no hiciera uso de los cuchillos, pero el matrimonio entendió que iba a a morir. Se arrodillaron llorando, con la cabeza apoyada sobre el hule de la mesa.
-¡Tened compasión de nosotros! -suplicó Bernarda.
-¿Dónde se ha escondío el Serafín? -preguntó Paco.
Tras los segundos de silencio que siguieron, se entreabrió una de las dos puertas que permanecían cerradas y asomó el rostro demudado de Angustias, que preguntó en un sollozo:
-¿Qué le ha pasao al Migue?
-¿A ti qué te interesa ese salvaje? -preguntó acremente Bernarda- Ojalá que la quemaúra lo deje lisiao pa los restos.
Paco vaciló un instante, durante el que su mente especuló sobre el significado de la pregunta de Angustias. Al caer en la cuenta, sonrió apenas con los ojos; a Miguel no se le resistía ninguna, aunque se tratara de la muchacha más inaccesible del barrio. La pregunta podía indicar algún grado de correspondencia y complicidad; había más de un problema entre la familia del barbero y la suya.
-No se va a morir, es duro de pelar -respondió Paco, buscando los ojos enrojecidos de Angustias para tranquilizarla con la mirada-. ¿Dónde está tu hermano? Te juro por la salud de mi madre que namás quiero hacerle una pregunta.
Angustias indicó la puerta vecina con un movimiento de pupilas.
-Que ná ni nadie se mueva en esta habitación, Guaqui -dijo Paco-; no consientas al Granaíno que se ponga de pie.
Abrió la puerta indicada de una patada. A primera vista, no había rastro de Serafín; alcanzó de un salto el rincón donde una cortina cubría el hueco que servía de armario; demasiado atiborrado de líos de ropa y cajas, no había sitio para que se escondiera un hombre. Sólo quedaba mirar bajo la cama. S acercó lentamente, pero su cautela no bastó; desde el escondite bajo el colchón, Serafín lanzó la mano provista de un cuchillo que clavó en el muslo de Paco. Paradójicamente, el dolor que irradió desde ese punto a todos los resortes de su cuerpo no sirvió para disuadir a Paco, sino para estimularle como el aguijón de una avispa, aflojando la disciplina que se imponía con tanto rigor desde que en el partido habían empezado a otorgarle responsabilidades. De un manotazo, alzó la cama para levantarla de costado; despojado de su protección, Serafín se acurrucó en el ángulo que formaban el colchón y la pared, llorando y con las manos protegiéndose la cabeza como quien se resguarda de un alud.
Paco sintió que le corría un hilo de sangre por la pierna, pero la puñalada no era profunda. Arrancó el cuchillo de su carne y lo apoyó sobre el cuello de Serafín, con el furor que le entrenaban para no sentir y recreándose en él.
-Dime ahora mismo lo que habéis hecho con mi hermano Ricardo.
-No le hemos hecho ná -afirmó Serafín.
Paco observó que el muchacho acababa de orinarse en los pantalones.
-Deja de llorar, pa que no tenga que decirte lo de la madre de Boabdil. ¿Dónde tenéis a mi Ricardo?
-No lo tenemos nosotros –gimió-. Lo detuvimos y lo llevamos a la comisaría de vigilancia. Eso es lo que manda Falange que hagamos si no se tuercen las cosas y los rojos no nos obligáis a...
Sobre la alegría de la noticia, Paco escupió su indignación:
-¿Quién coño sois vosotros pa detener a nadie, monigotes de mierda?
Descargó despectivamente una patada suave en la entrepierna humedecida de orina. En la otra habitación, dijo:
-Que no se mueva ni el aire, Guaqui, que tengo quehacer ahí fuera.
Salió a la barbería y Gustavo escuchó con desolación el ruido del espejo al caer hecho añicos y el despanzurramiento de los tarros de Flöid, Abrótano Macho y Alcohol de Romero, los grandes frascos de lavanda barata y la jofaina, mientras Paco murmuraba "esto por mi Antonio; esto, por el Migue; esto, por los cuatro meses de muerte en vida del Mani; esto, por los disgustos de mi madre...". Sobre los chasquidos, pudo oírse la voz autoritaria de Paula, parada ante la puerta, mayestática:
-¡Paco!, ¿te has vuelto loco? ¿Tú, el único que mis hijos que yo creía cuerdo?
La pregunta fue como una sacudida que lo rescató del arrebato, Paco se detuvo y preguntó:
-¿Cómo están mis hermanos?
-Destrozaos, pero no van a morirse. ¿Y el Ricardo, has averiguao algo?
-A lo que parece, está entero. Estos mamarrachos lo han llevao a comisaría.
-¿Con qué autoridad?
-Con la que se sacan de sus delirios.
-¿Qué te pasa en el muslo? -Paula señalaba la mancha de sangre en el pantalón.
Sólo en ese momento recordó Paco la herida. Su madre le arremangó la pernera para descubrir el puntazo de unos dos centímetros en medio de un hematoma amoratado; había dejado de manar sangre.
-No es ná -dijo Paula, mientras rociaba sobre la herida colonia de uno de los tarros pequeños que habían sobrevivido a la destrucción-, pero esto es como una plaga: tos mis hijos estropeaos, y ojalá que el Ricardo, aunque detenío, esté de verdad entero. Echa a andar, porque sólo quedamos tú y yo pa los periódicos.
-¿Tú vas a venir a por los periódicos?
-¿A quién vas a acudir? Ninguno de tus hermanos puede hacerlo. Al Ricardo, ya veremos a mediodía cómo lo sacamos del lío; ahora, lo primero es conseguir dinero pal mercao.
-¡Guaqui! -llamó Paco desde la calle-. Deja tranquila a esos mierdas, que ya han tenío bastante y con su pan se lo coman. ¿No tienes que ir a trabajar?
-Falta un rato -respondió el Templao al abandonar la barbería de un salto; parecía optimista-. Hace cuatro meses que a estas horas chispa más o menos, me voy a ver al Mani, y ya me he acostumbrao y me siento una pechá de raro si no voy. Ahora que está despierto, con más motivo. ¿Quiere usted que le diga algo?
La pregunta se dirigía a Paula.
-Que en cuanto pueda, iré a verlo y le llevaré un poquillo de carne de membrillo.
-Po condiós. Y... Paco, ya sabes, que yo, tu célula...
-Esta noche hablamos, cuando tomemos el blanco que me has convidao.
Viéndolo alejarse, y mientras caminaba junto a su madre, Paco comentó:
-¡Qué cosa más rara! Ha dicho que va tos los días a ver al Mani.
-¡Como un reloj! -exclamó Paula-. Comentan las monjas que lo que él hacía ha tenido que servirle de mucho a tu hermano.
-¿Qué hacía?
-Se pasaba más de media hora todas las madrugás contándole al oído los chismes del barrio, como si el Mani pudiera oírle.
Paco sonrió.
Sonrió también la monja portera, con alivio, al ver entrar al Templao.
-Oye, tú eres amigo de Manolito Rodríguez Robles del Altozano, ¿no?
-Algo así.
-Nos ha dado la noche y ha habido que amarrarlo a la cama, porque se quería escapar y no paraba de echarse al suelo. A ver si pudieras convencerlo de que tiene todavía muchos días por delante hasta que se restablezca y pueda volver a andar. Ha crecío una barbaridad en estos cuatro meses y los huesos se le pueden hacer astillas.
-Ya veré, pero ése tiene un genio que se las trae...
-¡Ya lo creo que tiene genio! Pero inténtalo, ¿eh?
Subiendo las escaleras, desde donde comenzaba a vislumbrarse la luz del alba a través de los grandes ventanales, el Templao sintió cansancio por primera vez esa noche. Iba a quedar derrengado en el puerto y no podía permitirse simular una enfermedad, puesto que había perdido el jornal del taller la tarde anterior. Un café le despejaría.
-Guaqui, me estoy cagando -dijo Mani al verlo llegar-. Avisa a la monja.
El Templao rió y se puso a soltarlo él mismo de las ataduras.
-Te voy a desamarrar, pero prométeme que harás lo que te manden. Dicen las monjas que tienes los huesos como el cristal.
-¿Qué sabes de mi hermano Ricardo? -preguntó Mani desde el asiento de la letrina, para tratar de sacudirse la vergüenza por la proximidad del Templao, que permanecía vuelto de espaldas a él pero sin soltarle el brazo derecho.
-Namás que está detenío en la comisaría. Lo malo es que...
-¿Más desgracias?
-Anoche ha habío una de moros y cristianos delante de la barbería. Cinco muertos y una pila de destrozos y tus hermanos están heríos, pero ninguno corre peligro. Creo que el Migue es el que está peor.
-¡Mierda! -exclamó Mani-. Entonces, ¿quién va a vender los periódicos?
-Bueno, la hería del Paco es una tonteriílla y ha ido con tu madre, hace un rato, a buscarlos.
-¿Mi madre y él, namás? Tenemos que sacar al Ricardo de la comisaría ahora mismo, Guaqui. Ayúdame, por favor.
-No puedo, Mani. Total, ya no hay ná que hacer esta mañana y yo no tengo más cojones que ir a trabajar, porque anoche, con no ir al taller por estar con tu Paco, he dejao de ganar ná menos que dos pesetas. No faltaba más que pierda también el jornal de hoy.
Mani frunció los labios conteniendo el enojo; le exasperaba la parsimonia del Templao. Preguntó:
-¿Podrías decirle a la Inma que venga y me traiga la ropa?
-No me da tiempo, Mani. Ten paciencia, chiquillo, que no se va a acabar el mundo. En cuanto termine en el puerto, echo a correr pacá.

Mañana continuará

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