lunes, 6 de octubre de 2008

Aquí sigo. LA EDITORA NO HA CONSEGUIDO TODAVÍA QUE ME MUERA


Sigo en mi empeño de cobrar lo que me he ganado durante quince años. Aquí tenéis un pasaje de la primera novela que publiqué con la editora que se ha apropiado ilícitamente de mi dinero y mis derechos..

La editora no para de comprar gente que me difame y pagar abogados para que me amenzacen. A lo mejor le hubiera salido más barato pagarme correctamente durante estos cinco años.

Os recuerdo que ella se ha lucrado con mis libros en más de 400.000 euros en cinco años, mientras que a mí me liquidaba miserias fraudulentas que no llegan a los 35.000euros en cinco años. Calculad.

NO COMPRÉIS MIS LIBROS EN LIBRERÍAS, SINO EN INTERNET.
La editora de mis cuatro novelas más célebres, se ha apropiado ilícitamente de mis derechos de propiedad intelectual y de mis novelas. ES UNA LADRONA. No la enriquezcáis más. Comprad mis libros en www.leer-e.com

Podéis leer a continuación las primeras páginas de la novela que he anunciado.

ORO ENTRE BRUMAS
Brumas sobre el oro
Corría 1702 cuando el río de oro que había sido el océano Atlántico volvió a fluir después de tres años de sequía.
Eran aquellos tiempos difíciles para el imperio español, porque los reinos europeos, ansiosos de apoderarse de las tierras y riquezas hispanoamericanas, habían ideado un personaje de perfiles imprecisos y carácter siniestro: el pirata. O el bucanero. O el filibustero. Máscaras que embozaban con frecuencia a generales y almirantes de los reyes de Inglaterra, Francia y Holanda.
En las postrimerías del siglo XVII, eran incontables las islas antillanas convertidas en bases de los piratas. Y éstos eran tan numerosos y los estragos causados a los galeones españoles del comercio de Indias llegaron a ser tan graves, que la Flota de la Plata de 1699 tuvo que refugiarse en La Habana a la espera del refuerzo que podía representar la de 1700. Reunidas las dos, tampoco se creyeron lo bastante fuertes como para romper el acoso bucanero. Esperaron aún la flota de 1701, pero únicamente en el verano de 1702 se atrevieron a iniciar la travesía gracias a una protección que les pareció providencial.
Mientras los galeones aguardaban en La Habana tiempos más propicios y las arcas españolas se vaciaban, tenía lugar un encadenamiento de hechos que convulsionaron al Reino de España, situándolo en grave riesgo de ser dividido entre las potencias de Europa: Parecía a punto de derrumbarse el entramado de intereses de aquella precursora del mercado común europeo que fue la Casa de Contratación de Sevilla; Carlos II el Hechizado, bajo cuyo reinado partió la primera de las tres flotas, murió sin descendencia; superadas las graves intrigas cortesanas originadas porque el último rey español de los Habsburgo no hubiera engendrado un heredero, el francés duque de Anjou sucedió a Carlos II, siendo coronado con el nombre de Felipe V. Esta coronación suscitó la ira del imperio austriaco y la alarma de Holanda e Inglaterra, temerosas de que el abuelo del nuevo rey, Luis XIV de Francia, pudiera convertirse en emperador de Europa gracias a la anexión de España y sus extensas posesiones. Así nació la Gran Alianza, en contra del cambio de dinastía en el trono de Madrid.
Cuando el joven rey Felipe V fue informado de las catastróficas consecuencias económicas que ocasionaba la permanencia de tres flotas en La Habana con el producto de tres años del Comercio de Indias, Luis XIV puso a su disposición la armada francesa, una de las más poderosas de la época, para la protección de los galeones en la travesía del Caribe a Cádiz.
Como ya había comenzado la contienda europea que fue la Guerra de Sucesión española, abundaban los intentos de invasión de la península por parte de las potencias de la Gran Alianza, con Inglaterra a la cabeza.
Advertidos del riesgo que el acoso de la Gran Alianza podía representar para la preciosa carga que transportaban, los almirantes de las tres Flotas de la Plata decidieron no enrumbar hacia Cádiz, que era lo que mandaba la ley, y refugiarse en Vigo, a la espera de circunstancias más favorables.
Un conjunto de acontecimientos que representa un enigmático avatar de la Guerra de Sucesión, hizo que el almirante de la armada angloholandesa abandonara el intento de invadir Andalucía y pusiera sus navíos rumbo a Vigo, resuelto a apoderarse de la carga, que los espías ingleses y portugueses consideraban el más fabuloso tesoro que jamás hubiera navegado sobre el mar. La presencia de la armada de Luis XIV no le desalentó.
La noche del 23 de octubre de 1702, los vigueses presenciaron una de las mayores catástrofes sufridas hasta entonces por el poder imperial español. El fuego y la sangre, y también el oro, inundaron la ría de Vigo. El fuego se extinguió pronto y la sangre dejó de aullar cuando las familias rotas consiguieron aliviar su dolor. Pero la inundación de oro cayó por el sumidero de los misterios insondables, esos misterios que perviven porque sus protagonistas se conjuran para no desvelarlo. Las brumas del tiempo y un silencio trufado de vergüenza y necesidad de olvido eclipsaron el brillo de centenares de millones de doblones de oro y millares de toneladas de plata.
Durante los tres siglos transcurridos desde entonces, han sido muchos los aventureros que trataron de encontrar la entrada del sumidero.
Hay ojos que han visto muestras del oro que traían aquellos galeones. Hay ojos que han escudriñado las afiligranadas caligrafías de millares de documentos, en busca del rastro del tesoro, con la pretensión de disolver la bruma que el tiempo espesa. A unos les impulsaba la avaricia; a otros, la curiosidad. Muchos sentían la necesidad de desentrañar las causas y los efectos de aquella tragedia, necesidad que demasiados cronistas se han empeñado en burlar, estremecidos por el sonrojo y el horror. El sonrojo que causa la impericia suicida de los gobernantes españoles de la época y el horror de tantas vidas, haciendas, fortunas y oportunidades malogradas.
Entre 1702 y la actualidad, la bruma sigue reinando en la ría de Vigo.




Misterio en el fondo del mar

Hacía más de una hora que la discusión se había caldeado hasta un nivel de tensión que resultaba incómodo para la que debía ser plácida sobremesa de la cena, lo que podía condicionar desfavorablemente el ánimo de los submarinistas cuando reanudasen la exploración al amanecer.
Dimas Outeiro sabía manejar las pasiones de sus ayudantes y canalizarlas con tino hacia la producción de excelentes programas de televisión, pero el equipo de ahora presentaba una peculiaridad que lo hacía muy diferente de todos los que había dirigido antes. Descontados los cámaras, la jefe de producción, la script, las dos redactoras y los utileros, casi la mitad eran submarinistas que, tal como exigía el anuncio de "Faro de Vigo" a través del que se les había contactado, poseían buen nivel cultural, ya que entre ellos había un médico a punto de doctorarse, un licenciado en filología inglesa, dos graduados en ciencias de la información y un economista. Todos destacados deportistas, con el carácter firme y tenaz que posibilita los éxitos deportivos. No se trataba, pues, de personas a las que pudiera impresionar ni apocar recordándoles sibilinamente, para zanjar la discusión, que el nombre de Dimas Outeiro había salido ya centenares de veces en los créditos, como realizador de algunos de los programas de televisión más célebres de los últimos años.
Trató de evadirse de la airada charla abstrayéndose en la contemplación del paisaje enmarcado por el ventanal del restaurante, donde les había llevado a cenar para romper la monotonía de los menús del hotel en que se alojaban y donde venían comiendo a diario. La ría de Vigo ganaba plasticidad con la noche, el rosario de aldeas formaba una constelación de puntos luminosos reflejados en el agua inmóvil, una galaxia duplicada que más parecía la creación de un pintor. Él sabía que bajo su amable apariencia, ese agua ocultaba en el fondo los rastros de acontecimientos escalofriantes; y no sólo lo sabía mediante la lectura, sino porque había dedicado muchos veranos de su vida a explorar con precarios equipamientos de buceo, desde la cenagosa y turbia ensenada de San Simón hasta las proximidades de las islas Cíes. Cinco objetos, dos de oro y tres de plata, expuestos en un despacho reservado de su casa al que muy pocos amigos tenían acceso, eran el resultado de dos decenios de exploración y el origen de su obsesión por grabar la serie de documentales "El oro de Vigo" que, tras muchos años de proponerla a las productoras de televisión, por fin estaba realizando.
Las quejas de los submarinistas eran razonables, pero ¿cómo convencerles de que ningún canal de televisión abordaría la compra de unos documentales con la misma alegría presupuestaria que un programa de cotilleo rosa en prime time? Ante los jóvenes, él era "la productora", aunque ante la productora Telemedia fuese, en realidad, "ese lunático que sueña con el oro de Vigo y ha conseguido meternos en este embolao". Opinión que, sin duda, era la causa de que llevaran dos semanas y media esperando las máquinas e instrumentos que, al finalizar el primer día de grabación, sabían todos que eran indispensables. A pesar de que Telemedia había transigido y aceptó el proyecto por la proximidad del tercer centenario de los hechos que habían dado origen a la leyenda del oro, sus directivos estaban recortando los gastos hasta extremos insoportables, lo que comenzaba a abonar el desaliento de los submarinistas.
El más impaciente era Gerardo Cao, un sujeto que a Outeiro le sacaba de quicio casi a todas horas, por sus ínfulas de sabelotodo y su afán de ir por delante de los demás en las exploraciones donde participaba. Además, resultaba sospechoso que supiera tanto sobre el oro de Vigo y la batalla que había originado la leyenda, conocimiento que parecía con frecuencia más extenso que el del propio Dimas Outeiro, a quien le daba la impresión de que el chico quisiera subírsele a las barbas.
-Es que si encontramos percebes donde buscamos esmeraldas y pulpos donde debería haber metales preciosos -decía Gerardo en ese momento-, uno acaba perdiendo la paciencia.
-Yo estoy hasta los huevos de jugarme la vida entre hierros retorcidos -protestó Rafael Beira, un periodista, también submarinista, que tenía aspecto de carnicero-; esos barcos debieron naufragar hace menos de tres años, no trescientos.
-¡Ya te digo! -concordó Julio Parada, el médico-. Lo que yo quisiera saber es si hemos explorado realmente algún galeón, porque, por la pinta de lo que hemos visto...

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