viernes, 17 de octubre de 2008

LA DESBANDÁ. Léela gratis


Como la editora de mis últimas cuatro novelas, pese a haberse lucrado con más de 400.000 euros con mis obras en los últimos cinco años, no me ha pagado más que el 3%, cuando lo acordado en contratos era el 10%, considero nulos todos los contratos firmados con ella, según la letra y legalidad de los propios contratos.
Por lo tanto, ofrezco aquí gratis la lectura de partes de la novela.

LA DESBANDÁ. Continuación

Habían tenido que dividirse entre Paco y ella los ejemplares del diario que habitualmente ponían a la venta entre todos. Apostada en la esquina de la Alameda con Puerta del Mar, Paula se sentía extraña y se preguntó qué haría que a sus hijos le sobraran a veces periódicos sin vender, porque, al ritmo que iba, a las once de la mañana se le habrían agotado, a pesar de que había llegado a las ocho con el triple de los que solía poner a la venta Miguel, cuyo punto ocupaba. Ignoraba que su extrañeza era inferior a la de quienes la miraban a ella; una mujer de aspecto nada miserable, rubia brillante, de hermosos ojos violetas, esbelta a pesar de sus cuarenta y cinco años y, a despecho de los remiendos de su ropa, irradiando distinción. Vendiendo periódicos, resultaba tan desajustada como si lo hiciera un canónigo de la catedral y, por tal razón, se los estaba comprando mucha gente que nunca lo hacía y que tal vez ni los leyera. Como eran tantos los que circulaba mirándola fijamente, no le llamó la atención el coche que se había detenido unos metros más allá de la otra esquina. Comprendió de quién se trataba cuando vio acercarse al chofer de culo monumental.
-¡Otra vez! -exclamó con impaciencia.
-Dice doña Elena que haga el favor de venir un momento a hablar con ella en el coche -dijo Rafael.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey observaba con ansiedad el desarrollo de la gestión encomendada a su criado. Era una casualidad afortunada haber encontrado a la madre cuando se dirigía al hospital, a tratar de hablar con el hijo.
-Pues pregúntele si no tiene ojos en la cara -respondió Paula-. ¿No ve que estoy trabajando?
Rafael se retiró hacia el lustroso hispano-suiza y cruzó unas frases con su jefa. La mano de Elena salió por la ventanilla para entregar un sobre al criado. Cuando Paula lo vio acercarse, notó que era el mismo que había rechazado la noche anterior.
-Dice doña Elena que cuánto valen estos periódicos.
Paula contó los ejemplares que le quedaban y los multiplicó por el precio unitario.
-Ocho pesetas y tres reales.
-Po tome usted veinte duros, que me los llevo -Rafael le entregó el billete que contenía el sobre, se agachó, enrolló los periódicos y se los metió bajo el brazo-. Ahora que su trabajo ha terminao, ¿puede hacer el favor de venir al coche?
A Paula le pedía el cuerpo tirar el billete al suelo y arrebatar los periódicos al criado, pero veinte duros eran veinte duros, mesa servida opíparamente durante una semana o dos, y para heroicidades, ya habían realizado demasiadas los miembros de su familia durante toda la noche. Se acercó dispuesta a decir "gracias" nada más y alejarse por un callejón por el que el coche no pudiera perseguirla. Mas cuando se aproximó, Elena salió del coche y, sujetando la portezuela, la empujó suavemente dentro. Sentadas una al lado de la otra, ambas se escudriñaron pero de reojo, como si ninguna de las dos se atreviera a mirar a la otra de frente.
-Tienes que admitir, por lo menos, que ayude a tus hijos.
-¡A buenas horas! Hemos sobrevivido y seguiremos sobreviviendo. No necesitamos ayuda de nadie. Sobre tó, no necesitamos ayuda de usted.
-Tienes que creerme, Paula. Yo ignoraba completamente tu existencia y, por lo tanto, no podía conocer la de tus hijos. Estoy pasándolo fatal...
-¿Usted lo está pasando fatal? No me haga reír, señora.
-No me llames "señora", Paula, por favor; me mortificas todavía más cuando lo dices.
-¡Qué sabrá usted de lo que es mortificación! ¿A que no se imagina por qué he venío esta mañana a vender periódicos? Tengo tres hijos en el hospital y uno, en comisaría.
-¿Por qué?
Paula relató los sucesos de la noche, brevemente y sólo en lo relacionado con sus hijos, sin mencionar los cadáveres, cuya noticia aún tardaría un par de días en salir en el periódico.
-Veré lo que puedo hacer por ellos -afirmó Elena cuando Paula terminó el relato.
-Se lo pido por favor y no quisiera ponerme borde, que bastente borderío hay suelto por Málaga; por favor, señora, deje tranquilos a mis hijos y ni se acerque a ellos.
Elena volvió la cabeza, ahora sí, para escrutar fijamente los ojos de Paula.
-Tú no les has dicho nada, ¿no es así? Ellos no lo saben.
Paula negó con la cabeza. Le costaba gran esfuerzo que no se le soltara la lágrima tonta que pugnaba por abrirse paso en su ojo izquierdo. El derecho, que era el que Elena podía ver mejor, se mantendría seco aunque reventara.
-Nunca deben saberlo. Y como usted o alguno de su familia venga a meter cizaña, le juro que... No sé; algo haría pa que usted se arrepintiera.
-¿Cizaña, Paula? ¡Líbreme Dios! Lo que yo quiero...
-Olvídese de nosotros, se lo suplico.
Elena meditó unos segundos, afirmando y negando con la cabeza a un tiempo.
-Deja, por lo menos, que te mande dinero de vez en cuando.
-Hoy, lo he cogío porque me hace muchísima falta, porque namás he terminao un vestío en dos semanas. Pero ni se le ocurra mandarme más. Lo quemaría y le metería las cenizas en un sobre de correo. Se lo juro por mi padre y, al jurar por él, supongo que entiende usted de sobra lo mu en serio que se lo digo.
Paula salió del coche sin despedirse. Sabía que Elena no iba a insistir, al menos en esos momentos; sintió el peso de su mirada conforme emprendía el regreso al barrio.
-Rafael -ordenó Elena-. Da la vuelta pa la casa. Tienes encargos que hacer.
Paula no sentía su propio desplazamiento por las calles que debía atravesar antes de llegar al mercado del Molinillo, porque su cabeza estaba ocupada por una imagen idílica, cegadora de tan resplandeciente. Su padre, casi idéntico a Miguel pero un poco mayor, la alzaba sujeta por las axilas y la besaba y la hacía girar como en un carrusel y la lanzaba por el aire para recogerla al vuelo entre risas como cascabeles, y volvía a besarla en la frente, en la nariz, en las mejillas, en el cuello; era como si mediante los besos recuperase una facultad que le faltaba, algo vital que hubiera perdido. Luego, se iba, como todas las noches. Ahora, sintió ganas de llorar, pero llevaba treinta y nueve años entrenándose en no hacerlo. Se agitó el pelo y sonrió, como diciendo adiós al protagonista del recuerdo. En el mercado, todavía con el tacto cálido de las manos paternas en sus brazos, renunció a medias a la frugalidad habitual; haría carne mechada con tocino de jamón, ajo y clavos, que era el plato que más alababan sus hijos cuando lo cocinaba una vez al año, por Nochebuena, y llevaría fiambreras al hospital y a comisaría. Iba a proporcionarles un gran día después de la pesadilla de la noche.
Eran las cinco y cuarto de la tarde cuando regresó tras realizar el reparto de fiambreras. Antonio saldría al día siguiente del hospital aunque con el engorro inhabilitador de la escayola; Miguel tendría que permanecer unos días bajo vigilancia para que la herida de la frente no se infectase, pero la quemadura no eran tan aparatosa como pareció en un principio pese a que iba a dejarle marcas. Lo de Mani iba para largo. A Ricardo no le habían permitido visitarlo, pero el guardia le prometió entregarle la comida "a la noche, porque como tú comprenderás, aquí no dejamos a los deteníos en ayunas y ya ha almorzao". Entraba por una de las puertas del corralón cuando el Templao llegó corriendo por la otra. Un poco retrasada, le seguía su hermana mayor.
-Que vamos a ver al Mani y que quiere estar vestío porque le da vergüenza intentar andar por la sala en camisón y que si podría darme usted su ropa.
Paula traspasó al muchacho con la mirada. Sospechó que mentía.
-¿No estarás pensando ayudarle a escapar? -acusó-. Los médicos dicen que se le pueden disolver los huesos como azúcar si echa a andar antes de tiempo.
-Le juro por tos mis muertos que no le permitiré andar con sus pies. De verdad que le da vergüenza pasear por la sala en camisón, que esta madrugá lo ayudé a ir al retrete y no hacía más que taparse porque se le veía el culo por la raja del camisón.
Quince minutos más tarde, Inma entretuvo a la monja portera con una pregunta ociosa mientras el Templao entraba apresuradamente ocultando el lío formado por el pantalón, la camisa, los calzoncillos, el jersey y las alpargatas.
Mientras le ayudaban a vestirse entre los dos, el Templao advirtió a Mani:
-Le he jurao a tu madre que no te dejaría andar y voy a cumplir el juramento: te llevaré en cuestas; pero tú tienes que jurarme que volverás aquí en cuanto acabemos.
Mani asintió con la cabeza, porque le causaba escozor supersticioso pronunciar con palabras un juramento que no estaba dispuesto a cumplir.
Aunque seguía ajustándose bien a la cintura a causa de lo delgado que estaba, el pantalón dejaba descubierta media pierna, y las mangas de la camisa cubrían sólo un poco más abajo del codo. Iba a tener que heredar parte del escuálido guardarropa de sus hermanos.
Tras recorrer la mitad de la avenida que se abría frente a la puerta del hospital, el Templao manifestó su asombro:
-Llevándote en cuestas, pareces un chal de plumas, Mani; digo, es que pesas menos que un gorrión.
-Pero se ha puesto como tú de alto -dijo Inma mirando a los ojos de Mani con complicidad y se sonrieron tiernamente.
El Templao sonrió también. Si no se torcían las cosas en el futuro, y ojalá que no, estaba claro como el agua que el asombroso muchacho que cargaba llegaría algún día a ser su cuñado.
-¿Dónde vamos, a la comisaría?
-¡Qué va! -respondió Mani-. Se reirían de nosotros. A San Felipe.
Las iglesias, en otros tiempos abiertas a todas horas y refugio perpetuo de los perseguidos por las injusticias del mundo, ahora permanecían cerradas la mayor parte del día. Numerosos carteles de propaganda anticlerical cubrían la fachada de la parroquia superponiéndose en voluminosas capas de engrudo y papel, y las puertas aparecían decoradas con toscos letreros en los que se insultaba a los sacerdotes con las palabras más soeces, así como dibujos de penes erectos y piernas abiertas mostrando las vaginas entre trazos como destellos. Ante la inmutabilidad muda de los grandes portalones, tuvieron que llamar a la puerta de la sacristía. La esperanza de Mani flaqueó cuando el sacristán abrió después de veinte minutos de aporreo. Protegido del todo por la hoja de madera antigua y atisbando por la estrecha rendija, les examinó a los tres con expresión entre aterrorizada y de repugnancia.
-¿Qué queréis?
Mani no sabía el nombre del párroco, pero sí el del coadjutor que vio salir aquella noche memorable de la habitación de Concha la Chata.
-Hablar con el padre Agapito.
El sacristán lo miró con asombro. Como iba sobre la espalda y abrazado al cuello del otro, había creído que se trataba de un mongólico incapaz de expresarse.
-Don Agapito está indispuesto y, además, no tiene tiempo que perder con desastrados como vosotros.
Mani apretó los labios y presionó con el codo el hombro del Templao para que se contuviese, ya que una de sus divertidas ocurrencias podía hacerles perder todas las posibilidades.
-¡Por favor! -rogó Mani-. Si le dice usted quién soy, a lo mejor quiere escucharnos.
-¿Cómo te llamas?
-Ricardo Rodríguez Robles del Altozado -respondió.
Suponía que el cura conocería por sus nombres y apellidos a las buenas ovejas del rebaño. A los pocos minutos, comprobó su acierto.
-¿Dónde esta Ricardito? -preguntó el sacerdote, también, como el sacristán, sin acabar de franquearles la entrada.
Antes de que el engaño pudiera enojarle, Mani le explicó precipitadamente lo que había; tres hermanos en el hospital, la escasez de mano de obra que trajera el sustento diario a la familia, la congoja de su madre. Necesitaba ayuda para sacar a Ricardo de comisaría.
-¿Y qué quieres que haga yo? -el tono de don Agapito estaba a punto de ser sarcástico aunque el miedo continuaba aflorando en la tensión de los músculos de su cara.
-Ir a hablar con los guardias. A usted le harán caso y sabe de sobra que mi Ricardo no se mete en líos. Los que lo denunciaron ni siquiera lo conocen y no saben lo buen católico, apostólico y romano que es.
-¿Hablar con los guardias? Pobre muchacho. Como si España continuara siendo la de antes. ¿Te has creído que a mí van a hacerme más caso que a cualquiera? ¡Qué estupidez, cuando los guardias son tan blasfemos y anticlericales como los que más! Se reirían en mi cara, ¿te enteras? y, de todos modos, yo tengo cosas muchísimo más urgentes que hacer.
-¿Como ir a... darle un recao a la Chata?
El cura fulminó a Mani con los ojos. Apretó las mandíbulas, como si hiciera un gran esfuerzo de autocontención para no echar a patadas a los tres muchachos, y dijo con tono furioso:
-La desgracia de Ricardito es tener unos hermanos que lo llevan a la perdición, pero él es un bendito del Señor y Dios sabe cuidar de sus fieles. Vete a tu casa, a consolar a tu madre, y ten paciencia; verás que Nuestro Señor Jesucristo saca a tu hermano del problema.
Encajó la puerta sin despedirlos, casi a punto de golpearles la cara. Inma alzó el puño derecho, enrabietada.
-Eres más falso que los duros de cuatro pesetas -gritó hacia la puerta cerrada.
-¿Qué hacemos ahora, Mani? -preguntó el Templao.
-Ir a la comisaría, qué remedio -respondió Mani-. A ver qué conseguimos.
Tuvieron que esperar turno más de una hora entre la multitud; madres llorosas, esposas histéricas, familiares compungidos y denunciantes con miembros aparatosamente vendados para exagerar los daños. Unos esperaban excarcelamientos y otros, que encarcelaran a alguien. Casi todos vestían remiendos, algunas mujeres con los moños desgreñados como si hubieran corrido de pronto, avisadas de una detención. Una vez que el guardia les indicó que entrasen, aún debieron aguardar un rato. El local era lóbrego: unos bancos destartalados constituían el único mobiliario a disposición del público, fuera del alto mostrador que separaba y, en gran medida, protegía a los funcionarios. Muy al fondo, Ricardo estaba sentado ante una mesa, cabizbajo y con expresión perpleja, y a su lado, de pie y hablando con el guardia que hacía anotaciones en un libro, ¡el criado de culo gordo de La Caleta! Mani trató de descifrar el significado de la escena. Creyendo que el extraño sujeto añadía más acusaciones contra Ricardo a las que ya habían presentado los falangistas, el Templao murmuró:
-No digas ná, Mani. Déjame a mí.
-¿Qué queréis?, ¿cuál es vuestro problema?
El guardia que les hacía la pregunta presentaba signos muy evidentes de cansancio y hastío. Parecía ansioso de huir de la inhóspita sala y mandar a freír espárragos al vociferante gentío que pugnaba por saltarse los turnos respectivos. Sus labios apenas dibujaron la sonrisa irónica que había en sus ojos mientras observaba al insólito trío. Mani admiró la sangre fría y la fértil imaginación del Templao cuando comenzó a perorar. Él había presenciado el asalto de la barbería porque tenía libre la jornada del día anterior a causa de la huelga de prácticos del puerto, que había impedido el amarre de barcos. Soltó una maldición para resaltar el perjuicio que le causaba la inactividad, que le había impedido ganar ese día el sustento de sus once hermanos. Volvía del puerto amargado y a punto de llorar, pensando de dónde sacar dinero para que su pobre madre pudiera ir al mercado, cuando vio a los asaltantes. Eran tres conocidos pendencieros, cuyos nombres ignoraba, que se la tenían jurada al barbero por su negativa a cortarles sus greñas piojosas... El guardia se echó a reír a carcajadas y le interrumpió.
-¿A quién queréis sacar, a ése? -señaló a Ricardo y los tres asintieron. Tras una pausa, dijo al Templao: -Mira, no te detengo por embustero, porque ya estoy hasta los mismísimos y no tengo ganas de ponerme a escribir media hora más, ahora que está a punto de llegar mi relevo. Ni ayer hubo huelga de prácticos, ni los barcos dejaron de atracar ni niño muerto, joder, que no me he caído de un olivo. Y a ése, ya no tenéis ná que hacer por él, porque va a salir enseguía
Salieron a la calle en espera del acontecimiento. Inma afirmó:
-Si dejan libres en pocas horas a chorizos de aquí te espero, no iban a dejar preso a tu Ricardo, que es un santo.
-¡Un santo! -ironizó Mani-. ¿Qué coño pintaría el fulano ése?
Se refería al criado de La Caleta mientras observaba el brillante coche estacionado frente a la comisaría, que debía de ser el suyo. Sólo unos minutos más tarde, salió Ricardo presuroso, como si huyera del mayordomo, que corría tras él.
-¡Que no me da la gana! -dijo Ricardo, zafándose de la presa que Rafael intentaba en su brazo.
Tras empujarle, Ricardo se dirigió a Mani.
-¡Estás chalao! ¿Por qué has tenío que levantarte pa venir aquí?
-¿Qué quería ese fulano?
-Ha traío una recomendación de nosequién, que ha sido lo que ha hecho que me suelten. Pero estaba empeñao en llevarme en el coche; en ese hispano-suiza a nuestro barrio, imagina la revolución. Y además, que con un mariposón así yo no me meto en el coche ni muerto. Guaqui, gracias por cargar a mi hermano. Ahora lo llevaré yo.
El Templao consideró que Ricardo calculaba mal sus fuerzas, pero le traspasó la carga un momento, dispuesto a volver a tomar a Mani en cuestas enseguida. Mani puso a su hermano al corriente de la situación familiar en pocos minutos. Ricardo se detuvo jadeando un poco, volvió a situar al muchacho sobre la espalda del Templao y dijo admonitariamente, con expresión muy severa:
-Si no fuerais los cuatro tan sinvergüenzas, no harías pasar tantos malratos a mamá.
-Joé, Ricardo. ¿Le regañas a tu hermanillo después de tó lo que ha hecho esta tarde por ti? -reprochó el Templao.
-Éste, como los otros tres, también es un cachorro de maleante.
Ni el Templao ni su hermana conocían suficientemente a Ricardo; el estupor por su actitud se reflejaba en sus caras, pero Mani, a excepción del paréntesis de cuatro meses, había asistido día a día a la evolución religiosa de Ricardo, tras abandonar haría unos dos años la pretensión de ser torero. Calló para que los reproches no se convirtieran en murallas y señaló:
-Mirad, ahí viene el Paco.
Éste acudía a la comisaría a ver qué podía hacer por Ricardo. Viendo que lo habían liberado ya, lo festejó con palmadas y, tras reconvenir a Mani por la huida del hospital, pero sin dedicar ningún reproche al Templao por la ayuda, le dijo a éste:
-Ahora tenemos motivos triples pa tomar el blanco que me prometiste; porque el Antonio y el Miguel están vivos, por mi Mani, que vuelve a la vida, y por mi Ricardo. Pero invito yo.
-De eso nada, monada -protestó el Templao-. El blanco pa los tres lo pago yo; tú paga las gaseosas de tu Mani y de mi Inma.
-Yo no me entretengo en las tabernas del pecado y la depravación -dijo Ricardo al tiempo que se retiraba-. Lo que manda Dios Nuestro Señor es que consuele a mi madre.





III. El reino de Momo
-¿A qué viene esta manía? -reprochó el Templao antes de frenar-. Eres más raro que una cabra con plumas... ¡Empeñarte en ver al Chafarino, con la pechá de frío que hace en la playa y llevando namás que una semana fuera del hospital!
Mani saltó inesperadamente de la parrilla de la bicicleta, lo que desequilibró el pedaleo del Templao, que estuvo a punto de caer, pero éste no se quejó ya que advirtió la expresión de desagrado del muchacho.
-No puedes ni hacerte una idea de lo que me cabrea que me digan "raro" -protestó Mani-. ¡Me sienta como una patá en los huevos!
El Templao lo examinó un minuto, en silencio, bajo la todavía débil luz filtrada por las nubes. Desde que que se profundizara la amistad entre el casi adulto que era él y el niño que aún era Mani, con una complicidad que sus vecinos no se explicaban, había tenido que reprimir la costumbre de llamarle "rubio", y ahora salía con ésas. Nadie hallaría sorprendente que considerase raro a Mani; el color trigo de su pelo no abundaba demasiado por el barrio ni pululaban los muchachos de doce años con un metro sesenta y siete de estatura, cuando, además, lucía esquelético y pálido como una aparición. Vio que echaba a correr hacia la playa sin despedirse a causa del enojo, y como solía, fue él quien restableció la paz.
-Oye, don Normal -dijo alzando la voz, para que le oyera sobre el fragor de las olas-, que vengo a por ti en cuanto termine en el puerto, porque ya sabes tú que la Inma es más impaciente que uno con diarrea delante de un retrete ocupao...
Mani sonrió con disimulo. Era imposible permanecer adusto con el Templao.
Frente al contraluz del amanecer, el viento levantaba nubes de arena que danzaban sobre la ribera formando madejas errantes, unas hacia mar adentro y otras, hacia los sembrados de cañaduz, como si toda la playa fuese el fondo del cráter de un volcán en erupción. El paisaje de la bahía resultaba impreciso y danzante como un espejismo; el temporal había convertido el proverbial azul del mar de Alborán en un sucio color pardusco, la arena se disfrazaba de lava humeante y el cañizo del Chafarino se cimbreaba con un sonido de aullidos lejanos, como si los dioses submarinos proclamasen que la casa y su ocupante les pertenecían. Mani desechó esta idea con una mueca; aunque las palabras del ciego resultaran tan atractivas como para no poder sustraerse al deseo de oírle, tenía que ser capaz de conversar con él sin dejarse sugestionar. Le abrió la puerta de cañas entretejidas lo menos diez metros antes de su llegada.
-¿No vendes periódicos hoy? -preguntó en vez de saludarle.
A Mani no le asombraba ya nada del Chafarino; ni que hubiera notado su aproximación tan pronto ni que supiera con tanta certeza que era él.
-Mi madre ha mandao que no cargue ni venda periódicos hasta que no suba cinco kilos de peso. ¡Como si fuera cosa de coser y cantar!
-Ven, entra, que nos vamos a congelar. ¿Quieres un caldillo de pintarroja?
Se lo sirvió sin darle tiempo a responder y preguntó al ofrecerle el tazón:
-¿Cuándo te han soltado en el hospital ?
-La víspera de Nochebuena y desde entonces, mi madre no para de tratar de cebarme a costa de borrachuelos rellenos de batata y mantecaos de Antequera.
El Chafarino le palpó el cuello y el hombro.
-Me dijo la monja que estabas delgado, pero no imaginaba que tanto.
-¿Ha estao usted en el hospital?
-Sí, el día de Navidad. Quería felicitarte las pascuas, pero me alegró mucho saber que ya te habían mandado a tu casa.
-Yo quería que apareciera usted por allí, porque me han tenío dos meses como en un penal y me aburría una pechá, pero no volvió desde el día del follón.
El Chafarino inspiró hondo y suspiró.
-Fui al hospital al día siguiente, pero me dijeron que te habías escapado y te andaban buscando. Pocos días después, supe de la batalla y, como era eso contra lo que deseaba advertirte, ya no consideré que fuera tan urgente hablarte; luego, me enteré de que tu amigo el del puerto y su hermana pasaban todas las tardes contigo. Y ya... Ten en cuenta que para mí no es un juego atravesar toda Málaga.
Mani asintió. Ante sus habilidades, todos tendían a olvidar que el Chafarino era ciego. La vida no podía ser para él como un paseo por el parque. No cabía duda de que era ciego y su cuidadosa forma de moverse lo confirmaba, pero un observador que lo ignorase no lo notaría. Admiró su habilidad al desplazarse por la habitación sin tropezar con los objetos innumerables que amontonaba; había de todo: redes, bobinas de cuerda, muebles que parecían sacados de un basurero, remos que servían de puntales a la frágil edificación, anclas mohosas, cestas de cañas y presidiendo en el centro el ordenado desorden, la proa de una barca rota, con un ojo pintado a babor y otro a estribor, que servía como base del fogón. Y en muchos rincones, libros; que a ver para qué podían servir los libros a un ciego. Daba la impresión de que ningún vidente le auxiliara jamás.
-Ven, siéntate junto al fuego, que hoy se le han hinchado las narices a Poseidón.
Mani saboreó el vivificante caldo de pescado, picante de pimienta y perejil.
-¿Su familia no viene a verle?
-De higos a brevas, porque como no quiero vivir más que en la playa mis hijos y mis nietos creen que estoy loco y les doy miedo -respondió el Chafarino y para eludir más confidencias, preguntó: -¿Cómo acabó lo de aquella noche?
-Con dos de mis hermanos en el hospital y otro en comisaría. Y cinco fiambres en el suelo, de los que tres eran falangistas durante la pelea, pero cuando amaneció ya no tenían puesto el uniforme como por arte de birlibirloque; nadie sabe si fueron los suyos o los nuestros quienes se los quitaron ni por qué lo harían. Los guardias intentaron averiguar lo que había pasao, pero la gente se cerró tanto en banda, que la cosa quedó como una trifulca de borrachos, y eso fue lo que sacó el periódico. Dejaron de preguntar a los tres o cuatro días, según me contó mi... -Mani estuvo a punto de referirse a Inma como "novia"- ...la hermana del amigo que usted conoce.
-¿Era grave lo de tus hermanos?
-Regular; mi Antonio quedó con tres costillas partías y, como no para, no acaban de curársele y todavía va con escayola, aunque más chica que al principio; ahora que está al caer el casamiento con la Ana, se porta con más seriedad pero a mí no me la pega, porque está más claro que el agua que sigue con lo suyo. Al Migue se le ha quedao una mano mu fea por la quemaúra y una cicatriz en la frente con forma de bandera con el palo y tó; pero ni con ésas; las gachís siguen rabiando por llevárselo al catre y dicen que la cicatriz le da más personalidad. Mis otros dos hermanos, cá uno al avío: el Paco, como si fuera pa ministro y el Ricardo, como si quisiera ser cardenal, y mi madre haciendo cosas que me mosquean; ayer se encerró a hablar con el criado de una casa de La Caleta donde entré a... robar... y salí como gato escaldao; me ha dicho una vecina, que se llama Concha la Chata y que... bueno, cosas mías; ella dice que el andoba viene toas las semanas y a continuación, muchas veces mi madre echa a correr pal mercao. El que me pegó el tiro ha desaparecío del mapa, pero su familia sigue viviendo en el barrio, porque se chismorrea que el padre se gastó tó lo que tenía en montar la barbería y las cosas no están pa hacer locuras con el parné, porque, pa colmo, aquella noche a mi Paco le dio la venate y destrozó una pila de cosas. Ahora, el Granaíno se porta de otro modo con el vecindario; sigue mirando por encima del hombro, pero le hace la pelota a tó quisque a ver si lo dejan tranquilo y hasta ha conseguío que algunos le ayuden con las reparaciones. La hija del tal, que es, quitando a la Inma, lo más precioso del barrio, está conmigo de un raro subío; desde que volví a mi casa el otro día, cuando me ve pasar me sonríe y me saluda con disimulo.
-¿Por qué supones que lo hace?
-Ni puta idea.
-¿Cómo es?
A Mani le faltaban palabras para describir a Angustias. Contrariamente a los otros tres miembros de la familia, gustaba a todos en el barrio, porque parecía ajena al rencor y las disputas y nunca se quejaba de ser exiliada forzosa en un ambiente que no le cuadraba. Admiraba su belleza morena, deslumbrante, concentrada en la luminosidad de sus ojos verdes. Era una de esas adolescentes que atraen más a los maduros que a los de su edad por sus andares cadenciosos, ondulantes, provocativos, aunque la inocencia de su expresión y su mirada franca probasen su castidad. Mani había sorprendido a muchos casados, inclusive algunos que ya eran abuelos, mirándola con los ojos entrecerrados, de soslayo, como si temieran ser cogidos en falta. La espectacularidad de Angustias le intimidaba; vista desde la óptica de sus doce años sin cumplir, su exuberancia la hacía parecer demasiado monumental. Mientras que Inma transmitía dulzura y paz y sus rasgos de madonna renacentista inspiraban ternura, Angustias conmocionaba.
-Guapa de caerse muerto -respondió.
En ese instante, se reprodujeron las expresiones que tanto habían impresionado a Mani el día que conoció al Chafarino. Al ciego se le desorbitaron de pronto las pupilas estériles fijas en las suyas como si pudiera verle, con fulgores de loco. Le temblaban las aletas de la nariz, el mentón y las mejillas en la piel descolgada bajo los pómulos. Estaba aterrado por algo que bullía en su mente, de modo que Mani se estremeció. Como si el anciano hubiera olido el estremecimiento, preguntó:
-¿Sigue asustándote aquella silueta de la pared del convento?
Desde el regreso del hospital, como hablaba con todos a todas horas para rescatarse a sí mismo del aburrimiento, había escuchado narrar once versiones diferentes sobre la historia de la monja emparedada. La curiosidad vencía al temor residual, y ya se atrevía a examinar la mancha con detenimiento también cuando estaba a punto de acostarse.
-A estas alturas, casi ná -respondió Mani.
-Menos mal que posees el coraje que vas a necesitar -afirmó el Chafarino, de nuevo con el tono que empleó en el hospital cuando le hizo tantas advertencias.
Mani rememoró los insomnios de hacía tan pocos meses y el terror permanente a casi todo: la mancha de la pared, los desconchones en la cal que dibujaban rostros satánicos, los demonios nocturnos y el miedo, más consistente, a sufrir hambre, a que uno de sus hermanos muriera por sus ideas, a que Paula llorase como el día que Antonio robó el jamón con su Sindicato de Parados. Sentía miedo con excesiva frecuencia; el viejo se equivocaba.
-El valor y el heroismo no consisten en ser insensibles al miedo -afirmó el Chafarino como si hubiera escuchado su pensamiento-. Los espíritus de los hombres están llenos de temores inventados por ellos mismos y de eso no se libran ni los generales más famosos. El valiente es el que se sobrepone al miedo, aunque sea el que más miedo sienta en el fondo del corazón.
Al muchacho le pareció que el anciano pudiera estar pensando más en sí mismo que en su interlocutor, como si necesitara darse ánimos. Temblaban los labios del Chafarino como si tuviera espasmos, tanto, que Mani dejó de mirarle porque hallaba impertinente espiar su miedo. Tenía que moverse para no mirarlo.
Sin que el ciego se lo pidiera, se puso a limpiar y arreglar la habitación. Paula estaba exagerando con tanto impedirle el menor esfuerzo ya que la fuerza volvía multiplicada a sus miembros. Tenía que esperar el regreso del Templao, que no sería hasta pasadas las cinco de la tarde, y eran demasiadas horas para permanecer inactivo. Sin dejar de conversar, pero de cuestiones intrascendentes porque, evidentemente, el anciano trataba de exorcizar un nuevo fantasma interior, trajinó, recolocó todo lo que el Chafarino le permitió y ordenó los cimeros de libros, aunque no estaban muy desordenados, porque quería curiosear y ver qué lectura podía interesar al anciano, si es que contaba con alguien que le leyese; muchos de ellos estaban escritos en francés por autores como Víctor Hugo, Sue o Dumas, del que también había una edición en español de "El conde de Montecristo"; Dostoievski y Tolstoi aparecían repetidos en la portada de varios volúmenes, pero los que más abundaban eran los firmados por Quevedo, Espronceda, Hartzembusch, Unamuno, Blasco Ibáñez y Antonio Machado; trató de recordar estos nombres, a ver si preguntando a Paco conseguía formarse una idea de las inquietudes del Chafarino y el origen de su vesania.
Durante el almuerzo, comieron sopa de pescado con mayonesa diluída que denominaban "gazpachuelo" y una jibia enorme en una exquisita salsa de almendras, en la que ambos ensoparon con gula grandes migas de un delicioso pan redondo.
-Lo cocí yo mismo antes de amanecer -informó el Chafarino, complacido por las alabanzas de Mani, que no paraba de roer sonoramente la crujiente corteza.
-¡Qué bien guisa usted! Su gazpachuelo es el más cojonúo que he probao en mi vía.
-Te lo parece por la frescura del pescado. Cuando las coquinas y las pijotas son del día, saben a gloria.
-¿Siempre vienen los pescaores a regalárselo?
A Mani le había extrañado que el bolichero llamado "el Perchelero", que acudió hacia las diez de la mañana con lo que ahora acababan de comer, se marchara sin recibir el pago.
-No me lo regalan, Mani. Yo trabajo, y muy bien; las redes que tejo están muy solicitadas en toda la bahía. Me alegra que te haya gustado tanto la comida.
-Si viniera mucho por aquí -bromeó Mani-, cogería en una semana los cinco kilos que mi madre quiere que engorde.
-Pues ven todos los días -dijo el Chafarino.
-¡Qué más quisiera yo! Pa que pudiera venir hoy, ha tenío que prestarle mi Antonio la bicicleta al Templao, sin parar de protestar y eso porque con la escayola, nanay de pedalear. Pero nos ha echao tantos sermones, que no creo que vuelva a dejárnosla.
-Oye... Mani... -al muchacho le desconcertó el titubeo y la expresión anhelante del viejo-, ¿tú crees que lo del chico que te hirió es un asunto resuelto?
Mani hizo un inventario rápido. Gustavo sonreía obsequiosamente a los vecinos que le aceptaban el saludo y Bernarda, su mujer, hacía esfuerzos desesperados por integrarse en las tertulias de las vecinas al atardecer. Angustias era punto y aparte y a Serafín no se le había vuelto a ver el pelo desde aquella noche.
-Han pasao dos meses -respondió con escasa convicción- y nadie ha hecho más chalaúras. En mi barrio hay que pensar tanto en la comida, que no creo que la gente tenga ganas de romperse la cabeza porque sí.
Pero la expresión del Chafarino le quitó los ánimos que trataba de darse.

Continuará
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