domingo, 30 de noviembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, dos capítulos gratis y entretanto, la estafadora en sus orgías sáficas.


Disponéis hoy en mis blogs de los capítulos XII y XIIII de LOS PERGAMINOS CÁTAROS, que considero mi novela más “thriller” La difrutaréis.

Estoy terminando de corregir las inserciones de las otras dos novelas editadas por la ladrona que me estafándome 70.000 euros en cinco años, me ha hecho vivir miserablemente..

Si os saatisfacen mis creaciones, hay seis libros míos inéditos en
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Dentro de unos veinte días, podréis leer prácticamente toda mi producción inédita de novelas, ensayos, cuentos, fábulas, poemas, coplas obras de teatro y demás en
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LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Capítulo XII
QUAN SEREY MORTO,
REBOUN ME OUN TERRA SACROSANTA.

Aparecieron casi al mismo tiempo de modo incomprensible, como si un ángel les guiara y coordinase sus movimientos. Pese a que el cielo no estaba completamente cubierto de nubes, algunos jirones de niebla se aferraban a las cimas, donde la nieve que había dejado el deshielo componía filigranas sobre el granito negro. Surgieron de la niebla igual que si fuesen seres sobrenaturales, produciendo la ilusión de que se materializaban poco a poco de la nada. Hugo descendía el último repecho del risco que comunicaba el Forat con el valle del Varrados, mientras Amiel escalaba las últimas pendientes del valle del Unhola.
-No me lo puedo creer -dijo Francesc a Ton-. Son los desertores y llegan a la par con una coordinación escamante.
Francesc se encontraba de guardia encaramado al peñasco vigía. Ton sólo le daba conversación para que no se aburriera.
-¿Corro a dar la alarma? –preguntó éste.
-Sí, Ton, que ésos llevan dos semanas perdidos por ahí y ahora me da mala espina que lleguen en el mismo instante por tan diferentes caminos. Me huele a traición. Corre y diles que apronten las armas.
Al ultrapasar los dos caballos el peñón vigía, tanto Amiel como Hugo saludaron a Ferran con la mano, sonrientes, pero no se saludaron entre sí al encontrarse, como si no fuera necesario por haberse visto hacía muy poco. Vestían lujosas galas de fiesta, poco usuales en el valle, que asomaban aparatosas y brillantes entre las sisas y por los bajos de los ropones negros. Cuando los caballos se detuvieron ante la muralla de Laurenç, al otro lado les esperaban todos los guerrilleros enarbolando las lanzas y los arcos con actitud defensiva. Los dos jóvenes se echaron a reír con nerviosismo.
Marianna se adelantó hacia ellos.
-¿Por qué volvéis? –preguntó.
-¿Ésa es tu bienvenida, Marianna? –reprochó Hugo.
-Casi hemos llorado vuestra muerte –reprochó ella a su vez-, mientras vosotros quién sabe qué haríais, que no sería nada perjudicial para la salud a juzgar por vuestro lozano aspecto.
-Os debemos una explicación –reconoció Amiel-. Pero debéis saber que hemos vuelto para ayudaros y porque nos han obligado.
-¡Sois traidores! –dijo Tomèu abrazando a su mujer como si pensara que en esos precisos instantes necesitaba protección especial.
-¡Traidores! –esclamaron varios de los guerrilleros.
El temor ensombreció los rostros de Hugo y Amiel. No esperaban tanta hostilidad. Todo lo contrario; contaban con una bienvenida calurosa. Durante su ausencia se habían producido cambios sutiles en el refugio, y no sólo porque la amenaza que señoreba en el valle se hubiera recrudecido tanto en pocas horas, sino porque ahora, reunidos con sus mujeres, ninguno se mostraba amistoso y todos parecían celosos guardianes en presencia de un peligro.
-Hay que formar el tribunal de honor –propuso Bartolomèu de manera que sonó a orden-, que al villano, con la vara de avellano.
Marianna asintió y prepararon en pocos instantes la entiba suelta que Laurenç usaba como altar, situándola frente a la bocamina a manera de estrado. Delante, dos piedras de tamaño adecuando para que los recién llegados se sentasen. Tomaron posición tras la entiba Magdalena, Miquèu, Marianna y Bartolomèu y los demás se agruparon en un semicírculo dejando libre el espacio cuyo centro ocupaban Hugo y Amiel.
-Estáis acusados de deslealtad con el grupo –dijo Bartoloméu-. ¿A quiénes elegís como defensores?
Amiel señaló a Laurenç y Hugo, a Tomèu.
-Comienza el interrogatorio –dijo Bartoloméu con aire ceremonioso.
-¿Por qué desertasteis? –preguntó Marianna.
-Hasta que les escuchemos –replicó Laurenç con tono doctoral- no podemos acusarles de ser desertores.
Marianna asintió en silencio, muy seria, y cambió la pregunta:
-¿Por qué desaparecisteis?
Fue Amiel quien tomó la palabra:
-Aquel día, cuando éste y yo íbamos a emprender el regreso para acá, sentimos que era demasiado grande el deseo de ver a nuestras a familias. A mí me angustiaba estar tan cerca de los míos y no entrar a abrazarlos. Éste vino conmigo porque se lo supliqué, prometiéndole ir luego con él a visitar a los suyos. Resultó que en el momento de llegar, mi padre estaba en el establo, esperando que pariera una vaca que ya estaba a punto; un establo que mi padre ha reconstruido más sólido y grande tras arrasarlo el incendio que los soldados franceses provocaron el día que me enfrenté a ellos y tuve que huir para acá. El parto fue retrasándose y entre tanto, mi madre nos trajo vino y queso para celebrar. Ella estaba tan alegre, que me abrazaba y besaba sin parar. Y mientras, a mí me dolían las sienes de tanto pensar que no podía quedarme y tenía que volver a alejarme de ellos. Tomé de aquel vino con muchas ganas y en abundancia, y Hugo me acompañó en los brindis. Nos emborrachamos sin buscarlo. La vaca parió por fin cuando abría el alba, que fue cuando éste y yo pudimos acostarnos. Derrengados, dormimos hasta la primera hora de la tarde y entonces surgió el problema. Hugo dijo que también quería ver a los suyos, para lo cual hubiésemos tenido que esperar a que cerrase la noche…
-¿No seguíais las indicaciones sobre cubrirse con los ropones negros y circular por veredas apartadas y preferiblemente por el bosque? –preguntó Marianna-. De cumplirlas, esa visita pudisteis hacerla en aquel mismo instante.
-Déjalo que termine, mujer –dijo Laurenç con la autoridad que antaño usaba en el púlpito, pero atreviéndose por fin a decirlo en aranés.
-Acuérdate –respondió Amiel a Marianna- de que la familia de Hugo vive en el centro de Arros y hubiésemos tenido que mostrarnos de día por sus calles. Pensamos esperar la noche con la idea de emprender juntos el regreso desde Arros, por el Varrados. Pero esa tarde hubo mucho movimiento de soldados franceses por los alrededores de la granja de mi padre y, a punto de cenar, llamaron a la puerta. Sonaban gritos en francés, lo que demostraba que se trataba de soldados que tal vez sospechaban nuestra presencia, por lo que mi padre nos obligó a los dos a escondernos en un doble techo, que ha tenido la precaución de hacer al reconstruir el establo. Mi madre nos dio pan, queso y vino y nos escondimos deprisa. Pasó tanto rato, que nos quedamos dormidos y mis padres no nos llamaron hasta el amanecer. Cuando despertamos, la idea de volver aquí parecía una sombra muy lejana. Temiendo, por un lado, que los franceses nos sorprendieran y, por el otro, que corriera por Aran el rumor de que habíamos traicionado al grupo, mi padre nos aconsejó que no intentáramos ir a Arros y fue él quien mandó un recado a los padres de Hugo, que no pudieron acudir hasta el día siguiente, y así, sin pensarlo, nos fuimos quedando, aunque siempre escondidos y sin que nuestros padres lo reconocieran ni siquiera ante nuestros parientes. Pocos días más tarde, corrió por Aran la noticia de que los franceses aflojaban sus crueldades y entonces nos atrevimos a dejar el escondite para trabajar en la granja, aunque no salíamos nunca al campo. Últimamente han nacido cuatro terneros, y ya sabéis el trabajo que eso da, por lo que hemos trabajado con mi padre sin precauciones, como si fuésemos libres.
-¿Entonces, por qué habéis vuelto? –preguntó Marianna.
-Anoche hubo un terremoto en Vielha –respondió Amiel- que corrió como el viento por el valle y sacudió todos los corazones. Manel os ha traicionado.
Marianna cerró los ojos. Bartoloméu movió la cabeza y todos los demás apretaron los puños.
-¿Os han hablado de los cruzados del romano? –preguntó Hugo.
-Sí, ya lo sabemos todo –respondió Laurenç.
-Pues yo afirmo –continuó Hugo- que hay que temerlos más que a los soldados de Napoleón. Estos son peores, mucho más salvajes y fríos. Causan más amarguras que un torrente de hiel. Y nadie sabe cómo frenarlos, porque temen que si hacen algo, los franceses, que llevan unos días quietos, vuelvan a salir de la Sainte Croix a sembrar el valle de sangre y fuego.
-Y ahora, con lo de Manel –añadió Amiel-, todos creen que están a punto de asaltar este refugio. Por eso nos han mandado nuestros padres que vengamos a avisaros.
Los refugiados se miraron entre sí. Marianna preguntó:
-¿De qué terremoto hablabas antes?
-¿Lo de Vielha? –preguntó Amiel a su vez-. No imagináis los dolores que causan los cruzados de Domenicci; son como demonios hijos de puta. Seguramente, al romano no le gustó alguna cosa de lo que Manel le dijo, porque después de venderle la información en el propio palacio del baron de Les, lo llevaron los cruzados a rastras hasta la plaza de San Miguel. Lo desnudaron, lo azotaron mis veces y lo dejaron sin dientes. Ahora se está muriendo en casa de su hermana, en Casarilh, y es que en el pecado lleva la penitencia. Pero visto lo visto, corre por Aran el temor de que a vosotros os masacren. Por eso hemos venido a avisaros.
-¿Y esas ropas, que parecéis pavos reales? –preguntó Bartolomèu, que no llegaba a creerse del todo la historia.
-Son prestadas –respondió Hugo-. Para que los soldados no pudieran reconocernos ni trataran de interrogarnos, nos han vestido como si viajásemos a la boda de mi prima, que se celebra mañana en Cominges. Los ropones negros nos los hemos puesto al abandonar los caminos reales, según las indicaciones de Marianna.
-¿Y por qué habés subido por distintas rutas? –preguntó Bartolomèu, cuyas sospechas se multiplicaban.
-Por temor a la posibilidad de que nos pillaran. Viniendo por dos rutas diferentes, si uno de los dos tenía un tropiezo podía ser que el otro consiguiera llegar para avisaros.




Esa noche fueron muchos los que se desvelaron de nuevo. Los cuchicheos menudearon de jergón a jergón y los casados dejaron sus efusiones para otra noche. Marianna cavilaba en busca de una solución con tres condiciones: que no les obligase a huir de Aran dejando el legado cátaro al alcance de Domenicci; que no exigiera buscar un refugio igual de seguro y con semejante capacidad, pues sabían que no existía nada igual; y por último, que no pusiera en riesgo la vida de ninguno. La solución no era la defensa numantina de la posición, porque no sería inteligente renunciar a la ventaja de las múltiples vías de escape del Forat hacia toda la longitud del valle, desde Beret a Canejan.
Recapacitó al recordar uno de los datos esenciales que Amiel había proporcionado. Si Manel estaba agonizando, no podía guiar personalmente a los hombres de Domenicci, lo que a los guerrilleros les proporcionaba alguna ventaja. Aunque el romano hubiera sido informado de que se escondían en un lugar situado entre el lago Liat y el Tuc de Mauberme, sólo si subía acompañado de Manel podía dar a la primera con la pequeña meseta donde se abría la mina. Sin Manel como guía, los guerrilleros verían llegar al enemigo y podrían establecer con tiempo la estrategia para combatirlo.
En algún momento de esa noche, su mente se llenó de enemigos que había estado obligada a ver llegar.

Como ya había dejado de ser una adolescente adorada por el clero de Zaragoza, empezó a notar cambios sutiles en el trato no sólo de mosser Roger y los demás sacerdotes. Era la sociedad en conjunto la que parecía exigirle alguna clase nueva de compromiso con la vida y la gente. Un compromiso que no consiguió imaginar hasta que, un día, el ama doña Agustina le dijo:
-Marianna, mossen Roger va a cumplir sesenta y cinco años. ¿Cuáles son tus planes?
-No comprendo.
-Aunque mujer ya, eres muy joven y tienes toda la vida por vivir. ¿Qué harás cuando él ya no pueda protegerte?
Marianna se ruborizó. Hacía algún tiempo que mossen Roger había dejado de ejercer la que los hombres parecían estimar como la principal de sus facultades. Tenía que haberse preguntado a sí misma lo que ahora le preguntaba doña Agustina. Pero llevaba doce años gozando de agasajos permanentes, cotidianos y muy generosos desde la madrugada que decidió gritar y fingir convulsiones, y hasta ese día no se le había pasado por la imaginación que el paraíso donde ella reinaba pudiera desaparecer.
Primero poco a poco y muy pronto en aluvión, fue notando que las flores se tornaban flechas. El primer atisbo lo tuvo al final de la primavera en que doña Agustina le había hecho la advertencia. Como no había parado desde entonces de cavilar en ello, había estado ensayando sonrisas donde anteriormente sólo ponía sonrojos; cada hombre sin sotana que se le acercaba con galanteos, si era soltero y tenía una edad razonable le sonreía con franqueza en vez de agachar la cabeza. Pero todos ellos le proponían lo mismo, la breve satisfacción de un deseo con planteamientos siniestros, y no una vida de seguridad.
Mas cuando la primavera iba a terminar y se anunciaba el verano, volvió de Salamanca Alonso, el primogénito de una de las familias más íntimas de mossen Roger. Lo había visto muchas veces de niño y había compartido con él juegos y lecturas en la biblioteca del mossen, antes de que Alonso se marchara a estudiar. Poco después de volver a Zaragoza con su diploma y veinte centímetros más de estatura, le propuso una visita al Pilar y un paseo por la ribera del río. Marianna permaneció toda la mañana en guardia, dispuesta a negarse cuando él solicitara lo que tantos le solicitaban; pero no lo hizo. Hacia la mediación del paseo, Alonso tomó su mano con disimulo y no la soltó hasta el regreso, cuando faltaban pocos centenares de metros para la mansión del deán. Junto a la entrada, volvió a tomar su mano, pero esta vez para besársela largamente.
Durante los días que siguieron, Marianna no comprendía del todo lo que le estaba pasando. ¿Por qué Alonso se le aparecía en sueños? ¿Por qué era él lo primero en lo que pensaba al despertar? ¿Por qué sentía una repugnancia hacia mossen Roger que jamás había sentido hasta entonces?
Alonso volvió a acompañarla muchas veces en largos y castos paseos hasta que un día desapareció abruptamente. El siguiente domingo, al salir de misa, vio que la madre iba un poco detrás de ella y se detuvo para preguntarle dónde estaba su hijo; en vez de responderle, la dama escupió a sus pies, alzó altaneramente el mentón, agitó el abanico como si desease golpearla con él y siguió adelante sin dedicarle una palabra ni una mirada.
Marianna corrió a ocultar su llanto en compañía de doña Agustina, quien después de acariciarla mucho rato hasta que sus hipidos se calmaron, le dijo:
-Tú no eres como las demás, Marianna. Todos en Zaragoza saben quién y lo que eres. A Alonso le han obligado sus padres a instalarse en Madrid. No puedes esperar casarte con el hijo de una familia de orden. Tu sitio, ya sabes cuál es. Para cuando mossen Roger muera, deberás haber elegido un sacerdote bajo cuyo amparo cobijarte.
Así que no había sitio para ella en esa ciudad donde tanto se le había mimado. Así que sólo podía aspirar a ser la concubina de un cura tras otro hasta que se le ofreciera, como a doña Agustina, el honroso papel de ama de llaves de alguna comunidad religiosa.
Desde entonces hasta la muerte de mossen Roger, no volvió a aceptar invitaciones a pasaer, galanteos ni los frecuentes y cada vez menos corteses requerimientos de los curas. La biblioteca fue su refugio porque aunque palideciera, no tenía que sentir rojas las mejillas cuando la miraban por la calle. Y allí permaneció a todas horas hasta el día que, desamparada pero libre, decidió volver allí donde había nacido, a ver si quedaba un sitio para ella en el mundo.

Amaneció ojerosa, incapaz de recordar si había dado alguna cabezada, pero preguntándose por qué el rostro bueno e inocente de Alonso aparecía tan vívidamente ante sus ojos. En cuanto pudo reconfortarse con el café que Bartolomèu le ofreció, convocó a seis de las mujeres, pues Teresa, la esposa de Jàn, no estaba en condiciones de hacer nada más que aguardar el rompimiento de aguas, y necesitaba una compañera permanentemente a su lado para ayudarla, labor que Mariana encomendó a la mujer de Bartolomèu.
A las otras seis les habló sin sentarse:
-Dicen que esta mina ya fue explotada por los romanos, aunque lo dudo. En estas alturas, en un lugar tan inaccesible, tan frío y con esta clase de rocas tan duras, me parece una locura abrir minas por aquí. Pero puesto que tenemos ésta, pudiera ser que hubiera otras, y es lo que necesitamos tratar de encontrar. Iréis de dos en dos, formando pares, cada par en una dirección distinta y sin alejaros nunca tanto que podáis desorientaros a la hora de volver. Poneos los ropones negros, por si los cruzados del romano hubieran mandado vigías adelantados a inspeccionar y diera la casualidad de que os vieran a lo lejos. Los ropones os ayudarán a no resaltar en estas rocas tan oscuras vistas desde la distancia. Llevad pan, queso y vino en el zurrón, que es muy duro y frío el camino, y no volváis más tarde del mediodía, que será cuando veáis el sol justo encima de la cima de aquel tuc situado un poco a la izquierda del Maladeta.
Designó las parejas y las despachó. En cuanto se marcharon, afiló con el puñal el único lápiz que tenía, extendió uno de los pergaminos que reproducían inventarios, le dio la vuelta y realizó diez dibujos, numerándolos del uno al diez. A continuación, llamó a Miquèu, Ricar, Andréu, Quicò, Marc y Francesc. Tampoco con ellos dialogó sentada. Se situó en el centro del corro que formaron junto a la muralla de Laurenç, en una de cuyas piedras extendió el pergamino, y les dijo:
-Hay algunas más, pero para llegar aquí con relativa facilidad existen tres vías principales, el Unhola, el Varrados y el Toran, que es la más difícil y larga pero que, por ello, pudiera ser la que los cruzados de Domenicci eligieran con el propósito de sorprendernos. En cada una de las tres, debéis localizar diez puntos por donde sea obligatorio pasar y no exista ninguna alternativa; en esos diez puntos vais a preparar estas trampas en este mismo orden.
Les enseñó el pergamino. Examinaron los dibujos y dialogaron sobre cada uno ellos, los resortes que había que elaborar, las varas que habría que afilar como cuchillos y la manera de embozar las trampas con musgo, plantas y flores.
-Como de costumbre, iréis de dos en dos, formando pares. Aunque no tenéis que alejaros mucho del Forat poneos los ropones negros, no os mostréis en campo abierto, no os permitáis ningún descuido, permaneced alerta y defended la vida de vuestro par como la vuestra.
Los tres pares femeninos y los tres masculinos volvieron cuando iban a empezar sin ellos el almuerzo en honor de Amiel y Hugo, que decidieron esperar el oscurecer para volver a sus casas, dado el agravamiento de la situación en el valle. Ellas habían descubierto cuatro oquedades que merecían ser investigadas y ellos habían dispuesto todas las trampas.



Transcurridos dos días desde el apaleamiento y la humillación que había sufrido en la plaza de San Miguel, Manel seguía sin poder moverse. Le dolía todo el cuerpo, pero más le dolía la hostilidad de los mismos vecinos que lo habían llevado a casa de su hermana y el desagrado huraño de ésta y su cuñado.
Era la hora del desayuno después de que el día anterior, con la boca destrozada, no hubiera sido capaz de comer ni un trozo de miga de pan. Ahora, sentía hambre a pesar de que suponía que no iba a ser capaz de masticar. Sin embargo, su hermana ni siquiera le ofreció un tazón de leche cuando entró en la cocina, donde el matrimonio había extendido un jergón para acomodarlo en el rincón más apartado del fogón.
-Desgraciado inútil –le dijo-. ¿Qué has hecho?
-No te comprendo.
-Siempre has sido corto de entendederas, estúpido. Ahora, ¿qué? Todo el día de ayer no han parado de venir los vecinos a presentarme quejas de ti. Y no sólo quejas; los hay que han llegado a amenazarme aunque, eso sí, con disimulos y muchos rodeos. Nos has puesto en la boca y los ojos de la gente con tu traición, y ahora ya no vamos a poder mirar a nadie a la cara.
-¿Mi traición?
-Sí. Todos consideran que decirle al romano dónde están los guerrilleros es una traición a ellos, pero también a todo el pueblo de Aran, y mucho más habiendo cobrado por decirlo.
-Pero yo no he hecho eso, Joanna.
-Ah, ¿no?
-No. Te lo juro. Había bajado a Vielha sólo porque me apetecía tomar una limonada en compañía de una muchacha que... Esos hombres, los cruzados, me cogieron y me torturaron porque me confundieron con otro. Eso tiene que ser.
Joanna estuvo a punto de sentir alegría; pero que Manel cortejara a una muchacha era un acontecimiento tan extraordinario, que ella habría sido la primera en enterarse. Reforzadas sus sospechas, clavó fijamente los ojos en los de su hermano. Éste bajó la mirada y ella, aunque el rubor no fuera visible en las mejillas tumefactas, lo detectó y frució los labios con una mueca de profundo desdén.
-¡Eres un miserable que no tiene arreglo! Mira a ver si a lo largo del día consigues ponerte de pie, porque estas dos noches el Pere no me ha dejado dormir por lo mucho que lo sacas de quicio y por el traje que ha perdido por tu culpa, el mejor que tenía. El Pere no quiere tenerte aquí otra noche más.




Cercano el atardecer, Hugo y Amiel estaban despidiéndose de Marianna para volver a sus casas protegidos por las brumas cuando Jusep llegó corriendo desde el peñasco vigía.
-Hay movimiento por el Unhola –informó-. Se ven dos humaredas de granjas incendiadas.
Marianna apretó los labios con rabia.
-Bajaremos entonces por el Varrados –dijo Amiel.
Sin mediar ninguna palabra más, él y Hugo fustigaron los caballos hacia el risco que debían ultrapasar en busca del casi selvático valle elegido, más difícil de recorrer a oscuras que el del Unhola.
Mientras los veía alejarse, Marianna concluyó que los incendios significaban que los cruzados no conocían todavía con exactitud la ubicación del refugio. ¿Habría muerto Manel sin llegar a señalar con precisión cómo y por dónde llegar? En cualquier caso, todo iba a precipitarse y no podía perder tiempo. Desplegó los manuscritos que relataban la tragedia de Beziers y se puso a releer el párrafo donde se describía el horror de la matanza y que terminaba con el nuevo acertijo. Debía apresurar la busca del tesoro, lo que tendría la ventaja de representar para todos un estímulo para defender el Forat.
Pero la noticia de que se multiplicaban las quemas produjo un estado general de abatimiento, tanto por lo que significaba de amenaza para ellos como por los nuevos sufrimientos que causaban a los granjeros. Nadie hablaba a gritos, como si temieran que el enemigo pudiera oírles, tan cerca lo presentían ya. Algunos lamentaban en cuchicheos, musitados al oído del amigo más cercano, no haber aprovechado para volver a sus casas los pocos días de tregua que había representado el repliegue francés, aun teniendo que arriesgarse a ser apresados. Ahora, ni siquiera eso era posible. Para sacudirse el miedo y parar ayudar a los demás a sobrellevarlo, Felip se encaramó a la muralla y entonó algunas de sus más dulces canciones. Poco después se le acercó mossen Laurenç, y contradiciendo la actitud adversa hacia el muchacho que había venido observando desde la primera noche, se apoyó en el muro balanceando los brazos para acompañar la música.
Preocupado por la intensa concentración de Marianna, Bartolomèu le dijo:
-El miedo guarda la viña, pero no se me ocurre qué más podemos hacer para reforzar las defensas.
-Volvernos ingrávidos y ser capaces de saltar montañas –respondió bromeando Marianna-. Pero hemos llegado muy lejos tras las pistas cátaras, Bartolomèu, y ahora sería un regalo para Guzmán Domenicci que abandonemos la búsqueda.
-No abandonemos. Sean cuales sean las condiciones aquí, los que estamos a las duras debemos estar a las maduras; todos queremos seguir buscando. No olvides que los naturales de esta tierra somos nosotros y los invasores, ellos. Conocemos cada palmo de Aran y van a sobrarnos triquiñuelas para burlarlos, que donde las dan las toman, ya verás. ¿Sabes ya la solución de la última pista?
-Trato de no pensar en cementerios ni en tumbas. Pero descartados los enterramientos, no consigo imaginar a qué alude la cátara que escribió el pergamino.
-A lo mejor fue una ocurrencia en relación con algo que vio, sin darse cuenta de que era pasajero.
-No, Bartolomèu. Los redactores de las cuatro claves descubiertas hasta ahora llegaron a Aran con objetivos concretos y con las claves decididas de antemano. Todos… no, todas, porque al menos tres eran mujeres, sabían lo que buscaban y dónde lo encontrarían al emprender el viaje hacia aquí, porque eran escondites preparados por los propios constructores de las iglesias, o algunos obreros, que seguramente serían cátaros también…
-Entonces, ¿no deberíamos buscar una tumba en una iglesia?
-Es probable. ¿Dónde hay fiestas importantes próximamente? Me refiero a fiestas a las que acuda mucha gente y donde algunos de los nuestros pudieran moverse sin riesgos de que esos cruzados los descubran.
Bartoloméu meditó unos momentos, muy concentrado, tras los que respondió:
-El día 25 es la fiesta de San Jaime, en una ermita cerca de Arties. Pero el 31 hay una mucho más importante, la de San Félix, en Vilac; ésa sí es una fiesta muy concurrida, con pasacalles, bandas de música, la procesión del santo y, al final, el baile de las aubades, del que habrás oído hablar.
-¿Ese baile que es una especie de juego de conquista de las muchachas, con los muchachos haciendo toda clase de payasadas y locuras? Sí. No recuerdo si lo vi de niña, pero sé lo que es porque alguien me habló de él. ¿Qué otras fiestas hay a continuación?
-El 3 de agosto es la Tredòs, pero no va tanta gente con a la de la Piedad, de Bossost, que es el día 5. Y en Bossost mismo, como en todo el valle, hay grandes celebraciones el día de la Virgen, el 15 de agosto.
-¡Claro! –exclamó Marianna-. El 15 de agosto, con tantas fiestas y romerías por todas partes, sería una fecha que podríamos movernos sin problemas por todo Aran, porque, además, es la fiesta nacional de los franceses por ser el cumpleaños de Napoleón. Pero hasta entonces tenemos casi un mes por delante, y en un mes pueden ocurrir demasiadas cosas, tal como está la situación. Debemos anticiparnos, porque esperar todo ese tiempo le daría ventaja al romano, no para encontrarlo él, que no tiene los pergaminos, pero sí para tratar de quitárnoslos a nosotros. Y no olvides, Bartolomèu, que tanto empeño por parte de un enviado personal del Papa tiene que significar que lo que tratamos de encontrar ha de ser fastuoso, lo más importante de la historia.
-Y… ¿dónde lo tendríamos que buscar, Marianna?
-« Nautos, be soun nautos mes s’abaissaran » -recitó Marianna-. Altos, muy altos, pero bajarán… ¿Qué crees tú, Bartolomèu, que en este valle es muy alto?
-Lo más alto de Aran no está dentro del valle. ¿El Maladeta?
-Sí, el Maladeta es lo más obvio. El problema es que una montaña no baja, se queda donde está. Pero no el río, que es prácticamente la razón de ser y el origen del valle. El Garona nace muy alto y baja, y baja. Me dice la intuición que la clave tiene que ver con el río, pero no consigo establecer la relación con la segunda parte de la clave ni imaginar un enterramiento concreto que no nos obligue a buscar en tantos miles de varas que recorre el río antes de abandonar Aran. Mira quiénes vuelven.
Marianna señaló hacia los dos jinetes que cruzaban como sombras el pequeño talud de nieve que descendía desdesde el risco tras el que se ocultaba el valle del río Varrados. Hugo y Amiel regresaban cuando ya caía la noche.
-No me gusta nada que vuelvan –murmuró Bartolomèu-. Desde que vinieron ayer, no consigo quitarme de la cabeza que su historia no me cuadra y más vale prevenir que curar.
-Tienes razón, no es del todo plausible. Pero tampoco es tan raro que se dejaran vencer por la nostalgia de sus familias; son jóvenes. No seas demasiado severo con ellos, pero mantenlos vigilados, ¿eh?
Al llegar junto a Marianna y Bartolomèu dijo Amiel con expresión muy contrariada:
-Hemos tenido que volver. A lo largo del Varrados no hay menos de cinco incendios de granjas.
Marianna y Bartolomèu callaron con profunda consternación, pero no tuvieron ocasión de comentar la mala noticia porque un grito les atrajo hacia el interior de la mina. El parto de Teresa había comenzado.



Guzmán Domenicci convocó la reunión en su residencia mediante invitaciones muy afiligranadas y floridas, preparadas a primera hora de esa misma tarde por Jean, el amanuense.
Al atardecer, el comandante De Montesquiou acudió a regañadientes, porque hacerlo contravenía las órdenes de repliegue recibidas del mismísimo general Woïllemont, y su renuencia se agravó al descubrir que el síndico, Raimundo Tinel, llegaba en el mismo instante que él. La presencia de ese hombre le sacó de quicio, porque ostentaba un título proscrito al mando del Consejo General de Aran, una institución que los franceses no reconocían oficialmente, aunque él supiera de sobra que la retorcida y taimada gente del valle continuaba considerándola el único poder. Estuvo a punto de dar media vuelta para volver al fuerte, pero le contuvo una cierta curiosidad, ya que la osadía de la invitación del pretencioso clérigo romano debía de significar que tenía algo importante entre manos.
El arcipreste mossen Pèir llegó unos minutos más tarde, cuando el enviado papal había recibido y agasajado ya al comandante y el síndico. Por ello, Domenicci fulminó con la mirada al mossen, a pesar de lo cual lo saludó con las fórmulas de rigor. Obviamente, tuvo que hacer para ello un esfuerzo de autocontrol, pero el arcipreste notó el chispazo de hostilidad que brilló en sus ojos.
Ninguno de los tres invitados hizo preguntas. Por turno, el romano les había insultado a los tres durante los últimos dos meses, se había mostrado siempre imperativo, desagradable, intempestivo, histérico y descortés y a los tres les sobraban motivos para sentirese agraviados por su arrogancia y despotismo. Por ello, se produjeron durante la reunión muchos momentos de desconcierto suspenso, ya que Domenicci daba la impresión de que paraba de hablar a la espera de que ellos se situasen en el grado de expectación que conlleva hacer una pregunta. No conseguir incitarles a preguntar parecía que estaba llevándolo al colmo de la impaciencia. Los tres estaban convencidos de que las rígidas sonrisas y los ademanes afectadamente amables iban a estallar en el momento más inesperado en una tormenta de furor, palabras desencajadas, insultos, gritos y pataleo.
Los criados sirvieron un refrigerio, pero ni De Montesquiou ni mossen Pèir bebieron ni probaron las viandas. Sólo tomó un sorbo de vino y un poco de queso Raimundo Tinel, que sentía la necesidad de desafiar al francés y lo miraba a los ojos con amargo reproche, mientras De Montesquiou se mantenía con la cabeza muy erguida, resistiendo con marcialidad las espinas de esas miradas.
Pasaron tediosos y larguísimos minutos de preámbulo, mucho más tiempo del que marcaban las reglas de cortesía, pero ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
Tras una pausa prolongada y tensa, por fin Guzmán Domenicci desplegó dos hojas de papel con el lacre del Vaticano. A continuación, miró uno a uno a los tres y con la boca cerrada simulando una sonrisa, forzó de nuevo una pausa como un último intento de obligarles a preguntar. Pero no lo hicieron, como si existiera entre ellos el acuerdo tácito de no hacer ninguna concesión. Cuando el romano se rindió en esa pugna soterrada de voluntariedades y entró en explicaciones, tenía los labios lívidos por la furia.
-El Santo Padre ha oído mis súplicas –dijo.
De nuevo se mantuvo a la espera de una pregunta, pero el silencio resultaba tan pesado y arrogante como la cima del Maladeta.
-He aquí los documentos originales, pero no os preocupéis, vosotros tres vais a recibir oportunamente una copia cada uno, que mi secretario está realizando ya. En respuesta a mis insistentes sugerencias y ruegos, Su Santidad concede por esta bula indulgencia plenaria a quienes entreguen vivos o muertos a los dos apóstatas y todos sus cómplices, los guerrilleros cátaros; la indulgencia plenaria alcanzará a quienes nos desvelen el modo de apresarlos, a quienes nos faciliten la recuperación de unos documentos que son propiedad de la Santa Madre Iglesia y a quienes no pudiendo entregármelos, desvelarme el camino o traerme los manuscritos, me den pistas que sitúen atinadamente en su rastro a mis cruzados. Y… esto te interesa especialmente a ti, arcipreste; este otro documento es un decreto mediante el cual dicta Su Santidad pena de excomunión para todo aquel que los proteja, ayude, alimente, oculte o, deliberadamente, obstaculice la legítima y bendita defensa de los intereses de la Iglesia.



Era peor que la peor pesadilla. Joanna, su hermana, se había negado a darle un poco de compota y se había visto obligado a abandonar la casa sintiéndose peor por los mareos del hambre que por los dolores. Valle arriba, rumbo a las alturas donde procuraría exiliarse de la gente y el mundo, nadie había consentido en abrirle la puerta. En todas las granjas donde llamó notó que lo observaban por las rendijas y al descubrir que era Manel, a quien habían comenzado a apodar “Judas”, se retiraban hacia dentro y callaban. Nadie se apiadó de la sangre coagulada en las comisuras de sus labios ni de sus andares renqueantes por la tunda de culatazos, nadie le socorrió y todos respondieron sus súplicas y ayes con el silencio.
Como si fuese un apestado, en ninguna granja ni aldea le habían dado tiempo de pedir algo que pudiese tragar tal como tenía la boca. Cogió varias veces una manzana al pasar junto a los huertos, o un melocotón, pero le era imposible masticar. Durante unos días sólo podría alimentarse de queso, miga de pan, leche y compotas, pero ¿a quién podía pedir esos alimentos?
Se había convertido en un paria. Por ceder a la atracción loca por Marianna, había arruinado su vida y ya no tenía sitio en el mundo. Puesto que ni su propia familia le quería ni se apiadaba, carecía de sentido arrastrar su miserable vida entre la gente. ¿No le llamaban Judas? Pues no tenía otra salida que emular al apóstol traidor; debía ahorcarse colgándose de un árbol. ¿Dónde? Tenía que evitar dar a nadie la alegría de encontrar el cadáver de quien consideraban tan miserable; no permitiría que nadie se alegrase de su muerte; evitaría que quienes tanto le odiaban se regocijaran ante sus restos mancillados por el tiempo y los animales carroñeros. Era mejor que creyesen que había huido. El problema era que no tenía donde huir, su única huida posible era hacia el otro mundo y por ello debía encontrar un lugar lo bastante alejado y recoleto como para que nadie encontrase su cadáver en muchos años.
Más arriba del Pla de Beret había bosques oscuros y densos, muy poco transitados por lo gélido de aquellas soledades. ¿Tendría fuerzas para llegar tan arriba? Era un proscrito a quien todos atribuían las peores maldades y perversidades, así que no importaría si incurría en uno de los delitos más graves que podían cometerse en una comunidad rural como la suya, el robo de un animal.
Había salido de Casarilh a la hora del desayuno, muy poco después de amanecer, y todavía no había conseguido subir las cuestas que conducían a Tredòs a pesar de que no debía de faltar demasiado para el anochecer. ¿Qué importancia tendría robar un caballo, cuando seguramente el animal, que dejaría suelto en el bosque, volvería a su querencia o sería encontrado por alguien? Cuando ese alguien lo encontrase, habría pasado suficiente tiempo como para que todo Aran supiera que habían robado un caballo y lo restituiría a su dueño. Eso haría.
Desanduvo la cuesta que había comenzado a subir con dificultad y volvió atrás, a un prado que había dejado a la derecha un poco más arriba de Salardu. Los tres o cuatro caballos que viera pastando continuaban en el mismo lugar.
Montado a pelo, sin arreos y con sólo una cuerda como brida, consiguió dejar atrás Beret a punto de caer la noche. Mas cuando llegó al páramo que se alternaba con las espesuras casi negras, gracias a la luz de la luna pudo recordar que por ese sitio había pasado ya antes, cuando huía de los franceses tras el espanto de la granja de Felip Servet. Si tuviera valor, si no sintiera tanta vergüenza, seguiría subiendo por su izquierda, hacia el Serrat de la Bastida y, más allá, el Forat de l’Embut. Dados sus padecimientos, llegó a suponer que Marianna y todo el grupo se compadecerían de él y a lo mejor hasta conseguía su perdón. Pero ¿cómo iba a reunir la insolencia necesaria para atreverse? Nunca le perdonarían porque ellos sabían como sabía él que no lo merecía. Nada importaba que la traición no se hubiera materializado. Él había estado dispuesto a entregarlos. No era digno de su perdón.
Cuando alcanzó los primeros árboles, se apeó y dejó libre al caballo tras soltar la cuerda, dándole una palmada en la grupa para incitarle a volver hacia abajo. Vio con alivio que obedecía, tal vez asustado por los aullidos de los lobos.
Examinó la cuerda. No era muy gruesa ni tampoco suficientemente larga. No iba a poder emular al verdadero Judas, ni siquiera le estaba permitida esa grandeza postrera. ¿Iba a dejarse morir de inanición? Alguien, no recordaba quién, le había dicho en alguna ocasión que se moría dulcemente cuando era una muerte causada por el hambre; tal vez había sido Marianna quien lo había comentado, ella que tanto sabía de todas las cosas. Pero esa clase de muerte podía demorar varios días y él no deseaba vivir tanto.
El aullido de los lobos estaba multiplicándose. Murmuró para sí el deseo de que no se debiera al pobre caballo, que lo dejaran volver a salvo al prado de donde lo había secuestrado. Esos lobos podían ser la solución. Si desnudaba su espalda y retiraba las vendas de sus brazos, era posible que les atrajera el olor de sus heridas todavía frescas. Ello le ahorraría cavilaciones. Sí. Esa era la solución.
Hacía frío, un helor que tenía la facultad de hacerle olvidar el dolor y el hambre. Para no borrar el señuelo y permitir así que acabasen los lobos de olfatear la golosina de su olor a carne macerada, permaneció con la espalda desnuda, pero sentado sobre la hojarasca y acurrucado, con los brazos abrazando sus piernas para contener los tiritones y disuadirse a sí mismo de correr de vuelta a Beret. Esperaría.
Lo siguiente ocurrió en el mundo de los sueños. Marianna le perdonaba y hasta le sonreía y, a continuación, muy alarmada por el estado de sus heridas, las cubría con ungüentos y le obligaba a tomar una de las tisanas de Bartolomèu. Y luego, aunque no abandonaba su cuidado, ella proponía a los demás soluciones certeras para la última clave de los cátaros. Y encontraban el tesoro inmediatamente después, un prodigio relucientemente dorado que acababa con las penas no sólo de los guerrilleros del Forat, sino de todo el valle. De repente, dejó de sentir dolor y también frío.
























Capítulo XIII
LA CRUZADA
Tercera semana de julio de 1811

Los incendios dejaron de ser novedad. Todas las noches podían entrever alguno inclusive en lugares tan alejados como las laderas de las montañas situadas al otro lado del Garona. Y los que no veían con sus propios ojos, llegaban a su conocimiento por los informes procedentes de todo valle.
Se había establecido un juego muy arriesgado de complicidades y solidaridades que, de momento, representaba cierta protección contra las pesquisas de Guzmán Domenicci. Pero sabían que se trataba de una ventaja provisional. Los cruzados recurrían a tantas crueldades, era tan inmenso el sufrimiento que estaban causando los hombres emplumados y engalanados de azul, que no tardarían en encontrar el campesino o el granjero cuya desesperación le forzara a delatarles.
Nadie conocía con precisión el refugio del Forat de l’Embut, pero era un secreto a voces su ubicación aproximada, por encontrarse en el punto equidistante del arco que formaba el rosario de poblaciones que se aferraban a las orillas del Garona. Los cruzados llevaban casi una semana atormentando a los araneses de toda condición y volvían a leerse proclamas en las iglesias, y en tales ocasiones siempre había al lado del cura celebrante un hombre de Domenicci.
De momento, la solidaridad inmediata y organizada soterradamente, movilizaba a la gente para que los campesinos y granjeros atacados recuperasen bienes por un monto semejante a las pérdidas, pero ¿qué ocurriría cuando volvieran las torturas? Conocido el proceder del romano, todos hacían cábalas sobre dónde ocurriría el primer martirio y quién sería la víctima. Por todo ello, la reunión del Consejo General y algunos curas con el arcipreste a la cabeza, se celebraba con el secretismo de una conspiración.
-¿No teméis por vuestra alma? –preguntó el síndico Raimundo Tinel a los sacerdotes.
-Han sido muchos los momentos de la historia –repuso mossen Pèir- en que un Papa ha dictado excomuniones que luego, y a veces en seguida, eran revocadas por intereses no del todo santos o por negociaciones políticas. Por consiguiente, yo no me siento concernido por la excomunión de Domenicci si incurro en ella, como lo hago, por salvar o ayudar a mis vecinos, y aplico las más elementales reglas de la caridad obedeciendo las enseñanzas de Nuestro Señor.
-Entonces… -Tinel vaciló-, ¿puedo tener la garantía de que lo tratado en esta reunión jamás saldrá de vuestros labios?
-Ni de los míos –repuso mossen Pèir- ni de los de los curas aquí presentes. No he convocado a los que temo que pudieran dejarse intimidar por Domenicci.
-Bien –el síndico sonrió-. Entonces, habría que ver cómo ayudar a los guerrilleros cátaros. Estamos en una especie de callejón sin salida. A ellos les protege el silencio de los vecinos, pero este silencio está provocando demasiado sufrimiento. Por ahora, los cruzados del romano tienen escasas posibilidades de alcanzar sus objetivos, pero tampoco los guerrilleros podrán alcanzar los suyos, que en las circunstancias presentan significarían ni más ni menos que la paz y la libertad de todo el Valle de Aran. Hay que desequilibrar esa balanza, pero los guerrilleros no podrán avanzar mientras no dispongan más que de arcos y flechas. Por ello, propongo que tratemos de conseguir armas de fuego para hacérselas llegar.
-¿Armas de fuego? –mossen Pèir tenía expresión muy complacida a pesar de la sorpresa-. Por desgracia, no creo que haya tales armas en Aran.
-Pero si todos nosotros nos pusiésemos a ello –discurrió Raimundo Tinel- tal vez encontraríamos el modo de conseguir algunas.




Los últimos días, todas las reuniones eran amenizadas por los ronroneos del hijo de Jàn. Teresa presentaba a todas horas una expresión radiante con el niño en brazos, mientras que Jàn, mirándolos orgulloso de reojo a los dos, se consumía de preocupación.
-Las aguas del río Garona vienen de lo alto, muy de lo alto –dijo Laurenç- y bajan y bajan sin cesar.
Marianna sonrió levemente, pero se negó a mirarlo a la cara. Sabía que se trataba de una deducción a la que el mossen había llegado por sí, sin tener conocimiento de lo que ella y Bartolomèu habían conversado al respecto, lo que venía a sumarse al hecho desconcertante de que hubiera resuelto la clave de Vilac y encontrado el escondrijo. Todo lo cual le causaba extrañeza no exenta de admiración, pues tales sutilezas podían forzarla a replantearse su opinión sobre él. Miquèu respodió a Laurenç:
-Entonces, me da que el problema no tiene solución, porque son unas ocho leguas de recorrido del río dentro de Aran. Como buscar una aguja en un pajar.
Pero Laurenç tenía un pálpito:
-¿Y si en vez de pensar en todo el río, pensáramos sólo en un punto concreto?
Ahora sí, Marianna lo miró a los ojos.
-¿Qué queréis decir, mossen?
-No me llames mossen, Marianna. Ya no lo soy.
-¿Se puede dejar de ser sacerdote? –preguntó Marianna sarcásticamente-. ¿No es la consagración sacerdotal un sacramento que imprime carácter?
-No te burles, por favor.
-¿Cómo debería llamaros, mossen?
-¿Qué tal Laurenç?
-De acuerdo, Laurenç –concedió Marianna, tuteándole por primera vez-. ¿A qué te refieres con eso de pensar en un punto concreto del río?
-A que el río se precipita en muchos puntos. No exactamente el Garona, pero sí todos los afluentes dentro del valle, que al fin y al cabo son aguas que confluyen y bajan juntas.
-No acabo de comprender –se lamentó Bartolomèu.
-Quiere decir –le aclaró Marianna- que debemos buscar una cascada.
-La más bonita de Aran es la cascada de Pish, en el Pla de les Artiguetes, del río Varrados –declamó Ricar, que sostenía la mano de Miquèu entre las suyas-. Lo menos salta cincuenta varas.
-No son tantas varas, Ricar –contradijo cariñosamente Miquèu-. Me da que son unas treinta.
-¿Y habrá cerca alguna tumba? –preguntó Marianna.
-Me da que no –afirmó Ricar.
-Pero hay que explorarlo –afirmó Laurenç.
-Yo sólo la vi de pasada –dijo Marianna-. Los que conozcáis bien el lugar, discutid la manera de ir a mirar por allí y organizad la excursión sin que represente riesgo para los que vayan ni peligro de que nos descubran. A ver, un par que… sí. Vosotros dos, Lauren y Miquèu. Iréis mañana, a primera hora.
-¿Sin Ricar? –protestó este último.
-No exageres, Miquèu –reconvino Marianna-. Todas las parejas del Forat tienen que separarse de vez en cuando. No pretendas ser la excepción.
-Falta la otra cuestión –apuntó Bartolomèu.
-Sí –concordó Marianna-. La otra cuestión es que hay que parar a los cruzados. No podemos permitir que sigan quemando granjas, no sólo por el sufrimiento que causan, sino porque no tardarán en encontrar un granjero que prefiera hablar a perder sus animales.
-¿Y con flechas pararlos conseguiremos? –preguntó Marc.
-Tendríamos que buscar mosquetes –afirmó Marianna-. ¿Dónde hay armas de fuego en este valle?
-En número suficiente, sólo en un lugar –dijo Laurenç con tono gutural a través de una media sonrisa, y casi como si hablara para sí-. ¿Alguien supone que puede haber armas de fuego en algún sitio de Aran, como no sea en el fuerte de la Sainte Croix?
Algunos sonrieron, pero casi todos suspiraron. Pensar en esas armas del arsenal de los franceses pertenecía al reino de los sueños. Por lo tanto, les asombró que la expresión de Laurenç no fuese soñadora.
Sí se lo pareció a Miquèu cuando Laurenç lo sacudió mucho antes del alba. Abrazaba a Ricar y el mossen debía de haber interrumpido un sueño hermoso, puesto que sintió enojo al despertar.
-Ni siquiera ha amanecido –protestó en susurros.
-Prepara el caballo de prisa –urgió Laurenç hablándole en el oído-. Nuestra excursión va a llegar un poco más lejos que la cascada de Pish.
-¿Qué decís, mossen?
-Ya no soy mossen, Miquèu. Disponte para el camino. En cuanto salgamos, te diré a dónde iremos.




Hacía frío, mucho frío. Pero lo sentía, y eso era extraordinario por sí mismo. Se tocó el hombro esperando que el roce de su mano fuese doloroso; perplejo, descubrió que casi no le dolía. El duermevela debía de durar ya muchas horas, tal vez muchos días, pero ahora no soñaba. Estaba vivo.
Manel tuvo un sobresalto cuando comprendió que no había muerto. Se incorporó a medias hasta quedar sentado sobre la mullida hojarasca llena de hongos e insectos. Era de día, mas ¿qué día? Se arropó cuando sintió un escalofrío, puesto que su espalda continuaba desnuda y expuesta a la brisa helada que bajaba de la cresta nevada del monte, y al cubrirse la carne torturada por los cruzados de Domenicci notó con extrañeza que el roce de la ropa no le causaba dolor; ni siquiera le escocía mucho y el picor le molestaba más. ¿Qué milagro le había permitido sobrevivir donde el hecho de vivir ya era difícil? ¿Por qué le habían respetado los lobos? ¿Ni siquiera ellos lo querían como alimento? ¿Qué le había hecho despertar?
Esta última pregunta le causó un nuevo sobresalto. Había despertado por un ruido intruso, eso tenía que ser; un ruido que no sería uno de tantos rumores con los que latía la vida del bosque. Se alzó un poco más con mucho cuidado, y sus propias cautelas le hicieron sonreír con amargura y desprecio de sí mismo. ¿No deseaba apasionadamente morir? ¿Iba a tener miedo del peligro sintiendo ese deseo?
Con temor a ponerse de pie, se levantó hasta quedar de rodillas y se desplazó un poco para acercarse al grueso tronco de un abeto viejo. Al otro lado, de más allá de ese tronco, llegaba alguna clase de rumor. Poco a poco, con mucho cuidado, fue asomándose para ver qué lo producía. Un grupo de cruzados, elegantemente vestidos de azul, cargados de armas, en torno a una pequeña hoguera, y seis caballos amarrados un poco más lejos.
Se ocultó como si lo moviera un resorte. ¿Qué hacían los cruzados en esas alturas? ¿Habían seguido su rastro? ¿Le habían dejado marchar vivo de Vielha para seguirle en cuanto se pusiera en marcha, con la pretensión de descubrir el refugio de los guerrilleros? Dedujo que habían debido de estar espiando la casa de su hermana hasta verlo salir. ¿Cómo no se había dado cuenta? ¿Su hambre insatisfecha y el dolor le habían nublado la mente?
Se encontraban a unas cien varas, ladera abajo, junto a un pequeño torrente, y estaban asando un animal. Comprendió que no le había despertado el rumor, sino el olor, porque la visión del animal desollado, probablemente un rebeco, ensartado en una gruesa vaya entre dos horquillas, le hizo relamerse al caer en la cuenta de su hambre, apremiante como pinchos en el estómago. Había una zarzamora cerca, a su izquierda, y se arrastró hacia ella palmo a palmo y sin ruido; agazapado, se atiborró de moras durante largo rato y sólo cuando empezó a sentirse saciado cayó en la cuenta de que la boca no le dolía al masticar. Lo que ahora sentía era una sed terrible que el jugoso fruto no aliviaba. Necesitaba beber, pero no había a la vista más agua que la del torrente junto al que acampaban los cruzados.
Asombrosamente, la fuerza estaba volviendo a sus miembros mientras le torturaba la sed. No podía bajar hacia el torrente. Giró la cabeza; unos doscientos pies ladera arriba quedaba escarcha en los lugares sombreados blanqueando el follaje de algunos arbustos; probó a reptar y viendo que podía, fue arrastrándose hacia la incitadora promesa blanca. Lamiendo las ramas y las hojas, poco a poco consiguió dejar de sentir la insoportable sequedad de la boca.
¿Qué pretenderían esos hombres tan por encima del Pla de Beret? Podía intentar acercarse, a ver si de sus conversas sacaba una conclusión; pero recordó que ellos hablaban solamente francés y no entendía esa lengua. Aunque… alguien había mencionado en el Forat de l’Embut que no todos los cruzados de Domenicci habían llegado de Francia. Algunos procedían del obispado de Seo de Urgel. Tal vez estos se expresaban en catalán o castellano, lenguas que conseguía entender aunque con dificultad.
Una vez calmada la sed, tuvo ánimos para arrastrarse cerca del grupo. Hablaban en catalán de lo poco sabroso que resultaba el asado, puesto que no disponían de sal. En cambio, Manel proclamó para sí mismo que podría engullirlo entero si estuviese a su alcance. Aunque el rebeco permanecía casi intacto, se dieron por saciados y apagaron el fuego. Mientras lo hacían, a Manel le pareció que comentaban los acontecimientos del valle y los destinos adonde habían ido otras “cohortes”, palabra que no entendió. A continuación, siguió este diálogo:
-Entonces, ¿acampamos por aquí o volvemos atrás? –preguntó uno.
-Hace mucho frío en estas alturas. Mejor será que exploremos un poco más y que volvamos abajo antes del anochecer –respondió otro.
-Sí, será lo mejor –dijo un tercero-. Pero en vez de volver por Beret, podríamos cruzar esa sierra y bajar hacia Vielha por el otro río. Así volveríamos con información más amplia.
Manel se dio cuenta de que se proponían atravesar el Serrat de la Bastida y salir hacia el Unhola demasiado cerca del Forat de l’Embut. Después de lo de la granja de Pau Palop podían haber quedado señales de la huida por ese lugar, ramas partidas u objetos olvidados, lo que situaría en el rastro de los guerrilleros a estos cruzados, tal vez los mismos que le habían torturado. ¿Qué significaría “explorar un poco más”? ¿No le perseguían a él y trataban de encontrar el refugio al albur?
Entonces advirtió que en la dirección de Beret subía humo hacia el cielo. No era muy denso pero, teniendo en cuenta la lejanía, podía tratarse de una granja incendiada. Los cruzados habían dicho que explorarían por esa comarca durante un rato; ¿llamarían “explorar” a torturar a los granjeros, que no podían responderles satisfactoriamente porque no sabían dónde estaba el refugio? Si era ésa su manera de explorar, el siguiente interrogatorio podía demorar mucho, porque no había granjas más arriba, lo que ellos tardarían en descubrir. Eso le daba un margen de tiempo.
Sin dejar de reptar, volvió al punto donde había despertado. La cuerda que sirviera de brida del caballo continuaba en el mismo lugar; se la envolvió en torno al cuello y continuó, a rastras, hasta el punto exacto por donde esos hombres, cuando se dieran por vencidos y abandonaran la exploración, estarían obligados a pasar si, como habían dicho, atravesaban la Bastida hacia el Unhola.
Aparte de comerse con delectación, aunque sin masticar, un muslo entero del rebeco abandonado sobre las brasas, dedicó las siguientes tres horas a preparar un arco. Desgraciadamente, no podía encender un fuego que le ayudase porque le delataría; sólo disponía de esas brasas, junto a las que no debía permanecer porque languidecían junto al torrente en una zona descubierta. Conservaba un cuchillo muy pequeño que los torturadores no habían tenido el tino de descubrir en su escondite, prendido a la faja que ellos mismos le habían quitado a tirones; tampoco los vecinos que lo habían llevado a casa de Joanna, sin vestirlo y con toda la ropa encima de él, se habían dado cuenta del leve peso extra que el cuchillo sumaba a la faja. Ahora, iba a ser el instrumento de su venganza.
Cuando los seis hombres lujosamente vestidos de azul se disponían, a media tarde, a subir hacia el Serrat de la Bastida, Manel contaba ya con un arco, aunque no del todo a su gusto, tensado con uno de los cabos de la cuerda con la que había intentado ahorcarse, y veinte flechas relativamente practicables en un carcaj improvisado con el resto de la cuerda, hojas de haya y ramas pequeñas y flexibles de abeto.
Aunque no tenía caballo, le favorecían algunas ventajas sobre los cruzados: conocía perfectamente el camino, ellos no sabían que alguien les acechaba, tenían que llevar las monturas al paso por lo empinado de la subida y la estrechez de la senda y, evidentemente, no entendían el lenguaje del bosque.
No podía permitirse marrar con ningún disparo ni dar lugar a que un fallo sirviera de alerta al resto del grupo; por lo tanto, sólo dispararía hacia blancos muy claros. Lástima que las flechas no resultarían muy certeras, porque las había tenido que elaborar sin fuego, con los materiales a su alcance y tan sólo con un pequeño cuchillo. Pero a pesar de sentirse débil y con las facultades mermadas, estaba convencido de que atinaría, porque empezaba a acumulársele en la sangre el rencor hacia esos hombres, rencor que, durante no sabía cuántos días, no había podido alimentar por estar inconsciente. La sabia naturaleza había ido sumando en su pecho las cuotas diarias del ansia natural de venganza, y ahora ese sentimiento arrebataba su mente hasta privarle de toda posibilidad de pensar en otra cosa.
Los cruzados iban en fila, por la estrechez y las dificultades del camino. Manel se adelantó a ellos, yendo a apostarse en lo alto de una peña situada a la derecha; dejó pasar a cinco, ya con el arco dispuesto, y disparó cuando vio el cuello del sexto como un blanco seguro. Cayó fulminado y ni siquiera el que lo precedía se percató de la caída, pues el que encabezaba la fila no paraba de gritar órdenes y advertencias, como si necesitase reafirmar a cada paso la autoridad con la que seguramente había sido investido hacía poco y que le quedaba ancha. Manel sonrió; la bisoñez de ese cabo recién ascendido era un buen aliado.
Abatió a dos más con la misma facilidad antes de que los tres primeros lo advirtiesen. Ocurrió en una revuelta del camino ascendente. Al virar, el que iba tercero comentó la dificultad de la muy escarpada subida volviéndose un poco hacia el cuarto; al no responderle, volvió la cabeza y el torso, para descubrir que nadie le seguía. Situado en ese instante a la izquierda de la vereda, Manel tenía preparado el arco y cuando vio que el joven comprendía que algo inesperado ocurría, disparó para tratar de evitar que diera la alarma. Pero la flecha no atinó en el cuello, sino que fue dar en su hombro y no era lo bastante pesada como para atravesar el rico y abundante paño azul; el cruzado sólo sufrió una momentánea pérdida de equilibrio y en seguida se puso a gritar:
-¡Nos atacan! ¡Atención! ¡Nos acorralan!
Al instante siguiente, los tres dispararon sus mosquetes al tuntún, sin intentar siquiera la tarea imposible de ver a través del denso bosque. Encaramado a las ramas de un haya, Manel vio la expresión de terror de los tres mientras trataban apresuradamente de cargar los mosquetes de nuevo. Tenía que completar el efecto, de modo que disparó una nueva flecha al muslo del tercero de la fila, y ahora sí se le clavó. Tras un grito aterrorizado de dolor, el muchacho espoleó el caballo gritando:
-¡Huyamos!
El grito y la carrera sirvió para que los precedentes hicieran lo mismo y en seguida se perdieron los tres de vista sierra arriba, hacia el paso que les llevaría al valle del Unhola.
Inmóvil y embozado, Manel dejó transcurrir muchos minutos, una hora tal vez, y cuando se convenció de que los tres hombres corrían hacia su salvación y no iban a volver, fue en busca de los caballos. A dos los localizó pronto, y los fue amarrando al tronco más cercano. El tercero fue más difícil de encontrar porque comenzaba a anochecer. Se orientó en su dirección por los relinchos, pero tuvo la suerte de no acercarse más que lo justo para comprender lo que ocurría; el pobre animal se agitaba cercado por una manada de lobos. Eso le dotaba a él de la ocasión de alejarse con posibilidades de no ser atacado, pues el paso que iba a atravesar en cuanto cayese la noche era el territorio natural de varias manadas como ésa. Pero tenía que borrar todos los rastros que pudiese, puesto que la desaparición de tres cruzados iba a movilizar a todos los demás en su busca; localizó los tres cadáveres, lo que fue muy fácil puesto que no podían alejarse del camino como habían hecho sus monturas; les quitó la ropa, los cascos y las armas, lo amarró todo a lomos de uno de los caballos hasta formar un lío bastante voluminoso y, montando en el otro, emprendió la marcha sin tener claro a dónde iría. Los lobos se encargarían de terminar de borrar el rastro que representaban los tres cadáveres.
No podía quedarse en las comarca del Pla de Beret ni en las alturas en que ahora se encontraba, donde abundaba la nieve. Tampoco tenía donde ir si bajaba al valle; en todo el curso del Garona no encontraría quien aceptase cobijarlo, mucho menos esconderlo de la persecución de los cruzados de Domenicci. Decidió atravesar la Bastida, buscar un bosquete de los que se aferraban a la vertiginosa bajada hacia el Unhola y allí dormiría. Cuando amaneciera, su recuperación sería más completa, habría aumentado su fuerza y tendría cabeza para tomar una decisión.




Al guiar los caballos por una trocha entre la maleza que cubría un talud, impulsados por la inercia Laurenç y Miquèu estuvieron a punto de toparse con tres jinetes que circulaban por el camino real, un grupo que encabezaba un cruzado y otro lo cerraba, dando la impresión de que guardaban y escoltaban al hermoso joven lujosamente ataviado que galopaba en el medio. La precipitación de los tres evitó que descubrieran a los dos guerrilleros con los que habían podido chocar.
-¿A dónde iran ésos? –preguntó Laurenç.
-Corren hacia el norte –comentó Miquèu-. Me da que van a Cominges o Tolosa, con una encomienda urgente del romano. Hemos tenido suerte de que no nos vean.
Acababan de bajar de Casau y Gausac eludiendo los caminos, a través del bosque, y precisamente en el momento que tenían que cruzar el Garona habían estado a punto de ser sorprendidos.
-Casi nos pillan –dijo Laurenç-. Tenemos que volver atrás para indagar, a ver si alguien por Vielha tiene idea del porqué de sus prisas.
-Es casi mediodía, mossen. ¿Cuándo iremos a explorar la casca de Pish?
-¿Cuántas veces tendré que decirte que no me llames mossen? Sólo nos separan unas cuantas varas de Vielha. Volver atrás y tratar de averiguar no puede llevarnos más de media hora. Lo de la cascada creo que lo he resuelto ya y no creo que nos lleve mucho tiempo.




A Marianna, las miradas que Felip le lanzaba sin disimulo le causaban incomodidad y un raro vacío en el vientre. Lo hacía a todas horas, merodeando en torno a las reuniones, cuando cantaba, al moverse dentro de la mina o en el exterior; cada vez que pasaba a su lado parecía suplicarle con los ojos que le abriera el cobijo de sus brazos. En el ánimo de Marianna había dejado de haber lugar para la compasión; y a pesar de la insistencia que llegaba a parecer maniática, tampoco lo había para ninguna clase de ironía. Lo que él le ofrecía era, en realidad, mucho más valioso de lo que ella podía ofrecerle, porque no había en su cuerpo ni en su corazón una fibra que reaccionase ante él, nada que vibrase por algo más que una especie de sentimiento maternal. El muchacho, sin embargo, creía que no podía haber en el mundo ni en su vida otra mujer que ella; se ofrecía, pues, completamente.
Todas sus canciones eran un canto a ese amor absoluto y absorbente. Cantaba casi todo el día, y por el placer de escuchar su música le exoneraban los demás de las labores. Por consiguiente, era una declaración de amor eterno lo que devolvían los ecos de las montañas a todas horas. Un amor expresado con toda su vehemencia de adolescente, sin tapujos ni complejos, entre las sonrisas comprensivas y sarcásticas de los guerrilleros y los asentimientos enternecidos de sus esposas.
Todo ello le producía a Marianna consternación. Ahora que Laurenç había serenado su furor y ocultaba los celos, temía que Felip convirtiera en peligroso fuego externo lo que le quemaba por dentro.
-Faltan un par de días para San Jaime –le dijo Bartolomèu- y digo yo que la mayor ventura es pillar la coyuntura. ¿Alguien bajará a Arties a indagar sobre tumbas antiguas?
-Antes de tomar decisiones –repuso Marianna-, mejor esperamos a que regeresen Miquèu y Laurenç de la cascada de Pish, a ver qué han averiguado.
-Pues deben de estar a punto, porque salieron dos horas antes de amanecer.
-¿De veras? No lo sabía.
-Suerte que tienes, Marianna, de ser joven y dormir bien; juventud divino tesoro. Lo más fastidioso de hacerse viejo es que ya no consigues dormir como en tus años mozos, que la vejez es toser y preguntar qué hora es. Yo me desvelo casi todas las noches, antes porque echaba de menos a mi mujer y ahora porque, tal como están las cosas, siento que debo protegerla, que marido celoso no tiene reposo. Laurenç y Miquèu se fueron en plena madrugada con mucho tiento, y no comprendo por qué tan temprano, ya que no creo que haya más de una hora de camino a la cascada de Pish.
-Pues sí que es raro, sí –murmuró Marianna, preguntándose si se avecinaba otro problema.
En ese momento llegó corriendo Ricar, que aunque no le tocaba guardia en la peña vigía, llevaba toda la jornada yendo a cada rato a dar una ojeada, como si con ello pudiera acelerar el regreso de Miquèu. Dijo con voz entrecortada:
-Se acerca un jinete Unhola arriba, y no es ni Miquèu ni el mossen.
-¿Un soldado? –preguntó Marianna con los brazos en tensión y a punto de saltar.
-No es un soldado, ni uno de esos cruzados terribles. Viste como cualquiera de nosotros, pero es una cosa muy rara, porque además del suyo, trae detrás otro caballo cargado con hatos muy grandes.
Marianna se puso de pie y corrió hacia la hoguera donde casi todos los guerrilleros se encontraban preparando flechas.
-Atención –dijo-. Todos en guardia, porque llega alguien que no conocemos, y se acerca de modo extraño. Hugo y Amiel, coged los arcos y preparaos a disparar desde la peña vigía. Vosotros, Francesc y Andrèu, haced lo mismo sobre el tajo que hay al otro lado del camino. Ocultaos de manera que ese visitante no os vea al llegar, por si trajera un arma de fuego escondida. Dejadlo pasar, pero en seguida que lo haga, situaos tras él y hacedle notar que le apuntan cuatro flechas dispuestas a matarlo.
Cuando comprobó que se ponían en movimiento, se acercó a la bocamina. Salvo Teresa, que pasaba casi todo el día ocupándose del niño, todas las mujeres estaban muy atareadas, unas con los preparativos de la cena y otras, remendando la ropa. Les dijo con tono apremiante aunque bajo:
-Apartad la comida del fuego, deprisa, y agrupaos todas en el fondo de la mina, pero cada una con un machete dispuesto.
Acompañada de Bartolomèu, Marianna se situó en el centro del pequeño llano, a esperar. Paso a paso, fue apareciendo en el estrecho pasaje primero la cabeza, casi oculta por un tosco paño. Luego, los hombros cubiertos por un burdo manto aranés de lana cruda, y a continuación, la cabeza de un caballo demasiado distinguido y hermoso como para pertenecer a un campesino del valle. Una vez rebasada la peña vigía, el jinete contuvo a la montura y se detuvo sin desmontar, y ello permitió comprobar la elegancia insólita del caballo. Detrás, los cuatro centinelas habían tensado los arcos con las flechas a punto. El hombre llevaba barba de varios días, una barba tupida y oscura que le desfiguraba las facciones, pero no por ello dejaba de tener un aire familiar.
-Parece… -murmuró Bartolomèu.
-¡Es él! –exclamó Marianna, indignada, y gritó a continuación: - ¿Cómo te atreves, Manel?
Éste saltó del caballo y se postró ante los dos. No sólo se arrodilló, sino que se echó del todo en el suelo, con el rostro hundido en la tierra. Antes de que pudiera decir las palabras que había ensayado centenares de veces desde que decidiera esa mañana volver al Forat de l’Embut, los cuatro arqueros lo agarraron cada uno de una extremidad y lo pusieron de pie, inmovilizado.
-Conocemos todos los pasos que has dado, Manel –acusó Marianna.
-Ya lo imaginaba –respondió Manel muy bajo, sin alzar los ojos del suelo-. Pero sabed que no llegué a joderos de veras y mirad si lo dudáis mi espalda y mi boca. Veréis los signos terribles de lo que me han hecho sufrir. Los cruzados del romano me han torturado mucho más de lo que cualquier hombre puede soportar. Vivo de milagro, y todavía no creo que esté vivo, pero vengo a suplicaros perdón, porque vosotros sois no sólo la esperanza de libertad para el valle, también sois mi única esperanza. Por favor, digo la verdad y mi arrepentimiento es sincero. Para que podáis creerme, desatad el lío que carga ese caballo, y veréis.
-¡No toquéis el bulto! –gritó Marianna a los cuatro arqueros-. Seguid inmovilizando a Manel de modo que no consiga mover ni un dedo, y tapadle la boca para que no pueda gritar ni silbar. Llevadlo dentro de la mina y amarradlo a una entiba bien al fondo, amordazado.
Mientras los cuatro obedecían, Bartolomèu murmuró en el oído de Marianna:
-Para ser justos, tenemos que hacer con él como con todos, Marianna. No lo castigues hasta que podamos componer el jurado.
-El castigo no será definitivo hasta que no lo juzguemos. Pero no podemos dejarlo a sus anchas. Podría ser un de caballo de Troya; hay que comprobar que no es la avanzadilla de ningún grupo que esté acampado por ahí abajo, aguardando una señal suya.
-Recuerda un detalle. Las trampas que tenemos preparadas. Si subiera un grupo de enemigos, no las descubrirían a tiempo y caerían en ellas.
-Pero pueden haber fallado, Bartolomèu. Tienen que estar mal montadas, porque Manel no ha caído en ninguna de ellas, o nos habríamos dado cuenta. Esto no tiene sentido; las trampas se instalaron después de que él nos dejara para traicionarnos. ¡Huy, huy! Me temo lo peor…
-¿Que tenga un cómplice entre nosotros? –preguntó Bartolomèu con un sonrisa, como si la idea le pareciera una broma.
-¿Tiene otra explicación que haya sorteado las trampas? –Marianna sentía crecer su preocupación-. Vamos a tener que vigilar con mucho cuidado a ver quiénes se acercan a Manel y lo que hagan.
-¿Y ese bulto? –preguntó Bartolomèu señalando el fardo que cargaba el otro caballo.
-Es demasiado grande –respondió Marianna-. ¿Está bien atado?
-Parece que sí.
-Pues dejémoslo ahí. Si es un enemigo escondido, daremos tiempo a que se asfixie.




Laurenç y Miquèu volvieron de noche, cuando varios de los guerrilleros dormían ya y Marianna, sentada con Bartolomèu junto al fuego, comentaba sus inquietudes en relación con Manel sólo con el propósito de seguir esperándoles. Portaban un nuevo rollo de pergaminos sobre el que no entraron en explicaciones, ni sobre el porqué de haber salido tan temprano para ir a la cascada de Pish ni a qué se debía el retraso. Se mostraban mucho más alterados por la noticia que Laurenç se apresuró a contar:
-Ayer mataron a varios cruzados del romano por Beret. Según murmuran por Vielha, Domenicci casi se ha vuelto loco de cólera y hemos visto a su secretario partir a galope con dirección a Cominges. Todos, con el síndico a la cabeza, están convencidos de que el secretario corre en busca de refuerzos.
-Aquí también hay novedades no muy halagüeñas –dijo Marianna-. Tenemos que celebrar una asamblea a primera hora de la mañana. Salisteis muy temprano y volvéis de noche, ¿tanto tiempo ha tomado lo de la cascada de Pish? ¿Cómo habéis encontrado estos pergaminos?
-No te impacientes, mujer –dijo Laurenç con expresión seria pero con chispas en las pupilas-. En esa reunión de mañana habrá tiempo para todas las explicaciones. Ahora, Miquèu y yo necesitamos descans

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