viernes, 21 de noviembre de 2008

Casi terminando ya LA DESBANDÁ. Dentro de dos días, LOS PERGAMINOS CÁTAROS


Los fragmentos que publico en mis blogs de LA DESBANDÁ están llegando a la recta Inmediatamente después, comenzaré a publicar LOS PERGAMINOS CÁTAROS por capítulos completos.

Dentro de pocas semanas, será posible leer todas mis mejores obras y numerosos cuentos inéditos en mis web.
www.luismelero.com

VI La desbandá.
Frecuentemente, el bombardeo tenía lugar de madrugada, y en tales ocasiones le servía a Mani de despertador. Había dormido mal de nuevo. El hombrecillo refugiado en La Goleta había recorrido sus sueños suplicándole con la mirada que se le acercara, mientras un sentimiento insoportable de culpa le quemaba las entrañas. Cuando el estruendo le despertó, decidió hacer lo contrario de lo que mandaban las ordenanzas, porque el fragor era mucho mayor que de costumbre y quería averiguar por qué. Como el reparto tendría que posponerse hasta que no avisaran las sirenas de que el peligro había pasado, y de todas manera era desalentadora la escasez que se agravaba cada día, en vez de correr al refugio del convento como la mayoría de los vecinos, rechazó la presa con que Paula trató de retenerle y corrió a través de las calles desiertas del barrio.
Como si el sueño continuase y en un estado cercano al sonambulismo, se dirigió al que tal vez era el punto más peligroso bajo las bombas, el puente sobre el Guadalmedina, y se apoyó en el pretil igual que si estuviese en el palco de un teatro. Los aviones saltaban con elegantes movimientos acrobáticos. Hacía semanas que no lanzaban la lluvia de fuego sólo sobre los cuarteles o sobre las fábricas de la playa del Perro, o sobre los depósitos de combustible del puerto; bombardeaban con insistencia incomprensible las humildes casas medio desmoronadas de los barrios. Parecían desear salvar de las tribulaciones del mundo de los vivos a los que, entre tiritones de hambre y frío, agonizaban en sus hogares convertidos en madrigueras atestadas de fugitivos del horror.
Abierto del todo el amanecer, llegaron más aviones, ahora republicanos y Mani lamentó que el Chafarino no estuviese a su lado y no pudiera ver el espectáculo, porque parecía un duelo de titanes mitológicos sobre el helado azul crepuscular. Viendo llegar los aparatos enemigos, los rebeldes pararon el bombardeo y se produjo una danza, un baile coreográfico en el que los saltos tenían la gracia de piruetas de ballet. Se lanzaban los unos contra los otros y, en el último momento, cuando la colisión parecía inevitable, les alzaba un milagroso espasmo mientras el fuego que vomitaban bamboleaba al adversario. Cayeron tres trimotores de los rebeldes y el resto de la escuadrilla huyó hacia el sur, enmarcada por las columnas de humo negro que se elevaban de la ciudad entre resuellos de agonía y gritos lastimeros.
Cuando acudió a la cita con su equipo, Mani no estaba seguro de haber despertado. Cedió a Miguel el asiento de la cabina y sentado en la caja del camión junto al Templao, en silencio los dos, recorrieron con lentitud la ciudad herida por el furor del cielo. Eran muchas las calles donde los apilamientos de escombros bloqueaban el paso; el camión tuvo que retroceder muchas veces y pasar velozmente ante edificios que en cualquier momento iban a desplomarse. Las casas vacilaban un poco antes de convertirse en recuerdo, derrotadas en su obstinación de sobrevivir a la desarticulación de los cimientos. Mani trataba de no mirar ni de reojo el rostro lívido del Templao, cuya alucinación obsesiva, con la imagen de Inma casi materializada ante sus ojos, se profundizaba día a día y sabía que había perdido la potestad que antaño ejerciera sobre un amigo que le aventajaba en cinco años. A despecho de lo que habían vivido juntos, el Templao no dejaba de ser un adulto cuyo orden de prioridades debía de funcionar de manera muy diferente al de alguien que apenas había superado la infancia. No intentó la comunicación que parecía haberse vuelto imposible, y en cuanto acabaron el reparto cerca del atardecer, sintió que necesitaba conversar con el Chafarino.
En la playa, la brisa gélida disolvía la tibieza de los declinantes rayos del sol.
-¿Cómo se te ocurre venir a estas horas?
-Estoy mu liao, Omar.
-Hueles a amargura.
-Usted también.
-¡Muy bien, Mani!, estás aprendiendo. ¿Hay un motivo para tu amargura diferente de los de todos los días?
-Hable usted de la suya primero.
-Los dioses han batallado en el cielo esta madrugada.
Mani asintió.
-Eran los aviones rebeldes de tós los días, pero más que de costumbre. También llegaron a enfrentarlos muchos más de los nuestros.
-Unos y otros son instrumentos de lo que los dioses nos preparan. Sabes, Mani, que hay aviones en todo el mundo, pero ni siquiera en la gran guerra fueron usados para destruir las ciudades. Ha tenido que ser aquí, en Málaga, donde, por primera vez en la historia, se convirtieran en un arma de exterminio de civiles.
-Si fueran dioses, se compadecerían de nosotros y fulminarían a los rebeldes.
-Los dioses desprecian a los débiles y nuestra debilidad es la flaqueza de la dispersión, el agotamiento por la vitalidad malgastada en discutir por los detalles, por las cosas pequeñas. La sociedad humana, como todo organismo vivo, muere cuando sus fuerzas se acaban. Los dioses han tenido mucha paciencia con nosotros y ahora, cuando el desorden de nuestra pasiones nos ha convertido en enfermos desahuciados, su paciencia termina y ya no merecemos su compasión. Acabarán con los hermanos que se ensañaron con sus hermanos.
-Ya están acabando con tós...
-Esto no es más que el comienzo.
-¿El comienzo? -se indignó Mani-. Su profecía se ha cumplío, tós los días llueve fuego del cielo. ¿Qué más quieren esos dioses hijos de puta?
-Exterminarnos. Debes salvarte, Mani. Huye de Málaga.
Impensadamente, Mani dio un puñetazo a la tambaleante mesa donde humeaba el caldillo de pintarroja.
-¡Vamos a ganar la guerra! -proclamó-, lo jura mi hermano Paco. Esos dioses que usted se ha inventao no van a tener la malaleche de ayudar a los rebeldes. Los que han venío de los pueblos cuentan barbaridades; los moros degüellan, violan, roban y desvalijan hasta a los muertos. Usted es un viejo acobardao que no hace más que criticar lo que hacemos nosotros, lo mismo que el general borracho de Radio Sevilla.
Mani se arrepintió en seguida del insulto, pero el Chafarino no se mostró ofendido.
-Habla de tu amargura, Mani -pidió mientras volvía a llenarle el tazón de caldillo.
El joven vaciló. Estaba muy alterado y ello le daba vergüenza.
-He pasao la noche desvelao por las pesadillas. Toa la noche he estao viendo en sueños a ese hombre que dicen que es mi padre. No sé qué hacer. Mi madre hace como si no lo conociera, y también mis hermanos, y como sé que es por mí, tengo un remordimiento que no lo puedo aguantar.
-Habla con él. Eso te dará serenidad.
-¿Y si obedece a mi madre y hace como que no sabe de qué voy...?
-No le hagas caso. ¿Te acuerdas de lo que te dije hace años sobre aquella silueta de una supuesta monja emparedada en un convento de tu calle?, pues lo mismo te sirve para este caso: Tienes que investigar, porque vas a cumplir catorce años y ya eres adulto. Dile que lo sabes todo y, después, escúchale y saca tus propias conclusiones.
Tras la cena en el refectorio, aguardó a que Paula recogiera la mesa y se fuera a la enorme cocina cenobial, de donde no saldría hasta el momento de volver al corralón, a dormir. Libre para hacer lo que se proponía sin que ella se diera cuenta, corrió al patio de Lourdes, donde todas las noches organizaban los asilados partidas de cartas antes de acostarse. El hombrecillo desdentado lo vio llegar y se cruzaron las respectivas miradas; intuyendo el conocimiento en los ojos de Mani le abrió los brazos, pero el muchacho no se dejó abrazar porque olía a vino y por ello, y otras causas que no supo identificar, sintió un repeluzno.
-Eres un hombretón.
-¿Por qué nos abandonó usted?
-No me hables de usted. Soy tu padre.
-¿Odiaba usted a mi madre?
-Sentía rencor, no odio. La clave era la personalidad de tu abuelo, ¿comprendes, hijo? Ella es como es porque es hija de quien es y aunque yo la quería con locura, un ratón no puede volar con un águila. Pa hablar con la verdad por delante, ella no me despreciaba ni me insultaba, pero yo notaba su indiferencia, su distancia... Cuando te enamores, comprenderás que ese sentimiento es el que más puede dolerte si viene de la persona que amas. Su padre era hijo del hombre más poderoso de la ciudad y él mismo, si no hubiera muerto tan joven, hubiera sido como un rey y tu madre, como una princesa.
-¡Usted está atontolinao!
-Pregúntale a la vieja sarnosa de la azotea, la de los barcos.
Mani agachó la cabeza. Elena y el hombrecillo afirmaban lo mismo, pero ninguno de los dos quería decirle por qué ese dato tan significativo, y tan obvio a causa del apellido, le había sido ocultado. Permitió por fin que el hombrecillo le diera un abrazo que Mani decidió que jamás consentiría que se repitiera, y corrió a acechar la salida de Paula hacia el corralón de las Dos Puertas. La vio abandonar la cocina, aguardó a que estuviera en la calle, y aferró su abrazo y la obligó a volver la cara hacia él.
-Tienes que contármelo tó, mamá. No puede pasar de esta noche.
-¿Que te cuente el qué?
-Lo de mi padre... y el tuyo.
-¿Por fin ha hecho lo que se propuso desde que llegó a la Goleta, calentarte la cabeza?
-No, mamá; he sido yo quien ha ido en su busca.
Paula se soltó el brazo y parada con las manos en los bolsillos del abrigo, se volvió hacia su hijo.
-Has hablao con él... lo has visto... ¿tengo que darte más explicaciones?
Mani agachó la cabeza, pese a que ya superaba la estatura de su madre en un palmo, y murmuró:
-No. Pero... ¿por qué no quieres hablar de ese padre tan especial que fue el tuyo?
Paula calló varios minutos. Miraba a su hijo con irresolución y los labios apretados, mientras negaba muy levemente con la cabeza; se preguntó si había llegado la hora de relatar la escena sobre la que nunca había entrado en detalles ni con sus hijos mayores. En ese momento, y sin que ni madre ni hijo hubieran reparado previamente en ningún ruido especial, estalló una bomba a unos trescientos metros de distancia, más allá de la calle Carmelitas. El resplandor producido por la deflagración iluminó un área extenso, claridad que fue aprovechada por los aviones rebeldes para localizar su objetivo: una pequeña central eléctrica situada más allá del convento carmelitano, sobre la que comenzaron a caer las bombas en cascada. Paula pareció aliviada al librarse de dar unas explicaciones que, obviamente, se resistía a dar, y echó a correr de vuelta al refugio del convento. Mani soltó la presa de su mano, le respondió con un gesto que no iba con ella y permaneció un rato parado en la esquina de la calle Rosal Blanco, mirando con extravío los relámpagos de las bombas que reflejaba el cielo parcialmente nublado. Las autoridades habían conseguido que no hubiera bombardeos de noche, porque la orden de no encender luces se cumplía a rajatabla, pero no por ello dejaba de oírse el runrún de los motores aéreos rebeldes, cuyos pilotos aprovechaban el menor resplandor para cumplir sus órdenes de profundizar el desaliento de los malagueños, para forzar la rendición.
El tramo de la calle Huerto de Monjas que podía abarcar su mirada estaba desierto, lo mismo que Rosal Blanco y Carmelitas. Para la totalidad de los vecinos se había convertido ya en un reflejo condicionado respetar las ordenanzas: si no tenían tiempo de correr al refugio, bajaban a las plantas bajas y se acurrucaban bajo los dinteles de las puertas hasta que el estruendo acababa. Los relámpagos de las explosiones reorganizaba las formas del barrio, iluminando donde siempre había sombras y recortando sombras fugaces donde siempre había claridad. Mani miró distraídamente la silueta de la pared del convento, a la altura del primer piso del corralón donde vivía el Templao y su familia, y adoptó una resolución: Puesto que nadie estaba dispuesto a responder sus preguntas, encontraría respuesta, al menos, para la que no dependía de ningún otro. Al día siguiente, iba a averiguar qué producía esa mancha con forma de mujer desnuda.

Asistía a las discusiones crecientemente agrias de Paco y Antonio sin el menor interés, y encogía los hombros con actitud desafiante ante la mirada helada del ruso, que día a día le parecía menos alto, mientras dejaba de impresionarle su arrogancia polar. Paco clamaba predicando organización cuando ya no quedaba casi nada que organizar y Antonio insistía en que era posible un paraíso sin gobierno en la tierra, a pesar del desbarajuste que la indisciplina estaba produciendo en la ciudad. El Templao persistía en su alucinación sin otro interés que Inma, y Miguel, aunque igual de alucinado, era el único capaz de reír con el pensamiento hipnóticamente aferrado al momento de regresar a los brazos de Angustias y tocar lo que crecía en su vientre; nada era demasiado espantoso para él, ni la ciudad que hipaba entre lamentos ni el humo fétido bajo el que todo el barrio amaneció a causa del bombardeo de la central eléctrica, ni el derrumbe colectivo ni la moral que se les iba por las alcantarillas; por suerte para él, vivía cegado por la luz de su amor. Tras conseguir Mani que interrumpieran la discusión para escuchar las órdenes del Jefe Provincial de Abastos, su hermano Paco, que últimamente se situaba de espaldas al ruso con la obvia intención de exhibir su creciente desdén, peregrinaron como mendigos por los mercados y almacenes de la ciudad en busca de alimentos, algo que pudiera mitigar el hambre, no sólo de los refugios y asilos, sino ya hasta el de La Goleta, donde los milagros de Paula y las monjas tenían que multiplicarse. Después de dos horas, sólo habían encontrado un saco de judías que comenzaban a pudrirse.
Circular por las calles era como contemplar una panorámica infinita del horror. Ninguna vivienda albergaba a menos de dos o tres familias porque cada vecino recibía su cuota del éxodo. Los parientes llegados de los pueblos, aldeas y cortijos, aparecían con un hato al hombro, un cordel amarrado a una cabra o un asno y una caterva de niños detrás. Se acurrucaban en un rincón sin atreverse a pedir un plato de sopa y permanecían inmóviles horas, días, semanas, esperando que las trompetas de los arcángeles les anunciaran que podían volver a su paraíso perdido. Algunos no se movían siquiera cuando las sirenas avisaban del bombardeo.
Con la espalda apoyada en la batiente de la caja del camión, el Templao apretó más aún el mentón sobre el pecho y dijo:
-Paulino Uzcudun se ha pasao a los rebeldes.
A Mani le alegró que la mente de su amigo tuviera cabida para algo más que su hermana; el comentario le reveló que el Templao escuchaba de noche radio Sevilla, como iban haciendo cada día más y más malagueños a pesar de la prohibición y a despecho de que todo lo que decía sobre Málaga les pareciera insidioso. Se preguntó quién tendría aparato de radio en el corralón de la Torre. La noticia sobre el boxeador que había sido campeón de Europa, ídolo de cuantos en España amaban el boxeo, iba a desalentar mucho a la población.
-No conseguimos ná -dijo Miguel, más aburrido que desalentado, ante la desolación de todos los lugares donde entraban a buscar comida-. ¿Vamos a donde te ha dicho el Paco que fuéramos al terminar el reparto? A lo mejor encontramos carne y verduras por el camino, y sacamos algo pa aquí y pallá.
-Sí -respondió Mani.
-¿A dónde tenemos que ir? -preguntó el Templao.
-Al frente de Monda. Como eso está más allá de Coín, intentaremos requisar víveres con la orden sin fecha que nos dio mi hermano la semana pasá.
-Yo no voy al frente ni harto de vino -proclamó el Templao-. Vamos, es que no me da la gana de verlo ni en fotografía.
Mani asintió en silencio. Comprendía la reticencia, porque su amigo había estado bajo las garras de la fiera que él sólo conocía de oídas.
-No vayas si no quieres. Puedes quedarte en Coín y esperar que nosotros demos la vuelta, ¿vale?
El Templao asintió y se notó que Miguel, que había pasado en una trinchera mucho más tiempo que él, reprimía el comentario mordaz que le apetecía hacer. El conductor tuvo que dar muchos rodeos en las calles taponadas por los escombros. Rumbo a Campanillas, salieron a la inmensa Hoya del Guadalhorce, donde la guerra, bajo el tibio sol naciente que chisporroteaba en el verdor humedecido por el rocío, parecía una pesadilla remota. Los campos todavía inmaduros de cañaduz estaban guardados por milicianos viejos, que los protegían de los hambrientos, pero a excepción de esa imagen vagamente bélica, el extenso valle era un universo en paz en el que el agua cristalina corría pendiente abajo, como desde el principio de los tiempos, y en el que los patos se lanzaban en picado sobre las charcas, como siempre. Los almendros clavados en las colinas que orlaban la vega estaban engalanados ya con sus flores como copos de algodón, la floración de almendros más temprana de Europa; los eucaliptos componían música con el balanceo de sus flecos aromáticos, los limoneros y naranjos se abatían incapaces de resistir el peso de los frutos, los cipreses apuntaban su flechas verdes al cielo, como defensores vegetales, y las mimosas comenzaban a vestirse de amarillo. Mani encontraba en la contemplación de toda esa belleza el pretexto para no mirar a Miguel, que le exasperaba con su capacidad de seguir siendo feliz, ni al Templao, que le amargaba con su obsesión por Inma. Extasiarse con la belleza del paisaje le libraba también del sentimiento ácido que le causaba pensar en el hombrecillo mellado o en la impaciencia por las evasivas de Paula, o en el estado de Elena, o en la preocupación por la amenaza que estaba seguro de que representaba la desaparición de Serafín y su familia.
Lo que consiguieron encontrar en Coín, en almacenes que mandaron abrir por sorpresa pistolas en mano, no fue suficiente para llenar el camión. Cuando se dispusieron a continuar hacia el frente de Monda, en el último momento el Templao se subió al pescante de la atestada cabina.
-Vas a necesitarme -dijo ante la mirada atónita de Mani-. Tú no tienes ni puñetera idea de lo que es la guerra.
La carretera que ascendía en dirección a Ronda era un retorcido camino entre naranjos y cañaverales y, más arriba, entre membrillos y granados. El camión tenía que circular muy lentamente por lo cerrado de las curvas y, sobre todo, porque el pavimento presentaba muchos impactos y escombros del bombardeo. Conforme iban alejándose de Coín, veían a milicianos dispersos caminando en la dirección contraria. Bajaban de las alturas de Monda y Tolox con los fusiles al hombro y la carne asomando por los desgarrones de la ropa.
-¿Qué pasa? -les preguntó Miguel cuando llegaron a un punto donde los milicianos eran ya muy numerosos.
-No pasa ná, compañero -respondió uno-. Eso es lo malo, que no pasa ná.
Levantó apenas el puño mientras el camión se alejaba montaña arriba. Cuanto más se acercaban al frente, mayor era la muchedumbre que bajaba.
-¿Estáis retrocediendo? -preguntó el Templao.
-¿Retrocediendo? -respondió uno con desagrado-. Yo soy de Monda, ¿cómo coño voy a estar retrocediendo si voy pa Málaga?
-¿Abandonáis el frente? -preguntó Miguel.
-Todavía quedan algunos locos peleando, pero son cuatro gatos. ¿Qué lleváis, armas?
-No -respondió Mani, con tono muy cortante y receloso.
-Po si no lleváis armas, ¿pa qué vais pallá? Allí arriba no queda ni una bala y, aunque quedaran, no tienen ni un fusil que sirva. Los republicanos respondemos con pedrás los cañonazos de los rebeldes.
Mani dijo a gritos que Paco le había encomendado la misión de llevar alimentos a los combatientes y la iba a cumplir, así que mandó seguir la marcha sin parar de acariciarse la pistola y con expresión adusta. Ninguno propuso virar en redondo, por lo que se ahorraron una discusión de resultado impredecible, ya que el conductor y los dos milicianos estaban mostrando los últimos días resistencia a cumplir las órdenes de Mani. Faltaban unos tres kilómetros para llegar al frente cuando, después de contornear la curva que encerraba la falda de una loma, el conductor frenó de golpe. Un obús había originado un desprendimiento del terraplén que cortaba la carretera.
-Hay que volver atrás -dijo Miguel
-Tenemos que socorrer a esos pobres hombres -protestó Mani.
-¡Qué socorro ni niño muerto! -exclamó el Templao-. No hay Dios que pase por ahí y ni tu hermano ni el presidente de la República va a obligarnos a que sigamos a pie. Descontando el conductor, porque alguien tiene que guardar el camión, entre los cinco no podemos llevar ni pa un rancho.
Decidieron volver a Coín, para lo cual, y por la estrechez del camino, debieron recorrer marcha atrás cerca de un kilómetro, hasta encontrar una curva donde el arcén de tierra era suficientemente amplio para la maniobra de giro. Varios de los que bajaban del frente se colgaron de la caja y subieron de un salto. Cuando descubrieron la carga que transportaban, comenzaron a llamar a cuantos iban rebasando:
-¡Subid, camaradas, que llevan comía!
Llegó a haber tantos en la caja, que Mani mandó al conductor que acelerase lo más que se lo permitieran las condiciones de la carretera y el reguero de fugitivos. Desoyó los insultos y amenazas de los que ya estaban en el camión, que no paraban de tirar piezas de comida a los caminantes, y permaneció en tensión hasta que consiguieron llegar a Coín, porque si perdía el camión tendría que enfrentarse a un consejo de guerra sin que Paco pudiera hacer nada para ayudarle. En Coín, tuvo que saltar dentro de la caja y disparar dos veces al aire antes de lograr que los intrusos bajaran.
Luego de abastecer el Hospital Civil, llegaron a la Goleta con menos provisiones que nunca. Paco y Antonio celebraban un cónclave con Paula ante la entrada de la cocina, a pesar de lo insólito de la hora, cuando ambos debían estar en sus despachos y puestos respectivos. Mani pensó con desasosiego que también sus activísimos hermanos se dejaban abatir por la dejadez apática que cundía entre los malagueños.
-Mira -dijo Antonio a gritos señalando los capazos que Mani y su equipo estaban introduciendo en la cocina-, ¿lo ves, Paco?, vamos a tener que comer piedras estofás. Aquí tienes una muestra más de lo que tu querido gobierno y ese majareta del coronel Villalba hacen con Málaga. El gobierno nos ha dejao por imposible y el jefe republicano... ¿cómo coño hay que llamar al cargo de Villalba?... no tiene huevos.
-Baja la voz, Antonio -ordenó Paula, y Mani comprendió que esta vez su madre no estaba reclamando buenas maneras a su hijo mayor, sino temiendo que hubiera cerca oídos indiscretos.
-El majara de mi hermano sigue empeñao -continuó Antonio con la misma exaltación- en la tontería de que el gobierno va a venir en nuestro auxilio, después de los desprecios de Largo Caballero y a pesar de que la inundación de Motril nos ha aislao completamente del territorio republicano. ¡Menuda tontería! ¿Te acuerdas de lo que ese fantoche de Largo Caballero le dijo a tu querido Bolívar en noviembre?: "Ni un fusil ni una caja de municiones más para Málaga", eso es lo que nos dice a los heroicos malagueños tu adorado gobierno de marionetas almidonás, que nos muramos de asco, que nos pudramos como perros sarnosos bajo la bota soviética de Meretskon y el hijoputa del Kremen, después de quitarnos el pan de la boca y habernos sacrificao por Madrid y media Andalucía.
-La inundación de Motril es un impedimento natural -arguyó Paco-. ¿No creerás que el gobierno nos ha mandao también la riá?
-No es más que otro pretexto, Paco, piénsalo: ¿Cuánto llevamos esperando la ayuda que ellos han dicho de sobra que no nos la van a dar? No tenemos más salida que declararnos independientes pa recuperar la moral.
-¡Tú estás borracho! -dijo Paco.
De reojo, Mani observó que la embriaguez era real, lo que no era ninguna novedad. Chorros de sudor se perdían entre los aguijones de la barba de una semana que exhibía el mayor de sus hermanos, aunque el día era desapacible, y tenía rojos los ojos.
-¿Borracho? Llevo meses y meses avisando: nos van a entregar a los rebeldes con la ilusión de recuperar después Málaga, una vez que los fascistas y los moros la limpien de revolucionarios. Pero nosotros no tenemos que resignarnos a ese holocausto. Proclamemos la República Libertaria de Málaga, porque ya está bien de que esos monigotes almidonaos hagan poesía diciendo que Málaga es bella, roja y mártir, cuando la realidad es que desean que el enemigo nos extermine pa no mancharse ellos las manos con nuestra sangre. No nos resignemos a morir acosaos, Paco, después de habernos quedao sin comer pa proveer a Madrid y a tós los frentes. No hay por qué convertirnos en un plato de carne chamuscá pa satisfacer el apetito perverso del bufón de Sevilla, mientras el gobierno republicano, al vendernos dejándonos con el culo al aire, sueña con atraparlo cuando esté haciendo la digestión.
Paco negaba con la cabeza, aunque sin fuerzas para oponer argumentos. Una de las monjas que trajinaban en la cocina, dijo para sí, como si no pretendiera meterse en la conversación, pero lo bastante alto para que la oyeran:
-Queipo de Llano dijo anoche que Málaga está al caer, porque si ya se había tomado un jerez, piensa tomarse un málaga enseguida.
-¿Te das cuenta? -dijo Antonio, alzando el puño ante Paco-. Si tuviéramos de verdad cojones, no lo permitiríamos. Aunque muramos en el intento, tenemos que convertir esta provincia incomprendida en una nación independiente y libertaria.
-Es un sueño taifal imposible -sentenció Paco-. ¿No ves que sería inviable?
-Aunque sea un sueño -dijo Antonio, con la voz quebrada por un sollozo-, al menos es un sueño grande por el que valdría la pena morir, cuando tu gobierno de papanatas y tus rusos acartonaos han matao toas nuestras ilusiones. Sin grandes sueños, esta guerra sería una puñeterísima mierda.
Callaron. Mani advirtió que a Paco le temblaba la mano que se pasó por la frente. Paula se enfrascó en la preparación del almuerzo con expresión ausente y los labios apretados, como si cavilara que tenía algo inaplazable que hacer. Ricardo, pulido y atildado como de costumbre, miraba a su familia desde la galería como quien asiste a un espectáculo que no le incumbe. Miguel y Angustias se hacían confidencias y carantoñas sentados en el bordillo del patio. Ana, con una mirada lánguida fija en Antonio, ayudaba a Paula con expresión ausente; su barriga de siete meses era ya monumental. Con una pequeña talega sujeta bajo la axila izquierda, el Templao se acercó a Mani sacudiéndose de polvo las manos.
-Bueno, ya hemos terminao. Mira lo poquillo que me llevo pa mi familia, con el regimiento de llorones que tengo en mi casa. ¿Tú te crees que esto es plan?
-Necesito una cosa más, Guaqui.
-Vale, todavía es temprano. ¿A dónde hay que ir?
-A tu casa. Es preciso que el camión entre marcha atrás por la calle Rosal Blanco. ¿Tienes una picola?
-Se la puedo pedir prestá a un vecino. ¿Pa qué?
-Tal como está la situación, con medio barrio desbaratao, no creo que a nadie le importe que echemos un vistazo a esa figura de la pared, ¿no te parece? Calculo que podemos alcanzar la silueta desde la barrera de la caja del camión.
El Templao estaba a punto de soltar una carcajada, lo que alegró Mani, porque era la primera vez que sonreía en varias semanas.
-Así que era mentira que la silueta ya no te daba canguelo.
-No seas pesao, Guaqui. No me asusta, te lo juro, pero no estoy dispuesto a esperar más pa quitarme la curiosidad.
Cuando se pusieron a picar el muro, los vecinos empezaron a salir a sus balcones, para aprovechar el paréntesis de diversión que el caso proporcionaba a sus desventuras. A voces, y entre bromas que mitigaban el abatimiento general, cada uno relataba su propia versión del emparedamiento de la novicia: Había sido excomulgada y condenada por la Inquisición; se trataba de una endemoniada; en realidad, no era una monja, sino un cura que había cometido el pecado nefando; era una judía a la que pillaron celebrando una misa negra; ni joven ni mujer, era una vieja monja que, al morir habiendo pasado treinta años en el convento, descubrieron que en realidad era un hombre; se trataba de una muerta por la peste de 1805 y la habían emparedado para evitar contagios; era verdaderamente una novicia, a quien otra monja asesinó por celos. Y así, hasta el infinito, pero nadie dudaba que encontrarían el esqueleto de una mujer joven. Mani notó que cuanto más profundo escarbaban, los fragmentos de ladrillos y argamasa que saltaban eran más oscuros. Entre golpe y golpe de la picola, con la que él y el Templao se turnaban, oían gemidos provenientes del pequeño huerto al otro lado del muro; a pesar de la creencia general de que las monjas habían huido, era evidente que permanecían en el convento. Tuvieron que perforar la capa exterior de ladrillos de una pared que debía de tener cerca de un metro de grosor, antes de topar con algo oscuro y duro que sonó como una olla al atravesarla el pico, al tiempo que brotaba una tufarada hedionda, como el aire aprisionado en una sepultura reciente. El Templao soltó un exclamación, lo que actuó como un toque a rebato, ya que al instante subieron ocho o nueve vecinos picola en mano. Se pusieron a golpear con afán, simultáneamente y no sólo sobre la silueta.
Al cabo de una hora, habían desprendido la cubierta exterior de ladrillos en un área de tres metros por dos, donde la mampostería secular era visible con su mezcla de piedras y argamasa; evidentemente, la zona correspondiente a la silueta y alrededor, con forma de óvalo, había sido rellenada con una mezcla de arena, cal y guijarros que no era la mampostería original, como si, en efecto, hubieran emparedado a alguien o algo, colmando después torpemente los huecos. Dentro de ese óvalo irregular, la figura resultaba ahora más nítida, pero ya no perfilaba tan claramente el cuerpo de una mujer desnuda, sino tres grupos verticales de manchas con formas vagamente trapezoidales, bastante más anchas las del centro que las laterales, manchas donde parecía que en vez de cemento o barro hubieran hecho la mezcla con carbón. Se dieron cuenta de que desaparecidos los ladrillos del exterior, las picolas entraban más profundamente, ya que en ese óvalo sin mampostería, la mezcla se deshacía como si estuviera minada por los hongos y el orín, y en pocos minutos agrandaron el boquete donde había sonado como una perola.
-Parece cobre -gritó el Templao.
Se desprendían pedacitos con apariencia metálica que, al tocarlos, se desmenuzaban como cortezas de pan. Mani sugirió que escarbasen todos con cuidado, sin picar, apenas raspando y rebañando la mezcla y, poco a poco, fueron descubriendo una armadura que más parecía de hierro que de acero, situada de espaldas a ellos, completamente carcomida por la oxidación en un escondrijo donde, evidentemente, hacía siglos que el agua de la lluvia se filtraba por múltiples porosidades. Era el óxido constante y pertinaz, junto con los hongos pestilentes, lo que originaba el rebrote de la mancha en la cal del exterior. En muchos puntos, en cuanto salió a la luz, la armadura se deshacía.
-Así que no era una monja -dijo el Templao-, sino un hombre.
-Me parece que tampoco era un hombre -dijo Mani-. Fíjate en los agujeros donde el hierro se convierte en serrín; ahí dentro no ha habido nunca un cadáver, porque no quedan ni pedacitos de hueso. Esas cosas aguachinás me parece que son pergaminos.
El Templao hizo palanca con la picola para forzar el endeble metal carcomido en lo que había sido un yelmo. Introdujo la mano y, en efeto, lo que extrajo era un rollo de pergaminos que había ido deslizándose hacia la gola al ensoparlo las filtraciones, quedando atascado junto al barbote. Los fragmentos de pergamino que pudieron separar habían estado escritos con profusa decoración que ahora no era más que una mancha sucia con algunas irisaciones de colores, completamente borrosa.
-Tenían que ser documentos importantes -dijo Mani-, cuando los escondieron con tanto cuidao, pa protegerlos quién sabe de quiénes. Pero no consigo imaginar de qué epoca puede ser tó esto.
-Del tiempo de los moros -aventuró uno de los vecinos picadores.
-Eso mismito -concordó otro vecino-. Esto es cosa de la morería.
-¡Que va!, tiene que ser de cuando echaron a los hebreos... -discrepó otro.
-¡Qué hebreos ni niño muerto! -exclamó un anciano a gritos desde un balcón cercano-, si cuando los echaron de España no había ni malagueños, porque Fernando el Católico los había vendido a tós como esclavos...
-Seguramente, nos vamos a enterar chispa más o menos de la fecha que enterraron la armadura-anunció el Templao con tono progresivamente jubiloso-, en cuanto limpiemos estas monedas y veamos de qué rey son. ¡Mirad!
Sacó la mano que había vuelto a introducir en la pastosa mezcla de pergaminos podridos y fragmentos de argamasa. Los discos renegridos y parcialmente roídos por el orín tintinearon con sones argentinos al caer sobre el empedrado de la calle al lanzarlos al aire, movido el Templao por un impulso que no hubiera sabido explicarse ni a sí mismo. El sonido fue un repique de campanas de fiesta y los vecinos que veían llegar como una tempestad el torvo monstruo del hambre y la desesperación, encontraron en el tintineo de las monedas de plata un velo con que mentir a sus deventuras, de manera que la multitud creciente reía con incredulidad, cantaba o lloraba de alegría, entre gritos, llamadas, saludos y votos.
-Venid pacá, que vamos a comer caliente esta noche; por mis muertos que hoy me empacho de carne.
-Un haiga me voya comprar, pa escapar de esta mierda de capital.
-¡Qué haiga ni niño muerto! Yo sueño con un jamón con chorreras...
-Ven, Concha, y hazte cuenta de que ha llegao tu jubilación, y a tumbarte namás que cuando te salga del coño.
De las bases de todos los huecos de la armadura, en las musleras, en los bracetes y en las grebas, Mani, el Templao y varios de los hombres que habían subido a picar tomaron las renegridas modenas de plata que la fuerza de la gravedad había ido empujando hacia abajo, quedando atascadas en los codales, manoplas, rodilleras y escarpes. En la coraza, retenida por la cota y los escarceles, había una pasta mucho mayor de pergaminos corrompidos, y también plata. Se trataba de centenares de monedas, pero el Templao no era capaz de pensar en lo que tenían que afrontar cada día su madre y sus diez hermanos, sino tan sólo en el clamor ensordecedor que los puñados de monedas ocasionaban al lanzarlos, y fue Mani quien tuvo que recordarle:
-Guaqui, joé, no lo tires tó, que los nuestros necesitan un poquillo también.
Ambos se llenaron los dos bolsillos de los pantalones y pocos minutos más tarde dejaron de aparecer monedas. Mani se giró entonces hacia la multitud, todavía encaramado en la batiente del camión. No se parecía al jolgorio de las verbenas de Júas, ni a la jarana del Carnaval, porque la muchedumbre que atestaba calle Rosal Blanco en toda su anchura y toda su longitud parecía proceder de una orgía bíblica, como si todos hubieran enloquecido o algo milagroso les hubiera librado de todas sus inhibiciones y frenos. Como si tuvieran demasiado acíbar en el alma para recordar el dulzor, la felicidad les hacía reventar con chispas en los ojos, risas incontenibles, besos, abrazos y gritos rajados. Salidas de no se sabía dónde, circulaban muchas damajuanas de vino de cuyos golletes bebían todos directamente. Batían palmas y algunos cantaban, pero nadie bailaba porque no quedaba espacio donde bailar; se limitaban a saltar casi al compás, movidos al unísono por el mismo espasmo de dicha.
Alertado por el conductor, que temía por la integridad del vehículo, Mani jaló del brazo del Templao, entraron en la cabina, pusieron el motor en marcha y a golpe de bocinazos y alaridos fueron saliendo de la calleja entre la multitud que les aclamaba.
-Y ahora, ¿qué, Mani? -preguntó el Templao.
-Estas monedas tienen que ser más antiguas que Gibralfaro. Si no estuvieran pasando las cosas que pasan, deberíamos llevarlas todas a las autoridades, porque tienen que ser cosa de museo, pero tal como estamos, a nadie le parecerá mal que nos demos un homenaje. Siempre nos quedarán unas cuantas pa los museos.
-Pero ¿quién va a querer que le paguemos con ésto? -preguntó el conductor.
-Con la tormenta que dijo anoche Queipo de Llano que está al caer encima de nuestras cabezas -ironizó el Templao-, ¿no te parece que habrá muchísima más gente dispuesta a aceptar plata que papeles republicanos?
-Tenemos que comprometernos a una cosa -propuso Mani-: Cada uno de nosotros, guardará veinte monedas pa entregarlas a las autoridades en cuanto haya autoridades de verdad, y diremos que es tó lo que encontramos. Lo demás que cá uno tenga, lo gastaremos, ¿vale?
Así lo acordaron, pero Mani, aunque había sido el autor del pacto, sentía reconcomio a causa de la convicción de que las monedas eran mucho más valiosas que el dinero y que de enterarse, Paula podía enojarse muy agriamente. La marejada que arrasaba la vida de sus convecinos no arrancaba de su ánimo la idea de que tenía que salvar tanto como pudiera del tesoro. Sentía la misma vaga nostalgia que había sentido cuando el Templao le habló de la destrucción del arte religioso malagueño en 1931. Para sacudirse tales pensamientos, propuso:
-¿Vamos al cine?
-Creo que hay una de Imperio Argentina -dijo el Templao.
-Perdonad -dijo el chófer-. Yo no puedo. Mi novia se pone histérica cuando llego tan tarde como hoy.
Una vez encerrado el camión en uno de los almacenes de la bodega de López Hermanos, en el Molinillo, donde siempre pernoctaba, el Templao jaló de Mani calle Ollerías abajo. Deambularon de cine en cine, a la busca de la película de Imperio Argentina; no encontraban ninguna de las que a Mani le habían hecho tan feliz en el pasado. Tendía a decirse mentalmente que esas películas le alegraban la vida "cuando era un niño", frase que en ningún caso diría en alta voz, porque estaba seguro de que ocasionaría carcajadas.
-Algunos se van -el Templao le sacó de su abstracción.
Mani estaba mirando un cartel ante el que se había preguntado si valdría la pena entrar a ver "Tango de Broadway", por Carlos Gardel, pero en ese instante, en realidad, no veía el cartel porque continuaba pensando en las monedas que parecían aumentar de peso en sus bolsillos.
-¿Qué?
-Los refugiaos que vinieron de los pueblos se están yendo. Fíjate en ésos.
Un hombre arrastraba un carro cargado de muebles, entre los que se recostaba una mujer embarazada que acunaba a un niño casi de pecho. Al lado del hombre, caminaban otros tres niños, entre los cinco y los diez años de edad.
-Es verdad, se van -dijo Mani-. Irán pa Almería, por allí tiene que haber comida.
-Pero, ¿no dicen que Motril está anegao y no se puede pasar?
-Pues, como ya has visto esta mañana, los demás frentes se están viniendo abajo. No tienen otro sitio donde puedan ir.
-Queipo de Llano lleva varias noches diciendo que los malagueños que no tengan ná que temer pueden quedarse cuando ellos tomen Málaga -el Templao parecía convencido de que él no debía sentir miedo.
-¿Tú crees que hay alguien en Málaga que no tenga ná que temer de ésos?
El diálogo fue interrumpido por el silbido de un obús que pasó rozando el tejado del cine y fue a impactar contra la fachada opuesta, un bello edificio de reminiscencias mudéjares. La onda expansiva les hizo caer a los dos de bruces.
-Eso no viene de un avión -comentó el Templao cuando pudieron ponerse de pie y echar a correr.
-¿De dónde, entonces, Guaqui?
-Es artillería, Mani, artillería que, por la trayectoria, tienen que estar disparándola desde el mar. Esos han conseguío bloquear el puerto y hundirnos los poquillos barcos que tenemos.
Bajo una lluvia de obuses que parecía abarcar toda la ciudad y tumbaba muchas de las fachadas que aún resisitían de pie, se apresuraron en el camino de regreso al barrio, porque la novedad exigía pedir información a Paco. Mani se despidió del Templao en la esquina de Rosal Blanco, porque pensaba ir a La Goleta, pero notó que el balcón de su vivienda estaba abierto y la luz, insólitamente, se encontraba encendida, lo que significaba que la familia había vuelto antes de cenar. Aún quedaba gente celebrando su participación del tesoro, muchos de ellos borrachos, despatarrados en los portales. Concha le preguntó si pensaba escapar, "porque si ustedes os vais, es que no hay más remedio y yo me voy también". Mani subió la escalera a saltos.
-Gracias a Dios que has vuelto, Mani -exclamó Paula- y no te has quedao por ahí celebrando el tesoro que has tenío la pachorra de regalarle al barrio.
Junto con Ana, amontonaba objetos en hatos improvisados con colchas y mantas.
-¿Que pasa, mamá?
-Tu hermano Paco dice que vayamos preparándonos pa escapar por la mañana temprano o, a más tardar, a mediodía, porque los fascistas están a pique de caer sobre Málaga por todas partes. Pero tenemos dos problemas mu gordos, Mani, hijo mío. Ni el Antonio ni el Paco piensan venir con nosotros, dicen que tienen que quedarse defendiendo la ciudad, y ni siquiera van a dormir aquí esta noche, porque dicen que su deber está en sus despachos. Y, además... -Paula gimió- no conseguimos encontrar a la Angustias.
-¿Ya no dice Paco que a pesar de los pesares vamos a ganar la guerra?
-¡Qué va! -exclamó amargamente Ana-. Si los rebeldes están ahí mismito, por los Montes, y dentro de pocas horas se escucharán tiros en la Ciudad Jardín.
-¿Donde está el Migue?
-Se fue hace un rato como un desesperao a las Hermanitas de los Pobres -informó Ana-. Cree que tienen que haber vuelto a llevarse a la Angustias allí.
-Mani, hijo -pidió Paula, con una mirada fija en sus ojos que parecía la concesión de un título-. Encuentra a la Angustias, consigue que el Paco y el Antonio se dejen de valentonás y convence al Ricardo de que ser fraile no le va a salvar la vida. ¿Sabes que yo no daría ni un paso dejando a ninguno aquí, verdad?
Mani asintió y reflexionó unos segundos. Sentía vértigo por la responsabilidad que su madre acababa de echarle sobre los hombros, pero elaboró mentalmente el plan en un momento. Dio un beso breve a Paula, acarició la mejilla de Ana y echó a correr hacia el corralón de la Torre. Encontró al Templao lavándose la cara y las manos en una palangana, en el patio, donde había un grupo numeroso celebrando con aguardiente de Ojén su cuota de monedas de plata.
-Guaqui, ¿sabes guiar el camión?
-Regulín, regulán. Llevé uno en la Legión un par de veces, pa aprender, pero sin salir del cuartel.
-Po hay que echarle huevos. Vamos.
-¿A dónde?
-En primer lugar, necesitamos el camión pa ir corriendo a la casa del Chafarino; tengo escondías tres pistolas allí. Y después, seguramente no vamos a parar en toa la noche; y mañana, en cuanto estemos listos, echaremos a correr. Dile a tu madre que prepare tó lo que pueda llevarse, porque en cuanto lo hagamos tó vamos a salir de Málaga echando leches.
Consiguieron poner en marcha el camión tras innumerables intentos. El Templao resultó ser bastante más hábil de lo que había anunciado, conduciendo sin grandes dificultades ni tropiezos hacia la playa de La Isla. Había muchos incendios que no caldeaban el ambiente; parecía que la escasez de alimentos hubiera debilitado no sólo a la gente, sino a la ciudad entera, como si fuera un organismo vivo pero languideciente, ya que entre los resplandores del fuego todo parecía frío y hasta la tibieza de sus cuerpos, el de Mani y el Templao, había sido desterrada. No pararon de tiritar a lo largo del camino, aunque ardían calles enteras.
-Es posible que esas armas no sirvan ya, Mani.
-Te digo que sí. El Chafarino las protegió con muchos envoltorios de tela de ésa que usan los marineros, con alquitrán y demás, y las metió en una lata.
Los cañaverales que bordeaban la playa también estaban ardiendo. El reflejo de las llamas devuelto por las nubes revestía todo el paisaje con una pátina de cuadro apocalíptico. Mani anticipó que iba a tener que sobreponerse al derrumbe de su ánimo muchas veces a lo largo de esa noche. Al aproximarse, le alarmó no distinguir el tejado cubierto de cañas y palmas, que habitualmente veía asomar por encima del cañaveral. Primero, pensó que el velo de humo sería lo que ocultaba la casa de su viejo amigo, pero en seguida presintió que algo malo ocurría. Cuando detuvieron el camión lo más lejos de las llamas que pudieron, cedió su arma al Templao, mandándole que disparase a cualquiera que se aproximara al vehículo, y echó a correr.
Al salir a la anchura de la playa, miró el emplazamiento de la choza con incredulidad. De la frágil construcción de cañas y restos de barcos no quedaba casi nada, sólo el amontonamiento de rescoldos y una mancha pardusca de arena carbonizada que desprendía todavía débiles madejas de humo. Quería creer que se había equivocado a causa del cañaveral incendiado, y que ése no era el lugar donde el Chafarino vivía, sino cualquiera de los otros cañizos alzados en la playa por los marineros. Buscó en todas las direcciones con mirada extraviada, ansiando que uno de los dioses que el anciano inventaba hubiera desplazado milagrosamente la cabaña hacia otro punto; ansiaba recuperar el sentido de la orientación y descubrir dónde estaba la choza y que el Chafarino abriera la puerta con un tazón caliente de caldo de pescado en la mano para reconfortarle del frío como un puñal que sentía en el corazón. Gritó. Llamó con todas sus fuerzas al Chafarino, hasta que se le quebró la garganta, acartonada. Sólo respondía el rumor de la brisa indiferente y el crepitar del fuego del cañaveral. Entonces, lo vio; era una masa carbonizada como todo lo que lo rodeaba, pero sabía que eran los restos de su amigo. Se arrodilló junto a él, extrañado de que en ese pedazo de carbón ceniciento pudiera reconocer tan fielmente a quien, ahora lo sabía, había querido tanto; creía poder ver sus pupilas estériles que, sin embargo, tan fijo parecían mirar; su sonrisa entre socarrona y comprensiva y sus hábiles pasos a través de los estorbos del mundo; creía escuchar sus palabras sabias mientras ansiaba con todo el alma poder volver a oír lo que antes creía que eran desvaríos y ahora necesitaba como agua fresca en medio del desierto. Alzó con rabia los puños al cielo, esperando que alguien le diera una explicación, que respondiera al enigma de por qué una bomba traicionera había destruido tanta sabiduría inofensiva, tanta capacidad de dar, tanta generosidad. Sabía que estaba llorando y no se avergonzaba; tenía que llorar ahora todo lo que pudiera, para no tener que llorar por siempre la ausencia del que, sin pretenderlo ni saberlo, había sido verdaderamente su padre. Un bocinazo, con el que el Templao le comunicaba su impaciencia, le recordó que tenía muchas cosas que hacer y buscó con los ojos el punto donde antaño se alzaba de la arena la proa de la jábega que al Chafarino le servía de fogón, marcado claramente todavía por la silueta de la barca quemada; tomó uno de los pedazos de tabla que habían sobrevivido al fuego, y con él fue escarbando un hoyo a través de las ascuas y la ceniza. El lío de las armas estaba tal como lo recordaba, enterrado a más de medio metro de profundidad, preservado de la humedad gracias a la pericia del Chafarino. Recuperar las tres pistolas y las abundantes municiones, alivió un poco su congoja. Corrió hacia el camión y supo disimular la tristeza ante el Templao, para no añadir un lastre más a todo lo que iban a tener que penar a lo largo de la noche.
Tal como esperaba, Miguel estaba ante el convento de las Hermanitas de los Pobres, sentado en los peldaños de la entrada, agitado por el llanto.
-Migue -dijo Mani, zarandeando sus hombros, pues su hermano ni siquiera se había movido al verlo bajar del camión-, déjate de llanto y pórtate como un hombre. Ten, coge esta pistola, cárgala, guárdate las balas de reserva en el bolsillo y ayúdame.
Amarraron una de las sogas del transporte a las grandes aldabas de la puerta y, luego, al eje trasero del camión. Bastó un breve acelerón para que las dos hojas de madera cayesen con estrépito. Acudieron las monjas en tropel, disfrazadas de mujeres corrientes, y se arrodillaron ante ellos pidiéndoles clemencia. Aunque a Mani le convencieron sus protestas de que no tenían escondida a Angustias, el Templao y Miguel revisaron apresuradamente todo el edificio, sin encontrarla. Terminado el recorrido, preguntó el Templao:
-¿Y ahora, qué?
-Si no la han traído aquí, la cosa pudiera ser mucho más sencilla -aseguró Mani-. Vamos a la Goleta.
Ante la entrada noble de la Goleta, sin luces y muda, estuvieron a punto de desesperarse, porque por más que golpearon no acudían a abrirles y no sirvió que tratasen, también, de abatir la puerta con el camión, pues la soga, prendida desde mucho más lejos a causa de la escalinata de la entrada, se rompió y quedó inservible. Miguel y Mani golpearon con los puños y los pies durante un rato largo, hasta que se oyó un susurro detrás de la puerta:
-Manuel, no escandalicéis más, por favor. Espera, que ya mismo os abro.
Era la voz de sor Rosario. Pasados unos tres minutos, que fue lo que la monja tardó en encontrar la llave, oyeron que la introducía en el ojo de la cerradura. Con la puerta entreabierta un palmo, les dijo la monja guapa:
-Son más de la una y la comunidad está aterrorizada. ¿Qué queréis?
-¿Ha visto usted a mi mujer? -preguntó Miguel.
Sor rosario se mordió el labio. En ese instante, se oyó detrás de ella la voz autoritaria de la madre superiora:
-No tenéis derecho a mortificarnos tanto. Dios nuestro Señor va a pediros cuenta.
Mani forzó su voz para que sonase tan agria como deseaba:
-¡Señora, déjese de jaculatorias y responda ahora mismo a mi hermano! ¿Tienen ustedes escondía a la Angustias o no?
-El convento es muy grande -contestó la superiora evasivamente-, tenemos mucha gente y yo no poseo el don de la ubicuidad para saber quién hay en cada lugar.
Mani alzó la pistola, metió la mano a través del hueco de la puerta por encima del hombro de sor Rosario y apuntó al entrecejo de la superiora.
-Ustedes mismas, madre, me han enseñao con parábolas y cuentos de santos a distinguir esas mentiras piadosas que creen que no son mentiras a los ojos de Dios. O me dice dónde está la Angustias, o la encontraremos nosotros a la fuerza y será peor pa su comunidad y pa usted. ¡Vamos, dígamelo, o la dejo frita en el acto!
Sor Rosario miró fijamente a los ojos de Mani, pidiéndole con un gesto que se contuviera y esperase. Comprendiendo el mensaje, Mani dio un codazo a Miguel y, volviéndose hacia el Templao, que permanecía en la cabina del camión, le gritó:
-Guaqui, mata a quien se te acerque a menos de diez metros. Como te quiten el camión, te mataré yo, ¿entendido?
A continuación, fingió brusquedad con sor Rosario con la esperanza de que comprendiera que no era verdaderamente brusco con ella, la apartó y, ya dentro del zaguán, se encaró a la superiora:
-Madre, tenemos mucha prisa porque nos queda una pechá de cosas que hacer. Haga el favor de no entreternos y dígame dónde esconden a la Angustias.
La superiora estaba verdaderamente aterrorizada frente al adolescente que siempre había considerado educado, respetuoso e inofensivo. Pensó que el muchacho era una víctima más de la guerra, que le había privado del derecho a disfrutar la niñez, pero ese niño transfigurado en hombre presentaba una de las expresiones más resueltas y amenazantes que había tenido que afrontar en toda su vida.
-Manuel, no nos hagas daño, por Dios. Nosotras no podemos entregarte a un asilado, es la tradición de la Santa Madre Iglesia.
-¡Una mierda! -Mani trataba de acorazarse tras el lenguaje soez-. La Angustias no puede estar asilá en la Goleta por su propia voluntad. No imagino cómo ni por qué, pero ustedes la tienen que tener prisionera a la fuerza.
-Manuel, por Dios... -imploró la superiora, tratando de cerrarle el paso.
-Miguel, llévate a esta señora a la cocina y enciérrala en la despensa. ¡Venga, ahora! Y usted, sor Rosario, no nos complique más las cosas, que todavía tenemos que conseguir que ni el Antonio ni el Paco se queden a esperar que los machaquen.
-¿Paco va a escapar, también? -preguntó sor Rosario con expresión de profunda consternación.
-No necesitas hacerlo, Manuel -atajó la superiora, volviéndose mientras Miguel la sujetaba-. Paco no correrá peligro ninguno cuando lleguen los nacionales. Para que te enteres, yo soy capaz de esconderlo bajo mis hábitos para salvarlo, igual que a todos los de tu familia. No os vayáis, Manuel, por favor, aquí estaréis seguros.
-Usted no sabe lo que hacen los que llegan; por si acaso, póngase bragas de acero. Migue, lo dicho, enciérrala con llave en la despensa. Vamos, sor Rosario.
-No me llames sor ni Rosario. Me llamo Rosalía y desde este momento, considerame una amiga más. Ven, voy a enseñarte dónde está Angustias, pero mientras la sacas de allí, yo voy a buscar una maleta. Espérame, porque me voy contigo.
-¿Qué dice usted? -se asombró Miguel, mientras que la superiora parecía a punto de sufrir un desmayo.
-No le des tanta importancia -advirtió Mani a su hermano-. Esto ya lo veía venir hace una pechá de tiempo; luego te cuento. Encierra a la superiora, no vaya a conseguir que la comunidad en pleno se levante contra nosotros y tengamos un lío con una rebuina de monjas desbocás chillando como ratas. Venga, Miguel, enciérrala y nos encontraremos en... ¿dónde vamos, sor Rosario?
-Llámame Rosalía. Vamos a la comunidad, al fondo del primer dormitorio, donde hay unos armarios que ocupan todo el testero.
Tras subir afanosamente los dos tramos de escaleras, la monja le dejó solo a la entrada de uno de los dos dormitorios de la comunidad, que jamás había visitado. Se trataba de una sala que ocupaba el segundo piso de uno de dos los lados más largos del rectángulo que formaba el patio de Lourdes. Mani empujó la puerta con cautela, por si alguna monja se escondía para golpearle la cabeza con una sartén o cualquier otro objeto, pero todas estaban arrodilladas junto a sus camas respectivas, con las manos juntas, mirando implorantes hacia él. Sintió momentáneamente el impulso de reír, aunque comprendió que no sería caritativo hacerlo. Cuando comprobó que nadie estaba escondido tras la puerta y que podía avanzar sin riesgo, alzó la pistola hasta situar el brazo como una prolongación del hombro y orientó el arma alternativamente hacia todas las mujeres, en círculo, componiendo una forzada expresión de rufián al tiempo que se dirigía hacia el fondo, donde las puertas de cuarterones de estilo castellano ocupaban toda una pared. Se preguntó cuántos armarios como ése, que ocultaran pasadizos, habría en todo el convento y cuánta gente esconderían las monjas protegiéndola de la familia que había salvado la vida a la comunidad y todo el convento. Sintió enojo, a pesar de que algo en el fondo de su conciencia le decía que sí, que había muchas personas con motivos para temer de él y sus hermanos. Sentía algo de amargor de boca cuando dio una patada a una de las puertas, pero todas se abrían hacia fuera, de manera que tuvo que ir abriéndolas con la mano izquierda, sin bajar la guardia. Sentía las miradas de las monjas fijas en su espalda, sabiendo que cualquiera podría dejarle fuera de juego golpeándole con un objeto contundente, pero confiado en que les faltaba determinación y en que Miguel llegaría a proteger su retaguardia en cualquier instante.
Empujó a puñados las ampulosas ropas que colgaban de las perchas y en seguida descubrió que había una puerta disimulada en la obra interior. Esta vez sí, esa puerta cedió a una fuerte patada. Tuvo la inmensa suerte de que en el mismo instante llegase Miguel apresuradamente, dando voces.
-¡Mani, que se escuchan chillíos en la calle! A ver si van a quitarnos el camión.
Volver la cabeza salvó la vida de Mani, porque de otro modo le hubiera alcanzado en la frente la bala disparada desde más allá del armario. Sin cautela a causa de la sorpresa, volvió de nuevo la cara hacia la sala que había estado oculta, para descubrir con estupor que Serafín, el supuesto fugitivo de paradero desconocido, le apuntaba con expresión triunfal. Miguel, más ducho gracias a su experiencia de soldadado del frente, corrió hacia el ángulo, a la izquierda de Mani, donde no podía ser visto desde dentro del armario. De un salto, se introdujo en el interior del guardarropa y corrió hacia el punto donde emergía la mano amenazante del hijo del barbero. Habían mediado apenas unos segundos desde el disparo cuando Miguel aferró esa mano y consiguió quitarle el arma con un mordisco. Mani cruzó el umbral y rebasó a Serafín, para toparse con otra sorpresa; todavía en calzoncillos, el también falsamente desaparecido barbero se había embutido en una chaqueta blanca con entorchados, como un remedo de oficial del ejército; tenía en las manos el pantalón azul a punto de ponérselo, pero no había tenido tiempo de hacerlo. La presencia en la Goleta de toda la familia que había creído huida le hizo sentir por las monjas un rencor y una antipatía que jamás había sentido; ninguna de las religiosas había tenido en cuenta el peligro que para su madre y sus hermanos, desprevenidos, representaba la acechanza del barbero y su hijo. Sentada en una cama, Bernarda afectaba aires de diosa reinante en un paraíso recién conquistado; miró a Mani con ira mezclada con desdén. Junto a ella, tendida en la cama y amordazada, Angustia estaba atada de pies y manos a los barrotes de hierro. Los inmensos ojos verdes refulgieron cuando reflejaron a Miguel y esa expresión aceleró la actuación de Mani.
-Migue, mientras yo controlo a Gustavo y Serafín, amarra a Bernarda por allí, en la otra punta del cuarto. Después, suelta a la Angustias y echad a correr los dos pal camión; venga, ya, si no quieres que a tu mujer embarazá la violen los moros por culpa de esta familia de atontolinaos fanáticos.
-No son moros los que vienen -afirmó Gustavo con jactancia autosuficiente-. Son italianos y les manda un íntimo amigo del Duce, Mario Roatta.
-¿Cómo lo sabe usted? -preguntó Miguel con expresión muy suspicaz.
-Se comunican con ellos por ese aparato -acusó airadamente Angustias al liberarse de la mordaza.
Señaló un objeto cubierto con la funda de una almohada, a pesar de lo cual Mani lo reconoció como el que había visto fugazmente en el cuartillo de la azotea. Sin pensarlo, disparó rabiosamente contra él. Por el chasquido y los chirridos, supo que lo había inutilizado.
-¿Italianos? -dijo Mani, con mordacidad iracunda-. ¿Son italianos los que vienen a echarnos a los malagueños de nuestra capital? Estará usted contento. Los patriotas que tanto alaba, van a entregar Málaga a un ejército extranjero.
-Mira, Mani -sonrió el barbero, a quien no parecía importarle que su hija estuviese a punto de apartarse de él y de su familia, quizá para siempre-. Hace tiempo, te consideraba mejor que tus hermanos, y por eso pienso que todavía tienes salvación. Esa es la razón de que no te responda como mereces, puesto que tus hermanos rojos pusieron a un montón de rusos al mando de Málaga y a ti hasta te han convertido en un asesino, siendo como eres un mocoso. Si los nuestros aceptan la ayuda de los hermanos italianos, es porque vosotros os disteis al abrazo del oso de Rusia. Los italianos vienen a impedir que España desaparezca convirtiéndose en una república soviética.
-Los de Hitler y Mussolini vinieron primero, a ayudar a Mola y tós esos enloquecíos asesinos de niños -dijo Miguel-. Y los aviones que nos machacan a los malagueños son tós alemanes.
-Ya estoy lista -dijo sor Rosario a sus espaldas.
-Po andando -apremió Mani, mientras empujaba a Angustias y Miguel hacia la salida.
Una vez en la galería, en lugar de bajar las escaleras Mani dijo a su hermano:
-Migue, llévate a Angustias y a sor Rosario pal camión. Yo voy enseguía.
Buscó por las galerías del primer piso del patio de Lourdes, en las aulas que las monjas habían convertido en dormitorios para los asilados. No tardó en encontrar al hombrecillo mellado.
-Véngase con nosotros -le dijo-. Los rebeldes van a tomar Málaga de aquí a ná.
-¿A dónde voy a ir yo, hijo mío? Me duelen tós los huesos.
-No es usted tan viejo. Mi madre dice que tiene menos de cincuenta.
-Pero me falla el ánimo.
-Le van a acribillar. ¿No sabe usted lo que representan mis dos hermanos mayores y los cargos que tienen? Cuando los rebeldes sepan que usted es el padre...
-¡Qué más da! Agradezco tu interés, Manolo, pero no tengo ganas de escapar. Aquí estaré bien.
Mani percibió el aliento agrio. Había bebido, como de costumbre. Notó que el esfuerzo era inútil y entonces comprendió que no tenía ninguna clase de compromiso moral con él. Un descubrimiento que alivió algo el peso que le aplastaba los hombros. Le dio la mano a modo de despedida y echó a correr hacia la galería paralela a la capilla, donde subió a saltos la escalera que conducía a la terraza. A Elena Viana-Cárdenas James-Grey iba a venirle bien lo que estaba a punto de ocurrir; recuperaría su imperio, aunque ello no le devolviera la felicidad.
-¿Vienes a despedirte, Manuel? -le preguntó con tono quejumbroso.
-Sí, doña Elena. Es ire o morir, no hay tutía. Pero tengo una espina clavá con usted, porque me voy sin que haya consetío en decirme ni una palabra de lo que tenga usted que ver con mi madre. Pero aunque no se lo tomo en cuenta, quiero que sepa que yo me hubiera dejao cortar la cabeza pa protegerla.
Elena sonrió.
-Estoy segura de ello, Manuel. Visítame cuando pase este maltrago. Cualquier tarde, ven a tomar el té conmigo en mi casa, y te contaré lo que deseas.
Mani apretó los labios. Aunque la llegada de los rebeldes pudiera ser una liberación para ella, el sufrimiento iba a continuar cuando descubriera que ya no tenía ni familia ni casa, por mucho que recuperase la mayor parte de su inmensa fortuna. Sin pensar en la advertencia de las monjas contra la sarna, le dio un fuerte abrazo y un beso.
-Condiós, doña Elena. La voy a echar mucho de menos. Guárdeme un puesto en uno de sus barcos, pa tener trabajo cuando vuelva.
-Que Dios te bendiga, Manuel. Cuando vuelvas, que espero que sea dentro de mu poquitos días, no tendrás sólo un trabajo, sino mucho más. Acuérdate de venir tan pronto como vuelvas. Ahora, dile a tu madre que quiero darle un beso.
-No creo que pueda venir, doña Elena. Condiós.
Al cruzar el patio de la Milagrosa hacia la salida, vio al barbero descendiendo la escalera principal con pasos pretendidamente majestuosos. El uniforme no le aportaba marcialidad ni donaire, pero él sonreía triunfante y jactancioso, sin sombra de preocupación por la hija que acababa de perder, porque cualquier otro sentimiento quedaba oculto bajo el barniz anticipado de la gloria que iba a alcanzar en pocas horas con la felicitación y el laurel ensangrentado de los italianos. Mani giró la cabeza hacia la puerta, indeciso sobre si sentirse humillado o furioso, y abandonó el convento sin despedirse de nadie más. Había gente alrededor del camión con actitudes amenazadoras, cuya intención evidente era robarlo en cuanto les dieran una oportunidad. Sor Rosario y Angustias se habían acomodado en la cabina, con el Templao, mientras que Miguel enarbolaba las dos pistolas en lo alto de la caja.
-¿Qué hora es, Migue?
-Las dos y media, chispa más o menos. ¿Qué hacemos ahora, Mani?
-Lo del Paco y el Antonio hay que dejarlo pal final, cuando seamos más y tengamos más armas. Voy a buscar al Ricardo, a pillarlo dormío y antes de que tenga tiempo de reaccionar. Esperarme en el Molinillo, con el motor en marcha y sin dejar que nadie se acerque. Guaqui, ¿tu madre estará preparando la escapá?
-Sí, no te preocupes, pa lo que tenemos que llevarnos...
-Vengo enseguía- dijo Mani, echándose al suelo antes de que el camión parase completamente.
Despertó a Ricardo apoyando la pistola en su mejilla.
-¿Qué pasa?
-Te necesito. Hay mucho que hacer y me hace falta gente.
-No me das miedo, Mani. Sé que no vas a disparar, pero aunque te diera la venate, no temo la muerte, porque estoy en gracia. A mí no me convences tú de salir huyendo con los que han pisoteado y profanado la Santa Madre Iglesia.
-¿Estás hablando de tus hermanos?
-Estoy hablando de la locura general, Mani. De una ciudad que ya no se sabe dónde está ni quién la gobierna, porque es una república separá de España en manos de locos como el Antonio y de rusos que ni los comprendemos ni nos comprenden, y que ofenden a todas horas los signos sagrados.
-¿Y tu conciencia?
-No te comprendo.
-Los que llegan, vienen decidíos a fusilar a los que, como tus dos hermanos mayores y yo, hemos destacao un poquillo en Málaga. Si tú no quieres venir con nosotros, mamá no va a consentir que nos vayamos, y quedándonos, el Antonio, el Paco y yo, y hasta es posible que mamá, moriremos fusilaos por tu culpa.
Ricardo se arrodilló sobre la colchoneta, como si se dispusiera a rezar. Pareció por un instante a punto de hacerlo, provocando la ira de Mani, pero dijo:
-Vale, me voy con ustedes, por lo menos hasta que salgamos de Málaga. Después, ya veremos si sigo o si no...
Mani comprendió el significado de la evasiva. Una vez en marcha, Ricardo aprovecharía la primera pausa para abandonarles y regresar a su convento. Le daba igual, siempre que lo hiciese cuando todos estuvieran a salvo. Dio a su hermano la tercera de las tres pistolas rescatadas en la playa y fue con él a urgir a la madre del Templao que estuviera preparada dentro de una hora o dos, para abordar el camión y echar todos a correr en busca de Antonio y Paco en cuanto Paula y Ana estuviesen dispuestas. Paula le había dicho que los niños durmieran tanto como pudiesen antes de partir. Regresado con Ricardo al camión, Mani le dijo al Templao:
-Antes de ir en busca del Paco y el Antonio, tenemos que conseguir comida.
-¿Y dónde, Mani? ¿No te acuerdas de lo que pasó esta mañana?
-Pero a lo mejor encontramos algo; ahora que se ha ido tanta gente, seguramente habrá repartos suspendíos. Vamos al mercao.
Apenas había actividad donde todas las madrugadas se amontonaban los carros y los camiones, entre la agitación de los porteadores pugnando por conseguir algo que repartir. Todavía era demasiado temprano, pero resultaba patente que la agitación no iba a ser la acostumbrada. Consiguieron apropiarse de dos capazos de fruta, naranjas en gran parte, uno de coles mustias y un saco de patatas, más dos cabritos que no parecían recién sacrificados.
-Eso huele fatal -se quejó Angustias cuando lo depositaron todo en el camión.
-Los cabritos ajuman siempre -le replicó cariñosamente Miguel-. Ya verás cuando mi madre los guise; te vas a chupar los dedos.
Aunque todavía no se presentía el alba, circulaba mucha gente por las calles. Cargaban hatos enormes en las parrillas de las bicicletas, en carretillas de mano o sobre los hombros. Los regueros de asilados que la tarde anterior formaban sólo una especie de romería, se estaban convirtiendo en una desbandada. Tras un breve conciliábulo, decidieron que no podían pasear el camión una y otra vez abriéndose paso entre tanta gente que les envidiaba el medio de transporte; se encerrarían todos con el vehículo en la bodega donde solía pernoctar, mientras Mani y el Templao iban en busca de sus familias. Mani le pidió a Miguel, al oído, que no perdiera de vista a Ricardo.
Paula y Ana estaban preparadas y dispuestas. Mani les ayudó con los bultos, negándose a que Ana cargase ninguno porque apenas podía con su barriga, y, cuando llegaron al portal, se toparon con el Templao, su madre y sus diez hermanos. Carmela cargaba una olla humeante mientras recitaba una salmodia:
-Mi Inma, pobre hija mía, qué será de ti; cuando vengas a buscarme, no me encontrarás, porque sólo la Virgen sabe dónde terminará tó esto. Quién sabe si volveré a verte, Inma, hija de mi corazón y de mis entrañas, lo más bonito que ha parío Málaga; Dios mío, guíala, que no se pierda ni sufra...
-¡Tira esa olla de una vez! -exigió el Templao con enfado, como si llevara un rato diciendo lo mismo.
-¡Tirarla!, ¿por qué no paramos un momentillo a comer?
-¿Qué llevas ahí? -preguntó Paula.
-Un puchero. Le he echao tó lo que me quedaba.
-Estaba guisándolo -dijo el Templao, impaciente-, a las cuatro y media de la madrugá. ¡Vaya majaretá más grande!
-Tíralo, Carmela -aconsejó Paula-. ¿Quién puede pensar en comer puchero a estas horas?
La madre del Templao meneó la cabeza, empecinada en su negativa. Más tarde, nadie sabía dónde se habría cansado de sujetarla, porque Carmela llegó al camión sin la olla. Cuando Paula, tras una mirada primero de extrañeza y luego escrutadora, consiguió reconocer a sor Rosario en la guapa mujer que se hallaba en la cabina, preguntó agriamente:
-¿A dónde va usted?
Sor Rosario bajó la frente como quien teme la sentencia de muerte en un juicio. Miró a Mani de soslayo, pidiéndole auxilio. La religiosa tenía las mejillas brillantes y los párpados repentinamente húmedos. Sin la toca y demás ampulosidades de monja de la Caridad, su aspecto era el de una muchacha hermosísima que buscase novio.
-Díselo tú -rogó sor Rosario a Mani.
-¿Qué pasa aquí? -preguntó Paula con suspicacia creciente.
La monja calló. Pareció tan acobardada como el día de las elecciones, cuando Mani delató su impostura al intentar votar por tercera vez.
-Está encaprichá del Paco -informó Mani.
-¡Dios mío! -exclamó Paula-. ¿Es eso cierto?
-No es capricho -musitó sor Rosario-. Es amor verdadero.
-¿Y él le corresponde? -preguntó Paula a Mani.
-Me parece que sí, pero creo que él ni se ha dao cuenta.
Paula reflexionó un instante, tras el cual acarició el mentón de Mani por la capacidad de observación que revelaba su razonamiento.
-¿Estás seguro, Mani? ¿No se va a convertir esta mujer en un problema que tu hermano no sepa cómo resolver?
-Ya sabes cómo es el Paco de contenío, mamá. Pero yo lo he visto mirar de reojo a esta mujer tan requeteguapa, y hacerle los ojos chiribitas. Pero me parece que él, comunista y tó, respeta demasiao sus hábitros y por eso no ha tratao nunca de... bueno, tú sabes.
Los labios de Paula se crisparon cuando resolvió:
-No tenemos más remedio que ampararla. Escapar del convento es una cosa gravísima y habrá que pedir perdón a Dios por ello; ahora no puede volver a la Goleta, porque aunque regresara arrepentida, la someterían a humillaciones que no creo que usted tenga intención de afrontar -sor Rosario negó con la cabeza-. Por mi parte, puede usted venir con nosotros pero, por favor, si mi hijo la rechazara, no nos monte ningún numerito, porque ya ve usted el plan que llevamos, y dele tiempo al tiempo, ¿de acuerdo?
Sor Rosario asintió. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas.
-¿Qué hacemos ahora, Mani? -preguntó Miguel, comprendiendo que la mirada aprobadora de Paula significaba que había cedido al menor de sus hijos el mando estratégico de la huida.
-Convencer al Antonio -respondió Mani- nos costará menos trabajo que al Paco. Vamos al hospital, porque, además, también podríamos conseguir allí armas de respuesto. Guaqui, organiza a los tuyos pa que los más chicos sigan durmiendo ahí arriba. Contigo, irán en la cabina mi madre junto con la Ana y la Angustias, que están preñás. Tu madre tendrá que ir en la caja; Ricardo, ve apuntando patrás y tú, Migue, defiende los dos laos de la caja y tener tós las pistolas cargás y a punto, por si intentan quitarnos el camión. Yo vigilaré por encima de la cabina, en el sentío de la marcha. Venga, andando.
El intrincado conjunto que formaban los edificios del Hospital Civil se recortaba contra el cielo oscuro de noche y nubarrones, como si un anticipo del alba comenzara a bañarlo. Mani dejó al Templao y a Miguel al cuidado del camión y, más para librarles de un posible elemento de conflicto que para contar con su ayuda, se llevó a Ricardo con él. Había un miliciano en el lugar de la monja portera, haciendo grandes esfuerzos por no dormirse; se alzó del asiento al reconocer a Mani.
-Salud, camarada -saludó.
-¿Sabes si mi hermano Antonio está durmiendo?
-No creo. Hay una asamblea en la capilla.
Mientras recorrían el vestíbulo y el largo pasillo, Mani pasó la mano por los hombros de Ricardo y acercó los labios a su oído para decir:
-Escucha, Ricardo; tal como están las cosas, te juro por mamá que no penaría empacho ninguno si tengo que matarte. No vayas a hacer ná raro. No trates de despistarme ni intentes huir. Lo único que te consiento que hagas es ayudarme, y si me estorbas o pones en peligro tó lo que tenemos que hacer, te mataré y le diré a mamá que te has escapao. ¿Lo entiendes, verdad?
El ex fraile giró la cabeza hacia su hermano menor. Con más curiosidad que asombro, escrutó los ojos de Mani, de los que brotaban chispazos como cuchillos. Durante una fracción de segundo, Ricardo realizó un inventario somero de la vida del adolescente con aspecto de querubín que acababa de amenazarle; pocos a su edad habían visto la muerte tan cerca, pocos con sus años habían pasado tanto tiempo al borde del volcán; sabía que era así, sabía de primera mano que el muchacho rubio de ojos como lagos había sobrevivido gallardamente a las peores curtimbres que podían superar los seres humanos, pero de repente le parecía que sufría amnesia parcial y no era capaz de reconocerlo ni de reconocer que era su hermano. Percibiendo que hablaba completamente en serio, asintió.
Abrieron suavemente la puerta de la capilla. Dentro, se hallaba reunido todo el equipo de seguridad del hospital, y Antonio dirigía la asamblea desde el púlpito.
-...que se vayan los comunistas si quieren, y sus amigos los rusos, joé. Que huyan como ratas. Nosotros nos quedaremos al pie del cañón, como los machos bragaos que somos, porque los tenemos cuadraos, ¿verdad? Rechazaremos a los rebeldes y, libres de comunistas y de fulanos almidonaos, estaremos en condiciones de proclamar la República Libertaria de Málaga Independiente.
Contrariamente a lo que solía ocurrir cuando Antonio hablaba en tales términos con sus hombres, casi todos procedentes de la CNT, éstos permanecieron en silencio, con apenas algunos gestos de asentimiento muy tibios y desganados.
-Antonio -Mani se esforzó porque su tono sonase firme-. La Ana tiene dolores y hemos venío con mamá a ver si es que va a parir. Dice que vengas corriendo.
La mentira surtió efecto inmediato. Antonio bajó atropelladamente la escalerilla del púlpito y echó a correr, pasando entre Mani y Ricardo sin decirles ni una palabra. A un gesto de Mani, Ricardo alzó la mano con la pistola y ambos echaron a correr tras su hermano mayor hasta alcanzarle. Casi simultáneamente, apoyaron las dos pistolas sobre los costados de Antonio.

Mañana continuará

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