lunes, 17 de noviembre de 2008

¿VENCERÁ LA CORRUPCIÓN AL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS?


Me cuentan que las editoriales estafadoras, como la de mis cuatro últimas novelas, que me ha estafado 70.000 euros en cinco años, están presionando al ministro Sebastián y a las Cortes, para que sigan siendo cómplices de sus defraudaciones y estafas.

Todo el mundo sabe ya que el Congreso de los Diputados ha creado una comisión para reformar la LEY DE PROPIEDAD INTELECTUAL, a fin de que no puedan producirse más estafas editoriales. Pero que cuentan mis amigos “enterados” de Barcelona, que el trasiego de presiones y amenazas veladas contra los diputados es abrumador.

Hay que esperar que los diputados no se achiquen y sigan adelante, a fin de hacernos justicia a los escritores y alentar la creación literaria española, convertida los últimos años en miserable por los actuales usos editoriales.

La próxima semana, ofreceré gratis en todos mis blogs la lectura de
LOS PERGAMINOS CÁTAROS

Por ahora voy terminando LA DESBANDÁ, de la que os ofrezco otro fragmento.
-No olvides las averiguaciones sobre la Angustias -pidió Mani a Paco.
Tras acompañar a su hermano hasta la sede del Partido Comunista, Mani rechazó la insistente invitación a entrar y siguió hacia el puerto, a ver si Quini le ayudaba a encontrar trabajo. Contra lo que todos esperaban y desmintiendo lo que anunciaban machaconamente las autoridades, el lunes por la mañana continuaba el sobresalto puesto que los rebeldes no habían sido aplastados todavía. Abotargada por las celebraciones báquicas del domingo, y sintiéndose defraudada al revelársele lo prematuro de la celebración, la multitud erraba sin rumbo por las calles del centro, sin saber qué hacer porque casi todo lo que más odiaban lo habían quemado ya, y no tenían empleo o, si lo tenían, nadie pensaba en trabajar dadas las circunstancias. Todavía había rescoldos de los incendios y densas columnas de humo negro brotaban de las ruinas calcinadas en toda la ciudad, como si hubiera habido un bombardeo. Mani cerró los ojos con disgusto ante lo que quedaba de la hermosa Casa Larios, el lujoso palacio del marqués que había sido el más bello de la Alameda. Recordó la nostalgia imprecisa que sintiera contemplando la mano de madera chamuscada de un Niño Jesús, aquel día que ordenaba la casa que iba a ser la vivienda matrimonial de Antonio. Aquella nostalgia, como la de hoy, era por algo que nunca iba a poder ver; en 1931, le habían robado la posibilidad de contemplar algún día el que sus paisanos aseguraban que era uno de los más valiosos patrimonios artísticos de España; ahora, ese lunes de julio de 1936, comprendió que le habían arrebatado toda oportunidad de conocer cómo era un palacio por dentro, porque ya no quedaba ninguno en Málaga.
Quini no se había presentado a trabajar en su empleo recién pactado. En general, había muy poca actividad en el puerto, salvo en los alrededores de un buque, llamado Marqués de Chávarri, que las autoridades habían convertido en prisión porque no tenían dónde encerrar a tantos sospechosos de connivencia con la rebelión. Se trataba de un barco carbonero provisto de tres grandes bodegas, con espacio donde amontonar a muchos prisioneros. Mani observó en la cubierta a un grupo de unos veinte hombres que, desnudos, trataban de asearse en medio de un círculo de milicianos, con los fusiles apuntándoles; para bañarse, sólo disponían de un botijo, que uno de ellos bajaba periódicamente por la borda, con un cordel, para que se llenase de la pestilente y grasienta agua de la dársena.
Volvió hacia el barrio con más ira que desánimo, contagiado de la inesperada caída de moral que padecía toda la ciudad y eludiendo a los milicianos ebrios que, al reconocerle, acudían a vitorearlo.
-Me ha dicho tu madre que te espera en La Goleta pa comer -le informó Concha la Chata con una sonrisa que parecía invitar: "ven a mi cuarto, héroe".
Con extrañeza, encontró a toda su familia, excepto Paco, sentada a la mesa presidencial del refectorio, junto a la madre superiora y las monjas que ocupaban la cima de la jerarquía del convento. Superado el asombro, supo que así iba a ser a partir de entonces, "hasta que las aguas vuelvan a su cauce -según dijo Paula- porque, por el momento, sólo iremos a la casa a dormir; haremos la vida aquí y tal como quiere tu hermano Paco, organizaré algo de utilidad pública, porque ésa va a ser la única manera de evitar que a los incendiarios les dé la venate de venir a arrasar esto".
Gozó Mani a partir de ese día de los momentos más exultantes y más extraños de su corta vida, porque la familia Robles del Altozano se vio por sorpresa en la más alta relevancia social que podía soñar. Ricardo encontró en La Goleta la sustitución de su paraíso perdido; Ana, el escenario apropiado para anunciar a Antonio, delante de los demás, que estaba embarazada; Paula, un marco que con sus escalinatas y claustros, y con tanto que organizar, se le ajustaba mucho mejor que el corralón de las Dos Puertas; Miguel, un número elevadísimo de monjas dispuestas a escuchar sus cuitas y consolar su llanto.
El sobresalto continuó contra lo que todos esperaban, lo que Paco prometía y lo que aseguraban solemnemente los políticos. La radio y los comunicados oficiales afirmaban que el gobierno dominaba la situación en todo el país, pero a diario escuchaban el testimonio de los fugitivos que iban llegando de otras capitales andaluzas, del Campo de Gibraltar y de los pueblos de la Penibética. Los rebeldes se habían hecho fuertes en territorios muy extensos pero, aún así, Mani, sus hermanos y todos los vecinos tardaron en entender que se hallaban en guerra.

Desde que publicaron los periódicos su fotografía, donde aparecía llevado a hombros por los entusiastas que le aclamaban por la muerte del comandante, Mani detestaba ociar en las calles del barrio, porque le obligaban a relatar una y otra vez un episodio que él apenas recordaba más que por las narraciones de Quini y los demás y que le producía gran desasosiego revivir. Y le gustaba mucho menos estar en La Goleta, donde no le hacían tantas preguntas, pero le molestaba que le tratasen no como a un muchacho, sino como si fuera un hombre poderoso a quien no supieran si temer o lisonjear, y no sólo por su celebridad de verdugo del cabecilla rebelde; las monjas habían mitificado hasta el delirio lo de la bandera francesa. Por ello, trataba de pasar todo el tiempo posible lejos de quienes le conocían.
Se disponía a salir para la playa casi de madrugada, para no toparse con vecinos preguntones ni aduladores, cuando Paula le dijo que tenía que asistir a un acto en el convento-cuartel de la Trinidad, donde su hermano Paco iba a pronunciar un discurso después del rancho del mediodía.
-No te lo pierdas por ná, porque yo no puedo ir y tienes que contarme lo que diga, porque aunque no desbarre como el Antonio, también está metiéndose en camisa de once varas. No tiene más que veintitrés años y parece que lo hubieran nombrao corregidor mayor de Málaga. Me disgustaré muchísimo contigo si no vas.
-No te preocupes, mamá, pero queda toa la mañana y quiero ver si el Chafarino está bien y no tiene problemas.
-Sí, hijo, mira si necesita algo, que a ese hombre también le debemos mucho. Y que no se te olvide preguntar por ahí por... la de los barcos; a lo mejor en la playa se han enterao de algo. Coge el tranvía, pa no tardar demasiao.
Le dio una peseta que a Mani le hizo sentir culpable, porque acababa de sisar un duro de la caja de hojalata. Dio un beso a Paula y echó a correr con el propósito de que ella no advirtiera la culpa en sus ojos. Compró el periódico para leerlo en el tranvía, aunque hallaba insoportable tener que adivinar entre líneas, dado que los espacios en blanco de la censura eran mayores que los impresos. Las autoridades pedían la vuelta al trabajo y a la normalidad, porque a pesar de los días transcurridos aún se veían ruinas humeantes y por todas partes circulaban grupos de milicianos efectuando registros y sacando a rastras a quienes consideraban aliados de la rebelión. Mani les observaba cada día con mayor distanciamiento y menor entusiasmo, porque hasta a través de los cristales de las ventanillas del tranvía podía oler la borrachera bajo los temblores y los ojos enrojecidos de odio inútil; le impacientaban sus tics compulsivos y su conducta imprevisible, ya que tan pronto sacaban de una casa a un niño de pecho para entregarlo con mimo y delicadeza a cualquier mujer del público, como salían al instante siguiente con la madre del niño arrastrada cruelmente del pelo. Estaba claro que no había planificación, nadie intentaba la organización que Paco preconizaba. Para evitar los asaltos, las casas de préstamo devolvían deprisa, gratis, las prendas empeñadas, y por ello circulaba mucha gente con grandes bultos, líos de ropa especialmente, porque, empujados por el hambre, algunos habían empeñado hasta las sábanas los últimos meses. En la esquina del convento de las Hermanitas de los Pobres había gran revuelto en torno a una mujer y el tranvía tuvo que detenerse, bloqueado. Al cambiarse la mujer de brazo el pesado hato que cargaba, había caído al suelo una caja de municiones, y con el júbilo de quienes la registraron, aparecieron dentro del hato más municiones y una ametralladora.
-Juro por mis hijos que yo no sabía ná -gritó la mujer, aterrorizada y lívida-. Mis señores m'han dao esa ropa pa lavarla.
Mani supuso que iba a ser ejecutada de un tiro o arrastrada del pelo, pero los milicianos se contentaron con anotar la dirección del patrón, seguramente falsa, y se llevaron la ametralladora entusiasmados por disponer de un arma tan valiosa.
-Pa ver por dónde salía, le conté a la madre superiora de la Goleta sus cosas de Poseidón -dijo Mani al Chafarino con sorna-. Se le pusieron los ojos como platos, diciéndome que yo no debería hablar con un pagano como usted.
El Chafarino sonrió.
-¿Cómo está Málaga hoy?
-Hay un poquillo más de tranquilidad que hace una semana, pero siguen los saqueos. Mi madre y mi hermano Paco dicen que así no vamos a ningun lao, pero la verdad es que hay mucha gente pasando las del Beri. El periódico ha sacao un edicto del gobernador, dirigío a los cuerpos de seguridad, que manda aplicar la pena de muerte en el instante, y en el sitio, a tos los que pillen agrediendo, robando o asaltando. Algunos se achantan y ahora muchos pasan en cola horas y horas, pa el reparto de auxilios públicos. Pero los asaltos no paran...
-Los españoles somos un pueblo raro, Mani. Al menos desde la Pepa de Cádiz, legislamos bien, porque elaboramos leyes que muchas veces son las más avanzadas del mundo. Pero luego nos pierde el temperamento; a la hora de aplicarnos las leyes, encontramos tantas justificaciones para el pretexto, para la excepción, que llega el día en que todos nos creemos exentos de la obligación de cumplir esas leyes tan bonitas y tan modernas. Así, resulta que cada uno se comporta en todas las circunstancias como si tuviese bula y las normas sólo debieran cumpliarlas los demás, y da la casualidad de que los malagueños agrandamos hasta el absurdo esa convicción de estar por encima de las leyes. De ese modo no hay manera de que un país pueda ir adelante.
-Sí, pa hablarle fetén, a mí me da coraje que suden tanto pa ná, porque hay una desorganización en la calle que... me revienta las tripas.
-Pero a los tuyos os va bien.
-Mejor que nunca. Menos dormir, prácticamente vivimos en La Goleta.
-Y tú te has convertido en un héroe famoso...
Mani miró fijamente los ojos estériles del Chafarino. De no saber que era ciego, hubiera jurado que brillaba en ellos una chispa de ironía muy cruda.
-Yo no soy ningún héroe... -protestó- si es que me cago por las patas abajo con ná. Y por eso me encorajina una pechá que tós me vengan con cuentos.
-Sí eres un héroe Mani, pero no por haber matado a ese militar, lo que más bien me parece un suceso casual en el que actuaste empujado por el clamor colectivo. Tienes madera de héroe porque la vida le ha robado la niñez a tu generación, y tú has tenido la enorme suerte de contar con un ambiente donde esa precocidad forzada no te ha castrado, sino que te da recursos. Tienes trece años, más vigor del que te corresponde por tus años, sentido común y capacidad de síntesis, y aunque pienses, razones y actúes como un hombre, tu juventud te blinda contra la envidia y la inquina de la gente. Por ello, posees mejores recursos que cualquiera de tus hermanos, que ya son adultos, aunque te parezcas tanto a ellos. Tú eres el más fuerte de los cinco y, verdaderamente, una de las personas más fuertes que conozco.
-Disculpe usted, Omar, pero me da mucha vergüenza que diga usted esas cosas...
El Chafarino sonrió mientras asentía a su propio pensamiento.
-¿Y la señora de La Caleta?
Mani cerró los ojos. Miguel tenía su congoja con la ausencia de Angustias, que todos a su alrededor compartían, pero la congoja de la desaparición de Elena no parecía compartirla con él nadie más que Paula.
-El Migue dice que tiene que haber muerto, porque en lo que era su casa no quedan más que carbones. Pero es imposible, porque he ido tres veces a rebuscar entre los restos de la casa, sin encontrar ná que parezca un muerto chamuscao, aunque la hija, atravesá por el palo, estuvo lo menos cuatro días pudiéndose allí, en el jardín, sin que nadie se la llevara. Mi madre está convencía de que si no encuentro el cuerpo, es que vive, porque dice que doña Elena es de acero como un noray, que puede sujetar barcos gigantescos.
Inesperadamente, a Mani se le quebró la voz y el Chafarino le abrió los brazos. Le parecía natural que un joven de trece años huérfano de padre, tendiera a elegir figuras poderosas y venerables a quienes amar, y resultaba obvio que Mani había llegado a amar a Elena Viana-Cárdenas James-Grey porque siendo la persona más poderosa que conocía, había usado benevolentemente el poder en favor de su familia. Tratando de rescatarle de la tristeza, dijo revolviéndole el pelo:
-Cuando esa monja superiora ponga en marcha tanta mojigatería de compota de membrillo y te hable de paganos, recuerda que los conventos son el refugio favorito de las solteronas natas, por tontas y por feas.
-En la Goleta hay una monja guapísima que se llama sor Rosario, y las demás no son tan tontas. Enseguía se han dao cuenta de que el pueblo machaca a los rebeldes y de quién es el que manda. A mi hermano Paco le hacen hasta reverencias.
-No estés tan seguro de que el pueblo esté machacando a los rebaldes. Por lo que dice la radio, no la nuestra, sino la de Sevilla, Málaga es prácticamente una isla rodeada de enemigos por todos lados; las demás grandes capitales de Andalucía están en poder de los rebeldes y... escúchame bien, Mani; esos generalotes no van a perdonarnos que nosotros, que podíamos haberles facilitado la entrada más cómoda desde Marruecos, les hayamos cerrado la puerta. Lo veo en mi cabeza de noche y de día: caerán sobre nosotros como una ola y nos arrasarán.
-¡Qué va! Ayer, mi hermano Paco trataba de convencer al Migue pa que se fuera al frente de Granada, pero mientras no aparezca la Angustias no hay quien lo mueva del sitio. Pa convencerlo, Paco le decía que en dos o tres días Granada sería liberada.
-El enemigo es más fuerte de lo que tu hermano y sus camaradas se figuran, Mani, y están mucho mejor organizados que ellos. Ahora, con los desmanes que hay por toda Málaga, están poniendo a los dioses de parte de los rebeldes.
El Chafarino hablaba en el contraluz de la ventana, nimbado por una aureola que reforzaba su aire hechizado. En en el retazo de firmamento que brillaba tras él, Mani descubrió que un avión evolucionaba sobre el puerto.
-Espere un poco, ya vengo.
Salió de la cabaña. A pesar del terral, había poca gente en la playa. Los escasos bañistas, de pie en el agua, seguían también con la mirada al avión. Volaba muy alto y sin embargo podía oírse el lejano runrún. No era raro ver aviones, casi todos los días salía uno que iba a bombardear Granada; lo raro era que hiciera pasadas por encima de la ciudad. Relucieron varios chispazos, que en el primer instante le parecieron a Mani el brillo de las hélides, pero en seguida comprendió que estaban disparando contra el puerto y el centro. Se oían detonaciones amortiguadas por la distancia.
-¿Qué pasa, Mani? -preguntó el Chafarino desde la puerta del cañizo.
-Que se cumple su profecía. Un avión de los rebeldes está atacando Málaga.
Se despidió precipitadamente y corrió hacia la Goleta como el animal que acude a su querencia a la hora de la muerte, porque Paula hablaba a todas horas de que había que pasar los malos tragos juntos. En la última esquina de calle Curadero, antes de llegar a la entrada principal del convento, había un hombre apoyado contra la pared, con una pierna flexionada y el tacón del zapato enganchado en el borde del zócalo de ladrillos. Como todos los vecinos con quienes se cruzaba, miró muy sonriente a Mani; éste correspondió la sonrisa y siguió corriendo.
-Oye, papafrita -le gritó el hombre-, ¿ya no me conoces?
Mani giró la cabeza y se detuvo de golpe. La barba de varios días cubría el mentón del sujeto, su piel era tan oscura como la de un mulato y su ropa parecía la de un mendigo.
-Mira, majareta -dijo el Templao, abriéndose la camisa.
Mani contempló en el pecho descubierto el tatuaje con forma de corazón a base de nombres, el suyo entre ellos. No podía ser Guaqui el Templao, el que tenía delante era mucho más bajo. Sin aviso, el zarrapastroso le envolvió en un abrazo. Olía muy mal.
-¿Qué te ha pasao?
Guaqui arrugó el ceño.
-¿Cómo tienes la pocavergüenza de preguntarme namás que eso? Me has tenío engañao un año y ahora, que me moría de ganas de verte, me sales con majaretás.
-Es que pareces... más chico.
Aunque su ojos desbordaban pena, la boca del Templao sonrió.
-En este año, has crecío una pechá y ya somos casi iguales, por eso me miras desde otra altura que el año pasao. Ahora, mocoso de mierda, si no quieres que te parta la jeta por tantos embustes que me has escrito sobre mi Inma, tienes que ayudarme a encontrarla enseguía, puesto que dicen que tú y los tuyos sois los nuevos capitalistas de Málaga, que ya me lo veía yo venir hace un siglo.
-Déjate de chalaúras, Guaqui.
-¿Chalaúras? Y esto, ¿qué es?
Sacándolo del bolsillo de la camisa, desdobló el recorte de periódico donde se veía a Mani conducido a hombros por la multitud.
-¿Va a firmarme un autógrafo su excelencia el gusarapo?
Era verdad. El Templao había vuelto. Mani olvidó el avión y los disparos, embriagado por la oleada de alegría que le subía por el pecho.
-Hablas más ronco, Guaqui. ¿Te has escapao de la Legión?
-¡Qué va! M'han dao permiso pa que venga de veraneo, ¡no te digo yo!
Había desertado en la provincia de Cádiz, donde su batallón pasó tres días yendo de un lado a otro como si jugasen a la oca, de pueblo en pueblo: ahora aquí, vuelta para atrás, de nuevo para adelante y el Templao temblaba de ira y horror viendo cómo se comportaban los rifeños que componían el grueso de su regimiento; en cuanto conseguían apoderarse de un pueblo, violaban a todas las mujeres, jóvenes y adultas, y ancianas inclusive, y tras el placer, el saqueo.
-Los de las mehalas se llevan tó lo que pueden meterse en los bolsillos, dinero, joyas, relojes y hasta le arrancan a la gente los dientes de oro. Al que se revuelve, lo degüellan como un cochino. Yo me moría de asco, Mani, no lo podía resistir. Los que caían eran hermanos nuestros y los que los mataban eran salvajes en cuyos ojos se podía ver que nos odian a tos los cristianos, incluyendo a los que íbamos en el ejército con ellos y ni siquiera rezamos un kirie eleison. Los legionarios se fugan a montones, pero al que cogen se cae con tó el equipo; lo fusilan en el sitio sin consejo de guerra ni leches. ¿Qué quieres que te diga, Mani? Entre la rabia y el asco que me entraba, y saber que estaba tan cerca de ustedes, no lo pude aguantar. Salí una noche arrastrándome y suponte el susto que tenía, que me cagué en los pantalones. Repté más de tres kilómetros, porque aquel terreno es llano, y no como aquí, y no me atreví a ponerme de pie hasta que di con un repecho. Mira cómo tengo los brazos y las piernas. He atravesao a pie la Serranía de Ronda.
A pesar de las abundantísimas magulladuras, a Mani le costaba creer el relato. Cinco días había empleado el Templao en un recorrido que seguramente había realizado en zigzag, atenazado por el espanto de no saber si los campesinos que encontraba eran de un bando o del otro, o el riesgo imprevisible de tropezarse con el sobrino del bandolero Flores Arocha o, muchísimo peor, darse de cara con los muchos guardias civiles leales a los rebeldes que se habían echado al monte como si fueran partidas de bandoleros. Había cambiado el uniforme por su ropa a un mendigo asilvestrado que encontró en una cueva, donde se refugió a dormir una noche sin darse cuenta de que estaba ocupada; sólo al despertar al amanecer se irguió con un sobresalto a causa de sus ronquidos, que le hicieron temer que se tratara de un jabalí.
-Me da nosequé, Mani, porque viéndolo vestío de legionario, al infeliz le habrán cortao el pescuezo. Pero yo, ni siquiera con estos andrajos me sentía seguro, por el pelao y el tatuaje. Menos mal que he conseguío esta madrugá que me traigan desde Alozaina en una camioneta. Mani, no me vas a dar la patá ahora, ¿verdad?
-¿Qué quieres decir, Guaqui?
-Ahora que tu familia ha subío tanto, ¿no te dará cosa de andar conmigo?
-¡Tú estás chalao perdío y en tu casa no lo saben! ¿Tienes otra ropa?
-¡Qué va! Mi madre achicó pa mis hermanos toa la que dejé.
Mani reflexionó un instante. Habían parado de oirse el avión y los disparos, ya no parecía tan urgente correr junto a Paula ni, seguramente, esperaba ella que lo hiciera. Quedaba pendiente la arenga de Paco que tenía que espiar.
-Vamos a mi corralón -resolvió-, tira estos guiñapos piojosos y échate lo menos cincuenta baldes de agua por encima, mientras busco algo de mis hermanos que puedas ponerte. En cuanto estés listo, nos iremos al cuartel de La Trinidad, a comer rancho con el Paco, que va a dar un discurso, a ver si conseguimos que mande indagar por la Inma, ¿vale?
Llegados al convento-cuartel, sorprendió a Mani encontrar a su hermano vestido con lo que parecía un uniforme a pesar de su heterogeneidad, gorra de plato con entorchados inclusive. Sintió ganas de burlarse, pero advirtió a tiempo en la expresión de Paco que no había lugar para las bromas ni para las risas. Tras un somero relato de la deserción que escuchó con mucho interés, Paco dijo al Templao:
-Debes presentarte mañana mismo en el centro de reclutamiento, Guaqui. Tienes que decirle al teniente Heredia que vas de mi parte y le cuentas tó lo que recuerdes de tu regimiento y demás.
A Mani le asombró lo cohibido que su amigo parecía frente a su hermano. Para sacudirse el desagrado que ello le causaba, preguntó:
-Paco, ¿de qué vas vestío?
-Me han nombrao comandante de milicias.
-¿Comandante, con veintitrés años?
-Cosa de la guerra.
¿Qué guerra?
-Estamos en guerra, Mani, ¿es que desde que te cargaste al tío ése te ciega la vanidad y no te das cuenta de lo que pasa? ¿No sentiste el avión esta mañana?
Avergonzado, Mani ignoró las preguntas y se abstrajo en el examen del cuartel. El edificio se alzaba en una colina que dominaba un amplio distrito de barrios obreros. De cuando era un convento de frailes, conservaba al lado la graciosa torre de la iglesia y, en el interior, los laboriosos artesonados mudéjares, opacado su brillo por el paso de los siglos y por la espartana desafección militar hacia las cosas hermosas. Los soldados holgaban desparramados en el patio, apoyados contra las columnas de mármol blanco del claustro o sentados en el bordillo entre el patio y las galerías, a cuya sombra habían instalado grandes mesas para lo que parecía que iba a ser un rancho especial. Había pocos oficiales y los soldados eran, por las trazas variopintas, milicianos en su mayoría, jóvenes imberbes casi todos que trataban a Paco tan linsojeramente, que hacían que Mani se impacientase. A pesar de su pose de humildad, detectaba sarcasmo en los ojos del Templao.
Tras la comida, dos hombres que aparentaban haber escondido las corbatas para ostentar la impostura de sus falsos atuendos proletarios, hablaron brevemente a los milicianos en un preámbulo para la presentación de Paco:
-¿Habéis escuchao nombrar a ese chavea prodigioso que todos llaman ya "el vengador de los pobres"? -se produjo una ovación y Mani se encogió, con verdaderas ansias de que se lo tragase la Tierra-. Pues el que va a hablaros ahora, el comandante de Milicias camarada Francisco Rodríguez Robles del Altozano, es su hermano....
Dedicaron flores generosísimas a los méritos retóricos de Paco: "por toda Andalucía ya es una leyenda" y cuando lo convocaron, Mani siguió a su hermano con la mirada, desde el asiento junto a la mesa hasta el estrado, preguntándose cómo iba a ser capaz de hablar sin tartamudear a un auditorio tan grande. Jamás lo había acompañado a uno de sus numerosos mítines por los pueblos y, por ello, Paco se transformó ante sus ojos en un desconocido aclamado con delirio por la multitud:
"Miles de malagueños, espontáneamente y sin preparación militar, sólo con la orientación de unos pocos guardias de Asalto, han conseguío vencer a los veteranísimos rebeldes y sus chulerías de borrachos en La Roda, en San Roque, en Puente Genil y en Loja. ¡Y son simples obreros, lo mismo que sois ustedes, con uniforme o sin él! Su victoria es el triunfo de la fe en la verdad que defienden, porque cuando la verdad y la justicia están de nuestra parte no hay tanques ni cañones que puedan detenernos... -la ovación atronadora obligó a Paco a realizar una pausa-. No escuchéis las mentiras de las radios enemigas; ni vienen a imponer orden ni traen el progreso. ¿Orden y progreso es consentir a las mehalas que violen a nuestras mujeres y masacren a nuestros viejos pa robarles sus miserias? Los rebeldes no apresan a la gente, sino que la fusilan. Nosotros, los republicanos, sí hacemos prisioneros y los tratamos como mandan las normas internacionales, pero ellos... llenan de plomo las entrañas del pueblo y trazan por toa Andalucía senderos del martirio de la clase obrera. Los que sois soldados veteranos desde antes de la revuelta, tenéis que haceros los sordos ante vuestros propios mandos. Debéis denunciar a todo oficial o suboficial que os dé una orden que represente la menor connivencia con los rebeldes. ¡Desoidlos y denunciadlos! Vuestro lugar está junto a los obreros que llegan en masa al cuartel dispuestos a defender con coraje y honor la dignidad de nuestra patria. Entrenadlos y marchad hombro con hombro con vuestros hermanos obreros... que se enteren esos generales canallas de que estamos dispuestos a morir, pa no tener que vivir humillaos"
-Joé, Mani, tú has cambiao, pero ése ya no es tu hermano -murmuró el Templao haciéndose oír bajo las aclamaciones dedicadas a Paco.
-¿Te asombras? Po lo que es yo, alucino.
-Date cuenta de cómo le hacen la pelota. ¡A que, de aquí a ná, vemos a tu Paco de presidente del gobierno!
-¡No te pases, Guaqui! Mira. Esos cuatro coroneles que han llegao ahora no son tan pelotilleros. Parece que le traen un informe.
En el centro del grupo de aclamadores que seguían dándole palmadas en la espalda y los hombros, Paco alzó la vista de uno de los papeles garapateados que acababa de entregarle un coronel y miró fijamente a Mani, como si quisiera transmitirle algo. Se apartó de quienes insistían en continuar vitoreándolo y permaneció unos minutos entre los recién llegados, escuchando sus comentarios con expresión muy grave. Tras varios asentimientos, se acercó a su hermano y el Templao.
-Venid conmigo -dijo desoyendo sus preguntas, y les precedió hasta la calle.
-¿Pasa algo malo, Paco? -preguntó Mani una vez que estuvieron fuera del cuartel.
-Según. Entre Pinto y Valdemoro.
-¿Qué te decían los coroneles?
-Son coroneles de pacotilla, Mani, si no, no me hablarían a mí con tantísimo pelotilleo. El día de la revuelta, hubo un montón de sargentos que se autoproclamaron coroneles, porque hay mucho chiflao suelto por Málaga. Por suerte, hemos conseguío colocar al frente del ejército a uno de verdad, el coronel Romero Bassart, pero a esos tíos les toleramos que sigan creyéndoselo, aunque no les dejamos que hagan más labores que las de correveidile, y para de contar. Venían entusiasmaos a contestarme lo que les mandé preguntar hace un rato sobre el avión que ha estao disparando contra el puerto; esos majaretas han llegao mu contentos diciéndome que se habían estrellao tos los aviones que Italia les ha mandao a los rebeldes a Melilla. Pero resulta que no, que por lo que dice este cable, sólo se han estrellao tres de los doce que Mussolini les ha regalao a los fascistas traidores, y ahora les quedan nueve a esos hijoputas pa tratar de arrasar Málaga, y uno de ellos es el que nos atacó esta mañana. Escuchad, me mandan ir al gobierno civil, porque va a tomar posesión el nuevo gobernador, Francisco Rodríguez, pero vosotros tenéis que ir a esta dirección -les entregó un papel, escrito con letra apresurada-, porque también me han informao sobre la averiguación que ordené hace una semana, visto que mamá no me deja ni a sol ni a sombra. Id a ver si estos detenidos son Gustavo el Granaíno y su familia.
Mani se quedó clavado en el sitio, rezagado de su hermano y el Templao. En sus sienes, la sangre alborotada latía con una mezcla de júbilo, pensando en Miguel, y consternación a causa de la presencia de Guaqui. Paco giró la cabeza y le conminó a que se apresurara.
-No hay seguridad de que sean ellos, Mani, pero por si lo fueran, toma mi carné y le dices al jefe del puesto que te entregue a la Angustias. Y tú, Guaqui, chitón. No se te ocurra ni abrir la boca delante del Serafín.
Llegados al retén miliciano, el comandante del puesto, un betunero que Mani había visto muchas veces abrillantando los zapatos de los ancianos repantingados a las puertas del Círculo Mercantil, desdeñó el carné de Paco que Mani le mostró, mientras exclamaba:
-¡Tú eres el "vengador de los pobres"! Ven aquí, camarada, que quiero tener el honor de darte un abrazo, pa poder contárselo a mis niños.
-Tengo que reconocer a unos prisioneros... -dijo Mani, con mucha incomodidad y tratando de desasirse del abrazo.
-Ya me daba a mí en los cuernos que venías por eso -hizo una señal a los dos milicianos apostados a la entrada, dos imberbes que abultaban menos que sus armas-. Hala, camarada, entra con estos dos al calabozo, mira si son los que tu hermano quería encontrar y llévatelos, cárgatelos o haz con ellos lo que te salga de los huevos. Los hemos pillao escondíos en la sacristía de la capilla del convento de las Hermanitas de los Pobres que, por lo visto, la mujer tiene allí una hermana monja. Suponte tú: mantenían a la muchacha amarrá a un reclinatorio, los mu hijoputas.
Gustavo el Granaíno se encontraba derrumbado en una banqueta, con la cabeza y el hombro izquierdo apoyados en la pared y tapándose la cara con las manos. Bernarda le estaba zahiriendo con lo que, antes entrar Mani, Guaqui y los dos milicianos, debía de haber sido una filípica de las suyas. Al reconocerles, Serafín, con expresión demudada, se volvió de espaldas. Angustias dio un salto y tendió los brazos hacia Mani a través de los barrotes. Él se limitó a estrecharle una mano y ordenó:
-Abrirle la reja a ésta, namás. Los otros, que se pudran.
Angustias dudó un momento, pero miró a sus padres como si les pidiera disculpas con tibieza no muy convincente y salió jubilosa a abrazar a su cuñado, como si éste fuera agua en un desierto.
Se apresuraron con dirección a La Goleta, donde, en medio de un corro de monjas, alborotadas, Miguel pareció a punto de sumergirse en la locura mientras abrazaba a su mujer, con sus copiosas lágrimas, ahora de éxtasis, y sus temblores convulsos y sus gritos. Angustias lloraba, feliz pero escondiendo, evidentemente, cierta preocupación. Paula, muy seria, no paraba de escrutarla.
-¿Qué sabes de tu familia, Angustias?
-Estábamos presos los cuatro.
-¿Y sólo te han dejao salir a ti?
Angustias miró a Mani de reojo encogiéndose de hombros. Paula entendió el sentido de la mirada y preguntó a su hijo:
-A ver, Mani, ¿quieres explicarme lo que pasa?
-Ná, mamá, que los han encontrao por orden del Paco, y que, po que... como habían tenío a la Angustias amarrá y tó eso, lo del secuestro y tó el percal, po que yo no...
-O sea, cabeza de chorlito, que has dejao a la familia de tu cuñá a pique de que les den el paseíllo... ¡serás inconsciente! ¡Qué mala pata, que pa ver al Paco haya que echar una instancia y el Antonio, como siempre, perdío! Venga, andando de bulla, no sea que lleguemos tarde. Coger las armas y venid tós, menos tú, Ricardo.
Paula salió apresuradamente de La Goleta, seguida de Mani, Miguel, Ana, Angustias y el Templao. No tuvieron que hacer uso de las armas porque continuaba al frente del retén el comandante limpiabotas, que, mirando tiernamente a Mani, comentó: "Ya lo veía yo venir. Menos mal que te los llevas porque, pa ellos, de comer, nanay. Enseguía te consigo una escolta, camarada". Volvieron al convento una hora más tarde, con el barbero, su mujer y su hijo escoltados por cuatro guardias de Asalto, que dijeron a Paula al despedirse:
-Señora, la hacemos a usted responsable de que los prisioneros no salgan del convento bajo ninguna circunstancia.
-Éstos no son prisioneros -dijo Paula alzando el cuello, desafiante-. Son familia nuestra y si no tienen que salir porque no quieran, no saldrán, pero si les da la gana de salir, saldrán.
Uno de los guardias sonrió muy levemente y dijo:
-Bueno, señora, entonces, tendremos que hacer responsable a su hijo Manuel, que aunque sea tan... lo adora toa Málaga. ¿Estás de acuerdo?
Mani rehuyó los ojos de su madre para asentir con un gesto leve, y luego se arrepintió toda la noche de ese gesto, puesto que Paula evitaba mirarle y no le dirigió la palabra más que una vez, en susurros, durante la cena:
-A ver si eres tan gallito pa encontrar a la de los barcos.

La presencia del Templao colmó la plenitud de aquellos días. En el centro de reclutamiento lo mantuvieron dos días sometido a un interrogatorio exhaustivo, a cargo de muchos y diferentes oficiales que querían saber hasta cómo calzaban los rebeldes, pero, finalmente, Paco decidió que no se enrolase "porque vas a hacer más falta aquí, en Málaga, que no abundan los hombres capaces de enseñar a disparar un fusil". A Mani le alegraba hacerle partícipe de las prebendas que caían sobre su familia, pero Guaqui iba volviéndose día a día más taciturno. El poder de Paco no alcanzaba para descubrir el paradero de Inma y cuando Angustias o Ana sugerían la posibilidad de que hubiera muerto, se echaba a llorar. Ahora que Mani se habían librado del fastidioso llanto de Miguel, que por fin luchaba en la provincia de Granada, el de Guaqui era una incomodidad añadida, puesto que tenía que hacer juegos malabares para evitar que su amigo y Serafín se vieran las caras. Para impedirlo, a veces cogía provisiones y comía aparte con Guaqui, en la playa, ya que Paula había incluído al barbero y los suyos en el grupo familiar y comían en la misma mesa del refectorio.
Pocos días más tarde, Paco fue designado Jefe Provincial de Abastos. Una de sus primeras decisiones fue colocar a Mani al mando de un camión que habría de encargarse del abastecimiento de La Goleta y el Hospital Civil. Realizó el nombramiento de Mani, y el del Templao como su ayudante, con una solemnidad y unos formulismos que a su hermano le obligaron a contener la risa.
Entrar constantamente en La Goleta con el Templao le parecía a Mani menos arriesgado que ignorar lo que hacía sin poder controlarlo, y por eso había exigido a Paco que lo incluyera en el pelotón de transporte, pero cada vez que descargaban el camión y trasladaban las cajas a lo largo del pasillo que discurría entre una puerta lateral, en el Molinillo, y las cocinas, rezaba mentalmente para que a Serafín no le diera por aparecer, lo que era harto improbable, ya que, según Paula, el hermano de Angustias pasaba casi todo el tiempo en la azotea, mirando el cielo como un alucinado. De todos modos, hacía votos porque permaneciera en su retiro y en su arrebato y no se le ocurriera bajar a provocar al Templao.
Antonio iba a poco al convento, sólo lo veían de noche porque pasaba todo el día en el hospital, de cuya protección le había hecho cargo Paco, y éste comía casi siempre en su despacho, pero Paula les exigió a los dos que los domingos almorzaran en familia, sin admitir réplica. Se reunían todos, pues, a comer los domingos sin más ausencia que Miguel, a quien Paco había forzado a sumarse al frente de Granada "ya que al Ricardo no hay quien lo convenza y no sería decente que ninguno de los cinco hermanos luche". Almorzaban después de la celebración de la misa, a la que acudían algunos vecinos de edad provecta, con mucha discreción aunque todos en el barrio estaban a cabo de la calle. Pero no había fiestas de guardar para el equipo de abastos, porque los alimentos escaseaban y había que surtir las desepensas en cuanto encontraban algo que repartir. Estaban descargando el camión el Templao y los otros dos jóvenes que formaban el pelotón, bajo el mando de Mani, a quien el Templao no le permitía cargar más que lo indispensable "por la costilla que te partieron"; la carga no era abundante ni variada, pero las monjas sabían hacer milagros.
-Va a empezar la santa misa -les dijo la superiora-. Por favor, Manuel, nos gustaría mucho que nos hicieras la gracia de participar. Y tú también, Joaquín.
Para sorpresa de Mani, el Templao se mostró muy interesado por la propuesta y siguió inmediatamente a la monja. Suponiendo cuál era el objeto de su interés, fue tras ellos acariciando su arma, dispuesto a encañonar a su amigo para disuadirle de lo que se propusiera, pero cuando cruzaban el patio de La Milagrosa, llegaron por la entrada principal Paco y Antonio.
-Nos gustaría que vengas a misa, Francisco -pidió tímidamente la monja.
-Lo siento, señora. Dado que usted ha convencío con tanta facilidad a mi hermano y al Guaqui -comentó Paco con severidad-, alguien tendrá que vigilar a los otros dos del pelotón, no sea que se escapen con el camión y los víveres.
Era la tercera vez que Mani veía a su hermano rechazar el sillón de autoridades que las monjas habían dispuesto para él a la derecha del altar mayor.
-¿Y tú, Antonio, por qué no te sientas con tu mujer?
-No, madre. Gracias a Dios, yo soy ateo.
-¡Ah!, ¿sí? -la superiora sonrió disimuladamente.
Antonio no entendió la sonrisa de la monja, pero afirmó:
-Si algún día viniera uno diciéndome que quiere lavarme los pies y descubro que es Jesucristo, iba a tener que darme una pechá de explicaciones.
La cara de la superiora enrojeció. Por encima de su cabeza, Mani observó que Serafín les miraba desde la galería del primer, con una expresión de terror absoluto. De reojo, comprobó que el Templao se hallaba en una posición desde la que sólo podría ver al hermano de Angustias si giraba la cabeza. Le agarró del brazo y le empujó de prisa hacia la capilla, en la dirección opuesta.
Aunque le desagradaba el olor de la cera, le gustaban los cánticos del coro. Lo formaban algunas monjas, pero casi todas sus integrantes eran jóvenes internas, que, cuando él se volvía a mirarlas, sonreían a Mani con sugerencias y promesas en la mirada, lo que le permitía sacudirse el aburrimiento de la ceremonia. Se hallaba el sacerdote en pleno ofertorio; Ricardo, que oficiaba de monaguillo, tenía las manos juntas y la cabeza baja. En ese instante, irrumpió Paco en la capilla; recorrió el pasillo central a grandes zancadas y se volvió de cara a la concurrencia en el altar mayor.
-Salgan inmediatamente. Tú, Ricardo, apaga las velas y llévate al cura a la sacristía. Tós ustedes salgan con naturalidad; hermanas, váyanse rápido a la comunidad y pónganse a bordar o algo así. Los que no vivan en el convento, que vayan al patio de Lourdes, donde deben improvisar juegos de cartas o de dominó, o lo que sea. Las internas, que vuelvan a sus dormitorios y hagan como que están arreglando sus camas. Mani y Guaqui, ir con mamá a la cocina y hacer como que sois sus pinches.
Nadie discutió las órdenes, pero Mani, obsesionado con el huésped de la azotea, se rezagó en el cruce hacia la cocina y se acercó a Paco.
-Mani, ¿no has oído lo que he dicho?
-Namás quiero saber si es necesario que haga algo.
-Vete a la cocina, Mani.
Paco se fue corriendo a la sacristía y Mani aprovechó que no le miraba para subir las escaleras; se apostó en la galería del primer piso, junto a los ventanales de la capilla, porque era el lugar donde había visto a Serafín y estaba seguro de que no había bajado al patio. Estando él en ese lugar, al hermano de Angustias no le daría por abandonar su azotea.
-Mani -le dijo una monja desde una ventana del segundo piso, el único espacio que a él y a su familia les estaba vedado por ser el sancta sanctorum de la comunidad-; estás desobedeciendo a Francisco, y eso es pecado.
Desdeñando a la monja con una mueca, se ocultó en un recodo de la galería cubierta; al instante, vio que un grupo de más de cincuenta milicianos entraba en la capilla precedido por Antonio. Volvió atrás con objeto de espiar desde el coro, accesible por la balconada.
-Aquí huele a humo de velas -dijo uno de los milicianos.
-¿Qué quieres, compañero, que huela a pescao? -bromeó Antonio.
Mani se dio cuenta de que su hermano mayor estaba entreteniéndolos, mientras Paco y Ricardo salían de la sacristía por una estrecha puerta que daba a otro patio posterior; empujaban al cura, ahora casi irreconocible porque le habían obligado a ponerse ropa llena de remiendos y le habían cubierto la cabeza con una boina. Pero si a uno de los milicianos le daba por mandar descubrirse a los hombres que fingían jugar en el patio de Lourdes, descubrirían la tonsura.
Antonio discutía con los milicianos:
-No tenéis jurisdicción. Ésta es una legación extranjera que está bajo la autoridad del camarada don Francisco Rodríguez Robles del Altozano.
-Nosotros somos unos mandaos, camarada. Tenemos orden, ¿ves? -le mostró un papel escrito a mano-. Han denunciao que aquí hay un cura que protege a una pechá de fascistas armaos hasta los tuétanos.
-Dejaros de cachondeíto, muchachos. ¿Fascistas armaos bajo la protección del comandante Robles del Altozano?; vamos, anda.
Las galerías del primer piso se comunicaban entre sí a través de los cinco grandes patios. Mani fue siguiendo las evoluciones de unos y otros. Paco había improvisado con tino: mientras Antonio se mostraba, aparentemente, muy colaborador con los milicianos y fingía ayudarles en el registro conduciéndoles de aula en aula y de patio en patio, Paco iba llevando al sacerdote detrás, a los lugares que ya habían revisado, junto con un grupo de los vecinos más ancianos, y Mani no tuvo que preguntarse el porqué de tantas precauciones, puesto que todos sabían en la ciudad que el camino de las Pellejeras, un hermoso paraje cercano al seminario, amanecía a diario con hileras de curas fusilados. Ricardo se alejaba de ellos continuamente y volvía con información del camino que seguían los milicianos, porque el convento era un dédalo de revueltas y recovecos. De regreso al patio de La Milagrosa, los milicianos se detuvieron ante la estatua de la Virgen. No disimulaban su decepción.
-Ya que estamos aquí -dijo el que les capitaneaba-, vamos a cargarnos ese ídolo.
-Alto ahí -exclamó Antonio-. Ésta es una legación extranjera y está bajo la protección de la familia Robles del Altozano en pleno. ¿No querréis meteros en un fregao con mi hermano Paco, que es vuestro comandante de ustedes, ni meter al gobierno en un conflicto diplomático?
Mani recordó la mano de madera de aquel Niño Jesús, rescatada de algún incendio de 1931. Le hizo gracia que su hermano Antonio defendiera una imagen religiosa.
-Entonces -dijo el capitán-, ¡que muera Dios!
-¡Muera! -corearon todos.
-Salud, compañeros -los despidió Antonio con el puño en alto.
-¿Dónde se esconde ése? -preguntó El Templao al oído de Mani, sobresaltándolo.
Éste se dio cuenta de que, en vez de ir a la cocina con Paula, había permanecido todo el tiempo a pocos metros de él, sin descubrirse. Admiró su capacidad de camuflaje, producto del año pasado en la Legión.
-Guaqui, a Serafín ya le diste su merecío. Si lo llaman "el único", porque sólo tiene un huevo, tú eres el responsable. Le cobraste lo que hizo.
-¡Y una mierda pinchá en un palo, no ha pagao ni la décima parte de la cuenta! Con un huevo o con dos, él está aquí, tan campante, y mi hermana, Dios sabrá lo que el angelito estará pasando. Le tengo que sacar con sangre el sitio donde tienen escondía a la Inma.
-Por favor, Guaqui, olvídate del Serafín. Ahora no es conveniente que sigamos en esa guerra, porque tenemos encima otra mucho más grande; mi madre es una fiera defendiendo a la familia y, por si no te has dao cuenta, ella está empeñá en que miremos al barbero y los suyos como si fueran familia nuestra. Y, además, joé, que a la Inma no la vamos a encontrar porque te pongas a hacer más barbaridades.
-Debería caérsete la cara de vergüenza saliendo en defensa de un bicharraco asqueroso como ése.
-El Chafarino tiene razón. Perdemos el tiempo discutiendo por lo que son tonterías y no nos ocupamos de lo importante, que es echar a los rebeldes al mar.
-¿Eso es tó lo que sabes hacer, repetir como un loro lo que dice el Chafarino? Mírame a la cara, Mani, joé; no pongas ese gesto de patricio romano, que no eres más que un meón que no tienes dos guantás. Escúchame bien: el Serafín es un fascista enloquecío que no va a parar hasta hacer tó el daño que pueda; habéis metío al enemigo en casa.
El Templao se apartó de su amigo con el mentón erguido, cogió del camión la ración que le correspondía para su madre y sus diez hermanos y se fue del convento con claro despecho, sin acabar el reparto. Viéndolo marcharse, Mani se preguntó qué podía hacer para arreglar las cosas sin agravar la situación de ninguna de las partes ni incurrir en desacato de las disposiciones pacificadoras de Paula.

El aislamiento de Serafín en la azotea se volvió mucho más numantino tras el registo de los milicianos. Pero Mani estaba arrebatado por la responsabilidad del camión de reparto, con el que cada día había menos que repartir; la preocupación por el hundimiento anímico del Templao constituía una rémora que no se podía permitir, y por lo tanto olvidó durante semanas la necesidad de encontrar solución.
Paco parecía haber olvidado que era su hermano, ya que le trataba con iguales exigencias y la misma progresiva impaciencia que a todos los demás responsables de camiones, el más joven de los cuales doblaba la edad de Mani.
Aguantaba, sin embargo, con entereza las diatribas del Templao, la impaciencia impotente de Paco ante la tarea cada día más difícil de asegurar los abastecimientos de Málaga, los suspiros de Angustias cuando le rogaba que influyese en Paco para que Migual volviera del frente de Granada, y el distanciamiento de Paula, a quien le desagradaban de modo insuperable las poses de rufián que afectaba el menor de sus hijos, con la pistola en la mano, cuando la gente del barrio llegaba en masa hasta el camión tratando de asaltarlo. Lo que, en cambio, no era del todo capaz de aguantar Mani eran los antojos y veleidades de Ana a causa del embarazo. Como siempre surtía La Goleta antes que al Hospital Civil, dado que la carga de éste era mucho mayor, cada dos por tres se le acercaba Ana con el encargo de remedios para sus mareos, que debía transmitirle a Antonio. Éste, aunque teóricamente al mando del hospital, en realidad se ocupaba tan sólo del mantenimiento del orden según su particular manera de entender ese concepto, pues su actividad fundamental consistía en cribar a quienes llegaban al hospital, los heridos especialmente, en busca de gente sospechosa de simpatizar con la rebelión.
-Mani, por Dios -le suplicó Ana como casi todos los días, con ademán trágico-, dile al Antonio que el médico me recete algo, porque la comida me dura en la barriga menos que el tren en Campanillas.
Cuando el camión paró junto al hospital, preguntó por Antonio para transmitirle el encargo y le dijeron que se hallaba muy lejos en el complicado conjunto de edificios y tendría que abandonar demasiado rato el mando. El Templao le pidió la pistola, diciendo que él podía controlar la descarga solo, petición que hacía con mucha frecuencia últimamente sin que Mani hallara sospechosa su generosidad, pero se negó a prestársela porque no podía evitar sentir una aprensión muy profunda en las dependencias hospitalarias, vigiladas tan fieramente por los milicianos, muchos de los cuales habían encontrado en los laboratorios y farmacias del hospital sustitutos para la escasez de cigarrillos y vino, y estaba convencido de que ser hermano del jefe no le salvaría de sus arbitrariedades. Tras muchas vueltas y revueltas a través del impresionante desorden que reinaba por todos lados, con multitudes de heridos tendidos por los suelos en los pasillos y galerías bajo nubes de moscas, localizó a Antonio entre un grupo de milicianos y familiares de enfermos; estaba furioso y no paraba de alzar los puños. Gritaba atropelladamente, entre ahogos:
-Dicen que los granaínos ricos lo despreciaban por maricón, pero la verdad es que los fascistas lo odiaban a muerte porque lo consideraban un traidor a su clase. Y al cargárselo esas sabandijas cobardes, han asesinao a uno de los mejores poetas de la historia de España. Tenían indigestao que hubiera sacao el teatro de sus santuarios doraos para llevarlo por los pueblos, pa el pueblo. Lo vengaremos. ¡Viva García Lorca!
-¡Viva! -corearon todos, mientras Mani jalaba del codo de su hermano.
-Antonio, la Ana dice que no puede ni comer. Que hables con un médico.
-Dile que no me rompa tanto las pelotas.
-Dame alguna cosa pa ella, joé, que cuando vuelva estará histérica.
-¡Eh, tú! -Antonio llamó a voces a un médico que pasaba por la galería de enfrente, el doctor Gálvez Ginachero que había atendido a Angustias cuando el aborto-. ¿Qué tengo que darle a mi mujer pa que no me fastidie con la preñaúra y los vómitos?
El modo de abordarle Antonio había ofendido al doctor de figura venerable, pero Mani advirtió que hacía de tripas corazón, le decía con un gesto que esperase y, unos minutos más tarde, la enfermera que le acompañaba llegó al punto donde se encontraban, portando una caja de medicamentos que entregó a su hermano.
-Mani -masculló Antonio-, dile de mi parte a la Ana que como siga reventándome los huevos, le voy a poder el culo como un cristo. ¡Me cago en la Virgen!
Mani sintió rubor a causa de la mirada entre acerada y temerosa del médico, en la galería de enfrente, la expresión neutra pero obviamente ingrata de la enfermera y, sobre todo, por la insolencia de su hermano. Inició el retorno hacia el lateral donde le aguardaba el camión, sorteando a los heridos echados en el suelo bajo la crudeza de la luz solar de media mañana, que entraba libre a través de los ventanales, cuyas cortinas blancas habían descuartizado en vendas. A pesar de tanta ventilación, flotaba un olor muy desagradable a sudor, orines, desinfectante y putrefacción, y causaba angustia la aflicción desoladora de los enfermos. Sus expresiones constituían libros enteros de lo que estaba ocurriendo con sus vidas.
-Mani -oyó que le llamaba una voz débil y carrasposa.
Las piernas se le echaron a temblar. Primero sintió alegría, pero, en seguida, consternación al reconocer a Elena Viana-Cárdenas James-Grey. Tenía el pelo desgreñado y mucho más blanco de lo que recordaba, un apósito muy sucio le cubría la sien izquierda y gran parte de la frente, y parecía mucho más vieja que la última vez que la vio. Sus hermosos ojos carecían de fulgor encima de las bolsas violáceas e inflamadas en que se habían convertido sus párpados inferiores. Tenía el brazo izquierdo sujeto al pecho por un vendaje mugriento, del que sólo emergía libre la mano. Cuando visitaba su casa en tiempos que ahora le parecían muy remotos, alguna vez se había despedido con un beso. Ahora, se abrazó a ella con un entusiasmo que no pudo contener.
-Huy, quita, Manuel, que no sé si te conviene tocarme. Tengo que estar medio podrida.
-¿Qué tiene usted?
-No lo sé con seguridad; me parece que una costilla rota, o dos. Debo de haber tenido conmoción cerebral a causa de uno de los golpes, porque no recuerdo cómo he llegado hasta aquí. ¿A qué estamos hoy?
Mani tuvo que hacer un esfuerzo de memoria y cuando le dijo la fecha, no estaba seguro de que fuese la correcta. Iba a preguntarle si había sobrevivido alguien de su familia, pero se dio cuenta a tiempo de la inoportunidad.
-Aquella noche oí tu llamada -relató Elena-, pero puedes figurarte lo asustados que estábamos. Por eso no te respondí. Cuando llegó la turba, te vi encarmado en la pilastra, y como mi yerno y mis nietos empezaron a disparar, temí que te mataran. Forcejeé con Alonso diciéndole que tuviera cuidado de no herirte, pero él estaba como loco, imagina; me gritó que yo había perdido la razón porque venían a matarnos y teníamos que luchar. Durante el forcejeo, perdí el equilibrio y caí escaleras abajo. Ya no sé nada más, no he vuelto a estar consciente hasta esta madrugada.
Acarició la cabeza de Mani y añadió:
-¿Cuántos años he pasado inconsciente?, porque te has convertido en un hombre del todo. Por tu expresión parece que tuvieras cuarenta años y, Virgen santísima, cómo brilla tu pelo. Cada vez te pareces más a tu abuelo.
Mani consideró que desvariaba, igual que el día que la conoció.
-Escucha, Mani; no he abierto la boca desde que me desperté, porque tengo muchísimo miedo de que esta gente se entere de quién soy. ¿Podrás ir a mi casa a pedirles a los míos que vengan?
No tenía la menor sospecha de lo ocurrido después de su caída. Mani se preguntó qué milagro la habría salvado; tal vez, lo prematuro de su lesión que, al producirse muchos minutos antes del asalto, acaso diera tiempo a que alguna criada la sacara de la casa por la puerta trasera de la verja, para conducirla a un puesto de socorro. Ahora, él tenía que llevársela inmediatamente del hospital.
No podía pedir ayuda a Antonio, que se alegraría muchísimo de apoderarse de "la chupasangre más grande de Málaga", sin imaginar que toda la familia había sobrevivido un año largo gracias a ella ni recordar que había salvado la vida de Miguel y que había algo entre ella y Paula que, aunque no supieran lo que era, tenía que ser muy importante. Tampoco se atrevía a pedirle ayuda al Templao, porque estaba convencido de que rehusaría arriesgarse para salvar a quien tanto maldecían los trabajadores del puerto. Confiaba en que le ayudaría a posteriori, cuando se hubiera consumado el rescate, pero no antes, cuando existía la posibilidad de tener que enfrentarse a los milicianos. Debía hacerlo solo.
-Espere un ratillo, doña Elena. No abra usted la boca por ná; vuelvo enseguía.
No tardó en encontrar un pequeño cuarto repleto de lo que buscaba. Se estaba poniendo una bata blanca de médico, que tenía una mancha enorme de sangre a la altura del vientre, cuando escuchó las sirenas que ya avisaban a diario de la llegada de los nueve aviones. Aguzó el oído a ver si las bombas sonaban cerca, pero los pilotos parecían tener orden de no atacar el hospital, cuyos edificios formaban un extenso conjunto muy característico y claramente distinguible desde el aire. Suponiendo que no había peligro, cogió vendas y esparadrapos en abundancia y la silla de ruedas con la que trasladaban a los enfermos imposibilitados. Volvió junto a Elena, que protestó mientras le cubría la cara casi completamente de apósitos.
-¿Qué haces?
-Por favor, doña Elena; no abra usted la boca hasta que yo no se lo diga.
La ayudó a incorporarse aunque ella parecía sentir aprensión a contaminarlo de algo y consiguió sin dificultad acomodarla en la silla, porque Elena se había vuelto ligera como un pájaro. Mani compuso una pose que prentedía ser altiva, como la de cualquier médico, y emprendió la marcha tan rápidamente como se lo permitían las colchonetas desparramadas por todas partes. Cada vez que se cruzaba con el personal sanitario, notaba las miradas supicaces hacia su figura adolescente tan disonante de la profesión que trataba de simular, y entonces se acariciaba el costado donde abultaba ostentosamente la pistola; en cambio, las veces que se cruzó con milicianos consiguió pasar inadvertido. Por fortuna, Antonio debía de estar tratando de averiguar si había daños por el bombardeo y no se tropezó con él en ninguno de los larguísimos y concurridos pasillos y escaleras que tuvo que recorrer, a veces cargando la silla con su ocupante.
Había un gran revuelo en el vestíbulo, lo que podía facilitarle la salida sin que ningún miliciano se fijara en él ni en Elena. Aunque miró distraídamente y sin interés, supo lo que había originado el alboroto porque reconoció los ojos ansiosos del herido recostado en una camilla, a quien acababan de llevar en busca de atención médica para ocupar inmediatamente el centro de todos los puntos de mira de las armas. Se trataba de un periodista famoso que había tenido gran predicamento entre las clases acomodadas durante dos meses, por sus diatribas contra Azaña y el gobierno instaurado en mayo. Mani conocía solamente su apodo, "el Lince de los Ojos Verdes". Una vez que los milicianos comprobaron que era él, en efecto, y no otro que se le pareciera, se ensañaron a fondo; fueron varias ráfagas de ametralladoras e incontables disparos de fusil, tras los cuales lo que reposaba en la camilla parecía un informe amasijo de despojos de un matadero. Mani oyó el aterrorizado lamento involuntario de Elena, temió que un comentario o una exclamación la delatase y, abandonando toda cautela, echó a correr en busca del camión.
Para su propia sorpresa, no se sintió lo bastante confiado como para desvelar al Templao quién era la herida hasta que no estuviera a salvo en La Goleta, y tanto él como los otros dos lo ayudaron a aupar la silla a la caja de la camioneta sin preguntarle, porque notaron que no estaba dispuesto a contestar. Sin embargo, detectó en los ojos de Guaqui que sabía sin ninguna duda quién era la anciana.
Por la reacción de Paula, comprobó Mani que había actuado correctamente; abrazó a la anciana con alegría verdadera y se mostró indignada por su desaseo. Las monjas, más aprensivas, descubrieron inmediatamente que padecía sarna, lo que ocasionó que la desterraran, con mucha impaciencia e indisimulada repugnancia, a uno de los cuartitos de la azotea que servían de almacenes para los cacharros del lavado de ropa. Paula se encerró con ella, sin permitir que nadie más la tocase, en una operación que repitió a partir de entonces todas las madrugadas; primero aseaba a Elena meticulosamente y, luego, antes de aproximarse a nadie, ella también se bañaba a fondo restregándose todo el cuerpo con un estropajo de esparto y el áspero jabón verde. Finalmente, tendía toda la ropa, la de las dos, bajo el radiante sol de la mañana, sin dobleces ni pliegues, de manera que el parásito no pudiera sobrevivir.
Por el rescate de Elena, tuvo Mani que enfrentarse a un problema nuevo.
Podía decir mentiras intrascendentes o recurrir a un embuste para escurrir el bulto en determinadas situaciones. Conseguía, o así le parecía, engañar al Templao para postergar una búsqueda y una venganza a las que él no les encontraba ya sentido; también podía engañar a Paula en cuestiones inocentes, pero le costaba un esfuerzo enorme elaborar una mentira complicada que le permitiera tranquilizar a Elena sobre la suerte de su familia. El reparto, que le tomaba cada día más tiempo, le servía de excusa. Sabía que todos sus barcos habían sido requisados y en las cercanías de la casona, de la que sólo quedaba el esqueleto carbonizado, nadie sabía informarle de si el yerno y los nietos estaban vivos. A Rafael, el mayordomo, lo había visto una vez, pavoneándose muy ufano en la calle Cuarteles con una metralleta en una mano y la otra amorosamente aferrada a la nuca de un miliciano, y sólo le había dicho que "la vida es mu justa y están tós donde se merecen, en el puto infierno. Y tú, Mani, no te busques líos con esos chupasangres, no sea que pierdas la buena fama que tienes" y no se atrevió a pedirle que le aclarase el enigma de cómo pudo salvarse la matriarca de una familia a la que tanto demostraba odiar. Las monjas exteriorizaban cada día mayor alarma por la sarna y no paraban de alertarle, a Mani como a todos, para que no la tocase y si lo hacía por distracción "lávate las manos hasta arrancarte la piel"; temían que el parásito se extendiera a la comunidad y las internas, de manera que el aislamiento de la anciana, que había sido tan sociable, le parecía a Mani inadmisiblemente cruel y, por ello, subía todos los atardeceres a la azotea donde, por respeto al pudor de Elena, tenía que apartar la vista de las diminutas manchas rojas marcadas en la ropa y en las sábanas.
-¿Tampoco has podido ir hoy a mi casa?
-Disculpe, doña Elena; el reparto es cá día más complicao. No hay casi de ná.
-¿No me estarás engañando?
La reiterada pregunta de todos los días le hizo bajar los ojos.
-Seguramente estarán muertos -sollozó la anciana.
-Pueden haberse escondío en casa de un amigo de ustedes.
-¿Qué significa eso, Mani? ¿Has estao allí y no los has encontrado?
Mani se mordió el labio.
-No, doña Elena, qué va. Es que tó el mundo va de un lao pa otro...
-Si estuvieran vivos, ya habrían dado conmigo.
-No se crea... Málaga parece un campamento, con tanta gente de fuera por toas partes. Los hay que se refugian con familiares que viven aquí, pero más son los que duermen desparramaos en los almacenes del puerto y en casi toas las iglesias que quedan en pie y en la catedral, y hasta se apilan en los portales y en las aceras más resguardás. Cuando bajo del camión y ven mi insignia del Socorro Rojo, no me dejan ni andar, me paran en toas las calles pa pedirme información de familiares perdidos.
Elena le escrutaba, intentando traspasarlo en busca de la verdad.
-¿Ya has hablao con tu padre? -le preguntó en una pirueta de su delirio.
-¡¿De quién habla usted?!
Evidentemente, Elena había perdido la cabeza.
-¿No te lo ha dicho tu madre?
-¿El qué?
Tras una mueca fugaz de asombro, Elena cerró los ojos y frunció los labios en lo que parecía el intento de reprimir un sollozo. Trató de que Mani olvidase la pregunta exclamando sin mirarle:
-¡Virgen de Zamarrilla, qué cruz! Estos picores me vuelven loca. Y, para colmo, ese fantasma que no me deja dormir de noche.
-¿Un fantasma?
-Hay un espíritu que se pasea a medianoche por la azotea, con una vela encendida.
Mani sonrió. Seguramente, Elena hablaba de Serafín y dedujo que la vesania del hijo del barbero no se manifestaba sólo de día, oteando el cielo en busca de la salvación que esperaba de los nueve aviones, sino también de noche.
-No es un espíritu, doña Elena. Es el hermano de la Angustias, que se ha vuelto majara.
-¿Tú crees?
El tono escéptico de la pregunta podía traslucir lo mismo dudas sobre la identidad del supuesto fantasma como sobre su locura, porque, por un momento, Mani creyó reencontrar la antigua chispa de ironía en los hermosos ojos de Elena, como si opinase que Serafín representaba una comedia cuyo alcance él no podía comprender.

Continuará.

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