jueves, 27 de noviembre de 2008

LOS PERGAMINOS CÁTAROS, una aventura peligrosa, gratis


Los capítulos que tocan hoy, 27 de noviembre de 2008, son el VI y el VII, con la pareja protagonista ya en plena vorágine de acosos y persecuciones, arrebatados por los riesgos y el misterio de los fragmentos de información que empiezan a encontrar.
Ya estoy preparando EL OCASO DE LOS DRUIDAS para empezar a publicar en cuanto termine Los pergaminos cátaros. Sobre el mes de enero, podré comenzar ORO ENTRE BRUMAS, una aventura donde todo es histórico, menos lo que me he inventado para contarlo.
Como sabéis, publico en mis blosg cuatro novelas que contraté con esa editorial que no cumplió los contratos, puesto que me estafó 70.000 euros de mis derechos de propiedad intelectual durante cinco años, gracias a la inhibiciónm de los poderes públicos españoles sobre las agresiones que sufrimos los escritores.
Por fortuna, se está revisando la ley en el Congrerso de los Diputados.

Quienes gustéis de mi estilo, podéis leer seis libros míos en
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Dentro de unas tres semanas, podréis conoce gran parte de mi obra inédita, novelas, cuentos, idaes de TV, ensayos, coplas, poemas, etc., en mi web
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LOS PERGAMINOS CÁTAROS

Capítulo VI
LA RESISTENCIA
Junio de 1811

La herida de mosquete de mossen Laurenç estaba cicatrizando, ya sin ninguna clase de dudas, y los latigazos propinados por Domenicci se habían convertido en verdugones como costuras que le tatuaban los hombros y la espalda, decorando de líneas satinadas la piel nueva. La fiebre desapareció de un día para otro y comenzó a volver a sus miembros, torrencial, la sangre impetuosa que le hacía añorar como un paraíso inalcanzable las noches que había pasado abrazado a Marianna en Tredòs.
Ahora, ese consuelo le estaba vedado en el hacinamiento de la cueva.
Era domingo. Las fiestas de guardar nadie salía a trabajar, puesto que cumplían devotamente los preceptos religiosos, y en primavera y verano se concentraban después en las aldeas con sus fiestas y procesiones. Aprovechando que habría muy poca gente en los campos, Marianna había ido con los siete hombres a cazar y, de paso, ver si podía aproximarse con garantías a la iglesia de Betlán para tratar de encontrar la solución del acertijo de los cátaros, y en todo caso espiar los movimientos y actividades de las tropas francesas. Salieron, tal como ella había sugerido, en distintas direcciones, de dos en dos y vestidos de negro o con la ropa más sencilla y oscura que tenían, para camuflarse y pasar inadvertidos en los bosques y entre la oscura vegetación del valle. Todos manejaban ya con soltura los arcos, pues ella les prohibía usar armas de fuego, y habían conseguido reaprovisionarse con abundancia de carne.
Cuando no estaban cerca ni Marianna ni esos siete hombres por los que no era capaz de sentir simpatía, mossen Laurenç se arrodillaba sobre el jergón para pedir perdón por sus pecados. Con profundo recogimiento, lloraba de añoranza más que de contrición, porque ella no mostraba por él mayor interés que por los demás, salvo cuando le cambiaba los vendajes, lo que ya sólo ocurría de tarde en tarde. Y puesto que le dominaba el deseo y le atormentaba la imposibilidad de satisfacerlo, no le quedaba, siquiera, el bálsamo del sacrificio, la castidad ofrecida a cambio de sus impulsos incontrolados.
Para procurarse consuelo, hoy, domingo según lo que iban diciendo los ocho al marcharse, celebraría misa. Con cuidado y mucha lentitud para que la herida no se afectara por el esfuerzo, colocó un tablón desechado de la entiba sobre dos tocones parejos, a modo de altar; extendió encima como mantel el resto de la enagua de Marianna, que ella había dejado para moverse con mayor soltura en el viaje; preparó un cuenco con un trozo de corteza de pan y un jarro de vino para la consagración y se dispuso a comenzar el rito.
Marianna nunca le había amado, esa idea se abría paso en su entendimiento aunque su corazón se negaba a aceptarla. Murmuraba mecánicamente los rezos en latín según avanzaba la misa, pero su mente era un pelele secuestrado por un torbellino de anhelos insatisfechos y reproches que nunca se atrevería a pronunciar. Había sido lo bastante lista para hacerle creer que gozaba entre sus brazos, pero se trataba de una simulación tan fría y calculada como la de una meretriz. Apretó los párpados a ver si podía contener las lágrimas. Tenía que desechar esos pensamientos, o su esfuerzo de celebrar el sacrificio sería una ofensa a Dios en vez de un homenaje.
Había conseguido cierta concentración cuando llegó el ofertorio. Estaba con los ojos alzados hacia el techo oscuro de la cueva cuando, al reducirse la escasa luz difuminada que caía sobre el altar, notó que se recortaban unas siluetas en el contraluz de la bocamina. Sólo había transcurrido hora y media desde la marcha del grupo para una ausencia que se anunciaba que iba a durar todo el día, por lo que sintió gran alarma hasta que sonó la carcajada.
-¡Vaya con el mossen! –exclamó una voz desconocida entre risotadas estridentes-. A pesar de que lo acusan en los bandos de fornicador y asesino, aún se siente en gracia de Dios como para decir misa. ¿Te has lavado las manos sucias de polla y de sangre para consagrar la hostia, mossen?
Laurenç detuvo las manos en el aire. No sólo por el terror repentino que agarrotó sus miembros; le desagradaba tan profundamente que se dijesen palabras malsonantes en su presencia, que siempre que ocurría tenía que pararse a contar mentalmente hasta diez para no reaccionar de modo violento.
-No te burles, Manel –era Bartelomèu quien acallaba al otro, lo que tranquilizó a Laurenç-, que por donde se peca se paga. Ahora que te refugias con nosotros, tienes que aceptar nuestras reglas, y la principal es respetarnos todos.
-¿Bandos? –preguntó Laurenç, perplejo y con las manos paralizadas en el aire, en la misma actitud en que había sido sorprendido.
-Sí, mossen –informó Bartolomèu-. Los hay por todas partes, prometiendo el oro y el moro. Ofrecen una recompensa de diez onzas de oro por entregaros a vos y a Marianna.
-¡Dios mío! –gimió Laurenç.
-No se apene, padre –aconsejó Bartolomèu-, que quien ría el último ríe mejor.
-No me llames padre, Bartolomèu, ya no lo merezco. ¿Quiénes son ésos?
-Éste es mi vecino Manel y éste, un compadre suyo. Ayer, tuvieron un altercado con los soldados que se llevaron sus cabras y han tenido que huir. Para que no haya malentendidos ni broncas, les he contado el asunto de los cátaros, porque de todas maneras es un rumor que va extendiéndose por el valle y quien dice la verdad, ni peca ni miente. Por todos los pueblos corren chismes y fábulas. Y también éstos han oído desde niño hablar de tesoros cátaros.

El retorno tan aparatoso y tan súbito de Domenicci había descompuesto la estrategia del arcipreste mossen Pèir. No había tenido tiempo de materializar el plan de restauración de su autoridad ni el de acumulación de méritos ante el obispo. Con su vehemencia, cuyo motivo más profundo sospechaba, ese Domenicci iba a conseguir sumar más voluntades en contra que a favor. Y para colmo, su altanería se había redoblado con la impaciencia del dolor de las heridas y con sus prisas por castigar a Laurenç.
Bajó la cabeza para que le colocase la casulla el vecino que ese domingo iba a actuar de monaguillo, un joven que había pedido dispensa para casarse con su prima.
-Antoni, ¿tú has oído algún rumor sobre donde puedan refugiarse el cura de Tredòs y su sobrina?
El arcipreste notó que el joven tomaba aire antes de responder, como buen aranés que era. Evidentemente, se tomaba tiempo en busca de una respuesta que pudiera satisfacerle, porque no iba a decir lo que supiese.
-Murmuran que la sobrina volvió al valle en busca de un tesoro.
Mossen Pèir sonrió. A pesar de su escasa formación cultural, había encontrado el modo de no responder.
-Y... ¿dónde murmuran que pudieran estar buscándolo?
-No sé... Mi abuela contaba que había mucho oro sepultado bajo la Peira de Mijaran.
El arcipreste sonrió de nuevo mientras se apretaba el cíngulo.
-¿Sabes cuántas cosas habría bajo esa piedra de creer las leyendas, Antoni? Hasta un palacio de las Mil y Una Noches subterráneo, de ser verdad todo lo que se cuenta. Esa piedra es un menhir, esos obeliscos que levantaban en la prehistoria, y lleva ahí tantos siglos, que ha dado lugar a millares de cuentos, todos muy fantasiosos e improbables. Pero dime la verdad, ¿tienes idea de dónde están refugiados esos dos?
-¡Dicen tantas cosas!
Jamás conseguiría que el joven se comprometiera con una respuesta concisa y exacta. Mossen Pèir decidió preguntarle la otra cuestión:
-¿Qué te parece lo de los carteles?
-¿Esos carteles? Ni yo ni nadie de mi familia los entendemos.
Aunque de manera indirecta, Antoni sí le había respondido esta vez. Tomó el cáliz con la patena, la palia y el corporal y salió a la iglesia detrás del joven. A pesar de situarse ante el altar con tanto recogimiento como siempre que celebraba misa, no dejó de cavilar sobre Domenicci. Ni siquiera le había dispensado la consideración de consultarle sobre la colocación de los carteles en las puertas de las iglesias, que había traído ya impresos de Tolosa. Sencillamente, había mandado a sus matones en todas las direcciones, para colocarlos con malos modos y hasta con alguna violencia física, sin que valieran de nada las protestas de muchos de los párrocos.
Por suerte, pocos araneses sabían leer y casi nadie en francés. Se preciaba de conocer el carácter aranés mejor que nadie y si no se equivocaba, el texto impreso, de ser entendido por sus vecinos y viendo la actitud de Antoni, iba a producir exactamente el efecto contrario del que Dominecci buscaba.
Mossen Pèir sonrió. Pasara lo que pasara y pensara lo que pensara ese arrogante romano, la máxima autoridad religiosa de Aran era su arcipreste mientras el obispo no lo destituyese. Y como la Querimonia de los derechos araneses –a espaldas y a despecho de las iniciativas y recelos de los militares de Napoleón- continuaba intacta y guardada en el Armari des Sies Claus, el armario de las seis llaves, y esos derechos dictaminaban que todos los párrocos y, por supuesto, el arcipreste, tenían que haber nacido en alguno de los terçones del valle, él iba a seguir siendo el vicario episcopal para la comarca, porque, que él supiera, no había de momento nadie a quien el obispo pudiese recurrir para sustituirle.
Celebraba la misa en San Miquèu, que estaba a rebosar de gente, pero a pesar de hallarse presentes los representantes de los terçones que formaban el Conselh Generau dera Val d’Aran, con el síndico a la cabeza, el displicente enviado del Vaticano había preferido celebrar su propia misa en privado, con la excusa de que no deseaba exhibir los impedimentos de sus lesiones. Mejor así. A mossen Pèir le hacía sentir incomodidad la cercanía de los acompañantes del romano. No sólo porque fuesen armados a todas horas e inclusive tuvieran la desfachatez de exhibirse de esa guisa en los templos, sino porque sus expresiones y miradas le causaban aún mayor desasosiego que las armas. Presentía que los cuatro hombres de apariencia patibularia iban a ocasionar muchos problemas.
Al volverse hacia los feligreses para comenzar la homilía, miró fijamente los ojos del síndico. No podía tener la certeza absoluta, porque cualquier aranés que se viera aupado al poder tenía, por fuerza, que ver las cosas de otro modo; pero estaba convencido de que la máxima autoridad del valle según sus tradiciones, y al margen de lo que llegase de fuera, participaba sinceramente de sus mismos sentimientos y compartía su preocupación. En estos momentos, y por la prepotencia del ejército napoleónico de ocupación, el síndico no era el poder más ostensible ni podía ser resolutivo, pero continuaba siendo la autoridad moral que los araneses reconocían en el fondo de sus corazones.
En cuanto acabase la misa, y si ninguna presencia inoportuna lo obstaculizaba, iba abordar al síndico para proponerle una reunión secreta de los jefes de todos los terçones. Aunque fuera de modo subrepticio y muy cauteloso, el Consejo General tenía que tomar sus medidas y dictar discretamente sus mandatos.

Celebraban una fiesta tan concurrida junto a la iglesia de San Pedro, de Betlán, que Marianna tan sólo pudo realizar inspecciones de lejos sobre cuanto se alineaba frente al capitel de las almendras, observando casi oculta por el tronco de un árbol situado a espaldas del corro de danzarines, con tenso disimulo y embozada con Jòn, que era el par que había elegido ese día. Confiaba en que el mismo alboroto de la gente le sirviera para pasar inadvertida, porque en la puerta del templo casi ruinoso habían colgado un cartel donde ofrecían recompensa por su captura.
La iglesia se aferraba a una ladera muy pendiente, sin ningún rasgo urbano ante sus muros, ni pavimento de losas de piedra ni explanada, ya que Betlán era una de las aldeas más pequeñas y modestas del valle, y la maleza llegaba a lamer e invadir los sillares centenarios de la fachada, no muy cuidadosamente tallados. Aunque inquietante, la construcción era patéticamente pobre. Hasta le pareció que los muros no estaban bien alineados entre sí, que la planta carecía de simetría. Como única nota sobresaliente, descubrió una lápida incrustada en uno de los paños de muro cuya inscripción no estaba escrita con letras, sino con extraños signos desconocidos que bien pudieran ser cabalísticos.
Algo no acababa de cuadrarle cuanto más miraba el edificio. Daba la impresión de que no iba a durar mucho en pie y mostraba incontables añadidos y refuerzos, como si su fragilidad no fuese reciente. Nadie previsor hubiera elegido, seiscientos años antes, esa iglesia para esconder algo que deseaba que perdurase. Recitó una y otra vez, entre dientes, la coplilla del pergamino: “Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”. El verso hablaba de un almendro ¿vivo?, un árbol que daba flores tan blancas como el papel, y lo que Bartoloméu aseguraba que eran almendras, a la distancia que las miraba le parecían unos trazos no demasiado reconocibles grabados con impericia en la piedra de un capitel decrépito, que iba a desmoronarse en cualquier momento.
Por otro lado, el papel era en el siglo XII un género muy escaso y caro, y creía inconcebible que ya entonces fuera conocido y utilizado en lugares tan remotos como el Valle de Aran. El propio pergamino tuvo que ser escrito en algún punto mucho más cosmopolita del Languedoc. Pero intuía que la mención del papel no era casual. Tal vez se trataba del quid de la cuestión. Trató de diseccionar la copla para resaltar las palabras primordiales: ventana, almendro, flores blancas y papel. ¿Podía ser que se tratase de metáforas? En tal caso, “ventana” tendría que ser un mirador natural de los muchos que poseía el valle; el sentido metafórico de “almendro” no se le ocurría cuál podía ser; las flores blancas podían referirse a los espacios nevados a que se reducían en verano los mantos de nieve del invierno, que vistos de lejos, recortados sobre el granito oscuro de todas las montañas del valle, parecían hermosos arriates de flores blancas; en cuanto al papel, no podía tratarse de papel real, que no habría sobrevivido mucho tiempo en un encierro semejante al de la casa de Joan Pere; tampoco podía tratarse de uno de los árboles de los que se extraía la celulosa, porque los árboles crecen, mueren, arden o desaparecen. El papel era una clave que debía desentrañar deprisa, porque Domenicci podía azuzar al ejército de Napoleón aún más contra ella, cosa que seguramente estaba intentando también.
-Marianna –murmuró Jòn en su oído-, tenemos que aligerarnos o esa gente va a extrañarse de nuestra inmovilidad junto a este árbol, y vendrán a husmear.
-¿Se te ocurre un mirador de cualquier punto alto de Arán, que pudiera ser muy, muy especial?
-Hay centenares.
-Ya lo sé. Pero te pregunto por uno que destaque muy claramente sobre los demás.
Jòn cerró lo ojos apretando los párpados, como si cavilar fuese un esfuerzo demasiado agotador para él. Pasados unos minutos, dijo:
-Hay uno estupendo en las ruinas de un fuerte antiguo, que mira sobre Bossost, pero el más cojonudo que se me ocurre es el de Canejan, que es la plaza del propio pueblo y no hay que sudar para escalarlo como el de Bossost. Desde la plaza de Canejan se ve toda la parte baja de Aran, todo el Quate Lócs, atravesado por el Garona; es una vista increíble.
-¿Y qué ocupa el centro de esa vista?
-Les.
-¡Eso tiene que ser! En Les se recolecta mucha madera, ¿no? Y son famosas sus aguas termales, cuyo olor alguien podría confundir con el de las almendras amargas. A mí me pasaba de niña.
Jòn miraba a Marianna con perplejidad. No conseguía entenderla.
-Volvamos a Forat de l’Embut –ordenó ella.
No paraba de hacer cálculos mientras cabalgaba con enojo hacia las cumbres. El bando ofreciendo recompensa por capturarles a Laurenç y a ella debía de haber sido distribuido por todas las aldeas. Normalmente, los araneses no eran muy dados a colaborar con foráneos en contra de sus paisanos, pero el oro era el oro, y los pobladores de Aran eran pobres. En pocos días, aparecerían vecinos dispuestos a vender información. Iba a tener que apresurarse a encontrar el tesosro cátaro y huir cuanto antes del valle.
-¿Sabes si va a celebrarse pronto alguna fiesta en Les?
-El Haro, por san Juan –informó Jòn.
-La quema del Haro de Les es la más multitudinaria y famosa del valle, pero falta mucho para eso.
-No son más que dos semanas y dos días, Marianna.
-En dos semanas hay demasiado tiempo para morir- dijo Marianna, y para no seguir confundiendo ni desconcertando a su par con sus conjeturas, ni dejarse ganar por el desaliento, tarareó la copla con una musiquilla improvisada: “Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”.

Todavía llevaba el cabestrillo sujetándole el brazo, cuyo húmero le había partido en dos con sus enloquecidos golpes de machete la meretriz, esa vestal diabólica que habían corrompido en Zaragoza, la condenada Marianna que Satanás acogiera en sus tinieblas. No podía escribir, pero ello no era ningún inconveniente, puesto que el obispo de Tolosa, mucho más civilizado y poderoso que el de Seo de Urgel, le había provisto de seis sirvientes que cubrían todas sus necesidades.
Guzmán Domenicci observó el perfil de Jean, el joven que le servía como amanuense, mientras utilizaba la hermosísima pluma de ganso. Se trataba de un perfil mucho más propio de un noble que de un modesto artesano y su porte era tan gentil, que seguramente sería solicitado por todas las perversas pecadoras de este mundo. Tan donoso le parecía, que tras instalarse en Vielha en un agradable caserón ofrecido por el barón de Les, llevaba dos días considerando los pros y contras de nombrarlo oficialmente su secretario.
-¿Dices que todos tus informes son infructuosos?
-Sí, señoría. Mis compañeros han recibido negativas desde Tredòs, en el extremo sur, hasta la otra punta del alto Garona, el pueblo de Les. En todas las aldeas recibimos por respuesta el silencio y encogimientos de hombros. Tanto los párrocos como los señores locales dicen no saber ni haber oído cosa alguna sobre mossen Laurenç ni Marianna, ni tienen idea de dónde están. Tampoco han valido las ofertas de recompensas. Habrán abandonado el valle...
-¡Calla, te lo ordeno! Eso es imposible. Considerando la importancia de lo que buscan, la idea de irse del valle no se les ocurrirá jamás. Y por otro lado, las patrullas militares del Emperador Napoleón les hubieran impedido huir, puesto que todos los caminos de Arán están fuertemente guardados.
-¿Acaso por las montañas...
Jean se mordió la lengua y dejó la pregunta sin terminar al descubrir el furor volcánico en las pupilas de su señor, por apuntar una posibilidad en la que Domenicci no quería pensar, dado que a su modo de ver se trataba de una elección improbable por las dificultades extremas que conllevaría, e inimaginable por el valor incalculable de lo que tanto él como la pareja estaban tratando de encontrar. El hombre del Vaticano consiguió refrenar su impaciencia y suavizó la expresión mientras contemplaba a su pesar el azul increíble de los ojos asustados del amanuense. Nadie podía dudar de la existencia de Dios, se dijo, y para no seguir recreándose con la mirada acarició el cilicio por encima de la ropa; más tarde, tenía que apretarlo un poco más para suplicar la gracia de pensar menos en el donaire de Jean.
-Los naturales de esta tierra son redomados embusteros, ya me lo advirtió el arcipreste –murmuró el enviado papal, hablando más para sí que para su interlocutor-. Nos niegan noticias sobre su paradero no porque lo ignoren, sino porque quienes lo conocen prefieren protegerlos a denunciarlos, por solidaridad vecinal y por esas retorcidas complicidades de las comunidades rurales. Pero tú sabes bien que nosotros podemos inclinarlos a nuestro favor, por las buenas o por las malas...
Notando que Domenicci tejía su plan mientras hablaba, Jean aguardó en silencio a que continuase su disertación que apenas entendía, por lo bajo que farfullaba y porque, para ser franco, su conocimiento del latín era mucho más teórico que práctico, pues no había tenido, hasta ahora, oportunidades de conversar en la lengua del Imperio Romano. Tras una pausa de varios minutos, el enviado vaticano sonrió como quien ve de repente la luz, se dio una sonora palmada en la frente, se frotó las manos y dijo con mayor claridad y a mayor volumen de voz:
-Tenemos que persuadir a estos militares ociosos para que trabajen por nuestra causa. Hay que convencerles de que encontrar a ese profanador y a la pecadora tiene para ellos aún mayor interés que para nosotros. Manda preparar los caballos, que vamos a subir al fuerte de la Sainte Croix.
-¿Iremos solos vos y yo, señoría?
Domenicci sonrió con una ternura que había dejado de emplear hacia muchos años. La frase le había sonado íntima y sugerente.
-No, Jean. Al ejército hay que impresionarle con todo el boato posible. Manda a tus cinco compañeros que vistan sus mejores galas y que enjaecen a juego las monturas. Hemos de partir antes de una hora. Conseguiré que esos apóstatas caigan en mi poder antes de una semana, ya lo verás.

La inminente llegada del verano se notaba tanto por la temperatura como por los cambios en los paisajes mirados desde Forat de l’Embut. Inclusive en las alturas que dominaba la cueva, pues la nieve había desaparecido de la entrada y sólo quedaba alguna bastante por encima de la bocamina. Todo era ya fragante y luminoso, en una comarca donde había aldeas que sólo recibían tres horas diarias de sol en invierno. Todo era verde y violeta contemplado desde la entrada de la cueva; millares de tonos de verde que dividían los bosques en franjas según escalaban las montañas y decenas de tonos de violeta en el granito lejano difuminado por las nubes y la distancia.
A causa de sus iniciativas, siempre secundadas y poco discutidas, Marianna estaba actuando como jefe del grupo de manera natural y nadie le disputaba el rango. Cada vez que se les sumaba un refugiado nuevo, y tras los rituales de jura de fidelidad y camaradería a que eran sometidos, ella los escrutaba y sonsacaba por su cuenta, para tratar de determinar si eran, emulando los textos cátaros, “buenos, piadosos, trabajadores y honestos, y no mentían”. No se trataba de un asunto menor, porque aparte de la necesaria previsión de seguridad para un grupo tan acosado, eran muchos ya para un espacio tan reducido y el hacinamiento iba a originar problemas de convivencia y relación; penetrar más hacia el fondo de la vieja mina era una posibilidad que todos rehusaban con invocaciones supersticiosas, pero pronto no iban a disponer de otra solución, porque llegado el jueves, cuatro días después de la excursión a Betlán, como por ensalmo y como si la homilía leída en todas las iglesias hubiera sido un toque a rebato, los ocupantes de la mina de Forat de l’Embut eran ya dieciséis.
Después de explicar su huida, tras relacionar y detallar las penalidades y arbitrariedades sufridas a manos de los militares de Napoleón, cada uno de los nuevos era sometido al mismo escrutinio y obligado al mismo juramento. Pero como no formaba parte del acuerdo mantener en secreto la búsqueda del legado de los cátaros, en cuanto se enteraban se apresuraban a contar sus propias interpretaciones de lo tradicional. Todos habían escuchado leyendas del tesoro y todos estaban seguros de que se encontraba en determinado lugar. Pero había tantos “determinados” lugares como refugiados. Iglesias, tumbas antiguas, riscos que destacaban en los paisajes o pequeñas oquedades de las montañas.
-Yo he oído siempre hablar de grandes tesoros –dijo Jàn- enterrados en Tredòs por monjes muy raros...
-Los monjes que estuvieron en Trèdos eran templarios, Jàn –aclaró Marianna con una sonrisa que podía parecer llena de ternura-. En torno a los templarios, en todas partes hay leyendas sobre tesoros enterrados, porque no sólo eran monjes; eran verdaderamente los banqueros de su tiempo. Pero de los cátaros no abundan esas leyendas, porque vivían con modestia y no ostentaban el poderío ni la exuberancia de los templarios. Sin embargo, aquí, en Aran, sí se habla de un tesoro cátaro y, además, están los pergaminos que encontré en casa de Joan Pere que, como sabéis, es parte de un viejo convento. Sumando los pergaminos a las leyendas, hay para pensar que tiene que haber algo valioso oculto en esta tierra.
Sentado en el suelo, con la espalda contra la negra pared de roca y acomodado entre varias mantas aunque ya no le molestaban apenas las heridas, mossen Laurenç les miraba sombríamente a ella y al joven campesino. Era una pasión completamente desconocida la que comenzaba a anidar en su pecho. Tanto como había predicado en el confesonario contra el demonio de los celos, y ahora ese demonio le estaba trastornando. En esos instantes, sentía un irrefrenable impulso de contradecirla a ella y dejar en ridículo a Jàn:
-Cuando tenemos dificultades –declamó con el tono que empleara antaño en sus homilías-, los hombres sentimos la necesidad de procurar evadirnos de ellas. Es normal que nos inventemos tesoros imposibles, dichas imposibles y paraísos completamente imposibles cuando nos agobian los males. Pero es insensato dejarse engañar por esos señuelos del Demonio, porque son como cuando Satanás llevó a Jesucristo a la cumbre del Sinaí para mostrarle los poderes que iba a entregarle si le adoraba...
Marianna apretó los labios. El mossen llevaba varios días con expresiones mohínas y con un humor insoportable, por lo que se apresuró a interrumpirle:
-Sócrates decía que solamente vale la pena hablar en dos casos: cuando sepas con seguridad lo que vas a decir y cuando no puedas evitarlo. Fuera de esas ocasiones, lo mejor es callarse.
-Sócrates era un pervertido pederasta –dijo mossen Laurenc con tono seco y eludiendo mirarla cara a cara-. Un fornicador con la mente podrida.
-A cada ser humano hay que juzgarlo con las claves de su tiempo –aseguró Marianna, buscando con la mirada la complicidad en los ojos de los demás, que asistían con perplejidad a la lidia entre la antigua pareja-. En tiempo de Sócrates, nadie sabía que existiesen los pecados.
-Pero el pecado existe desde que nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso –recitó Laurenç muy enfático-. Y es el pecado lo que inspira las conductas que vemos estos días por aquí.
Marianna asintió en silencio a su propio pensamiento. Así que era eso. Laurenç sentía celos de ella. No conseguía imaginar de qué clase de celos se trataba, si sería porque ostentaba en el grupo un mando que él creería merecer más o porque tenía que departir y ausentarse con otros hombres.
-Hay palabras que aturden como bombas –dijo por fin-, que levantan murallas con sílabas de piedra y que desmoronan hasta el ánimo más sólido.
Los ojos de Laurenç se desorbitaron. Hacía tiempo que había descubierto lo mucho que ella sabía, pero hasta ahora no imaginaba que pudiera ser tan terminante. Decidió en último extremo callarse, con un desesperado intento de no perderla para siempre. Marianna advirtió el quiebro y lo aceptó. Para secundarlo, quiso cambiar de tema de conversación preguntando:
-¿Alguien sabe cuándo comienzan los preparativos del Haro de Les?
Uno de los recién incorporados, un joven leñador procedente de los alrededores de Les, cuyo nombre era Marc, respondió:
-Una semana después de la cremá de San Juan comienzan.
-¿Qué quieres decir?
-Cuando quemamos el Haro, pocos días después vamos en busca de un árbol con un tronco que pueda ser el nuevo, lo cortamos si va a medir limpio más de quince varas, lo trasladamos hasta la plaza de la iglesia el día de San Pedro, y las grietas para encajar los tacos abrimos a hachazos; ésa es la fiesta que se llama “quilha der Haro”, que hay que sudar la gota gorda para tal como manda la tradición hacerla. Cuando terminamos, lo plantamos de pie y allí queda, hasta el año siguiente; entonces, reseco, igual que tea arderá. Ese día, hay una ceremonia muy bonita, porque las últimas parejas que se hayan casado tienen el honor de colocar en la punta una cruz y una corona de flores.
-Eso es muy interesante –aprobó Marianna-, y sabréis que se parece mucho a los ritos que los celtas festejban en honor de su dios Sol, pero lo que pregunto es lo referido a la fiesta misma, antes de la cremá. De acuerdo, el Haro está levantado todo el año, pero la fiesta de la noche de San Juan tendrá unos preparativos específicos, ¿no?
-Sí –respondió Marc-. Empiezan el día anterior, cuando las mujeres cocinan las ricuras que durante la fiesta comeremos. También la víspera se cuelgan las cadenetas de papel y las banderolas.
-¿Nada más? Trata de recordar. Tiene que haber más. La fiesta del Haro por San Juan es la reminiscencia de ritos muy primitivos. Aquí y en todos los Pirineos, hace muchos, muchos siglos, la madrugada de ese día que, por si no lo sabéis, es el solsticio de verano, los hombres andaban descalzos sobre la hierba cubierta de rocío y las mujeres se revolcaban desnudas en el prado, invocando a sus dioses para que les concedieran fertilidad. ¿No hay en la fiesta de Les nada que se parezcan a esas ceremonias?
Mariana notó que la pregunta había escandalizado a todos y a Marc en particular. A causa de su robustez, Marc tenía apariencia de hombre maduro por su durísimo trabajo de leñador, pero era en realidad un joven candoroso.
-Nosotros no hacemos esas marranadas –afirmó, con una mezcla de rubor y orgullo-. En la cremá, bailar y cantar es lo que hacemos.
-Bien, de acuerdo –aceptó Marianna, ya dirigiéndose a todos-. Haremos como aconsejaba el viejo refrán aranés: “Era paciencia qu’ei eth mètge des praubi”, o sea, que la paciencia es el médico de los pobres y nosotros, pobres, no tenemos más salida que armarnos de paciencia hasta que no encontremos el tesoro de los cátaros. Hay que hacer una lista de todas las personas que conozcáis en Les y de las cuales tengáis la seguridad de que podemos fiarnos. Pensad bien los nombres y tenedlos preparados por si los necesitásemos. Unos días antes de San Juan, tú y yo –señalaba a Jàn- iremos a Canejan a comprobar si su mirador es la “ventana” de la copla cátara. Y una cuestión muy importante; bueno, más que importante, es capital para nuestra seguridad. Hay que conseguir algo así como sayones o túnicas negras, con que cubrir nuestras ropas cuando hayamos de acercarnos a las poblaciones. ¿Quién sabe cómo y dónde conseguir tela que nos pueda servir?
Mossen Laurenç tuvo que tragar un poco de hiel antes de apuntar:
-Junto a la vicaría, en Vielha, hay una costurera que nos cose las sotanas a todos los curas de Aran. La última vez que fui a recoger una que me había remendado, vi que tenía dos rulos muy gruesos de tela negra.
Marianna sonrió para agradecer el dato, pero apartó la mirada en seguida a fin de no alentar otra clase de esperanzas.
-¿Quién conoce a esa costurera?
-Déjalo en mis manos, Marianna –dijo Bartolomèu-. Es prima hermana de mi mujer; yo te conseguiré esos dos rulos de tela negra, porque entre sastres no se pagan hechuras.

El Armario de las Seis Llaves donde guardaban la Querimonia presidía el austero salón del Consejo General; para abrirlo, eran indispensables las llaves que portaban consigo cada uno de los bayles de los seis terçones en que el valle estaba dividido.
Raimundo Tinel, el síndico, miraba la puerta abierta del armario con las llaves encajadas en las seis cerraduras, mientras escuchaba a mossen Pèir sin dejar de atender los sonidos que llegaban de la calle. Hasta ahora, siempre que el comandante De Montesquiou le exigía poder revisar la Querimonia, había pretextado no disponer de una o de varias de las llaves necesarias para abrir el armario. Si por casualidad se le ocurriera irrumpir ahora sin anunciarse en la sede oficialmente clausurada del Consejo, con el autoritarismo y el despliegue de fuerza que siempre le acompañaba iba a verse en gravísimos aprietos. No tenía cuero de resistente ni, mucho menos, de héroe, pero si transigía con cuanto ese pomposo y altanero militar le exigía y, sobre todo, si transigía en entregarle el documento que simbolizaba la identidad y los derechos araneses, sabía que no duraría ni medio día como síndico. Sería depuesto al instante por los bayles de los terçones. Si no se le ocurría un medio para navegar y sobrevivir en medio de todas las tempestades, estaba en un atolladero.
-¿Qué es lo importante, en esencia? –disertaba mossen Pèir en ese momento.
Los siete hombres lo miraron con atención, en espera de que él mismo se respondiera, puesto que no tenían claro su razonamiento.
-Lo importante es que Aran pueda continuar viviendo feliz y en paz, sin que nos arrastren las tragedias que convulsionan Europa, y tratar de mantener todos o la mayoría de nuestros privilegios. Sé que dos de vosotros sentís gran simpatía por lo francés y por los franceses, y no os lo recrimino, pero tenéis que mirar dentro de vuestros corazones pensando no sólo en vosotros, sino en vuestros abuelos, padres, hermanos e hijos; preguntaos con la mano en el pecho si os gustaría veros obligados a renunciar a nuestra lengua para hablar sólo francés; si estaríais dispuestos a aceptar que vengan a predicaros en francés clérigos sardos, bretones o bordoleses; si queréis que tengamos que pagar impuestos para que otros los disfruten lejos de nuestra tierra; si os parecería bien que perdamos el derecho que ahora tenemos todos nosotros, sea cual sea nuestra condición, a usar sin limitaciones ni murallas nuestros bosques y praderas; si aceptaríais que viniera un noble de París a apropiarse de nuestras tierras y convertirnos a todos en vasallos y sirvientes... Si vuestra respuesta es no, tal vez ha llegado el momento de que pensemos en no quedarnos cruzados de brazos.
El arcipreste observó los rostros de los dos bayles que podían disentir. No advirtió en ellos expresiones que tuvieran que alarmarle, pero consideró prudente no ser más explícito. Esos dos podían tener dudas sobre sus lealtades, sentirse en una encrucijada, y no deseaba arriesgarse a la posibilidad de que corrieran al fuerte de la Sainte Croix a dar parte de una confabulación. Era mejor que la cosa quedase, por ahora, en una sencilla invitación a la reflexión.
-Pero, entonces, ¿qué deberíamos hacer en relación con el párroco de Tredós y su sobrina? –preguntó uno de los dos afrancesados, el bayle del terçon de Lairissa.
Mossen Pèir sonrió con toda la inocencia que se creía capaz de fingir.
-¿Es que estamos obligados a hacer algo? –preguntó, bajo el convencimiento de que el interrogador indagaba movido por una solicitud o una exigencia surgida en la guarnición francesa.
El síndico detectó la finta. Comprendiendo que si el arcipreste eludía responder esa pregunta debía de ser porque tenía razones poderosas para ello, quiso ayudarle a escurrir el bulto:
-Lo que yo creo que nosotros deberíamos hacer sobre ese asunto es mantenernos al margen. De acuerdo con nuestras tradiciones, facilitar su captura sería una traición a nuestros mayores y nuestro pasado, pero tampoco nos conviene mostrarnos solidarios con ellos ni protegerlos... digamos que... con iniciativas deliberadas. Oficialmente, este Consejo General de Aran no sabe nada de esa pareja ni la busca ni la protege, ni secunda ni obstaculiza ni favorece iniciativas que se pongan en marcha para capturarlos.

Cuando Domenicci y su cortejo se acercaban al fuerte de la Sainte Croix, viéndolos llegar el centinela de la torre almenada dio aviso de que se aproximaba la lujosa comitiva del enviado papal, por lo que el oficial de guardia mandó formar para rendirle honores. Sonaron timbales y trompetas en el momento que Jean ayudaba a su jefe a apearse del caballo.
Domenicci apretó los labios con un rictus de furia al descubrir risas en los ojos de algunos de los soldados de la rígida e impecable formación, ya que les divertía el aspecto que presentaba con el rico y muy aparatoso manto de brocado cubriendo el brazo en cabestrillo como si estuviera cargando un mueble, y el efecto se completaba con los vendajes de la cabeza, que no había conseguido disimular del todo bajo el sombrero, haciéndole parecer un remedo del califa de Damasco. ¿Es que un enviado personal del Papa debía tolerar ser objeto de burlas? Tendría que considerar, determinar y exigir al comandante las consecuencias punitivas de esas burlas.
De Montesquiou oyó con un sobresalto el toque de corneta, pues significaba que llegaba una visita que merecía honores, y temió que pudiera tratarse del general Woïllemont con una de sus apariciones por sorpresa, para reprender y castigar si descubría la más leve relajación de la disciplina y el orden. Asomado a la ventana de sus habitaciones privadas, vio con alivio pero con fastidio que se trataba de la única persona residente en el valle a quien se otorgaba tal homenaje. Exclamó una maldición entre dientes. Ni siquiera en domingo se podía descansar en este valle infecto. Se vistió con apresuramiento y bajó las escaleras conteniendo sus prisas por despachar cuanto antes al representante de Roma, con objeto de que sus subordinados no creyeran al verlo correr que era más servil que cortés con tal individuo.
-Eminencia, ¡cuánto honor! ¿A qué lo debo?
Domenicci paseó la mirada en torno. Aparte de sus seis criados, eran más de diez los militares presentes.
-¿Podemos hablar a solas, comandante De Montesquiou?
-Desde luego. ¿Es grave?
-Depende de cómo se mire el asunto.
-Bien. Vayamos a mi despacho. ¿Os apetece un licor?
-Un málaga, por favor.
De Montesquiu dio las órdenes pertinentes para que sirvieran un refrigerio y no se les interrumpiera.
Una vez atendida la orden, y cuando los soldados de servicio hubieron abandonado el gabinete, se dijo el comandante De Montesquiu que el romano se complacía en estimular su curiosidad. Estaba degustando con muchísima lentitud el oscuro vino málaga sin sorber ni una gota, paladeando apenas con los labios su consistencia acaramelada. Las viandas que habían extendido los soldados en un velador, un aperitivo de patés, panecillos y encurtidos, no parecían interesarle, pero, sin embargo, jugaba distraídamente con ellas. Con su displicencia, su jactancia y su malhumor cotidiano, este hombre le sacaba de quicio.
-¿Has oído hablar del tesoro de los cátaros?
-Soy francés. Todos los franceses hemos escuchado de niños cuentos que hablan de esa leyenda.
-¿Consideras que es sólo eso, una leyenda?
-¿Qué otra cosa puede ser?
-¿Y si yo te dijera que dispongo de datos que confirman plenamente la existencia de ese tesoro?
De Montesquiu miró a su interlocutor con desagrado, por la sospecha de que estuviera burlándose. Domenicci prosiguió:
-Hablo en serio, comandante. Hay un tesoro de valor inimaginable e incalculable que consiguieron ocultar los cátaros cuando la Santa Madre Iglesia acabó por fin con esa herejía demoníaca.
-De acuerdo. Digamos que es posible que tal tesoro haya existido. Pero ¿alguien sabe, ni remotamente, dónde pudiera estar?
-Aquí.
-¡Qué decís!
-Sí, comandante. Dispongo de elementos suficientes de juicio para considerar no sólo la posibilidad de que se halle en Aran, sino para sostenerlo con seguridad. El tesoro de los cátaros está en algún lugar secreto de este valle.
-¿Qué os hace estar tan seguro?
Domenicci extrajo de su valija de mano el primer cuño cátaro que mossen Laurenç había descubierto en Nuestra Señora de Cap d’Aran, y lo puso en la mano del francés.
-¿Qué es esto? –preguntó De Montesquiu.
-El motivo de mi seguridad, comandante, lo que convenció al Papa y debe, por consiguiente, convencernos a nosotros. El símbolo grabado aquí es el más utilizado por aquellos herejes, con el que mejor se identificaban; la piedra, que en realidad es un cuño, sólo podía usarla cualquiera de sus falsos obispos para autentificar documentos. Por sí sola, no sería significativa. Su aparición aquí podía deberse al azar. Pero... -Domenicci introdujo teatralmente la mano en la valija para extraer la segunda piedra-, es que también ha sido encontrada esta otra.
De Montesquiu acercó un poco el sillón, pues sentía crecer su interés.
-Y... decidme, eminencia. ¿Las piedras conducen a ese tesoro que decís?
-Así es. Y ¿sabes quién las ha encontrado?
De Montesquiu no esbozó ningún ademán. Presentía la respuesta.
-Exactamente ése que pensáis. El asesino de uno de vuestros hombres y el que quiso asesinarme a mí encontró ambos cuños. Mossen Laurenç es el que, con la protección del diablo, ha sobrevivido al tormento y al disparo de uno de vuestros mosquetes que yo escuché cuando, casi moribundo, pude ahogarme en las frías aguas del Garona; precisamente fue ese disparo lo que me salvó, lo que me hizo despertar del mazazo que la pervertida zaragozana me había dado en la cabeza. Ese cura apóstata, asesino y diabólico y su meretriz, están en vías de encontrar, o quizá hayan encontrado ya, el tesoro más fabuloso del Medioevo. El de los cátaros es un tesoro que sus contemporáneos sabían que era fastuoso, pero nadie pudo arrebatárselo en dos siglos y nadie lo encontró jamás cuando recibieron el castigo que merecían.
-¿Por qué me contáis todo esto, eminencia?
-¿No sientes la obligación de castigar al asesino de uno de tus soldados?
-Según creo, no fue el mossen quien lo mató. Fue su... sobrina.
-¡Esa perversa que Dios condene! En cualquier caso, comandante, se trata de un contubernio diabólico el que forman los dos. Ambos son la misma monstruosidad y el mismo pecado abominable.
-Ya están dadas las órdenes para su captura. Pero nuestros informantes niegan conocer y ni siquiera sospechar su paradero.
-Eso ocurre porque tus informantes no han recibido los estímulos necesarios.
-¿Qué queréis decir?
Domenicci calculó las palabras que iba a pronunciar ahora, a fin de que no hubiera dudas de que iban a conseguir el efecto necesario:
-¿Imaginas la magnitud de ese tesoro? Para que te hagas una idea, con él Napoleón Bonaparte vería duplicadas sus fuerzas. Si tú lo encontraras, podrías ser inmensamente rico aun cuando entregases al Emperador casi la totalidad. Sin olvidar que serías cubierto de honores en París. Hasta es posible que te concediese un título; por ejemplo, duque de Arán.
-¿Estáis seguro de lo que decís?
-Completamente.
-Y aparte de la orden de captura, ¿qué más me sugerís que haga?
Domenicci sonrió. Lo había logrado.
-Es muy sencillo, comandante De Montesquiou. Los informadores que ahora remolonean y mienten se sentirán mucho más inclinados a ayudarte si les prometes que ellos van a tener una parte del tesoro. No te preocupes, para las miserables medidas del Valle de Aran, una minúscula parte de ese tesoro sería una fortuna aristocrática. Promete que recompensarás con una parte del tesoro por la captura, y en pocos días los tendrás en tu poder.
Ahora le convencía más la posibilidad de que Canejan fuese la ventana. Marianna tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por el sol insólitamente intenso para Aran que caía de contraluz sobre todo el valle, verde como esmeraldas y plácido como una siesta. En el centro, reposaba Les como pintado en un bucólico cuadro holandés. Menos rápido y más ancho que en Tredòs, el río Garona discurría sereno, poblado de numerosas jangadas que conducían los troncos de árboles hacia los mercados franceses. Aun de lejos, se podían intuir los juegos, bromas y cantos de los jangaderos de balsa a balsa, en la cinta plateada que se ondulaba en un par de curvas como si pretendiera abrazar y besar suavemente a la aldea. La torre de Les, rematada por una cornisa doble, le parecía una de las más singulares del valle y no precisamente por su armonía. No era muy antigua, pero los naturales del pueblo aseguraban que la base hasta la mitad era parte de una vieja torre románica derrumbada y reconstruida muchas veces.
-¿Podremos hacerlo? –preguntó a su lado Jàn, muy bajo, para no alterar la magia de la contemplación.
-Será muy peligroso. A ti, ¿qué te parece?
-En la mina somos casi veinte ya...
-Diecinueve –corrigió Marianna-, contando el que llegó ayer con los dos rulos de tela negra, el hijo de la costurera de Vielha.
-Diecinueve o veinte, da lo mismo. Todos tenemos hermanos, padres, hijos o esposas; y compadres y amigos. En total, centenares de personas repartidas por el Valle de Aran, dispuestas a encubrirnos y evitarnos peligros.
-¿Tú crees, Jàn? Te recuerdo que ofrecen recompensas importantes por entregarnos.
-Con las tradiciones aranesas no valen recompensas, tú lo sabes mejor que yo, Marianna, que no soy más que un pobre ignorante.
-Vales más de lo que crees.
-Con tanto lío en contra, ¿tú crees que lo vamos a conseguir?
Marianna sonrió con ternura ante la impaciencia del joven.
-Verás, Jàn, el éxito de cualquier acto, sea lo que sea, no depende sólo del mérito de quien lo hace ni de lo bien que lo lleve a cabo, sino del azar. La suerte cuenta muchísimo.
-Pues yo creo que vamos a tener mucha suerte. ¿Has resuelto ya el enigma? ¿Lo de aquella copla es un acertijo y no tiene nada que ver con la ventana de la iglesia de Betlán?
-Mira hacia allí arriba, Jàn, aquellos retazos de nieve en los picachos de los tucs. ¿No te parecen pétalos de flores blancas?
-Sí.
-Y en Les hay desde los tiempos del Imperio Romano un balneario de aguas termales. Las aguas de esas termas son sulfurosas, que huelen muy desagradablemente, como a huevos podridos, pero en pequeñas cantidades alguien que quisiera describirlo podría pensar en el olor de las almendras amargas.
-Entonces, ¿todo encaja?
-Aunque me parece un poco traído por los pelos, creo que sí, Jàn. Al menos, en parte. Pero lo del papel me trae de cabeza. Quiero creer que se trata del Haro, que es un tronco de árbol; en resumidas cuentas, la materia de donde se saca el papel.
Sin transición, Mariana tarareó:
“Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”.
-Para la fiesta del Haro, adornan las calles de Les con muchas guirnaldas de flores de papel blanco... –murmuró Jàn.
-¡¿Qué?! –exclamó Marianna.
-Cuando yo era niño, me entusiasmaba ir a casa de mi tía, en Les, cuando recortaba y componía las flores en guirnaldas. A mis primos Vicent y Ramonet y a mí nos permitía usar las tijeras para recortarlas también, porque éramos los mayores.
-¿Y siempre son blancas?
-No estoy seguro de que sean todas blancas y siempre. Pero las que yo recuerdo lo eran.
Marianna se encogió de hombros.
-De cualquier manera –afirmó-, la tradición de hacer guirnaldas de flores de papel debe de ser reciente, y lo que estamos buscando fue escondido hace unos seiscientos años y serían otras las costumbres.
-A lo mejor no –opuso Jàn con timidez, temeroso de contrariarla-. Marc, que ya sabes tú lo fanático que es con Les, dice que su Haro es el más antiguo de Aran, porque es el pueblo más maderero, y como dicen que esta fiesta de San Juan viene de los celtas, que así celebraban la llegada del verano...
Marianna asintió, y Jàn no supo determinar si respondía al razonamiento que él expresaba o a su propio pensamiento.
-Volvamos al Forat –ordenó Marianna.
Dado que la montura de Jàn abría la marcha por los escarpados senderos y la suya, sencillamente, seguía su instinto de ir tras la otra, Marianna podía abstraerse desentendida del camino. El comportamiento de mossen Laurenç le hacía temer consecuencias graves. ¿Podía llegar a actuar con la demencia de alguien desbordado por sus pasiones? Se comportaba como un enamorado enloquecido por los celos, pero ella no abonaba tales celos; todo lo contrario, procuraba no mostrar intimidad con ninguno, porque era lo más conveniente para todos y principalmente para él, puesto que con el paso del tiempo sentía menos ganas de corresponder su amor. Pero todos los hombres querían ser el gallo del corral y el mossen, a despecho de sus estudios y de su edad, era en esas cuestiones un adolescente debutante, tan obstinado como un muchacho de quince años. Y dado que cada día eran mayores las complicidades que surgían en el valle y más numerosos, por tanto, los refugiados en la cueva, los celos de Laurenç empeorarían día a día. Sin olvidar sus conflictos de conciencia; había tenido que rogar a los hombres que no se burlaran ante las genuflexiones y jaculatorias ni estorbasen cuando se empeñaba en decir misa, esfuerzos que constituían una penitencia por sentir lo que no podía evitar sentir, lo que estaba situándolo en una pendiente peligrosa. ¿Qué podía hacer ella? Tal vez tendría que propiciar su regreso al seno de la Iglesia, bajo el amparo del arcipreste; aunque era probable que éste, que tan desagradablemente la había tratado la última vez que lo vio, fuese menos de fiar que nadie y violentase los cánones eclesiásticos entregándolo a los franceses como un vulgar asesino. Los refugiados contaban que algunos curas mostraban más sumisión de la cuenta a los soldados de Napoleón, lo que no sabía si incluiría a mossen Pèir.
Rumió las mismas cavilaciones hasta la víspera de San Juan, cuando llegó la hora de organizar el viaje a Les. Antes de prepararse, Marianna siguió las indicaciones de Marc para trazar en el suelo de tierra de la cueva un plano del pueblo, que no había vuelto a visitar desde su niñez. Fue señalando con una vara los movimientos de cada uno, y cuando se convenció de que habían memorizado los turnos dio la señal de partida. En un aparte, pidió a Bartolomèu que permaneciese en el Forat vigilando al mossen.
Cubiertos con sobrecapas negras que habían cosido con tosquedad, salieron por parejas; dos pares bajaron por separado las dos riberas del río Torán, otros dos las del Varrados y otros dos atravesaron el Tuc de la Pincela para descender por una hermosa y empinada quebrada que desembocaba un poco más abajo de Vielha. Sólo quedaron cinco en la cueva. Contando el par formado por Marianna y Marc, totalizaban catorce expedicionarios cada uno con misiones concretas. Todos tenían orden de moverse como si fueran invisibles, no acercarse a ninguna aldea ni salir a campo abierto y, sobre todo, no pasar por Vielha, donde alguien podía avisar al comandante De Montesquiou si les avistaban.
Sin medios de comunicarse, cuando fueron llegando a Les por separado nadie sabía que la pareja que formadan Jàn y Ferran había sido detenida junto a Betlán por los soldados franceses.
Mientras que las calles más alejadas de la iglesia de Les estaban desiertas, en las que la rodeaban se agrupaban multitudes, porque además de los lugareños acudían a la fiesta vecinos de todo el valle. Junto a Marc, el par de quien se había hecho acompañar esta vez por su conocimiento minucioso del lugar, Mariana observó que las cadenetas de flores blancas de papel eran muy abundantes. Pero la lógica le hacía suponer que ésa no era la clave, pues en seiscientos años debían haber cambiado muchas veces las modas sobre cómo engalanar las calles para una fiesta. Examinó la torre, que desde su infancia sólo había vuelto a ver desde el mirador de Canejan. Por encima del sardinel de una ventana situada hacia la mitad de su altura la piedra era menos oscura, como si la construcción fuese a partir de ahí más moderna que el resto. Como todo lo que rodeaba a esa ventana tenía aspecto de antiguo, podía muy bien tratarse de la obra original, la base románica del edificio. Tenía que asomarse a esa ventana.
-Marc, ¿cómo podría subir a la torre sin que nadie me descubra?
-Con la ropa que llevas debajo, será difícil y si no te quitas el ropón negro, sería peor, porque lo que en el campo nos tapa, aquí nos haría destacar, si lo sabré yo. Vamos a casa de mi hermana, que allí arriba vive. Lo mejor es que te vistas como una mujer de por aquí y yo me pondré ropa de mi cuñado, que andando iremos de casados.
-¿No habrá ido tu hermana a la fiesta?
-Claro que sí. Ninguno en Les se perdería la fiesta del Haro por nada. Pero como somos como somos, no hay puerta en mi pueblo que se cierre con llave y, de todos modos, yo sabría cómo entrar en su casa, que uno lo suyo sabe.
Veinte minutos más tarde, volvieron hacia la iglesia. Vestida como una lugareña, con las cejas repintadas con carbón para desfigurarse todo lo posible y con una cofia que le cubría gran parte del rostro, Marianna se desplazaba del brazo de Marc como si formasen un joven matrimonio.
-¿Será la hora? –le preguntó Marc al oído.
-Falta poco.
-Ojalá que como has calculado funcione todo, porque mira cuántos soldados hay; son muchos más de los que esperabas, ¿no?
Efectivamente, había más militares franceses de lo previsto, ya que no sólo estaban los componentes de la patrulla, de rigor en mercados y celebraciones donde se reunían multitudes de araneses, sino que muchos habían acudido en busca de diversión.
-Démosle un voto de confianza a la suerte, Marc. ¡Qué remedio!
En ese instante, fue encendida una traca de petardos que no formaba parte del montaje situado junto al Haro, palabra que significaba “faro” y que era un tronco de árbol dispuesto en el centro de la placeta como un poste, de unas quince varas de alto, claveteado en todo su contorno y toda su longitud por centenares de cuñas de madera. La traca había sido montada por una de las parejas a lo largo de la menos concurrida calle secundaria. Tal como esperaba Marianna, la multitud centró su atención en los petardazos, desentendiéndose del resto, momento en que ella y Marc se introdujeron en el templo y corrieron hacia la estrecha escalera.
Cuando se asomaron a la ventana jadeantes, Marianna sonrió al comprobar que la gente que se apelotonaba en la plaza miraba en la dirección opuesta a donde podían descubrirla. Examinó cuanto se divisaba con mucho cuidado, confiando en que esa ventana fuese antigua de verdad o la hubieran reconstruido tal como era la original románica. Las flores blancas de papel adornaban profusamente las calles, a excepción del espacio donde el Haro iba a arder, pero esas guirnaldas no le decían nada. Cuanto más lo pensaba, menos le convencían. La vista abarcaba la mayor parte del pueblo y, hacia la izquierda, el viejo balneario romano de aguas sulfurosas y la mansión del barón de Les. Por encima de esa casona, descubrió una forma que le llamó la atención.
-¿Qué es aquéllo, Marc?
-El palacio del barón.
-Me refiero a lo que se ve un poco por encima, entre los árboles.
-¿Aquella almendra?
-¡Qué has dicho, Marc!
-Que si te refieres a aquella capillita con forma de almendra.
-¡Claro está! Vista así, casi de perfil, parece una almendra desde aquí, en el centro de la ventana. Tiene una forma muy insólita, como si hubieran empezado a hacer una iglesia construyendo el ábside y no hubieran pasado de ahí, dejándola inconclusa. ¿Dices que es una capilla?
-Eso creemos, aunque es más rara que un peral que limones críe. Dentro hay lápidas, como si fuera una de esas tumbas que se construyen los ricos. Pero para nosostros, los que por aquí vivimos, siempre ha sido la capillita de Sant Blai, y romerías hacemos. El mossen dice que Sant Blai es “milenaria”. ¿Tú crees que será verdad, Marianna?
-Supongo que sí. Al menos, puede ser tan antigua como para guardar lo que estamos buscando. ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde la traca?
-Un cuarto de hora, me parece.
-Tenemos que esperar otro cuarto. ¿Por dónde se llega allí, Marc?
-El único camino es atravesando la plaza y luego subiendo aquella cuesta, ¿ves? Más allá, un pequeño torrente hay que saltar y un corto trecho por el bosque andar.
-¿Hay otra manera de llegar, sin tener que pasar entre tanta gente?
-Sí. Habría que cruzar el río, un cuarto de legua hacia abajo andar por la margen izquierda y, luego, volver a atravesarlo por donde no hay puente, lo que es imposible y además de que no puede ser, hasta mañana por lo menos nos tomaría.
A pesar de su impaciencia, Marianna sonrió. La lógica telúrica de Marc no podía discutirse. Contó los minutos mentalmente como si estuviese cociendo un huevo, y un poco antes de cuando creía que tocaba, se puso a sonar una segunda traca.
-Démonos prisa, Marc.
Atravesaron la plaza con paso firme, conteniendo a las ganas de echar a correr. Todos miraban hacia el punto donde estallaban los petardos de la segunda traca, pero Marianna no quería llamar la atención. Sin embargo, al pasar junto a un grupo de soldados notó que uno de ellos, un cabo, la miraba fijamente y, unos pasos más adelante, de reojo, vio que continuaba mirándola apartándose un poco de sus compañeros.
-Marc, tenemos que separarnos y echar a correr. ¿Por dónde podría ir yo para dar esquinazo a ese cabo francés? Es el testigo de lo que hice cuando no tuve más remedio que hacerlo.
-¿Seguro que del mismo que presenció lo que os pasó a ti y al mossen se trata, el que le pegó el tiro? –Marianna asintió-. No te enojes conmigo, Marianna. Si no te importa que te contradiga, no vale la pena de camino cambiar, porque, además, no hay otro. Tú, sigue andando despacito por esa vereda, ¿ves?, y allí arriba, a tu izquierda tuerce. Cuando hayas recorrido unas cien varas, un abeto encontrarás que tiene grabado un corazón con los nombres de Marc y Rosaura. Espérame escondida junto al tronco. Si ese cabo te persigue, yo las ganas le quitaré.
-No lo mates, Marc. Se redoblarían nuestros problemas.
-No creo que necesario sea. Ya falta poco para la tercera traca, ¿verdad?
-Me parece que sí.
-Pues junto al abeto que te he dicho párate. En seguida que la traca oigas, yo te alcanzaré.
Mientras el muchacho hablaba, Marianna notó que el cabo, indeciso en el centro de la calleja, vacilaba sobre si debía lanzarse a atraparla. Si echaba a correr, sería la confirmación de que ella era quien el militar creía, así que se puso a andar parsimoniosamente, como siguiendo el ritmo de una música interior. Ondulando tanto el cuerpo como moviendo la cabeza al compás, creía remedar bien a una campesina boba hipnotizada por la ilusión de su primer baile. Cuando le pareció que el cabo desistía, aceleró un poco la marcha pero sin dejar de representar la comedia.
Reconoció el abeto antes de lo que esperaba. Se encontraba tan tensa por la acechanza de que todo discurriera tal como lo había previsto y tan pendiente de que, minuto a minuto, cada cosa ocurriera en el momento que debía ocurrir, que no había reparado en ello cuando Marc se lo describió, pero ahora cayó en la cuenta de que el corazón grabado con los nombres de Rosaura y Marc significaba que ése era el punto de encuentro para los devaneos románticos del joven. Sonrió. De Marc no tenía que preocuparse en cuanto a solicitudes de amor, lo que en los ojos de Jàn era ya una molesta y evidente declaración. Hacía días que procuraba mantenerlo ocupado a todas horas, lejos de ella, con la caza y con la fabricación de flechas, en lo que había resultado bastante habilidoso, para no dar pie a que esa pasión creciera.
Enfrascada en sus cavilaciones, no se percató de que pasaba bastante más tiempo del debido para el momento en que debía sonar la tercera traca. Lo comprendió de repente, al sentir ganas de sentarse y viendo que la luz del día declinaba. Los minutos pasaban tediosos, la tensión aumentaba y la preocupación fue convirtiéndose en una bola de nieve pendiente abajo, que crecía y crecía sin parar. Que no hubiera sonado la tercera traca en el momento que debía hacerlo podía significar dos cosas: que el par que debía encenderla se había distraído o, mucho peor, que no había podido llegar a Les, lo que tendría que ser porque habían sido descubiertos por el camino. En ese caso, todos se encontrarían en peligro; si el ejército de Napoleón había atrapado al par, bastarían un par de días para que consiguieran arrancarles gratis la información por la que Domenicci ofrecía recompensa.
Cuando ya comenzaba a oscurecer, oyó con alivio que sonaba una traca, tan fuera del programa de las fiestas del Haro como todas las que los pares habían organizado. Pero no podía estar segura de si se trataría de la tercera, que había sido encendida demasiado tarde, o de la cuarta, que el par encargado de ella habría podido apresurarse a encender notando que la anterior se retrasaba.
Tal como había prometido, Marc acudió corriendo pocos instantes después. Sonreía.
-Fuera de la circulación lo he dejado –se ufanó.
-¿Al cabo? ¿Qué le has hecho?
-Aprovechando el ruido de los cohetes, y ya has visto que esa traca ha sonado como bombas suenan, le he quitado a ese francés por una temporada las ganas de andar.
-¿Sin matarlo?
-Claro que no lo he matado. Que no lo hiciera me dijiste..
-Entonces, ahora está seguro de quién soy y va a mandar a sus compañeros a prenderme.
-Que pueda no creo. Además de partirle el hueso del muslo, que me parece a mí que ese hombre es más flojo que un ermitaño en cuaresma, también con un palo en la cabeza lo he dormido.
-¿Sangraba?
-¿Por la cabeza? No. En la nuca muy fuerte le he dado, pero sólo para que se durmiera.
El joven leñador estaba tan orgulloso de lo que había hecho, que Marianna prefirió no desalentarlo con sus temores. Sin embargo, tenía muy claro que los soldados que acompañaban al cabo iban a hacer todo lo posible porque se recuperase cuanto antes echándole agua por la cabeza, y que, en cuanto despertara, el cabo iba a mandar que corrieran hacia el último punto donde la había visto.
-Apresúrate, Marc, tenemos muy poco tiempo. Ve delante, que yo te seguiré.
La vereda era muy angosta y parecía poco hollada, lo que no acabó de tranquilizar del todo a Marianna, aunque rebajó un poco su tensión. No sería fácil que los franceses encontrasen su rastro, pero no por ello podía confiarse. Abundaba el muérdago entre los árboles y el musgo proliferaba por doquier, pero los acebos parecían empeñados en crecer donde más molestaba a los caminantes. Llegó junto a la capilla semicircular con los brazos llenos de arañazos. Vuelto hacia ella, Marc sonreía orgulloso, como quien ha triunfado en una carrera de obstáculos.
-La reja con esta cadena estaba atrancada, pero he conseguido abrirla, porque eso de abrir puertas cerradas es cosa que se me da muy bien.
-Magnífico, Marc. Vamos a darnos prisa, porque los franceses llegarán en cualquier momento.
En cuanto puso un pie en el piso de piedra, casi un mosaico de tan magníficamente trazado y compuesto, Marianna sintió una emoción extraña, como si una poción mágica le hiciera viajar en el tiempo hacia siglos pasados. No se trataba verdaderamente de un ábside frustrado o de la construcción interrumpida de un templo. La construcción, con paredes que se curvaban hacia la cúpula semiesférica, respondía a un proyecto claro y distinto de cualquier ábside, pues formaba como una concha marina. No había sido edificada por casualidad de esa forma y en ese lugar. Las ventanas, muy bien trazadas, parecían aspilleras; se encontraban perfectamente rematadas y muy bien conjuntadas con el domo, con sus dovelas como pétalos blancos de una hermosa flor. Seiscientos o setecientos años después de construida, la piedra de la capilla podía haberse oscurecido un poco, pero continuaba siendo casi tan blanca como el papel. Se convenció de que éste era el lugar y de que no había llegado por azar, sino guiada por un sortilegio. El maravilloso mirador de Canejan no era la “ventana”, sino la ventana nada metafórica de la parte románica original de la torre de Les. Sintió un escalofrío por la inmediatez del objetivo. El tesoro estaba a menos de dos metros de distancia. ¿Tendría tiempo de desvelarlo y huir antes de que los franceses llegasen?
-Marc, sin alejarte de aquí, ¿hay algún medio de que puedas ver con antelación si los soldados franceses vienen?
-Claro que sí, Marianna. Soy leñador.
-No comprendo.
-Mejor que por las calles, por las ramas ando. Las ramas, hasta las más altas, dan menos dolores de cabeza y no dan desengaños como las calles.
A pesar de su impaciencia, Marianna sonrió.
-Pues date prisa a subir a las ramas que mejor te sirvan para vigilar el camino, y si vienen avísame con algún silbido que ellos no puedan descubrir que es humano. ¿Conoces alguno?
-El canto del urogallo. Así.
Marc imitó de modo asombroso el sonido gangoso del evasivo animal.
-Para que es un aviso mío no dudes y con un urogallo de verdad no me confundas, antes silbaré así.
Ahora, imitó a una corneja.
-Los dos avisos, corto el primero y el segundo mucho más largo, que los soldados pueden invadir la capilla en menos de un cuarto de hora significarán.
-Magnífico, Marc. Antes de irte, fíjate en los arcos. Señala el que te parezca por su forma una flor de piedra.
-Ése, el primero de la derecha –señaló Marc-. Pero todos forma de flores blancas como el papel tienen.
-Igual me parece a mí. Voy a necesitar tu cuchillo.
Tras entregárselo, Marc se lanzó hacia el abeto más cercano. Marianna lo vio escalar tan ágilmente como si conociera cada uno de sus relieves y anfractuosidades. Y de nuevo tarareó muy bajo:
“Déjoust ma finestra i a un amelhié que fa de flous blancos coumo de papié”.
¿Cuál era exactamente el frente de una ventana situada en una pared curva? No había otra posibilidad que el centro de todo, suelo, pared con forma de hemiciclo y domo. Ese centro estaba remarcado por las primorosas piedras del pavimento, que formaban círculos concéntricos, como si el constructor hubiera querido que todo pareciera perfecto a cualquier observador y, al mismo tiempo, revelador para quien supiera lo que estaba buscando. Marianna sintió pena por tener que romper su armonía de mosaico, pero el mensaje era claro. Hundió el cuchillo de Marc en el intersticio entre dos piedras y luego el suyo al otro lado de la misma piedra. Hizo toda la presión que le permitían sus fuerzas, simultáneamente con las dos manos, forzando los cuchillos en sentido opuesto uno del otro; la piedra había sido tallada y encajada por una mano experta, se lamentó Marianna mientras corría el sudor por su frente. Tuvo que afanarse con las manos y pies, dando patadas a los cuchillos, pero, finalmente, la piedra se desencajó.
Abierto el hueco, las que habían rodeado a esa primera piedra blanca, muy semejantes y casi del mismo tamaño, fueron mucho más fáciles de desprender. Una vez extraídas las que cubrían un espacio de dos por dos palmos, Marianna notó al tacto que había algo liso bajo un manto muy delgado de arena, que apartó apresuradamente. Tarascada a tarascada, fue apareciendo una losa completamente cuadrada de un palmo de lado. Había otras muy parecidas y bien ensambladas con ella, pero esa losa en concreto había sido dispuesta, evidentemente, de manera que pudiera ser desencajada sin dificultad cuando se le despojase de las piedras encajadas encima. Introdujo uno de los cuchillos en un ángulo y el otro, en ese mismo lado de la losa, cerca del ángulo opuesto.
En ese momento, oyó muy estridente el canto de una corneja. Dejó de forcejear, alerta, para poder escuchar si seguía el del urogallo, lo que ocurrió un instante más tarde. Marc le avisaba de que acudían los franceses. Pero no podía irse con las manos vacías dejando tan visibles las huellas de su búsqueda. Debía llevarse lo que pudiera, aunque tuviera que abandonar la mayor parte del tesoro al alcance de los soldados de Napoleón.
Hizo un último esfuerzo en el que todo el resuello que le quedaba bajó por sus brazos hasta sus manos, y la losa se desencajó. La levantó deprisa, sin miedo a herirse los dedos; a tientas, palpó el contenido del nicho que la losa cubría. Tocaba a ciegas, con la mirada espiando a sus espaldas por si llegaba un soldado antes de lo que esperaba. Su mano derecha rozó un rollo de pergaminos y un cuño cátaro envuelto en un trozo de pergamino, como que el primero que había encontrado mossen Laurenç. Nada más que eso; ningún cofre lleno de joyas, ningún lingote de oro. Golpeada por la frustración, con los labios apretados en un rictus de profunda amargura, recogió ambos objetos, se los introdujo en el refajo, llamó con una tos a Marc y echaron a correr en la dirección contraria del punto por donde estaban a punto de aparecer los franceses.
Capítulo VII
PRENDAN AIGO SENHADO
Final de junio de 1811

Tras el regreso de Les, y viendo que faltaba un par, permanecieron toda la noche en vela. La tensión y el miedo progresivo tejían una telaraña de incertidumbre sobre sus cabezas, confundida con las penumbras de la gruta. Ninguno tenía ganas de hablar y Marianna sentía demasiada inquietud como para intentarlo. Sentado en un rincón según la que había adoptado como costumbre, con los brazos rodeando sus piernas, mossen Laurenç mantuvo la guardia con los ojos extrañamente fijos no en el rostro, sino en las manos de ella; en la opacidad de esos ojos se podía presentir el fragor del ciclón que agitaba su mente.
Habiendo pasado tantas horas, comprendieron que ni Jàn ni su par, Ferran, iban a volver y que por lo tanto tenían que haber sido apresados, lo que no sólo era terrible para los dos, sino muy peligroso para el grupo. Por ello, en cuanto amaneció se reunieron en asamblea.
-No nos apena que no hayas encontrado el tesoro, de verdad, Marianna –aseguró Bartolomèu-, ni te amargues tanto porque Jàn y Ferrán hayan preferido correr el riesgo de irse a sus casas. Lo importante es que los demás estamos aquí, a salvo de las brutalidades de los soldados, porque para los desdichados se hizo la horca.
-No han preferido volver a sus casas, Bartolomèu –discrepó Marianna-. Anteayer, durante la excursión a Canejan, tuve tiempo de sobra para intuir los sentimientos y emociones de Jàn, y sé que no es capaz de reservarse una determinación así; lo habría comentado con alguno de vosotros. Estoy segura de que los han apresado.
-Aunque así fuera, era de esperar que tuviéramos un traspiés –insistió en aconsejarle Bartolomèu-. Todos sabemos que pueden apresarnos cada vez que bajamos de estas soledades, por eso es tan importante aguantar y sobrevivir hasta que mejoren las cosas, que más vale un día alegre con medio pan que uno triste con un faisán. Y en cuanto a lo de los cátaros, no te hagas mala sangre, Marianna; no vamos a morirnos por no tener ese oro, con el que casi todos íbamos a echar a correr hacia Zaragoza o Madrid, porque si el bien te sale al encuentro, mételo dentro. Seguiremos aquí, qué remedio, que ya vendrán tiempos mejores, porque buenos y malos martes, los hay por todas partes.
Pero después de haber convivido dieciocho años con las damas de la aristocracia aragonesa, en cuanto al arte de interpretar las miradas ella estaba al cabo de la calle. La gentileza de Bartolomèu con su intento de quitar importancia a los hechos era muy de agradecer, mas iba a ser neutralizado muy pronto por los demás. Lo presentía. No todos los dieciséis hombres sentados en el fresco suelo de la cueva, formando un círculo alrededor, compartían la misma benevolencia. Marianna leía en algunos ojos la voluntad de darle de lado y en otros, el deseo de destituirla de la dirección del grupo e, inclusive, el de expulsarles a ella y a mossen Laurenç de la cueva. Y tendrían razón, así se librarían del problema extra que se había sumado a sus dificultades.
Pero a pesar de no haber dado con el tesoro, había encontrado lo que no podía ser más que un relato anterior al de Montsegur, que les llevaría forzosamente hacia lo que estaba en el principio de todo, lo más valioso. Y debía de contener una nueva clave cátara. Mas todos ellos tenían demasiadas preocupaciones cotidianas como para hipotecar su imaginación con sueños. Tras unos instantes de cavilación a ver si se le ocurría cómo volver a ilusionarlos, preguntó:
-¿Seguro que nadie notó algo raro entre Jàn y su compañero, algo que pudiera indicar que pensaban abandonarnos?
Todos se miraron entre sí y fue Manel quien respondió:
-Joder, Marianna, que no te enteras. ¿Cuántas veces hay que repetirlo? Ninguno sabemos una mierda de ellos ni los vimos después de dejar de oler la peste de sus sobacos, antes de pasar por los alrededores de Vilac. Pero ya anoche, cuando mi compañero y yo volvíamos para acá, corría el chisme por Mijaran de que va a haber un ahorcamiento. ¿No es Jàn natural de Mijaran? Pues están a punto de joderlo vivo.
Todos tragaron saliva. Laurenç hizo un esfuerzo por no recriminar a Manel su lenguaje, y se persignó antes de ponerse de rodillas para recogerse en actitud de oración. Observando con cuánto sarcasmo apartaban todos la mirada para no cuchichear ni reír, Marianna apretó los labios con desdén, contuvo el impulso de cabecear reprobadoramente y propuso:
-Pues un par tendría que bajar ahora mismo a Mijaran, para confirmar ese rumor y, de ser cierto, averiguar dónde los tienen y mirar lo que haría falta para rescatarlos.
-¿Quitárselos a los putos franceses del carajo? –preguntó Manel-. ¡Tú sueñas!
-Naturalmente que sí –proclamó Miquèu-. Nosotros no somos cátaros y no soñamos con la luminosa eternidad. Nada nos obliga a esperar más luz que la que podemos ver con estos ojos ni más calor que el nos pueda quemar. Me da que tenemos un porvenir más negro que tus uñas si, por nuestra propia seguridad, no conseguimos traerlos.
-¿No sabes lo que van a hacerles, Manel? –Marianna notó que le escuchaban ahora muy atentos-. Los torturarán hasta conseguir que confiesen no sólo el emplazamiento de este refugio, sino vuestros nombres y los de vuestros parientes, con los que puedan extorsionarnos. Y ahora que dicen que están siendo muy castigados por los ingleses en las costas y por los españoles en toda la península, los soldados de Napoleón se están volviendo más crueles que nunca y sus métodos serán día a día más carentes de escrúpulos. A Jàn y su par, Ferran, que es tan dulce y amable, les debemos, al menos, el intento de salvarlos, y para ello tenemos que conocer muy bien las condiciones en que estén, dónde los tienen encerrados y las posibilidades que nosotros tendríamos de ayudarles. ¿Quién se ofrece voluntario para bajar a Mijaran?
Cinco alzaron la mano derecha. Tras un examen rápido de los cinco, Marianna preguntó:
-Hugo y Amiel, ¿vosotros no vivíais cerca de Mijaran?
Sólo Amiel asintió. Hugo dijo:
-Yo vivo en Arros.
-De todos modos, vosotros seréis el par que baje. Poneos los ropones negros, llevad dos monturas, amarradlas en lo más oscuro del bosque sin mostrarlas en campo abierto, sed discretos, modestos y nada perentorios al preguntar, y no habléis sino con quienes tengáis la absoluta seguridad de que podéis confiar en ellos. Tenéis que fijaros hasta en los menores detalles y las posibilidades de asalto de dónde los tengan encerrados, que espero que no sea en el fuerte de la Sainte Croix, porque entonces la cosa no tendría remedio.

Al cabo Bertrand le costaba mucho mantener los ojos abiertos, a pesar de que las tisanas calmantes que le estaban administrando constantemente no le producían sueño; los cerraba porque se avergonzaba más y más, ante el furibundo comandante De Montesquiou, según iba devanando éste el interrogatorio.
Y no sólo por las preguntas impacientes del superior; es que se las hacía delante de sus soldados en posición de firmes, los mismos que lo habían recogido del suelo, herido vergonzosamente por un solo bandido que no tenía más arma que una garrota, y lo habían trasladado a la residencia del prefecto de Les, donde ahora se encontraban. Él, recostado en una cama, muy emperifollada con rizos y colgantes pero sumamente incómoda; los soldados, junto a la puerta que comunicaba la habitación con el despacho municipal, con expresiones serias, aunque sospechaba que contenían los impulsos de burlarse de él por haber sido dejado fuera de combate en dos ocasiones ya por sendos araneses, campesinos sin refinamiento ni armas de fuego. El comandante gesticulaba con ira que le distorsionaba el rostro hasta el patetismo de una máscara y componían sus ademanes aspavientos histéricos; rotaba sin cesar en torno a la cama.
-¿Qué clase de inútil eres, miserable?
Bertrand apretó los párpados. Tenía que hacer esfuerzos muy arduos para no romper a llorar, pero sentía como hierro al rojo vivo el rubor de sus mejillas.
-¡Mírame a la cara, cobarde! –gritó De Montesquiou-. Lo dejé pasar cuando una mujer sola, una podrida puta, fue capaz de hacerte huir, pero ahora no voy a consentir este nuevo fracaso. En cuanto tus heridas te permitan ponerte de pie, serás desarmado y degradado delante de tu propio pelotón.
El cabo sintió ganas de vomitar. Podía ser a causa de los medicamentos, pero era mucho más probable que fuese por el pánico ante las oscuras perspectivas que veía en el futuro inmediato. Se había presentado voluntario en Tarbes para ser destinado al fuerte de Aran, con la esperanza de que la misión en esa comarca remota e incomprensible le facilitara un ascenso que ofrecer a la ambiciosa mujer que le había enamorado, y ahora iba a toparse justamente con lo contrario, la degradación. Y no podía volver a pedir el traslado a Tarbes, sencillamente porque había sido tomado por tropas inglesas al servicio del rey de España. Con enorme esfuerzo para no mostrar su desolación, dijo con un tono lastimero que no consiguió parecer firme:
-Os juro mi comandante que en cuanto pueda levantarme de esta cama, no quedará piedra sobre piedra en el valle hasta que les aprese a ella y a su curita.
-Me has fallado más de lo que es posible tolerar, cabo. Ya se han acabado todas tus oportunidades.
-Os ruego, señor, que me concedáis una semana. Aunque no pueda ni moverme, os juro que antes de una semana los tendréis en vuestras manos.
De Montesquiou detuvo un instante sus evoluciones furiosas alrededor de la cama.
-¿Es que tienes idea de dónde pueden esconderse?
-Algo he oído...
El comandante miró muy fijamente al cabo, preguntándose si no sería más que una fanfarronada para salir del paso, o tendría de verdad información que prefería reservarse como un defensivo as en la manga. Se decidió por la calle de en medio.
-Muy bien. Tus heridas no te servirán de excusa. Te doy una semana. Si en siete días me los entregas, conservarás el grado.

Una vez que se marchó el par formado por Hugo y Amiel hacia Mijaran y los demás se dieron a sus trabajos habituales, principalmente el de fabricar arcos y flechas, Marianna salió a la boca de la cueva, se acomodó en una piedra y extendió los pergaminos en otra.
La escritura no era tan clara como en los que narraban el martirio de Montsegur ni el estilo tan conciso y cronológico. Desechó todos los que reproducían inventarios y las relaciones de nombres de mártires, más enrevesadas y mucho más torpes que las de Montsegur, y trató de dejarse abstraer por el relato para que nadie advirtiese el pánico que le causaba la desaparición de Jàn y Ferrán. Prefería no transmitir a los demás el convencimiento de que en el momento más inesperado podían oír relinchos de caballos seguidos del estrépito de las huestes napoleónicas que llegaban a exterminarles. Necesitaba encontrar en la lectura alivio para su zozobra, el medio para no pensar en el peligro que corrían y también el modo de no tener que hablar con los demás para que no descubriesen su desaliento.
Pero a rastras y muy poco a poco, como quien trata de que nadie note que hace lo que está haciendo, mossen Laurenç fue acercándosele. Aunque Marianna notó la maniobra desde el principio, fingió estar inmersa en la lectura y ni dijo nada ni denotó con su actitud haberse dado cuenta. A pesar de ello, dejó de leer para sí y pasó a hacerlo en voz no muy alta, con el tono suave y monocorde de una oración, de manera que, poco a poco, todos fueron abandonando sus tareas para formar un círculo con ella y el mossen en el centro. Marianna leyó:

En Lavaur, en el verano de 1210, cuando acaso estemos a punto de sufrir -el Señor misericordioso se apiade de nosotros- un ataque dirigido por Simón de Monfort, esbirro despiadado del rey francés y lacayo reptante cual sierpe del cruel e impío tirano de Roma. Digo que:
Fue el propio tirano blasfemo de Roma, Inocencio III, amo de los bienes terrenales más inconcebiblemente fastuosos que ha conocido la Historia, quien dio esta primavera a Monfort riquezas inmensamente pródigas con que armarse y comprar voluntades, y corromper y pagar traidores, y minar las conciencias diseminando la semilla del Mal, para proseguir de tan inicuo modo la cruzada romana contra nosotros, los puros, cruzada que ya suma decenios de exterminios y millares de hogueras del sacrificio mientras ofende y descompone el mensaje y la Verdad del Cristo muerto en esa cruz a la que usurpa su nombre profanándolo.
Han pasado tres meses desde lo de Bram, y todavía me tiembla la mano al escribirlo y me convulsionan los escalofríos, mientras mis entrañas se agitan como por un embarazo múltiple y maldito. Procurando con diligencia diabólica nuestro desconsuelo y para fomentar nuestro desaliento con la intención de obligarnos a abjurar de la Verdad y la Luz, Monfort y su cómplice, Amaury, cayeron sobre el pueblo de Bram, a dos leguas de Carcasona. Portando ostentosamente cruces de oro relucientes de gemas, banderas de nobles cainitas bordadas en sedas y oro y viáticos inmisericordes en nombre de la misericordia para con los moribundos que ellos mismos se disponían a multiplicar, los sayones y verdugos de Amaury y Monfort recorrieron las calles de Bram incendiando, apaleando, violando y exigiendo, al tiempo, la abdicación de nuestra fe, por ellos denominada herejía, y la vuelta a la que ellos llaman fe verdadera mientras bendicen, rezan y se dan golpes de pecho con las manos enrojecidas con nuestras sangre vertida por sus armas infames y desalmadas.
Ante sus casas incendiadas y sus mujeres ofendidas, hijos sodomizados e hijas violadas y martirizadas, proclamaron los naturales de Bram que ni la promesa de vida ni la muerte conseguirían arrancarles su fe. Enfurecidos, ambos nobles y, en particular, Simón de Monfort, fuera de sí, ordenaron cortar los labios y las narices de todos los vecinos de Bram y a todos les vaciaron los ojos, excepto a uno. A un solo habitante de Bram le permitieron conservar un único ojo, con la orden de que guiase por toda la región a sus vecinos mutilados, mandándole que la horrible compañía de seres sin labios, narices ni ojos fuese proclamando por todas partes la supuesta única verdad de Cristo y la fe cristiana, cuyo usurpador es el tirano de Roma. Pero ni aún en ese trance se rindieron los puros de Bram. Habiéndose negado a dar uno solo de los pasos que Monfort les exigía, todos fueron quemados en la hoguera.

Sin poder sofocar un sollozo que le quebró la voz, Marianna apartó los pergaminos. Notó que corrían lágrimas por las mejillas de Bartolomèu. Miquèu presentaba una actitud extraña, que no se sintió capaz de interpretar: tenía los labios apretados, y sus nudillos brillaban pálidos en las manos contraídas que abrazaban sus piernas recogidas hacia su pecho, sentado como estaba directamente en el suelo; pero le pareció que no había tristeza en sus ojos, sino otra clase de emoción. Mossen Laurenç tenía la cabeza gacha, con los ojos fijos en sus piernas para que ella no pudiera intuir lo que pensaba. Todos los demás se mostraban muy tristes. Mariana tomó de nuevo el pergamino y continuó leyendo a partir del dibujo de una aldea en llamas que cerraba la narración de la matanza de Bram:

Como lo que ansiaba sobre todas las cosas el tirano Inocencio III era, en realidad, apoderarse de los bienes y propiedades del conde de Tolosa, mandó al abad de Citeaux ante Raimundo VI exigiéndole bajo amenaza de anatema que le entregase los puros que todavía persistiésemos en nuestra fe dentro de sus dominios. Con su famosa y proverbial habilidad de decir sin decir, de mostrar colaboración sin colaborar y de prometer sin comprometer el conde respondió que el abad no podía pedirle nada más honroso que preservar las raíces de la fe de Cristo, pero que, por lo que sabía, en sus tierras no había herejes y que si el acaso o un infortunio le conducían a enterarse de que había alguno, jamás lo entregaría a extranjeros porque debería ser juzgado por tribunales del condado y en aplicación de las leyes tolosanas.
Transmitida la respuesta a Inocencio III, éste no disimuló ni quiso aplacar su cólera y envió un legado nuevo que se llamaba Teodosio, que junto con su cómplice Arnaud Amaury, dieron un ultimátum a Raimundo VI. Vendría obligado a destruir de inmediato y sin excusa todas las fortalezas, fuertes, fortines y guarniciones del Condado de Tolosa y licenciar a todo su ejército, que sería sustituido por un ejército franco aunque debería ser pagado muy generosamente por los habitantes del país. Los nobles occitanos vendrían obligados a morar fuera de sus castillos, exiliados de sus familias y cortes, exentos de las poblaciones, viviendo en el campo en las mismas condiciones que los villanos y no debían consumir alimentos que no fuesen los de los villanos ni vestir de otro modo que ellos. A Raimundo se le obligaría a marchar rumbo a Tierra Santa, desterrado en penitencia por la iglesia de Roma a un cenobio de la Orden del Temple. Así, el condado de Tolosa iba a ser una colonia de Francia, que Francia domesticaría a marchamartillo según sus leyes y disciplinas.
Raimundo no respondió ni comentó el ultimátum; regresó a su castillo de Tolosa y mandó difundir entre el pueblo la noticia de lo que se le exigía. Cuando los tolosanos supieron lo que el tirano de Roma y el rey de Francia pretendían, respondieron que preferían morir luchando antes de perder su libertad y su fe. Una vez que estas nuevas llegaron a Roma, Raimundo VI fue excomulgado y Tolosa declarada en pecado mortal. Desde ese día, para nuestra desventura y dolor, vienen en ser constantes las incursiones de francos pagados por Roma que, enarbolando cruces enjoyadas y pendones recamados de oro, recorren el condado asolando, violando, martirizando e incendiando. La hecatombe final...

-¡Este texto es falsario y blasfemo! –exclamó mossen Laurenç, iracundo.
El grupo contuvo el aliento, perplejo. Marianna no alzó la mirada del pergamino, inmóvil como si la voz del mossen la hubiera convertido en estatua.
-¿Es que no os dais cuenta? –prosiguió airadamente Laurenç-. Son textos perversos escritos por una mano blasfema y degenerada. Sólo por leerlo y escucharlo estamos pecando.
Viendo que nadie respondía ni aunque fuese tan sólo para contradecirle, Laurenç se levantó lentamente y, ya de pie en el centro del grupo, giró en torno tratando de encontrar al menos una mirada de asentimiento. Como no la halló, se apartó muy enfurecido con ademán brusco y expresión torva, encaminándose de prisa hacia la gélida extensión de nieve situada un poco por encima de la cueva.
-Hace bien en ir por ahí –ironizó Miquèu-. Me da que la nieve enfriará su malhumor.
Mariana movió la cabeza, abrumada.
-Este hombre va a darnos problemas –comentó Bartolomèu.
-¿Lo crees, en serio? –preguntó Marianna.
-Si algo no lo remedia...
-¿Pensáis todos lo mismo? –Marianna se dirigía al conjunto del grupo.
Varios asintieron con gestos.
-¿Qué propones, Bartolomèu?
-Organizar un tribunal de honor y juzgarlo, para que él comprenda sus culpas y vea que no es solidario ni actúa conforme a los intereses del grupo. Al mossen no podemos echarlo, porque si bajase al valle sería hombre muerto. Pero tampoco podemos arriesgarnos a que la cosa vaya a peor.
-Es que no para de rezar y darse golpes de pecho, como si algo lo jodiera royéndolo por dentro -dijo Manel.
Marianna asintió. Sabía lo que ardía en el pecho y la mente del mossen, y que estaba en su mano mejorar su ánimo, pero ¿tenía obligación de violentar su naturaleza? ¿Le asistía a él algún derecho a tal sacrificio? Pero tampoco creía que ella tuviera el derecho de poner en riesgo a los refugiados. Quizá se vería obligada a consolar al mossen para evitar males mayores. Como la idea le desagradaba, continuó leyendo para no seguir pensando en ello y que los demás tampoco lo hicieran:

La hecatombe final es la que padecemos en esta hora del tránsito de las tinieblas a la Luz cegadora del Bien eterno.
Llegado el atardecer de la víspera de este día infausto, vimos desde las almenas de Lavaur las persecuciones, el humo y el resplandor de las piras del sacrificio de nuestros hermanos, contemplamos impotentes las atrocidades sin cuento, las ejecuciones sin tribunal, los asesinatos, las mutilaciones, las torturas y las violaciones, y se nos ensombreció el espíritu y creció en nuestro interior el anhelo de pasar cuanto antes al otro lado, donde la Luz vence a las tinieblas.
Hace tres meses que resistimos. Nuestra castellana, Giralda, ha cuidado de nosotros y provisto nuestras necesidades. Somos sólo cien y ahí fuera nos han cercado hasta hoy más de mil. Pero ni aún sumando diez por cada uno de nosotros han conseguido doblegarnos. Por tal razón, los tiranos de Francia y Roma tuvieron que reclutar bárbaros teutones, seis mil en total, para lanzarlos contra nosotros en número de sesenta por cada uno de los que aquí aguardamos el destino que el Bien quiera depararnos. No llegaron al pie de las murallas de Lavaur, jamás pudieron sumarse a nuestros sitiadores porque los campesinos vecinos nuestros les tendieron una emboscada y ornamentaron el bosque entero de miembros y entrañas de seis mil germanos despedazados.
Sin embargo, todo ha llegado al final.
Como antes lo fue mi hermana, he sido encomendada con otras tres revestidas para escribir por cuadruplicado estas palabras verdaderas y llevarlas al recaudo de piedras consagradas en cuatro puntos diferentes, para que los manuscritos de Beziers puedan ser preservados y, algún día, encontrados por un alma pura.
He abandonado Lavaur por el pasadizo que sólo mi familia conoce durante generaciones, pero, antes de partir, padecí el inmenso dolor de ver lo que hicieron a la Dama Giralda.
Fue Simón de Monfort quien dirigió personalmente a sus hombres cuando, tras rendirnos de hambre y sed, lograron irrumpir en la fortaleza. Los ochenta caballeros que protegían a la dama y defendían el castillo han sido degollados y colgados como odres de las almenas para que todos los puedan ver y difundan el horror del exterminio como advertencia por muchas leguas a la redonda. A continuación, ella ha sido atada en el centro del patio y ha dispuesto Monfort una fila de cien hombres que, uno tras otro, han violado y sodomizado a la Dama por turno. Tras varias horas de tormento y habiéndose formado entre sus piernas un río de semen que corría caudaloso por el empedrado, la Dama Giralda ha sido arrojada viva al pozo y a continuación, los mismos cien violadores, engalanados todos con grandes cruces al cuello, han ido echando piedras sobre piedras hacia el pozo, hasta que la Dama dejó de lamentarse.
Por la Luz que cuanto aquí escribo es únicamente la parte de la verdad que mis ojos han visto.
Hermengarda de Lavour, en Aran, esperando la Luz y la Verdad, con la fe de que estas palabras encuentren ojos para que sean conocidas de los hombres.
Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado.

-Esta frase del final es una clave nueva –dijo Marianna sin transición.
-Pero es demasiado enigmática –comentó Miquèu-. Si es que guarda alguna relación con el texto, me da que tiene un sentido demasiado oculto.
-Una clave oculta es útil solamente si todos creen que es absurda –afirmó Marianna, contundente.
-¿Qué carajo significa? –preguntó Manel.
-“Todos los romeros que pasen, que tomen agua bendita” –recitó Miquèu con la aprobación sonriente de Marianna.
-Entonces, ¿es la que nos puede dar de seguro el tesoro? –preguntó Ricar, un hermoso joven con quien Miquèu, últimamente, compartía confidencias y que le acompañaba como par.
-Me parece que no –aseguró Bartoloméu-. La propia redactora dice que escribe para que alguien encuentre “lo de Beziers”.
-Así es –afirmó Marianna-. Después de haber visto tres legados de los cátaros, que en estos casos eran cátaras, creo entender lo que hicieron. Como en aquel entonces no había buenos caminos ni existía tanta facilidad para comunicarse como en los tiempos modernos, cada vez que sufrían un acoso tan cruel como éste creían que ellos, o ellas, porque hasta sólo hemos leído pergaminos escritos por mujeres, creían digo que podían ser las últimas supervivientes de su religión y estar a punto de extinguirse. Según interpreto, había personas que se transmitían de padres a hijos unas claves de escondrijos anteriores, y en cada caso, cuando creían que iban a perecer, el o la que había heredado la clave estaba obligado a ponerla a salvo, a fin de que algo que estaba en el origen de todo pudiera ser encontrado y no permaneciera oculto para la eternidad. Bartoloméu dice bien; esta clave no nos llevará al tesoro, sino a otra clave que será la que nos conducirá a lo que de veras nos importa a nosotros. ¿Tendréis paciencia y perseverancia y me seguiréis ayudando a buscarlo?
Pareció que nadie disentía.
-Todos los romeros que pasen, que tomen agua bendita –volvió a recitar Miquéu-. A mí estas palabras me dan el presentimiento de algo que sé, aunque no consigo recordar qué es lo que sé.
-A mí me pasa lo mismo –Ricar apoyó la afirmación de Miquèu y éste le correspondió con una sonrisa que expresaba gran ternura.
-¡Igual me ocurrió a mí con la clave que citaba la casa de Joan Pere! –exclamó Marianna con los ojos brillantes-. ¿No caes en la cuenta de lo que intuyes, Miquèu?
-No. Pero es como esa palabra que uno a veces tiene en la punta de la lengua. En el momento más inesperado, me da que voy a recordarlo.
-¿Qué mierda de religión era ésa que practicaban los jodidos cátaros, Marianna?
-Manel, modera tu lenguaje –aconsejó Bartolomèu-. Sobre todo, modéralo cuanto el mossen esté presente, porque las groserías lo sacan de quicio y bastantes motivos de preocupación tenemos como para tener que arreglar sus cabreos.
-No era una religión distinta –comentó Marianna-; era cristianismo, basado en los evangelios, aunque se fijaban más en ciertos evangelios apócrifos que en los bendecidos por Roma.
-Entonces, esas guarrerías tan asquerosas, ¿eran cristianos que jodían a otros cristianos? –volvió a preguntar Manel.
-No sé qué decir, Manel –respondió Marianna-. Si se analizan con honestidad y fe sincera los evangelios, cuesta creer que la iglesia romana sea cristianismo verdadero. Yo creo que el primer enemigo de esa iglesia de Roma, el más hereje de los herejes, fue aquel emperador tan glorificado por esa iglesia, Constantino, a quien se le atribuye una falsa conversión que fue la más hipócrita que registran los anales de la Humanidad. Constantino no se convirtió al cristianismo, sino que por razones de conveniencia política fue él quien convirtió a aquel cristianismo atrayéndolo hacia la religión romana, con ídolos y un cierto politeísmo incluidos. Fijaos en unos pocos detalles: la lengua del imperio, el latín, es la que mantiene la iglesia de Roma para sus ritos, y sólo gracias a ella continúa siendo utilizada. Cada pueblo o aldea del mundo católico tiene una imagen venerada, con unas atribuciones y un nombre propio, como tenían durante el imperio sus lares locales. Beatificar y santificar a seres humanos, a los que nos exigen que adoremos en los altares, viene a ser lo mismo que cuando el Imperio Romano deificaba a sus generales o emperadores. Heredera del imperio, pudo conservar durante siglos el Sacro Imperio Romano y después de perderlo, la curia vaticana se ha sentido siempre la heredera de la burocracia imperial, de manera que ha sido desde entonces el poder temporal más cruel, avasallador e imperativo de la historia europea, con métodos tan infames como la Inquisición, que tenían el descaro de calificar de “santa”. Por lo tanto, sobrevivió amparada por las fuerzas del mal. La iglesia de Roma es sin ninguna clase de dudas la reminiscencia pura del Imperio Romano, con la misma sed de poder terrenal y la misma contundencia e inclemencia para imponerse, combatir y doblegar a sus enemigos.
-¿No exageras, Marianna? –objetó Bartolomèu con una sonrisa.
-Quien ame a Cristo de corazón –continuó Marianna-, no puede aceptar las doctrinas, las enseñanzas ni los métodos de Roma. Los cátaros fueron combatidos y masacrados por Roma bajo la acusación de herejía, cuando los verdaderos herejes son ellos, que adulteraron desde Constantino el mensaje de Cristo y principalmente aquel mandamiento que decía “no juzguéis y no seréis juzgados”. Ellos juzgaron a los cátaros y todos cuantos se han opuesto a sus intereses con una crueldad que algún día les tiene que ser devuelta si hay justicia divina. Aquellos hombres buenos, los cátaros, sencillamente trataban de aplicar a sus vidas las enseñanzas de Cristo con austeridad, amor y humildad; con amabilidad, ternura y disposición para el consuelo
-Eso eran, hombres buenos –dijo Miquèu, hablando como si musitase una oración-. Eran hombres y mujeres buenos, tolerantes y sin prejuicios, que no excluían a nadie por nada, ni por su condición social ni su origen, ni por sus vicios o virtudes, ni por su forma de entender la vida. Para ellos, sólo había una clase de personas. Todos iguales.
-El paratje –afirmó Marianna.
-Exacto –dijo Miquèu-. El paratje, o igualdad total, era uno de sus fundamentos.
-Así es –concordó Marianna, a quien intrigaba la prolijidad de los conocimientos de Miquèu tanto como la vehemencia con que los expresaba-. Aparte de conocimientos, ciencias y devociones mucho más antiguas y muy anteriores a Jesucristo, los cátaros basaron su fe en el evangelio de San Juan, el discípulo amado de Cristo que muchos creen que podía no ser un hombre en realidad. Ese evangelio era su fuente de doctrina más cercana a los cánones católicos.
-Pero me da que no todo lo que practicaban viene de ese evangelio, ¿verdad, Marianna? –dijo Miquèu, y parecía bullir un sollozo en su garganta-. La igualdad plena de hombres y mujeres, la igualad plena de... todos, sin rebajar los derechos ni los méritos por la sexualidad...
-¿Paratje, decís? –preguntó Bartolomèu-. La idea de igualdad de todos, ¿no es cosa de la revolución francesa?
-Pues no, Bartolomèu –afirmó Marianna-. Aparte de otras muchas tradiciones antiguas, entre los cátaros, aquí mismo, en los Pirineos, se practicaba de verdad la igualdad. Todos tenían los mismos derechos, sin exclusiones. Habréis observado que los pergaminos que hemos visto hasta ahora fueron escritos por mujeres en todos los casos.
-Tos los romieus que passaran prendan aigo senhado –recitó Miquèu bajo la mirada desconfiada de Marianna-. Todos los romeros que pasen, que tomen agua bendita.
A solas, después de terminada la reunión, Marianna no acababa de decidir si tenía o no que temer traiciones de Miquèu. Ocultaba algo, evidentemente, pero ¿de qué naturaleza? Como si su mente quisiera escapar de esa pregunta, como si rechazara sumar una preocupación más a las muchas que tenía, volvió a verse a sí misma a los doce años.

Su riquísimo atuendo venía siendo elogiado por los invitados de mossen Roger hacía más de una hora. Maravilloso el vestido de seda rosa y la sobrefalda de brocado carmesí. Incomparables el corpiño de terciopelo rojo y los rizos de encajes que lo orlaban. Encantadores los lazos de tisú que remataban sus trenzas. Sus galas y ornamentos originaban los más exagerados superlativos, aunque en la sala se encontraba presente toda la aristocracia de Zaragoza. Lo que al comienzo de la merienda organizada por el mossen le halagaba tanto, ya comenzaba a aburrirle.
Desde que escenificara, diez días antes, aquella comedia de gritos y temblores en la cama del mossen, él se comportaba de un modo que no conseguía comprender. Estaba gastando dinero como nunca lo había visto hacer, y ella era el único objeto de su generosidad; vestidos suntuosos, sus primeros zapatos de tafilete, una medalla de oro de la Virgen del Pilar, una pulsera con piedras rojas. La madrugada que gritaba y se convulsionaba más, era seguida de un regalo cada vez más espléndido.
Pero el mossen sólo se mostraba alegre y arrebatado por el éxtasis en los instantes que seguían a sus propias convulsiones y gritos y los que ella interpretaba. Después, permanecía todo el tiempo con la mirada fija en algo que no parecía estar presente. Había una sombra en su mirada que nunca había visto antes, como si le acechase un monstruo terrorífico que sólo él podía ver.
Fue así durante varios años. Recurrentemente, ella descubría esa mirada de terror irracional en busca de un espanto que sólo él veía. Podía ocurrir en los momentos que más feliz y confiado parecía, durante un banquete de gala, durante la celebración de su cumpleaños, en medio de una de las veladas musicales que organizaba con regularidad. Un semblante que se había mantenido durante horas sereno y plácido, de repente, sin que hubiera a la vista nada que lo justificase, se volvía lívido y su mirada se hundía en aquel tunel donde habitaba el terror.

Marianna sonrió y se pasó la mano por la frente como quien enjuga una gota de sudor. Se guardó los pergaminos en el refajo. Contempló a Miquèu que, sentado lejos de los demás, charlaba animadamente con Ricar, ajeno a la tormenta que había originado en el ánimo de Marianna. Era una estupidez permitir que el turbador y joven campesino le hiciera revivir el misterio irresuelto que tanto la había inquietado hasta la muerte de mossen Roger.

Como el motivo de la reunión no requería juramentos ni consulta alguna de la Querimonia, el armario de las seis llaves permanecía cerrado, pero se encontraban presentes los seis portadores de las llaves, los bayles de todos los terçones. En la cabecera de la mesa del Consejo General, el síndico Raimundo Tinel y en el otro extremo, el arcipreste mossen Pèir. Tinel recitó las fórmulas rituales de apertura de la sesión y a continuación, dijo:
-Mossen Pèir, ¿La situación es tan grave como me dijisteis ayer, en privado, cuando me solicitasteis esta reunión?
-Sí lo es. Guzmán Domenicci ha conseguido seducir al comandante de los franceses con la promesa quimérica de un tesoro, y lo más increíble es que De Montesquiou ha tragado el anzuelo.
-¿Un tesoro, tesoro, o sea, un tesoro de esos con gemas, perlas y oro? –se burló el bayle del terçon de Pujòlo-. ¿Cuál?
-El de los cátaros –respondió mossen Pèir, muy serio.
-Pues, en ese caso, tal vez no sea tan quimérico –apuntó el bayle del terçon de Arties, un rubicundo hombre cercano a la vejez- ¿Quién no ha oído en el valle hablar de ese tesoro? Cuando el río suena...
-¿Y os parece, mossen, que tenemos que preocuparnos verdaderamente por lo que puedan hacer los soldados? –preguntó Tinel.
-En otras circunstancias, sería una anécdota sin mayores consecuencias –afirmó el arcipreste- o, por lo menos, sin consecuencias que debieran preocuparnos. Pero en estos momentos, los militares franceses se sienten menos seguros, menos imbatibles que hace unos meses, porque parece que los ingleses en alianza con la corona española, les están dando muchos quebraderos de cabeza al norte de Aran, y por los Pirineos, España recupera posiciones, sobre todo gracias a la valentía de la gente del pueblo, que organiza en las montañas de toda la península bizarras partidas de bandoleros, que llaman “guerrillas”. Los de Napoleón están tan soliviantados en estos momentos, que un señuelo como el que les ha ofrecido Domenicci puede llevarlos a multiplicar sus atrocidades, porque los vecinos de Casau oyen todas las noches las francachelas que organizan en el fuerte de la Sainte Croix, donde todos se emborrachan hasta perder el conocimiento y llegan a revolcarse y refocilarse en yacijas con tratos contra natura, y ya sabemos como actúa la gente que bebe, quiebra sus controles morales y se desespera en exceso. Sabed que lo que relatan los religiosos de toda España es sobrecogedor; donde pueden, los franceses entran a saco y requisan las riquezas, sin respetar que sean o no religiosas, y las trasladan apresuradamente a la confortable seguridad de los palacios y museos de su país. En los lugares que se resistieron, como Málaga, pasaron a cuchillo a casi todos sus pobladores e incendiaron completamente la ciudad, después de robar y llevarse toda las riquezas, hasta las imágenes de los santos patronos, que eran de plata maciza. Nosotros no tenemos cosas tan valiosas, pero no creo que nadie pueda confiarse en el Valle de Aran estos días. Con una turba de soldados convencidos de que pueden enriquecerse de repente gracias a un tesoro, las tropelías van a ser incontables e insufribles. Ya están siéndolo, como algunos de vosotros sabéis, en esa granja de Mijaran donde torturan a dos fugitivos que han hecho prisioneros. Quien les tortura, Dios me perdone –mossen Pèir se persignó- es precisamente ese hombre de la Iglesia que nos han mandado de la Santa Sede, y uno de los que torturan, Jàn, es un buen muchacho a quien yo mismo bauticé. Ésta es la primera de una insufrible cadena de atrocidades que vamos a ver cometer. Si no se nos ocurre cómo evitarlo o mitigarlo, padeceremos muchas desgracias.
Rimundo Tinel cabeceó un poco y preguntó tras una meditabunda pausa:
-¿Qué proponéis, mossen?
-Lo que siempre hemos hecho los araneses cuando nos sentíamos amenazados a lo largo de la historia: decir que sí cuando estamos diciendo que no.
El síndico general y cuatro representantes de los terçones asintieron sonrientes. Los bayles de Marcatosa y Lairissa se apresuraron a disentir casi al unísono:
-Pero no podemos arriesgar nuestro futuro. Alguna colaboración habrá que mostrar a los militares franceses, porque nuestras haciendas y nuestra vida siempre han dependido en gran medida de Francia y seguirá siendo así por siempre, estén o no estén entre nosotros los soldados de Napoleón.
Raimundo Tinel sonrió levemente al responder:
-Decís bien. Mostrémosles colaboración, pero ello no quiere decir que se la vayamos a dar realmente, ¿verdad? No querréis dejar de ser araneses libres para convertiros en cortesanos lisonjeros de una prima o una amante del corso...
Mossen Peir y los otros cuatro bayles sonrieron con expresiones de entendimiento.
-Y en cuanto a esos dos pobres muchachos que están siendo torturados con tanta crueldad –continuó el síndico-, ¿podemos hacer algo?

Había cerrado la noche cuando Amiel y Hugo regresaron a la cueva.
Varios dormían, unos pocos conversaban en voz muy baja y Marianna observaba disimuladamente a mossen Laurenç, en el contraluz del pequeño fuego que ardía ante la bocana; desde la vuelta de su prolongado paseo por la nieve había permanecido inmóvil, meditabundo y muy sombrío, sentado en el jergón con la espalda apoyada contra la roca de la pared.
Los sonidos de la aproximación del par les alertaron, pero sin alarmarse porque adivinaron quienes eran. Todos los que velaban acudieron a recibirles con ansia de saber, pero aguardaron pacientemente mientras comían y se reponían del ascenso.
Fue Amiel, un joven granjero muy desenvuelto, natural de Salardu, quien relató:
-Volvemos tan noche porque mirar queríamos lo que hacen esos cabrones al oscurecer, ya que durante el día hubo más gente de la cuenta y allí no hay sitio para dormir tantos. Y claro, resulta que sólo cuatro soldados se han quedado de guardia, y los demás han vuelto a la Sainte Croix; y el puerco romano, a sus misas y altares. A Jàn y Ferran los tienen cerca de Mijaran, en la granja de Pau Palop que, como recordaréis, los franceses la requisaron hace poco con todos los animales. El pobre Pau ha sido quien nos ha enseñado un punto desde donde mirar con seguridad y también nos ha acompañado hasta más acá de Unha para confirmar que volvíamos sin tropiezos. El Pau está tan desesperado, que tuvimos que agarrarlo para que no perdiera la cabeza y corriera a soltar su rabia contra los franceses y el romano. Pensad si la desesperación no será justa sabiendo que desde que se lo quitaron todo no tiene apenas qué darles de comer a sus hijos, ya que su única pariente en el valle, su hermana Adelaida, también lo ha perdido todo por los de Napoleón.
-Has mencionado al romano –dijo Marianna-. ¿Quieres decir que el enviado del Papa estaba allí?
-Sí.
-¿Qué hacía?
-Era él quien los torturaba.
-¡Me cago en la madre que parió al Domenicci ése, que se lo folle el Diablo! –exclamó Manel.
-¡Grosero! –reprochó contenidamente Laurenç, muy bajo aunque Manel pudo oírlo, puesto que replicó:
-Y tú, mossen de mierda, eres de la misma puta cuerda que ese puerco romano.
Todos se encogieron de hombros y ni secundaron a Manel ni comentaron el reproche del mossen, cuya expresión reprobadora con la mirada fija en los ojos de Manel era más dura que cualquier palabra.
-Cuenta, Amiel –preguntó Marianna- ¿Qué clase de tormento aplicaba el romano a Jàn y Ferran?
-Cuento lo que vi, no lo que les hagan que yo no pudiera ver. Varios soldados los obligaban a estar de rodillas en la pocilga, con el cuello, los brazos y manos amarrados con cuerdas a sus muslos. Los tenían sin camisa, amenazados por un círculo de mosquetes y espadas, mientras el romano los azotaba. Había mucha sangre en las espaldas de los dos y el azote del romano también salpicaba sangre como el caño de una fuente roja.
Marianna cerró los ojos. La imagen de Laurenç, torturado en la sacristía, se repetía ahora en la granja de Pau Palop.
-¡A ese hijo de puta hay que follárselo! –proclamó Manel.
-¡Virgen del Pilar! –invocó Marianna-. Es posible que Jàn aguante algún tiempo un tormento así, pero Ferrán se derrumbará pronto. Y no sólo se trata de la sangre inocente que están derramando, sino de la nuestra, porque no tardarán mucho en delatarnos. Salvo que aceptemos perder este refugio y la libertad, tenemos que rescatarlos hoy mismo.
Durante unos segundos, todos rumiaron sus propios pensamientos. La idea de bajar a rescatarlos les parecía descabellada por su peligro extremo, pero Marianna tenía razón; también era extremo el riesgo de no hacer nada. Perder el refugio y retornar a sus casas sería como entregarse. De repente, todos sentían mucho miedo. Fue Bartoloméu quien rompió el silencio:
-Creo que el miedo y la precipitación pueden traernos más penas, Mariana. ¿Todos sentís tanto miedo como yo?
Hubo asentimientos generalizados.
-Por el miedo por nuestra vida y la de los nuestros, que tanto nos alela –continuó Bartolomèu-, más nos convendría cavilar mucho, mucho, cada paso que demos.
Marianna movió la cabeza; el peso de la preocupación era una roca de granito golpeando sus sienes. Tuvo que hacer un esfuerzo para decir:
-El miedo merma gravemente las facultades y hasta llega a anularlas. No os dejéis dominar por él, porque hay que encontrar solución ahora mismo, y no podemos perder la cabeza.
-Pero ir a esa granja será un puto suicidio colectivo –dijo Manel- y nos van a follar...
-¡Grosero sinvergüenza! –volvió a reprochar mossen Laurenç.
Bartoloméu pensó que tenía que aprovechar la siguiente ausencia del mossen para volver a proponer la creación de un tribunal que le juzgase.
-Vos no vendréis con nosotros, mossen –resolvió Marianna-. Mejor será que permanezcáis aquí, para consolar espiritual y físicamente a los que vayamos regresando, si es que conseguimos volver. Amiel, ¿abundan los árboles en torno a la granja de Pau Palop?
-Mucho.
-Traza en el suelo el plano, con todos los detalles que recuerdes; por ejemplo, los árboles cuyas ramas lleguen a cubrir sus muros desde fuera.
Ayudado de los comentarios y objeciones de Hugo, Amiel fue dibujando las distintas partes del edificio en el suelo de tierra. Emplearon más de una hora tanto en discusiones con las que los hombres intentaban disuadir a Marianna como en calcular cada una de las posibilidades que se les ocurrían. Marianna pasó mucho rato dando explicaciones diversas sobre el dibujo, indicando posiciones y señalando puntos sobre las líneas trazadas por Amiel. Hora y media después, se pusieron en marcha.

-Sí, mossen Pèir. Monseñor Domenicci les aplica personalmente el tormento, con sus propias manos.
Observando la palidez del rostro de su joven coadjutor, el arcipreste comprendió que le afectaba muy vivamente lo que había presenciado.
-¿Y ellos resisten?
-Ni Jàn ni Ferran han abierto la boca más que para gritar de dolor.
-¡Dios, misericordioso! Van a morir sin dar su brazo a torcer, como perfectos araneses y grandísimos cabezones que son. Dime, Jaume, ¿tú tienes idea de dónde se esconden los... fugitivos?
-No, mossen. En todo el valle corre el rumor de que su refugio está “por allí arriba”, pero nadie sabe el punto exacto, ni si eso que está arriba se halla al este, oeste, norte o sur. Cuando dicen “por allí arriba”, muchos señalan hacia el Maladeta, pero vos sabéis que ése es un sitio imposible. Lo curioso es que con tantos cuchicheos, nadie les habla a los franceses ni siquiera del rumor.
-Entonces, si no es posible averiguar dónde están no puedo hacer lo que tanto me gustaría si supiera cómo llegar a su refugio; ni razonar con ellos para que espacien sus incursiones y sean moderados, al menos durante unos días a fin de que podamos ayudar a Jàn y Ferran, ni convencer a ese mossen apóstata para que se entregue y permita a la Iglesia recomponer su magisterio. Pero... –mossen Pèir procuraba pensar deprisa, porque tal como le había descrito el coadjutor el tormento no creía que los dos prisioneros pudieran sobrevivir más de un par de días- en cambio, sí puedo tratar de hablar con el enviado del Papa e invocar su caridad en nombre de Nuestro Señor. Tú, ve a casa de Raimundo Tinel, el síndico; lleva el caballo, para no tardar; repítele lo que acabas de contarme e infórmale de que mientras hablas con él estoy tratando de abogar por esos pobres muchachos ante monseñor Domenicci.
En esos momentos, Guzmán Domenicci murmuraba una oración que le hacía sentir más y más miserable conforme pronunciaba cada palabra. Tras apretarse un poco más el cilicio en su dormitorio, volvió al despacho, donde Jean permanecía con la pluma en la mano, recortada su silueta contra la intensa luz del candelabro, en la misma postura que tenía cuando el monseñor había decidido ausentarse unos minutos antes. A pesar del nuevo dolor que el cilicio le causaba, Domenicci continuaba sintiendo con igual intensidad y angustia una convulsión al contemplar el perfil de su secretario y los reflejos dorados de su pelo. Oró mentalmente para que no alzase la profundidad azul de sus ojos hacia él.
-Señoría –dijo uno de los criados, asomando la cabeza por la puerta entreabierta-. Os solicita el arcipreste.
El esfuerzo de observar las buenas maneras ante un ser tan insignificante como el arcipreste de ese valle miserable, representaba un dolor aún más lacerante que el del cilicio, por lo que la ternura que Jean le inspiraba se desvaneció, borrada por el desagrado y un furor no contenido del todo.
-No le permitas entrar ni acomodarse en mi salón. Dile que espere ante la puerta, pues debo terminar el dictado de una carta.
Dio la espalda al criado para denotar que no toleraría ninguna réplica ni más preguntas, y recuperó el hilo de lo que llevaba más de dos horas tratando de hilvanar como relato a los obispos de Seo de Urgel y de Tolosa. Ahora ya podía concentrarse adecuadamente en la elección de las palabras correctas, pues el bello secretario había pasado a ser solamente un instrumento gracias a la serenidad recobrada. Bajó al zaguán casi una hora más tarde.
-¿Qué te trae, arcipreste? –preguntó desde el umbral del portalón.
-¿Podría entrar, señoría?
-¿Tan largo es lo que deseas decir?
-Si su señoría me lo permite...
-Bien entra. Pero no te puedo conceder más que un cuarto de hora, así que apresúrate y no me hagas perder la paciencia.
El arcipreste fue precedido por el enviado del Papa hasta una modesta sala que no era el salón de visitas del palacete del barón de Les. Mossen Pèir sintió más fastidio que temor por ese rasgo de desconsideración, pero también por la altanería forzada con que el romano se desplazaba; notó que algún dolor en su pierna derecha le hacía mantenerla rígida y cojear muy ligeramente. Sin acabar de sentarse en un pomposo sillón dorado, una especie de trono, mientras señalaba al arcipreste el único asiento que había además del suyo, un escabel, el hombre de Roma exigió de nuevo:
-Apresúrate, mossen.
-Señoría, debo rogaros que esos dos campesinos, Jàn y Ferran...
-¡Insolencia! –exclamó Dominecci-. ¿Cómo te atreves?
-La mujer de Jàn está a punto de parir, y dicen las comadronas que la desesperación por las noticias del sufrimiento de su marido va a hacer que se malogre el niño. Por su parte, Ferran es un muchacho de salud algo delicada...
-Escucha, mossen, ni una palabra más, te lo ordeno. Son dos grandísimos pecadores carentes de humildad y mansedumbre, que no practican con sinceridad la fe de Cristo y que se niegan a obedecer. ¿Tú sabes lo que se juega la Santa Madre Iglesia en este asunto? ¿Crees que es por un capricho de Su Santidad que yo haya venido personalmente?
-Pero... os ruego, señoría...
-¡Estás acabando con mi paciencia! No sigas, o me veré obligado a imponerte una penitencia. Márchate ahora mismo.
-¡Por los clavos de Cristo, señoría! –rogó todavía mossen Pèir, con tono lastimero.
Domenicci se alzó como una tromba y, como si estuviese arrebatado por un torbellino, se puso a abofetear reiteradamente el rostro compungido del mossen, con ambas manos, igual que un molino agitado por un ventarrón.
Mossen Pèir sintió el impulso de levantarse y responder el ataque; lo reprimió a duras penas, engullendo el maltrago como la la más amarga porción de hiel que había tenido que tragar en su vida. Mas a pesar de que sus votos y su posición le obligaban a someterse a todos los dictados de la Iglesia representada por ese hombre abominable, observó un detalle que estuvo a punto de desatar las ligaduras de su fidelidad a la jerarquía y la prisión de su ira; algo rígido y enhiesto abultaba el rico hábito de su señoría a la altura de la entrepierna. Apretó con fuerza los ojos, hizo una ligera reverencia ante su atacante y sin darle la espalda, se retiró hacia la entrada de la habitación. Una vez allí, corrió hacia la salida. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, encontró a Raimundo Tinel esperándolo sin amarrar el caballo.
-¿Qué os ocurre, mossen?
-Permite que no te hable de ello en este momento. Debes disculpar mi silencio.
-Me he apresurado a cabalgar hasta aquí a causa de lo que me ha dicho Jaume, vuestro coadjutor.
Mossen Pèir miró de reojo el portalón que acababa de trasponer
-No es seguro mantener esta conversación aquí, don Raimundo. Vamos a la Vicaría.

No se escuchaba ni el más leve sonido ni brillaba luz alguna en la granja donde habían sufrido tortura Jàn y Ferran durante todo el día. Un silencio y una oscuridad que extendieron el desaliento entre los quince que habían bajado de Forat de l’Embut.
-¿Estás seguro de que permanecieron aquí? –preguntó Marianna a Amiel con un susurro.
-Créelo. Todos los demás marcharon a Vielha al oscurecer. Los soldados, para la Sainte Croix y el romano, al palacio del barón. Escuché las órdenes que les daban a los cuatro soldados de guardia, y aunque no hablo el francés muy bien, entendí que les mandaban que no les dieran a Jàn ni a Ferran agua en toda la noche.
-Entonces, no tienen más remedio que seguir ahí dentro –murmuró Manel.
-Yo creo que los soldados estarán durmiendo –opinó Hugo-, aunque también les mandaron que velasen “tout la nuit”.
-Pues si durmiendo están, sorprenderles más fácil será -dijo Marc.
-No nos confiemos –aconsejó Marianna-. A ver, Amiel, ¿dónde estaban exactamente Ferran y Jàn cuando los torturaban?
-Ahí, en esa pocilga del rincón.
-Entonces, o se los han llevado a Sainte Croix después de que os marchaseis o los tienen en otro lugar, aquí mismo. ¿Dónde podría ser?
-Por muy perros que sean los franceses –aventuró Amiel-, a lo mejor se han compadecido y no han querido que duerman en la peste asquerosa de la pocilga. Pueden haberlos llevado a una de las dos habitaciones de la entrada y quedarse los cuatro en la otra, o también podrían estar dos soldados con Ferran en una habitación y otros dos con Jàn en la otra. También podrían tenerlos en el gallinero, donde habría uno de ellos de guardia mientras los otros descansan por turno, pero no consigo ver nada.
-Yo tampoco –dijo Marc.
-En ese caso –concluyó Manel-, como no podemos seguir uno a uno los pasos que estudiamos en el Forat, tenemos que renunciar al asalto y volver a la seguridad de nuestra mina.
-Calla, Manel, por Dios y su Madre –rogó Marianna-. Aunque no podamos hacerlo como habíamos planeado, tenemos que encontrar el modo. Sería un suicidio dejarlos para que consigan los franceses hacerles confesar dónde estamos y, mucho peor, consentir que los maten. Hay que salvarlos.
-¿Qué se te ocurre? –el tono de Manel sonó sarcástico e imperioso a pesar del cuchicheo con que todos se comunicaban.
-Se me ocurre... –Marianna dudó-. A ver, Amiel, ¿hay alguna granja muy cerca, de cuyos dueños puedas fiarte del todo?
-Una, la del hermano de mi padre, pero no está demasiado cerca.
-¿Necesitarías ir a caballo?
-No. Tardaría más si voy al bosque dónde hemos dejado amarradas las monturas y si, luego, al volver, tengo que dejarla de nuevo allí para que no resuenen los cascos al llegar aquí. Será menos tiempo si voy andando, directamente.
-¿Cuánto tiempo? –preguntó Marianna.
-Un poco menos de una hora para ir y volver.
-Adelante, entonces. Pide a la mujer de tu tío que te preste el candelabro más bonito que tenga...
-¡Un candelabro! –exclamó Manel.
-Calla, no me hagas perder la paciencia –reprendió Marianna y continuó: -Por favor, Amiel, corre y no tardes más de lo que has dicho, y no te olvides de traer velas.
-Recuerdo que la mujer de mi tío tiene un candelabro de peltre, con tres brazos. ¿Tú crees que servirá?
-Sí –respondió Marianna-, será algo pesado, pero me valdrá. Por favor, date prisa.
El tiempo que demoró en volver Amiel, lo aprovechó Marianna para improvisar un plan nuevo, que fue explicándoles conforme se le ocurrían las ideas. Un poco más de una hora más tarde, Amiel le entregó un candelabro de cerámica con cinco velas y dijo con expresión triunfal:
-Parece que mi a mi tío le van bien las cosas. Ha comprado éste y otro candelabro igual de cinco velas, que ocupaban cuando yo llegué los dos extremos de una mesa muy grande, también nueva.
-Es magnífico –aprobó Marianna-. Bien, es el momento de ponernos en marcha. ¿Tú crees que disponemos de dos horas hasta el amanecer, Manel?
-Creo que un poco más.
-¡Bien! Adelante. Preparaos todos.
-Marianna... –Hugo contuvo el aliento-, ¿estás segura de que quieres hacerlo?
-Completamente.
-¿No tienes miedo?
-Por supuesto que sí, pero me daría terror que vaciléis y no penséis con claridad en lo que cada uno tiene que hacer. Bueno, todos a sus puestos y permaneced atentos a los silbidos de Marc.
Mientras hablaba, Marianna había ido despojándose del vestido y soltándose el cabello. Ensalivó la punta de los dedos de ambas manos para atusarse la melena y a continuación chupó el índice derecho para perfilarse las cejas. Ensayó varias veces la sonrisa y, por fin, se humedeció los labios. Afortunadamente, apenas corría una brisa ligera, por lo que encendieron las cinco velas en pocos minutos.
Mientras Manel sostenía el candelabro, ella forzó el escote de la camisa a fin de dejarse los hombros y parte de los senos al descubierto, agitó la melena para que reposara sugestiva en los hombros y se apretó los pechos para realzarlos bajo la sujeción del refajo. Trató de imaginar qué aspecto presentaría ya que no podía mirarse en un espejo; con un ademán de resignación, tomó el candelabro con la mano izquierda y se dirigió hacia la entrada de la granja mientras todos los demás se situaban en las posiciones acordadas.
El defectuoso portón no tenía aldaba de llamar en sus tablas sin pulimento, mal cortadas y peor ensambladas. Marianna pretendía despertar a los que estuvieran más cerca a la primera llamada, sin que, al verse obligada a repetirla, tuviera tiempo a acudir el que estuviese más lejos, de guardia. Por ello, se agachó a recoger una piedra con que golpear la puerta. Mientras trataba de encontrar una a tientas, oyó el crujido de los goznes y una voz que le preguntaba en francés:
-¿Qué quieres, mujer?
A pesar del sobresalto, Marianna no descompuso el gesto ni se alzó con rapidez. Lo hizo con mucha suavidad, hasta que consiguió sobreponerse y esbozar la sonrisa más radiante de su repertorio. Sólo entonces miró al soldado a la cara.
-Vengo a pediros auxilio.
El soldado, que tenía toda la ropa desajustada como si acabase de ponérsela con apresuramiento, alertado por el ruido que Marianna pudo haber producido al palpar el portalón, contempló a la maravillosa mujer medio desnuda que portaba un candelabro y se preguntó si no estaría durmiendo todavía. Escenas tan mágicas y prometedoras no se presentaban nunca en las guardias, donde todas las sorpresas que cabía esperar consistían en asaltos y agresiones, o sucesos siempre desagradables.
-¿Por qué necesitas auxilio? ¿Qué te ha ocurrido?
-Vivo en aquella granja –Marianna señaló hacia su derecha, confiando que hubiera alguna lo bastante cercana-, y mi marido está con el ganado por Beret, en los prados del verano. Me ha despertado un ruido y cuando he conseguido encender este candelabro, he notado con mucha claridad que alguien había en mi corral. Sé que el asaltante se ha dado cuenta de que lo he descubierto, y por eso he corrido hasta aquí, en busca de vuestra protección y la de vuestros compañeros. Porque tenéis más compañeros, ¿verdad?
El soldado entendió la pregunta como una cautela de Marianna para fiarse de él con la seguridad defensiva de su virtud que podía representar que hubiera más gente, en vez de permanecer con uno solo encontrándose medio desnuda.
-Sí, mujer, entra y no te preocupes. Estamos tres, aunque somos cuatro; pero uno ha tenido que cabalgar de improviso al fuerte en busca de municiones, pues nuestro sargento olvidó proveernos y nos dimos cuenta de que no disponemos más que de las cargas. Imagina qué peligro. Entra, por favor.
Confiando en que Marc, que se encontraba agazapado a pocos metros, hubiera escuchado con claridad tan valiosa información, Marianna siguió al soldado hacia el interior. Mientras andaba, se arremangó un poco la falda para exhibir la pierna derecha hasta un poco por debajo de la rodilla. Notó que el soldado la contemplaba de reojo mientras sacudía a otro soldado, profundamente dormido en un jergón.
-Marcel, despierta, que tenemos visita.
-Mierda, estaba en el mejor sueño. ¿Qué ocurre, Antoine?
-Esta buena mujer necesita nuestro amparo. Alguien está robando en su casa.
-No podemos ir –arguyó Marcel-. Sería deserción de la guardia.
-Ella no pretende tal cosa, ¿verdad? –preguntó Antoine volviendo un poco la cabeza hacia Marianna-. Sólo necesita refugio, por si los ladrones la han seguido, y posada hasta el amanecer.
Marcel encogió los párpados, deslumbrado por la intensa luz del candelabro que Marianna portaba, y sonrió apreciativamente al comprobar que se trataba de una mujer joven y hermosa y no de una campesina burda en edad de desmerecimiento. Como un gesto reflejo, se sobó el abultamiento de la entrepierna de unas calzas blancas que parecían estar muy sucias, aunque el candelabro no llegaba a iluminarlas del todo. Marianna le sonrió con expresión incitadora y todos los sentidos en tensión suprema por el esfuerzo de evaluar la situación al detalle. El tercer hombre, ¿dónde se encontraría? Si sólo eran esos dos los que dormían, el otro tenía que permanecer despierto, guardando a Jàn y Ferran. Un enemigo despierto representaría un obstáculo.
-Monsieur Antoine... –dijo Marianna suavemente-; antes me dijisteis que eran ustedes tres hombres aquí y, como mujer casada y recatada que soy, temo por mi buen nombre y no querría ser presa de la maledicencia. ¿No irrumpirá de improviso ese tercer soldado en esta estancia?
Antoine sonrió jubilosamente, por la promesa que la pregunta implicaba. Dando por descontado que Marianna no se opondría a nada de cuanto él y Marcel le pidieran, movió la cabeza en ademán de negación mientras decía:
-No te preocupes, mujer. Está junto al gallinero, guardando a... bueno, no te inquietes, que allí permanecerá.
Ese soldado alerta iba a imposibilitar el plan. Tenía que atraerlo junto a sus compañeros.
-¿Seguro que está lo suficientemente lejos? –preguntó Marianna al tiempo que depositaba el candelabro en una tosca mesa y se sentaba en una banqueta procurando que la luz le diese de lleno, ya que necesitaba ser vista con claridad mientras realzaba sus atractivos.
-No tan lejos, que esta granja es un cuchitril apestoso. Sólo hay unos pasos entre nosotros y el gallinero, por eso huele tan mal, pero Louis sabe que debe mantenerse de guardia y permanecerá en su puesto aunque haya visto la luz.
Grave asunto si el tal Louis era de verdad tan disciplinado. Marianna giró la cabeza en torno como si le resultase muy interesante el examen de la pequeña habitación, donde no había más muebles que la mesa, dos banquetas y dos jergones. Simuló la expresión de sentirse maravillada y rió muy ruidosamente.
-Oh, no exageréis, monsieur –dijo con un tono de voz algo más elevado de lo normal-, no es verdaderamente un cuchitril esta granja. Su anterior dueño, Pau Palop, la tenía en muy alta estima.
-También a vos, señora, se os tendrá en altísima estima –lisonjeó Marcel.
Marianna agradeció el cumplido con una sonrisa radiante y se alzó un poco más la enagua como por descuido. La risa no había sido lo bastante alta como para atraer al soldado llamado Louis. Necesitaba hacerle acudir cuanto antes, porque, además, podía estar a punto de regresar el que había ido a la Sainte Croix en busca de municiones, a lo que no podía dar lugar.
-¡Qué galante sois, monsieur Marcel! –Marianna soltó una carcajada cantarina en el tono más estridente que pudo-. Para mí que sois de esos soldados que van dejando huellas amorosas por donde pasan.
Oyendo tal lisonja, Marcel no mostró desconfianza por el sospechoso entusiasmo de Marianna, sino que acabó de enderezarse del jergón, tensó el torso desnudo y alzó los hombros, en un despliegue orgulloso de sus atractivos físicos. Un torso ligeramente cubierto de vello dorado sobre marcada musculatura. Marianna halló que podría resistir su contacto sin náusea, no así el de Antoine, cuya fofa barriga rebosaba ostentosa sobre las calzas blancas.
-Monsieur Marcel, puedo notar que vos sois hombre de acción, a juzgar por lo mucho que demuestran haber trabajado vuestros miembros.
Marcel sonrió mientras tensaba jactanciosamente el brazo, para exhibir un bíceps notable. Marianna calculó que ya sólo faltaban unos pocos minutos para que le cayese encima, y todavía no había entrado el que estaba de guardia. Tenía que acelerar las cosas.
-Digo... monsieurs, que ese compañero vuestro, Louis, podría restarnos intimidad a nosotros tres, que tan bien pudiéramos pasarlo. Vos, monsieur Antonine, que parecéis tan autoritario y persuasivo, ¿no podríais indicarle al tal Louis que no se le vaya a ocurrir entrar en esta habitación?
Había una promesa clarísima en la pregunta. Antoine se encontraba en trance. Su ademán de alelado no era la única evidencia; la sonrisa no se borraba de sus labios y sus ojos fulguraban prendidos al canalillo de los pechos de Marianna. Obedeció la indicación como un autómata. Se dirigió al vano que daba al patio y dijo muy alto, sin salir, sacando sólo medio cuerpo por la puerta entreabierta:
-Escucha, Louis, Marcel y yo recibimos una visita privada y por ello no debes acercarte a este cuarto. Si tienes paciencia y aguardas, también tú tendrás tu porción de felicidad antes de que amanezca.
Marianna se preguntó si la argucia rendiría pronto el resultado que esperaba, porque iba a sentirse sucia si permitía que esos dos hombres llegasen a culminar su gozo con ella. Llegaría un punto en el trato en que no habría vuelta atrás, un punto en el que ella sentiría ganas de vomitar y no podría evitarlo. Tenía que apresurar las cosas. Se puso de pie y acarició el mentón de Antoine con expresión muy mimosa y los labios fruncidos como si aflorase un beso; cuando él fue a alzar la mano para tocarla, ella se rebulló con una carcajada y se echó hacia Marcel diciendo muy alto:
-¡Oh, cuánta fogosidad la vuestra, monsieurs! Refrenad tan ardorosos afanes, que frente a vuestra sabiduría de grandes amantes yo sólo soy una pobre campesina joven e inexperta.
Marcel acababa de envolverla en un abrazo mediante el que Marianna notó que la naturaleza le había predispuesto ya. Al mismo tiempo, se oyó cercano el canto gangoso de un urogallo y un poco después, una corneja. Sin rechazar del todo el contacto de Marcel, tendió los brazos a Antoine, que continuaba paralizado como una estatua, con una sonrisa bobalicona. Lo atrajo, forzándolo a acercarse, como si pretendiera que el abrazo le envolviese a él también, cosa que Antoine pareció rechazar; pero, sorprendentemente, Marcel agarró un brazo de su compañero para obligarlo a formar el trío. En ese instante, se oyó un golpe seco tras la puerta que Antoine había usado para hablar con Louis.
-¿Qué ha sido eso? –se alarmó Marcel.
-¿De qué hablas? –preguntó Marianna.
-He oído un golpe ahí fuera. Voy a ver.
Marianna oró mentalmente para que ese golpe fuese lo que ella necesitaba que fuera. Cuando Marcel fue a abrir la puerta, se desasió de Antoine y palpó bajo su corpiño, en busca del pequeño puñal. Una vez que la puerta fue abierta, ella fue la primera en notar que había un cuerpo abatido en el suelo; su esperanza se había confirmado; Louis había acudido a fisgonear por las rendijas, momento en que uno de los hombres lo había rendido de un golpe. Durante unos segundos, Marcel miró hacía el vacío antes de advertir que Louis se encontraba derrumbado a sus pies; en el instante de ir a agacharse a ver qué le pasaba, recibió también un garrotazo en la cabeza. Antoine, que observaba con prevención lo que ocurría en la puerta, al ver caer a Marcel volvió la cabeza hacia Marianna, que ya no pudo arriesgarse más y lanzó el puñal hacia su pecho. Pero no atinó a clavárselo más que superficialmente; Antonine saltó hacia ella y la hizo caer de espaldas. Marianna tuvo que debatirse más de un minuto bajo las manos que pretendían estrangularla, hasta que sintió que esas manos perdían la fuerza. Abrió los ojos mientras un chorro de sangre caía sobre su rostro; más arriba de la cabeza abierta de Antoine, vio la expresión triunfal de Manel y su garrota.
-Corre, Marianna, que un jodido soldado se nos ha escapado.
-No puede ser. Estos tres son los únicos que había.
-Pues eran cuatro, tal como nos había dicho Amiel; maldita sea la puta que lo parió, nos ha sorprendido cuando volvía a caballo de algún cometido. Según llegaba, viendo que somos muchos, ha dado media vuelta y ha puesto el caballo a galope.
-¡Vuelve a la Sainte Croix! –dijo Marianna-. Sabía que había un cuarto hombre, pero estos me han dicho que no volvería de la Sainte Croix hasta el amanecer, a donde había ido en busca de municiones. Va a dar la alarma y mandarán a por nosotros. Debemos apresurarnos. ¿Cómo están Jàn y Ferran?
-Jodidos a latigazos, pero pueden cabalgar. Iremos en busca de los caballos y vendremos a por ellos.
-Hay que darse prisa, Manel, pero tenemos que incapacitar a estos. ¡Marc!, ¿estás ahí fuera?
-Sí, Marianna –respondió el joven asomando la cabeza por la puerta abierta.
-Llévate siete hombres en busca de todos los caballos y tráelos para acá deprisa.
Sin esperar respuesta ni mediar otro comentario, Marianna comenzó a amarrar las piernas y brazos de Louis. Imitándola, Manel se puso a hacer lo mismo con Marcel. A Antoine no parecía necesario amarrarlo, puesto que la herida de su cabeza parecía mortal. Media hora más tarde, Ferran y Jàn fueron aupados a la grupa de dos compañeros y se dispusieron a emprender el regreso a Forat de l’Embut.
-De una cabalgada que llega se oye el jaleo –avisó Marc.
Marianna aguzó sus sentidos. Efectivamente, llegaba un grupo en respuesta a la alarma del soldado que había escapado.
-Atentos –dijo Marianna-. No podemos ir directamente al Forat de l’Embut, porque les pondríamos en nuestra pista y tarde o temprano descubrirían la mina. Hay que dar un rodeo y no podemos ir hacia ellos. Corramos en dirección a Beret y ojalá encontremos por donde cruzar pronto hacia nuestro refugio, si conseguimos un paso seguro tras despistar a los franceses.

Escoltado por sus seis criados, Guzmán Domenicci irrumpió como un torrente en el arciprestazgo. Eran las siete de la mañana.
-¿Dónde está tu amo? –preguntó al coadjutor sin mediar saludo alguno.
-Creo que realizando su aseo –el joven cura no protestó por ser tratado como un criado; señaló un cuartillo del huerto, algo distante de la vivienda.
Domenicci apartó bruscamente al coadjutor y se lanzó hacia el cuartillo, cuya frágil puerta empujó de una patada. Sentado en la tabla agujereada que le servía de letrina, mossen Pèir alzó la cabeza con sobresalto. Le costó unos segundos reconocer al enviado del Papa, porque ya se había librado del cabestrillo y sólo llevaba sujeto el brazo con un pañuelo atado al cuello.
-¡Monseñor!
-Esa ramera demoníaca ha conseguido liberar a los dos prisioneros antes de que confiesen. Te ordeno que hoy mismo se proclame en todos los templos del valle la obligación que tienen los araneses, en el nombre de Dios, de entregarla a ella y al apóstata o denunciar dónde se esconden. Tienes que mandar a todos los párrocos que adviertan a sus feligreses de que estarán en pecado mortal y serán excomulgados quienes los oculten o les ayuden a escapar. El que los entregue, hará bien; el que los mate, sería bendecido por Dios en otros momentos, pero dadas las circunstancias, también pecaría, porque el Santo Padre los necesita vivos para que nos confíen la preciosa información que poseen. En cuanto los tengamos, yo sabré obligarles a confesar, ya que están en juego asuntos muy graves de la Santa Madre Iglesia. Ponte en marcha ahora mismo sin dilación, te lo ordeno.
Sin más, Dominecci echó a correr hacia donde le esperaban sus criados. Todavía en estado de perplejidad, mossen Pèir tardó unos minutos en poder alzarse de la letrina y completar su aseo. Lo que había acordado la noche anterior con el síndico, Raimundo Tinel, iba a tener que ser llevado con la máxima discreción. Con disimulo en realidad. Antes de sentarse a escribir la carta que el coadjutor se encargaría de llevar a caballo para que fuesen leyéndola todos los curas, se arrodilló un momento y rezó un padrenuestro. El rostro atormentado de Cristo le hizo sentir que no podía ser cómplice del sufrimiento que estaba a punto de abatirse sobre las cabezas de los araneses.
Mientras tanto, muy impaciente, el comandante De Montesquiou aguardaba noticias de la granja de Pau Palop. Hacía mucho más de una hora que el pelotón de caballería se había lanzado en pos de los fugitivos, y todavía no había sonado ningún cornetín esperanzador. A cambio, el centinela le avisó de la llegada del hombre de Roma. Un problema más que sumar a los que ya tenía.
-Comandante, esto que ha ocurrido es intolerable –espetó Domenicci en cuanto fue conducido a su presencia.
-Modere su tono de voz, monseñor.
-¡Te recuerdo, comandante, que una insubordinación ante mí es lo mismo que si se cometiera ante Su Santidad!
De Montesquiou contuvo la respuesta que le apetecía dar. Sus hombres no habían dado excesiva importancia a la promesa de conseguir riquezas mediante la captura de dos personas que, verdaderamente, era como si se las hubiera tragado la tierra. Ahora estaba claro que no se las había tragado la tierra y que disponían de ciertos medios y organización. Ya no estaba en juego sólo su interés personal ni le importaban mucho la impaciencia insolente de Domenicci; ahora estaba en entredicho la autoridad del ejército del Emperador. Tenía que actuar, pero, primero, necesitaba librarse de la molestia que el romano le causaba.
-Os ofrezco, monseñor, un acuerdo. Vos no me importunáis más ni me distraéis de mis obligaciones, y yo realizaré mi cometido, que en estos momentos coinciden al ciento por ciento con vuestro interés. Os aseguro que en muy pocos días vamos a apresarlos. Y si tengo que desencadenar una guerra, lo haré.
Domenicci se mordió un labio. Se dio cuenta de que estaba enemistándose con De Montesquiou cuando más lo necesitaba, por lo que debía atemperar sus expresiones. Tragó saliva para moderar el tono de voz antes de decir:
-Muy bien, comandante. Confío plenamente tanto en tu buen criterio como en tu capacidad ofensiva y estratégica para emprender esa guerra. Que así sea, pues, y aguardaré atento a ver los resultados de tu furia, porque estoy convencido de que sabrás inspirar el terror necesario como para que todos los araneses ansíen entregarnos cuanto antes a la pareja de relapsos malditos. Que los sufrimientos, la sangre y los horrores de la guerra obliguen a los mentirosos pecadores anareses a reconocer nuestra verdad.

Mañana, dos nuevos capítulos
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