sábado, 3 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS. Final del tercer libro.


Las aventuras peligrosas de los peregrinos se multiplican y comienzan a notar que los celtas están siendo exterminados por toda Europa. Publico hoy los capítulos 72, 73, 74, 75, 76 y 77. Mañana, comenzaré el cuarto libro que se llama “entre galeses e hibernenses”
La desvergonzada editora estafadora, sigue sin dar la cara.
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72
El ardid lo pusieron en práctica en seguida que Fomoré y Fergus bajaron del árbol. Bastó un breve diálogo para que todos asintieran sin más renuencia que un gesto de escepticismo en el rostro de Conall.
Amarraron los caballos entre sí y al carro, y los abandonaron sin preocupación ni mayor cuidado. Una clase rara y muy inquietante de corazonada les hizo alcanzar el convencimiento total de que los animales no escaparían y nadie llegaría con intención de robarles la carga del carro.
Como ninguna de las cuerdas que abrazaban los bultos era lo bastante larga, tuvieron que empalmar varias hasta conseguir formar entre los siete una fila que medía más de cien pasos. Y en el mismo instante que se hubieron desplegado, fue como si un dios bromista recompusiera todas las zonas y elementos del bosque que podían contemplar, pues cuando ya se habían distanciado entre sí y estaban alineados a lo largo del camino, ocurrió como si la espesura fuese un ser vivo dotado de inteligencia. La altísima y densa maleza se achaparró, los árboles se apresuraron a cambiar de lugar y la inclinación de sus troncos, los bejucos se desenmarañaron, las brumas que habían pesado sobre las cabezas de los siete se volvieron más tenues y los perfumes que fluían en oleadas hipnóticas se atenuaron.
El lago se desveló de repente, accesible y espléndido, con sus orillas cubiertas de flores en abundancia desconocida, con sus colores vibrantes y el brillo celeste reflejado en el espejo del agua, que hacía parecer por contraste que todas las sombras del mundo se concentraran en el peñasco negro emergido en medio.
Se acercaron lentamente a la orilla, sobrecogidos por la belleza sobrenatural, la inminencia del encuentro que tanto esperaban y el miedo que no podían evitar sentir. Se trataba de un paisaje tan deslumbrante, que no parecía real.
-Es mucha la distancia que nos separa de la isla –lamentó Conall-. ¿Cómo vamos a cruzar?
-Tendremos que procurarnos una balsa –dijo Fergus.
-Eso nos llevaría demasiado tiempo –discrepó Divea-. Para construir una balsa lo bastante sólida como para que nos sostenga con seguridad a los siete, habría que trabajar varios días y cortar árboles que no tenemos ningún derecho a matar.
-Creo que va a mandar por nosotros –dijo Brigit.
-¿Lo crees o estás segura? –preguntó Divea.
Forzada por las circunstancias, la sibila agoraba cada vez más abiertamente, y nadie mostraba extrañeza ni rechazo.
-No lo sé –la expresión de Brigit denotaba sus titubeos-. Me llegan en oleadas sensaciones demasiado contradictorias. Me parece que ella está perpleja, porque hace muchísimos años que nadie conseguía superar las barreras, y muy pocos habían llegado hasta ahora a ver personalmente este lago. Hemos llamado su atención y le producimos mucha curiosidad, pero no por eso deja de sentir rabia y un rencor ácido contra todos nosotros. Nos ve como invasores intolerables. Mas a pesar de todo, en buena medida representamos para ella un reto que le divierte.
-Habrá que usar el ingenio –sugirió Divea.
-¡Mirad! –alertó Dagda-. Vienen a buscarnos.
Llegaba despacio, pero el barquero remaba con dirección al punto donde ellos esperaban sin ninguna duda. Antes de estar lo bastante cerca para ver su rostro, les alcanzó una nueva oleada de aromas. Algo, tal vez un pebetero, ardía en la barca esparciendo un humo casi blanco que diseminaba perfumes variados con una intensidad mayor que las flores alucinantes del bosque. Divea tomó una determinación, pero trató de no pensar en ella ni decírselo a los demás, por si la poderosa Morgana era capaz de escucharles.
Llegado a la orilla justo donde esperaban, el barquero se dio la vuelta y pudieron ver su rostro. En realidad, su ausencia de rostro. Era un hombre, sin duda, pero algo, un ácido tal vez, había borrado y cauterizado todos los rasgos a excepción de una abertura donde debía encontrarse la boca. Bajo el manto oscuro que le cubría, cuanto podían ver de de la cara era una masa informe de cicatrices horrendas. Aparentaba no tener ojos y que, por lo tanto, no podía verles y, sin embargo, había girado la cabeza hacia ellos. Su voz sonó como un graznido:
-Veo que anheláis con fervor llegar al reino de Mordred. Decidme; ¿por qué habría de llevaros yo?
No esperaban la pregunta ni conocían el nombre de Mordred. Divea sintió el impulso de discrepar, diciéndole que en modo alguno deseaban llegar a tal reino, pues donde pretendían ir era al de Morgana. Pero comprendió a tiempo que no era ésa la respuesta que el barquero debía recibir. ¿Pero cuál era?
Se estrujó los sesos unos instantes. Por suerte, los otro seis callaban a la espera de sus palabras, pues presentían que una frase indebida o algo demasiado desviado de la respuesta-talismán les privaría del privilegio de viajar en la barca. Con un hombre verdaderamente sin rostro no había lisonjas que pudieran valer. La futura druidesa sospechaba que una frase que reflejase sometimiento a él o a su ama tampoco valdría. Ni otra que fuese demasiado arrogante o presuntuosa. ¿Qué podía responder que mantuviera a flote la dignidad de visitantes y anfitriona, y que no pudiera causar enojo? Se le ocurrió a cruzar su mirada con la de Brigit:
-Habrías de llevarnos porque el poder de un rey se demuestra en su generosidad más que en las batallas. Venimos de un país muy lejano y merecemos la hospitalidad de un rey magnánimo.
-Subid, pero no me llenéis la cabeza de palabras, o confundiré la ruta.
Aceptaron la invitación al instante, como si temieran que pudiera desdecirse. En cuanto estuvieron todos a bordo y la barca comenzó la travesía, Divea puso en práctica la determinación adoptada cuando sintió los aromas al acercarse el barquero. Cogió el rico pebetero de metal dorado y lo echó al agua. Esperaba que eso les ayudase a conservar la plenitud de sus sentidos, confiando que el barquero no pudiera darse cuenta al carecer de nariz que percibiera el perfume.
-Si la druidesa Morgana tiene quinientos años –susurró Nuadú al oído de Divea-, ¿cuál será su aspecto?
-Suponiendo que se trata de un privilegio otorgado por la diosa, su aspecto sería el mismo que cuando se lo concedió. Dicen que Morgana es muy bella.
-Pero es imposible que haya vivido cinco siglos –discrepó Fergus.
Hablaban en murmullos para no llenar la cabeza del barquero de palabras.
-Los cristianos –comentó Conall- creen que muchos héroes de su pasado, que ellos llaman patriarcas, vivieron más de novecientos años.
-Sí –afirmó Divea-. Según Galaaz, en todas las tradiciones del mundo hay leyendas sobre vidas de duración imposible. Yo considero que también es imposible que Morgana haya vivido quinientos años, pero sin embargo, creo que existe. Es una certeza que no puedo explicar.
-Existe, y tratará de impedirnos abandonar su isla –dijo Brigit con tono rasgado.






73
Si negro era el peñasco visto desde la orilla del lago, al acercarse parecía un pozo sin fondo, una especie de agujero profundamente negro que se precipitara hacia los mundos tenebrosos de las profundidades infernales. Daba la impresión hasta de que absorbiese la luz, pues ninguna de las aristas y relieves reflejaba la menor luminosidad, ni la del espejo del agua ni la del resplandor del cielo.
El barquero sin rostro saltó a tierra y amarró la barca a un noray de cristal, apenas distinguible en el profundo negro general del atracadero.
-Éste es el reino de Mordred –dijo, señalando un punto del negro insondable que tenían enfrente, igual que una ensoñación terrorífica.
-¿Y qué debemos hacer? –preguntó Divea.
-Entrar –respondió lacónicamente el barquero.
Aunque no era capaz de distinguir diferencia ni matiz alguno en la negritud envolvente, Divea dio un resuelto paso en la dirección que el hombre sin rostro señalaba. Los demás la imitaron. Un segundo paso les proporcionó la sensación de que en la negrura hubiera un punto algo menos oscuro. Al tercer paso, pudieron distinguir el umbral. No era más que un ligerísimo matiz de negro, pero se trataba de la silueta de un arco bien perfilada. En cuanto se convenció de que era una puerta, Divea avanzó hacia ella y ya sí consiguió ver que dentro, aunque muy lejos, había luz y una escalera descendente.
Todos echaron a andar tras ella y al instante, descubrieron con un sentimiento de horror más allá del umbral a otros hombres sin rostro, sustituida la cara por cicatrices tan horrendas como las del barquero, que los mantos con que se cubrían la cabeza ocultaban tan sólo a medias. No había a la vista ningún hombre que poseyera su fisonomía normal y se notaba por las cicatrices, tan abundantes y tan distintas en cada caso, que su monstruosidad era provocada y no producto de la Naturaleza. Superadas las dudas porque no veían qué otra cosa podían hacer, comenzaron a descender la ancha escalera de caracol. De peldaño en peldaño, la luz aumentaba un poco. A la segunda revuelta completa, la iluminación procedente de abajo les permitía ver con claridad las características de la construcción y los hombres apoyados en la pared circular cada tres escalones. Llegados a una estancia, Fomoré murmuró:
-Hemos bajado cuarenta y nueve peldaños. Siete veces siete. No lo olvidéis.
La sala donde se encontraban era un espacio amplio y desnudo, sin muebles ni decoración sobre las paredes, el suelo ni el techo, todo construido a base de sillares de piedra muy bien cortada y exactamente iguales. Alineados junto a las cuatro paredes, casi hombro con hombro, más hombres sin rostro.
-Debéis acercaros más –ordenó una voz femenina.
Más que una voz solamente, sonó igual que un coro con varios registros. Como si recibieran una orden, se retiraron dos de los hombres de un punto de la pared del fondo y vieron los siete que más allá había una puerta que dejaba vislumbrar una luz muy intensa al fondo de un largo pasillo. Echaron a andar por él y cuando salieron a un salón enorme y muy fuertemente iluminado, Fomoré murmuró:
-Cuarenta y nueve pasos, siete veces siete. No lo olvidéis.
Resultaba difícil aceptar que se encontraran bajo tierra. Más bien, bajo el agua, porque la distancia recorrida desde el pie de la escalera era muy superior a la anchura perceptible en el exterior del islote. Por lo tanto, la sala inmensa a donde habían llegado tenía que haber sido excavada en el fondo del lago. Había varias mujeres en torno a una especie de templete central; mujeres de varias edades, pero todas ricamente ataviadas y hermosas. Por contraste, los hombres sin rostro alineados junto a las paredes resultaban tétricos y no sólo por su carencia de facciones; también la ropa y el conjunto de sus figuras parecían el envés de una realidad donde la cara luminosa la componían las mujeres y sus atuendos. Nadie prestó atención a los recién llegados.
Al acercarse al templete, descubrieron en el centro algo estremecedor. Las siete columnas, de un hermoso alabastro traslúcido, sostenían un domo revestido en su interior de conchas de nácar. El conjunto había sido construido en torno a un monolito de piedra gris apenas desbastada, muy semejante a los miles que habían visto en el país de las piedras clavadas. En el pináculo del monolito, se alzaba un trono de jade profusamente labrado con toda clase de símbolos celtas; espirales, madejas en cruces gamadas, círculos y ondas, estrellas triespirales y flores de siete pétalos junto a muchas figuras de animales y personas. Alrededor, a los pies del fastuoso sillón, una gruesa guirnalda natural confeccionada con muérdago, nanúnculos, rosas arvensis y rododendros. Sentado en el trono, el esqueleto de un hombre del que sólo podían ver la calavera pues, a excepción de donde una vez hubiera un rostro, la totalidad del cuerpo estaba revestida de una armadura de oro bruñido. El yelmo, también de oro, tenía incrustaciones de perlas y piedras preciosas en la visera levantada, y se remataba con un voluminoso airón de plumas rojas que caía en cascada sobre el hombro izquierdo.
-¿Por qué venís a interrumpir nuestros quehaceres?
Era el mismo sonido que les había ordenado acercarse cuando aún se encontraban en la estancia anterior. Una combinación de tres voces hablando en perfecta sincronía, sin la menor disonancia.
Oírlas les hizo reparar en que había tres mujeres sentadas delante del monolito; hasta ese instante habían permanecido medio ocultas por las numerosas cortesanas que las rodeaban, las cuales fueron abriendo un claro. Ocupaban tres sillones iguales de alabastro muy decorado, situados a igual altura e iguales en importancia y lujo. La del centro tendría unos sesenta años; a su derecha, otra que contaría entre treinta y cuarenta y a su izquierda, una muchacha aproximadamente de la edad de Divea. Las tres eran hermosas y sus rasgos hacían suponer que pudieran ser abuela, madre e hija. Sus vestimentas parecían demasiado anticuadas, pero eran riquísimas; ninguno de los siete había contemplado jamás, juntas, tantas alhajas, brocados y recamados de plata y gemas. La profusión de oro, perlas, rubíes y topacios producía la impresión de que no podrían moverse apenas, paralizadas por el peso.
Divea extrajo el disco grande de piedra de Galaaz y el pequeño de jade, regalo de Partholon, y situó ambos ante su pecho.
-Mi nombre es Divea y vengo de Hispania, en mi viaje de iniciación, pues se me ha exigido que alcance la consagración de druidesa para el gobierno y el amparo de mi clan; también he recibido el mandato de llevarles noticias de los clanes de Galia, Anglia e Hibernia. Éste es Conall, que también viaja en busca del saber, la música y la poesía para su iniciación de bardo. Los otros cinco son acompañantes que han llegada hasta aquí por amistad y afecto, movidos por el deseo de protegernos.
-¿Y cómo tienes el descaro de turbar nuestra paz?
Era un reproche, pero no detectaron enojo en las tres voces. Divea tocó los tres objetos de identificación, que tenía dispuestos para mostrárselos a la druidesa en cuanto la llevasen a su presencia. Respondió:
-Se me ha ordenado que contemple y me bañe en la luz inmensa e incomparable del saber de Morgana, la druidesa más sabia de toda la historia celta.
Las tres mujeres callaron, con expresión indescifrable. A los siete les dio la impresión de que Divea se había expresado de un modo que ellas no esperaban.
-¿Tendréis la bondad de decirme dónde puedo hallar a Morgana?
-Éste es el reino de Mordred –afirmaron las tres mujeres, hurañas pero no iracundas.
A Fomoré se le iluminó la memoria de repente. Hasta ese momento, a pesar de asaltarle muchas veces un vago recuerdo inaprensible, no había sido capaz de recordar a quién pertenecía el nombre pronunciado por el barquero. Pero su mente rasgó el velo de pronto, como un rayo. Situado a espaldas de Divea, muy cerca puesto que los siete permanecían apiñados, susurró a su oído:
-Mordred es el hijo incestuoso que Morgana parió, preñada por su hermano Arturo, que lo repudió horrorizado al descubrir que lo habían embrujado por el influjo de un elixir, gracias a cuyo efecto había yacido con su propia hermana. El muchacho murió en una batalla. Tiene que ser ése de ahí.
Señalón con el mentón el esqueleto vestido con coraza de oro, que Divea contempló ahora con una mirada nueva. Continuó Formoré murmurando a su oído:
-Te recuerdo que Arturo fue un rey celta, protegido del gran druida Merlín, que, sin embargo, y sin dejar de ser celta y aun respetando todos los signos, conocimientos y símbolos de nuestra cultura, renegó de nuestros dioses. En el nementone de su reino, que él y sus camaradas llamaban “tabla redonda”, organizó una expedición de caballeros para ir en busca de un objeto mítico del dios de los cristianos. Objeto que jamás hallaron. Arturo fue muy desgraciado como castigo a su apostasía y, sobre todo, a sus dudas e incoherencia. Desesperado por el horror de haber preñado a su hermana, tampoco fue capaz de hacer feliz a la mujer que amaba, Ginebra, que le traicionó con el mejor de sus amigos, Lanzarote, el paladín que más amaba Arturo. Merlín, un druida galés con gravísimas responsabilidades, continuó sin embargo amando y sirviendo a su rey a pesar del furor de Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Por lo tanto, la única de esa familia que siempre permaneció fiel a sí misma y a su cultura fue Morgana.
Aunque creía que las tres mujeres no podían oírle, Fomoré notó que sonreían. Entonces, Divea cayó en la cuenta de que no habían hecho ni dicho nada mientras él le susurraba esa historia, como si aguardasen el final. Aún callaron durante una pausa prolongada en que el silencio paralizó la escena. Todas las cortesanas se quedaron inmóviles y los escalofriantes hombres a quienes les habían robado el rostro parecían haberse convertido en estatuas. Mientras, las dos más jóvenes de las tres miraban muy apreciativamente a Fomoré, sobre todo la que parecía tener la edad de Divea, que se relamió los labios sin disimulo.
-Lástima que un hombre tan prodigiosamente hermoso y tan sabio haya de perder su identidad –dijeron las tres-, aunque su semilla nos convendrá.
Brigit y Divea comprendieron al instante lo que esa frase significaba. Miraron horrorizadas alrededor, hacia las paredes donde se apoyaban los hombres sin rostro.

74
Un poco después que Brigit y Divea, los tres hombres cayeron también en la cuenta del significado de la espantosa frase. Desde que abordaron la barca, no habían visto a ningún varón que conservase los rasgos de su rostro, y eso no podía tener otra explicación que un mandato ex profeso de la poderosa y terrible mujer que gobernaba el reino, Morgana, que plasmaba de ese modo alguna clase de rencor o fobia hacia los hombres. La venganza más cruel y más carente de sentido que cualquiera de ellos hubiera oído mencionar jamás. Pero ¿dónde estaría esa druidesa eterna? Permanecía oculta sin duda, observándoles, acechándoles. Era inimaginable el alcance de sus propósitos sobre los siete, independientemente del terrible designio que revelaba la declaración de las tres mujeres sobre el destino de Fomoré. La enorme sala no mostraba más salida que el largo pasillo por donde habían entrado. Ni ventanas que pudieran dar a otras estancias ni troneras para que entrase el aire. Tampoco consiguieron imaginar de dónde procedía la luz a tanta profundidad, puesto que no había hogueras ni antorchas. El método de vigilancia de Morgana no podían imaginarlo, puesto que la sala parecía haber sido vaciada en la roca viva.
Comprendieron simultáneamente que la enorme estancia era una ratonera de la que no saldrían jamás. Aún consciente de esa realidad tan innegable, Divea decidió no conformarse. Los cuatro druidas habían insistido mucho en que tenía que desarrollar y utilizar su ingenio; a pesar de que no creía que el suyo fuera sobresaliente, procuró tratar de servirse de él.
-Veo que sois tres y una sola- aventuró.
Realmente, aunque la había pronunciado ella misma, no creía que la frase tuviera mucho sentido, pero sin embargo, a los rostros de las tres mujeres afloró un levísimo gesto de sorpresa. Parecieron inspirar al unísono, como si tuvieran que digerir una novedad fuera de todo pronóstico.
-¿Conoces la historia de la princesa Joanna? –preguntaron.
Divea meditó un instante y respondió:
-Creo que sí, pero no me parece que sea una historia. Creo que es una leyenda que cuentan los celtas galeses.
-Así es. La cuentan los galeses, paisanos de algunos de nuestros antepasados, pero no es una leyenda. Es una historia real.
-La sabiduría que demostráis –dijo Divea, intentando no parecer lisonjera-, hace que dude de mi propia memoria, pero aunque creo en el poder imbatible de los dioses, me cuesta imaginar que a Joanna le pasara en realidad lo que cuentan. Porque si esa princesa que, por discrepar del destino que su padre, el rey, le asignaba, huyó al gran bosque cercano, hubiera tropezado con tan graves peligros, no habría conseguido vencer a la reina del bosque.
-¿Recuerdas cuáles eran los peligros?
-Sí –afirmó Divea después de un ligero recuento de su memoria-. Eran tres. Pero me parece que, en el fondo, eran uno solo: la determinación de la reina de que no rescatase a su amor sino todo lo contrario, que la princesa se convirtiera también en su prisionera.
-Dices bien. ¿Cómo te llamas, aprendiza de druidesa?
-Divea.
-Quien así te denominó, conocía muy a fondo el panteón de dioses, ninfas y espíritus celtas. Nuestra memoria es flaca, Divea. Relátanos la historia de Joanna con todos sus detalles.
Divea se aclaró la voz para darse tiempo de rememorar la leyenda que, en forma de canción, había escuchado varias veces de labios del bardo Tito. Cuando consideró que recordaba los detalles principales, relató:
-Joanna era la más hermosa de las princesas y vivía en un castillo a la orilla de un gran bosque que tenía fama de ser muy peligroso. Para protegerla, su padre, el rey, la sometía a un encierro severo donde ella se sentía prisionera. Un día descubrió una tronera en la cerca del palacio y huyó deprisa, procurando que los guardianes del rey no pudieran perseguirla. Para que no la encontrasen, desechó el campo abierto y se refugió en el bosque. Corrió durante muchas horas hasta que el cansancio la obligó a echarse en uno de los prados más hermosos que había contemplado jamás, iluminado por un dorado rayo de sol que se colaba entre las densas copas de los árboles. Recostada sobre la hierba, arrancó unas pocas de las bellísimas flores que crecían alrededor y en ese instante oyó un ruido que le produjo miedo. Un apuesto joven se deslizó por el tronco de un árbol cercano y le dijo: “Milady, siento tener que exigiros que abandonéis ahora mismo este lugar”. Ella, altanera, repuso que era la hija del rey y no aceptaba órdenes de nadie. Él arguyó que el poder del rey no alcanzaba al bosque; él servía a un hada que sí que era la verdadera reina del lugar y él tenía el mandato de expulsar a los intrusos. “Mi nombre es Tam, y estoy obligado a apresaros por vuestra osadía, pero no lo haré. Sólo os acompañaré hasta la linde del bosque para que salgáis sin tropiezos” Ella agradeció el favor y le propuso que la visitase en palacio, para que su padre le premiase. “Es imposible, milady; yo estoy condenado y sólo un milagro podría darme la libertad”. Joanna se había prendado de la belleza del joven y por ello rogó; “Decidme cómo podría liberaros”. “Es imposible, milady; de niño, invadí este bosque por mi mala cabeza y fui hecho prisionero como podría apresaros yo ahora. Me criaron los servidores de la reina y estoy sometido a un embrujo que me haría morir si saliera del bosque. Pero existe un medio de encontrar la libertad gracias al amor de una dama, si ella fuese lo bastante valerosa y consiguiera superar los tres horrores, que son el horror del poder demoníaco de la reina del bosque”. “¿Qué habría de hacer esa dama?”. “En primer lugar, amarme sobre todas las cosas”. Joanna halló que Tam era tan hermoso, que nunca sería capaz de amar a otro y, por ello, respondió: “Confiad en mi corazón, Tam”. “Lo haré, milady –repuso Tam con una sonrisa-. Pronto caerá la noche y la reina saldrá a recorrer su reino hasta el amanecer, cuando celebrará el solsticio. Vos debéis acechar con mucha atención, para que no os confundan las visiones; ella pasará rodeada del boato de sus cortesanos; a continuación, marcharán los monstruos indescriptibles de su guardia; por último, marcharemos los prisioneros sometidos a su voluntad. Yo cabalgaré al frente de éstos. Me reconoceréis por esa cinta vuestra, que ruego que me obsequiéis y que me anudaré en torno a la frente. Si vuestra valerosidad es tan grande como decís, tendréis que atreveros a tomar las riendas de mi caballo para que, frenando en seco, me haga volar hacia el suelo. Para que surta efecto, debo caer entre vuestros brazos y, sin soltarme ni apartarme ni apartaros de mí, vos debéis resistir sin desmayo los tres horrores que os asaltarán. Mientras tanto, no podréis gritar, ni siquiera despegar vuestros labios. ¿Estáis dispuesta?”. Joanna asintió. “Bien –dijo Tam con una triste sonrisa no muy esperanzada-. Ahora oigo ya la voz de mi reina que me reclama y me obliga a sumarme a su horrendo cortejo. Vos tendréis que ocultaros tras aquellas zarzas, y aguardar”. Mas Joanna sentía gran cansancio y casi se adormeció por el tedio de la espera, aunque, por fortuna, fue despertada por un ruido semejante al de la hojarasca arrastrada por la tormenta. Vio llegar una figura deslumbrante, que resaltaba a pesar de la oscuridad. Era la reina del bosque, con sus ojos refulgiendo como los de un gato. Iba escoltada por un grupo muy numeroso de gente vestida con ropajes brillantes, aunque no tanto como los suyos, todos a caballo, cuyos cascos no producían ni el más leve sonido. Pasaron de largo y pareció que todo había terminado, pero entonces vio llegar un segundo cortejo, compuesto de seres con formas muy diversas pero todos recubiertos de pesadas armaduras. Lo terrorífico era que brotaban fantasmales y brillantísimas luces verdes de sus ojos. Portaban la mayor y más terrible colección de armas que había visto jamás, cuyo brillo espectral producía escalofríos. Pasaron de largo y de nuevo se produjo un silencio total en la oscuridad más densa que podía imaginarse. Joanna consideró que ahora sí que todo había terminado. Sin embargo, poco a poco comenzó a oír un rumor de cabalgada y por lo tanto le pareció que ahora sí que se trataba de seres de carne y hueso. Surgió para sus ojos el cortejo; todos los hombres iban con el rostro descubierto y vio en seguida, al frente, a Tam con su cinta anudada en torno a la cabeza. Él no la miró ni pareció capaz de notar su presencia, pero ella se acercó al caballo de un salto y, consumada caballista al fin, le hizo frenar en seco. Tal como él le había dicho, el parón repentino hizo volar al jinete, que cayó entre sus brazos. Él era como un muñeco sin vida y, a pesar de ello, notaba en el fondo de sus ojos una chispa de reconocimiento. En ese instante, comenzó a soplar un viento terrible que los zarandeó a los dos, entre truenos y relámpagos. Entre una nube alborotada de hojarasca, paja y arena, apareció la reina en su caballo riendo como el peor de los horrores. Mas ni el viento ni el temor a la reina consiguieron que Joanna soltara el cuerpo de Tam. El viento cesó y cuando la princesa creyó que el horror había acabado, se dio cuenta de que Tam había desaparecido y lo que abrazaba era un monstruo viscoso, a medias serpiente y a medias, lagarto. Sintió repugnancia mortal, pero tampoco eso bastó para que aflojase. En el momento que su mente le dijo que nada de lo que veía era verdad y que sus brazos continuaban abrazando a Tam, el monstruo se esfumó, apareciendo en su lugar un trozo de lava volcánica ardiendo, una especie de gigantesco carbón encendido que abrasaba su piel. Sintió ganas de gritar y apartarse de un salto, pero su mente fue más poderosa y aguantó el urente contacto del ascua. Sin embargo, se echó a llorar a causa del dolor y sus lágrimas brotaron tan copiosas que, cayendo sobra la lava, la enfrió. En ese momento, oyó un grito capaz de paralizar su corazón. De nuevo era el cuerpo de Tam lo que abrazaba y el grito lo profería la reina del bosque; desde el lomo de un caballo negro medio encabritado, les dijo: “Habéis logrado vencerme por la fuerza del amor de una mujer humana. Mi deseo de venganza es terrible, pero huid deprisa, lejos de aquí. Mi ira arderá mucho tiempo y tal vez nos encontremos de nuevo, pero ahora me habéis vencido y debo permitiros marchar”. Llegados a palacio, el rey se alegró de tal modo por recuperar a su hija, que perdonó su abandono, y en agradecimiento por el favor de Tam al no apresarla para la reina del bosque, le concedió su mano y vivieron felices para siempre.
Las tres mujeres asintieron, pero con expresión severa.
-Tu relato ha descuidado varios matices –dijeron-, pero lo has contado bien en general y vemos que comprendes la paradoja de que tres peligros sean el mismo peligro y que, por consiguiente, comprendes el significado de la trinidad.
Fue en ese momento cuando la verdad se tornó diáfana en la mente de Divea.
-Comprendo.
-¿Comprendes? –preguntaron las tres voces.
Divea se limitó a asentir. Había comprendido pero era la suya una comprensión zarandeada por una vorágine de dudas. Mientras, le dominaba un sentimiento vago de ser observada desde algún punto que no conseguía localizar, igual que le había ocurrido ya varias veces en los bosques cuando su grupo era vigilado por los servidores de los druidas. Por si acaso, y respondiendo a un impulso completamente irracional, puesto que no había un druida a la vista ni, mucho menos, había sido llevada ante la eterna Morgana, extrajo de su ropa la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el aro de bronce, y según los mostraba fue pronunciando las tres frases rituales.
Las tres mujeres sonrieron, ahora parecía que de verdad.
Como un rayo, cayó sobre la mente de Divea la convicción que no iban a llevarla a otra estancia a hablar con la druidesa eterna y que el templete, aunque de piedras raras y muy ornamentadas y a pesar de no encontrarse al aire libre en un bosque, era en realidad un nementone.
-Bien –dijeron las tres mujeres al unísono-, si has venido aquí en busca del saber de Morgana, debemos discutir si lo mereces, pero sólo porque te muestras dispuesta a asimilarlo; si hubiéramos descubierto tu incapacidad, habríais sido arrojados al abismo. Sentaos los siete en aquel rincón, y esperad nuestro veredicto.











75
-No he comprendido nada –dijo Conall.
Esperaban sentados en unos troncos que, a modo de taburetes, les habían ofrecido los hombres sin rostro, y se hallaban en el rincón más alejado del templete del esqueleto con armadura de oro.
-Porque no lo has intentado –repuso Divea con tono de reproche-. Debes esforzarte más, Conall, porque si tuviésemos la fortuna de salir de aquí con bien, nuestro viaje se acerca al final. Y nunca dejes de tener presente que el bardo Tito es casi tan anciano como mi bisabuelo. Ni a Tito ni a Galaaz les queda mucho tiempo.
-Yo tampoco he comprendido –era el gálata quien lo declaraba.
-Pero en ti la incomprensión no tiene la misma importancia, Fergus. Conall está preparándose para profesar de bardo. Por ello, tiene obligaciones, y hasta los genios sudan para conseguir sus metas.
-Nosotras somos sacerdotisas –arguyó Nuadú señalándose y señalando a Dagda-, y tampoco hemos comprendido. ¿No puedes aclarárnoslo?
La futura druida suspiró hondo antes de responder:
-Morgana tiene y no tiene quinientos años.
-¿Qué quieres decir? –preguntó Fergus.
Conall no se atrevió a pronunciar la misma interrogación. Sabía que había enrojecido a causa de los reproches de Divea, pero lo peor era su incapacidad de aclarar para su pensamiento las crecientes contradicciones de su pecho.
-No vamos a ser llevados ante la presencia de la Morgana que vivió hace quinientos años –aclaró Divea-, porque no existe. La druidesa eterna no es un cuerpo que no muere, sino una institución, de ahí que haya nacido la leyenda de la eternidad. Es la condición de druidesa lo que ha permanecido inalterable todo este tiempo, y la heredan de madres a hijas. Las tres mujeres sentadas en lo que es realidad una clase diferente de nementone, desconocida para nosotros, y ante el monumento más extravagante al amor de madre que he visto jamás, son abuela, madre e hija, descendientes directas las tres de Morgana. Supongo que forman una trinidad para que el saber de la Morgana primitiva se transmita sin vacilaciones ni errores. Entre las tres, al unísono, aseguran la preservación del legado de la gran druidesa.
-Pero no sólo muestran saber… -murmuró Fomoré con la cabeza agachada por temor a que alguien pudiera leer sus labios de lejos.
-¿Estás pensando lo mismo que yo, Fomoré? –musitó Divea casi sin mover un músculo de la cara.
-Creo que sí. Éste es un lugar real, podemos tocar la piedra, que es fría y dura como corresponde a la piedra. Pero todo parece irreal, empezando por las dificultades sostenidas e incomprensibles de encontrar el lago y siguiendo por la negrura casi sobrenatural de la roca bajo la que estamos ahora. Llevo muchos años obsesionado con la necesidad de encontrar explicación a las cosas que, en apariencia, no la tienen, y creo que cuanto aquí ocurre podría tener una explicación sencilla. O, mejor dicho, dos. Los celtas, al contrario que otros pueblos, vivimos en contacto con los misterios de la Naturaleza, que está repleta de arcanos a los que los hombres han ido encontrando poco a poco explicación a lo largo de los siglos, y así tendrá que continuar siendo en el futuro hasta que todo sea desvelado, porque es incomparablemente más lo que ignoramos que lo que sabemos. No obstante, fuimos casi siempre nosotros los primeros en desentrañar los misterios que, hasta ahora, han hallado solución. Pero pudiera ser que algún celta hubiera llegado aún más allá de lo que sabemos y se lo haya callado. Si así fuera, todo lo que ocurre aquí quedaría aclarado. Mi primera explicación es que este encierro de tantos años puede producir y seguramente habrá producido locura; la segunda, que Morgana y sus sucesoras hayan descubierto efectos y facultades en la materia que los demás no conocemos todavía. Combinando la locura con los conocimientos ignorados, todo lo que nos ha ocurrido en ese bosque de ahí fuera y cuanto ocurre aquí podría ser explicado y resultar de lo más lógico.
Divea apretó un poco los labios. Coincidía con Fomoré en el sentido general de su idea, pero discrepaba de su escepticismo. Aunque todos los misterios pudieran hallar explicación algún día, ella opinaba que los hombres necesitarían de todos modos mantener viva su capacidad de maravillarse y creer en la magia de la sobrenaturalidad inaprensible.
-¿Quién estaría preso de esa locura que dices? –preguntó Conall a Fomoré.
-Todos. Y esas tres mujeres que Divea considera descendientes directas de Morgana, las primeras.
-Entonces, estamos perdidos –opinó Conall.
-No lo estaremos –aseguró Divea-, si usamos nuestro ingenio. Oíd lo que haremos.



76
Fueron llamados de nuevo a la presencia de las tres mujeres sentadas ante el monolito del nementone. Aunque todo permaneciese igual, casi todo había cambiado. Las cortesanas que, a su llegada, cotorreaban y deambulaban sin orden alrededor del templete, ahora habían formado un círculo perfecto y Fomoré pudo contar que totalizaban cuarenta y nueve. Habían sacado de algún sitio gran cantidad de muérdago para colgarlo en las siete columnas. Por último, los hombres sin rostro, alineados a lo largo de las cuatro paredes, se habían sentado en el suelo en los mismos lugares, con las cabezas reclinadas sobre sus rodillas y las espaldas apoyadas en la piedra.
Las tres mujeres dijeron al unísono:
-Divea, vuelve a mostrarnos los tres símbolos claves y recítanos de nuevo las plegarias.
La futura druidesa extrajo la cruz celta que representaba el árbol como marca de Karnun, el cascabel que refrenaba con su tintineo los impulsos belicosos de Ogmios y el anillo de bronce con una figurilla de hombre que apoyaba manos y pies en el aro que simbolizaba la obra de los dioses. Al mismo tiempo, fue recitando las tres frases muy cerca de los tres asientos para que sólo ellas pudieran escucharla.
Al finalizar, las tres movieron la cabeza con aprobación.
-Hemos decidido otorgarte el saber que has venido a buscar, con la condición de que nunca olvides que te costaría la vida repetir para otros oídos un solo dato de los que vas a conocer ahora. ¿Estás segura de desear correr el riesgo?
Divea asintió.
-¿Estás segura de que tus labios permanecerán sellados por toda la eternidad?
Divea volvió a asentir.
-Que todos los presentes ensordezcan –ordenaron las tres.
En el primer instante de incomprensión del grupo de Divea, nada ni nadie se movió, ni ocurrió cualquier cosa que pudiera corresponderse con la extraña orden. Pero unos momentos más tarde, apareció por el túnel de la entrada una fila de muchachas de edades comprendidas entre los diez y los quince años, todas ataviadas con túnicas blancas que sólo les llegaban a la rodilla, y coronadas de hermosas flores recién cortadas. Todas portaban pequeñas bandejas de plata. Fomoré las contó; cuarenta y nueve.
A excepción de los hombres sin rostro, fueron acercándose uno a uno a todos los presentes para introducir en sus oídos las bolas de cera que portaban en las bandejitas. A todos, menos a Divea. Por consiguiente, ninguno de los seis acompañantes pudo oír ni el más leve sonido de cuanto ocurrió a continuación.
De modo que les parecía que ocurriesen en una ensoñación y no en la realidad el movimiento de los labios de las tres mujeres y los ademanes de Divea. La mayor de las tres era la que más hablaba y parecía que ahora no lo hicieran nunca al unísono, porque a largas parrafadas de la abuela seguían frases más cortas dichas a dúo por madre e hija, como si pronunciasen jaculatorias que redondearan el discurso central de la abuela. Al mismo tiempo, y siguiendo la misma cadencia de las palabras que no podían oír, Divea se arrodillaba en el suelo, se volvía a poner de pie, a continuación se tendía boca abajo y se alzaba prestamente para quedar, de nuevo, de rodillas. Fomoré creyó contemplar una representación teatral de la locura de las tres descendientes de Morgana. Fergus siguió todas las evoluciones con fervor, convencido de presenciar la más hermética de las ceremonias en honor de los dioses. Brigit trataba desesperadamente de leer los labios de la abuela, pues con los oídos sentía que le hubieran taponado las demás facultades. Naudú y Dagda mantuvieron todo el tiempo la cabeza inclinada sobre el pecho, en señal de respeto y veneración. Con mayor desesperación que Brigit, Conall intentaba descifrar alguna frase que pudiera servirle para el futuro que se había marcado.
Transcurrido un tiempo que a todos les pareció exagerado, vieron que las tres mujeres daban una palmada simultánea que puso en movimiento, de nuevo, al cortejo de las cuarenta y nueve muchachas. Desfilaron otra vez entre las cortesanas y los seis compañeros de Divea, y fueron extrayéndoles las bolas de cera.
-Ahora –dijeron las tres a coro-, recibe este presente que deberás guardar el resto de tu vida.
La abuela depositó en las manos de Divea un pectoral de oro grabado profusamente con círculos y grecas celtas.
-A cambio, entréganos ese torques que luces.
Divea dudó unos instantes. El torques de plata maciza que le había regalado Goigniu era el objeto más bello y valioso que hubiera poseído jamás. Según las costumbres celtas, constituiría una ofensa muy grave contra el generoso druida dar a otro lo que él le había obsequiado. Por lo tanto, posó la mano sobre su cuello abarcando la parte más ancha del collar e inclinó la cabeza.
-Niña, no me hagas perder la paciencia –dijo la abuela, hablando sola-. Dame de una vez el torques.
Como respuesta, Divea le tendió la mano izquierda con el pectoral de oro, intentando que lo volviera a coger. Sentía desgarro interior, porque también el rechazo de un regalo era una ofensa, pero ocurrió lo más inesperado. La abuela sonrió, aunque muy levemente, antes de decir:
-Veo que eres humilde y respetuosa de la tradición. Y observo con gran complacencia y dicha que careces de ambición. Por lo tanto, puedes quedarte el torques de plata y también el pectoral de oro. Póntelo.
Divea se dio cuenta de que todo había terminado y ahora tenían que afrontar los siete el destino que ellas les hubieran asignado, y sospechaba que no sería el mismo para los siete; sobre todo, para los hombres. Tenía que comenzar a poner en práctica el plan.
-¿Puedo suplicaros, excelsa druidesa, un último favor?
Vislumbró enfado en los tres pares ojos, pero procuró permanecer serena.
-¿No crees que estás abusando de nuestra paciencia?
-Ruego que me perdonéis si así fuera. Pero es tan inmensa vuestra sabiduría, que no querría abandonar este maravilloso reino sin conocer de vuestros labios la explicación de un último enigma.
-La vida y el mundo están llenos de enigmas. ¿A cuál te refieres?
-Sólo podría preguntároslo arriba, en el embarcadero.
Las tres se miraron entre sí. Parecía ser bastante insólito que salieran al aire libre, por lo que Divea añadió:
-Los celtas nos hemos adelantado a los demás pueblos en el conocimiento físico de la materia porque nos hacemos preguntas y nos las respondemos desde el principio del tiempo bajo el amparo del firmamento, enfrentados a la Naturaleza. Vos sois la druidesa más sabia y longeva del mundo, por lo tanto no quiero ni imaginar siquiera que podáis temer al aire libre. Mi corazón no podría soportar la decepción.








77
Por si las tres poseyeran facultades telepáticas, Divea subió la escalera tras ellas tratando de no pensar más que en cuestiones materiales y visibles, en vez de los pasos que debían dar ella y los seis para materializar su plan de huida; cuando notaba que su mente se inclinaba hacia la resolución del problema, se afanaba en recitar mentalmente alguna de las ripiosas canciones del bardo Tito, mientras fijaba los en la brillante y riquísima ropa de las tres mujeres, el basto y pestilente tejido de las túnicas de los hombres sin rostro, la enormidad horripilante de las lanzas que portaban, el negro sin reflejos de la piedra según se acercaban al exterior, las sandalias de hilos de oro trenzados que calzaba la nieta, los zapatos de piel de armiño de la madre y las babuchas recubiertas de pedrería de la abuela.
Al reaparecer en el embarcadero, se encontraron con que iba a anochecer al poco rato. Divea trató angustiosamente de recordar la fecha, para determinar si tendrían Luna llena o, al menos, un creciente o un menguante que les ofreciera alguna luz para la huida, pero los esfuerzos de no revelar su pensamiento la habían bloqueado. Tal como pronosticara Brigit durante el conciliábulo con sus seis compañeros, las tres se situaron en línea. La abuela en el centro, a su derecha la madre y a la izquierda, la hija. Era la más joven, por consiguiente, la que se encontraba al borde del agua. Además de los seis compañeros del grupo, sólo habían subido con ellas dos hombres sin rostro que ni siquiera terminaron de salir al exterior, permaneciendo más allá del arco, en los dos primeros peldaños de la escalera como si hubiese fuera algo que no eran capaces de afrontar. El barquero continuaba encogido en la barca, con la cabeza agachada bajo el manto como si debiera protegerse del aire libre.
-¿Qué enigma es el que deseas aclarar, Divea? –las tres volvían a hablar a coro.
-Por qué la luz no escapa ni es reflejada por esta roca tan inmensamente negra, que sin duda debe de tratarse de uno de los secretos más importantes y ocultos del mundo. Pero antes de que me respondáis, quisiera que oigáis a la más prodigiosa de mis compañeras, Brigit. Habéis de saber que posee facultades que los dioses otorgan a muy pocos elegidos. Mientras aguardábamos el comienzo de vuestras enseñanzas, ella me expresó vaticinios sobre vosotras tres que me parecen veraces y que, tal vez, os gustaría oír.
Las tres se miraron entre sí con perplejidad y, luego, asintieron.
Brigit se aproximó a la madre con las palmas de las manos vueltas hacia ella. Hizo una genuflexión y, flexionada, sin alzar la cabeza, dijo:
-Tu sabiduría apenas tiene límites. Alcanza a cuanto existe sobre la tierra, bajo ella y en el aire. Cuanto ampara el firmamento te ha sido revelado. Pronto alcanzarás y hasta superarás la ciencia de tu madre. Pero hay algo que ignoras.
Las tres miraron a la sibila con enojo trufado de asombro.
-Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
La nueva pausa de Brigit pareció enfurecerlas de impaciencia.
-Yo afirmo que antes de dos solsticios de verano, habrás de ver nacer una hermosa niña de esta hija tuya. Antes de dos solsticios tendrás entre tus brazos a la más bella de las nietas.
La madre sonrió casi imperceptiblemente, pero en sus ojos había un fulgor de felicidad. Brigit se acercó a la abuela, de nuevo mostrándole las palmas de sus manos, y realizó una genuflexión aún más profunda. No alzó la mirada para decirle:
-Tu sabiduría es la mayor del mundo. Nadie existe entre los mortales que supere la dimensión inabarcable de tu ciencia. Nadie, salvo tu propia hija, que habrá de igualarte antes de siete solsticios de verano. Pero hay algo que ignoras.
La abuela no se dignó enfadarse siquiera; sonrió con suficiencia algo jactanciosa.
-Sí, ignoras uno de los acontecimientos más trascendentales de tu vida futura.
Ahora, la impaciencia de las tres estaba desprovista de furor.
-Yo afirmo que te verás agarrotada por la duda antes de tres solsticios de verano, porque tu nieta parirá un varón…
Los ojos de las tres se desorbitaron. Brigit continuó:
-Tu nieta parirá un hermoso varón, heredero de las gracias y la inteligencia de Mordred, y de la caballerosidad y arrogancia de Arturo. Como con tu sabiduría inmensa sabrás reconocer sus virtudes al instante, dudarás más de dos lunas junto a ese bisnieto como jamás has dudado.
-¿Y qué ocurrirá después de esas dos lunas? –preguntaron las tres a coro.
-La madre Dana me niega ese conocimiento. Por más que lo he intentado toda la tarde, no consigo ver vuestra actuación posterior.
Brigit volvió a inclinarse en reverencia ante la abuela y, a continuación, fue a dar un paso hacia su derecha para repetir la genuflexión ante la nieta. Pero por lo pulimentado del suelo y la humedad del relente, fingió resbalar y fue a chocar contra el cuerpo de la muchacha. Cayeron las dos en el agua. Brigit simuló no saber nadar y, por si acaso, tenía sujeta la ropa de la joven bajo el agua, de manera que tampoco ella pudiera hacerlo. Ambas manoteaban entre alaridos y los tres hombres se lanzaron al agua. Mientras sujetaban a la nieta Fomoré y Fergus, dijo Conall:
-Divea, Dagda y Nuadu, bajad a la barca, para que podáis sacar entre las tres a esta joven.
Tal como Divea esperaba, los únicos dos hombres sin rostro que habían subido con ellas permanecieron más allá del arco negro, inmóviles en los dos escalones, aunque parecían torturados por el obstáculo que les incapacitaba para abandonar el refugio. El barquero ni siquiera había alzado la cabeza. La abuela y la madre tenían expresiones de terror y parecían no saber qué hacer. Por lo tanto, nadie impidió que las tres mujeres abordaran la barca. Sacaron prestamente a la muchacha, pero escenificando la pretensión de consolarla y parar sus tiritones simulaban palparla sujetándola con firmeza. En seguida, subieron a bordo los tres hombres y Brigit. Cuando ya se encontraban todos en la barca, Fergus y Fomoré preparados junto a los remos mientras Conall sujetaba al barquero, Divea se alzó y dijo:
-Sabia Morgana, la eterna, la de las tres personas, la trinidad perfecta. Debo agradecerte con todo mi corazón el saber que me has entregado y todos en el mundo conocerán la dimensión inimaginable de tu generosidad y tu ciencia. Pregonaré tu gloria en Gales, Hibernia y a mi regreso a Hispania. Ahora, tenemos la obligación de marcharnos, porque nosotros siete somos como vosotras, indivisibles, y debemos culminar juntos nuestro viaje. Con objeto de iluminar nuestro tránsito hasta la salida de vuestro reino, hemos de llevar con nosotros a esta estrella inigualable, esta parte indisoluble de vuestra trinidad. Nos acompañará en la travesía del lago, y también atravesará con nosotros el bosque, para que ni los aromas ni los hombres sin rostro obnubilen ni entorpezcan nuestro viaje. La dejaremos en la linde del bosque con todos los honores y con todo nuestro afecto.

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