lunes, 5 de enero de 2009

EL OCASO DE LOS DRUIDAS, seis capítulos más, GRATIS


Lo de Gales, aunque no parece peligroso, resulta más misterioso aún que lo de Anglia. Las sorpresas aumentan.
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A ninguno de los naturales del bosque de Tywi le impresionó la aparición de Llyfr, de regreso en el nementone. Pero a Divea, Conall, Naudú, Brigit y Dagda se les desorbitaron los ojos.
Tanto Fomoré como Fergus habían tenido que aceptar el recubrimiento que lucían como auxiliares eventuales del druida, una túnica corta, llena de ricos bordados, echada por encima de la suya. Uno a cada lado, sujetaban las esquinas y la mayor parte de la carga de un manto que, de otro modo, Llyfr no habría sido capaz de portar solo, tan importante era su peso a causa de los bordados de hilo de oro, perlas y piedras preciosas. Ninguno de los siete visitantes había visto jamás nada igual, pero los naturales del bosque de Tywi observaban el manto y el resto del brillantísimo atuendo con la misma indiferencia con que miraban las hojas de los árboles.
Tal boato era tan extraordinario, y tan inusual en los bosques celtas, que Divea no pudo contener un comentario sin apenas mover los labios:
-Esto es como Babilonia.
Nadie podía haberla oído, salvo Conall, que estaba a su lado como coprotagonista de la ceremonia, pero a la distancia de unos diez pasos donde todavía se encontraba, Llyfr miró hacia sus ojos de un modo penetrante, como si la hubiera escuchado con claridad. Su expresión no varió, pero la futura druidesa sintió angustia.
Sobre una alta plataforma de madera colocada tras el ara, habían dispuesto un asiento muy elevado tapizado de pieles de lobo. Cubriendo el asiento a una altura de diez pies, un palio de muérdago entretejido con gruesos hilos de lana. Tras acomodarse Llyfr, el manto fue extendido hasta cubrir la plataforma y el asiento, de manera que el druida aparentaba encontrarse suspendido del aire.
Catorce hermosos adolescentes de ambos sexos repartieron cuencos con un elixir, que Divea reconoció como el tercero de los siete principales. Ella fue la primera en beber, seguida de Conall, pues ambos habían sido acomodados casi en el centro del nementone, dos pasos por delante del ara. Los demás fueron bebiendo también, y una vez que todos lo hubieron hecho, a una señal del druida el bardo elevó su formidable voz para recitar el canto ritual:
El fértil Karnun nos acoge
y la bondad de Bran nos consuela,
la madre Dana nos ilumina
para merecer la sabiduría de Lugh.
Siguió una canción cuyo argumento hallaron indescifrable los siete visitantes. Narraba la historia de un clan que había sido condenado por un druida renegado a vivir suspendido del aire, en una isla volante. En tan inseguro e inestable lugar, sufrieron durante seis generaciones sin que nadie lograra vencer el sortilegio, hasta que la llegada de una niña amada por la madre Dana les llenó de esperanza. Pero aunque esa niña bondadosa les dijo que podían deshacer el encanto y les enseñó cómo hacerlo, tras largas deliberaciones los miembros del clan acordaron permanecer en el mismo lugar, porque temían morir ateridos entre las sombras del bosque.
Terminado el canto, le fue ofrecido un cuenco a Llyfr. Tras agotar su contenido, el druida pareció a punto de derrumbarse del alto lugar que ocupaba, pero a continuación, se enderezó de tal modo que semejó levitar. Su cuello, erguido casi hasta lo imposible, parecía haberse liberado del peso de la cabeza a pesar de la voluminosa corona de flores que la adornaba. Los ojos de Llyfr se tornaron blancos, con las pupilas oculta en las cuencas, y entonces habló:
-Todos los secretos están en ti, hermosa druidesa de Hispania.
Alarmada, Divea comprendió que iba a comunicarle los conocimientos de viva voz, ante el clan en pleno. Todo en el bosque de Tywi le había parecido insólito, pero el proceder del druida en era lo más incomprensible de todo.
-Sea vertida la sangre –dijo Llyfr.
En vez de sacerdotisas, fueron los adolescentes que habían repartido el elixir quienes portaron y sujetaron sobre el ara a un cervatillo. También lo sacrificaron ellos mismos sin rigor ritual y recogieron la sangre como si fueran matarifes.
-No comprendo nada –murmuró Conall.
-Ni yo –confesó Divea.
Después de beber parte de la sangre del animal mezclada con otro elixir, el druida indicó a Divea y Conall que también bebieran. A continuación, soltó una larga perorata llena de lugares comunes y cuestiones de sobra conocidas de todos, y en seguida fue dada por concluida la ceremonia.
Desolada, Divea se preguntó por qué había malgastado tiempo y energías para visitar Gales.



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Los siete durmieron mal. La extrañeza e incomprensión de la futura druidesa se contagió a los demás, lo que les desveló a pesar de que Divea preparó para todos su fórmula del quinto elixir básico, el que serenaba las angustias del espíritu.
-Cuanto ocurre en este bosque escapa a mi entendimiento –dijo Naudú- Sobre todo, después de lo que hemos visto esta noche. Mucho brillo y belleza para envolver una burbuja de aire…
Divea asintió cabeceando un poco. Estaba abrumada y comenzaba a encontrar sentido a muchas de las advertencias de su amado bisabuelo Galaaz sobre las responsabilidades de un druida. Tras una corta vacilación, preguntó a Brigit:
-¿Tampoco tú encuentras explicación?
La hermosa sibila de pelo cobrizo bajó los ojos, consternada.
-Me pesan en los hombros las oleadas de malos presagios que caen sobre ellos, pero no se forman imágenes luminosas en mi mente. Siento la amenaza cercana de algo muy tenebroso, muy oscuro, aunque no se me desvela nada más. Sin embargo, una cosa sí creo que tengo clara: saldremos con bien de este bosque y abandonaremos Gales superando ciertas dificultades menores.
Mucho antes de que amaneciera, Dydfil acudió a despertarles; los halló despiertos y conversando sobre las más variadas conjeturas.
-Mi padre desea hablaros a vosotros, Divea, Fomoré y Fergus, mientras los demás disponéis todo para la partida.
Los demás eran Conall, Brigit, Dagda y Naudú. Una tarea demasiado pesada para tres mujeres y un solo hombre. Dydfil se adelantó a la protesta que presintió:
-Dos de mis compañeros y yo vamos a ayudaros con la carga y los arreos de los caballos, no os preocupéis. Acompaño a Divea y estos dos ante el gran druida, y en seguida volveré.
Llyfr los esperaba sentado en el centro de la amplia sala de su casa. Vestía sólo la túnica de lana blanca normal y, a pesar de ello, resultaba mucho más venerable que la noche anterior para los ojos de Divea.
-La madre Dana te proteja, bella druidesa –saludó el druida-. Estos dos valerosos y leales servidores tuyos –señalaba a Fergus y Fomoré- me expresaron ayer una grave preocupación sobre tu seguridad personal y tu futuro. Debes saber que la lealtad de estos dos hombres es inquebrantable y has de contar con ellos toda tu vida. De igual modo, escucha sus palabras con atención, aunque no te gusten demasiado y hasta puedan desagradarte. A Fomoré y Fergus les inquieta la posibilidad de que el elegido para ser tu bardo no te sirva con entera fe ni suficiente amor. Y yo te digo, Divea, que ellos tienen razón pero no toda la razón. Existen tinieblas en el ánimo de ese muchacho, pero es tu deber de druidesa sabia vencerlas. Las que turba el espíritu de tu bardo y todas las sombras que has de encontrar durante tu magisterio, el resto de tu vida. Confío en que lo consigas y me inclino a afirmar que lo conseguirás. Ahora, una vez aclarado este punto, vosotros, Fomoré y Fergus, salid a la puerta y esperad fuera con paciencia, pues debo conversar a solas con vuestra druidesa.
Llyfr habló al oído de Divea hasta que el sol comenzó a iluminar el bosque, cuando lanzó un rayo por la ventana que cubrió de oro la melena de Divea. Maravillado por una belleza que le hacía pensar en las divinidades, el druida se levantó de su asiento y echó su brazo izquierdo sobre los hombros de la muchacha mientras la acompañaba hacia el exterior. De reojo, Divea observó la tronera circular abierta en el suelo, en un ángulo de la estancia, donde descendía una escalera semejante a la del reino de Morgana. Con un ligero escalofrío, se preguntó a dónde conduciría.
Cuando vio salir a la joven abrazada por el druida, Fomoré se dio cuenta de que la futura druidesa acababa de recibir de verdad las enseñanzas que procuraba obtener en Gales, y dedujo, por consiguiente, que lo de la noche anterior había sido un simulacro escenificado tan sólo para satisfacción y recreo del clan. Una bella representación teatral en la que los aspirantes a druidesa y bardo habían sido simples comparsas.
Llegados junto al resto del grupo, todo estaba dispuesto ya. Mas les aguardaba una sorpresa nueva; Dydfil y dos de sus compañeros guerreros iban a acompañarles, supusieron que hasta la linde del bosque. Ya estaban pertrechados y dispuestos junto a la carreta, esperando sobre sus monturas.
-Aúpame ahí encima, Dydfil –ordenó el druida a su hijo.
Ayudado por éste desde lo alto del caballo, Llyfr se encaramó a una roca que se elevaba tres pies sobre el suelo. Todos creyeron que lo hacía sólo para la despedida, pero el druida alzó las manos con ademán celebrante y dijo con tono ritual, como si recitara una invocación a los dioses:
-Dagda, que fuiste consagrada a la madre Dana, has de saber que tu consagración es nula, pues me han informado de que tus padres te ofrecieron al servicio de la diosa antes de cumplir los siete años. Todo buen druida debe saber que la cifra del siete no es sólo cabalística ni mística, ni mágica; es símbolo de algo tan esencial para las personas como el sentido común, y por ello el druida Taliesin de Onix, que aceptó tu consagración, cometió una falta inaceptable contra tus derechos personales. Antes de los siete años, ningún ser humano dispone de su libre albedrío. Y sin libre albedrío, sin elección voluntaria y ansiada, no hay verdadera consagración. Por lo tanto, Dagda de Hispania, yo te libero de tus votos en el nombre de la madre Dana y de todos los dioses. Vive tu vida en paz como mujer libre, si tal es tu deseo, o vuelve a consagrarte a la diosa si en ello consistiera tu vocación verdadera.
El estupor hizo que los ojos de Dagda peregrinaran de uno a otro de sus compañeros, como si pidiera auxilio. Mas de repente, cayó sobre su entendimiento una verdad sólo presentida hasta ese momento. En lo más profundo de su corazón, jamás había aceptado el sacerdocio más que como una obligación; no recordaba un solo acto ritual donde hubiera actuado con pasión, con toda la plenitud del espíritu. Siempre había pervivido en su interior la vaga angustia de sentirse prisionera y ahora, de repente, recibía sin júbilo ni alegría el vértigo de la liberación. No iba a saber qué hacer con su libertad.
Recibieron todos en abundancia manojos de muérdago de manos de siete adolescentes, y emprendieron el viaje tras un corto ritual de despedida, para el que invocaron la protección de los dioses. Llyfr permaneció sobre la roca con las manos alzadas al cielo hasta que lo perdieron de vista.
-¿No debería tu padre tomar un baño en la Fuente de la Juventud? –preguntó Fergus.
Le había parecido que a pesar del boato y de su prestancia, Llyfr sufría ciertos achaques de la edad, pero la pregunta no era más que una ligera humorada, para señalar la senilidad innegable del druida. Dydfil respondió:
-Ya os dije ayer que todos en Tywi tomamos el baño al llegar a la adolescencia. ¿Qué edad supones que tiene el gran druida, Divea?
Esta pregunta les desconcertó a todos. Dydfil continuó.
-Mi padre cumplirá pronto los ciento once años. Me engendró a los ochenta.
-¡Tienes treinta años! –la exclamación fue general, puesto que ninguno le había calculado más de diecisiete.
La incredulidad teñida de estupor ensombreció el ánimo de los siete. Esas cosas solamente ocurrían en las leyendas.
-Me doy cuenta –dijo Dydfil- de que no tenéis idea de lo que ocurrió ayer con vuestros cuerpos. Pero ya lo iréis notando con el paso de los años.
Esta información les aplanó. Ninguno de los siete había creído estar sometiéndose a ninguna fuerza mágica cuando se sumergieron en el lago de la hermosa cueva. Pero si las edades que Dydfil declaraba eran ciertas, debían aceptar que algo de verdad habría en la creencia de que ese lago era la Fuente de la Juventud.
-Deberíais habernos avisado –dijo Fomoré conteniendo su enfado-, para saber si nosotros queríamos prolongar nuestra juventud. No es un privilegio tan ansiable como se cree, y no es demasiado de ansiar para la gente común como nosotros, porque no aporta ninguna ventaja mantenerse joven mientras envejecen quienes amas. De saberlo, yo lo habría rechazado.
-¿Alguien os engañó? –replicó Dydfil con severidad-. Desde el principio os dijimos adónde os llevábamos y yo os expliqué cómo tomar el baño, explicación que observé atentamente que respetabais sin ningún error ni rechazo. Por lo tanto, ¿por qué me insultas tú, Fomoré, con tu reproche y tu filosofía?
Se mostraba tan digno y razonable, que Fomoré sintió vergüenza.
-Debo disculparme, amigo. Pero debes saber que nosotros siete nos bañamos como si participásemos en un rito, no en espera de milagros. Estoy convencido de que mi sentimiento ante ese privilegio no ansiado es compartido por todos mis compañeros. Tal vez debimos escucharte con mayor atención y observación. Hecho queda, y que los dioses nos amparen. Ahora, llegamos a la linde del bosque; es pues llegado el momento de la despedida.
-¿La despedida? –preguntó Dydfil, perplejo-. Nadie va a despedirse. Nosotros tres viajaremos con vosotros. Hemos de protegeros hasta subir a bordo y, a continuación, hasta que dejéis de estar al alcance de las malas intenciones de algunos religiosos y señores de mi tierra galesa.
Fomoré notó que esta noticia era una novedad sólo para él, así como para Divea y Fergus. Los otros cuatro ya estaban al corriente antes de que regresaran de la casa del druida. Presintió pésimas expectativas de esa compañía, aunque no supo en ese momento lo que originaba el presentimiento.
Iban a salir de Gales sin enterarse del origen de tanta riqueza y boato en el bosque de Tywi ni descubrir si sus pobladores eran o no felices.





86
Ya sumaban diez en el dromon y los recién incorporados eran forzudos jóvenes bien entrenados. Por ello, las operaciones de carga y zarpa resultaron notablemente más fáciles que las veces anteriores que habían varado, ayudados ahora, además, por la calma chicha que presentaba el agua en la recoleta ensenada, en cuyo recodo más interior habían ocultado el navío.
Una vez que izaron la vela y una brisa suave empezó a empujarlos hacia mar abierto, los siete notaron que los tres galeses permanecían tensos, con las manos rígidas apoyadas en la borda de estribor, observando con intensa concentración la costa frente a la que navegaban, muy cerca todavía y con muchos acantilados donde podían anidar malas acechanzas. Una línea quebrada entre playas y escollos, brillantemente verde en las suaves ondulaciones cercanas, empenachadas a lo lejos por montañas oscuras recortadas en la pátina plateada de una calima húmeda que todo lo desdibujaba. Ninguno de los tres disimulaba lo más mínimo su crispación ni lo que parecía temor.
Fomoré, que ayudaba a Fergus con las maniobras del timón, se fijó en la extraña actitud y cruzó unas frases con el gálata:
-Esos tres parecen angustiados de un modo horrible.
-¿No será que miran alejarse su tierra con tristeza?
-No, Fergus. Observa sus miradas, fijas en los promontorios que vamos superando. Y mira sus hombros y brazos; parecen gatos dispuestos a saltar.
-¿Crees que temen algo?
-Creo que sí, y tenemos derecho a enterarnos.
Fomoré llamó a Dydfil junto a ellos. Notó que el hijo del druida acudía de muy mala gana, sin dejar de girar la cabeza hacia tierra firme a cada paso.
-¿Ocurre algo que nosotros debiéramos saber?
En el rostro del muchacho que sólo lo era en apariencia, apareció un viso de turbación.
-Sufrimos grandes tragedias en Tywi, y deberemos permanecer todavía en guardia, hasta que podamos estar seguros de que, al menos nosotros tres, nos hemos liberado.
-¿De qué hablas, Dydfil? –preguntó Fergus.
-De los cañones que ahora deben de apuntar hacia este navío tan extraño, si es que han descubierto que viajamos con vosotros. Si así fuera, estarán aguardando el momento en que nos tengan a tiro.
Fergus estuvo a punto de ahogarse de rabia. Fomoré dijo:
-No consigo comprenderte, Dydfil. Este viaje dura ya cinco lunas, y te puedo asegurar que en ningún lugar hemos visto tanta felicidad, placidez, opulencia y belleza como en tu bosque.
-Es lo que debe parecer según se nos ordena –replicó Dydfil-. Pero todo es una comedia.
-Antes de continuar –dijo Fomoré-, espera que vengan los demás, porque si corremos riesgos, todos deben saberlo.
Comprendiendo que se avecinaban revelaciones que no sólo les ponían a los siete en peligro, sino que podían aclarar todas las dudas y, sobre todo, las de Brigit y Divea, Fomoré convocó a los integrantes del grupo a voces. Cuando todos se reunieron en torno al timón, Dydfil les rogó que se agachasen bajo la protección del castillo de popa para no ofrecer sus cuerpos como blanco accidental a los disparos de ballesta que pudieran llegar de tierra. Tras convencerse de que todos se encontraban razonablemente a salvo, dijo:
-Debéis perdonarnos por no avisaros, pero no podíamos obrar de otro modo. Sabed que en el bosque de Tywi no somos libres de verdad. Habéis contemplado una opulencia que no nos hace felices ni nos proporciona libertad. Los celtas somos en esta tierra una especie de reliquia, tolerada mientras les sirvamos para sus propósitos. Si nos negásemos a satisfacer sus exigencias, nos destruirían.
-¿Las exigencias de quiénes? –preguntó Fomoré.
-Yo no consigo entender nada de lo que dices –declaró Divea-. Cuando llegamos, nos dijisteis que habíais recibido avisos mediante espejos de plata, por los que os enterabais de cuanto sucede en todo el territorio de Gales. ¿Cómo podéis ser prisioneros y parecer sin embargo tan libres y dominadores de esta tierra?
-Para los mensajes con espejos –informó Dydfil-, basta con un hombre en la cumbre más alta de cada sierra y unos pocos en esta costa que frecuentan los navíos. Quienes dominan de veras Gales son los superiores de los conventos.
-¿Hay conventos de la cruz en Gales? –preguntó Divea con enorme sorpresa.
-Ni imaginaríais cuántos. Toda la tierra es suya, lo mismo que los castillos y demás propiedades. Mi padre, el gran druida, es sólo un servidor más, atado a distancia para sus fines.
-Pues parecía anoche el soberano más poderoso de la tierra –ironizó Divea.
-Sí, mi padre se dio cuenta de que lo comparabas con Babilonia.
-¿Puede leer el pensamiento? –se asombró Divea, puesto que recordaba haber murmurado ese comentario demasiado lejos del punto que ocupaba el druida.
-Puede leer los labios y también las miradas. Él emplea toda esa pompa sólo para mantener los símbolos externos y la ficción de un poder que no es suyo de verdad. Vivimos en esclavitud, Divea, la más monstruosa de las esclavitudes que podáis imaginar.
-Yo… -fue a decir Fergus, pero se mordió el labio y calló.
-¿La más monstruosa esclavitud, Dydfil? –reprochó Fomoré-. Yo he visto esclavos entre los cetrinos desmujerados que se han apoderado de gran parte de Hispania. Esa vida sí que es terrible. Te aseguro que vosotros no os parecéis a ellos.
-Por eso es monstruosa –alegó Dydfil-, porque no lo parece y se reviste de un falso esplendor. Pero habéis de saber que de cada diez de nuestros niños que cumplen doce años, hemos de entregarles a siete. Para sobrevivir como pueblo, nos vemos obligados a mantener preñadas a nuestras mujeres todos los años, pero la abundancia de nacimientos no nos ahorra el dolor de estar obligados a cuidarlos, ayudarlos y educarlos, para al final, verlos convertirse en nuestros propios enemigos. A partir de los doce años, los encierran en sus cenobios y les insuflan el odio hacia nuestro pueblo y nuestros dioses, de los que deben abjurar en el mismo instante que se los llevan. Y no sólo eso, también están obligados a odiar a sus propios padres y hermanos. Yo mismo, tengo dos hermanos que han crecido entre ellos a pesar de ser hijos del gran druida, y que si ahora los tuviera delante tratarían de matarme por escapar, aun sabiendo que soy su hermano mayor.
-¿Escapar? –preguntó Dagda.
Mostraba desorientación, a causa del sentido que ella le había atribuido al empeño de Dydfil por viajar en el dromon.
-El deseo de estar a tu lado es lo que ha acelerado mi decisión, Dagda. Nosotros tres venimos proyectando la huida hace tiempo, pero vuestra visita y, sobre todo, tu presencia, es lo que ha hecho que ya no la postergásemos más. Pero debíamos escapar para buscar el bien de nuestro clan. Las alforjas de nuestros tres caballos no llevan alimentos ni ropa; sólo oro. Nos proponemos reclutar un ejército entre los celtas de Hispania, para volver a Gales a liberar a nuestro pueblo.
-¿En Hispania? –se extrañó Conall-. ¿Por qué no en Hibernia, que está tan cerca de vuestra tierra?
-En Hibernia sería imposible. Ya veréis por qué.
Comenzaban a distanciarse de tierra lo suficiente como para no temer los cañones ni, mucho menos, los disparos de ballestas, y por ello notaron que los tres amigos se serenaban y abandonaban la vigilancia.
-Tal vez sea que nadie nos ha traicionado –comentó Dydfil- o no han tenido tiempo de movilizarse antes de que ganásemos distancia. Sabed que algunos padres del bosque, desconsolados por el secuestro de sus hijos, se convierten en traidores de sus hermanos los celtas bajo la promesa de recuperarlos, cosa que jamás ha ocurrido ni ocurrirá. Pero con ese proceder tan ruin, esta tierra está minada de enemigos que no somos capaces de identificar ni prever.
-Entonces –preguntó Fomoré con pasmo-, ¿de dónde viene esa riqueza alucinante que poseéis?
-Todo está en la casa de mi padre –respondió enigmáticamente Dydfil, que ahora esbozó una leve sonrisa sobre su expresión triste.
-¿Fórmulas mágicas, alquimia? –preguntó Conall con tono algo rajado.
-No –respondió Dydfil-. Sencillamente, una mina. La mina de oro más fabulosa que imaginar podáis se encuentra bajo la casa de mi padre.












87
El mar era gris sin apenas matices, una extensión fría y desangelada que no alentaba el optimismo. A pesar de ello, los tres galeses iban mostrando mayor serenidad cuanto más se distanciaban de su país; mientras, los siete trataban de sobreponerse al cúmulo de sorpresas. Sobre todo, las cuatro mujeres, que no habían asimilado ni creían poder asimilar la noticia del secuestro de siete de cada diez adolescentes. Eran incapaces de comprender cómo podían sobrevivir las madres a un drama tan horrible y ser capaces de parecer todos tan felices como habían fingido durante el pomposo ritual de Llyfr.
Durante la corta travesía, Dydfil trató machaconamente de desalentar las esperanzas de los siete sobre Hibernia:
-Alguien ha fomentado en vuestro ánimo expectativas injustificadas. Hace muchas generaciones que recibimos periódicamente en Gales oleadas de refugiados celtas procedentes de Hibernia, también llamada Erin por sus naturales. Llegan empujados todos ellos por los sufrimientos del acoso físico y moral, y la persecución religiosa. En esencia, es verdad que Hibernia es un mundo celta casi en su totalidad por raza y origen; lo terribles es que han dejado de ser celtas de verdad.
-Pero –discrepó Divea- todas nuestras tradiciones hablan de la isla verde como la meta soñada, lo más semejante al edén de las fábulas; el lugar donde nuestra cultura no solamente resiste, sino que prospera.
-Sí, querida druidesa –respondió Dydfil-. Pero las cosas han cambiado mucho desde Jafet y, sobre todo, desde los Milesianos Uar, Eithear y Armegin, que llegaron a la isla de Hibernia desde Hispania, a donde sus padres habían arribado procedentes de Egipto. Desde la primera proeza de Armegin, los celtas hiberneses permanecieron fieles a nuestros dioses y nuestra cultura, hasta hace pocas generaciones.
-¿La proeza de Armegin? –preguntó Dagda.
Dydfil sonrió. Comprendió que la hermosa hispana de cabello oscuro que le había robado el corazón trataba de acaparar su atención mediante preguntas. Le sonrió con ternura antes de responder:
-Sí, Dagda, querida. Es una historia cierta. Cuando los descendientes de Jafet llegaron a Hibernia desde Hispania, se encontraron con un reino muy poderoso llamado Tara, cuyo rey era el taimado Tuatha De Danann, quien reclamaba para sí la propiedad exclusiva de toda la isla. A los recién llegados les ordenó que abandonasen su país, pero Armegin encontró un subterfugio. Dijo que se retiraría con sus naves a la distancia de nueve olas y que si Danann era tan poderoso, que les impidiera volver a tomar tierra, pero si no podía impedírselo, ellos se asentarían en la isla para siempre. Aceptado el reto, Armegin junto con sus compañeros navegaron hasta la distancia indicada, y allí, el poder de Danann aliado con las profundidades, se puso de manifiesto levantando una tormenta espantosa que a punto estuvo de hacer zozobrar las naves. Pero Armegin resistió el temporal y, alzado sobre la proa de su navío, pronunció la más maravillosa invocación druídica a la madre Dana. Con la última de sus palabras, la tormenta cesó de súbito. Habiendo superado el reto, los Milesianos desembarcaron de nuevo y fundaron su reino de Hibernia; era el decimoséptimo día de la segunda luna de primavera.
-Es una leyenda emocionante –comentó Divea.
-Los hiberneses no le llaman leyenda –aclaró Fomoré-. Ellos consideran que es el primero y el más importante de los anales de su historia.
Divea sonrió y asintió mientras miraba con entendimiento a los ojos del hombre más misterioso de los siete. Ella había sido puesta al corriente, en el país de las piedras clavadas, del porqué de que Fomoré poseyese conocimientos tan profundos, pero habiendo comprometido su silencio, se daba cuenta de que los demás miembros de su grupo solían mostrar estupor al oír algunas de sus frases. Concretamente, en ese momento observó la mirada sombría de Conall, que oscilaba del hermoso rostro de Fomoré al suyo, con deseo evidente de lanzar reproches.
Las miradas evasivas y algunos desplantes de Conall se estaban convirtiendo en cotidianos, y aunque Divea comprendía que debía encontrarles solución, no se decidía a abordar la cuestión francamente porque habían crecido juntos y le resultaba incómodo hacer valer su autoridad. Sin embargo, tenía la obligación de seguir el consejo del gran druida Llyfr. Sabía que debía emplear la sapiencia asimilada para despejar las supuestas sombras de la mente de Conall que detectaran Fomoré y Fergus.








88
Fergus enrumbó la proa hacia el abrigo más favorable de cuantos había tenido el dromon bajo su mando. Una angosta cala de oscuras rocas verticales, casi un desfiladero, con una pequeña playa en el fondo. El bamboleo del agua producía rumores y espuma entre numerosas rocas desprendidas de la pared vertical, cubiertas de algas y moluscos. Todo lo que veían más allá de los escollos emergidos era una muralla oscura como el carbón donde no se apreciaba a simple vista más que inaccesibilidad.
-No vamos a poder subir la carreta por esos acantilados –señaló Conall al gálata- ni, mucho menos, los animales.
-Nunca te fíes de como parecen las cosas desde el mar –respondió Fergus con una sonrisa-. Tú deberías saberlo de sobra, ya que presumes de haber sido pescador. Debido a la distancia y el balanceo de las olas, y también por culpa del velo de la calima que levantan las olas, los relieves de tierra se achatan y desfiguran para quien mira desde un navío. Por mi experiencia en miles de islas del Mar del Centro de la Tierra, puedo asegurar que no hay motivos para tus dudas. Con la agilidad fantástica de Fomoré y la fuerza de los tres galeses, ya verás como nos las arreglamos. Algún sendero o trocha tiene que haber.
Tras la charla del druida Llyfr, Fergus había decidido tratar de intimar con el aprendiz de bardo a ver si era capaz de desenmascarar sus intenciones, y le daba conversación tanto como podía. Notaba que también Fomoré seguía la misma táctica, pero era difícil hablar de ello para establecer una estrategia común, puesto que Brigit no se apartaba de su vera más que lo indispensable, y en todo caso ambos tenían siempre alguien cerca desde la partida del bosque de Tywi. Supuso que habría mejores posibilidades de conversar en un aparte una vez que estuviesen de nuevo en tierra.
-Pero es que me angustia lo que Dydfil nos ha contado de las persecuciones que sufren los celtas de este país –arguyó Conall-. Temo que si los hiberneses no nos recibieran bien, sería demasiado imprudente que les dejemos vernos llegar desde una posición tan ventajosa, encontrándose ellos en lo alto de las rocas y nosotros atrapados en caminos tortuosos, por donde tendremos que subir demasiado lentamente y con muchas dificultades. ¿Tú te imaginas que los caballos van a aceptar subir por ahí?
Fergus volvió a sonreír.
-Hombre, me alegra que seas tan precavido. Pero no te preocupes. No va a suceder como has dicho.
-¡Ah! ¿No?
-Antes, he mencionado la agilidad de Fomoré porque espero que escale estas murallas tan empinadas por algún recoveco que encuentre fuera de este abrigo, donde no pueda ser descubierto desde arriba. Nosotros no desembarcaremos hasta que él no llegue a lo alto de esas rocas y nos asegure que tenemos vía libre.
Ahora fue Conall quien sonrió, gesto que no prodigaba. Fomoré se preguntó por qué lo haría tan poco, ya que poseía una sonrisa atractiva y luminosa. Supuso que el motivo tenía que ser lo que le corroía las entrañas. Las tinieblas en que reservaba las emociones de su pecho le ensombrecían la expresión.
En cuanto vararon, Fomoré se echó al agua por la popa, donde no podría ser visto desde tierra. Aunque el agua estaba algo alborotada, no le resultó difícil nadar hacia mar abierto y llegar al roquedal vadeando varios escollos. Permaneció unos instantes en el primer relieve al que pudo encaramarse, para tomarse un respiro y aguardar la señal afirmativa de Fergus, que en cuanto lo vio trasponer la punta pidió ayuda a los demás a fin de examinar con atención el borde superior del acantilado, por si observaban algún movimiento. Pasados unos momentos, dieron por cierto que nadie les vigilaba y el gálata disparó con la ballesta una flecha que llevaba prendido un pedazo de lienzo blanco.
Fomoré, que no podía ver el navío desde su posición, sí vio caer en el agua, muy cerca, la ingeniosa señal de vía libre ideada por Fergus. Comenzó la escalada de inmediato. Entretanto, Divea no paraba de mirar con preocupación hacia el saliente tras el que Fergus había desaparecido.
Conall siguió la mirada angustiada y sintió en el pecho un raro escozor que trató con todas sus fuerzas de disipar, lleno de desconcierto. Le molestaba que la futura druidesa diera siempre la razón a ese hombre tan excepcionalmente hermoso, pero, además, le producían desazón unas miradas que le parecían declaraciones de amor. Debía sacudirse e impedir que le rondasen pensamientos tan molestos. Llevaba casi dos lunas agarrotado por engorrosas contradicciones internas que le causaban vértigo; no quería malograr su éxito personal en ese viaje de iniciación a dúo obstaculizado por pasiones inmediatas y reacciones impulsivas que nada podían reportarle para el porvenir. Un porvenir que tenía decidido desde antes de comenzar el viaje y nada podía desviarle de él. A fin de pensar en otra cosa, se apartó un poco hacia donde Naudú estaba oficiando una de sus frecuentes ceremonias. La sacerdotisa astur encontraba en todos los sucesos y acontecimientos razones para quemar hierbas aromáticas en un pebetero y elevar preces a Dana y demás dioses, entre los cuales Bran era su favorito. Y lo hacía con mayor afán y devoción desde el momento en que Dagda había sido exonerada de sus votos por el druida Llyfr y tenía que oficiar sola. En el momento que el futuro bardo se le acercó, recitaba una larguísima oración dando gracias por el buen fin de la travesía, a pesar de su brevedad y de que el mar había estado sereno todo el tiempo. Conall aguardó respetuosamente a que acabase. Examinar su proceder también era para él un buen método de iniciación.
-¿Deseabas algo? –preguntó la sacerdotisa cuando terminó.
-Nada especial. Sólo, hacerte compañía.
-Acompáñame y terminemos el rito a dúo.
Mientras vertían las cenizas por la borda y las hacían volar sobre el mar, Naudú volvió la mirada hacia Conall y dijo:
-Pareces raro.
-Todos decís lo mismo desde que emprendimos este viaje. Aunque al principio me molestaba mucho, ya no me lo tomo a mal.
-No es eso lo que he querido decir, Conall. Me pareces raro esta tarde precisamente porque no te veo como todos los días. Creo que estás cambiando en algo que no consigo precisar.
-Esta madrugada me he recortado el pelo.
Nuadú se echó a reír. Conall acompañó sus risas.
-No seas bromista, Conall. Sabes bien que no es a eso a lo que me refiero.
No era la apariencia externa de lo que hablaba la sacerdotisa, sino de algo situado bajo la piel y tras la mirada. Notando la incomodidad que al aprendiz de bardo la causaba su escrutinio, volvió los ojos hacia el patrón del navío.
-Parece que podemos comenzar el desembarco –dijo en voz alta Fergus, al tiempo que señalaba un punto en lo alto del acantilado.
Asomado al borde del precipicio, Fergus les hacía señales de asentimiento moviendo en aspa los brazos alzados con las manos extendidas. A continuación les indicó el punto mejor para intentar el ascenso.




89
Todos estaban derrengados cuando lograron llegar a lo alto, donde comprobaron que el acantilado era el corte repentino sobre el mar de una meseta litoral llana, con muy escasa vegetación. El camino que acababan de coronar a duras penas no presentaba huellas ni trazas de haber sido utilizado antes de su paso.
-Creo que somos los primeros en subir por ahí –comentó Conall- y no me extraña, porque he creído todo el rato que en el momento más inesperado caeríamos al vacío.
Divea comentó:
-Deberíamos preguntarnos si seremos capaces de bajar por el mismo sitio. Pero mientras que los pesimistas creen que el viento llora; los pesimistas, creemos que canta. Si duro ha sido conseguir que los caballos avanzaran hacia arriba sin despeñarse, más complicado será obligarlos a bajar, y sin embargo sé que lo haremos.
-Encontraremos el modo –dijo Fomoré, sonriente-, no te preocupes.
La sonrisa que cruzaron éste y la futura druidesa extendió nuevas sombras sobre el ánimo de Conall, que apretó los labios y miró hacia oro lado. No se comprendía a sí mismo y su confusión aumentaba a cada paso.
-¿A qué bosque hemos de dirigirnos, Divea? –preguntó Fergus.
-Hibernia es el único país del cual ningún druida me ha adelantado el bosque que debo buscar ni el nombre del druida de quien debo aprender.
-Si me permites –terció Dydfil-, hay dos cosas que no podemos hacer en Hibernia. La primera, parecer demasiado fieles a las tradiciones celtas; la segunda, vestir de manera que confirme esa sospecha. Como veis, nosotros tres hemos cambiado nuestras galas guerreras por este sayo oscuro, y a vosotros os convendría hacer lo mismo. Os advierto de que no vamos a encontrar fácilmente un clan establecido en un bosque y gobernado por un druida, tal como conocemos a los druidas.
-¿Qué será, entonces, lo que encontraremos? –preguntó Divea.
-Hace más de quinientos años –relató Dydfil- que un druida renegado convenció a machamartillo a los hiberneses para aceptar los dioses cristianos y despreciar los nuestros. Se llamaba Patricio y a partir de su muerte fue deificado como héroe particular de este pueblo, aunque no había nacido aquí. Unos dicen que era un pastor natural de la Galia capturado por piratas hiberneses, y otros, que era galés, lo que yo, personalmente, consideraría un baldón; también hay quien asegura que pertenecía a una familia noble del fabuloso reino celta de Stratchlyde, que las leyendas sitúan al norte de estas islas. Hasta hay quien llega a decir que, antes de venir a Hibernia, había sido consagrado en Gales como su más poderoso arzobispo. Lo indudable es que fue uno de los druidas más listos de aquellos tiempos. Dominaba los recursos druídicos como nadie y, según demostraron los acontecimientos, mucho mejor que sus grandes competidores coetáneos, Lucetmailh y Lochru. La cuestión es que fuera pastor, noble o arzobispo, había acabado persuadido de que los dioses cristianos eran más poderosos que los celtas y se empeñó por ello en convencer a los reyes y nobles de renegar de la madre Dana, Lugh y todos nuestros dioses. Para ello, se valió de su iniciación druídica con astucia que yo describiría como alucinante. En su tiempo, Hibernia estaba llena de reinos celtas muy poderosos y parece comprensible, por tanto, que Patricio manejase en su favor todo cuanto había aprendido de los conocimientos druídicos secretos. Cuando Lucetmailh lo retó a que fabricase nieve siendo verano, Patricio lo rechazó diciendo que no deseaba actuar contra la Naturaleza, por lo que Lucetmailh, muy contento, fabricó nieve al instante para dejarlo en evidencia. Pero Patricio hizo que se derritiera, alegando que eso sí era natural bajo el sol estival. También se valió de viejos trucos para conseguir que Lochru, a quien detestaba porque siempre lo superaba en conocimientos, quedase suspendido en el aire y, a continuación, lo hizo caer violentamente sobre el suelo, de modo que el cráneo de Lochru se abrió y sus sesos quedaron desparramados. El más alabado de los trucos de Patricio fue un prodigio de taimada habilidad. Para demostrar el poder de los dioses cristianos sobre los nuestros, convocó a todos los reyes diciéndoles que iban a poder convencerse personalmente de esa superioridad. Antes de tenerlos reunidos, había mandado construir una casa cuya mitad derecha había sido levantada con madera fresca, muy húmeda; la parte izquierda fue construida con madera secada al sol durante años. Mandó a uno de sus discípulos cristianos que se situase en la mitad derecha y a un aprendiz de druida que lo hiciera en la izquierda y, entonces, prendió fuego a la casa. Como es natural, la parte izquierda ardió rápidamente, muriendo el joven druida muy pronto entre las llamas, mientras que la parte izquierda apenas se incendió, por lo que el cristiano pudo salir ileso, ante el asombro y el pasmo supersticioso de los reyes.
Todos rieron.
-Lo que encontraremos –continuó Dydfil, respondiendo así la pregunta de Divea-, querida druidesa, son numerosos y grandes conventos cristianos que te parecerán los castillos más altivos, impresionantes e inaccesibles que hayas visto nunca. En todos ellos mandan druidas poderosísimos que alaban a todas horas a los dioses cristianos en letanías interminables. Según nos cuentan en el bosque de Tywi los fugitivos hiberneses que a veces buscan refugio entre nosotros, entre letanía y letanía salen los monjes con sus hábitos oscuros en persecución de los clanes fieles a las tradiciones celtas que pudieran haber sobrevivido. Por eso, resultará prácticamente imposible que encontremos alguno. Esta situación tan dramática para nosotros quizá sea el conocimiento que te han aconsejado venir a percibir: de qué manera arrolladora está siendo arrasada deliberadamente la cultura celta. Pudiera ser que contemplándolo, se te ocurran métodos para evitar que en tu país ocurra lo mismo.
-En nuestro país –terció Conall-, los cristianos se han apoderado ya hace tiempo del más importante de los patrimonios celtas, el Camino al Fin de la Tierra. No creas que allí son las cosas más fáciles para nosotros.
-Vuestra ventaja –repuso Dydfil- es que no tuvisteis un Patricio y que según aseguran los que lo han visitado, es un país muy extenso y cruzado por todas partes de cordilleras que forman murallas infranqueables. Con tales características, nadie podría ejercer un dominio tan severo ni tan absoluto como aquí y, así, quedarán mayores espacios para la libertad. Por eso, mis dos amigos y yo iremos con vosotros, con idea de poner en marcha la resistencia celta contra los desmanes que padecemos en toda Europa.
-Con tales perspectivas, yo no querría vivir aquí –comentó Brigit.
Fergus sonrió. Sin pretenderlo, Brigit había respondido la pregunta que pensaba hacerle al día siguiente. Habiéndose expresado de ese modo, la decisión era clara: volverían a Hispania junto a Divea y asistirían a la consagración de la joven druidesa.

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