miércoles, 7 de enero de 2009
LA EDITORIAL ESTAFADORA SIGUE EN SUS TRECE. Continúo con EL OCASO DE LOS DRUIDAS.
La editorial de mis últimas cuatro novelas, incluida “La desbandá” sigue sin pagarme los 70.000 euros que me ha estafado en cinco años.
Sin duda, los lectores deben estar aburridos de mi reivindicación, pero es que habiendo trabajado tanto durante veinte años, me encuentro en situación de indigencia. No le desearía ni a mi peor enemigo pasar lo que estoy pasando.
EL OCASO DE LOS DRUIDAS sigue con los peregrinos, con cinco capítulos más, en Gales, viviendo experiencias asombrosas. Mañana comenzaré a publicar el quinto libro.
La degenerada editora de esta novela goza sin parar del dinero que me ha robado.
ES INMINENTE la aparición renovada de mi web, donde podréis leer lo más importante de mi obra:
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Mantuvieron una larga y farragosa discusión en busca del mejor método para encontrar celtas donde tan arriesgado parecía emprender una exploración. Dydfil propuso escenificar una procesión que imitase las que habían visto todos ellos, pues eran muy semejantes las de sus respectivos países. Fomoré le contradijo:
-Ninguno de nosotros sería capaz de imitar convenientemente la actuación de uno de sus druidas oscuros. Ni siquiera yo, que como bien saben Divea y Conall, he estado en varias de esas procesiones simulando ser cristiano. Y, además, las procesiones llaman demasiado la atención y siempre de un modo receloso en el fondo, porque todas acaban con sangre y fuego. No creo que nos convenga.
-¿Y si fingiéramos que somos embajadores de países lejanos? –sugirió Brigit, cuyo acento podía servirles para esa clase de impostura.
-Todos los embajadores llevan salvoconductos y credenciales en las faltriqueras –señaló Dydfil-. Lo único que podríamos hacer de manera poco sospechosa sería convertirnos en actores.
-¡Qué dices! –se escandalizó Divea.
Antes de que su autoridad se impusiera, Fomoré se apresuró a mostrarse de acuerdo con Dydfil. Su argumento principal fue que a nadie como a los actores se les abrían las puertas hasta de los castillos más inaccesibles.
Finalmente, acordaron fingirse cómicos de la legua.
Los que recitaban mejor, Fomoré, Conall, Nuadú, Dagda y Dydfil, ensayaron durante dos días para conseguir contar epopeyas y leyendas que no contuvieran referencias expresas a los dioses ni a las tradiciones más inmutables de los celtas.
Dydfil declamaba con tino, a pesar de que su voz se correspondía más con su apariencia adolescente que con su edad verdadera; pero aunque el tono no resultara demasiado cálido, enseñó a los otros cuatro las leyendas hibernesas de Deirdre y Cu Chulainn, a fin de poder recitarlas a dúo en combinaciones varias. Entre actuación y actuación, tratarían de localizar algún clan que permaneciera fiel a la tradición y cuyo druida pudiera contribuir con su saber a la formación de Divea. Se dieron para ello media luna de tiempo. Si acabado ese plazo no encontraban celtas fieles a sus dioses, emprenderían el regreso directamente a Hispania. Esperaban que soplasen vientos favorables antes de que el otoño alborotase el mar en demasía.
Cuando consideraron que tanto su apariencia como su memoria eran las adecuadas para la peligrosa simulación que se proponían, emprendieron la marcha en busca de aldeas y fortalezas donde actuar. Lo que tenían ante sí era un paraje desértico, casi cenagoso, muy poco propicio para el establecimiento de la población. Sin embargo, se recortaban a lo lejos arboledas y colinas boscosas. Decidieron dirigirse hacia el punto del horizonte donde parecía más probable encontrar aldeas y fortificaciones.
En cuando se pusieron en movimiento a través de un prado salpicado de pequeñas lagunas pantanosas, Fomoré emparejó su caballo con el de Fergus.
-Se acerca el momento de regresar a Hispania –dijo el hispano al gálata-. ¿Mantienes tu idea sobre el peligro que representa Conall para Divea?
Fergus se tomó un momento antes de responder:
-Para serte sincero, Fomoré, últimamente no sé qué pensar. Sin duda, observando algunos gestos suyos uno siente la tentación de acusarle de malas intenciones, pero tiene que reconocer que hablamos únicamente de presentimientos. Ni siquiera Brigit consigue convertir mi pálpito en un pronóstico y no quisiera ser injusto con él, que es tan joven.
-Por mi parte, lo que me importa es la seguridad de Divea. Que acabe con bien su viaje de iniciación, en esta etapa de mi vida es mi único interés.
El gálata volvió la cabeza hacia su compañero de cabalgada.
-Tú tampoco resultas demasiado transparente, Fomoré.
Éste sufrió un sobresalto con expresión de azoramiento.
-¿Qué quieres decir?
-Esa frase que has dicho no tiene demasiado sentido, a menos que te hayas enamorado de Divea, que casi podría ser tu hija.
-Tendría yo que haber corrido demasiado para ser su padre. Sólo cuento catorce años más que ella.
-¿Quieres decir que es verdad que la amas?
-No exactamente como tú estás pensando. La amo como la druidesa sapientísima que sé que va a ser y como tal la serviré si ella lo acepta. No puedo amarla en el sentido que dices.
-Si es así, todavía te comprendo menos, amigo. ¿No puedes amarla, por qué? Es bella, la muchacha más hermosa que he visto en mi vida, y una druidesa, aunque sea mujer, no es una sacerdotisa y puede, por tanto, formar familia. En cuanto a ti, considero que eres también el hombre más bello que he visto jamás. ¿Cómo es posible que digas que no puedes amar a una mujer? He visto a muchas devorarte con los ojos en todos los bosques que hemos visitado.
Fomoré apretó los labios y dijo con algo de enojo:
-Pues tú no eres lo que se dice el hombre más simple que yo haya conocido. ¿Es que crees que no nos hacemos preguntas sobre ti? Afirmas desde el comienzo que robaste el dromon en Constantinopla y que llegaste a Hispania tripulándolo tú solo. Te respetamos mucho y a estas alturas del viaje, sentimos por ti enorme afecto y por eso nunca te hablamos de nuestras dudas. Pero reconocerás que no es creíble que pudieras tripular ese navío tan grande sin ayuda de nadie, en una travesía tan prolongada.
Ahora fue Fergus quien se mostró azorado. Como si pretendiera desviar la atención de Fomoré de sus asuntos privados, preguntó:
-En cualquier caso, ¿consideras que debemos hacer algo respecto a Conall?
Fomoré notó que el gálata intentaba escabullirse de lo que le concernía. Decidió respetar el deseo, aunque volvería sobre el mismo asunto a la primera ocasión. En cuanto a Conall, continuaba opinando que sus actitudes no eran nada claras.
-No sé si podemos hacer algo más que vigilarlo y comunicarnos entre nosotros todos los gestos y actos extraños que descubramos.
-Sí, Fomoré; claro que tenemos que hacer eso. ¿Pero no deberíamos avisar a Divea?
Desde que comenzara a sospechar del retraimiento y algunas expresiones de Conall, Fomoré se lo había preguntado muchas veces a sí mismo.
-Estoy convencido de que esa clase de advertencias nunca son útiles –respondió-. Por un lado, podemos soliviantar a la futura druidesa en una etapa de su vida que necesita sosiego. Por el otro, hablar de esas cosas tiene en ocasiones un efecto perverso; pudiera ocurrir que la solidaridad con el que debe convertirse en su bardo le hiciera rechazar nuestro aviso y hasta podría enemistarse con nosotros.
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La primera salida a escena le fue asignada a Fomoré por decisión unánime de los otros cuatro rapsodas eventuales. La profundidad de su estupenda voz, su prestancia y el atractivo indudable que tenía para las mujeres lo convirtieron en primer actor por aclamación.
-Pero no voy a conseguir recordar toda esa historia –se resistió detrás del paño que habían extendido a modo de telón.
-Yo saldré contigo imitando a un bufón –se ofreció Dydfil-. Si veo que vacilas, cantaré repitiendo alguna de tus palabras como si fuera un eco tuyo, y así tendrás tiempo de ir recordando.
Para llegar a la explanada intramuros donde montaron el artificio teatral, habían cruzado un extenso robledal tras el cual se encontraron con una pradera donde crecían aislados algunos alerces y abetos; un poco más hacia el norte, una fortificación grande coronaba una colina. Por su tamaño aparente, era un buen lugar para el primer intento, pero acordaron recomponer su aspecto antes de acercarse siquiera; lo hicieron bajo el abrigo discreto de un pequeño soto de castaños. Brigit, la única de las cuatro mujeres que había usado afeites en el pasado, ayudó a las otras tres a colorearse las mejillas y los labios, y a darse sombra en los ojos con carbón. El más cosmopolita de los hombres, Fergus, enseñó a los demás a recomponer sus vestimentas con cintas y ajustes, para que resultasen menos severas y más festivas.
La caracterización de los diez resultó muy convincente, pues fueron invitados a realizar una representación en cuanto llegaron ante la puerta principal de la muralla, antes de identificarse como actores. En seguida, el jefe de la guardia les ofreció un tablado un poco elevado sobre la irregular explanada, así como su colaboración:
-El señor del castillo se encuentra guerreando contra los infieles del Ulster –les dijo- y aquí sólo nos queda aburrimiento. Aparte de la guarnición, nuestros sirvientes y unos pocos campesinos que han acudido a mercar, no somos muchos, pero os garantizo que obtendréis buenas ganancias.
El espacio donde se les invitó a actuar era el que mediaba entre la muralla exterior de la fortaleza y la entrada principal del castillo. El terreno en ligero declive les ofrecía la comodidad de poder ser vistos por todos a pesar de la insignificancia del tablado. Sin embargo, tendría que competir con los relinchos de los muchos caballos que pastaban sueltos entre la yerba abundante que crecía en uno de los ángulos, el ruido del mercado, el cloqueo de las gallinas, el gruñido de los cerdos y el escandaloso juego de los niños. Además, no lejos del estrado había un lodazal de excrementos cuyas emanaciones podían dejarles sin voz.
A pesar de todo, la apostura de Fomoré y su magnífica voz lograron generar cierto interés, y que fueran acercándose y se hiciera algo de silencio en sus proximidades. Eran mujeres mayoritariamente. Con vestimentas propias de campesinos sólo contaron tres hombres en el auditorio, mientras que ellas sumaban más de veinte. De los guerreros, acudieron los que no tenían servicio en esos momentos, y tampoco fueron muchos los sirvientes a los que se les permitió asistir. Pero eran en total más de tres docenas, un público demasiado amplio para alguien tan reservado y pudoroso como Fomoré. En el momento de salir de detrás del lienzo colgado, ocurrió algo que a él y los demás les cogió de sorpresa. Las mujeres se dieron a gritar:
-¡Hermoso, ven esta noche a mi cabaña para quitarme el frío!
-Hombre bello cual ángel, honra mi cama.
-Siembra tu semilla en mí, para que me convierta en la madre más afortunada de Erin.
-¡Qué bien llenas esas calzas!
Los piropos desaforados y obscenos bloquearon la mente de Fomoré. Por suerte, permanecía agachado Dydfil en un ángulo del tablado, y se dio cuenta de que le paralizaba el sonrojo, por lo que el galés decidió actuar sin demora. Dio un salto, dibujó una cabriola en el aire y realizó varias volteretas de campana sobre el estrado con una agilidad que, antes que al público, maravilló a sus propios compañeros. Parado de un salto al final en el centro de la escena, saludó ampulosa y teatralmente, con lo que arrancó el primer aplauso, cuyo estruendo ejerció de revulsivo para Fomoré. Reaccionó por fin y recitó:
Era hijo de una virgen inocente llamada Dectera,
en quien un ángel sembró su divina semilla.
Por ello, el niño que le nació, llamado Setanta,
poseyó desde el natalicio las dotes divinas.
A los doce años fue a visitar a sus parientes
y en llegando se vio obligado a matar una perra
que guardaba la herrería de Culam.
Mas viendo la desesperación del herrero,
se comprometió a guardarle como un perro
hasta que una cría de su animal fuese adulta.
Por eso, Setanta pasó a ser llamado Cu Chulainn…
-Cu Chulainn, Cu Chulainn, ¡Cu Chulainn! –cantó Dydfil con todas sus fuerzas.
Fomoré continuó:
Cuentan que enamorado de la princesa Emeth,
hija de Forgalh, poderoso rey de Lugach,
fue rechazado por ella con este argumento:
“No siendo yo la primogénita, a mi hermana mayor has de amar”
Esta triste noticia destrozó el corazón de Cu Chulainn
y partió por ello a tratar de encontrar la muerte en guerras.
Pero su origen sobrenatural se manifestó y venció.
-Y venció, y venció, ¡Y venció! –cantó Dydfil.
Fomoré prosiguió:
Venció y venció en todas las batallas y en todas las guerras
y volvió victorioso, rico y poderoso ante el rey de Lugach.
Le entregó una cuantiosa dote para su primogénita,
manifestándole que a quien amaba en verdad era Emeth.
El rey consintió, y los dos fueron felices por siempre.
El público prorrumpió en un aplauso y cayeron sobre el estrado panes, gallinas, manzanas y tortas. Sólo un par de monedas de cobre lanzaron los soldados. Lo recogieron todo sin tener que fingir demasiado su contento, ya que las dádivas, sobre todo las provisiones, les venían muy bien puesto que no habían conseguido contactar con ningún clan verdadero.
-Hay entre el público un campesino que nos miraba de modo muy extraño –comentó Fomoré-. Era como si tratara de decirnos algo con los ojos.
-¿También te has dado cuenta? –preguntó Dydfil.
-Desde el principio. Creo que deberíamos hablar con él.
No tuvieron que ir en su busca. Cuando acabó la representación de todos los demás, el campesino se les acercó mientras recogían el paño que les había servido de telón de fondo y guardaban los regalos echados sobre el tablado. En el pescante, Divea y Conall habían comenzado a aprontar la carreta para la partida y los demás enrollaban y ataban los bultos. El campesino era bastante joven y le acompañaba una muchacha embarazada. Tenían expresiones muy tristes. Los dos poseían el buen aspecto propio de los celtas que vivían en contacto con el bosque, pero ninguno de los dos parecía un verdadero campesino.
-Me llamo Beltain y ésta es mi esposa, Bheir. Me ha sorprendido que atribuyeseis a la leyenda de Cu Chualinn rasgos cristianos y, mirándoos recitar, se me ha ocurrido que tal vez os complacería muchísimo saber en qué bosque del sur de Erin crece el muérdago más abundante.
Todos, inclusive los que estaban muy atareados con la recogida, volvieron prestamente la cabeza hacia el campesino con toda clase de expresiones, porque sus palabras podían ser la señal de que por fin habían contactado con celtas fieles, pero también existía el peligro de que se tratara de una trampa.
Debido a que notó su renuencia, el campesino añadió:
-Hay mucho muérdago, pero no suficiente para salvarnos de todos los peligros.
Ahora sí, dieron por seguro que habían encontrado a un camarada. Aún así, continuaron mostrando la misma reserva y fue Divea quien habló:
-Venimos de muy lejos en busca de las fuentes del conocimiento.
Beltain asintió. A pesar de la sutileza de la frase, había entendido que se refería a los veneros y riachuelos habitados por la diosa. Convencidos todos ya de que no había engaño, Divea se atrevió a decir:
-Deseo con mucha ansiedad bañarme en esas fuentes y escuchar con gran atención los consejos de quien las habite. Sólo el que intenta cumplir su propósito llega a descubrir si es capaz de hacerlo.
Sin extrañeza, Beltain inclinó la cabeza con la actitud propia de quien se presentaba ante un druida.
-Permíteme, señora, que yo te guíe hasta esas fuentes.
Volviéndose hacia Dydfil, se mostraba poco dispuesto a seguir tras el campesino, recitó Divea:
-Sólo consigue la libertad quien está dispuesto a morir por ella.
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-Mi padre aseguraba ser tataranieto del propio Naois, y lo sostuvo hasta que se cruzó en su vida un gato negro…
Beltain y Bheir viajaban en la trasera de la carreta. Todos escuchaban al campesino con gran atención, intentando apreciar todos los matices de sus palabras por si descubrieran todavía razones para dudar de su sinceridad y honradez.
-¿Qué significa que se cruzó en su vida un gato negro? –preguntó Fergus.
-En Erin creemos que los monstruos infernales se transforman en gatos negros para venir a por nosotros cuando estamos a punto de morir. Normalmente, no veréis gatos negros por los caminos y poblados de este país, pero guardaos si por casualidad cruza uno ante vosotros.
-¿Y quién es Naois?
Era Dagda quien lo preguntaba.
-¿No conoces la historia de Deirdre? –preguntó dulcemente Dydfil, pero podía notarse que le escandalizaba la ignorancia de la mujer que amaba.
Dagda bajó la cabeza. Comprendiendo que había sido algo torpe e innecesariamente pedante, Dydfil tomó su mano y le sonrió antes de narrar:
-Celebraba una fiesta el rey Conacher, cuando se oyó un grito terrible. Su druida le dijo que provenía del vientre de la esposa del arpista y quien había gritado era una niña que estaba por nacer y que a causa de su belleza sería motivo de gravísimos enfrentamientos entre reyes. Ante un vaticinio tan horrible, Conacher mandó encerrar en una torre a la niña, Deirdre, en cuanto nació. Pero la veía crecer de lejos y pronto quedó prendado de su belleza, y quiso hacerla su esposa. Mientras, Deirdre se había acostumbrado a hablar con los pájaros, que le trajeron dos noticias; la primera, la existencia de un hermoso joven llamado Naois, con quien debía desposarse; la segunda, que Conacher querría impedirlo porque deseaba convertirla en su reina. Dirdre consiguió huir de la torre y se encontró en el bosque con un grupo de cazadores del reino vecino, entre quienes reconoció al instante a su enamorado, Naois. Huyeron todos juntos, pues los otros cazadores eran hermanos del joven, cruzaron el mar y se aposentaron en el Pais del Alba. Allí vivieron felices, pero Conacher no cejó. Le mandó un mensajero, diciéndole que la perdonaba y que podía volver a Erin con su esposo y su familia. Ella se resistió, porque sentía malos presagios, pero Naois y sus hermanos ardían en deseos de recuperar sus haciendas. Regresaron, por tanto, pero en cuanto pusieron pie en tierra el rey Conacher los hizo prender, mandó ejecutar a Naois y a sus hermanos, y a Dirdre la encerró de nuevo en la torre hasta que consintiera en ser su esposa. Pero ella murió de pena a los treinta días justos. La enterraron en la misma tumba de Naois y pronto brotaron dos tejos que fueron entrelazándose y así viven aún para que nadie olvide a la hermosa pareja.
-¡Qué historia más triste! –lamentó Dagda.
Dydfil le lanzó un beso con una sonrisa. Dagda sonrió enternecida. De reojo, contempló con delectación el perfil de Dydfil, asombrada de su buena suerte; no era tan hermoso como Fomoré ni tenía los hombros tan anchos como Conall, pero poseía la gallardía y la altivez de un príncipe. Él giró un poco el cuello para sonreírle de nuevo y ella apartó la mirada bruscamente, ruborizada. Observó un ciervo que cruzaba pausadamente el camino frente a ellos y se ponía a ramonear muy cerca, sin el menor temor, como si presintiera que se acercaba gente amiga. También vio saltar de rama en rama varias hermosas ardillas rojas, de un tipo que nunca había contemplado antes. Todo resultaba tan idílico, que quiso convencerse de que la madre Dana no le reprochaba haber desechado la posibilidad de permanecer a su servicio, para echarse, en cambio, en brazos del amor. Un amor tan grande y tan correspondido, que sentía a cada paso la inclinación de postrarse en el suelo para dar gracias a la diosa.
-¿Queda muy lejos el bosque donde vivís? –preguntó Fomoré a Beltain.
-A media jornada de distancia, pero no es un bosque.
-¿Ah, no?
Beltain suspiró antes de decir:
-Hay en Erin tantos renegados dispuestos a traicionar a sus hermanos, que nadie puede arriesgarse a vivir públicamente como celta en este país. Imaginad cuán grande es nuestra desgracia… ¡la tierra donde más celtas llegó a haber! Los de mi clan nos vimos obligados a ir alejándonos de los cenobios y ermitas y, al final, hemos tenido que ocultarnos en una cueva, donde vivimos hace dos generaciones. Por eso, mi padre suspiraba con las historias de sus antepasados libres, verdaderas o supuestas. Es que no nos sentimos ni podemos sentirnos libres.
En vez de por el camino que habían recorrido en sentido contrario desde la costa, abandonaron el gran bosque de robles por un sendero situado a su derecha y, después de un corto trecho, notaron que comenzaban a subir varias colinas y, más adelante, verdaderos montes tapizados de verde musgoso entre rocas oscuras y floresta muy umbría. A lo largo del retorcido ascenso, el camino vadeaba cascadas y lagunillas, sin dejar de cruzar a cada recodo frescos y muy numerosos arroyos. La vida animal era abundante, ya que no paraban de ver gansos, cisnes y alguna nutria. Les extrañó, sin embargo, que parecieran no existir ranas ni sapos. Tampoco veían serpientes por ningún lado, tan frecuente como era cruzárselas en los demás países que habían visitado.
-Oigo una música que me parece celta –comentó Conall cuando pasaban por un estrecho sendero abierto entre una turbera extensa y un bosque de abedules, bajo los que crecían densos matorrales.
-Es música de nuestros antepasados –reconoció Beltain-, tienes razón. Pero escucha con atención el canto y tendrás motivo para sentir rabia y dolor.
Pararon los animales para oír mejor las palabras. Sonaba como uno de los más bellos recitados de los bardos, pero le habían cambiado ligeramente la letra para expresar loas y alabanzas a los dioses cristianos.
-Ya veis –comentó Beltain cuando reemprendieron la marcha-. No sólo usan nuestra música, sino que imitan todos nuestros estilos y ciertos modos externos de vida, para que nadie rehúse aceptar su fe, puesto que todos son celtas en esencia. De tal modo, habríais podido confundiros y exponeros a graves peligros si no viniera con vosotros, porque podíais haber creído que descubríais un verdadero clan con su bardo y su druida, cuando no son nada de eso. Son muy peligrosos y, por vuestro bien, ojalá que no tengáis ocasión de ver de cerca las barbaridades que hacen.
Las mujeres suspiraron. Sorprendentemente, pareció que Conall se enjugaba una lágrima y Fergus lo miró de reojo, encogiéndose de hombros mientras le recriminaba con el pensamiento su hipocresía.
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Antes de llegar a la cueva, tuvieron que atravesar un pantano pestilente donde, sin embargo, abundaba una bella especie de plantas parecidas al loto. Beltain iba delante, a pie, guiándoles por las zonas menos profundas a fin de que ni los caballos ni la carreta quedasen atascados.
-Ya estamos –anunció ante un matorral de ribera con apariencia impenetrable.
Emitió el silbido más agudo y prolongado que habían oído nunca. En respuesta, se oyeron otros dos, más cortos. Entonces, Beltain volvió a silbar, ahora de un modo que parecía una melodía entrecortada y que se prolongó tanto como una canción.
En seguida que terminó, vieron abrirse una parte del matorral con sus cepellones, tal como habían hecho los guerreros de Dydfil ante la Fuente de la Juventud. De súbito, y como si suspendieran el alerta momentáneo, oyeron clamores, risas y conversas muy excitadas y, según fueron saliendo del pantano, el olor de carne asada.
-Les he anunciado que llegabais y se apresuran a celebrarlo –comentó Beltain.
La cueva no era más que una oquedad en un terraplén. Apenas mediría unos veinte o treinta pasos de profundidad, aunque era muy ancha. Bajo el refugio del penacho de roca, se amontonaban más de veinte personas.
-Sólo faltan dos, que están cazando –les informó Beltain-. Este es mi clan y aquél que acude a saludarnos es nuestro druida, Levarchim.
Divea bajó la cabeza cuando se paró ante ella. Se trataba de un hombre de unos treinta años tan sólo. No había gente mayor en el grupo.
-¿Es cierto que vas a recibir la consagración de druida? –le preguntó.
Tras el primer instante de asombro, Divea comprendió que el prolongado silbido de Belteain había adelantado al clan la información esencial de quienes llegaban con él. Asombroso sistema de seguridad y, sobre todo, de comunicación. El hombre que Beltain había señalado como druida no usaba signo externo alguno de su dignidad; tenía la misma apariencia curtida de cualquiera de ellos y sólo por la intensidad y profundidad de su mirada podía intuirse su saber. Por otro lado, no había a la vista nada que recordara un nementone ni siquiera vagamente.
Como respuesta a la pregunta, Divea extrajo la marca-árbol de Karnun, el cascabel de Ogmios y el anillo de bronce, y fue recitando al oído del druida las fórmulas ceremoniales. Levarchim sonrió con expresión de sorpresa pero muy complacido.
-Permíteme, druidesa, que te pida que repitas las frases.
Divea sintió inquietud.
-¿Me he equivocado en algo?
-¡No! Es que… ¡ésta es la primera vez en mi vida que tengo el honor de que un futuro druida venga a solicitarme conocimientos!
Con una sonrisa de comprensión, Divea repitió las tres fórmulas, murmurándolas en el otro oído del druida.
-Lamentablemente para ti y para los esfuerzos de tu viaje –dijo Levarchim-, no es mucho lo que puedes aprender de mí, pero te daré cuanto pueda aunque no puedo casi nada. Te ruego que me concedas tiempo hasta la noche, a fin de que yo fuerce mi memoria en tu honor.
Prodigaba a Divea un trato tan deferente, que la futura druidesa sintió incomodidad y, sobre todo, compasión. Tal vez habían ido a topar con el último vestigio auténtico de una vida celta en Hibernia que, observada de lejos, todos los países del continente consideraban la más genuina, abundante y activa de Europa. La actitud de Levarchim era más de deslumbramiento por la categoría de quien llegaba ante él, que de la altivez correspondiente a su rango
A excepción de los tres galeses, ante quienes exhibían los hiberneses cierto desdén indisimulado, todos se desvivieron por agasajar a Divea y sus seis compañeros. Una vez que volvieron los dos que habían salido a cazar, juntaron lo que traían y, poco después, empezaron a servir el asado sobre gruesas rebanadas de pan un poco rancio, tras colocar cestos llenos de frutas sólo ante los visitantes y ante nadie más. Además, ninguno vestía túnicas blancas ni llevaban guirnaldas de flores en la cabeza. A la futura druidesa le acongojó la modestia con que malvivían. Poco a poco, una idea fue madurando en su cabeza conforme avanzaba la tarde.
Al anochecer, el druida ofreció un cuenco a Divea.
-No dispongo de ingredientes ni medios para elaborar elixir para todos –se justificó, de nuevo con actitud muy respetuosa-, porque no podemos arriesgarnos a recorrer el bosque en su busca. Te ruego que aceptes compartir esta pequeña cantidad conmigo.
Al tiempo que cogía el cuenco, Divea murmuró:
-La voluntad hará que alcancemos nuestras metas.
Taliesin esperó a que ella tomase un sorbo para hacer él lo mismo. Transcurridos unos instantes a la espera de que el elixir surtiera efecto, dijo:
-Como no dispongo de arcanos que transmitirte, permíteme que hable en alta voz sin reservarme de mis hermanos ni de tus acompañantes. Para serte sincero, no cuento con más sabiduría que la marca indeleble de las angustias que viene padeciendo mi pueblo generación tras generación. Si nuestra amarga experiencia ha de servirte de algo, estoy dispuesto a contarte nuestros anales uno por uno durante los próximos días, hasta que sepas de nosotros tanto como yo mismo.
-Será un honor para mí –respondió Divea-, y te escucharé todos los días que quieras, hasta que consideres que sé lo suficiente. Y te agradezco tu empeño, que muestra tu propósito de confirmar que no ayudar a quien lo necesita es maldad. Pero, por la misma razón, permíteme una pregunta: ¿Qué planes tenéis para el futuro?
Esta pregunta llenó de perplejidad a todos los presentes, incluyendo al grupo de visitantes.
-No sabría decirte, Divea –respondió Levarchim-. Si te fijas en cuanto te rodea, verás que ya es bastante esfuerzo pensar en sobrevivir cada día. No podemos decir que tengamos ningún plan para más allá de la luna próxima.
-Querido y venerable druida –dijo Divea tras una corta y pensativa pausa-, os recuerdo que para ser libre, hay que ser implacable en defensa de la libertad ¿Habéis de permanecer aquí para siempre, escondidos, sin contacto con otros clanes?
-No tenemos otra posibilidad, Divea.
El tono de Levarchim era de suma tristeza.
-Yo sí tengo un plan –proclamó Beltain.
Todos giraron la cabeza hacia él; sentado con la espalda apoyada en la roca, sujetaba la cabeza de su mujer junto a su pecho con mimo conmovedor.
-¿Tienes un plan? –se asombró el druida.
-Así es, señor. Mi plan es la razón por la que me arriesgué tanto esta mañana, identificándome como celta verdadero ante desconocidos. Mi audacia fue impulsada por mi desesperación. Ved a mi mujer; sólo le faltan dos meses para parir y ¿qué va a ser de mi hijo? ¿Nacer para vivir como un prisionero hasta su muerte, sin ciencia ni conocimiento, sin placeres ni relaciones con nadie más? Si os abordé en el fuerte, fue para que hablándoles de vuestro países, convenzáis a mi clan de marchar a otro lugar donde podamos sentirnos libres.
-De eso mismo pensaba hablar –dijo Divea-. Pero no para dar consejos. Que la madre Dana me libre de tal arrogancia. Soy demasiado joven e inexperta para aconsejar a nadie. Me limitaré a hacer una sugerencia. Hemos llegado a vuestro país en un barco capaz de llevar a más de cincuenta personas y nosotros somos diez tan sólo. ¿Por qué no nos acompañáis a Hispania?
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Nadie durmió esa noche en la cueva. A la primera reacción de pasmo y cierto desbarajuste, siguieron varios asentimientos que, poco a poco, fueron siendo más numerosos y que a medianoche se habían convertido en un clamor lleno de excitación y frases entrecortadas.
-Debemos hacerlo –fueron las dos palabras más pronunciadas.
A primera hora de la madrugada, se produjo una especie de suspiro colectivo y todos se dieron febrilmente a la tarea de preparar la partida. Cuando amaneció, había desaparecido cualquier recelo y todo disentimiento, y treinta y una personas habían atado sus ajuares y se encontraban dispuestas a viajar con los forasteros. Cualquier cosa que les reservase Hispania no podía ser peor que la vida que llevaban.
En el momento en que, ya con el bosque iluminado por el Sol, había que iniciar el viaje, Levarchim le recordó a Divea:
-Sabes que sufrimos persecución y estamos obligados, por lo tanto, a viajar con discreción muy cuidadosa.
-Difícil será que un grupo de cuarenta y una personas pueda pasar inadvertido –repuso Divea-. ¿Qué sugieres que hagamos, Beltain?
-¿Dónde nos aguarda ese navío vuestro?
Fue Fergus quien respondió:
-Oculto bajo un farallón de rocas muy oscuras, en la orilla de una llanura despejada de árboles, situada más allá del robledal que abandonamos cuando veníamos hacia aquí desde la fortaleza, a menos de media jornada del cruce.
-Ya me hago una idea –asintió Beltain-. Disfrazados de labriegos, hace años que Bheir y yo recorremos el sur de Erin, en busca de una solución para nuestras vidas y la de nuestro pueblo. Por lo tanto, conocemos muy a fondo el paisaje. ¿Recuerdas si hay algo especial junto a ese farallón que dices?
Fue Fomoré quien respondió:
-Muy cerca del lugar por donde subimos, recuerdo que había una pequeña laguna, prácticamente un charco, casi perfectamente circular; al lado, como si fuese un exiliado de los espléndidos bosques vuestros, un único árbol, uno de esos pinos de tronco recto y oscuro que abundan en este país. Lo demás, nada más que ondulaciones muy suaves, verdes pero sin matorrales ni árboles.
-Conozco el lugar –repuso Beltain muy satisfecho-. Partid vosotros en primer lugar, puesto que habréis de aprontar el navío, y nosotros nos dividiremos en tres grupos para desplazarnos cada uno por caminos diferentes. Todos confluiremos junto a ese pino tras cerrarse la noche. Podríamos llegar antes pero no debemos hacerlo, porque en ese lugar tan despejado seríamos carne de cruces sangrantes.
-¿Qué? –Divea tuvo un sobresalto.
Hacía varios días que no había pensado en ello, pero eran las cruces sangrantes la única advertencia de Galaaz que todavía no se había materializado.
-Es el suplicio que más practican con los celtas recalcitrantes como nosotros –respondió Beltain-. En imitación del principal de sus dioses, clavan en una cruz a los celtas que se niegan a adorarle y allí los dejan desangrarse, comidos por los cuervos. Vi la primera cruz sangrante yendo de la mano de mi padre, a los ocho años, y os aseguro que hay pocas cosas más horribles que un cadáver al que los pájaros están sacándole los ojos. Hace ya tiempo que no he visto ninguna de esas cruces, porque tal vez seamos los de mi clan los últimos celtas genuinos de Erin, y no querría volver a verlas ahora desde arriba, clavado yo en una.
De inmediato, Beltain les acompañó para indicarles por dónde atravesar el pantano.
Divea y sus nueve compañeros emprendieron el retorno. Abría la marcha Dydfil junto a sus dos amigos guerreros. Los demás jinetes rodeaban la carreta, cada vez más convencidos de que representaba un privilegio servir a una futura druidesa que a diario les daba pruebas más consoladoras de sus dotes, conocimientos y preparación para capitanear a la gente. Cuando llegaron al cruce del camino donde habían de torcer con dirección a la costa, Dydfil, que no paraba de girar la cabeza atrás para cruzar su mirada con la de Dagda, comentó en voz muy baja:
-Alguien nos sigue.
Conall reaccionó de modo inesperado:
-Sólo llevo un machete, Dydfil. ¿No podrías darme algún arma más poderoso?
-Tú no debes luchar, Conall –respondió el galés-. Tu obligación es preservar tu vida de futuro bardo y, de paso, cuidar la de Divea. Déjanos a nosotros la guerra, pues esa es nuestra función en la vida.
La convicción de que les seguía alguien fue afirmándose durante el largo recorrido por el inmenso robledal. Cuando ya faltaba poco para salir a la extensión de llanura y pequeñas lomas, estacionaron fuera del camino, ocultos tras los macizos de matorral para aguardar que el sol declinase un poco más antes de decidirse a cruzar a campo abierto. Fomoré murmuró:
-Yo tengo experiencia de haber ido detrás de un grupo acechando, como quien nos persigue. Bien lo vísteis vosotros, Divea y Conall, cuando viajabais hacia el país de los astures; persiguiéndoos fue como entré en contacto con Alban. Por lo tanto, soy el más capacitado para descubrir si nos vigila de verdad un espía. Aguardadme aquí, sin cambiar de posturas ni actitudes y no digáis nada de mí cuando notéis mi ausencia. Ni mencionéis siquiera que uno de vosotros ha desaparecido.
Fomoré amarró el caballo a una vara del carro y un instante después, a todos les pareció que se había desvanecido en el aire.
Tal como él había exigido, no hablaron de ello y sí de cuanto veían alrededor. Dado que no le daban uso, había gran cantidad de muérdago en todos los robles, bajo los que crecía la hierba más espesa que hubieran visto. Divea y Conall sólo identificaron unas pocas y, entre ellas, ninguna de las que habían estudiado su valor curativo; las demás, les resultaban desconocidas.
-Es un país muy hermoso –dijo Divea.
Todos pasearon la mirada alrededor. Ciertamente, el Sol del atardecer penetraba entre la neblina y el verdor con forma de rayos que parecían provenir de la morada de los dioses.
-Es un bosque tan húmedo –observó Fergus-, que da la impresión de que nunca pudieran arder sus bosques. ¡Si conocierais Galacia! La luz allí es maravillosa, pero este paisaje tan misterioso y verde me conmueve. Lo único temible es la temperatura. Si pudiéramos encontrar un país con la tibieza del mío y el verde de aquí, sería el paraíso.
-Polonia también es muy verde, pero me parece que es aún más frío que Hibernia –aseguró Brigit-. Pasamos muchas lunas con los bosques cubiertos de nieve.
-Gales es muy semejante a esto –señaló Dydfil-, como bien sabéis. ¿Cómo es Hispania?
Conall inspiró hondo. Acababa de sentir una punzada de nostalgia en el pecho. Como futuro bardo, le correspondía recurrir a la poesía para describir las bellezas de su tierra, pero viéndolo vacilar fue Divea quien dijo:
-Es un país muy grande y según nuestro druida, Galaaz, posee gran variedad de paisajes y de climas. Pero nuestro bosque, cercano al Castro de Santa Tecla, se asemeja bastante a éste, aunque allí abundan más los helechos que el musgo y hay más flores. Sin embargo, la temperatura es más templada. En estos momentos hará todavía calor, siendo como es verano aunque esté a punto de acabar.
-¡Allí seré muy feliz! –exclamó Brigit tomando la mano de Fergus.
-Yo también seré muy feliz –afirmó Dydfil, mientras miraba a Dagda a los ojos.
-¡Aquí lo tenéis! –les anunció Fomoré.
Apareció de repente, sujetando y empujando a un joven de unos veinte años que tenía el sayo hecho jirones, por los que aparecía la carne amoratada y sanguinolenta. También presentaba la cara cubierta de moretones y muchos arañazos por todas partes. Era evidente que lo habían maltratado con crueldad, de lo que daban testimonio innumerables latigazos, el andar encorvado por los apaleamientos y las magulladuras ennegrecidas de las piernas. Con todo, lo más extraordinario del sujeto era que su cabello y cejas carecían de coloración. Tan absolutamente blancos, que no parecían propios de un ser humano. Tampoco lo parecían sus pupilas casi incoloras; apenas poseían un vago reflejo de azul.
-¿Quién eres y por qué nos sigues? –preguntó Divea.
Antes de responder, el joven los miró uno a uno sin levantar del todo la cabeza, como si temiera que en cualquier momento fuesen a golpearle. Paseó su mirada esquinada de rostro en rostro, como si tratara de calcular las dimensiones de los golpes que cada uno de los hombres se preparaba para propinarle.
-¿Quién eres? –volvió a preguntarle Divea con gran dulzura.
El terror que lo dominaba resultaba casi palpable. La futura druidesa comprendió que debía vencer sus recelos y por eso añadió:
-Abunda en la Tierra mucho más la tristeza que la alegría. Debes saber, buen hombre, que nosotros tratamos de borrar la tristeza del mundo. ¿Cómo te llamas?
-Mi nombre es Joachim, porque así lo he querido yo mismo, puesto que nadie me dio nombre jamás, y venía tras vosotros con intención de pediros ayuda, pero no sé si puedo atreverme a hacerlo. No pretendéis maltratarme, ¿verdad? Os ruego que no me azotéis, porque ya no podría resistirlo más. Ved lo que me han hecho y no es la primera vez de mi vida, sino una de tantas.
De cerca, comprobó Divea con cuánta saña había sido torturado. Tal como él afirmaba, durante toda su vida, pues donde la piel no estaba cubierta de sangre o de mugre, afloraban cicatrices innumerables.
-¿Cuál es tu delito? –preguntó Divea.
-Bella dama, mira el color de mi pelo, ¿ves? ¡Éste es mi delito! Cuando nací, mis padres me abandonaron en el bosque para que me comieran los lobos, pero ni ellos me quisieron. Supongo que mis padres pensaban lo mismo que piensan todos, que soy una criatura del demonio. Pero si lo intentáis, podéis comprobar que no es verdad. Mi sangre es roja, no verde, ¿veis? El Sol me hiere los ojos como si me clavaran dardos y tengo que moverme y vivir de noche, como los gatos, para ahorrarme el sufrimiento insoportable de la luz. Soy humano, porque siento el dolor y me desmayo cuando me martirizan, y también cuando paso demasiados días sin comer. Aunque lo he intentado a ver si ello me ayudaba a librarme de tantos latigazos, no consigo que mi aliento brote como llamas pestilentes. ¡Yo no puedo lanzar llamas por la boca! Desgraciadamente, no soy un hijo de Satanás y no tengo el poder de devolver multiplicado por mil el mal terrible que me hacen. No he salido del infierno, pero tengo la desgracia de no saber quién soy. Mas a pesar de todo ello, bella dama, he aprendido mucho y puedo ser para ti el sirviente más fiel que hayas tenido jamás. Tu esclavo. Te lo juro. Acógeme, por tu dios, que enloqueceré si vuelven a azotarme de esta manera que ves.
Divea asintió con lágrimas en los ojos, al tiempo que le abría los brazos.
Reemprendieron la marcha, puesto que el Sol se acababa de ocultar. Cuando se agruparon todos al borde del acantilado, la futura druidesa cayó en la cuenta de que con la llegada de Joachim sumaban cuarenta y dos. Seis veces siete. Se preguntó si ello formaría parte de un plan divino y si habría de considerar el cabalístico número una bendición o un mal presagio.
5-I-09
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Lo de Gales, aunque no parece peligroso, resulta más misterioso aún que lo de Anglia. Las sorpresas aumentan.
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A ninguno de los naturales del bosque de Tywi le impresionó la aparición de Llyfr, de regreso en el nementone. Pero a Divea, Conall, Naudú, Brigit y Dagda se les desorbitaron los ojos.
Tanto Fomoré como Fergus habían tenido que aceptar el recubrimiento que lucían como auxiliares eventuales del druida, una túnica corta, llena de ricos bordados, echada por encima de la suya. Uno a cada lado, sujetaban las esquinas y la mayor parte de la carga de un manto que, de otro modo, Llyfr no habría sido capaz de portar solo, tan importante era su peso a causa de los bordados de hilo de oro, perlas y piedras preciosas. Ninguno de los siete visitantes había visto jamás nada igual, pero los naturales del bosque de Tywi observaban el manto y el resto del brillantísimo atuendo con la misma indiferencia con que miraban las hojas de los árboles.
Tal boato era tan extraordinario, y tan inusual en los bosques celtas, que Divea no pudo contener un comentario sin apenas mover los labios:
-Esto es como Babilonia.
Nadie podía haberla oído, salvo Conall, que estaba a su lado como coprotagonista de la ceremonia, pero a la distancia de unos diez pasos donde todavía se encontraba, Llyfr miró hacia sus ojos de un modo penetrante, como si la hubiera escuchado con claridad. Su expresión no varió, pero la futura druidesa sintió angustia.
Sobre una alta plataforma de madera colocada tras el ara, habían dispuesto un asiento muy elevado tapizado de pieles de lobo. Cubriendo el asiento a una altura de diez pies, un palio de muérdago entretejido con gruesos hilos de lana. Tras acomodarse Llyfr, el manto fue extendido hasta cubrir la plataforma y el asiento, de manera que el druida aparentaba encontrarse suspendido del aire.
Catorce hermosos adolescentes de ambos sexos repartieron cuencos con un elixir, que Divea reconoció como el tercero de los siete principales. Ella fue la primera en beber, seguida de Conall, pues ambos habían sido acomodados casi en el centro del nementone, dos pasos por delante del ara. Los demás fueron bebiendo también, y una vez que todos lo hubieron hecho, a una señal del druida el bardo elevó su formidable voz para recitar el canto ritual:
El fértil Karnun nos acoge
y la bondad de Bran nos consuela,
la madre Dana nos ilumina
para merecer la sabiduría de Lugh.
Siguió una canción cuyo argumento hallaron indescifrable los siete visitantes. Narraba la historia de un clan que había sido condenado por un druida renegado a vivir suspendido del aire, en una isla volante. En tan inseguro e inestable lugar, sufrieron durante seis generaciones sin que nadie lograra vencer el sortilegio, hasta que la llegada de una niña amada por la madre Dana les llenó de esperanza. Pero aunque esa niña bondadosa les dijo que podían deshacer el encanto y les enseñó cómo hacerlo, tras largas deliberaciones los miembros del clan acordaron permanecer en el mismo lugar, porque temían morir ateridos entre las sombras del bosque.
Terminado el canto, le fue ofrecido un cuenco a Llyfr. Tras agotar su contenido, el druida pareció a punto de derrumbarse del alto lugar que ocupaba, pero a continuación, se enderezó de tal modo que semejó levitar. Su cuello, erguido casi hasta lo imposible, parecía haberse liberado del peso de la cabeza a pesar de la voluminosa corona de flores que la adornaba. Los ojos de Llyfr se tornaron blancos, con las pupilas oculta en las cuencas, y entonces habló:
-Todos los secretos están en ti, hermosa druidesa de Hispania.
Alarmada, Divea comprendió que iba a comunicarle los conocimientos de viva voz, ante el clan en pleno. Todo en el bosque de Tywi le había parecido insólito, pero el proceder del druida en era lo más incomprensible de todo.
-Sea vertida la sangre –dijo Llyfr.
En vez de sacerdotisas, fueron los adolescentes que habían repartido el elixir quienes portaron y sujetaron sobre el ara a un cervatillo. También lo sacrificaron ellos mismos sin rigor ritual y recogieron la sangre como si fueran matarifes.
-No comprendo nada –murmuró Conall.
-Ni yo –confesó Divea.
Después de beber parte de la sangre del animal mezclada con otro elixir, el druida indicó a Divea y Conall que también bebieran. A continuación, soltó una larga perorata llena de lugares comunes y cuestiones de sobra conocidas de todos, y en seguida fue dada por concluida la ceremonia.
Desolada, Divea se preguntó por qué había malgastado tiempo y energías para visitar Gales.
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